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UN PEQUENO

ISBN 978-84-937283-9-7

ROBO EN EL MUSEO DALÍ

PROBLEMA
LuisCampo 9 788493 728397
Se avecina el mayor robo de arte de la historia
mientras la inspectora Alexia Hurtado investiga un
extraño homicidio en Barcelona. Ana Viladomiu nació en Barcelona. Cursó estudios
En una Barcelona que empieza a sufrir los efectos de la crisis, dos

AnaViladomiu
Colección: Volviendo al lugar del crimen
mujeres que parecen sacadas de una buena adaptación española AnaViladomiu de Geografía e Historia, pero en quinto curso y a
falta de una asignatura para licenciarse, abandonó la
de Sexo en Nueva York se reúnen después de más de veinte años Universidad convencida de haberse equivocado de
tras recibir la noticia de que una íntima amiga común de sus años de especialidad. Tras varios años recorriendo mundo
colegio dejó, poco antes de morir, el encargo de que les entregaran un y con estancias más o menos largas en Francia,
regalo el día que cumplieran 45 años. Inglaterra, Marruecos, Argelia, el sur de España y el
sudoeste de la India, regresa a la capital catalana
y entra en contacto con la escuela de escritores
del Ateneo. Desde entonces, Ana vive frente al mar,
«Orson Welles afirmaba que hay que dar a cada personaje sus mejores
rodeada de libros y enganchada a su ordenador.
razones. Aquí se dan con generosidad a una prostituta de lujo. Esto es
Un pequeño problema es la primera novela que se
lo que más me intriga de esta atractiva novela.» Oscar Tusquets
ha animado a presentar.

«Un canto a la amistad y a los menudos placeres de la vida escrito con

un pequeño problema
ana.viladomiu@flammaeditorial.com
gracia y soltura.» Mercedes Abad

«Una delicia. El placer de la lectura. Amistad y sensualidad. ¡Bravo, Ana!»


Bigas Luna

UN MUNDO DE MUJER
Colección: Intriga histórica

LA HIJA DE CLEOPATRA
MichelleMoran
Selene, la heredera de la reina más poderosa de la
historia, busca su lugar entre la gente que llegó a
derrotar al pueblo egipcio.
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Ana Viladomiu

Un pequeño problema

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Derechos de autor: © Ana Viladomiu, 2010
Los derechos devengados por la venta de ejemplares de este título
han sido cedidos a la Funcación Vicente Ferrer
por expreso deseo de la autora

Dirección editorial: Maria Rempel


Corrección: José Alberto Chamorro Moreno
Diseño de la portada: © Utopikka, 2010
Fotografía de la portada: © Mavi Arsalaguet
Maquetación: Anglofort, S.A.
Impreso en España
Fotografía de la autora: © Nina Amat Viladomiu

Primera edición: septiembre de 2010


Colección: Un mundo de mujer

© de esta edición:
Flamma Editorial – Infoaccia Primera, S.L., 2010
http://www.flammaeditorial.com/

ISBN: 978-84-937283-9-7
Depósito legal: B-36091-2010

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación,


ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, por fotocopia, por registro u otros, sin la autorización previa
y por escrito de la editorial.

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A María y Nina. Por supuesto

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Carola

¿Podía haberme sucedido algo peor? Y es que quedarse con una


mano delante y otra detrás por culpa de un desalmado como
aquel...
—¿Señorita?
De pie, apoyada con las dos manos en el mostrador de la tien-
da, volví la vista hacia el probador. Un par de ojos me observaban
tras los cristales de unas gafas que asomaban por entre las corti-
nas de loneta.
—Señorita, por favor, ¿le importaría dejarme probar un cha-
quetón como el del escaparate?
Me forcé a emplear un tono paciente y respetuoso:
—El chaquetón que hay expuesto en la vitrina es el último
de solapas cruzadas que nos queda. En cualquier caso, es la talla
pequeña.
—¿Y algún otro modelo del mismo estilo?
—Mire usted en la barra del fondo, junto a los abrigos.
«Quien hace lo que puede no está obligado a más», solía repe-
tir mi madre, y una servidora confraternizaba con la idea. Porque,
con la mala leche y el sueño atrasado que arrastraba, imposible
aparentar ni una pizca de interés. Y todo por el mequetrefe de mi
gestor. Un cretino. Un estafador de guante blanco. Un pájaro que
debía de estar viviendo a mi costa a cuerpo de rey vete a saber
dónde.
—Ejem...
No había derecho, trabajando como una negra desde los vein-
tiún años, para encontrarme a los cuarenta y cuatro sin blanca.
—Ejem... Disculpe, ¿tendría por casualidad un chaquetón
parecido a este pero un poquitín más grueso?

