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F. HOLDERLIN
Lo logr. Por fin consegu embarcarme. Un viento
fresco de montaa me sac del puerto de Esmirna. Con
una calma maravillosa, como un nio que nada sabe
del instante prximo, yaca en mi barco y contemplaba
los rboles y mezquitas de aquella ciudad, mis verdes
paseos junto a la orilla, mi sendero hacia la acrpolis,
vea todo eso y lo dejaba alejarse cada vez ms; pero
cuando llegu a alta mar y todo se fue hundiendo y
desapareciendo como un atad en la fosa, entonces fue
como si mi corazn se hubiera partido... Oh cielos!,
exclam, y toda la vida que haba en m despert
intent retener el presente que hua, pero ya estaba
lejos, lejos.
Ante m se extenda, como una bruma> el pas celes-
te que haba recorrido en todas direcciones, como un
corzo libre entre los pastos, por valles y montes, y haba
llevado el eco de mi corazn a sus manantiales y a sus
arroyos, a las lejanas y a las profundidades de la tierra.
Hasta all, hasta el Tmolo haba llegado, inocente y
solitario; all abajo, donde antao estuvo feso y su
juventud feliz, Teos y Mileto, hasta all arriba, hasta la
sagrada y triste Troya, haba llegado con Alabanda y,
como un dios, haba reinado sobre l y, como un nio,
carioso y creyente, haba obedecido a su mirada, con
alegra en el alma, con jubiloso e interno gozo de su ser,
siempre feliz, lo mismo cuando sujetaba la brida de su
caballo que cuando, elevado por encima de m mismo,
en esplndidas decisiones, en audaces pensamientos,
en el fuego de la conversacin, una mi alma con la
suya.
Y ahora se haba acabado; yo ya no era nada; irre-
mediablemente me haban despojado de todo, me
haba convertido en el ms pobre de los hombres, y ni
siquiera saba cmo.

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