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Salvador Bayona

XXVI.- EL DESAFÍO Y LA SOLEDAD

Habían llegado de Le Vésinet poco antes de las nueve, pero el taxi


hubo de dar un pequeño rodeo para dejar al profesor junto al arco del
triunfo, pues había quedado con un sociólogo amigo suyo, español residente
en París, para irse de putas, deporte que ambos practicaban juntos siempre
que las circunstancias lo permitían.
Guillermo había declinado la invitación, más por temor a sentirse
incómodo entre dos grandes amigos que por falta de interés en hacer
funcionar sus gónadas. Así que ahora se encontraba entrando en el hotel,
con la esperanza de cenar con Susana y, tal vez, llevarla a la cama. Sabía que
la probabilidad de éxito de este plan era mínima, puesto que únicamente
habían hecho el amor en cinco ocasiones, precisamente las cinco veces en
que las falsificaciones llevadas a cabo por Guillermo habían sido vendidas,
pero la expresión de la siempre altiva Susana al ser sacudida por los embates
de su cuerpo era algo se había grabado en su memoria de forma indeleble y
desde entonces regresaba siempre que la excitación sexual crecía en él.
Susana estaba en su habitación, acabando de arreglarse, rodeada de
un extraño pero característico aroma, entre caoba y carrasca. La puerta del
cuarto de baño aún exhalaba vapor cuando entró Guillermo y ella se
aplicaba los últimos afeites frente a un espejo libre de vaho. A pesar de haber
ensayado mentalmente la escena durante el trayecto supo, al verla tan
fascinante con aquel vestido de noche, que no podría decir nada de lo que se
había propuesto. Susana, sin embargo, no reparó en su azoramiento, o no
quiso hacerlo, e inició la conversación como cabía esperar que lo hiciera:
- ¿Cómo os ha ido por Le Vésinet?, ¿Habéis visitado la casa de
Utrillo?

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El restaurador y la madonnina della creazione

- Sí. La verdad es que no había ninguna complicación al respecto, y


pudimos hacer muchas fotos. Creo que me serán muy útiles.
- Me alegro. ¿Sabes ya lo que vas a hacer?
- No. Todavía no.
Susana le miró, extrañada. Parecía no comprender la naturaleza de
las fuerzas que sacudían el carácter de Guillermo ante aquel reto.
En ocasiones le había parecido que comenzaba a formarse una idea,
pero cinco minutos después desaparecía dejando tras de sí una profunda
frustración. La verdad es que Guillermo no sabía en absoluto cómo afrontar
aquello. Nunca le había preocupado la idea de tener algo que expresar y si
de algo estaba seguro era de que su ansiedad no provenía, en absoluto, de la
seguridad de la factura técnica.
- En realidad no importa demasiado. Únicamente tiene que ser un
Utrillo. Algo típico de él, ya sabes, unas callejuelas de Montmartre o
algo así.
- Lo sé.
Pero sabía que era mentira.
Cuanto más conocía de Utrillo, cuanto más descubría de él, de su
vida y su dolor, tanto más se convencía de que no podría hacerlo. El único
que podía crear un Utrillo era el propio autor, por tanto, de alguna manera,
estaba convencido de que para pintarlo debía transformarse en Utrillo, ser
él, hacer que él viviera a través suyo, ya que nada había en él que mereciera
ser plasmado en un lienzo con aquella luminosidad.
Y por eso, precisamente, había comenzado a odiar a Utrillo. Y sin
embargo había algo en ese hombre que le resulta extrañamente familiar.
Parecía como con cada nueva cosa que viera o conociera de él se
incrementara la sensación de “déjà-vu” que, como tantas cosas en su
interior, no habría sabido expresar.
- Piensas demasiado –intervino despreocupadamente Susana, más
ocupada en aplicarse el perfume que en atender realmente las
palabras de Guillermo-. Será mejor que cenes y te acuestes pronto.
Mañana será un largo día. Por cierto... ¿dónde está Eduardo?
- Tenía... otras cosas que hacer. ¿Y tú?, ¿puedo saber dónde vas?
- He conseguido una cita con Jean Fabris, de la asociación Utrillo-
Valadon. Esta noche debo cenar con él. Será una pieza clave cuando
necesitemos verificar la autenticidad de tu cuadro, así que no puedo
faltar... ni llegar tarde –y depositando un casto beso sobre su frente
añadió:- cierra la puerta cuando salgas.
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Con la elegancia que la caracterizaba, Susana salió de la habitación


