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NUESTRA SEÑORA DE GENET O LA SORDIDEZ DE LAS FLORES

CÉSAR BENEDICTO CALLEJAS

Alguna vez alguien tendrá que definir a la humanidad como la especie que

construye ciudades. Con frenético ardor, sudoroso y apresurado, como si en ello les

fuera la vida, los seres humanos pueden conservar, durante siglos, su ansia

constructora y acumulativa; puede mantener vigente en el inconsciente de toda

una colectividad, la necesidad de crear una naturaleza diferente, un entorno

artificial donde los árboles son un lujo, donde los prados son decoraciones y el

agua un fluido escaso que corre por tuberías. Las ciudades son la otra naturaleza

de las personas, más humana porque es obra suya; distinta de la otra, la que era el

mundo antes de que dos familias vivieran juntas e inventaran las urbes.

Sus reglas no son las de la naturaleza inhumana; aquella, la de los montes y

los océanos, desconoce la libertad y sus deleites, todo en ella es necesidad y

muerte; sin compasión ni solidaridad, la naturaleza ejerce su mandato en ciclos

infinitos que van más allá de la razón. En la ciudad, la naturaleza se llama

civilización y cultura, su norma es la libertad de hacer u omitir, de ir y venir en el

anonimato de las multitudes.

En la ciudad el hombre se interesa por el otro con quien convive, pero a

veces su interés se pierde en el vasto oleaje de las masas que entran y salen frente a

sus ojos sin más rostro que el suyo propio.

Nada en la naturaleza tiene capacidad de elegir, ni las estaciones, ni las

plantas ni los depredadores, han de dar muerte para vivir y han de vivir para

poder ser pasto de otras especies; en lo más profundo de la ciudad y de su

descarnada norma de vida, siempre se puede elegir a uno o varios que den

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dimensión humana a la convivencia y en última instancia, el hombre siempre se

tiene a sí mismo para hacerse compañía mientras anda por los bulevares.

Ninguna regla ha pasado indemne de una a otra de estas dos naturalezas,

incluso, el hombre de la ciudad debe recurrir a la cultura para interpretar la

naturaleza del orbe, para reducirla a términos de la urbe. Wilde decía que no hubo

niebla en Londres hasta que Whistler la inventó; es posible, después de todo, los

personajes del 1984 de Orwell, miran a través de las ventanas para ver falsos

horizontes de valles y colinas, idénticos a como deberían ser si fueran reales y

aunque habitualmente la naturaleza se comporta de acuerdo a los mandatos de la

ciudad y hasta lo agreste de los suburbios guarda cierto parecido con el edén de

donde nuestros primeros padres fueron expulsados, hay quienes no miran hacia

fuera, sino a lo más profundo de la ciudad para encontrar su estética, su lenguaje,

para encontrar la belleza en la más pura sordidez de las flores.

Jean Genet es un niño de ciudad, un niño grande al que las impurezas le

parecen pequeñas máculas derivadas de la travesura. A Genet lo arrestan por

primera vez a los diez años, después, en el París triste y deprimido de la

ocupación, Jean se hace hombre sin dejar de ser lo que siempre fue, un niño de

ciudad jugando las reglas más hondas de lo urbano, para 1947, después de más de

diez procesos por robo, intento de homicidio y prostitución homosexual, a Jean lo

condenan a cadena perpetua. En la cárcel, Genet perfecciona su conocimiento de

las reglas de la ciudad, ¿acaso puede haber mejor compendio de la vida urbana que

una prisión?