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La señora, de mediana edad y complexión robusta, se había
decidido por uno bastante atrevido y lo blandía en alto como si de
un trofeo de caza se tratara. Simulé estar ensimismada ordenan-
do un cajón.
—¿Y en otro color?
Continué haciéndome la sorda.
—Señorita, ¿está usted segura de que el chaquetón del esca-
parate es una talla pequeña?
Carraspeó y, sin esperar respuesta, se dirigió percha en ristre
de nuevo al probador.
Levanté la vista del cajón y la fijé en sus tobillos de elefante.
Qué ruina, la naturaleza había sido mezquina con ella. Corta de
vista, tobillos anchos y, para colmo, un auténtico plomazo. Y es que
desde que había entrado, debía de hacer por lo menos una hora, no
había parado de pedir y pedir. Se había probado ya media tienda.
Antes de entrar en el probador, se volvió:
—Me pregunto qué es lo que habrá dentro de esas cajas que le
acaban de traer.
¿Es que no se daba cuenta de que con las reducidas dimensio-
nes del local en cuanto comenzáramos a remover en las cajas lo
íbamos a poner todo patas arriba? ¿Tendría que explicarle que
acostumbrábamos a colocar el género nuevo después de cerrar?
Estaba que trinaba cuando el móvil sonó en mi bolsillo. Una
mujer preguntaba por mí:
—No cuelgue, le paso al notario, el señor Barceló.
¿Barceló, Barceló...? Podían matarme ahí mismo, pero no re-
cordaba a nadie con aquel apellido.
—Carola, soy yo, Miguel Barceló, ¿te acuerdas? El primo de
Miriam.
¡Córcholis, sí, claro, Miguelito! ¡Qué despiste!
—¿Estás ocupada?, ¿te llamo más tarde?
Si la memoria no me fallaba, la última vez que Miguelito y yo
nos habíamos visto había sido en el funeral de la pobre Miriam, y
de eso hacía la friolera de veinticuatro años. Por aquella época, él
estaba en segundo o tercero de Derecho y tenía todavía la cara
llena de granos. Ni con un gran esfuerzo mental conseguía imagi-
nármelo convertido en todo un señor notario.

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—Tranquilo, soy toda oídos.
La cuestión era que su prima, poco antes de morir, le había
pedido que nos entregara a Rita y a mí, sus dos mejores amigas
del colegio, un regalo el día que cumpliéramos cuarenta y cinco
años y, como faltaban solo dos meses para aquella fecha, Miguel
había procedido (palabras textuales) a ponerse en contacto con
nosotras.
Yo lo escuchaba con la boca abierta. Y es que, ¿cuánto hacía
que no oía hablar a nadie de Miriam? Los últimos en hacerlo ha-
bían sido sus padres cuando visité Nueva York por vez primera y
me presenté de improviso en su casa. O, quizás, alguna de sus
hermanas... En todo caso, hacía una eternidad de aquello.
Abrí el bolso y saqué una botella de agua. ¿Y Rita?, ¿qué ha-
bría sido de ella? ¿Dónde viviría? ¿Se habría casado con aquel
chuleta? ¿Cuántos libros habría publicado?... Me senté en el tabu-
rete alto que había detrás del mostrador y bebí a morro de la bo-
tella, mientras la clienta, en sujetador, gesticulaba para llamar mi
atención y Miguelito seguía cotorreando en la jerga propia de un
jurista.
Porque, caray con el primo, no daba crédito. Qué tío, impre-
sionante el lenguaje que empleaba. Se expresaba de una forma
tan solemne, tan profesional, que hasta corte me dio confesar-
le que hacía siglos que había perdido la pista de Rita. Pero él no
se inmutó. «De Rita no te preocupes, yo me ocupo», se ofreció.
Y antes de colgar propuso citarnos el día anterior a nuestro cum-
pleaños en su despacho para entregarnos el regalo que, si no ha-
bía entendido mal, se encontraba a buen recaudo dentro de una
maleta.
Se me escapó un silbido tan fuerte que, a través de la cortina
medio abierta del probador, vi como la clienta pegaba un bote. Y es
que aquel regalo no había podido caer en mejor momento, me
dije rodeando el mostrador y encaminándome con paso firme ha-
cia las cajas de cartón que invadían la parte central de la tienda.
Miriam, siempre tan juiciosa, tan prudente, tan servicial y genero-
sa, y mira tú por dónde después de muerta iba a hacer la obra de
su vida. Porque yo sabía de antemano que en el interior de la ma-
leta había, si no una fortuna, sí una notable cantidad en metálico

