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Juan
Aburto
12 cartas y un amorcito
Más de y otros cuentos
70,000
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enviadas
Libros de Regalo
43
2
12 cartas de amor y un
amorcito
y otros cuentos
Juan Aburto
Nicaragua
Edición digital gratuita de
Libros de Regalo
43
Escríbenos a:
aquiles.julian@gmail.com
intercoach.dr@gmail.com
Primera edición: Agosto 2008
Santo Domingo, República Dominicana
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Libros de Regalo, y sus colecciones complementarias Ciensalud, Emprendedores y Aprender a
aprender, son iniciativas sin fines de lucro del equipo de profesionales de INTERCOACH para servir,
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Este libro es cortesía de:
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Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N.,
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Se autoriza la libre reproducción y distribución del presente libro, siempre y cuando se haga
gratuitamente y sin modificación de su contenido y autor.
Si se solicita, se enviarán copias en formato PDF vía email. Para solicitarlo, enviar e-mail a
intercoach.dr@gmail.com, aquiles.julian@gmail.com o librosderegalo@gmail.com
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Contenido
Memoria personal de Juan Aburto / presentación 4
El asedio 5
12 cartas y un amorcito 6
Instrucciones para observarse a solas 10
La carrera nagua 12
Juan Aburto: como salido de sus propios cuentos /Raúl Elvir 14
Para el anecdotario de Juan de Jesús Aburto /José Cuadra V. 16
Biografía de Juan Aburto 18
Aquiles Julián
5
El Asedio
para Augusto Monterroso
La cacería había durado varios días. Las tácticas fueron las de siempre.
Acosar a las enormes bestias, acosarlas con fuegos, con griterío. Y así
empujarlas hasta los grandes pantanos. Allí se atacarían pataleando
lentamente, levantando oleadas inmensas de cieno, hundiéndose cada vez
más con gañidos atronadores, desconsolados, ahogándose. Después vendría
él a lancearlos en grupos, la carnicería enseguida y el devorarlos semi-
crudos allí mismo.
Ya todos habían huido, cazadores y perseguidos. Iban ya muy lejos.
Solamente uno quedaba, altísimo, feroz. Y el hombre delante de él, tan sólo
con una pequeña hacha tallada entre las manos. Lo acometió la bestia con
furia. Temblaba la tierra a sus pisadas enormes, a su trote empeñado en
aplastarlo; temblaba como cuando los grandes cataclismos. Por fin un
agujero, una grieta en el farallón. Adentro se precipitó el hombre como una
sabandija. Y la bestia bramando afuera, rascando, intentando agrandar el
huraco. Ya su largo dedo uñado, como viga, penetraba hasta el interior de la
oquedad; y el hombre, los brazos abiertos de espaldas al muro, acorralado.
Después fue la cabeza, su horrible, redonda mole asomando a la hendidura
y una lengua áspera estirándose más y más, azotando, buscándolo en la
penumbra. Y detrás el interminable pescuezo ondulando como una
serpiente colosal. A cada momento lo mismo. Todo el tiempo el espanto del
asedio aquél en la soledad del páramo.
A la mañana, el hombre acercábase hasta la entrada del agujero. Se topaba
otra vez con la bestia atravesada; un arroyo de baba densa, maloliente y
turbia le chorreaba hacia el valle; y el ronco resoplo de bruto adormecido,
echado contra la colina y el agujero, contra su presa exhausta de hambre, de
cansancio. El hombre a rastras regresaba al fondo de la cueva. De rodillas se
tumbó de nuevo acezando en la oscuridad. Se dejó caer estirando hasta el
cuello la piel que lo cubría, espesa de pelambre como su rostro.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
6
12 Cartas y un amorcito.
Resulta que aquella tarde, como a las 5, andaba yo solito paseando por el
barrio de Buenos Aires. Siempre me ha gustado, desde muchacho, pasear
solo por las barriadas. Al menos no tiene uno que ir diciendo adiós a cada
paso. Además, hay cierto otros encantos en ello, que no es necesario
consignar aquí.
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El caso es, pues, que íba casi a media calle, caminando entre una bulla de
carretones, ladridos y chavalos beisboleros, cuando de pronto comenzó una
fuerte lluvia. Pude haber cogido un taxi, pero no tenía nada que hacer y
preferí quedarme un rato contra una pared, recostado, viendo formarse las
avenidas. De una puerta cercana salió una mujer joven y me invitó.
