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Ética a Eudemo, Aristóteles

Álvaro Moreno Vallori

17 de Marzo de 2010

La Ética a Eudemo es un libro en gran parte similar a la Gran Moral. De hecho, ciertas cuestiones
están explicadas en ambas obras por igual, incluso existen los mismos ejemplos dados en algunos
casos. Esto puede deberse a que, según se cree, probablemente la Gran Moral no fuera en realidad
escrita por Aristóteles, sino por algún otro, a modo de recopilación de la doctrina del Estagirita.
La Ética a Eudemo, pues, está comprendida por cuatro libros, a saber, el libro I, de la Felicidad, el
libro II, de la Virtud, el libro III, Análisis de Algunas Virtudes Particulares, y el libro IV, Teoría de
la Amistad.

El libro I, de la Felicidad, guarda ciertas similitudes con algunos capítulos del libro I de la Gran
Moral. Si bien en esta obra (en la Ética a Eudemo), por ser de una época temprana, aún no se
presenta la que será la teoría de la moral aristotélica definitiva, la cual verá la luz en la Ética a
Eudemo, podemos destacar, aun así, ciertos pasajes.

El primero de ellos es relativo a el asentamiento de objetivos últimos en la vida:

“Para conducirse bien en la vida, [el individuo deberá] proponerse un objeto especial, como el
honor, la gloria, la riqueza o la ciencia; y fijas sus miradas en el objeto que ha escogido, debe referir
a él todas las acciones que ejecuta, porque es una señal de extravío mental el no haber ordenado su
existencia según un plan regular y constante.”

Esto nos puede llevar a plantearnos lo siguiente, ¿tenemos claro lo que queremos de la vida? ¿o
acaso vivimos sin más, sin haber decidido unos fines principales, los cuales sean la base de todo lo
demás? Desde pequeños, actuamos antes de meditar. Conforme crecemos, vamos adquiriendo unas
costumbres, y con el tiempo, cuando somos más conscientes, cuando nos planteamos un poco más
las cosas, adquirimos también unos valores, una forma de pensar; pero, es enorme la influencia que
acarreamos de nuestras épocas tempranas. El estilo de vida, en el sentido más profundo del término,
el enfoque general de toda la vida, es algo que, por el hábito, tenemos bien asentados. Consideremos
los amigos, las aficiones, los estudios, los valores morales, las creencias. Esto son aspectos que, en
mayor o menor medida, acabamos decidiendo conforme nos hacemos adultos. Ahora bien, ¿cuánto
tiempo nos hemos parado a pensar esas decisiones? ¿o acaso nos hemos ido decantando de
forma paulatina por tal o cual opción?

Pero debemos ir aún más lejos, y he aquí el quid de la cuestión: ¿acaso es posible decidir
sobre qué amigos elegir, que aficiones practicar, a que estudios dedicarnos, que valores
morales seguir, o que creencias profesar, sin habernos siquiera planteado los conceptos
de amistad, de ocio, de estudio, de moral, o de creencia? ¿Cómo podemos elegir una afición u
otra, sin haber decidido previamente el papel que queremos que tengan las aficiones en nuestra vida?
¿Cómo es posible, llegar incluso a pensar mal de alguien, o hasta bien, sin habernos
cuestionado antes la esencia de la moral, si es una o sin son muchas, si es absoluta o si
es relativa? Y esto nos llevaría ineludiblemente a cuestionarnos, ¿pero es una persona verdadera-
mente responsable de sus actos? ¿en qué medida es el libre albedrío una realidad, y en qué medida es
una ingenuidad? Y de aquí sigue irremediablemente, ¿hasta dónde podemos contestar estas pregun-
tas? ¿cuáles son los límites del conocimiento del ser humano en cuanto a su condición de ser humano?