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con la que se arreglarían en parte mis problemas. Qué oportuna.
Qué poderío. ¡Tres hurras por Miriam!
Hundí el cúter en la cinta adhesiva que precintaba una de las
cajas y, mientras lo deslizaba de un lado a otro con rapidez, me
vino a la cabeza la imagen de la cara de Miriam enmarcada por su
cabello moreno y ondulado, sus mejillas sonrosadas y pecosas,
sus expresivos ojos negros. Sonreía traviesa como diciéndome
«¿Qué, no contabas con esto, verdad? Confiesa que he logrado
sorprenderte». Pero el inquietante sonido de la sirena de una am-
bulancia o de un coche de bomberos hizo que se esfumara aquella
imagen.
Abrí las cajas prestando atención a no romperme una uña y,
cuando las tuve todas abiertas, extraje tres chaquetones al azar
para entregárselos a la señora que me aguardaba en el probador.
Pero cuál sería mi sorpresa al descorrer las cortinas y encon-
trármela sentada en la banqueta zampándose un cruasán. ¡Vaya
por Dios, lo que faltaba! Lo veía con mis propios ojos y no me lo
creía: el suelo de madera oscura sin barnizar sembrado de migas
y ella como si nada, mordisqueando la pasta tan campante. ¡Joli-
nes, que estamos en el Ensanche de Barcelona, señora!
Para evitar soltarle un moco, di la vuelta, tiré los tres chaque-
tones sobre una silla, y me alejé moviendo las caderas (donde haya
una mujer con unos buenos tacones, que se aparten las demás).
Me metí en el aseo. La cabeza me iba a mil por hora. Si en vez
de Miguel hubiera sido otra persona la que hubiera telefoneado,
hubiera dado por supuesto que lo del regalo era pitorreo. Y es que
el hecho de que Miriam no me hubiese dejado el dinero cuando
murió, como me había prometido, sino que me lo hiciera llegar
ahora, resultaba extraño. Y diciendo extraño, me quedo corta:
aquel detalle no cuadraba. Porque Miriam era buena, pero no era
tonta, y fijo que no ignoraba que el dinero, con el transcurso del
tiempo, se devalúa.
Por otro lado, que Miriam le hubiera dado la maleta a Miguel
para que él a su vez nos la entregara a nosotras tenía su lógica:
potenciaba el efecto sorpresa; en cambio, que le hubiera confiado
la llave pero no le hubiera desvelado lo que había dentro (como él
mismo acababa de asegurarme) no tenía sentido. ¿Tal vez no lo

