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El marero y otros extremos

...se notará que he intercalado algunas palabras cultas: vísceras,


conversiones, etcétera. Lo hice porque el compadre aspira a la finura, o
(esta razón excluye a la otra, pero es quizá la verdadera) porque los
compadres son individuos y no hablan como el Compadre, que es una
figura platónica.
Historia Universal de la infamia

... el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer


reír y que procura aterrorizar.
El laberinto de la soledad

La cumbia cede al ragga y, tras coreado estribillo de “Te burlaaaste / destrozaaaste


lentamente mi pasióóón”, el “Bicho” comienza a rapear en clave jamaiquina: “Ahora
me vienes a buscar / yo nunca te voy a olvidar / tu te burlaste / me abandonaste / no
quiero sufrir mas”. La escena, banal y caprichosa entre tantas, me suscita
pensamientos superpuestos: a) mientras la crítica rock del principal medio de Córdoba
se ufana de su conocimiento de las últimas tendencias del rock inglés, carece de las
herramientas para comprender lo que sucede ante sus propios ojos, condenada a leer
al cuarteto como mero pintoresquismo caravanero o relegándolo a la sección de
policiales; b) a falta de baluartes críticos en ese sector, también decepciona la
incapacidad académica de aplicar tanto ensayo sobre marginalias y periferias a la
propia marginalidad en la que uno se haya inmerso; lo que lleva a c) sin muchos
nortes teóricos para entender lo propio, uno puede intentar develar qué pasó para que,
a miles de kilómetros del Caribe, en esos cinco compases, un ritmo casi caribeño de
una ex-colonia de habla hispana se fusionara con otro ritmo, bien caribeño, de otra ex-
colonia, anglófona.
¿Cuál fue el derrotero para que la cumbia viaje desde su difuso punto de
origen rural y se extienda como verdadero ritmo panamericano? Pienso esto
apartándome del difuso ideario estético de latinoamericanistas actuales que ven en la
cumbia al hijo lelo de lo “comercial”. No muy lejos de los orígenes africanos del
tango y de la chacarera que los musicólogos han tenido a bien echar en cara al
racismo patrio del “acá no hay negros”, la cumbia ha recorrido un largo camino, a
veces de la mano con la saya afroboliviana, el sanjuanito ecuatoriano, el vallenato
colombiano y la grupera mexicana, mutando y migrando hasta llegar acá, bastión del
cuarteto, vía Buenos Aires, de donde sumó el sonido flotante de los sintetizadores
característico de la “cumbia vishera”. (Segundo paréntesis: Muy linda la cumbia
“vishera” de Gieco, “El angel de la bicicleta”, que, de paso, tiene mucho que ver con
uno de los temas del presente escrito: la violencia urbana).
¿Y cómo entronca todo esto con el raggamuffin, nacido en los suburbios de
Kingston? Esta música marca el abandono de la postal del Jamaica no problem y sus
playas idílicas, el peculiar neoevangelismo rasta basado en Halie Selasie –a la sazón,
emperador/dictador de Etiopia–, las reivindicaciones de la negritud y el
tercermundismo militante del reggae y el ingreso al Jamaica yes problem de las
mismas playas idílicas pero ahora alambradas y electrificadas para esparcimiento
exclusivo de blancos gringos (o negros VIP, claro), la pobreza, los Trench town, el
desempleo masivo y las guerras de pandillas que aparecen en el ragga. (Tercer
paréntesis: Esto que no implica que esta realidad no existiera mientras Robert Nesta
Marley vivía o cuando el reggae blanco cantaba “Red, Red Wine” y Tom Cruise
servía cocteles). El ragga, además, encuentra muchos correlatos con el funky de las
favelas cariocas, con nuestra cumbia villera bonaerense –lejos ya del romanticismo de
los Wawancó o Los Palmeras, pero con mucha concha, caño, frula y cobani muerto–,
con los narcocorridos del norte de México y con el hip-hop de las periferias
empobrecidas de las grandes urbes norteamericanas.
Hace un tiempo, Clarín publicaba dos notas que parecían no tener relación
entre sí [Nota local al pie: la Voz también, un poco en zaga]: La primera, sobre la creciente
violencia organizada de las pandillas juveniles conocidas como maras, surgidas entre
los migrantes centroamericanos en Los Ángeles. De éstas se resalta su cuerpo tatuado
hasta lo inverosímil, su ensañamiento, su precocidad. La segunda, sobre el
reggaetone o rigatón, el nuevo ritmo que hace furor en Centro América (el
subcontinente, no el barrio) y que combina hip-hop, raggamuffin y reggae más una
cuota de cadencia latina. Una historia de este ritmo nos excede; algunos la atribuyen a
la mano de obra jamaiquina empleada en la remodelación del Canal de Panamá. Baste
una pequeña apostilla: el rigatón es a las maras lo que Frank Sinatra a Vito Corleone.
Hijas de las migraciones y las distintas prácticas culturales que surgen en los
márgenes del capitalismo tardío, y a la sombra de su hegemonía cultural, el meneo
cachondo de apetecible morena pulposa que impone el rigatón y la brutalidad de las
decapitaciones de las maras son caras de la misma moneda. Y no estoy pensando a
una como banda de sonido de la otra -alguna eventual película a lo Ciudad de Dios en
clave centroamericana se encargará de imponer ese vínculo-, sino que ambas fueron
