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La frontera sin ley que parte aguas entre el norte argentino y Bolivia es a
penas una línea imaginaria, manchada por la sangre del narcotráfico. Ésta
es la historia de Liliana Ledesma, una mujer que denunció los
vínculos entre los narcos y la política, en un territorio que se rige por sus
propias reglas.
Mención especial del concurso Rodolfo Walsh 2007 del Círculo Sindical de Prensa de Córdoba. Publicado
en el Nº21 de la revista Umbrales. Diciembre de 2007.
“Ah, Pocitos…no le dan bola a esta frontera, y eso que es de las más
calientes que hay”, dice el Oreja Castro, mientras acondiciona el acullico de
coca, sentado al lado del Chato Ledesma, mientras aguardan el asado de la
Asociación de Productores de Madrejones, que lucha contra la expulsión de
los campos en los que tiene como vecinos ilustres a los Castedo y a Aparicio.
Es el 21 octubre, apenas un mes después del crimen de Liliana. Los
campesinos convocaron a periodistas y a legisladores provinciales y
nacionales para mostrarle cómo es la zona de Madrejones y dónde están los
portones que bloquean el camino vecinal, que los obliga a casi triplicar la
cantidad de kilómetros necesarios para llegar hasta donde están sus vacas y
cabras. Al regreso habrá una marcha para pedir justicia para Liliana.
La asociación fue creada en abril de 2006, cuando los puesteros vieron que
a todos les pasaba lo mismo: de pronto estaban empujándolos fuera de
sus tierras, de las que tomaron posesión hace unos 20 o 30 años, según el
caso, cuando eran propiedad del Estado, y al mismo tiempo avanzaban los
desmontes ilegales para sembrar soja y maíz.
Sergio Rojas, a cargo de la carnicería de su padre en Pocitos, es el productor
que acompañó a Liliana en las denuncias que hicieron en Salta capital por
los desmontes, primero, y por el cierre de los caminos, después. Esto a
pesar de el adversario a vencer era el entonces diputado Aparicio, quien
en la página Web de la cámara baja salteña se definía como “asesor del
gobernado” Romero. Y que era además, presidente de la Comisión de Medio
Ambiente y Recursos Naturales, a pesar de ser el dueño de un aserradero en
Salvador Mazza que trabaja día y noche.
“Estábamos a punto de presentar un recurso de amparo para que detengan
los bloqueos de los caminos y la expulsión de los puesteros, hasta que pasó
lo de Liliana”, dice Sergio. Lo que le pasó a Liliana, a los 37 años, fue
nada menos que un crimen, con el que se repitió la historia de su esposo,
acribillado a balazos el 3 de julio de 1999, cuando fue entregado a sus
matadores, aparentemente, por otros dos narcos.
Castro, ese amigo de los Ledesma que alguna vez fue novio de la
Negra, dice que él sabe por qué fue asesinado el Gili Villagómez. El llanto le
crece como un oleaje en los ojos del Oreja, pero nunca estalla. “Aparicio le
debía mucha plata a Gili. Muchos dólares. Gili lo hacía salir en calzoncillos
al Gordo y lo hacía arrodillarse y le apuntaba con una pistola, pero no lo
mataba, porque tenía esa deuda. Lo volvía loco. Se le metía por la ventana y
lo sacaba afuera, en medio de la noche. Yo lo sé porque era remisero y Gili
me hacía llevarlo hasta lo de Aparicio”, suelta Enrique, y dice que sí, que no
le importa que figure su nombre, que él quiere atestiguar, que le duelen estas
muertes.
El periodista Belmont, célebre figura de las mañanas de radio pociteñas, dice
que la propia Liliana involucró varias veces a Aparicio con el asesinato de su
marido. Que la de Gili y la de la Negra no son las únicas muertes que se le
atribuyen “en el pueblo” al justicialista. Y que no es la única que se vincula
de algún modo al narcotráfico. Está la de Wilson, también, dice.
Se llama Gabriela Ábalos, tiene 21 años, vive con sus tías y sueña con
estudiar para ser despachante de aduanas. Es la hija de Wilson Ábalos,
muerto en “confusas circunstancias”, diría la crónica policial, el 18 de agosto
de 1998, en el obrador de la finca Nuestra Señora del Luján, perteneciente a
Aparicio.
