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Falo lanza-púas
auscúltate presagioso exprimiéndote datos
¡Huye! filamento subterráneo.
Por más que Reijo Mallat, finlandés, experto en maderas para la construcción (con
más de quince años de experiencia en el ramo), se empeñe en hacer la ficha técnica
sobre el cardón y sobre sus antecedentes en la fabricación de viviendas de bahareque,
cada vez que lo intenta se le enreda la lengua y le van saliendo frases inconexas en su
mal hablado español. El equipo interdisciplinario que lo acompaña está conformado por
expertos en sequía. Hay biólogos, zoólogos, geógrafos, geólogos y una socióloga. Se
entienden en un inglés rudimentario, que no traduce para nada la memoria de los
pastores de cabras que por allí merodean. ¿cow tongue cactus?
Mallat insiste en caminar descalzo, dice que sólo así se siente en armonía con la tierra,
pero por supuesto termina clavándose espinas en los pies rosado-sucios y
ensangrentados. Avergonzado pero altivo, le ruega al equipo que siga sin él. Se queda
sentado en una playa cuarteada en plena canícula y sin sombrero. Nunca antes, ni aún
cuando el miedo enturbiaba su respiración, durante la amenaza rusa, en Helsinki, había
escuchado Mallat el ritmo de su pulso a galope, acaso únicamente comparable con
aquella vez en Budapest, cuando una húngara pelirroja y endiablada casi le rompe la
vida de tanto paroxismo y persecución. Pero nada como esta fiebre de mediodía en
Carora, que por tremendura de la fonética significa -pero con K y acento esdrújulo- reloj
de pulsera en húngaro.
Estas espinas antropófagas se le van metiendo a uno en la piel como si estuviesen
vivas. Se siembran en el plasma como balas sin orificio de salida. En vano intenta
Mallat atraparlas y desaguijonearse, está cada vez más crucificado. Instintivamente se
abandona a las veleidades de la fiebre: una chiva, seguramente negra, bala en la
distancia, todo lo demás flota en la densidad espesa de la naturaleza. Todo flota
suspendido.
Escaldado, ampollado y enajenado yace Mallat en Lara. Incongruente criatura
desimantada del Norte.
Más allá de la suspensión total, el finlandés se deja arrullar ahora por el mayoral de los
renos, que canturrea en lapón. Súbitamente se borra toda imagen, la música
omnipresente acapara el espacio interno porque suena La Tempestad de Jan Sibelius y
con ella pulsa 1926, Carelia, Carelia, Carelia más que nombre de mujer, más que tierra y
libertad, más que lugar y que sitio. Carœlia, Carœra, Carora.
Yo es Nosotros Pérez
Tu Meléndez Vosotros Alvarez
Ella López Ellos ¿Quiénes?
Hace rato que la socióloga va siendo concubina. Antes de salir a rescatar otra quimera
se asegura de dejar agua fresca en la mesa, el chinchorro bien templado y en la nevera,
suficiente chivo para tarcarí.
La caricia
Lea invitaba a sus amigos con frecuencia con el sentido antropológico del festín.
Preparaba el menú con varios días de anticipación para tener tiempo durante la semana
de comprar los ingredientes apropiados y adelantar por las noches algunos detalles. Por
ejemplo: si la cena era el viernes, ponía la mesa desde el jueves porque combinar las
servilletas, disponer los candelabros, almidonar el mantel, escoger el color de las velas
llevaba tiempo. Otro ejemplo: si optaba por ofrecer platillos franceses, se aseguraba la
mostaza de Dijon y conversaba con el charcutero sobre el corte y las proporciones que
debía tener el lomo de cochino. Lea era judía, eso es obvio, pero no observaba ninguna
disciplina kasher, es más, la receta de cerdo con mostaza y azúcar se la había enseñado
su madre, cuando, a su vez, había tenido invitados para cenar.
Cuando llegó la hora del viernes, Lea se sentó en la sala con una copa de vino blanco
y se entretuvo imaginando el orden de llegada de los comensales. Hubiera deseado que
llegaran lo más simultáneamente posible. Había invitado a seis personas, con ella serían
siete a la mesa. El hecho que fuese agnóstica no le impedía ser un poco supersticiosa,
sobre todo en asuntos numéricos. Prefería los impares y el siete en particular porque en
la cábala correspondía a la esfera del Netzach complemento de Hod (que corresponde al
número ocho), victoria y gloria respectivamente.
“Hod es la esfera del intelecto y Netzach es la de la emoción – estaba leyendo ahora
en un librito de Iniciación, para acortar la espera - Hod gobierna la magia ceremonial y
ritual, mientras que Netzach está relacionado con los sentidos y las pasiones, el puro
estremecimiento de la vida, el disfrute de los placeres instintivos. Su planeta es Venus,
diosa del amor. Es pues lo espontáneo e instintivo de la personalidad”. Todo aquello que
Lea añoraba en contraposición a su mente racional, tan propia de la esfera Hod, que
representa la lógica, la penetración en la veracidad y en la inspiración, así como también
de la falsedad y la trampa que surgen de los altos niveles de la astucia. Su planeta es
Mercurio, que rige los mensajes, la elocuencia de la palabra y todo lo que sugiere el
término mercurial. Su equivalente en griego, Hermes, es la causa de que las artes
mágicas sean denominadas herméticas pues esta es la esfera de la magia ritual.
Lea carecía de manías que aliviasen la demora de sus amigos, no fumaba, no bebía
suficiente para aturdirse y odiaba la televisión, de manera que se impacientaba. Guardó
el libro en la estantería respectiva y siguió pensando en los números. La próxima vez
tendría nueve invitados, de ese modo ella misma completaría el número diez, la cifra
sagrada de Pitágoras, pero también Malkuth, la Puerta de la Muerte, según la Cábala.
Menos mal, pensaba Lea, que su afición era un hobby oculto.
Para distraerse, Lea optó por escuchar el Sheherazade de Rimsky- Korsakov y como se
hallaba frente a la estantería de los libros no pudo evitar echar mano a su enciclopedia
para conocer un poco más acerca del ruso. Apenas contuvo la risa cuando en vez de
encontrar al compositor se topó con la siguiente definición: Kórsakov: (sicosis de)
“consiste en un trastorno mental en que el enfermo padece desorientación y falsos
reconocimientos e inventa nuevas explicaciones (fabulación) para suplir lo que ha
olvidado…”.
Sheherazade evocó, mediante andantes musicales, a los incumplidos invitados quienes
fueron acudiendo a la memoria de Lea por pares: Aby y Sara, psiquiatra él, psicóloga
ella, ambos activos en el ejercicio de su profesión. El argentino, ella venezolana, ambos
judíos. Sara le hablabla a Lea acerca de la importancia de la identidad en la vida de las
personas. Se refería a los refugiados políticos, porque -según contaba - acababa de
alistarse en un programa multi disciplinario organizado por el Alto Comisionado a favor
de los Derechos Humanos, con sede en México (chispeaban sus ojos como
marquesinas). Aby, veinte años mayor que ella, se valía de su nunca bien ponderado
cinismo sabelotodo para desvirtuar los propósitos humanitarios de Sara. “Puro
escapismo - sentenciaba -¿vos querés ashudar a los exiliados o que eshos te ashuden a
vos?”.
En eso sonó la campana salvadora, llegaban todos juntos los cuatro invitados que
faltaban: un periodista, un abogado, un profesor y su esposa.
No bien concluyeron los ritos sociales: saludos, disculpas, preparación de variados
tragos, que un silencio breve pero sospechoso se cernió sobre el grupo. La señora del
catedrático ensayó resabios protocolares introduciendo temas de conversación
aparentemente inocuos tales como el clima destemplado. Su intento apenas suscitó
algún comentario cortés por parte del abogado. Todos los invitados cavilaban, Sara
hervía de rabia, los demás propusieron, casi al unísono, apurar los aperitivos y entrarle
directamente a la es-cena. El juego de palabras fue, qué duda cabe, de Aby, cuya voz
superaba la de los demás. Y luego, para colmo lo explicó: “Es que la mesa se ve tan
hermosa que parece teatral…”.
No todos los comensales supieron si el cambio de humor paulatino que se estaba
generando era el efecto de la excelente comida, es decir de lo que sucedía encima de la
mesa, o más bien por lo que ocurría por debajo.
Era una mesa vienesa, redonda claro, coronada con una lámpara Tiffany, que más que
alumbrar iluminaba. De modo que el rubor de Sara pasó tan desapercibido como el
pudor de la señora del catedrático y nadie echó de menos, durante la cena, las manos del
periodista, ni las del abogado.