En definitiva, si bien elegimos (al menos en lo que podemos llamar convencionalmente elección,
sin entrar a cuestionar el libre albedrío) ciertos aspectos de nuestra vida, estas decisiones están asen-
tadas sobre unas bases, que en su inmensa mayoría, no han sido, en absoluto, elegidas por nosotros,
sino más bien las hemos tomado como por ósmosis social, por extensión de las bases preexistentes
en nuestro entorno. Es claro que este mimetismo no era evitable, puesto que ya hemos puntualizado
que tiene lugar cuando todavía no disponemos de los recursos racionales para decidir por nosotros
mismos. Lo que sí depende de nosotros es el cambio a posteriori, ya que nos encontramos con plenas
facultades, si bien es cierto que la gran parte estará, aun siendo jóvenes, demasiado acostumbrada
a las bases como para ponerlas en duda. Es en la temprana edad adulta cuando la puerta hacia el
librepensamiento (en el sentido más estricto posible) se encuentra todavía abierta, que no significa
que de la noche a la mañana uno haga temblar los cimientos de su pensamiento, pero es en ese
momento, en que uno comienza a ser plenamente consciente y suficientemente lúcido a la hora de
discurrir, cuando puede tomar la decisión de replantearlo todo desde su nueva condición, o de no
replantear nada en absoluto (lo cual más que una decisión, es inercia) y continuar por los caminos
elegidos en su inconsciencia. A medida que la edad avanza, los que se decanten por la última opción
(que por supuesto no tiene por qué ser ni mejor ni peor que la otra), es muy probable que se sirvan
de su nueva lucidez de pensamiento para asentar todavía más las antiguas bases, de manera que
cada vez resultará más complicado intentar replantearlas.

El siguiente extracto concierne al trato de ciertas cuestiones con personas que pueden no llegar
a comprenderlas a un nivel profundo:

“Tampoco deben tomarse en cuenta en lo relativo a la felicidad las opiniones del vulgo. Éste habla
de todo con igual ligereza [...], y sólo debemos ocuparnos de la opinión de los sabios. Sería una cosa
mal hecha razonar con gentes que no conocen la razón y que sólo escuchan la pasión que los domina.”

Es algo que continuamente se olvida, y esperamos comprensión de quien no deberíamos, como si


pensáramos que la felicidad, la moral, la existencia, y cuestiones similares, por el hecho de no estar
restringidas a una ciencia, automáticamente pueden ser comprendidas por todos en el mismo grado,
cosa que evidentemente no ocurre así, puesto que hay personas más dispuestas al entendimien-
to de estos conceptos, y otras, las cuales son mayoritarias, que no tienen esta disposición, de una
manera similar a que son mayoritarias las personas que no comprenden bien la física o que no saben
bien la historia, que los que sí lo hacen. El hecho de que la materia no tenga una resolución
única y absoluta no convierte a los neófitos en doctos, por más que así lo quisieran ellos.
Por ejemplo, por muy subjetiva que sea la pregunta de si hay o no vida fuera de nuestro planeta,
los físicos juegan en este terreno con ventaja a la hora de contestar. De la misma manera, en lo que
respecta al origen de la vida, aunque no se comprenda aún, quienes tengan conocimiento de biología,
e incluso de química o física, podrán dar respuestas mucho más acertadas que el resto de personas.
En cuanto al libre albedrío, el determinismo, no puede ser defendido de la manera en que se definía
hace un siglo, porque la mecánica cuántica ha hecho cambiar la concepción de los fenómenos físicos
en cuanto a su predictibilidad, con la introducción de la probabilidad. Si estos ejemplos no fueran
suficientes, puede mencionarse pues, que lo que a cierta persona le puede parecer disconforme a la
moral, si hubiera nacido en otro lugar, o en otro tiempo, le podría parecer completamente correcto,
de esta manera, nadie puede afirmar, por ejemplo, que todas y cada una de las normas morales que
se dan en su sociedad son correctas de forma universal, ni siquiera que todas las normas morales
que para él o para ella son correctas, sean en realidad correctas. Se podría seguir citando situa-
ciones de índole semejante. En cualquier caso, para cuestiones, si se quiere, propias de la filosofía,
no toda opinión tiene el mismo valor, puesto que la opinión deberá estar fundamentada en la
inteligencia, en el conocimiento, y en particular en la disposición a esta materia, cosas que,
obviamente, no se dan en el mismo grado en todas las personas.

