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Juan

Aburto
12 cartas y un amorcito
Más de y otros cuentos
70,000
copias
enviadas

Libros de Regalo
43
2
12 cartas de amor y un
amorcito
y otros cuentos
Juan Aburto
Nicaragua
Edición digital gratuita de
Libros de Regalo
43
Escríbenos a:
aquiles.julian@gmail.com
intercoach.dr@gmail.com
Primera edición: Agosto 2008
Santo Domingo, República Dominicana

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Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N.,
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Se autoriza la libre reproducción y distribución del presente libro, siempre y cuando se haga
gratuitamente y sin modificación de su contenido y autor.

Si se solicita, se enviarán copias en formato PDF vía email. Para solicitarlo, enviar e-mail a
intercoach.dr@gmail.com, aquiles.julian@gmail.com o librosderegalo@gmail.com
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Contenido
Memoria personal de Juan Aburto / presentación 4
El asedio 5
12 cartas y un amorcito 6
Instrucciones para observarse a solas 10
La carrera nagua 12
Juan Aburto: como salido de sus propios cuentos /Raúl Elvir 14
Para el anecdotario de Juan de Jesús Aburto /José Cuadra V. 16
Biografía de Juan Aburto 18

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Memoria personal de Juan Aburto
Juan Aburto estuvo por estos predios. Hubo un
encuentro internacional de escritores en los años ´80 y
él vino al país con otro escritor, poeta, como
delegación de Nicaragua. Juan Freddy Armando y yo
los entrevistamos a ambos en la Cafetería El Conde.
Pero…

Pero no lo conocíamos. Nuestra ignorancia hizo que lo


desaprovecháramos. A él, que nos podía hablar de
Joaquín Pasos por horas. Y de muchos otros.

Se veía manso, comprensivo, sin alardes. No los necesitaba. No requería


proclamar quién era. Tenía la certidumbre del autor de valía. Y la
discreción del funcionario de la banca, profesión a la que se dedicó. Nos
habló ¿Oímos? Creo que estábamos más empeñados en hacernos oír. Eso
sucede. Nos hicimos fotos y le perdimos el contacto.

La entrevista que se le hizo a él y a su compañero poeta la publicamos en


una edición del Nosdalaganario de Literatura de …Y Punto!, un esfuerzo
editorial que un grupo de escritores: René Rodríguez Soriano, Raúl
Bartolomé, Juan Freddy Armando, Pedro Pablo Fernández y yo, entre otros,
editábamos para la época. Allí se publicó un cuento: Sacarse todos los
huesos, brillante, imaginativo, excelente, demostración clara de su talento
y maestría. Años después, la prensa trajo la infausta noticia de su muerte.

Y poco a poco, por distintos medios y en distintos tiempos, he ido


recogiendo datos sobre él. ¡Qué pena que vivamos tan ignorantes unos de
otros! ¡Tan distantes unos de otros! ¿Qué conocemos de la literatura
haitiana contemporánea? ¿De los escritores puertorriqueños
contemporáneos? Eso, para hablar de los vecinos más cercanos.

Y como ya la prensa dominicana renunció a promover la literatura, porque


no es rentable o “autosostenible” como lo son el deporte, las frivolidades
sociales o cualquier otra nimiedad, aún en nuestra propia tierra nos
desconocemos unos a otros.

Pena por nosotros: lo tuvimos aquí y lo desaprovechamos. Pena por


Latinoamérica, región en que nos damos la espalda unos a otros.

Aquiles Julián
5
El Asedio
para Augusto Monterroso

La cacería había durado varios días. Las tácticas fueron las de siempre.
Acosar a las enormes bestias, acosarlas con fuegos, con griterío. Y así
empujarlas hasta los grandes pantanos. Allí se atacarían pataleando
lentamente, levantando oleadas inmensas de cieno, hundiéndose cada vez
más con gañidos atronadores, desconsolados, ahogándose. Después vendría
él a lancearlos en grupos, la carnicería enseguida y el devorarlos semi-
crudos allí mismo.
Ya todos habían huido, cazadores y perseguidos. Iban ya muy lejos.
Solamente uno quedaba, altísimo, feroz. Y el hombre delante de él, tan sólo
con una pequeña hacha tallada entre las manos. Lo acometió la bestia con
furia. Temblaba la tierra a sus pisadas enormes, a su trote empeñado en
aplastarlo; temblaba como cuando los grandes cataclismos. Por fin un
agujero, una grieta en el farallón. Adentro se precipitó el hombre como una
sabandija. Y la bestia bramando afuera, rascando, intentando agrandar el
huraco. Ya su largo dedo uñado, como viga, penetraba hasta el interior de la
oquedad; y el hombre, los brazos abiertos de espaldas al muro, acorralado.
Después fue la cabeza, su horrible, redonda mole asomando a la hendidura
y una lengua áspera estirándose más y más, azotando, buscándolo en la
penumbra. Y detrás el interminable pescuezo ondulando como una
serpiente colosal. A cada momento lo mismo. Todo el tiempo el espanto del
asedio aquél en la soledad del páramo.
A la mañana, el hombre acercábase hasta la entrada del agujero. Se topaba
otra vez con la bestia atravesada; un arroyo de baba densa, maloliente y
turbia le chorreaba hacia el valle; y el ronco resoplo de bruto adormecido,
echado contra la colina y el agujero, contra su presa exhausta de hambre, de
cansancio. El hombre a rastras regresaba al fondo de la cueva. De rodillas se
tumbó de nuevo acezando en la oscuridad. Se dejó caer estirando hasta el
cuello la piel que lo cubría, espesa de pelambre como su rostro.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
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12 Cartas y un amorcito.

