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Bonilla se deja sorprender, capturar -como él mismo diría-,
“en pleno disfrute del encuentro, con gafas negras, enmarcado en
sus guedejas blancas cual si se tratara de una coronación profana
de sus felicidades discretas de fauno impenitente, dionisiaco y
apolíneo a la vez”.
En uno de los bancos del Parque Colón, una criolla con
audífonos se contonea a ritmo de merengue con una gracia
increíble y los turistas gringos y haitianos le toman fotos. Luego se
pone de pie y continúa destilando gracias, ajena por completo a las
fotos y a los turistas. En realidad ajena al mundo, atenta sólo a la
música que la invade en uno de esos momentos intensamente
felices que dan sentido a la vida. “A la vida -dice Norberto James-
y a la música que la hace posible”.
Los turistas aplauden cuando la muchacha da por terminado
el espectáculo y ella se sorprende al percatarse de ser el centro de
atención, pero no se turba, no se inmuta. Se quita los audífonos,
agradece con una sonrisa, se inclina reverente, se quita un
sombrero imaginario y extiende el brazo en abanico de izquierda a
derecha. Todavía siente los efectos liberadores del delicioso frenesí
interior.
Por asociación de ideas piensas en Diógenes Céspedes, el
infalible crítico literario, y te preguntas cómo se vería bailando en
público la teoría del ritmo de Meschonnic, pero la asociación es
desafortunada.
Te alejas sin saludar a Yoryito ni al ingeniero filósofo
Bonilla, que ahora conversan animadamente, quizás sobre la
derecha decente y las bondades del imperialismo.
Hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor. Te refugias en
la soledad, el estado natural del ser humano -la más fecunda
condición humana-, o sales a patrullar en el viejo Lada. Patrullar
en el sentido que Norberto James concedía al término. Pero si te
refugias en la soledad no tienes adónde ir porque no existen los
lugares sino las personas con que compartes esos lugares. Si estás
solo no tienes adonde ir, no importa adonde vayas, ni siquiera en
un día de lluvia.
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Sin embargo, hoy no entrarás al Palacio, no estás de humor,
temes encontrar como de costumbre a un maldito poeta embozado
en su ego. Temes que el ambiente te reserve la misma experiencia
frustrante de otras veces, doblemente frustrante porque sabes que
mañana volverás porque no tienes adonde ir. Es la ciudad la que
manda. Ordena y manda.