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FLORENCIA EN SU PARQUE DE DIVERSIONES CLAUDIA PELISSIER, © en su parque de diversiones Claudia Pélissier e-LS.B.N.: 978-956-12-2128-4 1 edicién: enero de 2014. Gerente editorial: José Manuel Zafiartu Bezanilla. Editora: Alejandra Schmidt Urata. Asistente editorial: Camila Dominguez Ureta. Director de arte: Juan Manuel Neira. Disefadora: Mirela Tomicic Petric. ©2009 por Claudia Pélissier Meza. Inscripcién N° 182.178. Santiago de Chile. Derechos reservados de la presente versién para todos los paises. Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Los Conquistadores 1700, Piso 10. Providencia. Teléfono 56 2 28107400. Fax 56 2 28107455. www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl Santiago de Chile. El presente libro no puede ser reproducido ni en todo nien parte, ni archivado ni transmitido por ningdn medio ‘mecénico, ni electrénico, de grabacién, CD-Rom, forocopia, microfilmacién w otra forma de reproduccién, sin la autorizacién escrita de su editor. Paulo Coelho Dedicatoria A mis hijos, Camila, Daniela y Nicolés, mi principal motivacién para desenterrar los afios de mi nifiez. Ami hermano Rodrigo y a mi amigo Jorge por ser mi inspiracién y mis més lindos recuerdos. Si escuchamos al niio que tenemos en el alma, nuestros ojos volverdn a brillar. ‘Sino perdemos contacto con ese nifio, no perderemos el contacto con la vida. Orillas del ro Piedra indice Los pintores ‘Auto de carreras Las sillas voladoras Lluvia de tierra La Mansién Embrujada La Llorona La gran inauguracion Capitulo 1 Los pintores (Muy cerca de nuestro club se hallaba un antiguo ‘galpén que habia sido un garage afios atrés. Cada vez que entrébamos y buscdbamos cosas en él, saliamos con algo diferente que llamaba nuestra atencién. Ahi tenfamos cientos de tesoros escondi- dos. Era como si los maestros que algiin dia trabajaron alli, por alguna extraiia razén hubieran salido arran- cando para no regresar jamés. Dejaron cosas de valor. Sus ropas y mamelucos colgando. Una radio fen la que escuchaban rancheras. Muchas herra- mientas y misteriosos articulos, que nunca supimos ‘en qué los ocupaban. Habjan clavado en las paredes una coleccién de calendarios, que estaban muy amarillos por el paso del tiempo. El més reciente tenfa més de diez afios de antigiiedad. Dentro del garage habfa una bodega con lave, Un. dia forzamos la puerta y encontramos un gran teso- to. Decenas de tarros de pintura de distintos colo- res. Algunos lIlenos, otros vacfos. Nos miramos sorprendidos. Era sin duda un gran descubrimiento, pero no sabfamos qué hacer con ellos. ~iPinvemos nuestro club! -grité mi hermano Rodol- fo. ~ISi, y de color rosado! ~grité yo, un tanto inspira- da, -€Qué acaso estés loca, Florencia?—exclamé mi amigo Octavio-. {Un club de hombres de color rosa- do! Un club de hombres? <¥ dénde calzaba yo aqui, entonces? Eramos tres los integrantes del club, y yo Ja Gnica nifia. En una decisién tan importante como esa, los tres tenfamos derecho a opinar y yo no me dejaria pasar a llevar tan fécilmente. ‘Muy sentida, enojada, y con los ojos llenos de lagri- mas, fui a contarle a mi papd que Octavio y Rodolfo pretendian robarse unos tarros de pintura, para pin- tar nuestro club, y que no pensaban tomar en cuenta mi opinién con respecto al color a utilizar. ‘Mi papa me senté sobre sus piernas y tiernamente me calmé, Me dijo que no era prudente pintar de color rosado un lugar donde lamentablemente yo era minorfa, y que tenfa que acogerme a lo que el resto decidiera. ‘Su sabia manera de mostrarme las cosas me hizo entender que no se veria bien un club del color que yo queria. El rosado era para ropa, pinches, mufie- cas, pero no para un club. Decidimos usar un color sobrio, el azul. ¥ rescata- ‘mos los viejos mamelucos de los maestros para no manchar nuestra ropa. Necesitébamos. brochas, ppues las que habia estaban tiesas y manchadas con colores muy sucios y feos. Decidimos ir a comprar- las. ‘Caminamos los cuatro por Irarrézaval hacia la fetre- terla que habla sélo 2 una cuadra de distancia, casi al llegar a la plaza Nufioa. ‘Mi papé pidié tres brochas, una para cada uno, y una botella de diluyente. Yo volvi feliz, sintiendo que al menos mi padre me habfa considerado en la compra, y no me dejarfa fuera del trabajo s6lo por set mujer. De vuelta, caminamos muy ansiosos y apurados por comenzar luego el nuevo gran desafio. Apenas llegamos a la casa nos pusimos los mamelu- cos. Vernos en el espejo era todo un espectéculo. ‘Nos quedaban grandes y estaban sucios. Yo, al ser Ja mas pequefia y delgada, era la que me vefa més ridfcula y divertida. Lo importante era no manchar nuestra ropa. No se trataba de un concurso de belleza, asi es que daba lo mismo como lucfamos. Por supuesto que Octavio no dejé pasar esta opor- ‘tunidad para molestarme: —Oye Florencia, el difunto parece que pesaba como cien kilos més que ti -y rié a carcajadas. Yo no lo escuchaba, nada me importaba y sélo que- tla comenzar nuestra nueva misién. Y la comenzamos. Yo quise pintar la fachada de nuestro club, pero argumentando que me quedaria mal, me mandaron para el muro de atrds. Me daba lo mismo: yo sentia que era una experta y que lo que pintara me quedarfa perfecto. Trabajé con mucho cuidado. Metia la brocha en el tarto y pin- taba cada tabla como si se tratara de una obra de arte, Una a una. Que no se pasara la pintura a la siguiente. Que no quedaran marcados los pelos de la brocha. Que