Tal vez hubo realmente un poco de amor en todo


ello, pero aún no estoy seguro. Uno nunca acaba de
conocer a las mujeres y cualquier hombre está
expuesto a estas cosas, pues por ser hombre puede
andar por todas partes, metiéndose como animal en
cada recoveco y cualquier día lo matan o tropieza
con un buen negocio o logra una mujer desconocida,
todo por casualidad. ¿Habrá sido , simplemente, cosa
de la acción del Genio del Amor que, ya se sabe, puede surgir en maduradas
pasiones enormes o en pequeñas aficiones repentinas? ¡Quién sabe!

Ella no me dijo su nombre o lo he olvidado. Creo que tampoco le dí el mío.


Debía llamarse Adelina o Virginia, pues su persona y su cuerpo me parece ,
requería una especial nominación. También su perfume, el de su piel como
de florecitas nuevas de monte, me antojó esos nombres. Es que he
descubierto que ciertas mujeres no debieran llamarse María del Carmen o
Emelina; otras están bien como Socorros o Chabelas. Conozco una Rosita
que fuera mejor Catalina, y qué bien estaría que aparecieran , cuando uno
quisiera, mujeres Totopoxtes, mujeres Xilinjoches . . . En fin, yal vez estas
ideas no sean muy importantes.

El caso es que últimamente he estado pensando mucho en ella y a veces


hasta quisiera volver. Pero me da penita. Al fin y al cabo es casada y quizá
ni me recuerde. El amor de las mujeres es así. También, en el fondo no estoy
conforme. No me he envanecido con nada. Realmente, yo no hice nada,
absolutamente nada espontáneamente, y no me gusta el amor comprado (
ella no me pidió dinero ) ni el amor demasiado fácil. Allí me estuve sentado,
leyéndole las cartas, más bien, escuchándola a ella. Pero lo peor es que
todos estos días he estado deseando verla, ahorita también, aunque fuera de
lejos. Me habrá recordado alguna vez? Estará allí todavía, con sus nostagias,
o habrá vuelto a su casa de Bluefields? Total que aún hoy no me explico
claramente cómo sería todo aquello.

Resulta que aquella tarde, como a las 5, andaba yo solito paseando por el
barrio de Buenos Aires. Siempre me ha gustado, desde muchacho, pasear
solo por las barriadas. Al menos no tiene uno que ir diciendo adiós a cada
paso. Además, hay cierto otros encantos en ello, que no es necesario
consignar aquí.
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El caso es, pues, que íba casi a media calle, caminando entre una bulla de
carretones, ladridos y chavalos beisboleros, cuando de pronto comenzó una
fuerte lluvia. Pude haber cogido un taxi, pero no tenía nada que hacer y
preferí quedarme un rato contra una pared, recostado, viendo formarse las
avenidas. De una puerta cercana salió una mujer joven y me invitó.

-Pase adelante, no se moje!

Era una muchacha alta y finita, cobriza la piel; parecia yanka y creo que
tenía azules los ojitos o medio verdes, quizá. Ya estaba un poco oscura la
tarde.

Me senté y princiapiamos a hablar del tiempo; que mucho molesta la lluvia,


que uno no puede salir, etc. Estuvimos hablando un rato sobre lo mismo.

-Así es en Bluefields -me dijo- mucho llueve allá. Porque yo vivo en Bluefiels
sabe? Allá tengo mi casa. Yo soy la esposa del teniente Polanco. Pero es que
la mamá de él no me quiere mucho y siempre nos estábamos peleando. Así
es que resolvimos que me viniera para Managua, aquí donde mi prima, esta
casa es de mi prima. Y aquí estoy para mientras. Pero ya no hallo las horas
de que lo trasladen a otra parte o que se venga para acá, para juntarnos otra
vez. pero viera que siempre nos escribimos; vea, aquí tengo todas sus
cartas.