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había hecho por timidez? ¿Le cortaba disponer de una inmensa
suma, de un cuantioso capital a su edad? ¿Es que en el fondo no
se fiaba de su primo? Aquella hipótesis se venía abajo por su pro-
pio peso: si no se hubiera fiado de él, no le hubiera encargado
guardar la llave.
¡Madre mía, qué locura! Y es que a la Miriam que había sido
mi amiga desde el parvulario, a la Miriam que se ofrecía la prime-
ra para ayudar y que soñaba con ser médico, enrolarse en una
oenegé e irse a África, todo aquel misterio no le pegaba ni a tiros.
Vigilando no tropezar con el cubo, la fregona y demás artilu-
gios mugrientos de limpieza, me acerqué al espejo y contem-
plé mi melena con detenimiento: un asco, debía darme un baño
de color con urgencia. Porque, ya podían tildarme de exagerada
en la peluquería, ya, pero ni loca iba a familiarizarme con el brillo
de las canas.
Salí del aseo tratando de adivinar la cantidad de dinero que
Miriam habría dejado en el interior de la maleta. En cualquier
caso, continué dándole vueltas, no debía olvidar que el regalo de
Miriam era para Rita y para mí, y a Miriam nunca se le habría
pasado por la mente dejarle dinero a Rita. No, ni falta que le ha-
cía. Para Rita, algún objeto personal, un obsequio menos práctico
y más acorde con su singular personalidad. Algún libro; quizás
algunas novelas descatalogadas o ediciones limitadas. Por ahí
debían de ir los tiros. Pero que a mí no me hubiera dejado dinero,
vaya, es que...
—Señorita, perdone que insista pero ¿sería mucha molestia
para usted dejarme probar el chaquetón del escaparate?
Y dale.
Aquello tenía un nombre: aquello eran ganas de incordiar.
La tipa estaba empezando a caerme gorda. Y es que no era la
primera vez que se pasaba por la tienda, no, qué va, recordaba
haberla atendido por lo menos en otras cuatro ocasiones, y mu-
cho «señorita» y mucho «por favor» pero nunca había consegui-
do venderle ni un cinturón.
De repente, se me hizo la luz. ¿Y si aquello era una farsa? ¿Y si
la individua en cuestión estaba compinchada con la dueña? ¿Quién
me aseguraba a mí que no era una amiga de la jefa camuflada de

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clienta?, ¿una clienta trampa?, ¿una espía que acudía a la tienda
los lunes por la mañana, que era cuando menos movimiento ha-
bía, para ponerme a prueba, para observar cómo actuaba y dar el
chivatazo? No iba a morder el anzuelo. Mi sueldo no era para
lanzar cohetes pero ahora que mis ahorros habían volado, y que
intuía que en la agencia de señoritas donde trabajaba los fines de
semana tenía las horas contadas, la nómina de dependienta era
mi único ingreso, un ingreso que debía cuidar y mimar como la
hormiguita del cuento.
Jo, y todo por mi propia negligencia. Por poner mis ahorros en
manos de aquel granuja. Debería haber metido el dinero en una
maleta como Miriam (y quien decía dentro de una maleta, decía
debajo un ladrillo) y no complicarme la vida. Y es que no sé en
qué cojones estaría pensando para confiar en un personajillo gris,
un chupatintas retraído y apocado con más pluma que un pavo
real. De verdad, si fuera capaz de atraparlo, lo castraba.
Me dirigí al maniquí y, tras quitarle el chaquetón y alcan-
zárselo a la señora con una sonrisa forzada que pretendía ser
educada, volví junto al mostrador. Tan pronto tuviera un momen-
to libre, trataría de ponerme en contacto con Rita. Me moría por
verla. Lástima que no pudiera contar con ella para machacar al
gestor o para montar un número lésbico y resarcirme un poco de
mis pérdidas. Y es que Rita y yo habíamos nacido el mismo día
pero caminábamos por planetas distintos.
—Señorita, llevaba usted razón: el chaquetón es demasiado
pequeño.
Por favor, no deseaba sino que aquel tostón abandonara y se
pirara de una vez. No respondía de mis actos.
Comenzaba a lloviznar y un par de japoneses se resguardaron
bajo la marquesina de la puerta de entrada. Bien mirado, aquellas
cuatro gotas podían irme de cine. Cabía la posibilidad de que los
japoneses conocieran a alguien que anduviera buscando una
habitación. Mi piso era grande, me sobraba un dormitorio y un
realquilado me iría que ni pintado. Porque estaba claro que debía
ingeniármelas, aferrarme a cualquier ocurrencia que me alejara
de la tentación de urdir un plan para sablear a mi jefa, que, las
cosas como sean, no se lo merecía.

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Con el chaquetón bajo el brazo, encaucé mis pasos de nuevo
hacia el escaparate. Tenía que darme prisa en vestir al maniquí, y es
que la posición en que había quedado al desnudarlo daba muy
mala impresión, parecía que a la pobre muñeca la hubieran viola-
do. Y mientras luchaba con sus brazos ortopédicos, recordé la
colección de muñecas de Miriam. Unas barbies a las que ella mis-
ma confeccionaba la ropa. Una de ellas era clavada a mí y otra,
con el cabello rubio, liso y corto, que empujaba una bolsa en for-
ma de nube llena a rebosar de libros, era el vivo retrato de Rita.
Porque Rita, además del punto de marciana que la caracterizaba
y que tanto nos gustaba, daba la sensación de estar siempre en las
nubes. Rita era aire; tan etérea y tan alejada de los típicos asuntos
que nos desbaratan la existencia al resto de los mortales que hasta
apuro me daría confesarle que llevaba más de veinte años traba-
jando en una agencia de señoritas de compañía.

