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EL

SENTIDO COMÚN
DE LA CIENCIA

Jacob Bronowski
Ediciones península ®

La edición original inglesa fue publicada en 1951 por Heinemann Educational Books Ltd., de Londres, con
el título de The Common Sense of Science. ©Heinemann Educational Books Limited, 1951, 1970

Traducción de Manuel Carbonell.

Cubierta de Jordi Fornas.

Primera edición: febrero de 1978.

Propiedad de esta edición (incluyendo la traducción y el diseño de la cubierta): Edicions 62 s/a., Provenza
278, Barcelona-8.

Impreso en Rigsa, Estruch 5, Barcelona. Depósito legal; B. 5.324-1978, ISBN: 84-297-1380-8.


Índice

I. Ciencia y sensibilidad............................................................................................................................... 3

II. La Revolución Científica y la máquina ............................................................................................... 7

III. El modelo de Isaac Newton ............................................................................................................... 13

IV. El siglo XVIII y la idea del orden...................................................................................................... 19

V. El siglo XIX y la idea de causalidad.................................................................................................. 25

VI. La idea de probabilidad ..................................................................................................................... 35

VII. El sentido común de la ciencia .......................................................................................................... 43

VIII. Verdad y valor ................................................................................................................................... 53

IX. La ciencia destructora o creadora ...................................................................................................... 61

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I. Ciencia y sensibilidad

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Llegué a Inglaterra cuando tenía doce años y no era capaz de pronunciar en inglés más que las dos o tres
palabras que había aprendido durante la travesía del Canal de la Mancha. Sólo dos o tres años más tarde leía sin
grandes dificultades el inglés. Recuerdo que los primeros escritores que fui capaz de identificar con lo que mis
pacientes profesores llamaban estilo fueron Macaulay y Joseph Conrad. No recuerdo si entonces lograba
distinguir sus estilos. Leía con voracidad, emoción, cariño, con una inagotable sensación de descubrir una nueva
y, como poco a poco fui comprobando, gran literatura. Pero me veía limitado, y todavía no me he librado de
ello, por el modo desordenado como descubrí las obras maestras: Dickens mezclado con Aphra Behn y Bernard
Shaw, y por otra parte dejando obras olvidadas por el siglo. Hasta este momento no he leído los cuentos de
Waverley y, en consecuencia, me he mantenido bastante indiferente respecto a la novela histórica,
particularmente si la mayor parte de los diálogos están escritos en formas dialectales.

Confieso esto porque creo que en esta situación se encuentran también muchas otras personas. Las
dificultades que encontré no fueron sólo mías y no son de ningún modo dificultades de carácter literario. Al
contrario, lo que ahora me sorprende es su parecido con las dificultades que otras personas encuentran en la
ciencia. En el fondo, lo más difícil al enfrentarme con una literatura extraña era precisamente lo que todas las
personas inteligentes experimentan al intentar establecer algún orden a partir de lo ciencia moderna.

Vivimos rodeados por el aparato de la ciencia; el motor diesel y la experimentación, el tubo de aspirinas y
los sondeos de opinión. A duras penas nos damos cuenta de todo ello, pero detrás suyo tomamos conciencia de
que la ciencia es cada vez más importante. Empezamos a comprender que ésta no es un conjunto casual de
técnicas de producción puestas en práctica por la competencia entre habitantes de laboratorios de dedos
amarillentos por los ácidos y lentes de acero y sin vida privada. La ciencia, como nos vamos dando cuenta, es un
método y una fuerza particulares, que tienen su propio sentido y estilo y su propia pasión. Ahora sabemos que
en algún lugar dentro de la selva de válvulas, fórmulas y probetas está un contenido, está, hay que admitirlo, una
nueva cultura.

¿Cómo podemos llegar a esta cultura a través de su especial lenguaje, y traducirlo a otro que conozcamos?
Las dificultades del profano son las de mi juventud. Abre el periódico y ve una noticia en mayúscula: EL
CEREBRO ELECTRÓNICO, o EL VUELO SUPERSÓNICO, o ¿Hay vida en Marte? Pero, tanto si aparece en
mayúscula como en cursiva, la noticia es un enigma para él. El lenguaje le resulta tan extraño como lo era para
mi The Anatomy o/ Melancholy a los quince años. Dispone sólo de un reducido vocabulario adquirido a través
de artículos de divulgación, recuerdos de lo aprendido en el maloliente laboratorio del colegio y unos pocos
nombres de científicos esparcidos al azar a lo largo de la Historia. La misma historia de la ciencia, que podría
proporcionar un cierto orden a sus ideas, es para él la mayor de las dudas. Yo no tenía ninguna noción de la
historia de Inglaterra y, por tanto, no podía tener idea del desarrollo literario. Recuerdo la sensación de
desamparo que sentí cuando me enfrenté a una lista de nombres tales como Marlowe, Coleridge y H. G. Wells.
No podía ordenarlos cronológicamente. Cuesta trabajo expresar mi dificultad y, sin embargo, es la misma con
que lodo lector tropieza cuando ve los nombres de Napier, Humphry Davy y Rutherford. Estos tres científicos
fueron contemporáneos de los tres escritores antes citados, y en modo alguno fueron hombres menos
importantes.

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Desde luego, el hecho de tener un conocimiento de la Historia, incluso de la historia de la ciencia, no es
ciencia. Pero sí nos muestra la estructura en la que se basa el crecimiento de la ciencia, hasta el punto de que los
titulares de la mañana ocupen su lugar correspondiente en el desarrollo de nuestro mundo. Establece un puente
entre la ciencia y todo punto de vista humanista desde el cual partamos. Esto es así porque reafirma la unidad no
sólo de la Historia sino del conocimiento. Para el profano, la clave de la ciencia es su unidad con las artes.
Considerará la ciencia como una cultura cuando intente seguir su rastro en su propia cultura.

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Uno de los prejuicios contemporáneos más nefastos ha sido et de que el arte y la ciencia son cosas diferentes
y en cierto modo incompatibles. Hemos caído en el hábito de contraponer el temperamento artístico al
científico; incluso los identificamos con una actividad creadora y otra crítica. En una sociedad como la nuestra,
que practica la división del trabajo, existen naturalmente actividades especializadas como algo indispensable. Es
desde esta perspectiva, y sólo desde ella, que la actividad científica es diferente de la artística. En el mismo
sentido, la actividad del pensamiento difiere de la actividad de los sentidos y la complementa. Pero el género
humano no se divide en seres que piensan y seres que sienten; de ser así no podría sobrevivir mucho tiempo.

La disputa entre ciencia y espíritu fue debida en gran parte a los apólogos religiosos de la época victoriana,
quienes querían a toda costa considerar a la ciencia como materialista y rastrera. La creencia de que la ciencia es
sólo crítica procede de otros. Partió de los tímidos y sofisticados artistas del siglo pasado con el fin de que, en
contraste, ellos pudiesen aparecer como creadores e intuitivos. Pero ya no podían ocultar lo que ellos mismos
sabían que las mejores personalidades se veían arrastradas a la práctica de las' nuevas ciencias; un movimiento
que Peacock ya había previsto setenta y cinco años antes en The Four Ages of Poetry.

Desde entonces las artes y las ciencias se han disputado las inteligencias más despiertas. Esta diputa es en sí
la prueba más evidente de que los verdaderos talentos pueden sentirse satisfechos tanto en un campo como en el
otro. En realidad, uno de los pocos descubrimientos psicológicos de nuestra generación en los que podemos
confiar con un razonable margen de certeza es el de que la configuración de los factores intelectuales que
diferencian la persona inteligente de la estúpida se encuentran la mayoría de veces tanto en un tipo de hombre
como en el otro, tanto en el científico como en el humanista. La educación y la experiencia nos diferencian unos
de otros, y también, aunque menos, nuestras aptitudes, pero en el fondo participamos de una misma base, más
profunda, de inteligencia común. Esto es lo que permite confiar en que lo que escribo interesará a las personas
profanas y a los científicos, porque el lector que está interesado en una actividad que exige reflexión y capacidad
de juicio es seguramente una persona a quien la ciencia puede decirle algo. No es que esta persona sea sorda,
sino que han sido los especialistas —tanto en el campo del arte como en el de la ciencia— quienes no han
sabido expresarse.

Mucha gente está convencida de que no pueden entender los objetos técnicos, o de que los números no les
entran. Esto les hace sentirse seguros y, desde luego, les ahorra muchos problemas. Pero el lector interesado está
bastante seguro de que tiene capacidad para todo lo que esté dispuesto a aprender. Suponiendo que le interesen
las matemáticas, por ejemplo, su interés ha sido generalmente ahogado por una enseñanza rutinaria, al igual que
el interés por la literatura de muchos científicos (y, por la misma razón, de muchos no científicos) se ha visto
abortada por las obras completas y la comedia de Shakespeare. Pocas personas sostendrían que aquellos cuyo
gusto por la poesía no ha sobrevivido al certificado de enseñanza secundaria son básicamente insensibles con
respecto a la poesía. No obstante, se privan alegremente de vastos placeres intelectuales de la ciencia como si
fuesen patrimonio sólo de mentes privilegiadas. La ciencia no exige un sentido especial. Es tan amplia como el
significado literal de su nombre: conocimiento. La noción de talento especializado es en comparación tan
moderna como la del especialista, «el científico», palabra que sólo lleva cien años de existencia.

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Por ello, el tipo de lector en quien pienso cuando escribo es el que está interesado no tanto en las ciencias
como lo está en la ciencia. En los Institutos Técnicos existía en el siglo pasado la tradición del autodidactismo,
que en aquel entonces era algo de lo que uno podía sentirse orgulloso. Pero esta tradición ha desaparecido y no
ha representado una pérdida, porque el interés por la ciencia se ha ampliado. Todos tenemos conciencia de este
fenómeno. Los que quieren tener algún conocimiento de la ciencia no buscan información técnica. Ya no existen
aquellos infortunados a los que hubiera gustado trabajar también en un laboratorio, si el destino no les hubiese
confinado a un molino desde los doce años. Supongo que los que emprenden la lectura de este libro se sienten
satisfechos de lo que saben y hacen, y no se consideran subalternos, como el héroe con bata blanca de una
segunda versión filmada del descubrimiento del Compuesto E. Tampoco supongo que tengan que sentirse
necesariamente fascinados por las maravillas del microscopio electrónico o del yodo radiactivo. Los considero
personal conscientes de que el mundo en que han nacido se está transformando a lo largo de su vida, y que
acerca de este cambio sienten la misma curiosidad que la que sienten por las novedades que ocurren a su
alrededor —por la literatura o las artes o la política nacional o los asuntos del club de tenis.

Casi nadie pone hoy en duda realmente la amplitud y la importancia duradera de esta transformación. Pero
muchas personas la relegan al olvido, decididamente o con turbación, y pasan la mayor parte del tiempo
temiendo enfrentarse a este hecho, porque temen admitir que este movimiento está transformando sus vidas, va

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borrando los límites de su mundo familiar, y enterrando sus valores, y al final cubriendo totalmente las
personalidades que tenían que durar toda su vida. Sin embargo, estos temores son no tanto temores de los
cambios sociales que efectúa la ciencia como simples temores personales. El miedo que se tiene, el miedo que
tenemos todos, es a quedar marginados. Tenemos miedo de que ocurra algo que no seamos capaces de
comprender y que nos aparte de la compañía de las personas más inteligentes y más jóvenes.

Considero que estos temores son infundados. Creo que resulta sencillo para una persona a quien le gusta
discutir los problemas y leer los artículos de fondo con asiduidad no sentirse incómoda ante la ciencia: tan
sencillo como para un científico puede ser tener una cierta afición a la biografía. La dificultad reside en el
lenguaje y en una cierta prevención hacia lo nuevo. Pero quienes alimentan esta dificultad son aquellos
científicos entusiastas que escriben como si el profano tuviese que ser compadecido, y que lo tratan como a un
pretendido científico a quien debería hacérsele ver lo verdaderamente esencial. Desde luego, al escribir no
pienso en semejante lector. Imagino a mis lectores, tanto científicos como profanos, como personas equilibradas
que observan a su alrededor el mundo en movimiento y que quieren conocer suficientemente acerca de las
fuerzas de la ciencia más allá del mundo que les es familiar, con el fin de tomar parte en este profundo y total
movimiento de la Historia.

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A muchas personas les gusta creer que la ciencia ha ahogado progresivamente las artes, o que les ha dado
una desagradable forma «moderna», y, por lo tanto, que el único modo de revitalizar las artes es desbancar a la
ciencia. Desde luego, con frecuencia no se trata más que de un sentimiento de persona madura en favor del arte
de nuestra juventud, y la verdadera cabeza de turco no es la ciencia sino el cambio. Pero incluso allí donde este
sentimiento es menos parcial, nace de una mala interpretación de lo que es el progreso en arte y en ciencia. Hoy
la ciencia es indiscutiblemente más poderosa que, por ejemplo, en tiempos de Isaac Newton, Contra esta opinión
se alega que las artes, en la actualidad, raramente alcanzan las cumbres que alcanzó su contemporáneo John
Dryden. Con ello quiere llegarse a la conclusión de que la ciencia supera incesantemente sus propias ideas,
mientras que la gran literatura permanece siempre. Pero esto es un embrollo de conceptos que no conduce a
nada. Hoy no abundan más los Newton que los Dryden; por otra parte, la obra de Newton está con respecto a la
ciencia actual en la misma relación que la prosa de Dryden respecto a la prosa contemporánea. Dryden y
Newton revelaron cada uno toda una nueva gama de posibilidades en sus formas de conocimiento. Ambos son
clásicos en el sentido de que a la vez fueron descubridores y hombres de grandes realizaciones, y sólo en este
sentido puede calificarse a alguien de clásico.

La creencia de que la ciencia destruye la cultura se ha visto apoyada a veces por las afirmaciones de que las
artes han florecido sólo cuando las ciencias han sido descuidadas. Esta tesis es tan directamente opuesta a la
Historia que nos parece difícil intentar discutirla. ¿Cuál fue la edad de oro del arte no empañado por la tosca
mecánica? ¿Dónde existió? ¿En Oriente? Las civilizaciones de Egipto, la India y del mundo árabe contradicen
esta teoría. El único poeta oriental bien conocido en Inglaterra, Omar Khayyam, fue un astrónomo persa. ¿En
Occidente? La cultura occidental empieza en Grecia, y en la gran época de la cultura griega el arte y la ciencia
se influyen mutuamente de modo más estrecho que en ninguna época moderna. Pitágoras vivió antes de que
Esquilo crease la tragedia griega. Sócrates enseñaba cuando la tragedia estaba en su máximo esplendor; y
¿consideraríamos a Sócrates en el campo del arte o en el de la ciencia? Y Platón, que no toleraba poetas en su
estado ideal, era todavía un muchacho cuando Aristófanes cerraba los ojos a la tragedia griega. El ejemplo de
estos hombres tanto en la ciencia como en el arte fue la llama que forjó el mundo moderno en el Renacimiento.
El tipo y el símbolo del hombre del Renacimiento fue desde el primer momento, y todavía lo es, Leonardo da
Vinci, pintor, escultor, matemático e ingeniero. Ningún otro hombre ha demostrado tan extraordinariamente la
universalidad y la unidad del intelecto.