Era una muchacha alta y finita, cobriza la piel; parecia yanka y creo que
tenía azules los ojitos o medio verdes, quizá. Ya estaba un poco oscura la
tarde.
-Así es en Bluefields -me dijo- mucho llueve allá. Porque yo vivo en Bluefiels
sabe? Allá tengo mi casa. Yo soy la esposa del teniente Polanco. Pero es que
la mamá de él no me quiere mucho y siempre nos estábamos peleando. Así
es que resolvimos que me viniera para Managua, aquí donde mi prima, esta
casa es de mi prima. Y aquí estoy para mientras. Pero ya no hallo las horas
de que lo trasladen a otra parte o que se venga para acá, para juntarnos otra
vez. pero viera que siempre nos escribimos; vea, aquí tengo todas sus
cartas.
Querido Amorcito: recibí tu apreciable cartita del 23 del corriente, pero no has
contestado la mí del 15 del corriente; sólo me decís que recibiste el cheque de 100 pesos que
te mandé. Echo de menos tus besistos, aquí te mando un montón de besitos, etc. etc.
Ya me fregó esta tipa -pensaba yo, después de leer otra misiva mas- me
tiene aquí de chocho leyéndole esta correspondencia idiota que qué me
importa!
"Querido Amorcito. No te había podido contestar, pero vos también escribime más. Vos
sabés que te quiero mucho y es justo que me hablés algo. No ves que estás solita? Pues yo
también, Etc. etc.
"Bluefiels, 19 de Mayo. Querido Amorcito: Hemos estado de fiesta, pero no estoy bien,
porque no has venido. Recibiste el radio que te puse? Qué tal has estado? Acordate de
tomarte las pastillas y escribirme siempre aunque yo no te escriba, en un tiempito te
contesto, etc. etc.
"Bluefields, 2 de Junio. Querido Amorcito: No me gusta estar sin saber nada de vos, aquí
es bastante aburrido todo y sin vos peor. Mandame un retratito aunque sea, etc. etc.
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Ella me animaba con el gesto. Terminé la carta y comencé con un suspiro
amargo la siguiente, pero cuando iba por la mitad, la muchacha se levantó y
fue a la habitación contigua. Interrumpí la lectura para mientras volvía,
mas al ratito me llamó:
-Venga, venga aquí, señor! . . .
Fuí con el rollo de cartas y la encontré reclinada en un diván. Tocándolo
suavemente y sonriendo, muy cordial -siéntese aquí, es mejor aquí me habló
muy quedito.
-Me quiere leer esa otra carta, por favor, ah?
Me senté a su lado y resignadamente comencé por duodécima vez:
De pronto interrumpí la lectura y con sobresalto sin alzar los ojos del
papel, me dí cuenta de todo en un instante.
Me volví hacia ella y quedamos acechándonos como enemigos que se
encuentran de pronto. Mirábame con los ojos muy abiertos.
Y qué iba a hacer yo?
( De Narraciones, 1969 )
Bueno, las gentecillas ésas son diminutas y alborotadas. Las mujercitas irán
seguramente vestidas de cuadritos con ribetes encendidos y adornadas
sobre el pecho con jalacates y xilinjoches, y con resedos y sardinillos sobre
las orejas. Los hombrecitos, de camisa verde o amarilla, se van a aparecer
posiblemente con gorritos colorados.
Las mujercitas son las más urgandías. Lo van a señalar a Ud. tapándose la
boca, con los ojos apretados y levantándose de hombros. Unas atraerán a
las otras para que vean la facha de Ud. Algunos se habrán de agarrar la
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barriga semejando ataques de hilaridad, otros querrán tirarse al suelo para
revolcarse de risa. En cambio ciertos de ellos, aparte, tratarán de bailar
girando, cogidos de los brazos. Ud. les oirá las risitas, los cuchicheos, los
grititos, como el salta-piñuelas matinales.
Y Ud. desconcertado, confuso, sin saber qué hacer. La puerta la dejó muy
abierta y entonces no logra inclinarse, estirar el brazo y alcanzar la manija.
Ni levantarse, avanzar y retraer la puerta, pues daría el gran espectáculo
con sus vestidos recogidos en los tobillos. Además la señora está lejos,
reposando su siesta en la apartada alcoba. Ud. no puede gritarle, no lo oiría.
