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DUELO

El sheriff no estaba loco, seor. S que nada tiene sentido, que lo que ha
ocurrido es imposible y, sin embargo, as ocurri, como se lo cuento seor
comisario. De hecho, si aqu hay algn loco, puede que sea yo.
Snchez se qued pensativo unos segundos y prosigui.
Trat de detenerlo, pero fue imposible. Se le haba metido en la cabeza
que los Carlsson venan a por l. Le pregunt quines eran los Carlsson, que
no saba a quines se refera. l ni me mir. Tan slo se ci el cinto, sopes
el revlver en la mano derecha, se asegur de llevarlo cargado y sac un
Winchester del armero. Era una sombra de s mismo, comisario, murmuraba
palabras que no consegua entender. Me pidi que me quedara en su oficina
y no interviniera oyera lo que oyera. Y que si l no regresaba tras los
disparos, mandara a avisarle a usted. Pero no le hice caso. Lo segu un
centenar de metros por detrs, hasta las afueras del pueblo, justo donde
comienza el maizal; entre las caas lo perd de vista. Fueron unos minutos
que no tena fin, rotos por varios disparos de revlver y, al menos dos de
rifle. De eso estoy seguro. Al menos o dos disparos de rifle. Luego nada, as
fue, se lo juro. Unos segundos de tiroteo catico, desordenado, mortal. Y
despus silencio. Ni siquiera quejidos de los heridos, si es que los haba, o
murmullos de personas huyendo. Entr en el maizal y corr hacia el lugar
del que me pareci que venan los disparos y encontr al sheriff tendido en
la tierra, con varios impactos de bala. l intentaba hablar, quera decirme
algo, pero no acertaba con las palabras; slo gema y farfullaba sin sentido,
sin fuerza, sin vida. Furioso, recorr el maizal en busca de los Carlsson o de
quien fuera que hubiera disparado al sheriff. No encontr a nadie. Ni
siquiera encontr pisadas o un rastro de caas derribadas. Lo nico que
quedaba all era ese espantoso silencio y al menos tres espantapjaros con
agujeros de bala que sonrean con obscenidad.

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