En Inglaterra situamos la edad de oro en el reinado de Isabel I, y en esta época florecieron tanto el comercio
y la industria como la creación literaria. Viajeros y aventureros como sir Walter Ralegh fueron los Leonardo de
aquel tiempo, y el propio círculo de Ralegh, que hizo de Christopher Marlowe un racionalista tenía como cabeza
a Thomas Hariot, matemático y astrónomo. La navegación depende de la astronomía; se desarrollaba
simultáneamente a las nuevas especulaciones acerca del mundo y el sistema solar; y, a su vez, los viajes de los
grandes navegantes inspiraron la literatura de la Inglaterra isabelina, El mundo del arte y de la ciencia y el
mundo físico se desarrollaron juntos. No fue por accidente que la primera tabla de logaritmos fuese publicada
pocos años después de la primera edición de las obras completas de Shakespeare.

Sesenta anos después de la muerte de Isabel I, Inglaterra vivió otra gran época, la edad de la literatura de la

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Restauración. En este libro vamos a prestar especial atención a este momento, porque fue una característica de la
época la fundación de lo que sigue siendo todavía hoy la sociedad científica más importante del mundo. La
reunión que la fundó el 28 de noviembre de 1660 se inauguró con una conferencia sobre astronomía a cargo de
Christopher Wren, arquitecto. Esta sociedad, la Royal Society, recibió su nombre y su lema del más entusiasta
de sus fundadores: John Evelyn escritor de un famoso diario. Cuando la sociedad quiso fomentar el uso de una
prosa sencilla y clara, nombró un comité que incluía un miembro de la entidad con una especial aptitud para
ello: John Dryden, poeta.

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Las edades de oro de la literatura fueron en realidad grandes épocas en que las ciencias y las artes avanzaron
juntas, ¿Existe aún esta posibilidad? Los críticos literarios dicen que no, que se perdió en Inglaterra con la
Revolución Industrial, entre 1760 y 1800. Sin embargo, estos críticos sitúan el Renacimiento Romántico entre la
muerte de Collins en 1759, que tanto significó para Wordsworth, y la publicación de las Lyrical Ballads en
1798. Este espacio de tiempo corresponde casi exactamente al anterior, y. ¿puede establecerse una distinción
razonable entre ellos? ¿Puede sostenerse la idea de la Revolución Industrial como una especie de muerte? Dio a
nuestro mundo su estructura. Apartó a la ciencia de la astronomía orientándola hacia lo que hoy son
esencialmente sus objetos de estudio, que dependen de la utilización del poder técnico. Y creó en los poetas
románticos y los reformadores lo que todavía hoy sigue siendo la sensibilidad de nuestro tiempo.

Digo que creó nuestra sensibilidad, aunque desde luego sólo hemos indicado la coincidencia de fechas: que
Blake, Coleridge y Wilberforce fueron al fin y al cabo contemporáneos de Arkwright y James Watt. Contra esta
teoría, quienes sostienen la ilusión de que la Inglaterra preindustrial era más sensible y educada señalan la
miseria de la época industrial: mujeres en las minas, niños en las fábricas, los desastres de la propiedad privada
en la agricultura, el hambre, las guerras napoleónicas y el reaccionarismo político. Fueron males muy terribles,
pero hay males más antiguos que la época de 1800 y las máquinas. El trabajo de las mujeres y los niños durante
interminables horas en sus propios hogares aparece con mucha frecuencia con los escritos de Defoe en 1725.
Con todo, los augustos optimistas de su tiempo no lo vieron como algo contra lo cual había que protestar. Pero
con la fábrica estos males pasaron al dominio público con toda •u crudeza; y el impulso reformador vino de los
hombres del taller, de Robert Owen y el viejo Peel. Todavía hoy nos sentimos escandalizados de que los
muchachos limpiasen las chimeneas casi ochenta años después de que Blake escribiese sobre ellos, en 1790,
unos enternecedores poemas; el último de estos muchachos deshollinadores, Joseph Lawrence, vive todavía en
el momento de escribir este libro. Pero los niños habían limpiado chimeneas cien años antes de Blake sin
suscitar una sola línea de protesta desde Addison o Gay o el doctor Johnson. En su gran día de esplendor, los
mineros escoceses todavía eran legalmente siervos, del mismo modo que los mineros de Grecia habían sido
siempre esclavos; y ninguna de estas civilizaciones lo consideraba reprobable. De) mismo modo hoy en China,
India y otros países subdesarrollados, la vida es brutal y dura, y la sensibilidad es desconocida; he visto esto con
mis propios ojos bajo la delgada y ruda capa de mecanización en el Japón, lo mismo para las mujeres que para
los animales. Fue el motor, la máquina de vapor, lo que aportó una cierta consideración por el caballo; y fue la
Revolución Industrial lo que creó nuestra sensibilidad.

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La ciencia cambia nuestros valores en dos aspectos; introduce nuevas ideas en la cultura común y subordina
ésta a la presión de los cambios técnicos, del modo como lo hemos descrito, hasta que toda la base de nuestra
cultura ha sido imperceptiblemente transformada. Parece que la invención de la imprenta no afecte muy
directamente el contenido de la poesía. Pero cuando un poema puede ser leído y releído de nuevo, es normal que
el objetivo del poeta pase del ritmo al significado y a la alusión. Asimismo la invención de la fotografía ha
hecho que el pintor y su cliente perdiesen interés por la fidelidad de la representación, transfiriéndolo a algún
modelo más formal. Toda nuestra sensibilidad ha sido recreada por tales sutiles desplazamientos.

En la actualidad, las ciencias y tas artes no discrepan tanto como mucha gente cree. Las dificultades con que
nos enfrentamos como profanos inteligentes a la hora de seguir la literatura, la música y la pintura actuales no
dejan de tener su importancia. Son una prueba de la ausencia de un lenguaje amplio y general en nuestra cultura.
Las dificultades que tenemos para entender las ideas básicas de la ciencia moderna son otras tantas pruebas de
esta misma ausencia. Las ciencias y las artes compartieron el mismo lenguaje durante la Restauración. Hoy
parece que ya no es así. Pero la razón es que comparten el mismo silencio: carecen de un lenguaje común. La
misión de cada uno de nosotros es intentar reconstruir el lenguaje universal; sólo él puede unir el arte con la
ciencia, el artista con el científico, en un mutuo entendimiento.

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II. La Revolución Científica y la máquina

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Existen tres ideas creadoras que, cada una en su momento, han sido fundamentales para la ciencia: la idea de
orden, la de causa y la de probabilidad, de las que este libro va a ocuparse. Empezaremos por la que es tal vez la
más difícil de tratar, la idea de orden.

Ninguna de las tres es exclusiva de la ciencia, y la de orden, la que lo es menos. La ciencia ha hecho uso de
ellas, pero las tres existían mucho antes de esta utilización. Son más generales y profundas que las técnicas en
que la ciencia las expresa. Son ideas del sentido común, en el sentido de que son generalizaciones que todos
hacemos a partir de nuestra vida cotidiana y que empleamos continuamente para ayudarnos a vivir nuestras
vidas.

Por desgracia, el sentido común no tiene registrada una historia. A menudo damos por supuesto que no
experimenta ningún desarrollo y que lo que hoy llamamos sentido común ha sido siempre esto mismo para todo
el mundo, lo cual no es verdad.

La ciencia registra todo esto con más claridad. La ciencia no posee una historia en que pueda seguirse
fácilmente el desarrollo de estas ideas. No obstante, en esta historia podemos distinguir uno de los momentos
más sobresalientes cuando las ideas del sentido común se formaron. Este momento aparece claramente en el
siglo XVII. Esta época, que hizo a Newton y que Newton hizo, fue un momento culminante y el verdadero
nacimiento de la ciencia inglesa. Es a Newton a quien vamos a estudiar inmediatamente, porque nada revela
mejor esta época como la insigne personalidad de este gran hombre.

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Ningún científico, ningún pensador ha alcanzado nunca la reputación de Isaac Newton. Nunca ningún otro
hombre dejó una huella tan profunda sobre su tiempo y sobre nuestro mundo, a menos que fuese un hombre de
acción, un Cromwell o un Napoleón. Como las relaciones de Cromwell y de Napoleón, las de Newton fueron
posibles gracias a la coincidencia, o mejor a la conjunción, de dos factores: personalidad y oportunidad. Cada
uno de estos hombres, tanto el pensador como el hombre de acción, pasaron a la Historia en un momento de
inestabilidad social. Newton nació durante la revolución de Cromwell, en la turbulenta década de 1640; había
cumplido dieciocho años en el momento de la Restauración en 1660, y publicó los Principia durante las intrigas
que terminaron con la llegada a Inglaterra de Guillermo de Orange, en la revolución de 1688. Éstos son los
momentos en que el espíritu poderoso o el carácter tenaz siente el fermento de la época, en que sus
pensamientos se aceleran y en que puede inyectar en las dudas de los demás las ideas creadoras que les darán
vigor y orientación. En tales momentos, el hombre que puede dirigir a los demás, en el campo del pensamiento o
en el de la acción, puede rehacer el mundo.

Newton fue una de estas personalidades. Su espíritu complejo y no obstante claro, su capacidad
imperturbable de reflexión han dejado su sello sobre todo lo que hizo. La característica de Newton estriba en su
estilo, y estilo y contenido son una misma cosa; ambos son proyecciones de la misma y única personalidad.

La ciencia no es una construcción impersonal. No es ni más ni menos personal que cualquier otra forma de
pensamiento transmitido. Este libro no es menos científico porque mi estilo sea personal, y no me excuso por
ello. La ciencia busca la experiencia común de la gente; la hace la gente y tiene su estilo. El estilo de un gran
hombre determina no sólo su propia obra, sino que, a través de ella, ejerce su influencia en la obra de los demás
durante generaciones. El estilo de la obra de Newton tanto como su contenido han dominado el mundo de la
ciencia durante dos siglos, y en el transcurso de este período dio forma a sus hábitos y a sus objetos. Pero el
estilo no es el monopolio de los grandes hombres ni su apreciación una tarea reservada a los especialistas. El
estudiante que es capaz de pasar brillantemente una prueba obtusa conoce el estilo, y lo goza. Ciertamente
encuentra más fácil apreciar el estilo de los grandes científicos que el de Shakespeare.

No pretendo aquí reproducir aquel estilo, su sensibilidad y sus rasgos específicos. No puede ser comparado

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con otros, ni sopesado ni analizado en unas cuantas páginas de la historia del saber universal escrita por alguien,
ni en los capítulos dedicados a la ciencia o a Shakespeare. Todos comprendemos que Shakespeare, en su
totalidad, no puede ser entendido a través de un libro, sino sólo a través de sus obras completas. Del mismo
modo, si queremos conocer la totalidad de Newton, el hombre y su estilo, la gran sagacidad, la vigorosa prosa,
hemos de leer los Principia y las Opticks, Sólo así se nos mostrará la personalidad y la dinámica de la obra, la
sólida naturalidad y la fluida seguridad que las Opticks comparten sorprendentemente con Antonio y Cleopatra.

Pero no tenemos por qué llegar a un punto muerto en estética. Al fin y al cabo, pocos de entre nosotros
sabemos apreciar tanto el estilo que no podamos leer a Balzac y Stendhal traducidos, o incluso a Flaubert y
Proust. Desde luego, pocos aprenderíamos francés sólo con el fin de conservar este puritanismo estético. Del
mismo modo tenemos que sentirnos satisfechos de que existan traducciones de obras científicas. La ciencia de
una época, como su arte o su música, tiene un estilo. Pero también tiene un contenido y una estructura más
amplios que cualquier obra de un solo Individuo, y dentro de este contenido y estructura las obras de los
hombres adquieren una forma y un significado. Shakespeare formó parte de un grupo de escritores de obras de
teatro, y él y los restantes miembros de este grupo compartieron el mundo en expansión de los navegantes y
aventureros de la época isabelina. Newton fue uno de los jóvenes descubrimientos de la Royal Society en sus
primeros tiempos, en los turbulentos anos que hemos descrito. El hecho de saber esto no implica que estemos en
disposición de apreciar las realizaciones de todos estos hombres, y todavía mucho menos puede este
conocimiento suplir el criterio de valoración del arte o la ciencia. Pero nos proporciona una visión del contexto
general que nos permite ver, más allá del ámbito limitado de nuestros intereses, el vasto y fértil campo global
del conocimiento.

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Ningún otro momento de la historia de Inglaterra ha igualado en promesas al decenio de 1660, cuando se
fundó oficialmente la Royal Society. Y si bien no alcanzó la misma intensidad en otros países, fue un momento
culminante de la historia europea. La antigua tradición de la astronomía en las naciones con aspiraciones
marítimas alcanzó su punto más elevado, en Inglaterra, con Newton y, en Holanda, con Huygens.

¿Qué da este carácter extraordinario a la época de la Restauración? Todos nos formamos una determinada
idea de esta época, y esto ya es en si un rompecabezas. ¿En qué reside exactamente el aprecio que se tiene por la
subida al trono de Carlos II? Seguramente no en los acontecimientos políticos y literarios que citan los libros de
Historia. El conservador más romántico no podría declarar que Carlos II fuera un gran rey, Dryden fue un gran
poeta: no obstante, como poeta, no puede equipararse a su predecesor Milton. Asimismo, respecto a tos
dramaturgos de la Restauración, hay que reconocer su sano humor, pero a duras penas puede otorgárseles un
lugar destacado entre los escritores de obras de teatro ingleses.

