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Días de guardar con Monsiváis

Miguel Huezo Mixco

Admiré a Carlos Monsiváis desde mis días universitarios. Cuando, muchos años más
tarde, Alfredo Sevilla, a la sazón agregado cultural de la embajada de México, me pidió
que lo presentara al público salvadoreño, aquello se convirtió en el evento más
emocionante del año 2002, y vaya que ese año tuve muchas emociones.

Naturalmente, mi primer contacto con Carlos Monsiváis fue a través de sus libros.
Estamos en los años 70. Ingreso a la pequeña librería Barataria, propiedad de Héctor
Samour, y me topo con su libro "Días de guardar". Lo hojeo y descubro que estoy frente
a un escritor muy distinto a los que había conocido hasta entonces. Es un volumen de
crónicas de grandes eventos en la vida de México: días de luto y dolor, pero también de
fiesta y desmadre. Monsiváis utilizó en el texto titulares de periódicos, pintadas
callejeras, malcriadezas y fotografías. Crónica periodística y ensayo cultural; historia
nacional y vida cotidiana; modos de vestir y conversaciones, todo a la vez.

Yo estaba sin trabajo. Me habían corrido de la Dirección de Publicaciones (DPI). Como


no tenía dinero para comprar el libro, llegaba todas las semanas a leerlo un poco. Por
suerte, una reina de belleza, compañera de aula que no iba tan bien en lingüística y cuyo
nombre no revelaré, me pidió que le diera unas clases, y como pago le pedí aquel libro
codiciado.

Así que ya se pueden imaginar lo que sentí cuando Alfredo me pidió aquel encargo.
Para entonces, yo era el director de la DPI. El tiempo había volado. Así nos vamos al
día 28 de enero de 2002. Monsiváis entró por la puerta del Museo Nacional de
Antropología (MUNA) donde no cabía un alfiler. El autor de "Escenas de pudor y
liviandad" era como me lo había imaginado. Pequeño y robusto, de cara grande
cuadrada. Una mezcla de Sancho Panza e ídolo azteca en saco. Le estreché la mano y
subimos, yo detrás de él, al escenario.

Pues bien, hice la presentación de Monsiváis. Hablé de sus méritos y sus libros; y me
tomé unos minutos para pedirle que pusiera todo su peso intelectual para llamar la
atención sobre el drama de los migrantes centroamericanos en su paso por el territorio
mexicano. Monsiváis pronunció una conferencia titulada "Identidades y la cultura de la
tolerancia", y se refirió a mi petición en términos muy cordiales. Al día siguiente,
salimos a caminar por el centro histórico de San Salvador. En las librerías se llevó una
tremenda frustración: se encontró con las novedades de los grandes consorcios
editoriales, y poco o nada de Centroamérica. "Aquí también se impone la dictadura del
mal gusto", me comentó. Aquella jornada es unos de mis días de guardar favoritos...

Irónico, mordaz, antisolemne. Una colección de sus citas y comentarios, desperdigados


en centenares de columnas, artículos, conferencia y libros, competiría con los, en
general, ácidos comentarios de alguien como Oscar Wilde. Además, era una persona
curiosa, hasta el morbo. Sus colecciones de dibujos, arte popular, chunches y caricaturas
constituyen el patrimonio del Museo del Estanquillo que él fundó en la Ciudad de
México.

Busqué de nuevo a Monsiváis cuando preparé la exposición retrospectiva sobre la obra


de Toño Salazar para el Museo de Arte de El Salvador (MARTE). Le escribí
preguntándole si tenía caricaturas del fructífero periodo mexicano de nuestro artista.
Monsiváis conocía bien la trayectoria de Salazar. Se mostró interesado en adquirir
algunas de las caricaturas que tenía en venta la viuda de Alvaro Menéndez Leal, pero al
final la transacción no fue posible. Esto me dio oportunidad de mantener con él alguna
correspondencia que, por supuesto, no conservo.

En 2008, volvimos a encontrarnos. Esta vez en Tijuana, en el borde la frontera con


Estados Unidos. Estábamos allí para reflexionar sobre las migraciones latinoamericanas,
y yo tenía una breve ponencia sobre las representaciones que se hacen de los
centroamericanos en el infierno de la zona de Tapachula, una de las rutas obligadas de
nuestros compatriotas, donde padecen cualquier cantidad de vejaciones y algunos
encuentran la muerte. Monsiváis daba la charla inaugural. El gran auditorio del Colegio
de la Frontera Norte (El Colef) estaba lleno de gente. Alguien nos dijo que Monsiváis
había llegado. Me acerqué a saludarlo. Me preguntó qué hacía en Tijuana y le conté
sobre mi charla. Para mi sorpresa, recordaba aquella interpelación que le hice en el
MUNA. "Sigues en eso, ya veo". Tuvo todavía tiempo para decirme que finalmente
había conseguido algunas caricaturas de Salazar, de José Juan Tablada y James Joyce.
"Tu paisano está en el Estanquillo, me dijo. Alguna vez haremos algo especial sobre él",
me dijo.
Esa vez habló, entre otras cosas, de cómo la tecnología está cambiando las
mentalidades, y de cómo el chat y el correo electrónico están ayudando a recuperar el
arte de la conversación, "que no el de la ortografía", agregó. Nos hizo reir cuando dijo
que pese a las grandes transformaciones que vive el mundo, el acto sexual sigue siendo
muy tradicional. Decía cada ocurrencia y arrancaba aplausos. A sus reconocidas dotes
de escritor habrá que agregar que además fue un particular orador. Apenas levantaba la
vista de sus papeles, ni siquiera gesticulaba con las manos, pero conseguía conectar muy
bien con la gente.

Ahora resulta que ha cambiado de domicilio. Si damos crédito a lo que se ha publicado,


su última voluntad establece que sus cenizas sean regadas en el Zócalo de la Ciudad de
México. Así que allí andará ahora, en medio de ese desmadre, como parte indisoluble de
la biografía y el aire de México.

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