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Rita

Más de veinte años casada y en un plis iba y lo echaba todo por


la borda.
De pie en la habitación del torreón observaba el gráfico que
colgaba de un clavo en la pared y me tiraba de los pelos: hacía
exactamente ocho meses que mantenía a raya mis celos, por fin
había logrado medio encarrilar mi vida, y he aquí que la noche
anterior no había podido reprimirme y, zas, había montado el
pollo más grande de todos.
El rey de los pollos.
Un pollo que antes de acostarme plasmé en el gráfico con una
línea negra de rotulador.
Descalza y envuelta en una manta de lana, examinaba el dibu-
jo: el color amarillo representaba las peloteras más suaves; el na-
ranja, las de cierta intensidad; el rojo, las gordas, las que venían
acompañadas de una larga y densa resaca, y el negro... Bueno,
había decidido que el negro representaría las peores, las que pa-
recían no tener solución.
Con la moral por los suelos, maldecía mi modo de ser. Por
culpa de esa estúpida línea, la única negra entre un amasijo de
rayas, lo había estropeado todo. Tonta, más que tonta. Tonta
de remate. En un arrebato arranqué la cartulina de la pared, la
rasgué y, no contenta con el estropicio, me apoderé de unas tijeras,
la corté y recorté hasta hacerla trizas.
Me acerqué a la ventana.
La única ventana de la habitación,
una ventana pequeña y redonda.
Las gotas de lluvia, pim-pim, pim-pim, caían suavemente so-
bre el césped. Noté como los ojos se me empañaban y unas gruesas

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lágrimas comenzaban a resbalar por mis mejillas. Los celos me
habían traicionado, y la catástrofe que llevaba tiempo tratando de
esquivar había sucedido: por primera vez desde que nos había-
mos casado, Luis había hablado de separarnos.
Se-pa-rar-nos. Nunca antes había dicho algo semejante, algo
tan definitivo.
Probaba a imaginarme mi vida sin Luis cuando el estribi-
llo del «I will survive» de Gloria Gaynor empezó a sonar en el
piso de abajo. Me precipité hacia la escalera de caracol. Bajé los
escalones de dos en dos agarrada a la barandilla, entré en mi dor-
mitorio, y me lancé sobre el teléfono con la esperanza de que
fuera él quien llamaba. Pero era Miguel. Miguelito, el primo de
Miriam. Oh, qué tal, cómo estás. «Bien, ¿y tú? Cuántos años.» Sí,
sí, un montón...
Una hora tumbada sobre la cama recordando con Miguel los
viejos tiempos, y poquito a poco volvía a ser la Rita de siempre.
Salí del dormitorio y bajé a todo correr el tramo de peldaños
que llevaban a la planta baja. Mi hija no había ido a la universidad
y me apetecía compartir la noticia. Pero al poner un pie en el sa-
lón, Sitges, que estaba repanchingada en el sofá de terciopelo
marrón, se sacó de un tirón los auriculares de los oídos, me miró
con cara de asco y me dijo que daba pena. Me dijo: «Mamá, das
pena». Tal cual. Y dando un brinco, saltó del sofá, cruzó la sala, se
perdió escaleras arriba y se encerró en su habitación.
Subí detrás de ella. Desde el distribuidor se la oía hablar por
teléfono:
—Los tendrías que conocer. Los dos son insoportables, pero
ella es la peor: se la comen los celos. Anoche armó la gorda, y hoy,
con la mañana tan mierdosa que hace, va y se pasea por la casa
descalza. Si la vieras, enrollada en una manta y con los dedos de
los pies llenos de anillos... está patética. Se ha quedado colgada
en la época hippie. No conozco a nadie a quien le interese menos
su aspecto que a ella.
Horror.
Me costaba aceptarlo, pero Sitges, aparte de jurar que por cul-
pa de nuestras peleas jamás se casaría, se avergonzaba de mí. De
mí en particular. Se avergonzaba y en cuanto podía saltaba y me