En realidad nuestra opinión de este período es favorable al mismo porque se asienta sobre realizaciones más
amplias y sobresalientes que las citadas. Éstas son de orden científico más que de carácter literario, pero no son
claramente de un tipo o de otro, del mismo modo que no lo es la excelente prosa de Dryden. Son las
realizaciones más avanzadas de una cultura liberal, y forman parte de una espontánea ola de simpatía e intereses
que se extendió por toda Europa. Podemos descubrir este carácter incluso en las extrañas condiciones políticas
que hicieron posible la restauración de la monarquía sin derramamiento de sangre y poca sed de venganza,
después de una larga dictadura surgida y perpetuada con violencia y sangre. Consideremos además las
circunstancias en que a la subida al trono de Carlos II, se fundó la Royal Society. La mayoría de sus presidentes
eran profesores de tendencia puritana y algunos de ellos incluso tenían cargos de los cuales Cromwell había
desposeído a los realistas que los ostentaban. Naturalmente, el matemático John Wallis obtuvo su puesto gracias
a su habilidad en aplicar la ciencia a las necesidades militares de Cromwell: fue un auténtico pionero en echar
abajo los cálculos del enemigo, y éste ha continuado siendo la tradicional ocupación de los matemáticos en
épocas de guerra. Carlos II no podía apreciar a estos hombres y tampoco sentía un especial interés por la ciencia.
Sin embargo, Evelyn le convenció para que diera su nombre a la nueva sociedad, y los literatos se disputaban
con los científicos los puestos en la misma.

Puede establecerse un cierto paralelismo entre la posición de Huygens en la Académie Royale des Sciences
de París y la de estos hombres. Christian Huygens nació en Holanda en 1629. Su padre y su abuelo eran
diplomáticos a) servicio de la casa de Orange. La familia era amiga de Descartes, el cual estuvo exilado en
Holanda durante la juventud de Huygens. En 1660, Luis XIV empezó a presionar sobre la casa de Orange y un
poco más tarde invadió Holanda. A pesar de todo esto. Huygens, un holandés, protestante y cartesiano, fue
invitado a ir a Francia a establecer las bases de la Academia Royale en 1666, y permaneció como su presidente

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hasta mediados de la década de 1680, cuando la política antiprotestante se volvió al fin demasiado dura para él.

El hecho de poner a su frente a Huygens era tan importante para la Académie como lo sería poco después
para la Royal Society el hacerlo con Newton, que era trece años más joven que Huygens, Como científico, éste
no podía equipararse a Newton, no tenía ni la capacidad ni el alcance de Newton para las matemáticas o la
experimentación. Su temperamento era más que el de un inventor o un técnico —el científico inglés que se le
parece más es Robert Hooke, director del departamento de experimentación y secretario de la Royal Society—;
era más bien el de una persona caprichosa, cuya antipatía por Newton (y la de Newton por él) dio un aire de
extravagancia a las polémicas científicas de la época. Como Hooke, Huygens aportó mejoras fundamentales a
los relojes buscando una ayuda para la astronomía. En realidad inventó el péndulo como un mecanismo para
medir el tiempo; y Hooke inventó el primer escape de reloj con el mismo propósito. Las obras de cada uno,
como las de Newton y las de todo científico en este brote de invención abarcaban un campo vastísimo. Huygens
descubrió los anillos de Saturno y la fórmula de la fuerza centrifuga. Realizó importantes aportaciones al campo
de la mecánica y la óptica, y uno de sus mayores méritos es haber despertado el entusiasmo por todas estas
materias en el joven Leibnitz.

Hemos señalado que estos hombres no eran solamente científicos y que no existía una barrera entre sus
intereses y los de los hombres dedicados a otros campos. Artistas, escritores y científicos compartieron sus
intereses y sus pasiones. En Inglaterra, entre los miembros de la Royal Society se contaban Robert Boyle y el
poeta Denham, Samuel Papys y el matemático Wallis, sir William Petty Edmund Waller y John Aubrey. Esta
sociedad se interesaba por las matemáticas y los fósiles, por la mecánica y la botánica, y por las aplicaciones
prácticas que iban desde la metalurgia hasta la estadística de las poblaciones. Tenía un único y universal anhelo,
"ampliar el conocimiento de la Naturaleza mediante la experimentación».

Lo mismo que en Inglaterra ocurría en el resto de Europa. Tomemos de nuevo el mundo de Huygens como
un ejemplo, para mostrar cómo toda la cultura de aquel momento se mantenía unida por los mismos intereses.
Los libros de texto citan a Huygens porque creía que la luz era un movimiento ondulatorio y porque desarrolló
esta Idea con éxito. Newton sostenía el punto de vista contrario, según el cual la luz es una corriente de
partículas diminutas; y en este punto Newton estaba equivocado, aunque lo que importa no es que esto fuera
verdad o no. Lo verdaderamente importante es ver cuan extensa era la influencia de la óptica en la cultura de la
época, principalmente en Holanda. Huygens era el contemporáneo de Rembrandt, Spinoza y del gran naturalista
Leeuwenhoek. Este último era un constructor aficionado de microscopios simples y se destacó en el estudio del
microcosmos gracias a su habilidad como técnico y observador. Spinoza fue un experto pulidor de lentes. Fue
un subproducto de su profesión (como los poetas artesanos de la tradición alemana), pero esta tradición dio
origen a los descubrimientos holandeses; el propio Galileo construyó su telescopio en 1609 sólo después de
haber oído que los pulidores de lentes holandeses podían ver muy lejos Juntando unas lentes. No resultó
descabellado relacionar el trabajo cotidiano de estos hombres con la importancia que Huygens dio a luz en su
pensamiento y Rembrandt en sus cuadros. Este interés por la luz no estaba ausente en Inglaterra; los bellos
experimentos con los colores que Newton describe en sus Opticks tuvieron la misma repercusión sobre los
poetas y los pintores de esta nación. Las descripciones de la Naturaleza efectuadas por los poetas del siglo XVIII
tienen unos colores mucho más vivos que las de los poetas de épocas anteriores. No siempre advertimos la
sensual abundancia de colores en Pope tal vez porque surge de este interés olvidado por el espectro. Sin
embargo. Pope emplea tres o cuatro veces más nombres de colores que Shakespeare y los utiliza unas diez veces
más.

Así, pues, alrededor de 1660, Europa estaba a punto de efectuar una gran revolución en el campo del
pensamiento. Ésta seria la Revolución Científica y se manifestaría en todas las formas de la cultura. A veces
hablamos como si la ciencia hubiera suprimido las formas de pensar tradicionales. Nada de esto es cierto. La
Revolución Científica del siglo XVII tuvo un carácter universal. Desde luego, no hubiese tenido lugar de no
haberse producido entre los pensadores una profunda transformación de la actitud para con todo lo natural y
sobrenatural. El puritanismo en Inglaterra y la persecución del protestantismo en el resto de Europa son las
pruebas religiosas de esta transformación; Marweit y Moliere lo expresan en las artes, y la revolución de
Cromwell y las guerras de Luis XIV son los signos políticos del mismo fenómeno. Desde luego, este
movimiento de transformación no estaba desprovisto de algunos antecedentes concretos en el mundo del
intelecto. En el fondo, todo esto proviene de la explosión de la rígida jerarquía de terratenientes y artesanos que
formaba el mundo medieval, explosión originada por el desarrollo del comercio y la industria para aumentar las
ganancias. Pero esta retrospección hasta las causas primeras nos aparta demasiado de la Revolución Científica
misma.

Lo importante aquí es que la transformación de la que la Royal Society y la Académie Royale eran las

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pruebas visibles fue más amplia y profunda que la ciencia, y tuvo que ocurrir con anterioridad a la misma
aparición de aquéllas. Evidentemente, Carlos I y Luis XIII no podían dar su beneplácito a estas sociedades: sin
embargo, sus sucesores lo encontraron natural porque a mediados de la década de lé60 las sociedades habían
experimentado un mayor desarrollo. Carlos II y Luis XIV no favorecían la ciencia; en realidad no hicieron más
que doblegarse a un cambio universal de perspectiva. Naturalmente, en el siglo siguiente se produjo una
reacción, y con aspectos tan interesantes que tendremos que examinarla más de cerca. Y. precisamente, esta
reacción es lo que nos lleva a considerar los progresos más recientes de la ciencia como unas consecuciones
absolutamente nefastas. Pero no dejan de ser reflujos de menor importancia en la corriente de la Historia. La
gran marea fue el siglo XVII. Fue el momento de la transformación, de la crisis en que hombres como Cromwell
y Newton pudieron rehacer el mundo. Ellos trastornaron el mundo con las crecidas del Severn y, por un
momento, lo sacudieron: pero la transformación en perspectiva, la inevitable inundación, había estado
acumulándose desde mucho tiempo atrás. Para ver lo que ocurrió en 1660, tenemos que observar el panorama de
la ciencia y el pensamiento antes de esta época, y ver qué aspecto ofrecía antes de que el cambio le infundiese
nueva vida.

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Es difícil comprender hoy en día la estructura global del pensamiento en la Edad Media. Se caracterizaba
por un orden específico, pero los principios según los cuales estaba organizada nos parecen ahora extraños y
absurdos. Tomemos, por ejemplo, la simple pregunta que .se dice llevó a Newton a plantear el problema de la
gravitación universal: ¿Por qué cuando una manzana se desprende del árbol cae hacia el suelo? Este problema
ya había sido planteado varias veces a partir del siglo XIV, cuando los activos e inquietos hombres del
Renacimiento italiano empezaron a interesarse por el mundo de la mecánica. Para responder a esta pregunta
recurrieron a uno de los grandes redescubrimientos de los árabes y del Renacimiento, las obras de los filósofos
griegos. Para nosotros, esta respuesta sabe a la más pomposa tradición filosófica, y no explica el mundo, sino
que lo complica en una serie de tautologías: la Edad Media respondió a la cuestión suscitada por la calda de la
manzana a la luz de la tradición de Aristóteles, diciendo que la manzana cae hacia abajo y no hacia arriba
porque su naturaleza es caer hacia abajo.

Enunciándola de esta forma, hemos hecho desde luego una parodia de la respuesta. Lo hemos hecho no para
burlamos de ella, sino, al contrario, para mostrar que, incluso en esta forma extravagantemente Ingenua, la
respuesta no es de hecho pueril. Sólo lo sería si leyésemos: «Esta manzana cae hacia abajo y no hacia arriba
porque la naturaleza de esta manzana en este instante es caer hacia abajo.» Pero esto no es lo que dijo
Aristóteles. Para él, esta manzana cae hacia abajo ahora porque la naturaleza de todas las manzanas es caer hacia
abajo siempre. Por simple que nos parezca esta idea es en realidad un atrevido y notable desarrollo de la
inteligencia. La simple creación de una clase permanente de manzanas, la simple generalización del concepto de
manzana, es un acto de importancia fundamental. Desde luego es lo suficientemente simple como para crear una
clase de objetos idénticos como, por ejemplo, peniques o las letras A mayúsculas de este libro. Pero la
Naturaleza no proporciona objetos idénticos; al contrario, siempre son creaciones humanas. Lo que la
Naturaleza proporciona es un árbol lleno de manzanas que son todas visiblemente semejantes pero no idénticas:
hay pequeñas y grandes, rojas y verdes, con gusanos y sin gusanos. Formular una afirmación sobre todas estas
manzanas juntas, y sobre las clases de manzanas (crabs, Orange Pippins y Beauties of Bath), constituye la base
de lodo razonamiento.

Este hecho es tan importante que no podemos dejar de señalarlo. El hecho de reunir cosas no idénticas en un
grupo o clase es tan común que olvidamos su enorme alcance. Este hecho consiste en admitir que una serie de
cosas que no son idénticas, son semejantes. Luego las ordenamos según lo que creemos que tienen en común, es
decir, por lo que las hace semejantes. El hábito hace que nos parezca evidente esta semejanza, por ejemplo: que
todas las manzanas o árboles o toda la materia son semejantes. Sin embargo, existen lenguas de las islas del
Pacífico en que cada árbol de la isla tiene un nombre, pero que ignoran la palabra árbol. Para los habitantes de
estas islas, los árboles no son semejantes, sino que lo importante para ellos es que los árboles son diferentes. En
estas islas los hombres se identifican con el tótem de su clan, por ejemplo con el papagayo, y les parece evidente
que son como papagayos, mientras que a nosotros esta idea nos parece simplemente ingenua e inadmisible.

Esta capacidad de ordenar las cosas según si son semejantes o diferentes es, a nuestro parecer, la base de la
inteligencia humana, y ciertamente es una capacidad humana, ya que distinguimos y en cierto modo
introducimos la semejanza que en modo alguno la Naturaleza ofrece a la vista de todos. El mismo ejemplo de la
manzana de Newton ilustra concretamente esta teoría, en tanto que la intuición repentina de Newton, tal como él
mismo contó, consistió en advertir precisamente la semejanza, que nadie antes había visto, entre la calda de la

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manzana y la oscilación de la luna en su órbita alrededor de la tierra. La teoría de la gravitación se basa en esto,
y tan común y evidente como resulta ahora la semejanza para nosotros, habría parecido simplemente fantástica a
los aristotélicos de la Edad Media.

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Pero, desde luego, las generalizaciones contenidas en cata respuesta no terminan con las manzanas. Los
aristotélicos decían que la manzana cae hacia abajo y no hacia arriba porque la naturaleza de las cosas terrestres
es caer siempre hacia abajo. Veían una semejanza entre todos los cuerpos, y con ella ordenaron el Universo a su
alrededor en distintas categorías de cosas según los cuatro elementos clásicos: la tierra, el agua, el aire y el
fuego. Esta teoría tenía un enorme alcance, y era aplicada al cuerpo y al espíritu tanto como a la materia inerte.
Pero lo que nos interesa ahora es el tipo de estructura que proporcionó al Universo, según la cual las cosas
terrestres pertenecían a la tierra; su lugar natural era el centro de la misma, y calan porque tendían a ella. Lo que
hacía flotar al Universo y le impedía alcanzar el punto de reposo definitivo en sus centros naturales eran las
luchas entre los elementos, la materia terrestre levantada por la acción del fuego, el agua empujada por una
corriente de aire. El Universo vivía a través de la tensión entre sus elementos, todos ellos con objetivos que se
interferían entre sí porque todos buscaban sus distintos centros. Es una idea vigorosa y un orden de la Naturaleza
basado en semejanzas y diferencias constatables. Sin embargo, para nosotros ahora no es más que una pura
Fantasía; los criterios de semejanza sobre los que se asentaba nos parecen basados en características inesenciales
y nos parece muy estúpido no comprender cómo funciona realmente el Universo.