no se mancharan los marcos de las ventanas. Me estaba quedando estupendo. Mientras tanto, Rodolfo y Octavio, que hicieron todo répido y terminaron mucho antes que yo, esta- ban tirados al sol, esperando que yo concluyera. Yo no tenia apuro. Ellos habfan terminado su parte y me presionaban minuto a minuto para que me ~iApiirate, flojal -me gritaba Octavio, que apenas podfa mirar con los ojos y la cara manchados de pintura. -iTanto demorarte para lo feo que te quedarél ~me gritaba Rodolfo, mientras trataba de sacarse el ‘mameluco sin mancharse la ropa con pintura. Yo seguia tranquila y muy entusiasmada con mi obra. Mientras més me demoraba, més me gritaban y molestaban, Pero a mi no me importaba. Justo cuando estaba terminando, aparecié mi papé para chequear cémo fbamos. Miré muy sorprendi- do, y con cara de disgusto, el frontis pintado por Octavio y los muros laterales pintados por Rodolfo. Se paseaba, se tomaba la cabeza con una mano y observaba. No podia creerlo. Finalmente los enfrenté a ambos por el pésimo trabajo que habfan hecho. Nuestro hermoso dub lo habjan transfor- mado en un mamarracho. Cuando vio el muro trasero quedé maravillado. Mi muro estaba perfecto. Mucho mejor de lo que él mismo hubiera podido lograr. Me felicité, asom- brado por lo que una mujer, y ademés nifia, dos caracterfsticas muy negativas para algunos, habia sido capaz de realizar. Sent{ una tremenda satisfaccién. Rodolfo y Octavio no dijeron nada, se sentian humillados. Sélo obser- vaban cémo mi papé pasaba la brocha por encima del desastre que habian dejado. Capitulo 2 Auto de carreras A la mafiana siguiente, nuestro club resplandecia. Realmente el azul que escogimos era muy lindo y apropiado. Ahora tenfamos que limpiar todo, ya que la noche anterior nos habfamos ido a casa dejando las cosas tiradas. Comenzamos por recoger los tarros de pin- tura vacios. Eran muchos y de variados tamafios. Mi padre nos indicé que los tirdramos a la basura, pero para nosotros nada era desechable. Todo podia tener un segundo uso. Se nos ocurrié hacer un auto de carreras. Los tarros serfan las ruedas, pero nos faltaba encon- trar algo que sirviera de cabina para el chofer. Encontramos un gigantesco tambor de aceite par- tido en dos. Un espacio ideal para dos pilotos. En el mismo sitio del garage habja una zona con pavimento en declive. Partimos probando nuestro auto en ese lugar. Hicimos dos hileras de ocho tarros de pintura vacios y de similar tamafio. Lo més apretados posibles. Sobre estos pusimos el gran tambor. Y adelante de éste, una larga hilera de tarros, por donde se deslizaria nuestro perfecto auto. Muy apurados, y antes de que todo se desar- mara, Rodolfo y Octavio saltaron dentro del tam- bor. Con un suave puntapié, empujé el auto por sobre la hilera de tartos. El declive permitié que avanzara unos metros, y mientras gritaban de emocién, el sobrepeso de Octavio hizo que se voleara y ambos terminaran lenos de tierra y restos de pintura. Verlos salir de debajo del tambor fue un espectaculo maravilloso. No me era facil aguantar la risa que me provocaba, pero si no lo hacia no me permitirfan ser el siguiente piloto, asf es que me mordi los labios y acudi a socorrerlos en forma un tanto exagerada. Debiamos perfeccionar nuestra obra, para no arries- gamnos a suftir otro accidente. Reordenamos todos los tarros en la base de la cabi- na. Buscamos un cordel lo suficientemente largo ‘como para poder amarrarlos y mantenerlos siempre ‘en su lugar. Con nudos muy firmes y apretados, fui- ‘mos atando uno a uno, hasta que logramos tener ‘una superficie muy pareja y compacta. En la parte delantera del gran tambor de aceite ata- mos otra cuerda. Esta nos serviria para afirmarnos, maniobrar y dirigir un poco nuestro auto. También reordenamos los tarros de la linea del recorrido, agregindole varios tarros més para hacer mas larga lacarrera, Justo antes de partir, Octavio tomé un pincel con aceite y embetuné uno a uno los tarros por los cua- les nos deslizariamos. Nos parecié una excelente idea para hacer mucho més facil y suave nuestro recorrido. ‘Yo escogi como copiloto a mi hermano Rodolfo para evitar problemas de sobrepeso, ya que Octavio siempre tenfa algunos kilos de més. Mi amigo se qued6 reclamando por mi decisién, pero yo s6lo pensaba en mi seguridad. ‘Subimos a nuestro auto. Yo delante, mi hermano a mis espaldas. -1Ya, Octavio! ~grité mi hermano-. iDanos un buen. ‘empujén! Octavio le dio una fuerte patada al tambor y comen- zamos una loca carrera por sobre los tarros de pin- ‘tura, Yo me sentia como en una montafia rusa, corriendo a gran velocidad. Iba afirmada de la cuerda atada al frontis y mi hermano agarrado con ambas manos a los costados del tambor, tratando de no tumbarse hacia un lado o hacia el otro. Nos deslizébamos muy rfpido gracias al aceite colo- cado por Octavio. Ya podiamos ver que al final de la Ifnea de tarros se acabaria el recorrido y que lo més probable era que termingramos volcados y con el tambor de sombrero. Parecta que volébamos, entre asustados y felices. Se acababan los tarros. Yo grité y cerré los ojos. Caf- ‘mos bruscamente a tierra, pero sin volcarnos conti- nuamos una loca carrera por el resto del patio. Arrastramos plantas, piedras, tierra. A nuestro paso todo quedaba arrasado. La velocidad no disminufa, ‘Ya no nos refamos. Nuestro perfecto vehfculo corria como un bélido a estrellarse contra la reja del frente de nuestra casa. El accidente seria fatal. En eso vimos