La voz cantante la llevó Aby - ¿para qué aclararlo?- y el catedrático hizo una que otra
acotación puntual. Pero a pesar de la distensión y del esmerado postre, faltaba algo. Lea
pensó entonces en Kórsakov, el de la enciclopedia, y recordó que el síndrome de
fabulación requería abundante alcohol. Sigilosa como buena anfitriona descorchó frente
a sus invitados más vino y luego ofreció pousse café tras pousse café: Cognac, Grappa,
menta, cacao y naranja.
Los humos etílicos nublaron los prejuicios. Crónicas periodísticas aderezaron los
comentarios tribunalicios del abogado litigante. El profesor se distanció de las
categorías y declamó un poema de su propia inspiración. Sara suspiró. Aby cantó
milongas.
Sin darse cuenta de cómo ni cuándo todos habían abandonado la rigidez de las sillas y
se habían desparramado sobre la alfombra de la sala. Entonces Lea tomó la palabra y sin
prevenir a sus amigos se embarrancó: “En los brazos de uno de ustedes, amigos, he
muerto algunas veces. Morir, cómo les digo, fue suspender el sufrimiento que genera la
razón, una voltereta hacia atrás. Una de esas muertes estuvo precedida por llanto; en los
brazos de uno de ustedes lloré a mis muertos y también, no lo oculto, lloré por mí. La
auto compasión es una puerta grande para acceder a la muerte; morí ese día previendo el
fin de mis muertes en tus brazos, porque pocas cosas ahuyentan más los abrazos que el
llanto y la muerte ajenos.
Cuando se acabaron mis muertes en tus brazos, comenzó mi agonía: la de estar
siempre viva, sufro de inmortalidad.
Aquel último que en tus brazos moría, ocurrió el secuestro de los rehenes en la
Embajada de Japón en Lima (Diciembre 1996), cuando catorce guerrilleros fuertemente
armados entraron en la residencia del Embajador japonés en Perú y lograron capturar a
unas quinientas personas que asistían a una recepción Con los setenta y dos que
quedaron retenidos hasta el final de los cuatro meses que duró el cautiverio, llevé la
cuenta del sin sentido, de la desesperanza, del tormento y del suplicio. Murieron ellos,
qué duda cabe. Si bien fueron liberados en una acción comando liderizada por el
presidente Fujimori, el 22 de abril de 1997, con el resultado de un rehén fallecido, dos
bajas del ejercito y 14 guerrilleros ejecutados, además de 25 heridos, después de 126
días de cautiverio, ya ninguno será el mismo de antes. Yo tampoco”.
Quería Lea – y se lo dijo a sus amigos- que continuaran su cuento, como si se tratase
de un juego literario, de un cadáver exquisito narrativo. Aquello cayó como dinamita
sobre los invitados varones, quienes, cual niños, se abalanzaron por el primer lugar.
Aby quería valerse del ardid novelesco para sobreponerse a su cobardía: Cierto que
Lea había estado en su consultorio y había llorado en sus brazos y él la había referido a
otro psiquiatra, por simple inhibición profesional, pero jamás había imaginado tantas
repercusiones ni tantos estragos.
Carlos, el periodista, quería atrapar la historia de Lea para convertirla en una crónica
policial con sospechosos, detectives, cómplices y detractores, con el objeto unívoco de
distraer la atención y que no trascendieran sospechas acerca de su relación con Lea, a
quien había entrevistado y enamorado - como corresponde a un hombre joven, galante y
latino -. Habían intercambiado algunos besos, pero sólo esa única vez, porque al día
siguiente la había invitado a almorzar para disculparse y decirle que ella era “demasiado
mujer para una aventura” y que el la respetaba demasiado… Tampoco Carlos podía
haber imaginado que aquellos besos por muy apasionados o sabrosos que hubiesen sido
pudieran compararse, ¡por Dios!, con la agonía de los rehenes, o a una muerte por
despecho.
El abogado luchaba por conducir la historia hacia un litigio sucesoral, donde la occisa,
muerta de amor, le hubiera legado sus pertenencias a sus amantes. Era su manera se
zafarse del drama, porque él, Christian, sostuvo durante casi un año un affaire total con
Lea. Habían acordado mutuamente - tal como en los contratos- llamarse amigos sin
eufemismos, sin derecho a celos, ni a exigencias, en fin, algo que ella llamaba “mutuo
testimonio”. No recordaba, ni le importaba, si había sido justo en Diciembre cuando el
había perdido el deseo; Lea lo empalagaba con sus excesos y porque pretendía y además
lograba ahuyentar su mal genio arrancándole risas francas. Christian no imaginó
tampoco que rechazarla tuviera un efecto mortífero. “Bah, Lea es una mujer libérrima y
fuerte ¡qué carajo!”.
El turno por la palabra se luchaba a grito limpio, cuando de pronto se escucharon
golpes en la puerta. No esperaban a nadie, ni existían vecinos que pudiesen quejarse por
el alboroto.
- Ah -suspiró Lea- he debido dejarle la puerta abierta. Seguro que es el Profeta Elías,
hoy es Shabath y cae en Pascua.
Tres enfermeros entraron en tropel en la habitación de Lea. Lo más delicadamente
posible la maniataron a la cama y le aplicaron, intravenosa, una dosis de calmante.
Endorfinada vivía ella. Dopándola logran su exorfinio.
Yo
Otra estaba allí todo el tiempo, en mis narices, con sus carcajadas. Oh Dios, evítame el
agravio de usar adjetivos. Lo cierto es que taconeaba siete o más centímetros de azul rey
cuando la falda rasgada era celeste, pendían de sus orejas columpios abrillantados y la
asaltaban delirios de grandeza.
Claro que medraron psiquiatras, brujas, lágrimas y taquicardias. ¿Dónde estoy Yo,
cuando El se abrasa? ¿Quién ama a Yo?
2
Yo amo a Yo.
Los hielos crujen sin clemencia derritiéndose a medias. Un Cointreau. Un hálito
anaranjado refresca.
Una idea secular, un ejercicio gramatical, un personaje semántico, todos en un
trasfondo ecléctico. Yo escribe.
¿Para quién escribe Yo? Pienso mimar a Yo con acertijos, enamorarla con paradojas,
susurrarle adverbios.
Que no sospeche Yo ningún deseo ulterior. Una charada, un escondite, una mueca de
regusto por el roce con la copa húmeda.
Yo lleva meses indeseada. Su risa mengua en ausencia de gemido. Añoro su delicia.
Quiero amarla desvelándola y explorarla con fruición de reencuentro y también en
vilo, como si fuese la primera vez.
Yo anda imbuida de entusiasmo, pero no duerme. Por las noches oigo crepitar
cartílagos. ¿Será que le nacen alas? Me confundo: quiero que levite, deseo prolongarle
el aliento- combustible de un viaje a punto de fraguar, pero desde ya me aprisiona el
despecho.
Lentamente se van desentumeciendo mis dedos pudorosos.
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Otra no es otra. Es la misma Otra. Se trata de mera aritmética. Una misma Equis (X)
única, unívoca y universal. Euclides, Pericles, Eureka.
Yo yace desnuda despojada de engaños. Son pobres suplentes los celos de la pasión.
Cierto que producen alucinaciones y desafueros. Es verdad que catapultan hacia la ira
más pura.
Yo desabrochó de un sólo movimiento rutinario su rabia y ahora luce inerte.
Yo añora al menos los celos. Robótica, cibernética, aritmética.
Ya no alas, malas balas.
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Otro estaba allí todo el tiempo evitando el agravio de las palabras, desabotonándole
los labios al cerebro.
Jadeante caballo a galope.
Y ¿Yo?
Yo no escucha la voz de Yo. Me retuerzo al verla planear tan alto a lomo de Centauro,
lejos de su jardín y de mí. Los celos doblegan mi amor por Yo. Me solazo en primera
fila esperando su caída, para recoger las migas de su desencanto y reconstruirla para mí,
sólo para mí.
Pero Yo desaparece con el alba y regresa con fragancia de paseo solitario, enmudece
con el ocaso y nadie sabe de sus senderos. En vano intento acompañarla, protegerla,
mimarla. Yo, la emancipada, es otra.
Rue Tolbiac
Faltan apenas cinco cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, curioso barrio
obrero casi carente de locales comerciales. Hay sí un baño público donde por tres
francos se puede uno duchar durante tres minutos exactos.
Vivo en un edificio típico de una calle anónima. Tiene como los demás un resquicio
interno que separa dos aleros, y un conserje.
Comparto el breve espacio que habito con una muchacha judía sefardí, se llama Betty
Levy. Ella es la dueña de todas mis pertenencias: del catre y de la herrumbre que me
arrullan para dormir, de la nevera, del calefactor a gas, del papel tapiz. Allí suelo
perderme de mí misma y llorar con frenesí. Sollozo por el hambre que roe las entrañas
de una mujer árabe que penitente se deja morir por una causa y porque no entiendo los
textos de economía política que me he impuesto comprender. Entre la huelga de los
palestinos y los ojos de hambre que me miran medra un sarcoma.