Ella tenía 14 años. Ese día llegó el ex diputado a la casa de los Ábalos, afirma
Gabriela, aparentemente después de dejar el cuerpo sin vida de Wilson, su
administrador (“O socio, según la versión”, apunta Belmont), en el hospital.
“Contó que se había dado vuelta en un tractor, creo, y que había muerto
aplastado. Mi mamá lloraba desconsolada y no sabía qué iba a ser de sus tres
hijos. Aparicio nunca le dijo: Lo siento. En el hospital, sólo transpiraba y no
se movía del lado del cuerpo de Wilson”, relata esta joven, con fotos de su
padre en mano. Gabriela dice que siempre escuchó en la familia que su papá
trabajaba supuestamente en la droga con el Gordo.
Arranca la fila de autos con campesinos, que transita los 20 kilómetros que
llevan hasta la zona de Ipaguazu, para visitar los portones bloqueados. Ante
la consulta, dos oficiales de Gendarmería que piden no ser mencionados,
admiten que en la finca de los Castedo y de Aparicio, la fuerza tiene serias
dificultades para realizar controles, debido a que se resisten a permitir el
ingreso, autorizado por ley. “Detrás de ese Delfín (Castedo) estamos todos
los organismos, incluida la DEA (la agencia estadounidense contra el
narcotráfico)”, dicen.
Serpentean las curvas por el terreno ondulante y semiselvático. Walter
Pérez, el presidente de la asociación, junto a otros campesinos, van
señalando desde la caja de una camioneta los enormes silos y la maquinaria
industrial que apareció “de golpe” en las tierras de los Castedo. La caravana,
en la que hay periodistas de distintos medios, descubre que los caminos ya
no están bloqueados. La intervención del Gobierno provincial, confirmaría
después el subcomisario Aberaztain, había despejado el día anterior los
senderos que durante meses los campesinos reclamaron como caminos
vecinales.
Regreso a Salvador Mazza. Unas 300, 400 personas tal vez, están
esperando afuera de la casa de la madre de los Ledesma para iniciar la
marcha en reclamo de justicia. La madre se llama Hélida. Horas antes,
cuando Rodofo Pichi Ledesma contaba a bordo de su auto que había dejado
de trabajar como remisero por las amenazas recibidas tras el crimen de su
hemana, Hélida había pasado caminando por la calle, como un fantasma, sin
mirar a nadie, a nada. Ahora, esta mujer se ubica en el segundo pelotón de la
manifestación, encabezada por Emilse Villagómez, de nueve años, con una
pancarta en la mano que pide por el esclarecimiento del crimen de su mamá
Liliana. A su padre casi no lo recuerda.
La movilización avanza hasta la pasarela en la que emboscaron a la
vendedora de huevos. Hay un silencio que grita. Después se continúa,
reclamando por otras muertes violentas, en Pocitos, o en otras localidades
cercanas. En esta ciudad, se llora, por ejemplo, la muerte de Cecilia Miyares,
de 17 años, ocurrida el 27 de diciembre de 2005, después de una larga fiesta
en un boliche local y una mañana, todavía con alcohol, en un río de la
zona de la Virgen de la Peña. También está Ana Arancibia, una boliviana
de 48 años que no encuentra otra forma para narrar la muerte de su hijo,
Ariel Bustos, de 27, que la desesperación. Su hijo fue muerto por una letal
golpiza en el arroyo seco que separa las dos Pocitos, cuando volvía de Bolivia,
borracho. Fue el 6 de enero de 2005. Ariel había estado dos años y medio
preso. “Estaba con los narcos”, reconoce su madre, quien acusa a los
gendarmes de haber asesinado a su hijo.
Aquí todos mencionan otros crímenes, siempre hay otros más, sin nombres
precisos (una chica de Yacuiba, unas chicas de Tartagal, un “camello”
boliviano), pero con vaguedad, como si fuera natural imaginar que hay más
asesinatos de los que se sabe a ciencia cierta, pero también es una forma de
hacer recordar que tiene ese mandato de miedo que obliga a cuidar la vida,
antes de hablar con nombre y apellido.