a la Pafta, que estaba regando el jar- din de enfrente. ~iMamachocho le grité mi hermano, abra la puer- tal Sin dudarlo, ella corrié a abrir la puerta, por donde cruzamos breves segundos después. Alcancé a ras- millarme un brazo con el marco de la puerta. Ade- mas de susto, ahora sentfa mucho dolor. Yo estaba a punto de Hlorar y pedfa a gritos que alguien nos detuviera. Junto con mis gritos, lograba dirigir de alguna manera la carrera de nuestro auto. Desembocamos directamente en plena avenida Ira- rrézaval y doblé erréneamente hacia el poniente. La inclinacién de la calle, los adoquines y el aceite, hizo que nuestro vehiculo tomara mds y mds veloci- dad. Pasaban autos, buses y camiones a nuestro lado. Esto ya no tenfa nada de divertido. Me dolian las piernas. Me dolian las manos, por la fuerza con la que agarraba la cuerda. Mi brazo san- sgraba y ardia, Me dolian las orejas y la nariz, pues el frio se hacia més presente con la velocidad que Lle- vabamos. A pesar de todo, logeé controlar el auto, salir de la calzada y subirnos a la vereda. Preferiamos atrope- lar personas a que un auto o un bus nos chocara. Mientras yo intentaba conducir y mantener una Iinea, mi hermano iba gritindole a la gente que se alejara de nosotros. Cruzamos la calle donde vivia Octavio. Pasamos ante la fuente de soda Suiza a toda velocidad. Nadie hacia ningin esfuerzo por ayudarnos. Todos nos miraban impresionados, sin atinar a hacer algo. —ITrata de parar esto! -me gritaba Rodolfo, desespe- ado. —éPero cémo, hermanito? -replicaba yo, entre légri- mas-. €Qué hago? ~iChoca, estréllate! iNo sé! iPero para! Cerré los ojos y dejé que el auto decidiera su rambo y nuestro destino. Nos incrustamos en el tronco de una gran palmera que habfa en una pequefia plaza. El impacto fue muy fuerte. Se nos remeci6 todo. La cabeza, los dientes, los hombros, los brazos, las piernas... La gente se aceroé a socorrernos. Muchas manos trataron de ayudarnos y de sacarnos de aquel desas- tre. Nos preguntaban si est4bamos heridos y qué nos dolia. A mi me dolia el cuerpo entero, pero no sabfa si tenia algtin hueso roto. Logramos levantar- nos de a poco. Estabamos incorporindonos cuando lleg6 Octavio, corriendo desesperado. ~éChiquillos, chiquillos -nos grité-, estén bien? Yo lo miré con cara de querer matarlo. Sentia que por su culpa, por el tremendo puntapié que le habia dado al auto, y por su genial idea de embetunar todo con aceite, habfamos terminado en aquel desastre. Cuando abri la boca para retarlo, me quedé mirando con cara de panico. Con los ojos muy abiertos y un tanto burlescos, exclamé: ~iTartipeda, te rompiste un diente! Inmediatamente meti mi mano en mi boca y, efecti- vamente, me habia quebrado un diente inferior. En forma instintiva, y con las ldgrimas a punto de salir de mis ojos, me puse en cuatro pies a buscar el pedazo que faltaba. Yo sabia que mi dentista me lo pegarfa en un segundo. Esa tarde, mientras camindbamos de vuelta a nues- tra casa, bastante sucios y adoloridos, lo que mas me preocupaba era cémo contarle lo sucedido a nuestra madre. Decirle la verdad era practicamente tun suicidio, Siempre nos pedia que nos cuidéramos, y la verdad es que nuestra aventura de esa tarde habia sido bastante inconsciente. Involuntaria, pero inconsciente. Con Rodolfo pensamos y pensamos qué decirle. Cémo, cuando, donde. No queriamos mentirle. Cuando nos abrié la puerta del departamento donde viviamos, lejos de la casa de nuestro padre, y su olor caracteristico a perfume llegé a mi nariz, pensé en contarle la verdad, pero no fui capaz. Mi madre, muy sorprendida y preocupada, nos pre- gunté qué nos habia pasado. Yo no me atrevia a hablar, para que no viera que tenia un diente ‘menos. La miré con los labios apretados y los ojos atin Ilenos de lagrimas. Cuando estiraba mi mano hacia ella para entregarle mi diente oculto en mi pufio, repentinamente me dijo: ~INo me digas que te quebraste un dientel Fue como si pudiera leer mi mente. Pero ni asf fui capaz de decirle la verdad. Le contamos que habia- mos salido a andar en bicicleta, que se me habia cruzado un perro, y que por hacerle el quite me habfa cafdo y azotado la cara en el pavimento. En vez de retarme, mam me consol6 y acaricié mi cabeza apoyada en su falda, Nos quedamos un buen rato sobre mi cama, y yo sentia todo su carifio, calor y comprensién. -No es cierto, mam -le dije de pronto, sorprendi- da, como si decir la verdad hubiera sido un acto reflejo de mi parte. Y le conté la verdad. La tre- ‘menda locura que habfamos hecho, Florencia -me dijo, acariciando mi cabeza cuando terminé de hablar-, necesito que entiendas que debes cuidarte. Yo me muero si a uno de ustedes les pasa algo. -Y agregé-: Me duele mucho que me hayas mentido; ti sabes que siempre debes decirme la verdad, sea la que sea, buena o mala. Yo siempre staré aqui para apoyarte y comprenderte, Esa noche, con la cabeza en mi almohada y lista para dormiz, cerré los ojos y volvi a vivir la emocién que habfa sentido en nuestro auto de carreras. Sin duda todo resulté ser mucho més excitante de lo que ninguno de nosotros habfamos planeado. Nues- tra aventura no podia terminar abf. Me dormi pen- sando en lo que harfamos al dia siguiente. Capitulo 3 Las sillas voladoras A\\ llegar a la casa de mi padre ya se me habia olvi- dado que tenia un diente menos. Nos pusimos a comentar lo ocurrido el dia anterior y nos dimos cuenta de lo que éramos capaces de hacer, y que el auto no era ms que el primero