La ciudad es una gran prisión, magnánima, maravillosa y la cárcel es el

mejor compendio de la ciudad; ahí el hacinamiento llega a su máxima expresión, el

dolor y la soledad se subliman, ahí perseveran sólo los más fuertes, los más

dotados y los que poseen el mejor ingenio para el fin fundamental de todo

individuo, sobrevivir. En prisión Genet escribe y publica, dice de la ciudad lo que

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todos sabemos pero pocos queremos decir y aún menos quieren leer. Sucede lo

increíble, la gente lee y aprecia su literatura, al grado que un grupo de intelectuales

liderado por Sarte, recurre al presidente para lograr el indulto ya en libertad,

muchos años después, el niño de la ciudad se ha vuelto un viejo de ciudad, ha

aprendido el sutil arte de jugar con las reglas para seguir siendo libre, el mundo de

las letras reconoce la calidad de su literatura, pero sobre todo su infinita capacidad

de adaptación y se le concede el Grand Prix National des Lettres, tan sólo tres años

antes de su muerte.

Sería injusto decir que Genet conoció la literatura en prisión; Genet retrata

desde siempre lo que ve y lo que siente, se enamora, corre, sufre y se abandona en

el gran marco del Paris oscuro, del oculto bajo los oropeles de la moda y de las

expectativas de las oleadas cada vez mayores de turistas. Si hay un autor parisino

ese es Genet, aunque sea el lado cruel y negro de Proust, aunque sus personajes

paseen por calles distintas de los de Victor Hugo o de Pennac.

En medio de la prostitución que es su modo de vida, su oficio, Genet conoce

el amor, conoce la solidaridad de quienes le quieren y le infringen dolor no por

maldad sino porque esas son las reglas de su mundo y su ciudad. En Nuestra

Señora de las Flores, Genet retrata ese universo e interpreta las reglas de una

estética donde la sordidez produce la luz y donde la brutalidad precede a lo

sublime; un espacio donde la paz nada tiene que ver con la gloria y apenas quiere

ser un asomo de serenidad. Dice Genet:

Mis épocas de dicha nunca fueron de una felicidad luminosa, ni mi paz fue

jamás lo que los literatos y teólogos llaman “paz celestial”; está bien, porque

sentiría un horror inmenso al sentirme designado por Dios con la punta del

dedo, distinguido por él; sé muy bien que si estuviera enfermo y me salvara

un milagro, no sobreviviría. El milagro es inmundo; la paz que iba yo a

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buscar en las letrinas, la que voy a buscar en su recuerdo, es una paz suave,

tranquilizadora.

Nadie, ni antes ni después de Genet, penetra así en la belleza de los

monstruoso, de lo dolorido, buscando una paz que la ciudad niega a los que viven

en su marginalidad, los que generan sus propias normas y se apegan a ellas con

honor y con fidelidad absoluta. Me atrevo a decir una palabra de esa dimensión,

“nadie”, porque ninguno como él supo disponer en la literatura su propia

biografía. Siempre se escribe sobre uno mismo, el espíritu de la letra sale de la vida,

pero no siempre se tiene el oficio para deslindar el mundo de lo íntimo del mundo

de lo que debe ser leído.

Porque Nuestra Señora de las Flores es una novela, eso no puede perderse

de vista, no quiso su autor hacer una biografía, pero para decir, para hablar del

mundo urbano que lo hizo y casi pudo destruirlo, Genet no puede sino partir de su

propia experiencia.

Así es la Ciudad, permite conocernos en el otro, asumirnos como parte del

estereotipo para liberarnos a partir de la conciencia de nuestras particularidades;

Genet quiere verse en el otro, en el amado, en el solidario que lo martiriza porque

la experiencia de la violencia los une en un lenguaje íntimo y común.

- No me estás contando tu vida, Arcángel, sino un fragmento subterráneo

de la mía que yo misma ignoraba.

Divina dice también: “Te amo como si te tuviera en el vientre”, y

también:

- No eres mi amigo, eres yo misma. Mi corazón o mi sexo. Una rama mía

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Genet sabe que la belleza es tan odiosa como voraz, que Dios pasa en la vida en

forma de rufián. En realidad esas son las normas de la ciudad subterránea, la que

vive constante debajo de las apariencias y de las buenas conciencias, ese es el

mundo donde la belleza de las flores es su propia sordidez.

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