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censuraba. ¿Les ocurriría lo mismo a todas las chicas de veinte
años? No sé, intuía que lo de Sitges conmigo era algo personal.
Me volví y, para no enredar más las cosas, entré de nuevo en
mi dormitorio. Me quité la manta de lana y me puse una cha-
queta y unos calcetines, guardé el móvil en el bolsillo trasero de
los tejanos y, revolviéndome el pelo con los dedos, volví a subir
por las empinadas escaleras de caracol hasta el estudio. Un ex-
céntrico torreón del que había tomado posesión nada más llegar
a la casa.
Escaleras arriba, escaleras abajo. No había conseguido enten-
der todavía la fijación que tenía Luis por las casas con escaleras.
Ni por los electrodomésticos. Los últimos meses le había dado
por el aspirador. Que si no lo pasábamos bien, que si en la tele
anunciaban un modelo bastante más ligero, que si el de su oficina
se estropeaba a diario...
Me aproximé a la mesa donde descansaba el portátil, pero no,
no estaba yo para ponerme a escribir. Di unos pasos en dirección
al espejo de cuerpo entero que Luis había comprado para ensayar
su swing de golf. Bajita, delgada, pelo rubio cortado a lo chico. Me
conocía de memoria y Sitges tenía razón: mi aspecto no podía
interesarme menos. Desvié mis pasos hacia la ventana pequeña y
redonda procurando no tropezar con ninguna caja.
Un montón de cajas repletas de libros.
Las gotas de agua se estrellaban contra el cristal. Parecía que
llovía un pelín más. Bajé la vista y eché una mirada: cien casas
iguales y nuevas, muchas adosadas, la mayoría aún por vender.
Un desierto de ladrillo ante mis pies.
De pronto, ruidos en el piso de abajo.
Presté atención. Efectivamente: era Sitges, que salía de su dor-
mitorio.
—¿Te vas? —grité desde arriba alarmada.
La callada por respuesta.
Agarrándome fuerte a la barandilla de hierro, volví a lan-
zarme escaleras de caracol abajo. En el centro del distribuidor,
Sitges me miraba desafiante sobre unos tacones de doce centíme-
tros con dos relojes de oro en cada muñeca:
—¿Tú qué crees? Ni borracha me quedo en esta casa.

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El día anterior se había ido a la universidad llevando tres relo-
jes —dos de Luis y uno de ella— que, tras mucho dudar, había
colocado uno al lado de otro en la muñeca izquierda.
¿Y si el nuevo hábito de mi hija tenía relación con que yo nun-
ca llevaba reloj?
—¡Bye, bye, ahí te dejo, mano a mano con tu ordenador!
Me la tenía jurada.
Volví sobre mis talones y enfilé hacia el torreón estimando que
en Delhi sería media tarde. Una hora excelente para telefonear a
Vilasar. Vilasar, mi hijo mayor, mi ojito derecho. Ojalá no lo pesca-
ra cruzado y pudiera hablarle de la llamada de Miguel.
Afortunadamente, Vilasar se puso muy contento. Bueno, más
que ponerse contento, había alucinado. Alucinó con lo que le con-
taba y dijo: «Ostras, mamá, qué casualidad que Carola y tú na-
cierais el mismo día, y cómo mola esta historia, qué tía esa Mi-
riam, qué guay. Yo fliparía si alguien se acordara de mí antes de
morir».
Le hablé de la fuerte personalidad de Carola, del cáncer fulmi-
nante de Miriam, de nuestra amistad, de que en el cole éramos
inseparables. También del viaje en tren a París, un viaje que a me-
nudo recordaba por ser la última vez que habíamos estado las
tres juntas. Y cuando dudaba sobre cómo afrontar el delicado
tema de mi pique con Carola, él interrumpió mis pensamientos:
—¿Y qué crees tú que os habrá dejado? —Se le notaba intri-
gado.
—¿Una bonita y larga carta de despedida? —Yo paseaba por
la habitación con el móvil pegado a la oreja.
—¿Una carta en una maleta? Para dejar una carta no hace falta
una maleta —dijo en tono cariñoso.
—¿Y por qué no?
—Porque no. ¿Qué otra cosa se te ocurre que podría ser?
—Quizá...
—No te cortes, dispara.
Desde muy pequeñito a Vilasar le gustaba que le contara his-
torias y se notaba que estaba disfrutando.
—¿Qué te parece su diario con alguna confidencia peliaguda
e inconfesable?