de los juegos de nuestro Parque de Diversiones. Comenzamos a pensar en un proyecto en grande. Entretanto, al auto de carrera le inventamos una especie de freno, para no volver a correr el riesgo de ir a parar nuevamente a la calle. Asf, todas las carre- ras que emprendimos posteriotmente terminaban con uno de nosotros de guata en el suelo, pero ya sin riesgo vital. El segundo juego que se nos ocurrié fue el de Las sillas voladoras. Buscamos los materiales necesatios para implemen- tar nuestra nueva aventura. Necesitabamos sdlo algunos palos de consistencia lisa y firme; algunos cordeles gruesos y algo que nos pudiera servir para sentamos. El proyecto consistia en montar un palo vertical con uno atravesado en forma horizontal. De cada extremo del palo horizontal colgarian dos sillas, las que deberfan soportar a una persona cada una. El que no ocupara las sillas seria el encargado de dar el vuelo suficiente para que éstas se elevaran girando en el aire. Trabajamos muy duro. Primero cavamos un hoyo bastante profundo, donde se pudiera enterrar el palo vertical; éste deberfa soportar nuestro peso y el del palo horizontal con sus sillas. Al tapar el hoyo, le agregamos piedras y mojamos la tierra suelta, esperando que al endurecerse se apretara y le diera mas firmeza. ‘Mi papé nos ayud6 a realizar la unién entre el palo vertical y el horizontal. No podfa quedarnos como ‘un balancin. Necesitébamos que el aparato se man- ‘tuviera muy firme y que girara extraordinariamente rhpido. Rodolfo y Octavio comenzaron a probarlo. Se veian ‘como nifios chicos colgando del palo. Giraban bien y rapido, Estaban felices. Yo no queria probarlo hasta que no estuviera listo, y atin le faltaban las sillas. ‘Me aburrf de esperar a que se bajaran del aparato. Estuvieron colgando y probéndolo toda la tarde. Yo ‘me fui sola a jugar con el auto de carrera. Desde lejos escuchaba sus gritos y risas. De pronto sent{ un fuerte muido, como si algo se quebrara, y las carcajadas de Rodolfo, que se ofan hasta en el vecindario. El palo horizontal del armatoste se habia quebrado por el peso de Octavio, y éste habia caido al suelo con toda la carga de su voluminoso cuerpo. El resto del palo que lo sostenfa, le habla dado un tremendo golpe en la boca. Desesperada, corrf a ver lo sucedido. Rodolfo no paraba de ref. De alguna manera se estaba ven- gando por el accidente que el dia anterior Octavio nos habfa causado con el auto. Me agaché a revisar la boca de Octavio, buscando algin diente roto, para sentirnos empatados. No tenfa dientes rotos, pero sf los labios tremenda- mente hinchados, morados, y un hilo de sangre corrfa por su mentén. Octavio se senté de pronto, puso una mano en su boca y, con cara de terror, partié corriendo a su casa, sin mirar a nadie. No lo vimos en varios dias. Cuando nos parébamos, como todas las tardes, en el borde de la piscina que daba hacia su casa, y lo lamébamos, nadie aparecfa. tavio, Octavio! -gritébamos, muy fuerte. iOc- tavio! ‘Nadie respondia. ‘Como Octavio no daba sefiales de vida, decidimos reparar y dejar a punto el artefacto de nuestro jue- 80, con la ayuda de nuestro padre. Fue é1 quien nos cambié el palo quebrado por otro més grueso y fir- ‘me, Para las sillas utilizé unos tableros que habfan sido moldes para hacer ladrillos. Tenfan el tamafio justo para que pudiéramos sentarnos en ellas. ‘Cuando todo estuvo listo y nuestro padre hubo comprobado mil veces la seguridad de nuestro arte- facto, Rodolfo, y yo nos subimos a 61, cada cual por ‘uno de sus extremos. Nos afirmamos a las cuerdas de las sillas y nuestro padre comenzé a darnos vue- Jo. Primero muy despacio; comenzamos a girar suave- ‘mente. Todo era perfecto: dabamos vueltas como un verdadero carrusel. Poco a poco, hasta que, sin dar- znos cuenta, casi volébamos por el cielo. -IDale, pap, dale! -gritaba muy entusiasmado Rodolfo Y nuestro padre seguia y seguia déndonos vuelo. Estuvimos mucho rato dando vueltas, hasta que yo ‘comencé a marearme y desesperada grité: “iPapito, por favor, detén esta cosa! me! juiero bajar- De inmediato nuestro padre dejé de impulsarnos, pero la inercia del movimiento no permitié que ter- ‘mingramos de girar. Obviamente nuestro artefacto no tenfa ningtin tipo de freno que pudiera detener- Jo. Un simple detalle que se nos habia olvidado. ‘S6lo debfamos esperar que fuera deteniéndose poco ‘@ poco, pero yo no era capaz de aguantar més tiem- po. Al sentir mis gritos de angustia, Rodolfo ideé un freno de emergencia, ‘Bajé bruscamente uno de sus pies hasta el suelo y lo afirmé fuertemente en éste, tratando de frenar nuestro movimiento. El vuelo que levébamos era tan intenso, que lo tinico que logré fue desequili- brar nuestro mamotreto. Se enredaron las cuerdas de donde colgaban nuestras sillas, y girando a toda velocidad, quedamos envueltos como en espiral alrededor del palo vertical, duramente apretados contra éste y con las cuerdas presionando nuestros cuerpos. Yo no sabia si reir 0 llorar. Todo me dolia y estaba muy mareada, pero la experiencia habia sido dema- siado entretenida. Poco a poco nuestro padre nos desaté y, desenre- dando las cuerdas, logré liberarnos por completo de lla. El culpable de tocio habia sido claramente Rodolfo y su brusco freno de emergencia. Pero ya daba lo mis- ‘mo. El juego habia estado magntffico y nos halléba- ‘mos intactos, sin heridas ni moretones de ellas. Decidimos no contarle a Octavio esta nueva aventu- 1a, Si lo hacfamos, inventaria algo