ajustándose sobre los hombros un delicado chal de gasa negra, no sin antes
arrancar una hoja del bloc del hotel y guardarla en el bolso de mano. Algo en
aquel gesto llamó la atención de Guillermo el cual, sin embargo, supuso que
se trataba de la dirección donde habría de encontrar al tal Fabris. Se dejó
caer de espaldas sobre la cama y, al percibir el olor de las sábanas lo
identificó como el primero que percibiera al entrar en la habitación, antes de
que Susana se aplicara el perfume, y muy diferente de éste. Su pituitaria,
una vez libre de la penetrante e inevitable esencia de trementina que todo lo
impregnaba en el taller, tenía una sensibilidad extrema, casi animal, hacia
los olores, y éste no le resultaba completamente desconocido.
Cogió la pequeña libreta y corrió hacia su habitación, sin pensar
demasiado en los motivos que le llevaban a hacerlo. Tomó un carboncillo
graso de su maletín y lo frotó suavemente sobre el papel. Si las películas
tenían razón, este sistema pondría al descubierto los surcos que los trazos
del bolígrafo habían causado en la segunda hoja, pudiendo leerse lo que se
había anotado en la primera. Tenía la firme intención de descubrir la
dirección donde Susana se encontraría con aquel hombre y luego
encontrarse con ellos. Ninguna idea sobre lo que haría una vez llegara allí...
¡Ya lo pensaría por el camino!
La aplicación del carboncillo en el anverso produjo un resultado
muy pobre, apenas unas rayas ilegibles, pero el reverso descubrió un
nombre, Enzo, y un número de teléfono móvil. No le cabía duda que un
hombre había estado en la cama de Susana. y aunque sabía que no era la
primera vez, ni él podía considerarse poseedor de ningún derecho sobre ella,
en esta ocasión una furia incontrolable se abría paso en su interior. Por un
momento pensó absurdamente que podía tratarse de un gigoló, aunque era
cuanto menos poco probable que Susana recurriera a tal tipo de servicios. En
cualquier caso este pensamiento no le tranquilizó: antes bien, la indiferencia
que sentía hacia cualquiera de las posibles relaciones que Susana tuviera con
su presunto amante de aquel día le descubrió que su ira no tenía que ver con
ella, sino consigo mismo.
Fuera de sí salió del hotel y se dirigió hacia la primera estación de
metro. Había comenzado a lloviznar ligeramente, pero no volvió atrás.
Únicamente cuando estuvo dentro del vagón, sacudido por el traqueteo de
las vías, se dio cuenta que se dirigía hacia Montmartre, y supo que aquella
noche se emborracharía como no lo había hecho nunca.

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Por un momento recordó la conversación con Susana, y cómo ella no


había comprendido la tensión a la que aquel proyecto le había sometido.
¿Cómo lo iba a comprender, si él mismo era incapaz de saber qué era lo que
le asustaba?. Sabía que su destreza con los pinceles era infinitamente
superior a la de cualquiera, y que poseía un don, el don de simular ser, a
través de sus cuadros, cualquiera que se propusiera, aunque nunca hubiera
sido él mismo. Pero siempre había trabajado con un modelo: una fotografía
del original o la de una copia que Eduardo le facilitaba, extraída de los
originales archivos nazis, pero en aquel momento él mismo se enfrentaba a
una incógnita a la que nunca antes había hecho frente.
¿Cómo explicar la sensación que le llevaba a necesitar ser Utrillo?.
Ni el profesor ni Susana habrían llegado a entender nunca aquella
necesidad. Para ellos se trataba únicamente de negocio, o de reivindicación
filosófica, pero no podrían comprender el pánico ante la creación. En cierta
medida, los tres eran infecundos parásitos, sanguijuelas que vivían de la
creación ajena, pero ahora a Guillermo se le había abierto el camino para
trascenderse, para dejar algo de sí mismo detrás suyo.
Y la única forma de hacerlo era convertirse él mismo en Utrillo.
Se apeó en Montmartre y comenzó a ascender las empinadas
callejuelas, laberínticas, infinitas, como en un relato de Borges. Dejó atrás la
algarabía de los parajes turísticos y se adentró por las húmedas y sombrías
calles, torciendo su camino decididamente a derecha e izquierda, con una
extraña familiaridad, como si sus pies supieran hacia dónde se dirigían.
Cada rincón, cada bocacalle, parecía que ya había sido recorrida con
anterioridad a aquella noche. Creyó recordar el sabor del agua de una fuente
en una pequeña plaza, que nunca antes había visto. En ocasiones, por
encima de los aleros de los edificios, la blanca cúpula del Sacre Coer
asomaba, iluminada para los turistas. De pronto se detuvo frente a un
solitario escaparate con una marca colgante que balanceada al compás del
viento y la lluvia, que arreciaba ahora sin piedad, rezaba: “Pierre Ménard,
vinos y licores”.
Sin pensarlo dos veces empujó la puerta, sabiendo que allí podría
encontrar absenta y vino barato... y tal vez un poco de compresión.

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