acuñadas por violencias económicas análogas. Ahora bien, afortunadamente entre la
Fiel y las Violetas no se descuartizan a machetazos ni riegan mutuas vísceras por
Villa Páez como sí lo hacen la Salvatrucha y la M16. Esperemos que los diseños
urbanos que propicia el delasotismo y la privatización de lo público no redunden en la
creación de más periferias atroces que nos deparen esos niveles de violencia.
Haciendo un poco de futurología no sería raro que de acá a unos años las letras del
cuarteto se pueblen de drogas, armas y ajustes de cuentas, dejando de lado traiciones
amorosas, desengaños, lecciones morales sobre la cultura del trabajo y aquel
Septiembre en que tú fuiste mía. [Nota historiográfica al pie: No obstante, cabe
señalar que la violencia rural sí aparecía en el primer cuarteto, en eso de “Encontraron
a don Goyo... / muertecito en el arroyo / Que pregunten y pregunten, / yo no estaba en
el embrollo. / A ese muerto no lo cargo yo, / que lo cargue aquel que lo mató...”].
Esto me lleva nuevamente a Babylon, a La Cartelera y al Bicho cantando
“Arrepentida”; una breve epifanía personal en la que se cruzan una cierta predilección
por el reggae y los ritmos festivos en general pero también una intuición difusa sobre
la particularidad de las identidades locales. Un grupo con porteños de rastas
hablándome de la espiritualidad, las raíces a las que denominan roots y las tribus
perdidas de Israel en Capilla del Monte; o unos muchachos grandotes de Centro
América (ahora sí el barrio, no el subcontinente), alhajados con collares, anillos,
remeras de básquet y gorrita intentando hacer hip-hop con unas rimas que en español
suenan bastante ridículas, no dejan de dar un poco de vergüencita ajena, como de niño
rico copiando el prestigio prestado de miserias ajenas (y lejanas). Además, las
permanentes alusiones al tópico del represent, que tiene mucho sentido en la
autoafirmación de las minorías raciales y sociales, por estos lados aparece mejor
traducida en el acelerado derivado del pasodoble que practica Banda XXI o en las
apologías barriales del rocanrol (sic) de los Callejeros y sus infinitos replicantes
chabones que nunca vieron arder naves en los anillos de Orión.
Lo que me deslumbra de “Arrepentida” y el resto del repertorio que se va
sucediendo en el escenario es la filiación que se puede trazar desde “Tú” de la Mona o
“Nunca temas por ella” de Trula, donde prima el costado trágico de la traición
amorosa; pero también la cumbia romántica de Adrián y sus Dados Negros; el
“Afilador” de los Rústicos del Viejo Sueño, por citar uno de los escasos créditos
rocker locales; o la veta tanguera del cuarteto de la mano de los Cocineros: en suma,
fidelidad a una impostación que es parte del personaje escénico, lo que no es poco.
Primer balance: Paradojas de la globalización y la globalifolia, la violencia urbana
latinoamericana logró su mejor registro musical en el Casa Babylon de un grupo
franco-español, Mano Negra, particularmente en “Señor Matanza” y “Super
Chango/Bala perdida”, y en un latino residente en Estados Unidos, Rubén Blades, con
su “Pedro Navaja”. Un registro más preciso, más certero (como las balas que evocan)
que la veta alterlatina del rock vernáculo: nuestros malogrados Fabulosos Cadillacs y
su latinoamericanismo revolucionario de Rey Azúcar, el despilfarro de consignas de la
Bersuit en “Se viene el estallido” o “Señor Cobranza” y los revulsivos Molotov, por
citar algunos ejemplos entre la miríada que Santaolalla nos legó.
Un conocido, con buen tino para las categorías y la sabiduría que dan las
canas, lo resumió claro y conciso: “pachanga ideológica”. Hay una valoración
implícita en dicha categorización. La “pachanga ideológica” fracasa desde el vamos
por su pretensión de abarcar y disputar dos campos en simultáneo (y sin luminarias
del pensamiento crítico que aporten a las letras), con lo cual queda reducida a mera
pachanga, pero enojada y voluntarista.
La posibilidad subversiva en términos culturales parece relegada a otros
ámbitos: a la práctica como subversión en sí misma, tanto en lo corporal (piénsese en
el primer tango orillero, entre hombres, en los candombes rioplatenses o en la
capoeira afrobrasileña ante la rígida moralidad imperante en sus respectivos
contextos) como en la vestimenta (y aquí debemos pensar en esos arquetipos icónicos
que van desde compadrito al marero, pasando por el pachuco y el cuartetero).
Hace más de cincuenta años, Octavio Paz meditó sobre problemas análogos en los
jóvenes marginales hispanos de los Estados Unidos. [Nota al margen: Quien quiera
ponerle música de las siguientes líneas puede escuchar Chavez Ravine, último
hallazgo de un astuto mercader de la nostalgia, Ry Cooder, el de Buena Vista Social
Club]. Al respecto del exceso en la indumentaria, Paz observa:
La novedad del traje reside en su exageración. El pachuco lleva la moda a sus últimas
consecuencias y la vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda
norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el pachuco lo vuelve
“impráctico”. Niega así los valores mismos en que su modelo se inspira. De ahí su
agresividad.