El sitio de Betty, que es el mío, no tiene sala de baño. Ambas nos lavamos las manos,
los dientes y las lechugas bajo el único grifo de la cocina que separa nuestras
habitaciones. Ella usa ese mismo grifo para asearse las axilas; utiliza para ello un guante
de felpa, lo moja, lo enjabona y luego se inclina sobre el fregadero para no mojar el
linóleo del piso y se acaricia vigorosamente los sobacos. Lo hace dos veces por semana
y casi siempre cantando el estribillo de moda. Una vez a la semana amplia el recorrido
jabonoso y felpudo aventurando un descenso hacia su ombligo. El vientre plano y
cobrizo se le eriza y ella prosigue con la ceremonia. Entreabre discretamente las piernas
apenas lo suficiente para que penetre la higiene.
Faltan cuatro cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, sólo me acompaña mi
insondable locura, ¿a quién se le ocurre andar a estas horas en un barrio obrero de Paris,
en 1973? ¡Acaso no fue aquí donde apenas ayer nos corrió la policía!. Eramos más de
cien mil y yo no conocía a ninguno. No hacía falta saberse nombres ni antecedentes,
éramos todos una misma indignación, una sola proclama. Cuando se terminó la
manifestación y con ella mi exaltación, descomprimí mis pulmones y me zambullí en el
catre a una profundidad de diez metros. Hubiera comenzado a descifrar mensajes pero
una algarabía amenazaba mi puerta y mis cavilaciones. Betty tenía un novio así, era
casado, abusador y aleatorio, se presentaba de repente sin aviso y sin protesto como un
cobrador de esos cheques que se firman sin reparar en las letras menudas. Betty lo
aceptaba tal cual, sin enmiendas. En cuanto a mí, el hombre y su circunstancia me
creaban zozobra y me encolerizaban. Un portazo selló mi salida, la cual, por lo demás,
no llevaba prisa ni destino.
Acabé escalando uno por uno los quinientos tres escalones que separaban la
habitación de servicio, donde vivía mi único amigo venezolano, de la calle. Un lugar
atiborrado de libros, precisamente de economía política. El lugar cubría un área de tres
metros cuadrados y albergaba a muchos camaradas latinoamericanos. Todo el aliento
perdido me fue retribuido. Mi amigo estaba solo, a la vera de un bombillo que
iluminaba su amplia sonrisa, sus dientes, su infinita ternura y sus besos. Yo no se
cuántas horas nos besamos hasta que fueron llegando los compañeros con visos de
clandestinidad y de cofradía. Mi retirada fue imperceptible. Las grandes ideas y
métodos, es decir las ideologías y las metodologías, me ahuyentaron con prisa y destino:
ganar mi catre.
Faltan tres cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, mañana tengo clase de
fonética, un divertimento que me distrae de la realidad y de la teoría. Además me carteo
en fonemas con mi amiga francesa. Mañana nos vamos a ver en la Isla de San Luis a las
cuatro de la mañana para grabar a los transeúntes y analizar su lingüística. ¡ Santo
cielo!, pero si ya son las cuatro de la mañana y mi locura acaba de abandonarme. Ahora
estoy sola y escucho pisadas. De nada vale apurar el paso, faltan tres cuadras para llegar
al metro de la Rue Tolbiac. Las pisadas me remachan el tímpano, aminoro el ritmo de
mi caminar, le doy el beneficio de la duda, que sea otro solitario, un igual.
Un chico fornido, de tez rosada e imberbe, con el pelo negro y engominado se me
acompasa. Izquierda, derecha, izquierda. Al cabo de unos segundos rompe el monólogo
interno con una cortesía: ¿Le molesta que la escolte?. Faltan dos cuadras para llegar al
metro de la Rue Tolbiac y le digo la verdad, Siempre digo la verdad: “ No, al contrario,
¡qué amable!. Un dúo de percusión atraviesa el aire, son dos corazones batientes, dos
miedos.
-¿Podemos conversar? - dice él.
-Si.
Dígame, pero no se ofenda, ¿a qué edad comenzaron a crecerle los vellos en las
axilas?
-No lo sé, no me acuerdo.
-Haga un esfuerzo, se lo ruego, es tan importante para mí.
-Bueno, hum, supongo que a los once o doce años.
-Pero ¿no está segura?
-No.
-Y… los vellos púbicos…¿cuándo se asomaron?
-Oye, te estás pasando…
-No, no se asuste ni se inquiete, no quiero hacerle daño, pero es tan importante para
mí…
-Oye muchacho, faltan unos pasos para llegar al metro de la Rue Tolbiac, allí voy a
cruzar para ir a mi casa y quisiera que nos despidamos aquí.
-No me tema, la escolto hasta su casa, sólo trate por favor de acordarse.
Llegamos al portón del edificio donde vivo con Betty. Entramos juntos al umbral y el se
ofrece a acompañarme hasta arriba. Necesita una respuesta. Se la doy:
- Los vellos púbicos aparecen cuando no nos damos cuenta.
Galatea
Galatea Hemera sufre una intransigente aversión hacia las entrevistas de prensa. Le
parece que todos los fablistanes preguntan las mismas cosas para tergiversar sus
respuestas con más maldad que alevosía. Sufre al sólo pensar que en cualquier
interpelación por parte de los medios de comunicación de masas, tendría que repetir
que:
- Escribe cual vil delincuente, robando minutos laborables, asesinando afectos y
compromisos, sacrificando ritos, mitos, hitos.
- Lee como casi todo el mundo, con poca luz, en posición horizontal y luchando contra
el poder omnipresente de la televisión y de la radio.
- Añora, como otros escritores, ese día en que pueda dedicarse exclusivamente a la
literatura, o a los acertijos que encierran las palabras, por ejemplo la raíz torno prefijada
por diversas preposiciones (con -en - tras).
La palabra torno en particular no le es ajena, podría decirse justamente que por allí
empieza todo su tropiezo con la vida y también con la ya mentada aversión hacia la
prensa. Torno y prensa fueron durante su juventud asuntos de supervivencia porque a
los dieciocho años ya tenía dos hijas y temprano tuvo que saber también cómo operar
máquinas herramientas ocho horas diarias, seis días a la semana. Poco le importaba
entonces a Galatea el divorcio entre sus manos, la derecha en la palanca, la izquierda
atenta al teclado regulador de cotas; los peligros inminentes en el manejo de cuchillas,
cizallas o diamantes agregaron el toque de desafío, intimidación o aventura, según se
tratase de un lunes somnoliento, de un jueves imperecedero o un sábado liberador. Fue
posiblemente su regusto por la fantasía lo que le permitió a Galatea sobrevivir a aquella
rutina, casi robótica, con la que producía en serie tornillos, a veces tuercas y
ocasionalmente remaches. Una de esas fantasías convertía a Galatea en poder
empresarial y le permitía manejar el tiempo a su favor, entonces remachaba sólo
adjetivos calificativos, torneaba giros literarios y colocaba las frases más complejas de
su recién insuflada imaginación entre cuatro garras autocentrantes, para arrancarles la
viruta sirviéndose de una mezcla de humores conjurados capaces de lubricar la
operación y de amansar simultáneamente el hierro y las ideas.
Del taller de tornería voló Galatea por un asunto de meros celos porque el patrón
nunca logró acercársele lo suficiente como para descubrir a ciencia cierta el porqué
tenía Galatea esa cara de felicidad que lo mantenía al acecho, en vigilia y nuevamente al
acecho. Se descubrió el patrón fantaseando de día, en pleno viernes de caja, en medio de
importantes reuniones de junta directiva y hasta de noche, en la cama, aún asegurándose
de colocar ambas manos por encima de la frazada, tal como se lo exigían sus padres
desde pequeño para evitar tentaciones.
Se desbordó el patrón, Don Skruch, el primer y único día en que Galatea faltó al
trabajo. Se volvió un amasijo de nervios, de añoranza y de rabia, pero sobre todo privó
su impotencia, la misma que sentía a la vera de cualquier encuentro romántico, en todo
preludio, en el nudo y en el siempre descorazonador desenlace. Herr Skruch estaba muy
asustado -tan sajón de pronunciación, tan áureo de piel, tan rico en divisas- jamás se
hubiera permitido enamorarse de Galatea. A frau Skruch ni siquiera le interesaba
sospechar de su marido mientras hubiera champaña en la heladera y sobre todo heladera
en el lecho. Hacía ya un buen quinquenio que se reconocía alérgica a los roces e
histérica a mayores pretensiones, por aquello que ya se sabe sobre Herr Skruch. De
todos modos, valiéndose de una excusa exclusivamente laboral, Herr Skruch despidió a
Galatea creyendo que así, exiliándola de su vida diaria, se libraría de su tormento. Error.