para burlarse de nosotros y, obviamente, querria probar el juego, lo que ninguno de nosotros tenia intenciones de vol- verlo a repetir. Capitulo 4 Lluvia de tierra A la semana de estar llamando a Octavio, éste apa- tecié timidamente una tarde, asomando poco a poco su cabeza por la pandereta que daba a su casa. ‘Adin tenfa la boca hinchada. Claramente no queria que lo vigramos. Nos conté que habia estado muy enfermo del estémago, pero obviamente no le cref- mos. Llegé, eso si, con todas las energfas para seguir con nuestro Parque de Diversiones. En sus dias de ocio se le habia ocurrido un nuevo juego: Lluvia de tie- ma. Era més simple de ejecutar que el de las sillas vola- doras, pero no por eso menos entretenido. Sobre un cartén de grandes dimensiones, comenza- mos a acumular toda la tierra que pudimos encon- trar. La trafamos en una carretilla desde el fondo del patio. Octavio, incluso, trajo més desde su casa. Cuando el cartén ya no se pudo ver, lo tomamos entre los tres de los costados y Io levantamos con fuerza, elevindolo por sobre nuestras cabezas, libe- rando asf toda la tierra acumulada. Apenas la tierra estuvo suspendida en el aire, comenzamos a dar vueltas dentro de la nube de polvo que cafa poco a poco al suelo. ‘Todo se habia puesto oscuro, parecia de noche, ape- nas nos veiamos entre nosotros. Girfbamos rapido y felices, en forma desordenada, bajo el polvo que ‘aia lentamente, Estuvimos a punto de chocar entre nosotros un par de veces. La tierra demoraba en ter- minar de caer. Cuando nos detuvimos y nos queda- ‘mos mirando, las carcajadas fueron instantdneas. No se nos veian ni los ojos. Estébamos grises de pies @ cabeza. El pelo, las pestafias, la boca, los dientes, la ropa, Entierrados enteros, Mientras reia- ‘mos y tosfamos sentados en el suelo, llegé mi pap a buscarnos para Ilevarnos a nuestra casa. No podfa creer lo que vefa. Nos reté a su manera, mientras nos llevaba al bafio para que nos sacudiéramos un poco y nos lavéra- ‘mos, aunque fueran las manos y la cara. Esa tarde nos habia prometido llevarnos a comer empanadas en la Fuente Suiza, que quedaba a una cuadra de distancia. Eran las empanadas de queso més maravillosas que jamés habiamos probado, ‘Al ver lo sucios que estabamos, nos dijo que poster- garia su compromiso, ya que por ningin motivo rns Ilevaria a comer en esas condiciones. Pero papé -le dijo con voz muy triste Rodolfo-, ti lo prometiste. -Lo sé, Rodolfo, pero fueron ustedes los que se pusieron a hacer leseras. Yo no puedo salir a la calle con ustedes tan sucios. —Pero papito -interrumpi yo-, ya nos lavamos las ‘manos y Ia cara, y nadie se dard cuenta de la sucie- dad de nuestra ropa. Rara vez guardébamos ropa en casa de nuestro padre, por lo que casi siempre tenfamos que volver ‘a nuestra casa con lo mismo que habfamos levado puesto, y en la condicién que estuviese: mojado, sucio 0 arrugado. Obviamente jams volviamos en Ja forma impecable en que habiamos salido. No nos costé mucho convencer a nuestro padre. It ‘a comer empanadas era casi una tradicién en nues- tra familia. Una vez a la semana, al menos, nos débamos un gran festin antes de volver a casa. ‘Nos encaminamos hacia nuestro destino. Mi padre acostumbraba a caminar siempre por el lado externo de Ja vereda y nosotros por su interior, ‘como una forma de protegernos de los vehfculos. ‘Yo me daba cuenta de que fbamos dejando una hue- lla de polvo a nuestro paso. No sélo quedaban mar- cadas nuestras pisadas, sino mucho més que eso. Polvo que atin cafa de nuestra ropa. Tres amplias hhuellas de tierra nos acompafiaron hasta la Fuente Suiza. Al llegar a la esquina, el olor a empanadas de queso estaba impregnado en el aire. Mi est6mago comenzé a crujir, ya que no habfamos comido nada desde el almuerzo. Octavio se puso muy ansioso y comenz6 a apurar el paso. Tenfa en su mente un gran plato con dos empanadas fritas muy calientes, y una refrescante bebida. Rodolfo no decfa nada, pero sus tripas sona- ban més fuerte que las mias. Al llegar @ la puerta de la Fuente Suiza, mi padre la abrié y me hizo pasar a mi primero. Tenfa siempre 08 gestos de caballerosidad, que a ninguno de mis ‘otros acompafiantes se le ocurrfa siquiera imitar. ‘Se empujaron entre ambos, tratando de entrar antes que yo, pero mi papé les puso sus manos en los hombros para que se detuvieran y me dieran la pasada. Los miré sonriente y entré satisfecha, sabiendo, ademés, que las primeras empanadas serfan para mi. Alcancé a dar sélo unos pocos pasos dentro del local, cuando un hombre macizo y con aspecto de guardaespaldas, me ataj6. -Disculpa, chiquilla -me dijo-, pero ni ti ni los otros pueden entrar aqui. ~€Y por qué no -le pregunté -, si venimos todas las semanas? -Simplemente no pueden -dijo con voz autorita~ ria. Ti y tus amigos deben salir en forma inme- diata de aqui. Mi papé se acercé con paso firme. ~£¥ a usted qué le pasa? -le pregunt6 al hombre-. Todas las semanas vengo aqui con mis nifios y nunca hemos tenido problemas. iQuiero hablar con el duefio! -£1 no est, sefior, no esté en este momento. Usted puede pasar, pero esos nifios no. No se permite el ingreso de nifios vagos. ‘Mi padre se eché a reir: -No, sefior, aqui hay un mal entendido ~explicé-. Estos nifios no son vagos. Son mis hijos, que aca- ban de estar jugando con un poco de tierra. Miré a Rodolfo, que sonrefa orgulloso por la expli- cacién de nuestro padre. Me fijé en sus dientes, del que s6lo se le vetan dos blancos, ya que los otros