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(con Posdata)
Luis Alberto Marn
Cuando entend que por nada del mundo dejaras que
besara tus labios, me detuve con la certeza de que por
alguna razn que yo no quera saber ni t ibas a decrmela-, tu mente estaba en otro lado: habamos llegado tomados de la mano y casi sin decir palabra a uno
de los extremos remotos y solitarios de la playa de
Puerto Arista, sin fijarnos ms que en la lnea del horizonte y en la candente y compacta esfera cobriza que
iba perdindose, dejando una enorme extensin anaranjada, en el mar de esa tarde de marzo.
Lo cierto es que apenas nos conocamos del hotel de
paso, justo por la maana, cuando nuestras miradas se
cruzaron, en el momento de entregar las llaves, en la
administracin. Y creo que -recin sentimos una muda
atraccin el uno por el otro-, no nos qued ms remedio que presentarnos mientras los otros, tus amigas
con mis amigos, discutan, entre risas y gritos y lejos
del lobby, una tarifa razonable con el chofer del taxi
que nos llevara a la playa, en el Pacfico sureste.
Eras la imagen misma de la extraeza. Tu seriedad
era contagiosa. Pero tus ojos y tus labios eran tan fascinantes que en ese instante no deseaba otra cosa que
perseverar en ellos. O tal vez parecas como fuera de
cuadro en ese momento porque algo te distraa, o porque la idea de escaparte el fin de semana a un lugar
que no conocas, y que ni sabas que exista porque no
apareca en los mapas, no te agradaba del todo. Luego
supe tu nombre porque tus amigas te decan Ceci: Ceci,
sintate aqu; Ceci, acurdate de no s cunto o de ya
sabes qu. Y durante el viaje del hotel a la playa, que
dur tres horas, ni siquiera charlamos en el vehculo.
Una vez que llegamos -tu seriedad del principio se haba esfumado-, todos se nos quedaron viendo en la explanada de descanso de una falsa baha hecha de piedras blancas cuando, despus de haber bebido algunas
cervezas bajo las endebles y aosas palapas, t y yo