Se levantó la muchacha y de una repisita tomó un rollo de papeles y me lo


entregó. Lo examiné y ví que era una docena de cartas escritas a maquina
con tinta morada, con muchos errores mecanográficos, en prosa familiar y
cursi y en papel membretado del Comando.

-Quiere leérmelas? me rogó.


Me acerqué a una mesita, debajo de una lámpara contra la pared y
apoyando el brazo comencé a leer en voz alta:
"Bluefields, 16 de enero. Querido Amorcito: Deseo que la recibo de la presente te
encuentres bien de salud en unión de tu apreciable primita. Yo estoy bien. Amorcito; ¿Por
qué te fuistes y me dejaste, ah? Mejor hubiera esperado que se compusiera las cosas, etc.
etc.
En seguida leí otra:

Querido Amorcito: recibí tu apreciable cartita del 23 del corriente, pero no has
contestado la mí del 15 del corriente; sólo me decís que recibiste el cheque de 100 pesos que
te mandé. Echo de menos tus besistos, aquí te mando un montón de besitos, etc. etc.

La muchacha se había sentado frente a mí. Contra el tabique estaban 3


sillas y en la de un extremo estaba ella. Mientras leía la miraba de reojo y
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parecía feliz, con los ojos clavados en mí, absorta por la lectura, como si era
la primera vez en la vida que se enteraba de sus cartas.

Ya me fregó esta tipa -pensaba yo, después de leer otra misiva mas- me
tiene aquí de chocho leyéndole esta correspondencia idiota que qué me
importa!

"Querido Amorcito: Después de saludarte, paso a decirte lo siguiente: mi mamá me ha


preguntado por vos, tal vez ya te quiere. Por qué no te dedidis a venirte? Tu corazoncito,
que soy yo, te espera, etc. etc.

Mientras tanto afuera la lluvia había arreciado más y ya no tenía yo el


prtexto de la escampada para largarme. Ella se ponía más nerviosa,
revolviase en su asiento, fascinada por mi lectura. Yo, aburrido, comenzaba
a odiarla, y a mi suerte tambien.

"Querido Amorcito. No te había podido contestar, pero vos también escribime más. Vos
sabés que te quiero mucho y es justo que me hablés algo. No ves que estás solita? Pues yo
también, Etc. etc.

De repente ella se levantó, se sentó en la silla de enmedio y me llamó.


-Mejor siéntase aquí, aquí me lee mejor, siga, siga!
Aunque en aquel sitio la luz me quedaba un poco lejana, yo pensé: Tal vez
es para escucharme más claramente. Me senté junto a ella.

"Bluefiels, 19 de Mayo. Querido Amorcito: Hemos estado de fiesta, pero no estoy bien,
porque no has venido. Recibiste el radio que te puse? Qué tal has estado? Acordate de
tomarte las pastillas y escribirme siempre aunque yo no te escriba, en un tiempito te
contesto, etc. etc.

Al terminar otra carta, la muchacha se levantó de nuevo y se pasó a la silla


del extremo, quedando una de las sillas en medio de nosostros. Tocando
con su mano el mueble, me dijo:
-Siéntese aquí, ¿quiere? Aquí está mejor para leerme . . .
-Hombre -pensé yo- ahora si me fregué; esta mujer está loca, chocho! . . .
-Leame esta otra carta, sí?
Me pasé a la silla de en medio. Con el rostro ceñudo, mostrando un franco
desgano y con un tono de voz como si leyera una escritura pública,
comencé de nuevo, por la novena carta:

"Bluefields, 2 de Junio. Querido Amorcito: No me gusta estar sin saber nada de vos, aquí
es bastante aburrido todo y sin vos peor. Mandame un retratito aunque sea, etc. etc.
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Ella me animaba con el gesto. Terminé la carta y comencé con un suspiro
amargo la siguiente, pero cuando iba por la mitad, la muchacha se levantó y
fue a la habitación contigua. Interrumpí la lectura para mientras volvía,
mas al ratito me llamó:
-Venga, venga aquí, señor! . . .
Fuí con el rollo de cartas y la encontré reclinada en un diván. Tocándolo
suavemente y sonriendo, muy cordial -siéntese aquí, es mejor aquí me habló
muy quedito.
-Me quiere leer esa otra carta, por favor, ah?
Me senté a su lado y resignadamente comencé por duodécima vez:

"Bluefields, 17 de Junio. Querido Amorcito: Te acordás que lindo aquellos momentos,


cuando éramos enamorados y íbamos al "Salazar" . . .