estaban tan llenos de polvo que parecta que le falta- ran, Pensé que seguramente mis dientes lucirian igual, asf es que decidi quedarme callada. -No, sefior -insistié el guardaespaldas-, no podré convencerme. Estos son nifios de la calle 2 los que usted quiere ayudar, no sus hijos. Por favor, pfdales que se vayan. No me obligue a tomar otras medi- das. No nos quedé mds que salir del local. Furiosos y ‘con nuestros estémagos completamente vacios. ‘Caminamos hacia la casa de Octavio, para dejarlo en ella y seguir hacia la nuestra. fbamos comen- tando indignados la forma en que nos habian trata- do, cuando nuestro padre nos interrumpié: —éEntienden ahora, niiios, por qué yo no queria salir con ustedes tal como estaban de sucios? Hay lugares en que se discrimina a la gente por su pre~ sencia. Esté bien o mal hecho, uno debe andar siempre limpio y bien presentado, como un caballe- 10. Yo lo quedé mirando, pensativa. -Si me afiadié-, como una sefforita, en tu caso. Aunque no volvimos a hablar en todo el camino, Megué a la conclusién de que mi padre tenia razén. Mis tripas no dejaron de sonar hasta que entramos en nuestra casa, Mi mam enmudecié apenas nos vio aparecer en la puerta del departamento. Antes habla sido un diente menos, y ahora no lograba entender lo que tenfa frente a sus ojos. Rodolfo le explicé que estdbamos bien, sin ningin ‘hueso roto, y que lo nuestro era simple y se solucio- naba con agua. Quisimos comer algo primero, pero obviamente nuestra madre no nos permitié hacerlo ‘hasta que no estuviéramnos completamente limpios. ‘Como todos los dias, nos llené la bafiera con agua tibia, No podia creer el estado de inmundicia en que se hallaba nuestra ropa cuando nos desnuda- mos. Al agua le agregé jabén espumoso y sales de bafio. E] ambiente olfa a lavanda y estaba a una tempera- ‘tura muy agradable. Fui la primera en entrar a la bafiera y disfruté enormemente la sensacién del agua caliente en contacto con mi piel. Me senté y comencé 2 sumergirme poco a poco, hasta dejar fuera del agua s6lo mi nariz y mi boca. Permanect inmévil, sintiendo cémo mi cuerpo entraba en calor y el agua comenzaba a hacer su trabajo. Se me cerraban los ojos de relajo y cansancio cuando Ileg6 Rodolfo, pidiéndome que le dejara espacio. Se metié a la bafiera y nuestra mamé nos enjaboné y escobillé de pies a cabeza. Y dejé que nos remojdramos un buen rato, para asegurarse que quedarfamos realmente limpios. Cuando el agua estuvo fifa, nos permitié salir para que fuéramos a comer algo y Iuego a acostarnos. ‘Mientras nos sec4bamos, nos refamos al comparar cual de los dos tenia los dedos de los pies y las ‘manos més arrugados. En el comedor nos estaba esperando mama con un rico plato de tallarines con salsa. Comimos como si hubiésemos estado un afio en una isla abandonada. Estar metida en mi cama, limpia y tibia, parecia un suefio, Ya se me cerraban los ojos cuando Rodolfo entr6 en mi pieza y me dijo, en un susurro: Oye Florencia, éno te tinca que inventemos ‘mafiana una Mansi6n Embrujada? Capitulo 5 La Mansién Embrujada No togré conciliar el suefio en toda la noche, ima- ginando las aventuras que nos esperaban al dia siguiente. Después de llegar del colegio e ir a la casa de mi apé, como todas las tardes, nos pusimos a buscar algunas cosas que nos pudieran servir para la Man- sidn Embrujeda. Juntamos ropa vieja, cordeles, alambres, cartulinas, méscaras, disfraces, tableros de madera y varios cachureos. Apenas llegé Octavio y le hablamos de nuestro pro- yecto, decidimos organizarnos bien y hacer un plano del recinto antes de comenzar. Esta nueva entretencién no podia armarse en el patio, sino que dentro de la casa. Decidimos reali- zarla en una gran habitacién que daba al final de la galeria. ‘Tomamos papel y lépiz, y cual arquitectos, comen- zamos a dibujar el plano de nuestra Mansién Embrujada, La puerta de entrada y la de salida. El circuito com- pleto que recorrerian los asistentes; un verdadero laberinto. Distintos habitaculos para cada atraccién, la sala de operaciones, la sala de armado y la sala de sonido. ‘Nuestra primera atraccién serfa El Esqueleto Vola- dor. Lo dibujamos en cartén piedra, a tamafio natural, guiados por un libro de anatomfa humana. Nos quedé perfecto. Lo cortamos con mucho cuidado ‘con un cuchillo cartonero. Su aspecto era realmente terrorifico. Luego lo atamos de Ja cabeza y de las manos. Un cordel lo sostenfa desde lo alto, y estaba progra- ‘mado para saltar sobre las personas cuando estuvie- ran lo suficientemente cerca. Debfa impresionarlas yasustarlas. Una liigubre melodia hacia més siniestro el lugar, y nos ayudaba a inspirarnos mientras montébamos las nuevas atracciones de la mansién. Encontramos un chaquetén, unos pantalones, un sombrero y unos zapatos viejos de mi difunto abue- lo. Los rellenamos con distintos materiales, para crear la figura de un vagabundo, al que instalamos sentado y con la cabeza gacha en una esquina del circuito. Enseguida, le enterramos en el pecho un cuchillo de madera, hecho por nuestro padre. Y manchamos parte de su ropa con pintura roja, simulando sangre que salia de sus entrafias, Una luz tenue lo alumbraba desde el piso. ‘Trabajabamos durante horas. Los fines de semana de sol a sol. Durante los dias de colegio, desde que legabamos desde nuestro departamento, después de almorzar, hasta que se oscurecia y nuestro padre nos llevaba a regafiadientes de vuelta a él. Un dfa encontramos en un viejo bail una méscara de King-Kong, que