Galatea en cambio, aterrizó, por pura casualidad, en el terreno de la construcción. Allí
aguzó su sentido práctico para analizar a calicanto cualquier arquitectura formal y entre
cemento, cabillas y encofrados, se le fueron adosando junto con los ladrillos, algunos
cálculos estructurales, que luego fueron estructuralistas y lingüísticos. Mención
distinguida merece esta vez el torno: “aparato que sirve para la tracción o elevación de
cargas por medio de una soga, cable o cadena que se enrolla en un cilindro horizontal
llamado tambor, provisto o no de engranaje reductor”. Ya para entonces Galatea cumplía
veintiún años.
2
La casa matriarcal, que compartía Galatea con sus hermanos, dos hijas, muchas
guacamayas, una mona, una lora, varias cuñadas y demasiadas visitas, chillaba quejas
humeantes en el patio central. Allí se desplumaban gallinas, se pelaban vituallas, se
amasaban bollos, se echaban cuentos y se campaneaban tragos. Las peleas entre perros,
las riñas entre niños y los chismes entre comadres, quedaban siempre sin resolver.
Alpargatas y botas, tacones y pies descalzos teñían sin compasión las paredes y esas
mismas huellas estercoleras marcaban pisadas apuradas hacia los más disímiles
escondites: hacia hamacas bien ancladas, hacia los poyos de las ventanas para aguardar
al dulcero o al serenatero, según la edad o las circunstancias, y muy pocos hacia el “para
qué”, un escondrijo perfecto para amores urgentes y trastos inservibles, porque casi
nadie iba nunca al para qué.
Sólo Mamá sorbía de a poquito su anís griego como en todos los cumpleaños de
Galatea, saboreando, esta vez, los últimos vestigios que quedaban en esa botella llena de
recuerdos. Revivía en ellos cada momento de los silencios completos, absolutos,
fantásticos que había compartido con un marinero desconocido, veintidós años atrás.
Atrás del carenero natural en el que buques mercantes, embarcaciones de pesca o
veleritos de fin de semana se recostaban en la arena para sanar sus costillas, aliviar sus
excoriaciones o simplemente dormir en tierra firme para vomitar viejas resacas, escupir
caracoles o afeitarse las barbas de algas y moluscos. Allí, en ese remanso de balandros y
galeones, había podido Mamá callar por primera vez en su vida. Y su callar fue tan
perfecto porque tuvo un y único testigo: aquel marinero despalabrado, de aliento
anisalado y mirada punzopenetrante. Mamá y marinero callaron juntos instantes eternos.
Fueron tertulias mudas. Fueron decires sinuosos, bailes selenitas, besos imperecederos
sin que jamás pronunciaran ni una sola palabra.
Mentira venial. Una sola palabra creció entre ellos, un único grito desgarrador:
¡Gaaaaalaaaaateeeaaaaa!, un adiós de marinero vociferado con el favor de los vientos
Alisios desde la popa de la embarcación, pero cuyo eco le templó el tímpano a Mamá
para toda la vida. Se quedó en la playa con los pezones encendidos, asfixiada por
borbotones de lágrimas. En su mano izquierda, la botella de anís, en la derecha el
recuerdo febril de cada palmo de esa piel viril tan igual a la arcilla por reseca y
agrietada, por colorada y obediente y sobre todo por volverse cuenco de tinajero, que es
como decir de agua clara. Llevó su embarazo igual que los anteriores porque éste era su
tercero. En ausencia de quejas ó aspavientos, nadie se sorprendió siquiera al oirla rimar
hacia los cuatro vientos, varias veces al día, un único y ya casi mítico nombre:
¡Galatea, Dios de vea!
La criatura nació con esa cara de felicidad que desquició a Herr Skruch y que
catapultó su adultez, precisamente a partir de ese vigésimo primer cumpleaños, hacia
una fama inaudita, amen del nacimiento de Eufemia, su tercera hija. Una niña dotada
con la facultad de mirar profundo, que se alimentaba exclusivamente de leche y pan.
Leche espesa de comadrona, pan de harina cernida en un viejo torno, residuo industrial
de la panadería familiar que regentara otrora Don Ramelio y cuyos croissants, brioches
y baguettes sembraron una añoranza vitalicia en todos aquellos que los probaron.
Galatea trabajaba más que nunca, con tantas hijas la vida se le volvía más exigente, pero
se la notaba aún más feliz desde que escribía aquellos cuentos que antes únicamente se
narraba hacia adentro y sólo para espantar el dolor, el miedo o el cansancio.
3
Eufemia seguía hablando poco y mirando adentro, como era humilde y delicada,
evitaba los ojos de los demás. Callada, tímida e introvertida sorprendió a todos el día
que anunció sin titubeos su decisión unívoca e inapelable de ingresar al Convento. Unos
días después, Galatea la vio desaparecer para siempre tras el torno, ese armario
cilíndrico empotrado en el muro de los conventos, que gira sobre un eje y permite
introducir o extraer objetos sin contacto con el exterior. La prensa se encargó de la
difamación y la alevosía: le inventaron un embarazo sobrenatural, le atribuyeron
poderes satánicos, la tildaron, la estigmatizaron, la injuriaron, la insultaron.
Los proyectos de Galatea yacían entonces sobre su mal iluminada mesa de noche.
Seguía trabajando desaforadamente para mantener una gran familia y de retorno a su
contorno, una sola redacción, la de un aviso de prensa, le robaba la respiración: “Se
solicita tornera:…”
5
Puede que suene paradójico y hasta inconexo que haya sido precisamente herr Skruch
quien se hubiera convertido, al cabo de los años, en pretendido mecenas de Galatea.
Jamás volvieron a verse, pero la historia inventada por Galatea tuvo tal efecto liberador
en su antiguo patrón, que se impresionó a sí mismo al desatornillar simultáneamente su
matrimonio y el taller metalmecánico de sus cuentas bancarias y de sus afectos. Se
dedicó desde entonces a beber cerveza en los bares y a investigar acerca del paradero de
Galatea. A punto de un rotundo fracaso y su consecuente depresión - la segunda en su
vida, por culpa de Galatea-, resolvió investigar el único dato que había logrado
escudriñar, constaba de tres palabras: Eufemia, Convento, Torno.
Cual recadero de monjas anduvo Skruch de templos hasta que un día, en la repisa de
uno de los tantos tornos que había estado auscultando postrado, apareció un sobre con
olor a santidad. Se volvió un amasijo de nervios y sintió que en verdad pesaba ciento
veintitrés kilos como en el cuento de Galatea. Jadeaba, temblaba y el piso, bajo sus pies
en retirada, crujía provocando mudos reproches en los feligreses. Cuando por fin ganó
la calle apechugando el sobre hasta arrugarlo, entendió que sólo difundiendo la obra de
Galatea lograría insiliarla en su vida.
Melodrama
Empatía súbita. Adriano atraca como anillo al dedo. Alberto, gozoso, reconoce en los
ojos del recién llegado tres virtudes: ambición, discreción y respeto. Enseguida le adosa
otras tres: curiosidad, atención, tesón. Adriano sólo calla. El encantamiento de Alberto
genera en su nieto algo incierto hacia el desconocido, por primera vez Andresito pierde
el sufijo diminutivo y se siente en familia, miembro de una tribu viril de triunfadores.
Adriano investido de paternidad, calla.
Gaitas y guirnaldas enloquecen la ciudad, es Diciembre. El consumismo febril, el
calor y el acogimiento sofocan los intestinos de Adriano y narcotizan sus nervios
inflamados. Por primera vez en las últimas cincuenta y cinco semanas reconoce un
triunfo, pero contiene el suspiro. Son hallacas, le dicen casi al unísono Margarita y su
tocaya y cuñada y mejor amiga de la infancia, al ver la cara de sorpresa del recién
llegado. Ambas Margaritas lucen una elegancia, un aroma y una desfachatez
desconocidos. Guacharacas, guacamayas, Guaira, guáramo, son palabras que le van
remachando el tímpano a Adriano. Pareciera que las muchachas quieren versarlo en
todas las excentricidades del idioma, del trópico y de la libido latinoamericana. Hay en
esos gestos más que coquetería e histrionismo, nada que ver con las muchachas rusas,
checas, polacas ni húngaras. Ni siquiera la televisión le había mostrado nunca algo
similar. Ajeno a su propio poder de seducción, Adriano abona la fantasía de las recién
conquistadas callando. Las Margaritas no logran mantener el tenor de sus cuchicheos y
se refugian - como desde niñas- en el vestière.