De pronto interrumpí la lectura y con sobresalto sin alzar los ojos del
papel, me dí cuenta de todo en un instante.
Me volví hacia ella y quedamos acechándonos como enemigos que se
encuentran de pronto. Mirábame con los ojos muy abiertos.
Y qué iba a hacer yo?

( De Narraciones, 1969 )

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Instrucciones para observarse a solas
Bueno. Supongamos que a Ud. de repente lo asalta una necesidad. Y tiene
que ir a ese sitio que por sustitución designamos como "el baño". Es pesado
medio día, está la casa sola y toda llena de silencio. Ud. se encamina, más o
menos lento, más o menos presuroso, se acerca. Y quién sabe, tal vez el
calor denso, el apacible ambiente de soledad, o por
querer tener una más amplia visión de perspectiva:
ello es que Ud. penetra y ha dejado la puerta abierta.
Grave error. Puede venir El Sombrerón.

El Sombrerón es un sujeto mal encarado, negro; de


una vara de alto, lleva, sin embargo, un gran
sombrero del mismo tamaño de la estatura de él.
Ud. desde la penumbra, sentado, lo observa entre
asustado y curioso. El Sombrerón quizá se haga el
desentendido y va surgiendo desde el corredor de la
derecha, hasta quedar frente a Ud. Aparentando
impaciencia o escandalizado de mentiras, El Sombrerón adelanta la canilla,
golpea repetidamente el suelo con el extremo delantero del pie; las manos
en la cintura o echadas a la espalda, lo mira con mala manera de reojo bajo
el ala del sombrero. Tal vez menée la cabeza, como queriendo avergonzar.

Lo peor es que El Sombrerón suele no venir solo. Dentro de un momento


hará probablemente un gesto como de reclamo, con la mano. Poco después
Ud. verá tres medias caritas, mejor dicho, tres pares de ojitos maliciosos
asomando de arriba abajo por el quicio de la puerta, a la altura de su rodilla.
En seguida unas gentecillas saltarán hacia el vano de la puerta, bajo el golpe
de la gran luz amarilla de sol de la tarde que está cayendo de una lejana
ventana.

De manera que Ud. vendría a quedar como en el proscenio, y ellos como en


el escenario, de un pequeño teatro absurdo.

Bueno, las gentecillas ésas son diminutas y alborotadas. Las mujercitas irán
seguramente vestidas de cuadritos con ribetes encendidos y adornadas
sobre el pecho con jalacates y xilinjoches, y con resedos y sardinillos sobre
las orejas. Los hombrecitos, de camisa verde o amarilla, se van a aparecer
posiblemente con gorritos colorados.

Las mujercitas son las más urgandías. Lo van a señalar a Ud. tapándose la
boca, con los ojos apretados y levantándose de hombros. Unas atraerán a
las otras para que vean la facha de Ud. Algunos se habrán de agarrar la
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barriga semejando ataques de hilaridad, otros querrán tirarse al suelo para
revolcarse de risa. En cambio ciertos de ellos, aparte, tratarán de bailar
girando, cogidos de los brazos. Ud. les oirá las risitas, los cuchicheos, los
grititos, como el salta-piñuelas matinales.

Y Ud. desconcertado, confuso, sin saber qué hacer. La puerta la dejó muy
abierta y entonces no logra inclinarse, estirar el brazo y alcanzar la manija.
Ni levantarse, avanzar y retraer la puerta, pues daría el gran espectáculo
con sus vestidos recogidos en los tobillos. Además la señora está lejos,
reposando su siesta en la apartada alcoba. Ud. no puede gritarle, no lo oiría.

Ajá, ¿y si le aviene en ese momento el retortijón? Ud. allí quizá todo


amoratado, con los codos metidos en el vientre y la cabeza entre el pecho,
mirando sin embargo, de lado, al muchacherito ése que entonces sí estalla
en jolgorio festinado. Se van a dejar caer para atrás, sacudirán las patitas en
el aire, se darán vuelta de barriga golpeando el suelo con los puños y con la
punta de los pies, carcajeandito, tapándose la nariz con dos deditos y
alzando el codo, sólo por asarear. Se jalarán unos a los otros señalándolo,
harán volteretas de júbilo bandido. Algunos hasta osarán arrojarle ramitas y
pequeñas frutitas celeques... ¡Una verdadera vaina, compañero!

Y Ud. ya se está exasperando. No carece enteramente de ánimos como para


no entrar en miedo, pero tampoco puede vivir a gusto el momento, menos
que se atreva a espantarlos. ¿Verdad que quién sabe de qué podrían ser
capaces todos ellos contra Ud.?

Mientras tanto El Sombrerón va y viene despacioso, anudando los brazos,


todo empurrado, cruzando entre ellos como un molesto director de escena.