El sistema de la Edad Media, tomado de Aristóteles, difiere en dos puntos principales de nuestra idea de
sistema físico. En primer lugar, contiene acerca de la materia nociones distintas y, por cierto, bastante diferentes
de las nuestras. En esta concepción se encuentran causas de acción de un tipo que no se nos ocurriría pensar
como existentes en la materia: causas de la acción humana, allí donde sólo vemos el impersonal funcionamiento
de una máquina. La tierra, el agua, el aire y el fuego tienen naturalezas que en el fondo son naturaleza humana, y
los que construyeron esta concepción los consideraron partes de la naturaleza humana. Lo que los impulsa en
una especie de voluntad, tal vez una voluntad ciega, pero sí una obstinada voluntad animal. Los cuerpos
querrían, por así decirlo, alcanzar el reposo en el centro de la tierra, el aire querría correr hacia arriba.
Aristóteles podía sostener en teoría que, dadas estas naturalezas de los elementos, todas las demás cosas se
deducen en consecuencia. Pero en realidad no era entendido o tratado como un mecanismo. Se desprendía de
una concepción de la Naturaleza como esencialmente animal, intencionada y viva.

En segundo lugar, el orden de la concepción medieval era realmente una Jerarquía, según la cual todo sigue
los designios de la Naturaleza tal como debe ser; el gran proyecto tiende hacia un orden, y al alcanzarlo queda
transformado y se realiza plenamente. Todo se dirige a su centro, las cosas de la tierra van hacia abajo y las del
aire hacia arriba, porque su lugar estable y Justo es éste; sin embargo, al llegar a él, todo se pararla y el mundo
dejaría de moverse en este punto central. Vemos como esto concuerda con la visión griega de un mundo inmóvil
constituido por una serie ininterrumpida de instantes, y también con la concepción religiosa de la Edad Media
según la cual toda vida terrenal es imperfecta. El mundo es desorden y busca el orden en la gran jerarquía ideal
según la cual todo debería regirse, y que serla una perfección estable.

Esta concepción nos resulta ahora inconcebible. Pero no lo es como fábula, sino que, al contrario, continúa
siendo muy común y poderosa, como podemos comprobar con sólo leer los últimos poemas de Yeats. Lo que
resulta inimaginable para nosotros es que haya sido considerada como lo que debe ser una teoría científica. No
explica nada, decimos, no es coherente, es insostenible, no tiene sentido. Con ello queremos decir que este
mundo no se parece en modo alguno a la máquina inhumana, ciega y automática que consideramos es el
Universo; una máquina en la que todo lo que ocurre, ocurre sólo porque algo ocurrió antes.

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Hay un caso que nos permite apreciar la diferencia entre la concepción de, por ejemplo —y para seguir con
el caso citado—, Leonardo da Vinci y la de Isaac Newton. Da Vinci era un gran inventor muy versado en
mecánica, como lo eran Newton y sus amigos. Sin embargo, una rápida lectura a sus apuntes nos muestra que lo
quo le fascinaba de la Naturaleza era su variedad, su infinita adaptabilidad, su idoneidad y la individualidad de
todas sus partes. En cambio, lo que Newton encontraba fascinante en la astronomía era su unidad, su
singularidad, su modelo de una naturaleza en que las partes diversificadas eran meros aspectos de los mismos
indistintos átomos. Y cuando Da Vinci buscaba un efecto planeaba la manera de hacer que ocurriera: tal era el
fin de sus máquinas. Pero las máquinas de Newton (era ciertamente un dotado experimentador) son medio no

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para producir unos efectos sino para observarlos. Veía un efecto, y buscaba su causa.

Hemos llegado de este modo a la idea de causalidad, y hemos demostrado que es uno de los aspectos más
importantes que distinguen la Edad Media de la Edad Científica. Podría incluso constituir en si misma el punto
fundamental de esta distinción; es un procedimiento 3 natural y convincente. Podríamos decir que la Edad
Media consideraba a la Naturaleza como algo que tiende a su propio orden interior; y que la Revolución
Científica destruyó este orden y puso en su lugar el mecanismo de la causalidad. Pero esto no es el fondo de la
cuestión. Por un lado, toda ciencia, y desde luego todo pensamiento, tiene su punto de partida y su base en la
noción de orden; lo que caracteriza la Edad Media es que su orden era siempre una jerarquía. Y, por otro lado, lo
que caracteriza la concepción científica no es que partiese del mecanismo de las causas, sino que consideraba el
mundo absolutamente como un mecanismo —una máquina de acontecimientos. Al observar los acontecimientos
de la marea alta en Greenwich o un eclipse en La Haya, no observaba la naturaleza del agua o del fuego, sino
otros acontecimientos, anteriores y posteriores. La Revolución Científica representó un cambio: de un mundo de
cosas ordenadas según sus naturalezas ideales, pasó a un mundo de acontecimientos que se desarrollan de
acuerdo con la mecánica constante del antes y el después.

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III. El modelo de Isaac Newton

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Las grandes revoluciones que estudiamos siguen un largo proceso de desarrollo y al final acaban por
transformar todas nuestras formas de pensar. Pero este cambio se efectúa primero en un campo del conocimiento
que ocupa un lugar especial en la vida social e intelectual de aquella época. En el siglo XIX, el interés que
compartían profanos y especialistas era la edad de la tierra y el origen del hombre, y fue precisamente en este
campo donde las ciencias biológicas empezaron a desarrollarse. En los siglos XVI y XVII el campo central del
conocimiento era la astronomía, que era de la mayor importancia social para las naciones y las clases
mercantilistas. Era un terreno práctico, técnico; no era despreciado, pues, como apto sólo para marineros y
matemáticos. La astronomía era una actividad de caballeros, mino tocar el laúd, como podemos ver por el
número de composiciones para este instrumento cuyos grabados están salpicados de estrellas. Hemos indicado
que Christopher Wren fue profesor de astronomía, primero en Londres y luego en Oxford.

Los pasos que precedieron y prepararon la gran irrupción y transformación de la astronomía en 1687 son
ahora bien conocidos, y sólo vamos a recordarlos brevemente. Los hombres han sabido durante varios miles de
años que el sol y los planetas se mueven con regularidad sobre un trasfondo de estrellas que parecen inmóviles.
Estas regularidades pueden servir para prever o reconstruir un momento dado: los babilonios se servían de ellas
para predecir eclipses de la luna y del sol, más o menos cada dieciocho y sesenta y seis años. El sol, la luna y los
planetas pueden representarse como moviéndose alrededor de la tierra por estas órbitas regulares en grandes
capas o esferas. Ahora bien, las órbitas, que vistas desde la tierra están curiosamente entrelazadas, pueden ser
consideradas como la rotación de discos sobre discos; de este modo Ptolomeo y otros griegos de Alejandría las
trazaron en el cielo, de noche, mil ochocientos años atrás. La descripción de Ptolomeo no pretende explicar el
movimiento de los planetas, si pudiésemos hacerle comprender el significado de la palabra «explicar», tan
natural para nosotros. Ordena sus movimientos describiéndolos, y de este modo nos dice dónde podemos esperar
verlos la próxima vez.

En el siglo XVII se produjeron dos hechos que hicieron que la astronomía no estuviese de acuerdo con esta
descripción; ambos son interesantes porque nos recuerdan que la ciencia se compone de hechos y lógica. El
astrónomo danés Tycho Brahe efectuó mejores y más regulares observaciones de las posiciones de los planetas,
y éstas demostraron que las órbitas de Ptolomeo, fascinantes aunque apareciesen como curvas matemáticas, sólo
eran en realidad guías bastante imperfectas para saber por dónde se mueven los planetas. Incluso antes, en 1543,
Copérnico demostró que estas órbitas eran mucho más simples si eran observadas no desde la tierra sino desde
el sol. A principios del siglo XVIII, estos dos descubrimientos fueron combinados por Kepler, el cual había
trabajado con Brahe. Kepler utilizó los cálculos de Brahe y las especulaciones de Copérnico para deducir una
descripción general de tas órbitas de los planetas: por ejemplo, demostró que, visto desde el sol, un planeta
recorre un espacio igual de su elipse en el mismo espacio de tiempo.

Newton y sus contemporáneos operaban a partir de estas generalizaciones empíricas de Kepler cuando
empezaron a buscar un orden más profundo bajo los movimientos de los planetas. Disponían además de una
nueva teoría como arma, porque mientras que Kepler había estado trabajando en el Norte de Europa, en Italia,
Galileo había trastornado definitivamente las concepciones físicas de las obras de Aristóteles, que desde hacía
tiempo eran atacadas en París. En el momento de fundarse la Royal Society, las complicadas ideas griegas sobre
el movimiento, con su conflicto entre tierra y aire, choque y vacío, eran relegadas al olvido. Aún no habían sido
formuladas claramente unas nuevas leyes del movimiento; esta sería la tarea de Newton. Había claras
descripciones de cómo y por dónde los cuerpos se mueven realmente, pero en ellas no se pretendía explicar por
dónde deberían moverse.

2
¿Cuál fue el carácter de la intuición de Newton? ¿Cómo puso en práctica sus grandes dotes y aprovechó la
gran oportunidad que hemos descrito?

Para empezar por donde menos acertó, recordemos que continuó la simplificación que Kepler había

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empezado, pero llevándola de la geometría a la física. Ptolomeo, Copérnico, Tycho Brahe y Kepler, en el fondo
no buscaban nada más que trazar las órbitas de los planetas. Kepler descubrió entre estas órbitas un parecido
más profundo que cualquier otro fenómeno en la astronomía tradicional, ya que para él había semejanza de
movimientos pero también de formas. No obstante, sus órbitas continuaron siendo descripciones, más cuidadas
y concisas que las de Ptolomeo pero ya no universales. Porque incluso cuando Kepler especulaba sobre una
atracción de los planetas por el sol no disponía de ningún principio para relacionarla con el movimiento de los
cuerpos terrestres. Galileo fue quien primero vislumbró esto, y también hubo otros pensadores a lo largo del
siglo XVII que tenían conciencia de qué tipo de principio buscaban; pero fue Newton quien lo formuló, de
repente y completamente. Dijo que el cambio de movimiento es producido por una fuerza, que el movimiento de
los cuerpos, sea una manzana, la luna y la tierra, o un planeta y el sol, es debido a unas fuerzas gravitatorias que
se atraen entre sí. Y sólo él entre sus contemporáneos demostró matemáticamente que, si estas fuerzas son
postuladas de modo correcto, pueden mantener los planetas moviéndose como la maquinaria de un reloj; ellas
mantienen la luna en cu órbita, y las mareas que se mueven bajo el influjo lunar, y la unidad del Universo
entero. Estas aportaciones son de tal importancia que con ellas culmina la astronomía, y sólo constituyen una
parte de las aportaciones totales de Newton a la ciencia. Con todo, nuestro estudio tiene por objeto no tanto los
logros como el pensamiento que los inspiró. En él encontramos la penetrante concepción del Universo como una
máquina; no un modelo sino una maquinaria de relojería. Encontramos también la de las fuerzas motrices dentro
de la máquina: la única fuente de la acción es la gravitación. Existe también el brillante compromiso entre la
descripción de los astrónomos y la causa primera de los teólogos, en la que Newton modeló de una vez por
todas la noción de causa tal como ha llegado hasta nosotros. Ciertamente Newton asimiló suficientemente la
noción aristotélica de la naturaleza de las cosas como para explicar el Universo dando a toda la materia una sola
naturaleza —todo cuerpo tiende a Juntarse con los demás. Y, para terminar, encontramos la extraordinaria
solución de la ambivalencia dentro de toda ciencia, mostrando que se compone misteriosamente de hechos y
lógica, de tal modo que todavía queda más allá de todo análisis.

De todas estas impresionantes aportaciones vamos a separar dos. Una es el desarrollo que hace Newton del
concepto de causalidad, transfiriéndolo de su forma escolástica, por ejemplo, en santo Tomás de Aquino, a la
forma moderna que ahora nos parece tan evidente. Vamos a tratar este tema en este mismo capitulo, y lo
abordaremos a través de una aportación emparentada con este concepto, y que a nuestro parecer es tan
importante como este último: la unión del método lógico con el empírico. Lo que Newton realizó en este punto
se ha convertido en un lugar común del método científico, pero ya no somos tan conscientes de lo que es.

3
Para obrar de un modo científico, de un modo humano simplemente, son necesarias dos cosas; hecho y
pensamiento. La ciencia no consiste sólo en hallar hechos; ni basta con pensar, aunque sea racionalmente. Los
procesos de la ciencia son característicos del obrar humano en el sentido de que se desarrollan a través de la
unión del hecho empírico y el pensamiento racional, de modo tal que pueden ser separados. Hay en la ciencia,
como en nuestras vidas, un continuo ir y venir de descubrimientos reales, y luego de reflexión sobre las
implicaciones de lo que se ha descubierto, volviendo luego a los hechos para comprobar y descubrir —el
desarrollo paulatino de la experimentación y la teoría, un eterno vaivén entre ambos.

La unión de los dos métodos es la base misma de la ciencia. Whitehead, que ya puso de relieve este hecho,
sitúa la fecha de la Revolución Científica en el momento en que Galileo y sus contemporáneos se dieron cuenta
de que los dos métodos, el empírico y el lógico, no tienen sentido separados, y que han de ir reunidos. Según
Whitehead, la Edad Media era tan lógica en sus especulaciones sobre la Naturaleza como lo somos nosotros. No
es como racionalistas que les aventajamos; nuestros éxitos materiales resultan de juntar a su lógica, a cada paso
audaz de la razón deductiva, una vuelta inexcusable a los duros hechos empíricos. El momento en que empezó,
y en que la autoridad del pensamiento y la palabra respondió al desafío del hecho, suele situarse en un
acontecimiento que ocurrió en Pisa. Se dice que Galileo dejó caer un cuerpo grande y otro pequeño desde lo alto
de la torre inclinada, y llegaron al suelo más o menos juntos, contradiciendo irrefutablemente las afirmaciones
de Aristóteles y Tomás de Aquino. Pero raras veces es la Historia tan simple o decisiva. Galileo no realizó este
experimento en Pisa, y quienes lo intentaron fracasaron. Y mientras tanto la lógica proyectaba el experimento.
Algunos espíritus independientes de la avanzada Escuela de Paris dudaban desde hacía tiempo de la afirmación
aristotélica según la cual los cuerpos mas grandes caen más rápidamente. La objeción lógica que presentaban
puede enunciarse así: puesto que tres cuerpos lanzados al mismo tiempo caen uno al lado del otro, es por lo
menos improbable que dos de ellos caigan más deprisa que el tercero simplemente porque estén ligados o
reunidos en un cuerpo mayor. Galileo en sus propias obras cuenta, no los experimentos de Pisa, sino este curioso
experimento teórico.