habfamos usado para algiin dis- fraz afios atrés. De inmediato se nos ocurrié trans- formarla en una nueva atraccién. A los pies de su cama, mi padre mantenfa siempre ‘una manta de castilla negra, bordada con su nom- bre, y que habfa usado mientras estaba en la mili- cia, La tomamos prestada sin pedirla y se transformé en el gran cuerpo de nuestro querido simio gigante. Lo rellenamos para darle firmeza, y pusimos dentro de la mascara una linterna, cuya luz amarilla brotaba de sus ojos. Luego lo instalamos estratégicamente, de modo que los visitantes se lo toparan en forma imprevista y logréramos el obje- tivo de darle un tremendo susto. No podia faltar una sibana blanca, que hiciera de fantasma y que se paseara por el aire de la habita- ci6n. La suave luz no permitirfa que los asistentes descubrieran los cables y trucos utilizados. Le pedimos a Octavio que para ello trajera de su casa una sibana blanca. Desde luego, y como si pre, él no se complicé y partié corriendo a traer lo que necesitébamos. Rodolfo y yo contébamos con su buena disposicién para proveernos de cosas. Nos sorprendia que nunca le dijeran que no. Todo se lo prestaban. Esto nos causaba un poco de envidia, ya que nuestra madre nos dejaba sacar muy pocos objetos de nuestra casa. Octavio Llegé corriendo a los pocos minutos. La sébana muy doblada por debajo de su polera. La sach répidamente y, sin pensarlo, tomé una tijera, con la que hizo un par de agujeros para los ojos, y le dio forma de fantasma. ~éDe dénde la sacaste, Octavio? -le pregunté, De la cama de mi abuela -contesté. ~IPero qué tarado eres! -lo increpé Rodolfo-. €Vas a decirme que te la robaste? Por supuesto que no, tengo que devolverla ~afir- m6. Ah, no.... éste es tonto de nacimiento -me dijo Rodolfo-: saca una sabana de la cama de su abuela, la rompe entera, y ahora la quiere devolver. Octavio traté de seguir justificindose, pero dejamos de escucharlo. Lo importante era continuar con nuestro objetivo. Rellenamos la cabeza del fantasma, dandole una forma redondeada, que permitiera destacar los ojos. Cosimos el extremo del cuello con un delgado hilo blanco. Bl resto de la sébana cafa libre, produciendo la sensacién de volar. Después de engancharlo en unos cordeles, y con un sistema de piolas, Rodolfo y Octavio lo hacian recorrer la habitacién entera. Para la entrada de nuestra mansién ideamos una mano enguantada que, cada vez que ingresara alguien, le diera un golpe en el pecho, logrando sor- prenderlo, Acompafiariamos este instante con un tejido de lana, que caerfa suavemente sobre los ros- tros de los visitantes, simulando ser una tela de ara~ Quien nos podia ayudar a hacerla era la Paita, la nana que tenfa mi familia desde mediados del siglo pasado. Fuimos los tres a hablar con ella y a pedirle su ayu- da. La cocina se hallaba afuera de la casona de pap, en ‘una corrida de habitaciones que daban al patio y que estaba bajando las escaleras. Ahi se ubicaban las piezas de las empleadas. Tres dormitorios, una ‘bodega, una sala de bafio y la gran cocina. Entramos corriendo, atropellandonos para ser el primero en hablar con ella. ~éQué pasa, nifios? ~nos pregunté. ~Pafta, énos quieres? -le dije yo. Necesitamos un favor igigante! Por favor, Mamachocho -dijo Rodolfo-, idi que sf, di que sf, di que si! La Pafta llevaba més de cuarenta afios trabajando en Ja casa. Llegé a la gran casona de la avenida Irarrd- zaval cuando apenas tenia dieciséis afios. Trabajaba ‘como ayudante de cocina, junto con dos empleadas més, Tenfa la edad de mi padre al llegar. Préctica- mente se criaron juntos. El, como joven rico, dan- dose grandes lujos, y ella, como empleada de la asa, atendiendo a los patrones y durmiendo en aquella corrida de piezas exteriores. Nunca quiso irse de alli. Habfa tenido un hijo en su juventud, quien la acompafiaba en su vejez, espe- cialmente ahora que la casa estaba précticamente abandonada. Jamés logramos ponernos de acuerdo con mi her- mano sobre cémo llamarla, Yo la lamaba Pafta; él, Mamachocho. Octavio la nombraba dependiendo de con quien de nosotros estuviera més amigo ese dia. -IPafta.... por favor, ayiidanos! -insistié Octavio. ISin tu ayuda no podemos hacerlo! Nos sentamos a la mesa con ella. El fogén de la cocina calentaba apenas la frfa tarde. Entraba poca luz por la ventana, ya que los postigos nunca esta- ban muy abiertos. Segiin mi padre, era la mejor manera de mantener el calor. Una pélida ampolleta colgaba desde el techo. Mirarla siempre me encandilaba un poco, pero yo insistfa en hacerlo una y otra vez. ‘Comenzamos entre los tres a explicarle nuestros planes. Sabiamos que para ella seria muy fécil tejer- nos una tela de arafia. Siempre nos mostraba los sweaters que tejfa para ella y su hijo. Nos pidié que la siguiéramos hacia la bodega, que estaba al lado de la cocina. Le costé ponerse en pie. Tenfa las piernas muy cansadas por el paso de los afios. No recuerdo haberla visto usar zapatos nor- males. Me lamaba la atencién que en sus pies, casi deformes, s6lo Ilevaba unas oscuras zapatillas de levantarse. Caminé muy despacio por el pasillo, hasta alcanzar tuna oscura puerta de madera. La empujé con fuer- zas. Hacfa afios que nadie la abria. Estaba muy tra- bada y Mena de verdaderas telas de arafia. Al empujarla, la puerta emitié un ruido muy chillén, que nos asusté a los tres. La Paita quiso entrar primero, intentando empujarla con fuerza. La puerta seguia crujiendo. Nosotros ‘tres, pegados en fila india tras