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Crispólo

Me gustan mucho los animales y quería tener alguno en casa. Se me ocurrió


entonces pedir un gato como regalo de mi cumpleaños número seis. Adoro a los
gatos.
¡Para qué! Mamá puso el grito en el cielo:
— ¡Un gato es lo que me falta para acabar de volverme loca con la limpieza del
departamento!
—Yo voy a ocuparme de él, mami... — dije débilmente, porque cuando mi mamá
pone el grito en el cielo es capaz de mandarme a mí también, volando hasta allí...
— ¡Sí, seguro que te vas a ocupar de jugar con él, de ayudarlo a despellejar los
sillones, de enchastrar juntos la moquette del living!
El horno no estaba para bollos así que, de inmediato, tuve que resignarme a
canjear al gato por un inofensivo robot dirigido a control remoto.
El "Día del Niño" de aquel mismo año volví a formular mi pedido y cambié de
animal, a ver si con ése tenía más suerte:
— Una tortuga, papi, me gustaría que me regalaran una tortuga...
— Esos bichos son para tener en un jardín.
Esperé —entonces— hasta Navidad para insistir con mi deseo. Lo había pensado
bastante y llegué a la conclusión de que unos peces no ocasionarían mayores
dificultades.
Pero me equivoqué:
— ¿Dónde vas a criar esos peces, en la bañera?
¿Por qué no?, me dije para adentro.
— No, nene, no queda sitio libre para peceras. Para eso, compro el "secrétaire"
que hace tiempo quisiera poner en el único espacio libre que queda en la sala...
— ¿Y un perrito enano?
— No.
— ¿Un mono tití?
— ¡Menos!
— ¿Un conejito?
— Estás loco.
— ¿Algún hámster?
— ¡Repulsivo!
— ¿Tal vez un lorito, mamá? ¿Ni siquiera una langosta, papi? ¿Una vaquita de San
Antonio? ¿Una hormiga? ¿Un mosquito? ¿Un microbio?
No. DOBLE NO Y TRIPLE NO.
Entonces me enojé y decidí ponerme en campaña para conseguir un animalito por
mi cuenta. En secreto. Ne-ce-si-ta-ba tenerlo.
La suerte estuvo de mi parte y sería muy largo que te contara todos los detalles
acerca de cómo lo conseguí. Por eso, voy al grano: un sábado a la tarde, a la hora
de la siesta, se detuvo —finalmente— un esperado camión enfrente de mi casa.
Dentro del camión, un cajón bastante grandecito. Dentro del cajón: Crispólo, mi
cachorro de elefante.
Los obreros de la construcción de al lado me prestaron una roldana y una soga
resistente. En cinco minutos, Crispólo estaba dentro de la habitación de huéspedes
de mi casa, esa pieza de la que —por esa época— solamente eran huéspedes
algunas cajas y cosas por el estilo.
Recorrí el departamento en puntas de pies y volví junto a Crispólo
réquetecontento: mi familia no se había despertado.
Gracias a los kilos y kilos de alimentos que yo le daba (y cómo los obtenía
tampoco te lo voy a contar porque sería cosa de nunca acabar) mi elefante crecía
lo más sanito. Para que no se acalambrara, ya que la habitación poco a poco le iba
quedando chica para sus juegos, me propuse enseñarle algunos ejercicios físicos.
Para ello, aprovechaba los momentos en que ambos nos quedábamos solos en
casa.
Un pasito para aquí... Tres saltitos para allá... Un zapateo americano...
Entonces empezó nuestra desgracia. Los vecinos de abajo se quejaron a mi mamá,
protestando "porque nuestras arañas se bambolean misteriosamente, y qué de
golpes dan ustedes sobre el piso, y una grieta recorre nuestro cielorraso de pared
a pared, y la pintura empezó a desprenderse del techo... ¡y o terminan de una vez
con tanto barullo o vamos a elevar una nota al consorcio!".
Mis padres me miraron fijamente. Yo miré fijamente las florcitas de los azulejos de
la cocina. En fin, que en un instante ya estaban los dos frente a la pieza de
huéspedes con toda la intención de abrir la puerta y entrar. Tuve que entregarles la
llave que ocultaba en mi media.
La puerta la abrieron con relativa facilidad. Lo que no pudieron es entrar.
Crispólo había crecido tanto que ya ocupaba toda la habitación.
Papá sostuvo a mamá, que corría peligro de desmayarse. Yo aproveché que tenía
las manos ocupadas para escapar de su mirada amenazante y esconderme en mi
dormitorio.
De todos modos, por más que me retaron y me pusieron en penitencia, fue
imposible sacar a Crispólo de la habitación: por la puerta no pasaba, por la
ventana, menos. ¿Echar abajo las paredes?
Resultado: Crispólo sigue en casa, conmigo. Es mi mascota y nos queremos a más
no poder.
¡Por fin tengo un animalito!
(¿Cómo? ¿Qué es mentira que tengo un elefante en mi departamento?
No confundas "mentir" con "imaginar", ¿eh?
Y bueno, sí, lo cierto es que imaginé toda esta historia de pura rabia, porque no
me permitían tener un animalito...
Un día se la conté a mi "tía postiza", la escritora del quinto piso. Primero se rió.
Después se quedó unos minutos mirándome en silencio. Enseguida cambió de
tema.
Esa noche fue a tomar un café a mi casa y a charlar un rato con mis padres. A mí
ya me habían mandado a dormir, así que no escuché nada de lo que conversaron.)

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