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No hay que preguntarse demasiado escrupulosamente si tomaremos este acontecimiento o este pensamiento
como la hora cero de la Revolución Científica. Ningún cambio de perspectiva es tan directo como viene a
suponer Whitehead, o tan repentino como a veces podemos haberlo descrito. Los orígenes de la Revolución
Industrial se remontan a los años anteriores a 1760 y los de la Revolución Científica a mucho antes de 1660 o
naturalmente hasta este remoto día, real o imaginario, en lo alto de la torre inclinada de Pisa hacia 1590. Pero lo
que nos interesa no son fechas, sino el evidente cambio sustancial de una perspectiva a otra más actual. El punto
de vista antes de la Revolución Científica estaba de acuerdo con la lógica escolástica aplicada a la naturaleza de
las jerarquías. La Revolución Científica terminó con él: unió lo racional con lo empírico, el pensamiento con el
hecho, el experimento práctico con la teoría, y esto sigue siendo desde entonces el fundamento de la ciencia. De
vez en cuando, grandes científicos especulativos, como Eddington, parecen haber sostenido de nuevo que
podemos deducir todas las leyes físicas sin necesidad de la experimentación. Pero cuando estudiamos sus obras
encontramos que no se trata de una vuelta a la Edad Media, y que lo que pretenden es que las leyes físicas
pueden ser deducidas de experimentos mucho menos rigurosos que los que estamos acostumbrados a considerar
como necesarias.

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Se suele relacionar a dos grandes pensadores de la primera mitad del siglo XVII, uno caracterizado por el
modo racional de abordar los problemas científicos y el otro por el modo empírico de enfrentarse a los mismos
problemas. Descartes es quien proporciona el método de la lógica y Francis Bacon el de la experimentación.
Desde luego ambos hombres contrastan claramente con lo que suelen considerarse los hábitos de pensamiento
en Francia e Inglaterra. Característicamente, Descartes realizó la mayoría de sus trabajos científicos en la cama,
y Bacon murió de un resfriado que cogió, dice Thomas Hobbes, cuando a la edad de sesenta y cinco años
efectuaba un experimento de rellenar de nieve una gallina. No hay duda de que la poderosa influencia de
Descartes tendía a chocar con la inquisitiva escuela inglesa, tal vez más a causa de su rigidez formal que de su
contenido. Hemos señalado antes que Huygens había recibido la influencia de Descartes, al cual conocía desde
muy joven; ésta fue una de las razones que impidieron a Huygens darse cuenta de las verdaderas dimensiones de
lo que estaban llevando a cabo Newton y la Royal Society.

Pero el ejemplo de Descartes era tan fundamental para la formación intelectual de Newton como lo era el de
Bacon. En ciertos aspectos fue incluso más importante, porque la Royal Society estaba saturada de aburridos
experimentos según el gran —aunque en cierto modo caótico— estilo de Bacon. Le faltaba la búsqueda
cartesiana de un sistema, y su fe en que la Naturaleza es siempre y en todas partes semejante y que tiene una
unidad, unidad que para él y Newton estaba representada por la aplicabilidad universal de las matemáticas. La
vida entera de Descartes tomó forma en un momento de intuición en que de repente, a primeras horas de la
madrugada, se le reveló con una inmediatez casi física que la clave del Universo es su orden matemático. Hacia
el final de su vida. Descartes recordaba la fecha de esta revelación. 10 de noviembre de 1619 —cuando tenía
veintitrés años—, y siempre hablaba de ella con el temor de un místico. En cambio, Bacon siempre despreció la
importancia del método matemático, y en este campo su influencia fue perniciosa.

Hemos dicho que los métodos empírico y lógico, en ciencia, han de progresar alternativamente; un progreso
en un campo prepara un nuevo progreso en el otro. Es natural que el método empírico ponga el acento sobre los
hechos, y que advierta al pensador aplicado a problemas teóricos que efectúe sus deducciones a partir de los
mismos. Es natural que el pensador construya un universo y que luego intente ver cuan lejos está en realidad del
mundo empírico. U mayoría de nosotros mostramos una fuerte inclinación hacia lo empírico. Como profanos
intuimos que los hechos son maravillosos y que la teoría resulta siempre difícil, y nos sentimos inclinados a
imaginar a toda ciencia como un proceso lógico que se basa en los hechos y que a partir de ellos deduce algún
sistema que determinan. Esto no es lo que hizo Newton, ni naturalmente, a pesar de que pueda resultar
sorprendente, es el método habitual de la ciencia tal como la conocemos. Al contrario, lo sorprendente es que
creamos que este método deductivo sea utilizado o utilizable.

Lo que Newton hizo rué algo bastante diferente. Tomó de los experimentos de Galileo y otros italianos
algunas nociones generales sobre el comportamiento de los cuerpos: que se mueven en línea recta y a una
velocidad uniforme, y que continúan moviéndose así a menos que una fuerza los desplace, etc. En este sentido el
método puede considerarse deductivo, ya que se encuentra muy cerca del método experimental; sin embargo,
incluso aquí la deducción no encaja con la verdadera descripción del método, el cual exige gran cantidad de
experimentación teórica en la construcción de universos posibles a partir de diversas leyes.

Pero cuando se produce realmente la ruptura es en la etapa siguiente. Newton supuso que las normas

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generales que los cuerpos de tamaño medianamente grande parecen obedecer son verdad para cada partícula de
materia, sea cual sea su clase y tamaño. Después de haber decidido poner en práctica esta idea, construyó por si
mismo un nuevo universo, hecho con los fragmentos más pequeños de la materia, cada uno siguiendo las
mismas leyes o axiomas. Este universo es tanto una construcción como el universo abstracto de la geometría que
Euclides construyó a partir de sus axiomas. Euclides definió un punto, una línea, un plano, y formuló los
axiomas que deben obedecer en sus relaciones mutuas. Luego construyó en una serie de proposiciones un
número más extenso de consecuencias que se derivan de éstas. Lo que hace que perdure todavía nuestra
admiración por Euclides es que este universo abstracto aparece ahora como evidentemente parecido a aquella
parte del mundo real que podemos ver y comparar con nuestros propios ojos. Creemos en sus axiomas, no
porque se deduzcan del universo real, sino porque las consecuencias que descubre a partir de ellos encajan con
este universo.

Este fue también, en cierto modo, el método de Newton, pero éste lo aplicó por primera vez al Universo
físico. Supuso que todo lo que existe en el Universo resulta de la unión de pequeñas partículas, a las que nunca
definió y que nosotros hemos imaginado como los átomos de Demócrito y el poeta Lucrecio. Aunque Newton
nunca hizo tal afirmación, y no podemos asegurar que lo creyera; dudamos que realmente quisiese discutir si
estas partículas podían o no ser divididas en unidades más pequeñas. A pesar de que escribía con gran claridad,
Newton no sabía mantener una polémica y trataba de evitarla, no porque no fuese capaz de advertir las
dificultades con que se enfrentaba su contrario, sino porque en su obra había previsto y resuelto este problema
desde hacía tanto tiempo que no creía no poder ayudar a quien no hubiera resuelto esto por si mismo. Como
consecuencia de ello, Newton era una persona difícil y arisca en sus relaciones con los demás científicos y no se
preocupaba de convencer a nadie que no fuese capaz, de pensar por si solo a través de los naturales, pero
superables, obstáculos.

Newton, pues, edificó su mundo a base de minúsculas y desconocidas partículas que formaban cuerpos tales
como las manzanas, la luna, los planetas y el sol. Según él, cada una de estas unidades es semejante a las demás,
puesto que está formada de estas minúsculas partículas de materia. En cada una de estas unidades compuestas,
las diminutas partículas de materia obedecen las mismas leyes; si están inmóviles, permanecen inmóviles; si se
mueven, continúan moviéndose rápidamente en línea recta hasta que se ven desplazadas por fuerzas externas. La
mayor de todas estas fuerzas es la que hace que cada una de estas diminutas partículas del universo de Newton
atraiga a todas las demás partículas iguales con una fuerza que depende sólo de su distancia, decreciendo de tal
modo que cuando la distancia se dobla, la fuerza disminuye hasta una cuarta parte de su intensidad. Pero cuando
se altera la distancia, la fuerza se altera inversamente al cuadrado de la distancia.

Ahora bien, éste es, evidentemente, un universo ficticio. Es una descripción, y hasta este momento ni
siquiera se ha demostrado que sea una máquina. Es decir, en el actual estado de desarrollo de nuestros
conocimientos no sabemos siquiera si continuará haciendo todo lo que en él descubrimos. Podría simplemente
dejar de moverse, o bien porque todas sus partículas se desparraman alejándose unas de otras para siempre, o
porque todas se precipitan al centro. Hasta aquí sólo disponemos realmente de las definiciones y los axiomas: el
paso siguiente será, como en Euclides, el de desarrollar las proposiciones, o sea las consecuencias de esta
tenebrosa danza entre las fantasmagóricas partículas. Y aquí es donde Newton demostró su capacidad como
matemático. Hooke y otros que ya habían conjeturado la misma descripción no pasaron de la especulación
general porque les faltó la habilidad matemática para desarrollar las consecuencias exactas. En primer lugar, hay
que demostrar que bajo estas leyes un conjunto de partículas que forman una esfera compacta se comporta, en
relación a todo lo exterior a aquélla, simplemente como una partícula pesada en su centro. La simplicidad de las
matemáticas, que hacen posible la astronomía, depende exactamente de este hecho, que a su vez depende de la
gravitación que disminuye según el cuadro de la distancia y no de otro modo. En un universo con otra ley de
gravitación, aunque pudiese discrepar sólo de un modo mínimo de la ley de la proporcionalidad inversa de los
cuadrados de las distancias, los cuerpos celestes no se comportarían como puntos singulares de materia
concentrada, y en general las órbitas planetarias no serían ni estables ni podrían ser calculadas.

Esto no es mas que el primer paso. Newton prosiguió su trabajo y demostró que, como resultado de esta ley,
pueden calcularse las órbitas de los planetas, que son las elipses que Kepler había medido; que las órbitas son
estables y giran como la maquinaria de un reloj divino. Calculó también las mareas y las órbitas de los cometas,
y así fue construyendo poco a poco una imagen del Universo que corresponde a la imagen que del mismo se
forman el marinero, el astrónomo y los veraneantes en la playa de Brighton. De pronto el universo de la
especulación aparece en concordancia con el mundo real, como las manecillas de un reloj que se juntan para dar
la hora en un momento imperecedero.

Esta concordancia es lo que nos induce a creer en la verdad de la imagen newtoniana, y. debajo de ella, en

16
sus leyes. Éstas no son una deducción de la experimentación en un sentido evidente. Su éxito no estriba en que
se derivan del universo real, sino en que adivinan un universo que es esencialmente como el nuestro. Además
este éxito nos permite confiar en el substrato de minúsculas partículas cada una obedeciendo las leyes sobre las
que está construida la imagen newtoniana del Universo. Esta hipótesis sobre las bases de la imagen, esta fe en el
substrato microscópico ha tenido importantes consecuencias para la formación de nuestros métodos y nuestra
metafísica desde entonces; más adelante tendremos ocasión de volver a tratar de todo ello.

5
Cuando describimos la reconstrucción newtoniana del universo estelar, lo relacionamos con el modo
euclidiano de construir algo evidentemente semejante al espacio que nos rodea a partir de una serie de entidades
hipotéticas que se supone obedecen a una serie de reglas simples. Allí donde Newton difiere de Euclides es en
que lo construido debe ajustarse a los hechos observados más fielmente y en más aspectos. Nos sentimos
tentados de decir que los datos físicos son también más inmediatos y más importantes que los dalos de la
geometría. Pero no estamos seguros de que esto no sea una ilusión en la que todos creemos porque la obra de
Euclides ha formado parte del pensamiento civilizado durante más de dos mil años, mientras que la de Newton,
aunque con trescientos años de existencia, despierta todavía en nosotros algo de la sorprendente sensación de
irrefutabilidad en la simplicidad con que aparecía a los ojos de sus contemporáneos. En realidad el hecho de que
la construcción geométrica de Euclides se ajuste a nuestro espacio reside en que se ajuste globalmente a la
estructura física de la descripción de Newton. Pero existe una diferencia. La física de Newton encaja en muchos
más puntos, y tenía que ser revisada y ampliada para conformarse a su época y a los siglos XVIII y XIX. Tenía
que pasar por pruebas experimentales más minuciosas y rigurosas, porque es una construcción que pretende
ajustarse en cada momento a un universo en constante cambio. Y es por este hecho que resulta más difícil y más
profundo que la reconstrucción euclidiana del universo del espacio sin tiempo ni movimiento.

Por esto hemos dicho que el método de Newton consiste en la unión de las dos tendencias de la ciencia, la
racional y la empírica. Aquí se unen la concepción lógica de Descartes con la pasión experimental de Bacon, y
es justo recordar nuevamente que Newton fue un experimentador dotado e incansable. Los Principia nos dan
uno idea exacta de su capacidad intelectual, porque el trabajo experimental sobre el cual se basaba en este
estadio había sido elaborado por otros y era ampliamente conocido. Pero Opticks es una obra impresionante, con
unos rasgos más personales, porque nos transporta de un experimento al siguiente con tal claridad e intuición
que nos vemos reducidos al silencio ante la claridad y la coherencia de su método. Tenemos la impresión de que
aquí no dejó nada importante sin verificar, y además de que no es una simple divagación con el solo objeto de
ver si hay algo aquí o allí. Newton tenía la perspicacia imperturbable, el don de aislar y eliminar cada alternativa
lógica que caracteriza al experimentador profundo tanto como al científico teórico: esto es lo que,
evidentemente, caracteriza al espíritu profundo.

No descubrimos al Joven de Opticks en las moderadas páginas de los Principia, aunque incluso cuando se
publicaron éstos, mucho después de que Newton los hubiera escrito, no tenía más de cuarenta años. Pero la
capacidad es la misma: construir parles hipotéticas y reunirías en un mecanismo que se conformará en cada
estadio con las revisiones experimentales y el mundo real, y también inventar como en Opticks o determinar
como en tos Principia las correcciones críticas: en el punto correcto. He aquí por qué subrayamos la unión del
pensamiento y loa datos empíricos, las corrientes racionales y empíricas que fluyen juntas. La Revolución
Científica fue el punto de confluencia, y, desde entonces, la fuerza del método científico se ha derivado, como la
fuerza del Ródano, de la conjunción de dos corrientes.