- ¡Es un encanto!
- Vamos a llevarlo a la boda del sábado.
- Lo presentamos como un conde europeo.
- No chica, como un barón.
- Ji ji ji ¡tremendo varón!...
Entre risas y chanzas, las mujeres-niñas traman toda suerte de equívocos para la boda.
Cuando regresan a la sala ven con malos ojos que Mariana en blue jeans y en perfecto
inglés mantiene clavado en un diván al susodicho. El monólogo de Mariana incluye
datos socio-económicos, verdades filosófico-existenciales, chistes y camaradería. Pocas
veces ha contado con un interlocutor tan solícito. Los hombres de la familia aparecen a
la hora del postre, David carga la guitarra bajo el brazo y ameniza - para beneplácito de
Adriano- el pousse café. Los maridos de las Margaritas avanzan frases de cortesía.
- Yo ser de Suráfrica, supervisar minas, irme dentro de dos semanas. Sí, sí, yo
arqueólogo, gustar aventura. Allá en selva vida peligrosa. Un vez estar con hutus
atrapado en guerra, otra vez huir con Mandela de secuestro. Adriano pide otro y luego
otro Scotch. Sus historias maravillan a los habitués del bar La Zorra.
…
- No señor, yo no pedí Armagnac, debe haber una confusión.
- Señorita es una cortesía de aquel señor que está sentado allá.
La joven entre indignada y sorprendida descubre a contraluz, la figura de Adriano con
mirada profunda y donaire a lo Sir Lawrence Olivier. Con la sonrisa en ristre, el hombre
deja a la mujer con ganas de reencuentro. Mismo sitio, misma hora: Restaurant Les
Chats.
…
Una tasca hedionda a cerveza, pimientos morrones y chorizo carupanero acoge todos
los jueves a un hombre apurado y a su ambiciosa amiga. Allí, sorbiendo, ambos
reacomodan la escala moral. A veces sin terminar el trago del estribo, se embalan hacia
un motel cercano para acabarlo.
Adriano sabe de armas, de economía política, de construcción y de tejemaneje; conoce
el soslayo, el trueque, las diligencias y las gestorías; aprendió manierismos y cortesías;
maneja el lenguaje comercial y el financiero; domina la simbología monetaria y los
pronósticos económicos; está versado en poesía y música, reconoce apellidos,
parentescos y protocolos. No se piense ni por un instante que la doble vida de Adriano
pudiera rallar en psicosis, o que su callar y su excesivo hablar tengan algo que ver con
una doble personalidad. No, la vida oculta de Adriano es una válvula de escape, un
cinturón de seguridad, una sana diversión histriónica frecuentemente útil para garantizar
la continuidad de su juramento. Habiendo cumplido lo de “nunca más pobre,” quiere
asegurar también lo otro. Jugando, actuando, camuflándose, enamorisqueándose, puede
zafarse - a ratos- de la sumisión afectiva.
5
Esta noche Adriano y Mariana cumplen dos años de casados, Andrés tiene casi trece
años, ya asoman en sus facciones ciertos rasgos de virilidad.
La fiesta ecléctica reúne con elegante informalidad a muchos allegados. Mariana y
Adriano representan el paradigma del triunfo, del amor. Ella ha adquirido la hermosura
que brinda el sosiego. El, el aplomo que proporciona el poder.
Alberto y Andrés, cómplices del artilugio, brindan por primera vez en igualdad de
tragos. Pero Alberto no obtiene respuestas de su nieto. No es que esté taciturno, ni que
rehuya, simplemente calla. Al increparlo, el muchacho inventa una excusa pueril, aduce
un dolor de estómago. Andrés sabe que no se trata de una excusa, en verdad le duelen
las tripas y además no puede concentrarse en los estudios. Callar es un refugio perfecto
para ocultar sus sospechas.
Alberto solidario con su nieto adolescente relaja el cuestionario. En verdad está
absorto en sus propias reflexiones. Ahora que por fin puede dedicarse a viajar y a pescar
porque coronó a un digno sucesor en la fábrica, le cuesta trabajo disimular su
preocupación. Ha interceptado accidentalmente unas llamadas telefónicas de lo más
curiosas.
En plena cantadera de alba, interfiere una llamada telefónica urgente para la señora.
Es Margarita, la tocaya de su hermana para disculparse sollozando: “Mariana,
perdóname por no ir a tu fiesta”. Gracias por llamarme, pero ¿qué te pasa?, ¿por qué
estás llorando? increpa solícita Mariana, la respuesta apenas audible es un inquietante
“por ti”, pero Margarita acaba de colgar el teléfono. ¿Por mi? se pregunta la anfitriona
mientras acompaña a sus últimos invitados al umbral de salida. Andrés aprovecha la
oportunidad para retar a Adriano, lo increpa, lo enfrenta. Por primera vez en su vida,
Adriano pierde la mordaza, habla, cuenta, dice, explica. Conversan, convienen,
consolidan. Sobreviene para ambos el alivio visceral. Andrés, hijo de Mariana y nieto de
Alberto acaba de hacer la hombría. También Adriano.
Karina
Mi queridísima Ana:
Volví de Buenos Aires con la rodilla rota. Todo ocurrió al segundo día de mi llegada y
en plena obediencia a las reglas turísticas. Me fui a Boca, ya sabes: algo de nostalgia,
mucho de tango, cuando seis adolescentes me tumbaron al piso a patadas. Yo no se si
me irritaba más mi nariz en el pavimento o el acento cantadito: “Ché matalo, matalo”.
Por suerte me dejaron el pasaporte y pude seguir mi viaje por Uruguay, Paraguay y parte
de Brasil (que en gran medida me pareció una gigantesca Avenida Urdaneta).
De regreso a Barcelona me esperaban setenta y cinco cartas y otras tantas llamadas
telefónicas, puro trabajo. No sabía si desayunar o merendar cuando ya tenía que salir
corriendo de un lado para otro, de un congreso a un simposio; cualquier día de estos me
vuelvo loco. Ya te había contado que el trabajo de traducción simultánea utiliza la
misma corteza cerebral donde se aloja la esquizofrenia caminan envers la meva casa la
teva imtge em va vindre al cap. Ven, ¿cuándo vienes?
Me encantó que en el Sur se sigan hablando los idiomas indígenas. Esos sonidos
desconocidos y los paisajes y la experiencia todo fue maravilloso.
I am reading Bowles and find his stories fascinating, non vedo l’ora di vederte. Desde
tu última visita me acompaña tu risa (¿de qué nos reíamos?) cuando regresábamos de la
exposición de Mapplethorp en la Fundación Miró. Siempre recuerdo que me dijiste que
Barcelona era una ciudad para los ciudadanos. Es verdad, nos acobija, nos ampara.
También dijiste que el Mediterráneo era dulce y quieto y que nunca habías conocido
tantos países en una sola cuadra. Cómo te sorprendía subir por una calle majestuosa y
cosmopolita y bajar por la paralela provinciana y cálida, para desembocar en una plaza
de artistas a pocos pasos del barrio gótico. Gaudí resucitó en tus superlativos. Quand
reviendras tu?
Mi casa sigue siendo refugio de tránsfugas y viajeros. Vienen mis amigos italianos y
los de Suiza, hasta pasaron por aquí compañeros de Estados Unidos sumándole a mi
esquizofrenia lo que le restan de soledad. A la vorágine añádele un toque de lascivia.
Quiero abrazar al mundo entero, a todos, a todas. Un abrazo fogoso, pero siempre uno.
Ternura, sudor, piel, labios, ojos. ¿Quién dijo amor, quién abrasar?
Una de mis grandes amigas te va a llamar la semana que viene, estará apenas cuatro
días en Caracas, por un asunto de unos cuadros que vendió. Me encantaría que se
conozcan y que la lleves a comer arepas. Se llama Karina y vive en París, habla español
perfecto. Va de paso a un encuentro Sufi en Argentina.
Acabo esta carta rápido y me preparo para visitar a mi abuela. Es que de las viejas no
se acuerda nadie y a mí me sigue encantando escucharla. Figúrate que está empeñada en
hacerle caso a su madre, “Conchita, hija- le dijo un día-, si pasas bien de los cien años
habrás vivido tres siglos...”. Pues como nació en 1899...
Escríbeme y cuéntame de todo, como me gusta a mí.
Un besazo para ti y saludos a todos allí en la Caracas de mi infancia.
Jon
…
Querido Jon:
Posee ella la melancolía del altiplano a pesar de sus chispeantes ojos parisinos y el
horror del holocausto en la mirada, aunque la emplee para seducir.
Se sonroja ella con la candidez de una niña en la pregunta y palidece a conciencia con
sus sabias respuestas.