Ud. se siente desgraciado, sudoroso, impotente. Y el alivio no viene.


Después de un buen rato de todo este ingrato barullo, El Sombrerón dará
por fin unas palmadas. Las gentecillas se van calmando, se levantan del
suelo, se aquietan, se ajustan, se sacuden, para limpiarlos, los vistosos
trajecitos, el pelito parado.

No sin antes dirigir la última atacada van desfilando y se detienen, se


atrasan, cuando pasan frente a Ud. Todavía le sacan las lengüitas, se meten
los pulgares en las orejas y mueven las manitas como volando. –Ud. agacha
la cabeza sin poder gritar ¡cho, jodido!– dan los últimos saltitos, las últimas
risitas y de nuevo queda todo en silencio.

No y no, amigo. A ver, recapacitemos. Ud. alguna vez tiene la necesidad.


Encamínese entonces al sitio conocido, según: más o menos lento, más o
menos apresurado; si posible taconeando, saque pecho, levante la cabeza,
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avance como condenado que va hacia la cámara de gas. Abra la puerta,
entre, cierre sobre seguro.

Y no hay más qué instruir.

La Carreta Nagua
Al principio se oía de largo el ruido de algo que venía de rodada
tuntunequeando allá abajo, como de carretón lechero, pero no podía ser
lechero porque apenas era la media noche; como carreta pesada de cargas
de maíz los tumbos y la bullanga como de un montón de tablas, de palos
flojos, o parecía que venía cargada de chunches viejos y con tururos o
porongas de lata por la resuena y aunque la calle era pareja se oía como si
viniera sobre pedregal o entre zanjones baram bam bam bam, y era como
una cosa bien larga, larga, porque nunca acababa de pasar, allí enfrente el
ruidaje sonando y la gente comenzaba a despertarse, principalmente los
viejos, se levantaban un poco apoyados sobre el codo en los catres de cuero
crudo y se quedaban oyendo estirada la cabeza en lo escuro: “¡Oíla, niñá!”.
“¡Sí, calláte, quién sabe qué cosa mala va a haber mañana!”, y todo en
silencio, hasta los grillos se paraban, la gente pensaba que como era
espanto tal vez no traía bueyes, pero se oía el plos, plos, plos de los cascos,
y vendría con el candil apagado sobre el yugo con la lata como teja detrás
para tapar el viento, pero a cada lado dos hoyos verdosos de los ojos de las
calaveras de los bueyes fantasmas y el hueserío de ellos sonando a cada
paso; no traía puntero ni había ruido de vara de chuzo ni el ¡ja! ¡ja! del guía,
sólo un chiflido largo y triste a cada rato y unos cipotillos negros
acurrucados junto al tiro de la carreta con ojitos colorados relumbrando en
la oscurana, parecía que venían fumando puro, y la bolina de las clavijas
flojas con los chirridos de las ruedas como que no les hubieran echado
manteca de chancho con negro de humo, la cama de la carreta se hacía de
un lado para otro contra las ruedas cli clá, cli clá y las ruedas se chiqueaban
tun cún, tun cún, la gente oyendo y rezando en los aposentos “¡Santo
Fuerte!, ¡las Tres Divinas Personas!”; se arreburujaban en las cobijas y ya no
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se atrevían a sacar la mano ni a jalar el guacal debajo del catre para orinar el
resto de la noche; y en la carreta un ruidero como de risitas bandidas, de
repente una gritolera, parecía que adentro iba un poco de diablos jodiendo,
haciendo bulla con chischiles, con nambiras y calabazos vacíos, palmeaban
también con las manos plas, plas, plas, y un par de cachos asomando por un
lado, la carreta por cuentas levantaba un gran polvazal que se iba metiendo
entre las casas porque la gente sentía una opresión en el pecho y un
sofoque, pero tal vez era el miedo, también se oía el jipido de una mujer
llorona adentro de la carreta: “Aaay... aaay... aaay...” pero en veces carcajada
de hombre también que daba repelo y allá arriba otro hombre parado, tal
vez era el jefe, todo envuelto entre trapos blancos y cecerequeando por la
carrera y encima una gran humazón que iba dejando olor a muerto; en las
estacas unos colguijos como sartas flotando en el viento, atrás en la punta
unas quirinas sentadas con las canillas de hueso blanquizcas colgando
zangoloteadas por el temblor de la rodada, la carreta forrada hasta abajo
con unos cueros rojo con negro que parecían nagua, caminaba despacito
pero el ruidaje era como de barajustada, ya iba por la otra esquina y todavía
se oía el burum bum bum bum. En las rondas los perritos chiquitos
despavoridos se enchutaban sin latir en los boquetes de los piñuelares y los
perros grandes se ponían tiesos divisándola de largo con las orejas
apuntadas para adelante, erizos erizos, y se quedaban aullando con la
trompa para arriba hasta rato después que había pasado.
14
Juan Aburto: como salido de sus propios
cuentos...
Raúl Elvir