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—¡Tú y tus papeles! —Imaginé que lo apretaba contra mí, lo
olía y lo besaba—. Que no, que no cuela, mamá. Que para guar-
dar cuatro papeles la gente no suele emplear una maleta.
Entre los dos intentamos adivinar qué dejaría Sitges a sus
amigas en caso de morir.
Pero a mí me costaba tomar a Sitges como referencia de algo;
a Vilasar, por lo visto, todavía más.
De cualquier modo, fuese lo que fuese lo que hubiera dentro
de la maleta, no podía ser algo perecedero. Era de sentido común.
Y tampoco fruto de un capricho pasajero o de un impulso irracio-
nal, no, viniendo de Miriam sería puro corazón.
Finalmente optamos por hacer apuestas: Luis, Sitges y yo
anotaríamos nuestras respectivas apuestas en unos papelitos que
yo guardaría en una bolsa de plástico en el congelador. La de Vi-
lasar llegaría por correo electrónico, un correo cuyo asunto sería
«Apuesta Regalo Miriam», y le prometí que ninguno de nosotros
tres lo abriría hasta el día del cumpleaños.
—Eh, mamá, ¿y la novela?, ¿cómo va tu novela? Debes de es-
tar terminándola.
Uff. ¿Qué podía decirle de la novela que sonara esperanza-
dor? Pobrecillo. Traté de desviar la conversación hacia mi trabajo
en la revista:
—Este mes he presentado una masía de antes de la guerra
restaurada por un arquitecto conocido, una obra que ha genera-
do mucha polémica, y en la redacción se han recibido cientos de
cartas. Un éxito, el reportaje.
—Así me gusta. Y otra cosa más: ¿seguimos, por casualidad,
viviendo en la misma casa?
—Tranquilo, cariño, por el momento todo sigue en su sitio.
Si no me descontaba, era nuestra duodécima casa. La duodé-
cima casa que Luis compraba tras vender la anterior en los vein-
titrés años que llevábamos de casados, una casa a cuarenta kiló-
metros de Barcelona en la que vivíamos desde hacía poco más de
un año, una casa en Llavaneres estrechita y alta, toda escaleras,
como la mayoría de las casas por las que habíamos pasado.
Yo estaba convencida de que Vilasar vivía en la India, como
antes había vivido en Senegal, por culpa nuestra. De acuerdo que

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yo sentía debilidad por la India y ciertas pasiones se transmiten
de padres a hijos, pero para mí que en el caso de Vilasar, eso era
anecdótico. Nuestras continuas mudanzas con sus respectivos y
continuos cambios de colegio habían hecho de él un chico despe-
gadito.
Despegadito y espabilado:
—Ok, madre, seguimos en contacto por email. Y no sufras por
mí, yo me apaño.
—Un besazo, cariño. —De la pelea con su padre, ni mu.
Dejé el móvil sobre la mesa, junto al ordenador, y me dirigí
otra vez hacia la ventana. Un detalle llamó mi atención. Pegué
con fuerza la nariz al cristal. Curioso, sí señor, junto al orinal a
topos rosas que había puesto en una esquina del jardín para Gato,
el perro de los vecinos, estaban una pava y cuatro pavitos quietos
uno al lado de otro sobre el césped.
Abrí la ventana, dejé que se me mojaran las manos y me pasé
el agua por la cara y los ojos. ¿Qué hacía una familia de pavos en
nuestro jardín? Y ¿qué hacía una chica como yo, sola y triste,
en un ridículo torreón en medio de un desierto de ladrillo?
Eché mano de mi bote de hierba,
una hierba buenísima que mi tía cultivaba y consumía en can-
tidades industriales,
una hierba que mi tía me suministraba a cuentagotas no fuera
a ser que malograra mi carrera literaria.
Apagué la vela del quemador de aceite que acostumbraba a
tener prendido y abandoné el torreón. El plan era coger la furgo-
neta, aparcarla en un área de servicio y liarme un porro. La gente
no lo sabe, pero las áreas de servicio son perfectas para pensar, y
yo tenía mucho en qué pensar. Posiblemente había llegado el mo-
mento de pasar revista a mi vida.

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Un pequeno problema.indd 21 31/8/10 15:43:38

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