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EL MONSTRUO DEL RÍO

Por: Neily Viviana Flórez Blanco

U
na mañana la profesora Viviana dijo que las personas no pueden vivir sin los

ríos y le preguntó a Angélica, la niña más callada del salón, qué opinaba de

eso. Ella respondió que los ríos eran malos porque dañaban, destrozaban,

mataban a las personas y derrumbaban casas. Son monstruos horribles, fue lo último que
dijo Angélica antes de que sus ojos se aguaran. La profesora le preguntó por qué decía

eso; Angélica no soportó y una lágrima se deslizó por su rostro. Entonces decidió contarles

una historia.

Ella vivía con sus padres en una finca tan grande que un día intentó recorrerla, pero se le
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fue un día completo sin lograrlo; además había toda clase de flores, muy olorosas. Estaba

alegre de vivir allí pues le gustaba el campo, los colibrís, turpiales, chochobuis y demás

animalitos de ese lugar.

Más que todo, le fascinaba un río que pasaba junto al pueblo. Era el único río, sólo había

pocas quebradas. La niña lo limpiaba y por eso decían que era la guardiana del río. Creía

que el río era santo, pues ella lo consideraba su amigo y además alguien en quien confiar.

Tenía la costumbre de ir todas las tardes a visitarlo; pero iba con sus padres, pues a su

edad no podía ir sola, el río pasaba 20 fincas más allá y era un viaje peligroso para una

niña.

Para Angélica el río era su segunda casa. Lo mejor era que sus vecinos la imitaban:

cuidaban el río y lo mantenían libre de desechos y de tóxicos que lo perjudicaran.

Una tarde, Angélica no salió de su casa, pues llevaba lloviendo casi una semana. En ese

momento se consideraba la persona más infeliz pues cuando llovía nadie en el pueblo
podía salir. Todo se ponía nublado y era muy peligroso salir de las casas. Sólo esperaba el

momento en que saldría el sol, pues cuando se decidiera a salir, ella correría hacia el río

pues temía que su amigo estuviera sucio.

“Por fin, por fin”, dijo Angélica cuando el sol dejó ver su cara brillante. Se alistó con sus
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padres y salieron de paseo hacia el río, su único lugar de distracción.

Cuando llegó, lo primero que hizo Angélica fue lanzarse a las aguas en la parte menos

honda. Su madre sí decidió nadar en la parte más profunda. Cuando la niña vio que no

estaba su mamá, se preocupó. La llamaba, le gritaba “¿dónde estás, mamá?”. Al ver que

no le contestaba, se salió y fue a llamar a su papá que estaba un poco lejos de allí, pues se

quedó recogiendo leña para el sancocho. Volvieron padre e hija y se pusieron a buscarla,

pero no la encontraban por ningún lado. Angélica no hacía sino llorar. Cuando los vecinos
se enteraron de lo sucedido, también ayudaron a buscarla. Pero llegó la noche y no la

encontraron. Nadie supo qué había sucedido, así que se fueron a sus casas.

Por la mañana llamaron al papá de Angélica y los dos acudieron. Al parecer habían

encontrado a la señora perdida. En el pueblo, la hija pudo ver de nuevo a su mamá, pero
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ahogada. Comenzó a gritar y se preguntaba qué había pasado, pues según le dijeron el río

la había ahogado. El papá le explicó, casi llorando, que el río estaba muy crecido, que a

ninguna persona la dejaban ir allí, porque comenzaba una época de lluvia.

Así fue. Llovió durante un mes. Ninguna persona pudo salir de su casa, pues todo estaba

muy nublado. Cuando la lluvia dejó de caer, todo quedó en un extraño silencio. Cuando las

personas del pueblo fueron hacia la ribera del río, vieron algo desastroso: la mayoría de

casas estaban derrumbadas y muchas personas estaban muertas. Sólo quedaron las

personas que vivían en fincas, ubicadas en las partes más altas.

Angélica preguntó quién había hecho todo esto. Su padre le respondió que el río. De sólo

pensar esto, la pequeña se hundía en la tristeza, que era un río que hasta hace poco

conoció, es decir, desde el día de la muerte de su madre.

No entendía cómo junto a ella estaba un río que había sido su amigo; pero que les había

arrebatado a su mamá, a sus amigos, y el lugar donde la mayoría de habitantes de su

pueblo vivían y trabajaban.


Le tocó salir de allí con su papá pues todo parecía haberse acabado para ellos. Por donde

miraran, únicamente encontraban muertos y desastres.

Así Angélica se fue del pueblo a vivir a la ciudad. Comenzó una nueva vida con su padre y

tuvo nuevos amigos, pero nadie comprendía su tristeza. Ella sólo era la niña silenciosa de
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la escuela, la que nunca sonreía.

Cuando terminó de contarles su historia, todos abrieron su corazón a Angélica, la

entendieron y la aceptaron como era.

Y algo sucedió también en el interior de Angélica: se consoló un poco de su triste pasado,

entendió sin palabras que el río no era un monstruo pues los culpables de la violencia del

clima son los seres humanos. Incluso pensó en que, a pesar de todo, un día volvería al

pueblo, a encontrarse con su mejor amigo de la infancia.

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