Le conocí cuando se aparecía por la casa del poeta Ernesto Gutiérrez aquí
en Managua, aguzado el rostro, pulcramente vestido, de sombrerito
“arriscado” camisa manga larga, abotonado el cuello -con o sin corbata- y
unos zapatos que se acomodaban de tal manera a sus pies, que era como si
anduviera sin zapatos, pues no hacían ruido del todo y además le daban una
increíble facilidad para caminar, trepar, pegar saltos y otras tantas cosas
más que ahí se verán.

Eran los días en que Ernesto y yo batallábamos con las matemáticas para
cursar el primer año de ingeniería (1946). Ernesto vivía en una casa grande,
alta, de dos pisos; quedaba no lejos del mercado San Miguel, en la vecindad
del Barrio Sto. Domingo. Pero Juan no llegaba a preguntar cuestiones de
números, sino: qué poemas habíamos escrito últimamente, qué libros
leíamos, qué opinábamos sobre tal o cual poema y una serie de
indagaciones a cual más inquisitivas, a tal grado que a veces me parecía que
Juan se le iba metiendo a uno, como acostumbra meterse en ciertas casas
sin perder permiso a los dueños, los escondrijos donde se van arrinconado
ideas, pensamientos, recuerdos, emociones, etc. con una pasión y una
curiosidad y una avidez digna de un Sherlock Holmes literario que busca
cómo desenredar la trama de un crimen atroz.

Pero había otras ocasiones en que era él quien abría su propia valija, para
hablarnos de Joaquín Pasos o Manolo Cuadra, a quienes mucho admiraba o
para contar alguna anécdota de GRN (Gonzalo Rivas Novoa) o comentar
algún artículo de Alejandro Cuadra o de Chepe Chico Borgen. La música
clásica era otra de sus teclas, pues entonces tenía a su cargo en la emisora
La Voz de la América Central” un programa de ese género; lo que no le
inhibía para gustar de la música popular, pues era gardeliano hasta los
tuétanos (de ahí aquel sombrerito de medio lado?). Esta sensibilidad
musical, por desgracia, le acarreaba desagradables sensaciones que ya
desde entonces atormentaban a Juan y que se han venido haciendo casi
intolerables con el tiempo: por ejemplo los ladridos monótonos y
prolongados de los perros en la noche una manifiesta como en Juan Aburto,
curiosamente acompañada por una simpatía hacia los gatos, que lo llevaba
hasta chinearlos y mirarlos, tal si fueran sus hijos, y creo que mejor todavía.
Un amigo común, Napoleón Chow, me hacía notar algo de la sensibilidad
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gatuna con que Juan Aburto se sentaba en una silla o se acomodaba en una
hamaca.

A comienzos de nuestra amistad, y por medio suyo, leí a Horacio Quironga,


el argentino, autor de “cuentos de amor, de locura y de muerte”, por quien
Juan sentía gran admiración. También la lectura de Henry David Thoreau,
por ambos compartida y gustada estableció nuevos lazos que se
fortalecieron cuando hizo aparición por los años 50 Octavio Robleto, poeta
chontaleño cuya familia poseía fincas de ganado en Chontales, adonde
fuimos invitados ambos por Octavio y donde ocurrieron numerosas
aventuras, dignas de ser contadas a su debido tiempo, y con sabrosa pluma.
Baste mencionar que en una de tales andanzas, dio pruebas Juan de esa
curiosa agilidad física de que hacía gala, cuando andaba con sus buenos
tragos, saltando tapias o escalando tejados: sucede que habiendo sido
invitados a una fiesta en Camoapa, después de haber recibido los
homenajes y libaciones correspondientes, decidimos visitar cierta casa de
los alrededores, para llegar a la cual se tenía que atravesar, saltando sobre
piedras, un trecho lodoso como de diez metros. Siendo de noche y sin luna,
la prueba de cruzar sin enlodarse, de las cuatro personas que íbamos pudo
realizarla una sola sin pringarse del todo: Juan, por supuesto. Ya antes en
Managua, me había mostrado estas habilidades acrobáticas, cierta vez en
que de noche, tras haber cruzado los vericuetos del Barrio de los
Pescadores, desapareció por completo mientras platicábamos en el viejo
muelle, en medio de la oscuridad, apenas alumbrados por los reflejos de
algunas luces en la costa.