Ignora ella las dualidades que despierta su cuerpo de niña alta y su mudo grito de
mujer asfixiada. O no, o sabe perfectamente y con cierta perversidad que sin
taquicardia, sin arritmia, los colores destiñen aburrimiento.
Aburrimiento que tal vez persigue - con aval de Schopenhauer y de Moravia- como
motor de los verdaderos cambios. Vivir en conflicto y postergar el remanso para que no
mengüe el ideal, el simbólico, el lúdico y no ese real y cotidiano, tan verdaderamente
fastidioso.
Esa niña, con palabra de hombre y dulce voz femenina, altera el pulso. Quisiera uno
raptarla y amordazarla a besos. Quisiera uno descubrir los misterios que resguarda en su
ceño fruncido cuando está mezclando con precisión científica y dedicación mística los
óleos para su próximo lienzo. Quisiera uno dejarle furtivamente algún regalo, pero que
no sepa ella que fue uno, enamorado, el que por no poder olvidarla nunca, va
atesorándole presentes y recuerdos anónimos, sólo para hacerla feliz, sin ningún deseo
soterrado.
Deseo, deseo, palabreja descorazonadora por fugaz y desconfiable. Como si en el
rechazo radicara una cierta energía, como si en la abstinencia fogueara el orgasmo.
Tanto así como que la imaginación supera cualquier desempeño. Y, al mismo tiempo,
cuánta promesa de un futuro armónico, cuanta disidencia, cuánta diletancia.
Desde que nos miramos a los ojos hasta que nos despedimos con el cuerpo entero en
un breve encuentro de muchas horas no he cesado de pensar en ella. En ellas, para
ajustarme a esta verdad, que las hay. En esa ella amalgamando en el Amazonas las
vivencias exógenas y exuberantes- por lo que las palabras cargan en la equis-, con las
intrínsecas y esdrújulas del universo atávico. En esa ella temerosa y trémula frente a la
“precariedad”: otra palabra aguda, muy aguda, mucho más aguda que el simple acento
postrero en la sílaba tónica, o de su connotación significativa fonética, lingüística o
psicológica. Miedo doloroso y febril, peste convulsiva, venérea atroz.
En aquella otra ella caminando por el quatrième y absorbiendo es sus ropas los olores
semitas de su barrio. Olivas y falafel, rabinos y sinagogas, cábala y shofar pero apurar el
paso para asistir puntual, dos veces por semana, a la reunión sufista. “Ni tan grata ni tan
interesante como los encuentros anuales (que parecen campamentos de verano, donde
cantidades de personas diversas aprendemos a convivir)”.
No se porqué pero en vez de convivir yo escucho sobrevivir, como si mi otra hubiese
encontrado hace cinco años un salvavidas que la mantenga a flote. A flote sí, pero muy
sobre, muy por encima de la vidita pequeña burguesa e inmerecida que la enmarca. A
ella protagonista de una vida azarosa, de un destino flamante, signada por el arte
congénita y vocacionalmente. A ella, simultáneamente judía y boliviana, francófona e
hispano parlante, dueña de Siam, de las propiedades de los Visigodos y heredera de los
Sumerios.
O en aquella otra inimaginable: madre de un varón tan ajeno por pelirrojo y sajón y al
mismo tiempo tan fruto de su vientre, ¡Jesús!.
No, no voy a seguir, sigue tú, querido Jon de mi corazón y si alguna vez te soliviantas
llévame contigo, como hasta ahora, como siempre, porque yo no me he atrevido nunca a
surcar mis vísceras como tú. ¿Será prudencia, miedo, o acumulación?. Ni envidia, ni
vanidad.
La vida en Caracas transcurre con sobresaltos, pero sin emociones. Los simples
ciudadanos nos hemos convertido en seres virtuales, o a lo sumo en cifras estadísticas.
Los únicos seres humanos que sienten y padecen son los delincuentes y los observamos
como si fuesen una especie exótica. Salvo rarísimas excepciones somos tan
etnocéntricos como lo han sido antes los colonizadores, de modo que los medimos con
nuestros obsoletos parámetros socio-antropológicos y nos engañamos irrisoriamente. La
inseguridad acabó con el patio, con la vida gregaria, reunir a tres pelagatos pensantes
cuesta demasiado trabajo y las raras veces en que ocurre, nadie escucha. Deslumbradas
con su propia voz, infinidad de mujeres brillantes se opacan entre sí. Los hombres
bostezan.
Ahora te cuento un poco de los míos: los ojos de mi hijo parecen radiógrafos y eso le
está permitiendo una aproximación a la naturaleza a través de la cultura funcional. La
electricidad, la hidráulica, el movimiento, la energía, todas esas cosas le roban el aliento
de la emoción y el sueño por lo mucho que tiene que estudiar. Mi niña ríe y llora al
mismo tiempo. Tiene frío y calor simultáneamente. Un torrente de hormonas le tuerce el
aroma y caricaturiza sus movimientos. Aguda e ingenua, chistosa y circunspecta, es una
persona deliciosa.
Así vivimos, personajes de esta divina comedia que es la vida.
¡Ah! ¿El?: guapísimo, los años le sientan bien. Gerente, padre de familia, ángulo
superior de triángulo isósceles conserva el humor de siempre. Su sonrisa bajo el bigote
aporta un toque de ironía y de inteligencia a esta obra épica que es educar y proveer.
De mí que te cuente ella.
Te quiero Jon de ultramar y brindo por nuestra fiesta epistolar.
Ana
…
21 de diciembre 1996
Querida Ana:
Estoy desecho, Karina se va para la India. ¿El?: se llama George. Adiós a mis planes
de Baleares. Yo que me veía arrullando al sajoncito y amándola por fin. Tu carta me
insufló, sobre todo por aquello de las promesas y las disidencias. De nada valieron mis
desgarros. Seguimos como siempre, amigos, “otra palabreja”, pero esta vez grave.
Me consuelo con una italiana que huele a albahaca, con una sabra cuyas eres me
cacofonizan el alma, con una andaluza que me rechaza... y pensando en George, que
pasó por Barcelona:
“Ambiguo compañero protegido y protector, que escancia la palabra sin rodeos ni
adorno, fulminó la raíz de mi tronco cizallando sin remedio mis bastiones
inexpugnables. Como un arco tensado en intensa oscuridad descendió ángel ladrón para
atravesarme el aliento, hiriéndome fatalmente de saeta”.
Jon
Sara
El sonido agudo de las carcajadas que explotan de la radio a las cuatro y media de la
tarde y por amplitud modulada, predisponen siempre el humor recurrente de Sara.
Reírse sí, pero de sí misma. De ella que lo objeta todo y nunca concluye nada. De ella,
menesterosa pero prejuiciada, portadora de una moral tan amplia y tan circular que al
cabo de darse la vuelta sobre sí misma termina siempre condenándola a ella con un
veredicto de culpabilidad. Desde niña, aún antes de cumplir los diez años, se ha estado
torturando con absurdas preguntas. ¿Qué hubiera hecho ella de haberle tocado sufrir la
guerra y la intolerancia?. ¿Se hubiera ella asimilado al enemigo con tal de salvar el
pellejo?; ¿se hubiera soliviantado abanderando la causa sionista, o acaso la comunista?,
¿habría intentado huir?
Consumadas, las risas radiales dieron paso a una entrevista peculiar; los periodistas
anunciaron la llegada tardía y elegante de un escritor extranjero, cuyo reciente éxito
editorial lo traía de regreso a Caracas, ciudad que le había propinado profundas caricias
durante uno de sus exilios. Le preguntó la periodista: “ ¿es requisito para escribir el
haber vivido las pasiones que se describen?. Y contestó el: “No, fíjese el caso del poeta
portugués Fernando Pessoa, un funcionario aburrido, que no hizo más que ir de su casa
a la oficina y que no sólo legó pasiones sino que se desdobló en varias personas con sus
respectivas personalidades, sexualidades, ideologías y rúbricas”.
Le hubiera encantado a Sara la posibilidad real de suscribir heterónimos en la vida
real. Irremediablemente se le antojó recordar un cuento corto de Vicente Huidrobo en el
que una mujer encantadora llamada María Olga se casa con un hombre muy
convencional, pero sólo con la parte de ella que se llama María, mientras que Olga
permanece soltera y libre de tomar un amante. El marido, iracundo por los celos, toma
un revólver contra ella, pero sucede que se equivoca y mata a María, justamente a la
mujer que le era perfectamente fiel; en cambio Olga continúa viviendo feliz en brazos
de su amante.