6
Otro gran paso dado por la Revolución Científica fue el de dar un nuevo —y claro— significado al concepto
de causa. Los escritores escolásticos de la Edad Medía habían otorgado gran importancia a la discusión sobre la
causalidad. Tomás de Aquino efectuó una impresionante disposición de categorías —las causas inmediatas, las
causas eficientes, las necesarias y la causa primera. Y bajo estos conceptos se halla la noción medieval de que
cada parte de la Naturales está dotada de una voluntad y un carácter humanos, y que se esfuerza por alcanzar un
fin propio. Todas estas causas son aderezos de la lógica; pero la noción de causa y efecto tal como los siglos
XVI y XVIII poco a poco desarrollaron no es una derivación de la lógica. En el siglo XIX, los filósofos
intentaron con grandes dificultades restablecer alguna necesidad lógica, es decir, mental, en la relación de causa
y erecto; la tentativa más sobresaliente en este sentido fue la de John Stuart Mili. Pero en realidad se trató una
vez más de intentar introducir en el mundo físico la actividad del espíritu humano. Es una especie de patético
sofisma de la ciencia, como el patético engaño de la poesía que hace llorar a la Naturaleza, con Milton, por la

17
muerte de Licias.

La noción de causalidad que desde la Revolución Científica nos parece tan natural y evidente no es la noción
de una secuencia lógica. Como los demás grandes principios de la ciencia, como los de que la Naturaleza es
racional y uniforme, su ratificación es de orden meta-físico. De hecho esto significa que es una regla operante
basada en nuestra experiencia del pasado y en el modo cómo organizamos nuestras vidas sobre esta experiencia
en vista de enfrentarnos al futuro. La concepción que tenemos de la causalidad es de que dada una determinada
configuración de la totalidad de las cosas materiales, siempre se desarrollará el mismo acontecimiento
observable. Si repetimos la configuración, siempre obtendremos el mismo acontecimiento que se desarrolla en
ella. Cuando el sol se pone, la recepción radiofónica mejora. Cuando apretamos el interruptor, la luz se
enciende. Cuando el niño crece, aprende a hablar. Y si el acontecimiento esperado no sucede, si la recepción no
mejora o la lámpara no se enciende, o el niño continúa balbuceando, estamos convencidos de que la
configuración de la cual partíamos no es la misma. Ha ocurrido algún cambio, sin duda, y este cambio es
concreto y ha introducido una diferencia concreta en la configuración supuesta, que se había comportado
siempre y en todas las ocasiones del mismo modo. El presente influencia el futuro y, además, lo determina.

Tal es el concepto de causalidad que ha sido elevado al rango de concepto central de la ciencia. Y, en efecto,
jugó un papel decisivo en la clarificación de lo que era nuevo en la Revolución Científica, e hizo que el universo
de Newton fuese diferente del de Aristóteles. Cuando el Universo pasó a ser una máquina, pasó a ser e) dios
dentro de la máquina. Pero vamos a demostrar que se ha sobrevalorado su importancia. Hay otros dos cambios
que a nuestro entender son más importantes; uno es el paso del universo de la voluntad al universo de las
máquinas. El otro es el que hemos señalado con mayor énfasis, es el paso de un universo jerarquizado al
Universo modelado de Newton que se asienta sobre un substrato de partículas indefinidas y de leyes simples,
pero que tañe triunfalmente en cada vuelta sobre las órbitas del universo real. La noción de causalidad es el
armazón esencial de estas nociones, la del Universo como máquina y como modelo. Pero no es la noción
fundamental. Puede ser reemplazada por otros cimientos. Y si no es reemplazada en el momento preciso, puede
inmovilizar la máquina y el modelo. Tal ha sido su proceso histórico, y se manifiesta actualmente en los
problemas de la ciencia y fuera de ella. Es este proceso lo que vamos a estudiar, su historia y su estado actual.

18
IV. El siglo XVIII y la idea del orden

1
La gran obra de Newton había terminado antes de que empezara el siglo XVIII. Le nombraron inspector de
acuñación en 1699. Dirigió su trabajo con energía y cuidado, y porque aprobó el medio penique de Wood en
1720, Swift le convirtió en uno de sus blancos favoritos. Pero ya no hizo más especulaciones atrevidas, excepto
sobre temas como el significado del Libro de la Revelación. Y, puesto que tenia ideas excéntricas sobre la
religión, no hizo fortuna con ellas en Cambridge. Había sido condecorado, pero nunca tuvo una cátedra.

Hemos considerado las aportaciones científicas de Newton como símbolo sólido de toda la Revolución
Científica. Tomamos también su pérdida de interés por la ciencia como un signo adecuado de la decadencia de
la ciencia durante el siglo XVIII. Se produjo una pérdida de fuerza e inventiva, una mella y un embotamiento
del cortante filo de la promesa, lo cual es algo tan sorprendente como lo había sido la aparición de la promesa
misma. La gran efervescencia de 1660, como la rotura de una presa, era sólo un recuerdo. La Royal Society y la
Académie Royale des Sciences habían sido fundadas. Hombres como Huygens, los Bernoullis, Fontenelle,
científicos y vulgarizadores, artistas y escritores, habían llenado sus salas para compartir los nuevos intereses y
las nuevas técnicas. Nunca se había producido semejante llamarada de promesas, que duró hasta el final del
siglo. En 1700, dos de los arquitectos más destacados de Inglaterra eran Christopher Wren y John Vanbrugh.
Uno estaba dando los toques finales a la catedral de San Pablo, y el otro empezaba el castillo de Blenheim. Pero
ya hemos señalado que Wren era también un distinguido matemático, y Vanbrugh había escrito The Relapse,
que es por lo menos una de las más divertidas entre las severas comedias de la Restauración.

Nadie podía prever en aquel momento que la literatura y la ciencia augustianas iban a descender muy pronto
a un nivel muy bajo. La filosofía se volvió pulida y escéptica a la vez, con pensadores de segunda categoría
como Bolingbroke, y también con grandes pensadores como Berkeley y Hume. La actitud del siglo XVIII se
convirtió en un respeto tolerante, cómodo, pero en el fondo profundamente cínico por las viejas instituciones. Es
la actitud de Gibbon frente al Imperio Romano, y es el encanto especial que sentía Boswell por el doctor
Johnson.

No es una actitud útil, y resulta particularmente desalentadora para la ciencia, que es esencialmente
inquisitiva, inventiva y bastante seria. Desde luego, es natural que Swift, en los Gulliver's Travels considerase a
la ciencia como uno de los engaños más ridículos del Cuento de los Mares del Sur. Es natural que Pope y Gay se
burlasen de los buscadores y coleccionistas de fósiles,

Philosophers more grave than wise


Hunt science down in Butterflies;
Or fondly poring on a Spider,
Stretch human contemplation wider:
Fossiles give joy lo Galen's soul,
He digs for knowledge, that all agree
No fish that swims knows more than he!
In such pursuits if wisdom lies?
Who, Laura, shall thy taste despise?1

1
Los filósofos más serios que sabios / persiguen la ciencia en las mariposas; / o escudriñando amorosamente una araña, /
amplían la contemplación humana; / los fósiles alegran el alma de Galeno, / que cava, como un topo, en busca del
conocimiento; / tan doctos en conchas, creen todos / que ningún pez que nade sabe más que ellos! / Si en tales ocupaciones
reside la sabiduría. / ¿Quien, Laura, tus gustos despreciará?

19
Eran los derrotados tories, y era natural que se sintiesen amargados por el triunfo de los científicos, la
mayoría de los cuales eran disidentes y whigs2 La Royal Society no había sido capaz de ignorar al miembro
científico del grupo Scriblerus,3 el doctor Arbuthnot, médico de cabecera de la reina Ana, matemático,
humorista y creador de la figura de John Bull. No obstante, la Society, bajo la presidencia de Newton, pasó a ser
durante veinticinco años, como la sociedad augustiana, una especie de bastión whig.

El descontento de los lories por la ciencia y la erudición es, pues, comprensible; su descontento iba dirigido
a los whigs. Pero, de éstos, los mis sobresalientes, desde Addison y Steele adelante, consideraron la ciencia
como algo poco valioso. Los grandes hombres de cada partido ya no se interesaban por la Royal Society, como
antes Cowley, Waller y Dryden. Y cuando el siglo XVIII se consolidó en una alianza, la Royal Society se
convirtió en un club para amigos y dilettanti en que durante más de cien años los 'científicos constituyeron una
tímida y servil minoría.

En consecuencia, la auténtica ciencia del siglo XVIII era practicada por tipos raros solamente; por
excéntricos como Cavendish o los anticuarios de Oxford, por unitarios y quákeros de las Midlands, y por
técnicos ignorantes como James Brindiey que trazaron todo el sistema de los canales ingleses pero nunca
aprendieron a pronunciar «navegación». El siglo acabó dividiéndose en dos campos reaccionarios; los
reaccionarios literarios y, bastante a pesar suyo, los reaccionarios científicos. Éste es el origen de la errónea
oposición entre ellos, oposición que todavía hoy sufrimos nosotros.

2
¿Qué fue lo que originó esta imprevista inversión? Existen al menos tres causas. Primero, en el siglo XVIII,
Inglaterra había sido una nación marinera, y como en Holanda, las ciencias de la navegación (la astronomía, la
hidráulica, la óptica y la relojería) dominaban ampliamente. Carlos II fundó el observatorio de Greenwich pocos
años después de la fundación de la Royal Society. Pero si Inglaterra hubiese continuado siendo una nación
marinera, habría decaído como Holanda durante el siglo XVIII. Lo que le permitió crecer inmensamente más
allá de sus dimensiones marineras fue el hecho de que fuese también una nación manufacturera. Desbancó a
Holanda y Francia en la conquista del mundo porque producía lana, hierro y carbón, y con ellos los medios para
usar el algodón. La Royal Society no ignoraba esto. Sus primeras reuniones habían versado sobre el estudio de
actividades prácticas: tintorería, acuñación de moneda, fabricación de armas y técnicas de refinación, la
campana de inmersión y la estadística de población. Pero aunque la Society se daba cuenta de estas necesidades,
no podía satisfacerlas. Las nuevas técnicas serian creadas por hombres que practicaban su oficio en sus propias
casas: personas sencillas, prácticas y no muy respetables. En el siglo XVIII, hubiera sido necesaria una sociedad
muy enérgica para reclutar a estos hombres, y para vencer los obstáculos sociales que se oponían a su entrada.
Ante la alternativa, la respetable Royal Society cayó de modo natural y sin ofrecer resistencia en manos de los
hidalguillos.

La segunda desventura de la ciencia fue precisamente el éxito espectacular del sistema de Newton en la
astronomía. El alcance y la finalidad de su sistema, que como la diosa de la sabiduría, pareció a sus
contemporáneos que surgía totalmente hecho de un solo cerebro, constituye un ejemplo evidente. A partir de un

2
Tory (forajido irlandés = anglicano y fiel al rey): Partido político formado en 1679, contrario a la exclusión del duque
de York (Jaime II), se puso al lado de los Stuarts después de 16S9, aceptó a Jorge IV y el orden establecido entre la Iglesia
y el Estado, se opuso al Reform Bill de 1832 y desde entonces este nombre ha sido identificado con el partido
conservador.

Whig (designación irónica para los campesinos escoceses = burgués y adversario de los Stuarts): Partido político
fundado en 1679; después de la Revolución del 1689, partidario de la subordinación del poder de la corona al del
Parlamento y las clases altas, voló a favor del Reform Bill, y en el siglo XIX fue sustituido por el partido liberal. (N. del
T.)

3
El Club Scriblerus era un grupo literario ingles constituido en 1713 para satirizar los «falsos gustos por el saber». Entre
sus miembros se contaban Gay, Pope, Swift y el citado Arbuthnot, autor de unas Memorias del Club de Martinus Scriblerus.
(N. del T.)

20
rompecabezas de observaciones e hipótesis de trabajo había formado un sistema único ordenado sólo por las
matemáticas y unos cuantos axiomas; ordenado, parecía, por un decreto divino, la ley de la proporcionalidad
inversa de los cuadrados de las distancias. Éste era el problema tradicional de los pueblos mercantiles desde los
tiempos bíblicos, y su solución no estaba desprovista de sentido para toda persona culta. Esta solución era
notablemente sencilla; todo el mundo podía entender la ley de la proporcionalidad inversa de los cuadrados de
las distancias. Desde el momento en que se vio que este rayo de luz bastaba—

Dios dijo, ¡Sea Newton!; y Todo fue Luz

—desde este momento se tuvo la idea de que se trataba simplemente del orden de Dios. Cinco años habían
transcurrido desde la publicación de los Principia cuando el doctor Bentley, el famoso erudito en temas clásicos
y tirano del Trinity College, pidió a Newton y obtuvo su consentimiento para interpretar las leyes de la
gravitación universal como el ejemplo decisivo del designio divino. El resultado fue que lo que había sido un
dinámico descubrimiento se convirtió pronto en una rígida prisión del sistema. Para los pensadores del siglo
XVIII, por lo menos en Inglaterra, quedaba establecido de una vez por todas. Ninguna idea nueva, por ejemplo
la do energía, podría desarrollarse en él; en todo caso tenía que venir de fuera. Es sintomático que la obra de
Newton en astronomía fuese ampliada y completada durante el siglo XVIII no en Inglaterra, sino en Francia,
donde Voltaire la había considerado como un sistema sin Dios. Incluso el descubrimiento matemático de
Newton del cálculo permaneció intacto en Inglaterra, mientras que en el resto de Europa todos los matemáticos,
B partir de Leibnitz, lo utilizaban para desarrollar sus teorías.

3
Esto nos lleva al tercer descubrimiento de la ciencia del XVIII, descubrimiento que a nuestro parecer es el
más interesante. Una ciencia que ordena demasiado pronto su pensamiento se ahoga. Por ejemplo, las ideas de
los epicúreos sobre los átomos, dos mil años atrás eran bastante razonables; pero sólo perjudicaron a una física
que todavía no estaba en disposición de calcular la temperatura y la presión, y que no podía formular las leyes
básicas que las rigen. Sin embargo, una vez más, la esperanza de los alquimistas medievales de que los
elementos podrían ser cambiados no era tan fantástica como se suponía. Pero no hacía más que dañar a una
química que aún no podía entender la composición del agua y la sal.