Creí que se había caído al lago, y posiblemente muerto. ¡Qué va! Se había
deslizado sin que yo me diera cuenta, por entre el maderamen y los pilotes
del muelle hasta llegar a la costa. Y allí me quede solo, buscándolo hasta
que oí sus gritos que me llamaban desde lejos. En otra ocasión más
terrorífica, después que nos habíamos tomado unos buenos tragos, fui a
dejarlo a su hogar, entonces un apartamiento por Santo Domingo, en el 2°
piso de una casa altísima que contaba con un tercer piso para asoleadero, al
que se llegaba por una escalera muy empinada. Juan me pidió que
subiéramos a respirar aire. Era de noche ya. Y cual no es mi susto cuando de
pronto lo veo pasar de la terraza-asoleadero al techo mismo de la casa, que
era de tejas de barro sueltas y muy empinado y desplazarse como un gato,
ponerse de pie sobre el caballete y empezar a corretear sobre el mismo. Oí
el ruido de una teja orillera que resbaló y cayó al pavimento de la calle.
Calculo sin exagerar que la altura era de unos doce a quince metros. Bueno,
después de numerosas súplicas, tanto de la madre como de la esposa,
quienes habían subido a la terraza y la mías propias, Juan consistió en
bajarse del tejado sano y salvo. Yo también me sentía sano y salvo: se
16
habían “ido” los tragos y partí ya más tranquilo a mi casa. Cuando salí a la
calle, me pareció que alguien se estaba riendo, allá arriba, en el tejado.

No sé si es que él me lo contó al día siguiente o me lo he imaginado: que


apenas yo bajaba la escalera, él subió de nuevo al tejado y se estuvo allí por
un buen rato, respirando aire, viendo la luna, mientras permanecía tendido,
estirado sobre el caballete.

Managua, 17 de mayo 1988.

Para el anecdotario de Juan de Jesús


Aburto
José Cuadra Vega

Fuimos compañeros de viaje —Juan Aburto y yo— en el microbús que nos


conducía a León, con motivo de la celebración del Centenario de Azul...

Adelante de nuestro asiento, pintores: Leoncio, Pérez de la Rocha, entre


otros, escritores y poetas y poetisas. Y si digo poetisas, es porque iba allí,
con nosotros, la Daysi, la Daysi Zamora, limpia ella física y espiritualmente,
porque no en balde «EN LIMPIO SE ESCRIBE LA VIDA». Oh sí. Iba allí la
Daysi. La Zamora. La zamorana. La Nefertiti. La Nefertiti criolla. Criolla y
blanca y bella, más bella aun como no lo fuera la otra Nefertiti, la Nefertiti
Egipcia, la del afortunado, la del desafortunado, infortunado Tutankamón.

En cualquier parte del mundo (Afganistán, Singapur, Angola, Nicaragua) se


agota una conversación y se comienza a hablar de nada. De casi nada. De
babosadas municipales y espesas. ¿Recordáis? Alguien dijo, por ahí, esas
cosas. Esas cosas espesas. Creo que lo dijo un poco Rubén. Creo que lo dijo
un poco Manolo.

Juan Aburto, entonces, como quien no quiere la cosa, o como quien no


quiere decir nada, o como quien quiere decir cualquier cosa, o como quien
quiere decir cosas profundas, queridas, pero que duelen, me dijo. Juan
Aburto me dijo algo que merodeaba veladamente, subconscientemente,
premonitoriamente, con un poco de humor amargo, Juan Aburto me hizo,
mejor dicho, una pregunta que se volvería revulsivamente hacia él o contra
17
él, algún tiempo después, sin imaginárselo siquiera, para dolor de todos
aquellos que gozamos su amistad:

«Josecitó, ¿y cuándo te vas a dar tu moridita?

¿Le tenés miedo a la muerte, Josecitó?

Ante esta inusitada, sorpresiva, inesperada pregunta, desconcertado un


poco, yo le respondí que sí, que le tenía miedo a la muerte, pero no a la
muerte por ser muerte, sino ante la idea de dejar sola a mi Doña Julia (a mi
Doña Julita, para emplear sus diminutivos) ni por mi desaparición física, ni
por el terror al más allá, ni por el miedo de enfrentármele a DIOS, puesto
que siempre he estado en paz con EL y con los hombres y que, en vez de al
más allá, le tenía más miedo al más acá; pero que él, por otra parte (y aquí
eché mano de las bromas que le dábamos acerca de su longevidad y su
eterna juventud, puesto que era inmortal), ya que era un secreto a voces —
prehistóricas voces—, que él, Juan Aburto, conservaba con amoroso,
celocísimo celo, el Cuaderno de Bitácora que le obsequiara Colón en su
primer viaje a América, a bordo de la Santa María; que él había entregado a
Henningsen los fósforos MOMOTOMBO (esa vez sí que dieron fuego los
hideputas) para incendiar Granada y que él, finalmente, había hecho la
entrega, personalmente, de la carta que Don Juan Valera envió a Rubén
cuando la aparición de AZUL...