Llamarse Sara es otra cosa –se justificaba Sara- no sólo por ser un nombre unívoco,
sencillo y bíblico, sino por sus vínculos con la primera humorista de la humanidad,
aquélla que tendría sobre los cien años- según el Viejo Testamento- cuando se le
apareció Yahveh para decirle que sería premiada por su buen comportamiento y que
concebiría por fin al hijo tan ansiado, y ¿qué hizo Sara?, muriéndose de risa exclamó
incrédula: “¡es que voy a gozar a los cien años y además con un marido viejo!”. Por lo
demás Sara había sido una mujer pragmática durante su prolongada infertilidad por lo
que supo compensar a su marido promoviéndole encuentros íntimos con una esclava y
la dicha de procrear. Según las Escrituras de Jerusalén, la que fungió de esposa,
Celestina y madrastra se llamaba Saray hasta que Yahveh le sustrajo la I griega a su
nombre convirtiéndola en Sara y en madre de reyes.
La entrevista radial proseguía pero se había distanciado del tema de los heterónimos.
Sara lo lamentaba tanto, le hubiera sido mucho más llevadero seguir rumiando
desmentidos interiores que afrontar su realidad sentimental: una nostalgia barroca.
Creyó que cambiando de banda radial hallaría en otra frecuencia un alivio a su aflicción;
solía escuchar música clásica mientras manejaba y le apetecía el sonido del clavecín, la
métrica de Scarlatti, hubiera tolerado hasta el arrojo romántico de Beethoven, pero
cuánta conspiración casual podía desprenderse de las notas de Bizet, ¿por qué?, ¿por
qué Carmen?. Actor se dice en griego “hipócrita” y fue precisamente en la dramática
sobre actuación operística donde cabalgaban nuevamente las fantasías heterónimas de
Sara. Siempre ocurre con los despechos que la persona amada acaba clavada. Primero se
lacera el cuerpo con destreza patológica, pero luego, indefectiblemente, regresan a la
memoria las virtudes enaltecidas, superlativas. Para Sara, la amistad - como el amor-
debe ser un acto de fe, no como la santidad, cuyos protagonistas han de demostrar
milagros. Los amigos y los amantes son y punto, cuando ese punto rueda se convierte en
avalancha. Así llegó a su casa, bañada en lágrimas diluvianas.
No era Sara, en su desdoblamiento heterónimo, una lesbiana, simplemente se había
enamorado de su amiga como un novio solícito, aquel que adivina los deseos y los
complace. Ella, la amiga, se fue convirtiendo a su vez en hogar y patria, olor y mandato.
Niñas compartiendo una infancia imaginaria. Tránsfugas en el destierro, a veces silentes
testigos de sus torceduras, eran ambas exiliadas de un espacio atávico al que ninguna de
las dos podía regresar. Así se fue convirtiendo ella en casa y en flores, para que el, Sara,
reposara de los horrores de la guerra y libara. Al principio, como en toda relación que se
anuncia amorosa privó la seducción. Fue grandioso el misterio y excitante el
descubrimiento: saberse, reconocerse, adivinarse, todos verbos reflexivos, demasiado
reflexivos. Pronto se impusieron las confesiones. Apátridas, fueron inventándose
identidades demudadas, ella, la amiga, se había construido una casa sólida y umbría
desde donde evocar el Simún del desierto, las lavas insulares de su tierra natal y las
caricias ausentes de sus ancestros. Sara se deshidrataba en ella, devenía pura sal.
Espejos reveladores de sus recíprocas cualidades, despertaron la envidia de no pocos.
Viéndose valiosa en los ojos de la otra la una se crecía, reflejada en la aprobación de la
una la otra vociferaba. De los frutos que se cosechaban en los oasis recién explorados,
algunos diezmos se ofrecían a un tercero. Fatídico número tres, turbia presencia
masculina. Trío, triángulo troica, trenza, trípode.
- Sara, oh Sara ¿cómo hago para franquear tus defensas?, te me ocultas Sara, no
encuentro en tus ojos esa afectuosa expresión a la que me has acostumbrado.
- No te engañes amiga mía si mi aspecto se ha vuelto sombrío, su turbación sólo se
refiere a mí misma, a mi lucha conmigo misma.
- Ay Sara he equivocado mucho tu pasión, pero dime querida ¿puedes ver tu rostro?
- No, el ojo no se ve a sí propio sino por reflejo.
- Es verdad y una lástima que no hayan espejos donde puedas ver tu sombra.
- ¿A qué peligros quieres arrastrarme haciéndome buscar en mí misma lo que no existe
en mi?
Los heterónimos hacen trampas que la razón ignora y mientras Sara se sorprendía a sí
misma rogándole a la constancia que le diera ánimos para colocar una montaña entera
entre corazón y boca, su seductora amiga apuntalaba artes amatorias en fogosos
esmeriles. “Tengo la mente del hombre- se decía Sara- pero la debilidad de la mujer.
Hela allí, Afrodita arrobada, de cacería con Artemisa y luego viene a mí cual solícita
esposa a reclamar hasta la última gota de mis sangrientos secretos. Sindicadora
desaforada en procura de todos los hilos: los de Ariadna, los de Penélope, queriendo
poseernos a todos, a Teseo, a Aquiles, a mí”. De este modo envenenada la mente del
hombre, Sara encontró en su debilidad de mujer el espacio para la comprensión y en la I
griega de su nombre primigenio el refugio para volverse Celestina de los amoríos
infértiles de su amiga. Venía ella llorosa a los hombros de Sara y describía con detalles
al caluroso amigo que se enfriaba, y Sara le respondía: “ cuando el amor comienza a
debilitarse y decaer usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no
conoce disfraces…”
Personajes todos de una tragedia bien tramada a cuyo despeñadero se abalanzaban,
desconocían, sin embargo, los ambages.
Sara, cual hombre al fin, encontró consuelo en el otro hombre y así fluyó entre ellos el
diálogo:
Dijo el hombre: ¿A esto hemos llegado?
Dijo Sara: Que tu jactancia se convierta en hechos. Por lo que a mí toca, me alegraría
recibir lecciones de hombres nobles.
Dijo el hombre: Dije que soy más antiguo, no mejor.
Dijo Sara: Un buen amigo no debería ver los defectos de sus amigos.
Dijo el hombre: No las vería un adulador.
Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente. Entre la ejecución de una cosa
terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma o como un
horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales se confrontan entonces y el
humano adolece de una insurrección, pero ¿cómo evitar aquello que los dioses hayan
dispuesto?
- ¿Qué dicen los augures? Se pregunta ella, la amiga, al constatar perpleja que en vano
ha buscado a Sara, inútilmente al hombre, para encontrarse en ellos reflejada.
Y responde el oráculo: “No querrían veros salir hoy”.
Y los desafía ella: “Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía, siempre mi
razón ha sido dócil a mis afectos”. Así resuelta se lanza ella en procura de su destino
para encontrar a su mejor amiga con su amante reunida. El corazón de Sara se contrista
sabiendo que cada apariencia no es realidad, pero es tarde: las almas sangran.
Carmín
Lino y raso.
Seda y charol.
Rojo carmín encendido.
Apenas terminaban las once horas laborales que Carmín habitaba en el siglo XXI, se
abría ante ella otro universo ante el cual sucumbía sin gravedad alguna. Por las noches y
durante los fines de semana, Carmín vivía sencillamente en el siglo XIX. Rodeada de
vírgenes esculpidas, pintadas, vestidas y ornadas por ella misma. Era capaz de recortar
durante horas y a lo largo de semanas, infinidad de retazos de tela, cuatro por cuatro,
ocho por ocho, doce por doce. Así sorteó y organizó, y recortó y planchó cientos de
cuadritos de flores, de rayas, de puntos, de algodón, de satén, de lona, de cretona, de
batista, residuos de piyamas, de blusas y pantalones, pañuelos y bufandas, manteles,
sábanas y ajuares completos, hasta completar el millar para luego diagramar, hilvanar y
coser colchas y edredones que vistieran las camas y catres rebuscados en todos los
anticuarios y así amueblar adecuadamente las casas de adobe cuyos contornos
imaginaba con tanta energía que ya estaban brotando de la tierra con paredes
permeables al cruce de fantasmas, ovnis y alucinaciones.
Esos vaivenes de Carmín dinamizaban encendidos chismes de combustión interna.
Los albañiles que fabricaban las casas de Carmín llevaban petrificada en el rostro una
amalgama de deseo y desconfianza, mientras que sus mujeres ahogaban en servilismo
cualquier atisbo de envidia o admiración. Ninguna palabra se interponía. Ya se dijo:
pura combustión interna.
3
Vestida de organza corro de noche por una playa incolora. No hay luna ni estrellas,
la negritud, la negrura. No veo nada. Sólo el salitre en los labios y un penetrante olor a
pescado me indican que estoy en el mar y que soy novia. Y corro hacia una casa que
adivino lejana por el titilar fenesciente de una vela. El vestido de novia se me enreda en
los pies, al caer las olas me atrapan y apagan en mis ojos la vela titilante. ¡Me ahogo,
me ahogo!. Nadie escucha mis gritos mojados. Una muchedumbre chamuscada está
escapando de la casa incendiada.