Borges, más irónico, propone una descripción de atuendos similares en personajes


equivalentes:
(...) bandas de forajidos como los Daybreak Boys (Muchachos de Alba) que reclutaban
asesinos precoces de diez y once años, gigantes solitarios y descarados como los Galerudos
Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo con un firme sombrero de
lana y los vastos faldones de la camisa ondeados por el viento del arrabal; (...) hombres como
Jhonny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado sobre la frente, por los bastones de
cabeza de mono y por el fino aparatito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los
ojos del adversario (...)

Del ensayo de interpretación nacional al cuento corto van perfilándose algunos nortes
teóricos, módicos chispazos que rozan la comprensión; de la danza a la ropa, y de la
ropa al arquetipo. Además siempre me gustó más el indio que el cowboy, el gangster
que Eliot Ness, el ronin que el samurai, el tumbero que el gordo de la Bonaerense que
lo acribilla en Ramallo. ¿Dónde reside su encanto? Semejantes derroteros asociativos
desembocan sin planearlo en la filosofía del derecho. En sus consideraciones sobre la
relación entre violencia y orden legal, Walter Benjamin sugiere lo siguiente:
Esta presunción encuentra una expresión más drástica en el ejemplo concreto del “gran”
criminal que, por más repugnantes que hayan sido sus fines, suscita la admiración del pueblo.
No por sus actos, sino sólo por la voluntad de violencia que estos representan. En este caso
irrumpe, amenazadora, esa misma violencia que el derecho actual intenta sustraer del
comportamiento del individuo en todos los ámbitos y que todavía provoca una simpatía
subyacente de la multitud contra el derecho
(...) el derecho moderno tiende (...) a no admitir que, por lo menos personas privadas
en calidad de sujetos de derecho, practiquen una violencia aunque sólo dirigida a satisfacer
fines naturales. Esta violencia se hace manifiesta para el sujeto de derecho en la figura del
gran criminal, con la consiguiente amenaza de fundar un nuevo derecho, cosa que para el
pueblo, y a pesar de su indefensión en muchas circunstancias cruciales, aún hoy como en
épocas inmemoriales es una instancia estremecedora.