Juan Aburto entonces, entre halagado y complacido ante la simpática,


amistosísima broma, clavó su negra, su pícara mirada de sátiro inocente, de
sátiro impotente, sobre la castaña, sobre la broncínea cabellera undosa de
la bella Daysi y, entre halagado y complacido, me sonrió en forma extraña,
no sé si dulcemente, no sé si tristemente... No lo sé. No lo sabré...

Y esa fue su última sonrisa...

Colonia Centroamérica
18
Juan Aburto
Narrador y ensayista. Nació en Managua, Nicaragua, el
9 de mayo de 1918. Curso estudios en el Instituto
Pedagógico y en el Instituto Ramírez Goyena. Fue
empleado bancario hasta 1977. Trabajó también en la
emisora La Voz de la América Central.

Participó de varios grupos y círculos literarios que se


formaron en el país después del movimiento de
Vanguardia: el Taller San Lucas, Ventana y la
Generación Traicionada.

Su primer libro "Narraciones" (1969) trata de las


barriadas capitalinas entre los terremotos de 1931 y
1972, posteriormente escribe "Mi novia de las Naciones Unidas". Después
retornó a su trabajo bancario, en el que permanecería hasta 1977. Con
ejemplar devoción y desinterés, fue mentor e impulsor de generaciones de
jóvenes escritores y pintores. En 1986 recibió la Orden de la Independencia
Cultural Rubén Darío.

Juan Aburto falleció en la ciudad de México, mientras representaba a


Nicaragua en un Congreso de Escritores, en agosto de 1988.

Bibliografía:

- Narraciones (1969)
- Mi novia de las Naciones Unidas (1971)
- El Convivio (1972)
- Se alquilan cuartos (1975)
- Siete temas de la Revolución (1980)
- Los desaparecidos y otros cuentos (1981)
- Prosa narrativa (1985)
Libros de Regalo
Colección gratuita enviada por email,
obsequio de INTERCOACH
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Libros de Regalo
1. Llevar a Gladys de Vuelta a Casa y otros cuentos Aquiles Julián
2. Letras sin Dueños (Selección de parábolas) Aquiles Julián
3. Música, Maestro Aquiles Julián
4. Una Carta a García Elbert Hubbard
5. 30 Historias de Nasrudín Hodja Aquiles Julián
6. Historias para Crecer por Dentro Aquiles Julián
7. Acres de Diamantes Russell Conwell
8. 3 Historias con un país de fondo Armando Almánzar R.
9. Pequeños prodigios Aquiles Julián
10. El Go-getter Peter Kyne
11. Mujer que llamo Laura Aquiles Julián
12. Historias para cambiar tu vida Aquiles Julián
13. El ingenio del Mulá Nasrudín Aquiles Julián
15. Algo muy grave va a suceder en este pueblo G. García Márquez
16. Cuatro cuentos Juan Bosch
17. Historias que iluminan el alma Aquiles Julián
18. Los temperamentos Conrado Hock
19. Una rosa para Emily William Faulkner
20. El abogado y otros cuentos Arkadi Averchenko
21. Luis Pie y Los Vengadores Juan Bosch
22. Ahora que vuelvo, Ton René del Risco
23. La casa de Matriona Alexander Solzenitsin
24. Josefina, atiende a los señores y otros textos Guillermo Cabrera Infante
25. El bloqueo y otros cuentos Murilo Rubiao
26. Rashomon y otros cuentos Ryunosuke Akutagawa
27. El traje del prisionero y otros cuentos Naguib Mahfuz
28. Cuentos árabes Aquiles Julián
29. Semejante a la noche y otros textos Alejo Carpentier
30. La tercera orilla del río y otros cuentos Joao Guimaraes Rosa
31. Leyendas aymarás Aquiles Julián
32. La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua Jorge Amado
33. Un brazo Yasunari Kawabata
34. Cuentos africanos 2 Aquiles Julián
35. Dos cuentos Yukio Mishima
36. Mejor que arder y otros cuentos Clarice Lispector
37. La raya del olvido y otros cuentos Carlos Fuentes
38. En el fondo del caño hay un negrito y otros cuentos José Luis González
20
39. La muerte de los Aranco y otros cuentos José María Arguedas
40. El hombre de hielo y otros cuentos Haruki Murakami
41. Dos cuentos Pedro Juan Soto
42. Aquellos días en Odessa y otros cuentos Heinrich Böll
43. 12 cartas de amor y un amorcito y otros cuentos Juan Aburto

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de venta. López
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Colección
Libros de Regalo
2008

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