La ambición de los sistematizadores del siglo XVIII era la de imponer una finalidad matemática a la historia,
la biología, la geología, la minería y la hilatura. Era una ambición errónea y muy perniciosa. Una ciencia es una
descripción del Universo o, mejor, un lenguaje para describirlo. Cuando una ciencia ha sido estudiada durante
tanto tiempo como la astronomía, puede desarrollar una descripción concisa en el enunciado de unas leyes como
las formuladas por Newton. Pero antes de que esto pudiera ocurrir tenían que existir las observaciones, no sólo
de Tycho Brahe y Kepler, sino de los árabes, los griegos e incluso de los babilónicos. Hasta que la ciencia no ha
pasado por un largo proceso de observación y prueba, no puede desarrollar un sistema de ordenación de sus
observaciones; y no es más que una simple presunción el intentar ajustarías a un orden tan ambicioso como el de
Newton.

Ciertamente no tenemos por qué pensar que el método matemático sea siquiera apropiado a todo tipo de
ciencias. Pero no nos podemos parar a discutir esto en este contexto. Aquí, lo cierto es que, incluso donde el
método de axiomas que rigen un substrato de partículas o acontecimientos elementales es apropiado, no puede
ser en absoluto hasta que la ciencia haya acumulado un número excepcionalmente elevado de observaciones. En
el siglo XVIII ninguna ciencia, con excepción de la astronomía, había alcanzado este requisito. En realidad no
existía ninguna otra posibilidad para el método matemático.

Por lo tanto, el progreso importante de la ciencia en el siglo XVIII se realizó, no bajo la dominación de los
matemáticos, sino imprevisiblemente por dos tipos de artífices empiristas. Existían los inventores autodidactas
de que ya hemos hablado, como Brindiey y los Wedgwoods, la familia Darby y James Watt. Existían también
los naturalistas y coleccionistas, los aficionados excéntricos, de quienes estaba de moda burlarse. Eran hombres
como sir Hans Sloane, cuya colección fue el origen del British Museum, y simples observadores de la
Naturaleza como Gilbert White de Selborne. Eran viajeros que volvían de Italia con antigüedades y con
inscripciones de Turquía. Thomas Jefferson, el político americano, es el modelo del científico naturalista y
coleccionista de la época. Coleccionaba de todo, desde pedernales hasta lenguajes de los indios americanos, lo
observaba todo, desde las plantas de América hasta la Revolución Francesa, y era al mismo tiempo un gran
humanista.

21
En Inglaterra, esta personalidad y la del inventor industrial se combinaban en las pequeñas sociedades
dirigidas por destacados manufactureros de las Midlands y el Norte. Estas asociaciones eran la Manchester
Literary and Philosophical Society, que protegió al químico Dalton, y la Lunar Society of Birmingham, donde se
reunían hombres como Joseph Priestley y Josia Wedgwood y probablemente Wilkinson y Edgeworth. Erasmus
Darwin, el abuelo de Charles Darwin, era miembro de la Lunar Society. Sus notas sobre botánica, escritas en
verso, con temas como Los amores de las plantas, fueron la primera nueva acometida contra las rígidas
enseñanzas de la época.

4
La botánica es el mejor ejemplo del orden nuevo que empezaba a descubrirse en las ciencias no
matemáticas. Todavía hoy sigue siéndolo la obra de una serie de naturalistas, entre ellos del sueco Linneo, quien
estableció en el siglo XVIII el sistema de clasificación por familias y especies en el que se basa aún hoy. ¿Qué
clase de orden buscaba Linneo? ¿Por qué su orden pareció, de un modo tan evidente, más razonable que, por
ejemplo, una clasificación de las flores según sus colores?

Esta es la pregunta más difícil que tiene planteada la ciencia. La noción de orden no puede ser definida sobre
ninguna base, excepto la de su éxito. No puede aplicarse en absoluto a una ciencia de un modo apriorístico.
Evidentemente, no es disparatado clasificar las llores por sus colores; al fin y al cabo las flores más azules
suelen ser asociadas a climas más fríos y mayores altitudes. De antemano, no hay ningún inconveniente en este
sistema. Simplemente no sirve de un modo tan conveniente como la clasificación por semejanzas de familia de
Linneo.

El orden es la selección de una serie de rasgos frente a otra porque proporciona una idea mejor de la realidad
que se oculta tras los rasgos visibles. La ciencia es un lenguaje ordenado para describir algunos hechos y
predecir otros parecidos. El orden es una selección de rasgos, y toda selección implica en sí misma, e impone,
una interpretación. Si escogemos con fortuna un orden, como hicieron Linneo y sus contemporáneos, llevamos
naturalmente a la ciencia al descubrimiento, primero, de la evolución, y luego, del camino de los mecanismos de
la herencia. Si escogemos una prudente clasificación de los elementos químicos siguiendo un orden, como lo
hace la tabla periódica de Mendeleev, nos conduce paulatinamente a las teorías de las moléculas y las
estructuras atómicas. En cada caso, nuestra opción ha sido una interpretación inconsciente, del mismo modo que
el escritor realista interpreta la vida con el sólo acto de escoger la porción de la misma que el ofrece tan fiel y
depresivamente.

Tenemos mucho que aprender de estos humildes órdenes de los naturalistas del XVIII. Sus originales
espíritus estaban notablemente libres de prejuicios teóricos, tenían que estarlo para resistir e) prestigio del
método matemático. Así, construyeron el lenguaje de su ciencia del modo más humano, como la formación de
una personalidad. No podemos cambiar de personalidad, sólo podemos desarrollarla. SÍ somos inteligentes,
aprendemos ininterrumpidamente durante toda nuestra vida, y vamos ajustando lo nuevo a lo que hemos
aprendido antes, poco a poco, Al final de nuestra vida tenemos una plena y ordenada personalidad en que el
muchacho, el estudiante, el fanático y el amante perduran todos y a la vez son ampliados y completados. Tal es
el orden del coleccionista, del biólogo y del historiador: el tipo de orden que llena The Golden Bough de Frazer
con, por ejemplo, la sensación de gente ocupada en seguir sus propias costumbres, de las cuales realmente
gozan. Es un orden que los demás científicos y humanistas podrían envidiar.

5
El paso importante de toda ciencia es la construcción de un primer orden razonable en sí y basado en los
datos experimentales conocidos. Esto aparece claramente en el orden que Linneo y otros establecieron en
botánica, y que habría de tener más larde profundas repercusiones en la teoría de la evolución y luego sobre la
genética. Pero también resultó importante para las demás ciencias que en el siglo XVIII no habían efectuado
todavía una ordenación del material procedente de sus observaciones, a pesar de que algunas de ellas eran ya
viejas. Encontramos los ejemplos más sobresalientes en las demás ciencias biológicas, por ejemplo, la más
importante, la medicina. Su historia se remonta hasta la prehistoria; ya entonces se conocían operaciones
quirúrgicas como, por ejemplo, la trepanación; a partir de Grecia ya adquiere un elevado rango, luego atrajo el
interés de algunos de los hombres más brillantes del Medioevo y del Renacimiento, especialmente entre los
árabes y judíos del Norte de África y España. Durante el siglo XVII se efectuaron en este campo grandes
descubrimientos, por ejemplo. William Harvey descubrió la función del corazón como bomba. Desde luego la
medicina disponía ya de un sistema. Palabras que todavía utilizamos, como «flemático» y «apasionado», dan

22
testimonio de la profunda y duradera influencia del sistema de los cuatro humores o fluidos corporales, porque
la teoría de los humores no fue la base de los tipos psicológicos a que las comedias de Ben Jonson nos han
familiarizado. Fue una teoría de tipos médicos, basada a su vez en la de los cuatro elementos que indicamos
antes.

La teoría de los humores era un intento de analizar las enfermedades y temperamentos en uno o más de
cuatro tipos generales: sensual, melancólico, optimista y apasionado. Lo disparatado de esta teoría era que
intentaba basar un sistema sobre unos hechos que no hablan sido suficientemente observados; y con el tiempo
llegó a conformar las observaciones mismas según el sistema. En el siglo XVIII los médicos que seguían esta
teoría no podían imaginar otra cosa más que reducir sus observaciones a menos tipos todavía que los cuatro
clásicos. Vamos a tomar, como ejemplo, la figura de un hombre, no porque esté fuera de lugar, sino porque fue
un hombre de maneras bruscas y temperamento tenaz que afirmó sus ideas de un modo más rotundo que sus
cautelosos colegas. El doctor John Brown de Edinburg fue una fuerte personalidad, algo así como un ave que
vuela contra el viento huracanado de la medicina, pero también fue uno de sus miembros más distinguidos y un
hombre que realizó verdaderas aportaciones en el campo de los diagnósticos y técnicas médicas. En 1780, el
doctor John Brown declaró que todas las enfermedades tienen una o dos causas. Se deben, o bien a la tensión de
las partes sólidas del cuerpo, o a su relajamiento. Por lo tanto sólo hay dos tipos de tratamientos; uno, soporífero
para la tensión, y otro estimulante para el relajamiento. Esta teoría se conoce todavía con el nombre solemne de
Brunooiana. El soporífero recomendado por el doctor John Brown era láudano, y el estimulante el güisqui.

Estas teorías desatinadas ridiculizaron la medicina y convirtieron al médico en curandero: aplicando


sanguijuelas, drogando y aserrando, curando al obispo Berkeley con esencia de brea y matando a Oliver
Goldsmith con polvos para la fiebre, todo ello siguiendo unas normas que eran simplemente fantásticas. Los
grandes adelantos de la medicina de finales del siglo XVIII eran de un tipo muy diferente. Fueron observaciones
escrupulosas del conjunto de los síntomas que caracterizan una enfermedad y no otra. Al final los médicos
determinaron una enfermedad y la definieron; dejaron de llamarla fiebre y la distinguieron como tifus, malaria o
gripe. Esta actitud modesta, pero práctica, dio un sentido al diagnóstico y luego a la experimentación y a la cura
específica. Tal actitud es típica de las mejores obras del siglo, hechas con paciente observación y orden que no
deben ser menospreciadas ante las conquistas de la astronomía. Podemos ver sus frutos en el proceso que
condujo a la demostración de que existía una relación entre la viruela y la vacuna, y a la búsqueda de un
tratamiento preventivo, primero por infección y luego mediante inoculación —desde lady Mary Wortiey
Montagu a principios del siglo XVIII al doctor Jermer a finales del mismo siglo, en 1796.

Este trabajo de exploración alcanzó una unidad y fue terminado en el siglo siguiente. Los geólogos y los
buscadores de fósiles habían estado sondeando durante un siglo antes de reconstruir la capa terrestre, que
sorpredió y alarmó al mundo religioso de principios del XIX. Cincuenta años más larde las cuidadosas
observaciones sobre el mundo animal y la botánica coincidieron de modo tan repentino como incómodo. Linneo
había clasificado estas observaciones por lo que libremente hemos llamado semejanza de especie. Darwin
proporcionó los fundamentos para lo que son literalmente semejanzas de especie. Las semejanzas ya no eran
puramente un método de clasificación, sino que aparecieron de pronto como las huellas de sus causas históricas.

Al mismo tiempo se produjo un ensanchamiento de las demás ciencias experimentales, tanto físicas como
biológicas. En el siglo XVIII, la física, la química, la electricidad y la ingeniería no habían alcanzado la
sistematización, y ésta fue una de las razones por las que no tenían el aplauso de un público. El fabricante y el
técnico eran sus propios experimentadores, y su incansable interés creó la Inglaterra industrial al tiempo que las
nuevas ciencias. Sólo hay que recordar la casa Boulton & Watt, que fabricó las máquinas de vapor en
Birmingham. Desde 1780, ambos socios se contaban entre tos más destacados hombres de ciencia ingleses y
consiguieron introducirse en la Royal Society a pesar de sus simpatías por los radicales. Más aún, fueron
capaces de introducir en esta Sociedad un tercer miembro, William Murdock, el cual había entrado en la firma
como un trabajador, llevando un sombrero de madera que él se había hecho en un tomo para demostrar lo que un
hombre hábil podía hacer con sus manos. Éstos fueron los hombres que reemplazaron las ciencias físicas en la
Lunar Society y los Mechanics' Institutes y todos los pequeños clubs de personas disconformes y de habilidades
e ingenio destacados.

Una vez más, lo que hoy nos resulta peculiar del siglo XIX es lo que se hizo en el trabajo experimental,
perfeccionándolo y unificándolo en un orden único. Dalton reveló las bases físicas del comportamiento de los
elementos químicos, y Humphry Davy sus bases eléctricas. Faraday descubrió el nexo entre movimiento
mecánico y corriente eléctrica. A mediados de ese siglo se difundió la creencia de que todas las formas de
energía son en el fondo idénticas. En 1860 Clark Maxwell formuló matemáticamente esta creencia e hizo por la
física tanto como Newton había hecho por la astronomía doscientos años antes. Otro optimismo firme, racional,

23
como el de la época de Walpole pareció que descendía sobre la Inglaterra de la reina Victoria.

6
La época de que hemos hablado, aproximadamente el siglo y medio que va del 1730 al 1880, es una de las
más viólenlas de la historia mundial. Federico el Grande dio comienzo al expansionismo de Prusia, el viejo Pitt
tomó el Canadá y la India de manos de los franceses, los Estados Unidos de América fueron creados después de
dos guerras; la Revolución Francesa y sus secuelas bélicas iban a cambiar Europa; reforma y reacción, carlismo,
revolución y represión se sucederían alternativamente, y la época terminaría con la aparición del Imperio
Alemán y la industria. Pero bajo estos cambios políticos ocurrieron transformaciones igualmente grandes en las
vidas y preocupaciones de las sociedades que los sufrieron. Europa pasó de un conjunto libre de países agrícolas
a la dura rivalidad entre Estados, en cada uno de los cuales la industria modelaba las formas de vida y de
gobierno. En Inglaterra, la Revolución Industrial determina este periodo. En el momento en que el príncipe
consorte inauguraba la Gran Exposición del Palacio de Cristal de Hyde Park en 1851, no podía encontrarse casi
nada que pudiese haber sido visto o incluso imaginado en Strawberry Hill cuando Horace Walpole se estableció
allí cien años antes. En este espacio de tiempo la población de Inglaterra se había elevado de seis a dieciocho
millones. Las desperdigadas aldeas donde unos trabajadores manuales y sus hijos hacían vestidos, clavos y
sombreros con pieles de castor en el West Riding y las Midlands, habían crecido hasta convertirse en las
ciudades industriales de Leeds, Sheffield, Manchester, Birmingham y Liverpool. El carbón, el hierro y el
algodón, se habían convertido en la espina dorsal de Inglaterra, cuya base anterior había sido la lana y la
agricultura de campo abierto.