ella. Yo, muy aga- rrada a su delantal, casi a punto de rasgarlo, Rodol- fo, tomado de mi mano, y Octavio, tras él, palido de miedo. Estaba muy oscuro, no se vefa absolutamente nada. La Paita le pidié entonces a Octavio que buscara el interruptor para encender Ia luz. Sin poder ver nada, nuestro amigo tanteé la pared, hasta dar con a En un instante, la habitacién entera se ilumin6. Sin que alcanzara a ver algo, escuché un estridente grito de Octavio y el fuerte ruido de algo que cafa al piso. Nuestro amigo salié corriendo desesperado fuera de la bodega. ‘Mi corazén latfa a cien kilémetros por hora. Me afe- sraba al delantal de la Paita. De pronto ésta empezé ‘a refr, con unas carcajadas que nunca le habia escu- chado. Yo no entendfa nada. La Paita refa y reia, no podfa evitarlo. Yo nunca habfa visto que en su anciana boca pricticamente no le quedaban dientes. Cuando vio mi cara de sor- presa, se llevé seriamente una mano ala boca, y con la otra nos apunté hacia el objeto causante del tre- mendo susto de Octavio. En el suelo, sobre un montén de cachureos, yacia un maniqu{ completamente vestido. Inmévil y tie- so, Lleno de polvo y telarafias. Una mujer, con un hermoso cabello natural, vestida con un elegante traje antiguo, mirando fijamente el techo. Pensé en lo cobarde que habfa sido Octavio al salir arrancando, Por acelerado, no habfa alcanzado a notar que este misterioso maniqui podria ser una interesante atraccién para nuestra Mansién Embru- jada. Capitulo 6 La Llorona Mientras la Paita fue en busca de la lana y los pali- los, Rodolfo y yo levantamos a nuestra nueva ami- ga. Decidimos apodarla La Llorona, basindonos en una serie de televisién que se estaba exhibiendo en ‘esa época. Salimos de la bodega con La Llorona en brazos. Rodolfo cargaba su tronco y yo, més atrés, sus lar- ‘gas piernas. Subimos la escalera que daba a la gale- tia, y ahi estaba Octavio, sentado en un peldafio, con la cabeza entre sus piernas y atin tiritando de miedo. Al sentimos subir y ver que trafamos a nuestra nueva amiga en brazos, dio un tremendo grito y salié disparado escaleras abajo con destino a su casa. Rodolfo me miré sonriendo y me dijo: ~Ah no, este gallo es tarado de verdad. Esa tarde dejamos las cosas hasta ahi. Nos refamos caminando a casa en compafifa de nuestro padre. Nos explicaba que aquel maniquif tenia las medidas exactas de su fallecida madre. Sus modistos lo usa- ban como modelo para confeccionar su ropa en casa, por lo que todos sus vestidos estaban hechos perfectamente a su medida. El traje que el maniqui tenia puesto habia quedado sin terminar. Era el ves- tido de elegante tela y encajes que iba a estrenar en Ja fiesta de celebracién de sus setenta afios. No alcanz6 a usarlo, pues fallecié dos semanas antes de su cumpleafios. El modisto fue despedido y el mani- uf terminé en la bodega, donde nadie volvié a ver~ Jo. Hasta nosotros. Al dia siguiente, y en cuanto llegamos a casa de mi padre, Rodolfo y yo nos paramos de inmediato en el borde de la piscina a lamar a Octavio. iOctavio! ~gritamos varias veces al unisono. Nadie respondié. En vista de ello, decidimos continuar solos con uestro objetivo de ese dia: darle a La Llorona un rol dentro de nuestra mansién. ‘Le sacamos su vestido y la lavamos. Cuando estuvo seca, la vestimos con mucho cuidado y resolvimos colgarla dentro de un ropero, simulando que era una mujer ahorcada a punto de morir. La tomamos en brazos. Y mientras yo la sostenfa con mucho esfuerzo, Rodolfo ataba la cuerda a un fierro que pusimos dentro del ropero. Ya que La Llorona no estaba completamente muer- ta, debfa emitir algin tipo de sonido. Rodolfo salié corriendo en busca de su grabadora. Con mi voz hicimos una grabacién bastante larga de La Llorona quejéndose, tan lastimera, que lograba poner la piel de gallina. Pusimos la graba- dora a sus pies, escondida bajo unas mantas. Nues- tra nueva atraccién estaba lista. ‘Cuando volvimos a la cocina, a ver cémo iba la Paita con su tarea, ésta se hallaba sentada frente al fogén ‘como todos los dias, tomando un agilita de menta. Nos ofrecié un té para que entréramos en calor, ero ninguno aceptd. ‘Nos sentamos junto a ella. -Nifios nos dijo, con su alegrfa de siempre-, a qué no pueden decir este nuevo trabalengua -y comenzé a recitar a toda velocidad-: erre con erre igarro, erre con erre barril,répido corren los carros centre las Iineas del ferrocarril, ~éQué? -gritamos con Rodolfo-. Qué es es0? ‘No logramos que repitiera la frase de nuevo. No la entendimos para nada. Siempre nos hacia lo mis- ‘mo: 0 nos contaba un chiste que no entendiamos, una adivinanza sin solucién o una anécdota sin final. De pronto se paré despacito, sacé un canasto que habfa bajo la mesa y nos entreg6 una pequefia bol- sa. Al abrirla con cuidado descubrimos que nuestra tela de arafia ya estaba lista. La Pafta la habia tejido esa noche para nosotros. Era perfecta. De color negro, simulaba muy bien el tejido de los ardcnidos. Pero Mamachocho -le dijo Rodolfo-, ite pasaste! — y sonriendo le dio un tremendo abrazo, que la dejé casi sin respiracién. Como una forma de agradecer su esfuerzo, resolvi- mos invitarla a conocer nuestro gran secreto. Ella serfa el primer adulto en tener acceso a nuestra mansi6n embrujada ain en construccién. Subimos con ella las escaleras, poco @ poco. Cami- ramos hasta el fondo de la galeria. La puerta de la iaquierda escondfa nuestro gran suefio.

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