El tráfico de drogas aparece como una estrategia legítima de movilidad
social. “Claro que no nos dedicamos todos al narcotráfico o al contrabando.
Pero el sueño de todo aquel que tiene un oficio es que te emplee un narco,
porque dan laburo. El narcotráfico es visto como un trabajo que da trabajo”,
comenta un matrimonio de periodistas.
A fines de marzo de 2007, el juez federal de Orán, Raúl Reynoso,
cuya jurisdicción alcanza a Salvador Mazza, ordenó 13 allanamientos en
distintas localidades del norte salteño, e incluso en el Chaco. Detuvo en esos
procedimientos al empresario Yudi, dueño de un supermercado de Pocitos,
que según se sospecha, podría ser testaferro de Aparicio. Mamilia entró en la
clandestinidad, intentando evitar la cárcel, e inmediatamente los pociteños
recordaron la experiencia de Ancono Navarro, un diputado nacional del PJ
por salta que inició una temporada de una década en el "exilio" de Bolivia,
hasta que la causa que le habían iniciado por narcotráfico en 1989 se diluyó.
Ahora es concejal.
Aparicio estuvo prófugo, pero al tiempo se entregó. "A Yudi y a Aparicio los
imputé por la supuesta asociación ilícita para el lavado de activos vinculados
con el narcotráfico. En el caso de Aparicio, todo calificado por el hecho de ser
funcionario público", cuenta por teléfono Reynoso, además de juez profesor
universitario de Literatura. Mamila y compañía estuvieron detenidos hasta
que les dictaron la falta de mérito, medida que fue apelada por el fiscal Luis
Bruno.
Aparicio siempre negó todas las acusaciones. Dijo que no era “el carnicero
de la frontera norte”, como lo querían hacer parecer, a su criterio. Dijo
que conocía a Villagómez y a la esposa boliviana que tenía, y que a Liliana
Ledesma sólo la conocía como a una habitante más de Pocitos.
Es cierto que Gili tenía otra esposa en su país natal, previa a su relación
con la Negra. Hélida sabía que su hija, que se la pasaba viviendo en hoteles
mientras su esposo “trabajaba”, tenía inconvenientes con la alguna vez
pareja de Villagómez. Pero de ningún modo los Ledesma iban a aceptar que
Mamila no conocía a su Liliana. La prueba es una foto del casamiento entre
la Negra y Gili, realizado por civil, en Salvador Mazza, en el que aparecen
bailando el vals Ledesma y el Gordo Aparicio. Ambos sonríen. En el fondo
se ven los globos colgando de una viga del galpón de chapa donde se hizo la
fiesta. En otra foto, Gili y Aparicio incluidos, brindan junto a los Ledesma.
Ahora que han pasado más de ocho meses del crimen de Liliana, su
hermano el Pichi cuenta a través de la línea intermitente de su celular que
la familia está más tranquila, que tienen custodia todas las noches, pero que
lo que quieren es que los agarren de una vez por todas a los Castedo. Es lo
que los Ledesma pedían también en octubre de 2006, cuando abrieron las
puertas de sus casas para relatar la historia que los dejó sin la Negra.
Su mamá, la que no podía por esos días mirar a los ojos a nadie, contó, como
quien nombra la ironía del destino, que su hija estuvo a punto de casarse con
un gendarme, “hasta que Gili se puso en el medio”. Recordó que a Liliana
le faltaban pocas materias para recibirse de profesora de Educación Física,
pero que se casó y dejó. Sólo comenzó a vender huevos cuando se quedó
viuda.
Hélida recordó también que su hija se quedó con las ganas de escuchar
un concierto del Chaqueño Palavecino, que tanto ella como Gili fueron
asesinados a la misma hora, pero piensa, sobre todo, que su hija se fue con
una deuda. “¿Por qué no me dijo que la estaban amenazando? ¿Por qué no
se hizo a un lado? Así no hubiera dejado a esta nena de nueve años sola”,
dijo, mientras en la otra habitación de la casa estaba Emilse, la pequeña a la
que le dijeron que la Negra había muerto durante un asalto; la criatura que,
de todos modos, durante las mañanas, pide que sea su mamá la que la lleve
a la escuela.