La Carreta Nagua
Al principio se oía de largo el ruido de algo que venía de rodada
tuntunequeando allá abajo, como de carretón lechero, pero no podía ser
lechero porque apenas era la media noche; como carreta pesada de cargas
de maíz los tumbos y la bullanga como de un montón de tablas, de palos
flojos, o parecía que venía cargada de chunches viejos y con tururos o
porongas de lata por la resuena y aunque la calle era pareja se oía como si
viniera sobre pedregal o entre zanjones baram bam bam bam, y era como
una cosa bien larga, larga, porque nunca acababa de pasar, allí enfrente el
ruidaje sonando y la gente comenzaba a despertarse, principalmente los
viejos, se levantaban un poco apoyados sobre el codo en los catres de cuero
crudo y se quedaban oyendo estirada la cabeza en lo escuro: “¡Oíla, niñá!”.
“¡Sí, calláte, quién sabe qué cosa mala va a haber mañana!”, y todo en
silencio, hasta los grillos se paraban, la gente pensaba que como era
espanto tal vez no traía bueyes, pero se oía el plos, plos, plos de los cascos,
y vendría con el candil apagado sobre el yugo con la lata como teja detrás
para tapar el viento, pero a cada lado dos hoyos verdosos de los ojos de las
calaveras de los bueyes fantasmas y el hueserío de ellos sonando a cada
paso; no traía puntero ni había ruido de vara de chuzo ni el ¡ja! ¡ja! del guía,
sólo un chiflido largo y triste a cada rato y unos cipotillos negros
acurrucados junto al tiro de la carreta con ojitos colorados relumbrando en
la oscurana, parecía que venían fumando puro, y la bolina de las clavijas
flojas con los chirridos de las ruedas como que no les hubieran echado
manteca de chancho con negro de humo, la cama de la carreta se hacía de
un lado para otro contra las ruedas cli clá, cli clá y las ruedas se chiqueaban
tun cún, tun cún, la gente oyendo y rezando en los aposentos “¡Santo
Fuerte!, ¡las Tres Divinas Personas!”; se arreburujaban en las cobijas y ya no
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se atrevían a sacar la mano ni a jalar el guacal debajo del catre para orinar el
resto de la noche; y en la carreta un ruidero como de risitas bandidas, de
repente una gritolera, parecía que adentro iba un poco de diablos jodiendo,
haciendo bulla con chischiles, con nambiras y calabazos vacíos, palmeaban
también con las manos plas, plas, plas, y un par de cachos asomando por un
lado, la carreta por cuentas levantaba un gran polvazal que se iba metiendo
entre las casas porque la gente sentía una opresión en el pecho y un
sofoque, pero tal vez era el miedo, también se oía el jipido de una mujer
llorona adentro de la carreta: “Aaay... aaay... aaay...” pero en veces carcajada
de hombre también que daba repelo y allá arriba otro hombre parado, tal
vez era el jefe, todo envuelto entre trapos blancos y cecerequeando por la
carrera y encima una gran humazón que iba dejando olor a muerto; en las
estacas unos colguijos como sartas flotando en el viento, atrás en la punta
unas quirinas sentadas con las canillas de hueso blanquizcas colgando
zangoloteadas por el temblor de la rodada, la carreta forrada hasta abajo
con unos cueros rojo con negro que parecían nagua, caminaba despacito
pero el ruidaje era como de barajustada, ya iba por la otra esquina y todavía
se oía el burum bum bum bum. En las rondas los perritos chiquitos
despavoridos se enchutaban sin latir en los boquetes de los piñuelares y los
perros grandes se ponían tiesos divisándola de largo con las orejas
apuntadas para adelante, erizos erizos, y se quedaban aullando con la
trompa para arriba hasta rato después que había pasado.
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Juan Aburto: como salido de sus propios
cuentos...
Raúl Elvir
Le conocí cuando se aparecía por la casa del poeta Ernesto Gutiérrez aquí
en Managua, aguzado el rostro, pulcramente vestido, de sombrerito
“arriscado” camisa manga larga, abotonado el cuello -con o sin corbata- y
unos zapatos que se acomodaban de tal manera a sus pies, que era como si
anduviera sin zapatos, pues no hacían ruido del todo y además le daban una
increíble facilidad para caminar, trepar, pegar saltos y otras tantas cosas
más que ahí se verán.