Amaneció sábado y Carmín maneja hacia 1850, lleva en la maleta del carro dos
edredones para los catres y una piedra para el tinajero. El último sueño la turba, el dedo
anular le roza los labios y su pie derecho se afinca en el acelerador.
Accidente vial en serie. Trece carros descarrilados. Cinco heridos de gravedad, dos
leves. La policía, los agentes de tránsito y los bomberos con la ayuda de familiares,
amigos y vecinos trasladan a las víctimas a los centros de asistencia.
Uno de los sobrevivientes asegura haber visto una nave espacial en la carretera,
versión que desmiente la mayoría de los testigos oculares. Las autoridades están a la
caza de argumentos verificables: ingesta de alcohol, mancha negra en la carretera, cruce
de algún ganado.
El boletín de prensa se encarga de regar la noticia como pólvora, la radio bombardea
el suceso con detalles amarillistas, con entrevistas, con rimbombantes consejos de moral
y buenas costumbres viales, pero nadie parece conferirle importancia alguna al Doctor
Pollack, uno de los accidentados, aquél que asegura haber sido encandilado por una luz
enceguecedora y de haber perdido el conocimiento por un momento justo al producirse
el choque. También sospecha haber visto antes, en alguna parte, aquel carro verde y sin
chofer, que a pesar de ser el primero de la fila, nadie investiga.
Escabulléndose del cerco policial, el Doctor Pollack se va acercando al vehículo verde
y al constatar los números de la placa se le despierta su viejo oficio de espía, de cuando
colaboró con la KGB: “el carrito pertenece, definitivamente, a la señora guapa, la del
contrato petrolero, la de los labios carmín y algún dedo siempre rozándolos”, constata
para sí. Ya iba a dar cuenta a la policía pero se le nubló repentinamente la vista y cayó
infartado. La policía lo encontró con un ojo abierto y el otro cerrado como en un guiño.
El dedo meñique le rozaba los labios. Carmín en cambio apareció de entre los
matorrales sin magulladuras, estaba iracunda, vociferaba, pedía a gritos un remolque,
sacaba inagotables cuentas sobre gastos por daños, despotricaba por la lentitud del
operativo y echaba mano a sus numerosas llaves magnéticas para destacar su jerarquía.
En otras palabras aterrizó sin coma en pleno siglo XX, en el subdesarrollo, en una
carretera rural, perdiendo - sin darse cuenta- hasta el beneficio de la nostalgia.
Canon
- Liz ¿por qué solicitas compradores para tu creencia no comprobada. Deja que mi
diletantismo aflore silvestre. Déjame comulgar con mis padres republicanos. Déjame
regar con proclamas revolucionarias y vino tinto el cocido obligatorio de los domingos,
déjame saborear con mis amigos el vértigo y la clandestinidad y que nuestras palabras
remeden el tono alzado de 1936. Deja que desande los efluvios. No te permito
catecismo alguno. ¡Basta!.
- ¿Catecismo?, ¿Cuál? yo no profeso.
- Bueno pero licitas tu fe.
- Lo hago.
- Entonces sí.
- No lo hago.
- Ah! entiendo tu juego, me estás asomando que juegas con el idioma.
- De ninguna manera, las meninas hacemos palacio con las palabras.
- Entonces ¿por qué dices que licitas y que no licitas?
- Yo nunca dije una cosa así, aunque me hubiera encantado.
- Pero eso contradice lo que dijiste antes
- ¿Contradice?... Yo nunca me contradigo. Eso no forma parte de la naturaleza de las
meninas.- Puede ser que la contradictoria seas tú. Ni siquiera puedes darte cuenta de
tu inconsistencia.
- Tus tácticas me confunden. Licitas, no licitas. Licitas y no licitas.
- ¿Tengo que decirlo a tu gusto?.
- Ay por favor, tu sabes que es inofensivo combinar dos frases mediante la partícula
“y”.
- ¡Inofensivo!, sí cómo no, si fuese tan inofensivo ¿por qué estarías tan empeñada?.
- Yo sólo tengo las mejores intenciones…
- Eso es lo que dicen todos.
Un chirriante portazo interrumpió los renovados argumentos que Xion estaba a punto
de esgrimir. Su nueva réplica se basaba en un tilde esdrújulo que le daría un carácter
lícito a la fe de Liz. Estaba tan concentrada en los cálculos éticos que irrumpían del
fondo mismo del acento (la fe lícita), que asumió su liberación casi con resignación.
Intercedió por ella su padre, acompañado por el jefe de la Comisión de Asuntos Sociales
del Congreso de la República (hijo de un asiduo contrincante del Señor Velázquez, en el
fútbol). Ambos sabían que Xion era una chica “inofensiva y de buenos sentimientos”.
Debía tratarse de una confusión. ¡Buenas intenciones!, remedó con sorna el
comandante, eso es lo que dicen todos. Pero no pudo acabar la frase porque de los
altoparlantes estallaban consignas en clave solicitando el despliegue urgente de un
operativo conjunto de todas las policías.
La breve detención de Xion no trascendió a la prensa, su libertad coincidió con vino,
garbanzos y un partido entre el Real Madrid y el Barcelona. Xion tocó la guitarra a
petición de sus mayores y le dedicó el resto de la tarde a los cálculos fonéticos,
gramaticales y filosóficos que le exigía su recién inventada militancia particular. Desde
entonces, la sonrisa de Xion corta el viento a su paso por la ciudad, delinea el camuflaje
de su cinismo con tanta perfección que parece una mujer feliz, fue así como la vio
Gorka más tarde, constatando, con cierta timidez, que Xion cargaba a cuestas el peso de
aquellos genios capaces de transformar la realidad en carcajada.
Epistolario real con un escritor fabuloso
Yació con un par de suelas pisándole la cabeza durante una eternidad. Fue
recobrándose del desmayo mas no de las patadas, sentía un dolor de cuerpo
desmembrado, un dolor hediondo a sangre en grumos. Ni chistó.
¿Lo dejamos zumbao o lo quebramos?- preguntó el que podía ser el dueño de las suelas
acogotadoras, o sea, que hablan de mí- pensó Luis. Y, acto seguido, ¡qué desengaño! no
era su destino lo que se debatía. Entonces ¿qué?.
-Es una bola de real – insistió Suelas.
Una voz gangosa que provenía del volante espetó un unívoco e imperativo “
¡cállate!”.
No se habló más. Desde el fondo de sí mismo, fétido, fetal, Luis recordó a Kuklinsky.
“Callar no deja rastros ni evidencias”, asintió para sí a favor del espetante. ¡Por qué no
habría de existir la palabra espetante! ¡Cómo llamar entonces a aquel que le clava a uno
la espada en el cuerpo o a aquel que dice algo causando molestia o sorpresa!
Ahora olía a mar, a salitre, a Caribe, no como el Océano Pacífico de San Francisco
que huele a viento. Le costaba trabajo respirar y tenía las piernas entumecidas,
virtualmente amputados los brazos, inútiles también los ojos.
De pronto en una parada, que Luis supuso de semáforo, un ruido infernal estalló en el
techo y se armó la reyerta. Luego dedujo- por las voces nuevas que escuchó- que se
trataba de un atentado juvenil. Calculó que podían ser apenas dos muchachos: el que
lanzó la piedra con destreza de pitcher grandeliga y el que aprovechó el descalabro para
apuntar al que suponía dueño y señor de la nave. El resultado fue una balacera, Luis oyó
petrificado los disparos y el chasquido de las puertas del automóvil. Cuando logró
desentumecer su entendimiento, el carro rodaba a 150 kilómetros por hora y habían
desaparecido las suelas de su cabeza. Con una naturalidad nunca antes experimentada,
se incorporó. Abandonar la posición fetal y la oscuridad fue un nacimiento difícil pero
apenas ganaron sus pulmones algo del aire fresco, Luis sintió en la garganta la vocal
iniciativa de la vida. Pronunció esa primera A con desparpajo de recién nacido y se
sentó en el asiento trasero, ahora despejado y bien dispuesto para su propia comodidad.
Adelante el chofer no reparó la novedad, huía. Luis ignoraba cual de las tres máscaras
que lo habían secuestrado en la bomba de servicio era el conductor ó si se trataba de uno
de los muchachos, tampoco le importó. Desató sin prisa el cordel de su zapato y con un
gesto de mafioso cinematográfico se lo echó al cuello al delincuente que manejaba.
- ¡Escúchame o te quiebro!
La persona que estaba al volante fue el primer trasero que Luis pateó.