Otro pasaje interesante, más por ser un tema particular, y por tanto menos meditado, sobre la
infancia:

“Añadid a esto la vida que el hombre pasa mientras está en la infancia, y preguntad si hay un
ser racional que quiera pasar una segunda vez por semejante situación.”

Sin embargo parece que sí que hay personas que quieren pasar una segunda vez por la infancia, a
expensas de la pérdida de consciencia que eso conlleva. Sin duda, lo mejor, a mi juicio, de la infancia,
es la cantidad de tiempo libre que uno tenía, en el sentido de que los estudios no quitaban el tiempo
que quitan ahora (si bien es cierto que ahora podrían quitar más). Esto, empero, resulta paradójico,
puesto que todo ese tiempo libre, de ningún modo podría ser “aprovechado” como querría, puesto
que nada tienen que ver mis intereses actuales con los de entonces. El atractivo que me suscitaría
regresar a tal época es el poder tener más tiempo para profundizar en las cuestiones que me intrigan
ahora, o simplemente el hacer las cosas de otra manera, lo cual es imposible si nos limitamos a “re-
vivir” la infancia, con la mentalidad de ese tiempo. Por lo tanto, y por ahora, prefiero, por mucho,
la situación actual, en concordancia con el autor.

Por último, destacamos el siguiente texto, referente a la templanza:

“En efecto, el que se domina y permanece templado experimenta cierto dolor al obrar contra su
deseo; pero goza, al mismo tiempo, con el placer que le produce la esperanza de sacar ulteriormente
ventaja de su comportamiento [...]. Por su parte, el intemperante goza gustando, a causa de su in-
temperancia, del objeto de deseo; pero siente dolor por las consecuencias que prevé, porque sabe muy
bien que ha cometido una falta.”

En primer lugar, se menciona el cierto dolor que se puede experimentar cuando uno se resiste
a seguir los impulsos, y se indica, lo cual es fundamental, que es mayor el placer de saber que uno
va a sacar ventaja de su comportamiento. De hecho, nuestros impulsos, nos pueden privar, sin ir
más lejos, de tiempo para emplearlo en las cosas que realmente queremos hacer. Entiéndase como
impulso aquello que si pudiéramos decidir tener o no ganas de hacerlo, decidiríamos no tener ganas.
Por ejemplo, en este sentido, un impulso podría ser (depende de la persona, por supuesto) hablar por
hablar, ver una serie, o simplemente dejar la mente en blanco. Con todo, se consideran impulsos que
la persona no quiera tener. Es claro que si alguien quiere, efectivamente, hablar por hablar, ver una
serie, o dejar la mente en blanco, no pareciéndole estas acciones una pérdida de tiempo (puesto que
no tienen por qué serlo, como hemos dicho, depende de la persona), entonces no podemos considerar
estas acciones como instintos en el sentido en el que los trata el texto. En cualquier caso, será pues
mejor reprimir esos impulsos, con vistas a emplear el tiempo en lo que uno realmente quiere, y, en
definitiva, con vistas a ser más libres en nuestras acciones, y no estar determinados por nuestras
tendencias. En cuanto a lo que se dice en el fragmento sobre el dolor sentido por las consecuencias,
sólo tiene lugar, ciertamente, en aquellos que consideren al hecho como un seguimiento de instintos,
y puede, naturalmente, que algo que para uno fuera instintivo y algo a evitar, para otro fuera per-
fectamente voluntario y deseable.
Los libros II, III y IV, coinciden en una amplia variedad de aspectos con la segunda mitad
del libro I y el libro II de la Gran Moral. A pesar de que no son iguales, no añadiremos nada de
ellos, puesto que las reflexiones que pueden suscitar, han sido, en general, muy similares a las que
produjeron las partes mencionadas de la Gran Moral.

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