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UN LUGAR INCIERTO
Zapatos, vampiros serbios y un plato de lenguados
Por Carmen Pulín Ferrer
Estos tres ingredientes no parecen, a priori, muy prometedores
para componer una novela policíaca como mandan los cánones,
pero la autora que hoy nos ocupa tiene poco de canónica o
convencional.
Las creaciones de Fred Vargas no se ajustan demasiado a las convenciones del thriller o la novela
negra; son, más bien, un género en sí mismas. En ellas hay crímenes y asesinos, pero también
leyendas, aforismos, fragmentos de historia medieval, policías que hablan en verso, pócimas que
otorgan la inmortalidad, antiguos códices, poemas de Nerval e invenciones cosecha de la autora;
todo ello encaja de forma tan hábil, que las tramas atrapan desde el primer momento.
Vargas posee el extraordinario don de hacer que el lector acepte sin más las situaciones más
rocambolescas, los crímenes más rebuscados y los personajes más insólitos. A cambio de esa
tolerancia, la escritora juega limpio: al final de cada novela se ofrece una solución satisfactoria a
todos los enigmas planteados. No deja cabos sueltos y, aunque no es lo fundamental en sus obras,
ofrece pistas suficientes para que el lector más inquieto pueda tratar de descubrir por sí mismo al
asesino. De todas formas, resulta mucho más recomendable –y divertido– no intentar adelantarse a
los acontecimientos y dejarse llevar por la autora, por el ritmo lento de su narración y unos
diálogos que se convierten en duelos de ingenio, por sus infinitas digresiones (igual de entretenidas
o más que la trama principal); disfrutar de una erudición que nunca abruma, mientras se nos
conduce hasta el siempre sorprendente final.
En Un lugar incierto, la última obra de Vargas, publicada en España por Siruela, encontramos de
nuevo al comisario Adamsberg, protagonista de la mayoría de las novelas de la escritora, y a los
miembros de su brigada de homicidios. Adamsberg es un policía nada corriente: absolutamente
incapaz de recordar nombres, fechas o frases, o de emplear el más elemental método policial en su
trabajo, se deja guiar por su intuición, por los imprecisos recuerdos que evocan en él un sonido,
una imagen o un destello de luz. Natural de Gascuña, no se siente cómodo en París, donde trabaja,
y trata de remediar esa incomodidad dando larguísimos paseos sin destino fijo.
Adamsberg piensa mucho (generalmente mientras camina) y habla poco; cuando lo hace, sume en
el desconcierto a sus subordinados, incapaces de seguir los extraños procesos mentales del
comisario. Pese a todo, con el tiempo han aprendido a apreciarlo, a confiar en él y a seguir sus
intuiciones prácticamente a ciegas, porque a Adamsberg tampoco se le da bien dar explicaciones.
Por suerte, tiene a su lado al comandante Danglard, una enciclopedia humana, padre de cinco hijos,
policía ejemplar y disciplinado dipsómano, que secretamente envidia las intuiciones geniales de su
superior, aunque le saquen de quicio. Aprecia al comisario, en cuyo rescate ha tenido que acudir en
más de una ocasión, porque Adamsberg, indolente y despreocupado, tiene la nada sana costumbre
de meterse en líos de muy difícil solución: un antiguo enemigo en pos de venganza, una conjura
para hundir su carrera, o sus frecuentes enredos amorosos y familiares son a menudo parte
fundamental de la trama.
El sospechoso número uno del crimen es, como de costumbre, un personaje de muy dudosa
reputación, al que las pruebas parecen señalar de forma inequívoca, pero, al igual que en otras
ocasiones, Adamsberg se salta el procedimiento para salvarlo, arriesgando de paso su carrera.
Como siempre, tiene razón, pero esta vez ha descartado a un sospechoso para toparse con otro
mucho más peligroso, que además tiene cuentas pendientes con el comisario desde hace unos
treinta años. Este siniestro personaje le visita en su propia casa para confesarle que su propósito
principal es "pudrirle la vida". Desconcertado, nuestro protagonista no puede evitar que, de nuevo,
su pasado y su vida privada se mezclen con uno de sus casos.
Las investigaciones de Adamsberg, en busca de una solución que salve su carrera y su propia
existencia, le conducen hasta un pueblo perdido de Serbia. Con la inestimable pista que le
proporciona un plato de lenguado servido en el tren Venecia-Belgrado, el comisario empieza a atar
los cabos que unen al cadáver despedazado de su caso parisino con los pies cortados de Londres y
con una estirpe de vampiros balcánicos que tiene su cuna –y su tumba– en un claro del bosque que
rodea el pueblecito serbio de Kiseljevo. Allí, en ese lugar incierto, contra el que le previenen los
más ancianos del lugar, Adamsberg no sólo encontrará las respuestas que necesitaba, sino otras
que ni siquiera buscaba, y que le afectarán mucho más de lo que desearía. Pese a que escapa por
muy poco de la tumba (en todos los sentidos), el comisario sentirá que encaja y es mucho más
feliz en ese pueblecito insignificante, habitado por personajes tan pintorescos como él, que en las
calles de París.
Tras su aventura balcánica, Adamsberg regresa a Francia preparado para resolver todos los
enigmas, que, como siempre, tienen una explicación muy terrenal, más allá de mitos o seres de
ultratumba: amores, odios, miedos y ambiciones están siempre detrás de un crimen; aunque la
superstición y lo insólito tengan un papel destacado en las novelas de Fred Vargas, no bastan para
explicar cuanto acontece en ellas.
En el sorprendente desenlace, Adamsberg logra, una vez más, salir indemne –o casi– y derrotar a
sus enemigos, para satisfacción de sus fieles seguidores. Unos lectores que, en el fondo, temen que
el día menos pensado Fred Vargas se aburra, decida buscarse una nueva afición y haga que triunfe
una de las conspiraciones contra nuestro comisario, dejándolos sin un tipo único, tan original como
su creadora; una escritora que, cada vez que abrimos uno de sus libros, también nos hace
aventurarnos en lugares inciertos.
FRED VARGAS: UN LUGAR INCIERTO. Siruela (Madrid), 2010, 347 páginas. Traducción:
Anne-Hélène Suárez Girard.