Eran los días en que Ernesto y yo batallábamos con las matemáticas para
cursar el primer año de ingeniería (1946). Ernesto vivía en una casa grande,
alta, de dos pisos; quedaba no lejos del mercado San Miguel, en la vecindad
del Barrio Sto. Domingo. Pero Juan no llegaba a preguntar cuestiones de
números, sino: qué poemas habíamos escrito últimamente, qué libros
leíamos, qué opinábamos sobre tal o cual poema y una serie de
indagaciones a cual más inquisitivas, a tal grado que a veces me parecía que
Juan se le iba metiendo a uno, como acostumbra meterse en ciertas casas
sin perder permiso a los dueños, los escondrijos donde se van arrinconado
ideas, pensamientos, recuerdos, emociones, etc. con una pasión y una
curiosidad y una avidez digna de un Sherlock Holmes literario que busca
cómo desenredar la trama de un crimen atroz.
Pero había otras ocasiones en que era él quien abría su propia valija, para
hablarnos de Joaquín Pasos o Manolo Cuadra, a quienes mucho admiraba o
para contar alguna anécdota de GRN (Gonzalo Rivas Novoa) o comentar
algún artículo de Alejandro Cuadra o de Chepe Chico Borgen. La música
clásica era otra de sus teclas, pues entonces tenía a su cargo en la emisora
La Voz de la América Central” un programa de ese género; lo que no le
inhibía para gustar de la música popular, pues era gardeliano hasta los
tuétanos (de ahí aquel sombrerito de medio lado?). Esta sensibilidad
musical, por desgracia, le acarreaba desagradables sensaciones que ya
desde entonces atormentaban a Juan y que se han venido haciendo casi
intolerables con el tiempo: por ejemplo los ladridos monótonos y
prolongados de los perros en la noche una manifiesta como en Juan Aburto,
curiosamente acompañada por una simpatía hacia los gatos, que lo llevaba
hasta chinearlos y mirarlos, tal si fueran sus hijos, y creo que mejor todavía.
Un amigo común, Napoleón Chow, me hacía notar algo de la sensibilidad
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gatuna con que Juan Aburto se sentaba en una silla o se acomodaba en una
hamaca.
Creí que se había caído al lago, y posiblemente muerto. ¡Qué va! Se había
deslizado sin que yo me diera cuenta, por entre el maderamen y los pilotes
del muelle hasta llegar a la costa. Y allí me quede solo, buscándolo hasta
que oí sus gritos que me llamaban desde lejos. En otra ocasión más
terrorífica, después que nos habíamos tomado unos buenos tragos, fui a
dejarlo a su hogar, entonces un apartamiento por Santo Domingo, en el 2°
piso de una casa altísima que contaba con un tercer piso para asoleadero, al
que se llegaba por una escalera muy empinada. Juan me pidió que
subiéramos a respirar aire. Era de noche ya. Y cual no es mi susto cuando de
pronto lo veo pasar de la terraza-asoleadero al techo mismo de la casa, que
era de tejas de barro sueltas y muy empinado y desplazarse como un gato,
ponerse de pie sobre el caballete y empezar a corretear sobre el mismo. Oí
el ruido de una teja orillera que resbaló y cayó al pavimento de la calle.
Calculo sin exagerar que la altura era de unos doce a quince metros. Bueno,
después de numerosas súplicas, tanto de la madre como de la esposa,
quienes habían subido a la terraza y la mías propias, Juan consistió en
bajarse del tejado sano y salvo. Yo también me sentía sano y salvo: se
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habían “ido” los tragos y partí ya más tranquilo a mi casa. Cuando salí a la
calle, me pareció que alguien se estaba riendo, allá arriba, en el tejado.
Colonia Centroamérica
18
Juan Aburto
Narrador y ensayista. Nació en Managua, Nicaragua, el
9 de mayo de 1918. Curso estudios en el Instituto
Pedagógico y en el Instituto Ramírez Goyena. Fue
empleado bancario hasta 1977. Trabajó también en la
emisora La Voz de la América Central.
Bibliografía:
- Narraciones (1969)
- Mi novia de las Naciones Unidas (1971)
- El Convivio (1972)
- Se alquilan cuartos (1975)
- Siete temas de la Revolución (1980)
- Los desaparecidos y otros cuentos (1981)
- Prosa narrativa (1985)
Libros de Regalo
Colección gratuita enviada por email,
obsequio de INTERCOACH
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CIENSALUD
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Iniciadores de Negocios
Colección
Libros de Regalo
2008