Una segunda posibilidad se esconde en la representación certera, densa, que


logran ciertas manifestaciones artísticas, no necesariamente populares, pero que
representan a esos sujetos con un compromiso de orden estético con su realidad:
“Espero, / que la ametralladora, / no vuelva a trabarse ahora, / como en el ensayo ayer.
/ Después / cuando todo esto termine / yo le invito una copa, / no me vaya a
despreciar / ... / En el cielo está Dios soberano / y en la calle la orden del cartel”, dice
Blades en clave de vallenato; “Esa olla, esa mina y esa finca y ese bar / ese paramilitar
/ ... / Ese federal, ese chivato y ese sapo, el sindicato / y el obispo, el general / son
propiedad / del Señor Matanza” enumera la Mano en un reggae tan up-tempo que es
casi rigatón. Botones de muestra que alientan una intuición de búsqueda en la
representación de la violencia. Pero no como apología de sociedad que se enamora de
sus propios destructores, al modo de una película catástrofe, ni como pura estilización
de sus horrores, sino para una crítica de la misma.
Apostilla: la filmografía sobre lúmpenes y tribus abunda; al voleo y con el
riesgo implícito en toda enumeración pienso en la muy ochentera y newyorkina
Guerreros, en Pizza, Birra, Faso de Caetano y Stagnaro, en el “Negro” Pablo de
Okupas, en el Boyz’n the Hood/Los dueños de la calle de John Singleton, en la
francesa El odio; también en la colombiana La virgen de los sicarios, en el “Zê
Pequeno” de Ciudad de Dios y el Peixote de Babenco, en el “Cadillac” de El cielito;
y, ¿por qué no? en los marielitos de Scarface, los irlandeses de conventillo de
Pandillas de New York o el ítaloamericano Jhonny “Boy” de Calles Salvajes, las tres
de Scorsesse. El serial killer, versión cinematográfica y escabrosa del “gran criminal”
decimonónico, quedaría fuera de la lista por ser un fenómeno de orden más burgués
que marginal, la manifestación última del vacío de sentido de la cultura del consumo,
una exacerbación del individuo y no del grupo, incluso en su versión casi lumpen en
Asesinos por naturaleza de Oliver Stone o Monster con Charleeze Theron.
Segundo balance: La representación estética termina siendo una de las pocas
posibilidades de comprensión de una realidad cuyos sentidos nos exceden, pero cuyos
resultados se nos cruzan en la calle, púa en mano por Iponá a las tres de la mañana o
con una Kalashnikov en la favela Roçinha a las doce del mediodía. Y, no obstante,
sigue habiendo algo aterrador en como el Estado provincial y la prensa local crean e
igualan arquetipos, los elevan al rango de terroristas urbanos o pandillas sin reconocer
el abismo que separa a las tríadas, la yakuza o la cosa nostra de los cien detenidos por
desmanes en un baile; o incluso a la Salvatrucha o el Comando Vermelho de Al-
Qaeda. Paz ya advertía una tensión fundamental de los extremos en los que caía
entonces el pachuco, algo que, en sus apreciaciones apresuradas, irremediablemente
se les escapa a Lalo Freyre, Tolchinsky y, mucho más grave aún, al gobernador De La
Sota. Y Paz lo advertía en una época de optimismo en el desarrollo industrial y en su
capacidad integradora:
Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo
mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad;
no importa, busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación
más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que
hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será otro de sus héroes malditos.

Corolario: Víctima o victimario, el pachuco de Paz subsiste en atuendos diversos,


acaso como anticipo profético de atrocidades sociales e personales por venir, ahora
que las virtudes del desarrollo industrial parecen apenas resabios de un sueño cíclico.
Y, en ese breve lapso de cinco compases, el “Bicho” sigue rapeando, despojando al
ragga de su violencia originaria, haciéndolo, de momento, coda de una canción de
amor y de despecho.

Agustín Berti

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