Los inventos que transformaron el país a finales del siglo XVIII fueron la fundición del acero mediante el
carbón, la máquina de vapor, el torno de hilar, el telar mecánico y los procesos de fabricación. Tanto éstos como
los progresos en agricultura que se realizaron al mismo tiempo fueron descubrimientos técnicos. Hasta cierto
punto, pues, estaban basados en los descubrimientos científicos del siglo XVII. Pero sólo hasta cierto punto: no
hay mucho de tales descubrimientos en la estructura de un telar de Arkwright o incluso en la máquina de vapor
que Leonardo da Vinci no hubiera comprendido. No, el resultado importante de la Revolución Científica estribó,
no en descubrir los medios que hicieran posibles estas máquinas, sino en preparar el clima para su aparición. Lo
que ocurrió a partir de 1660 fue que el interés por tales inventos había crecido enormemente. Heargraves, que
inventó el tomo para hilar, era tejedor. Cartwrigth era párroco cuando inventó el telar mecánico; y el experto en
canales, el duque de Bridgewater, era propietario de una mina de carbón. Estos hombres se diferenciaban de
otros como ellos cien años antes, no tanto por sus conocimientos e ingenuidad como por su temperamento. Les
resultaba natural pensar en la mecánica de la industria y en su financiamiento. Arkwrigth, que era barbero, y
bastante pendenciero, no tenía en realidad ningún otro conocimiento profundo que lo que llamaríamos capacidad
para la administración de empresas. Veía la fábrica misma como una máquina, y la industria como una especie
de casa de la moneda.

Estas transformaciones tuvieron lugar muy rápidamente y en muchos campos que no hemos intentado seguir
en esta obra. Tampoco queremos buscar sus causas primeras; nunca ha resultado claro cómo la Revolución
Industrial se desarrolló tan rápidamente y en tales proporciones. Lo que nos interesa es la relación de la
Revolución Industrial con los conceptos de la ciencia. La ciencia no engendró la Revolución Industrial. Ni tan
siquiera la provocó, porque este trabajo quedaba más allá de las posibilidades mismas de la ciencia en el siglo
XVIII; no poseía un conocimiento seguro que pudiese ayudar a John Roebruck a hacer ácido sulfúrico en
Edinburgh o a Benjamín Franklin a hacer volar una cometa en una tormenta eléctrica, o a que el más inspirado
de los aventureros americanos, el conde Rumford, concibiese en Munich el ánima estriada del cañón. Lo que la
ciencia hizo por estos hombres, y por miles como ellos, trabajadores en minas, molinos y talleres, fue despertar
su interés, Ya no veían el mundo como algo fijo o vigilado, sino como hecho y ordenado por el hombre, y en
cada parte del mismo veían la máquina. Esto es sorprendente, incluso en la imaginación de los místicos de la
Revolución Industrial. Los escritos de Swedenborg nos recuerdan que había sido un experto en metales y minas,
y que los libros proféticos de Blake están llenos del simbolismo de las ruedas que giran sobre otras ruedas; las
buenas ruedas van de acuerdo con el sol, y las malas contra él. Una de las aficiones favoritas entre los
pitagóricos y cabalistas, y los que pretendían leer el futuro en las pirámides, había sido siempre la de relacionar
acontecimientos y nombres con números. Pero fue lo que hizo, de modo característico, el testarudo socio de
Watt, Boulton, quien dedujo un sentido místico y de destino del año de su nacimiento, 1728, porque éste es el
número de las pulgadas cúbicas del pie cúbico

24
V. El siglo XIX y la idea de causalidad

1
Nos estamos acercando a los problemas centrales del método científico actual, y no queremos ahorrarnos
dificultades para mostrar claramente lo que aquí está en cuestión. En numerosos problemas científicos la
dificultad estriba en enunciar el problema correctamente; una vez hecho esto, casi siempre surge la respuesta por
si misma. Esto es cierto al menos en los problemas filosóficos, pero sobre todo es cierto respecto a los
problemas de método, que es lo que ahora nos ocupa.

Por esta razón queremos estar seguros de que nunca perdemos de vista los pasos mediante los que la ciencia
ha llegado a suponer que todas las leyes deben estar estructuradas de forma causal. Estos pasos constituyen una
secuencia importante, y el dominio de las leyes causales surge sólo al final. No tenemos por qué dar por
supuesto que la ciencia sea necesariamente y sólo la búsqueda de las leyes de causa y efecto.

La ciencia empieza con la creencia de que el Universo está ordenado, o mejor, de que puede ser ordenado
por el hombre. Esta ordenación consiste en disponer las cosas según grupos, no de cosas idénticas, sino de cosas
que parecen ser o comportarse de modo semejante. Decimos comportarse de modo semejante porque la
actividad de ordenar no se desarrolla como tal, del mismo modo que se dice que Adán puso nombre a los seres
vivos simplemente quedándose quieto y pronunciando las palabras adecuadas. Es una actividad experimental
basada en la comprobación y el error. Desde un principio debemos poner de relieve su carácter empírico, porque
no puede establecerse la distinción entre lo que es semejante y lo que no lo es sin someterlo a una comprobación
empírica, de modo que la ordenación de cosas en estos grupos concuerde y se ajuste al tipo de mundo y de vida
que estudiamos. En particular, creemos que las cosas se asemejan en ciertos aspectos importantes y no en otros
antes de establecer un grupo en el que reunirías. Creemos que es más importante, útil y agudo, establecer el
grupo de los mamíferos que el de los seres que nadan o ponen huevos, incluso cuando esto crea anomalías como
la ballena o el ornitorrinco. Ordenamos por semejanza, y escogemos aquellos rasgos que en principio creemos
más importantes y que luego comprobamos que realmente lo son.

Hemos de considerar, por otra parte, que la ciencia estudia siempre procesos mecánicos. Esto no quiere decir
que su acción tenga que parecerse a algún conjunto imaginario de palancas, poleas, resortes, imanes, dinamos y
lámparas. Ninguna construcción de este tipo podría imitar el comportamiento del éter en la física de Clerk
Maxwell; pero no fue por esta razón por la que se dejó de lado el éter. Fue abandonado porque resultó que no
tenía propiedades que pudiesen ser inscritas en las del espacio. Y ninguna construcción mecánica semejante
puede reproducir las propiedades del espacio tal como las imaginamos hoy; no obstante, no suponemos que el
espacio pueda ser de otro modo más que mecánico. Un mecanismo en ciencia es un concepto con unas
propiedades determinadas que pueden ser determinadas, que pueden ser aisladas y reproducidas en el espacio y
en el tiempo, y cuyo comportamiento puede ser predicho. Y con ello no queremos decir que este
comportamiento esté determinado en cada caso particular. Las leyes de la herencia tal como fueron formuladas
por Mendel mostraban un mecanismo, aunque no pretendían predecir el color del resultado de un cruce de
guisantes rojos y blancos. Muestran un mecanismo aunque incluyan específicamente cruces causales entre los
genes. No hay nada en nuestro concepto de mecanismo que excluya del mismo una elección hecha lanzando una
moneda al aire o recurriendo a una tabla de números fortuitos, o prediciendo el futuro de tal forma que diga que
existen tres posibilidades entre diez de que haga buen tiempo. Y desde luego la modificación de la herencia que
Lamarck sugirió a finales del siglo XVIII es igualmente un mecanismo, porque también postula que los procesos
biológicos pueden ser aislados de la irrupción arbitraria de factores desconocidos, y pueden ser reducidos por los
llamados agentes a una secuencia de operaciones, que siguen unas leyes ejecutadas por estos mismos.

El mecanismo, repite; el modelo, imita. El postulado del mecanismo es de que desde los mismos orígenes
llegará siempre a los mismos fines. No es necesario que exista sólo un fin, pero si hay más, tienen que ocurrir en
proporciones repetibles a lo largo de ensayos repetidos. El modelo da lugar tras el mecanismo a un mundo
hipotético sometido a los mismos desenlaces. En el modelo se muestran los pasos por los que se alcanzan estos
fines desde el principio. Es decir, el modelo define una serie de unidades fundamentales, y establece leyes o
axiomas que deben obedecerse; muestra también que, si el mundo real fuese el conjunto de estas unidades, que
siguen estas leyes, entonces su comportamiento coincidiría con lo que observamos. En el ejemplo que hemos
tomado de Mendel, el mecanismo dice simplemente que el cruce de la progenie de guisantes rojos y blancos

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produce una nueva generación de guisantes rojos y blancos en una proporción casi constante, y, por tanto,
empíricamente, podemos predecir la proporción una sobre tres. El modelo postula un modo mediante el cual la
Naturaleza no alcanza esta proporción, pero a través del cual podría alcanzarla. Por esta razón postula los genes
y sus leyes de clasificación casual. Desde luego, tanto el modelo como el mecanismo puede inducir relaciones
de opciones casuales. Un modelo no necesita estar sujeto a las leyes de causa y efecto.

2
No obstante, la idea de causa y efecto ha llegado a tener una poderosa influencia sobre nosotros. Nos resulta
difícil sustraernos a su poder, incluso cuando reflexionamos de modo consciente y con sumo cuidado sobre
problemas científicos. Y, de modo consciente, caemos en ello una y otra vez. Así se ha convertido en nuestro
modo natural de considerar todos los problemas.

La razón por la que esto sucede ha de buscarse en el éxito obtenido por los científicos Victorianos al tomar
el principio de causa y efecto como principio rector. Hemos hablado bastante del fracaso de las ciencias
formales del siglo XVIII para desarrollar la biología o los nuevos trabajos experimentales en física, química,
electricidad y magnetismo. Lo que entonces necesitaban estas ciencias era un mayor número de datos obtenidos
por observación o experimentación. Pero el siglo XIX fue capaz de construir a partir de este trabajo
preparatorio, y creando una unidad en el gran cuerpo de las ciencias físicas y biológicas de principios de nuestro
siglo.

Se había creado la unidad en cada uno de estos campos del conocimiento introduciendo el principio
ordenador de causa y efecto. Esta idea se apoderó de los Victorianos. Se convirtió para ellos en el centro del
método científico, tal como lo había sido para los contemporáneos de Newton, de quienes, naturalmente, la
habían tomado. Lo que había impresionado a los contemporáneos de Newton, y que los había apartado de los
demás campos científicos, había sido su éxito al introducir las Causas en el cielo nocturno. Los .planetas están
obligados a seguir sus órbitas, dijo Newton, por una especie de elástico celestial invisible: la fuerza de la
gravitación. Y, ¡por Júpiter!, ese simple modelo de las causas fue válido.

Ahora, el siglo XIX se veía alentado por éxitos del mismo tipo, sobre todo en física, hasta el punto que llegó
a reclamar un mecanismo de causa y efecto en cada ciencia. Esto aparece claramente en la diferencia entre los
descubrimientos en geología y biología que hemos indicado. A principios de este siglo, la geología no había
dudado en poner en entredicho la historia bíblica de la creación, sin ofrecer en su lugar una explicación más o
menos precisa de causalidad. Se creyó que bastaba con la evidencia de las rocas. Cuando los creyentes objetaron
que Dios podía, al fin y al cabo, haber sobrepuesto los estratos y esparcido en ellos los fósiles, los geólogos no
creyeron necesario demostrar esta teoría, ya de por si imposible; se contentaron con considerarlo una locura:
simplemente no coincidía con su idea de cómo un universo racional debe funcionar. La visión que tenían de la
Naturaleza es la que Einstein ha establecido en la observación de que Dios es ingenioso pero no malicioso.

Pero los biólogos se mostraron más cautelosos. La mayoría creía en la evolución; o sea, que las especies
deben su semejanza a un origen común. Pero ninguno se atrevía a admitir esta idea hasta conocer algún
mecanismo de causalidad que pudiese haber producido las diferencias y las semejanzas. Charles Darwin no
inventa la teoría de la evolución: su abuelo ya la conocía. Lo que buscaba era una explicación mecanicista de la
evolución: el mecanismo de la selección natural. Darwin se dio cuenta, como él mismo dice, «de pronto e
inesperadamente», de que la evolución quedaba explicada si suponemos que el medio ambiente es la causa de
que los animales mejor adaptados al mismo sobreviven frente a sus rivales —la lucha por la existencia. Una vez
Darwin hubo propuesto esta idea de causalidad, la teoría de la evolución fue aceptada por todo el mundo, y
pareció la cosa más natural del mundo llamarla la teoría de Darwin.

Doscientos anos más tarde, pues, el método de Newton, el método basado en la explicación causal y
mecánica de los fenómenos, se había convertido en el método típico de toda ciencia. No se concebía ningún otro
método; cualquier otro orden era considerado un substituto momentáneo. Había muchas ciencias, como las que
hemos descrito, en que esta exigencia de un sistema causal tuvo resultados admirables. Pero hubo otras para las
cuales tuvo resultados desastrosos. No hay más que echar un vistazo a la economía. No se ha convertido nunca
en una ciencia empírica porque nunca se ha recobrado de la fatal razonabilidad de La riqueza de las naciones,
de Adam Smith. Lo mismo ha ocurrido con la psicología. En ésta, la palabra causa ha sido traducida por motivo
o impulso, y efecto por conducta. Los sistemas mecanicistas que se han construido sobre esta base no
representan ningún avance en relación con la antigua teoría de los humores.

26
Este ejemplo no es desatinado. Todos estamos muy condicionados por la relación de los motivos con la
conducta. Desde el renacimiento romántico, la literatura occidental ha estado condicionada casi exclusivamente
por ella. Pero ningún observador sensible puede contentarse con los crudos análisis de los motivos que todavía
pasan por científicos. Es por esta razón que los escritores se han sentido como escribiendo a contracorriente de
las idas científicas. Se han retratado a ellos mismos y sus héroes como excéntricos o rebeldes, como almas
perdidas o acosadas en un mundo que las va cercando. Esto les ha dado el aire de pesimismo que domina la
novela, desde Thomas Hardy a Virginia Woolf.

3
Aquí nos enfrentamos con el problema más acuciante y profundo que la Naturaleza nos ha planteado desde
la Revolución Científica. Y, precisamente, lo que le da un cariz terrible y a la vez sugestivo es que no se trata
sólo de un problema técnico del método científico. Hay un problema en un rincón de la metafísica sobre el cual
lodos somos capaces de pensar y libres de hablar; en todo caso, somos libres de pensar si queremos pensar. Una
de las dificultades de discutir llanamente sobre temas científicos es, por regla general, la de que no existe un
lenguaje común que permita al científico y al hombre de la calle discutir sobre cuestiones científicas. En cada
generación, los temas más candentes son, por esta razón, aquellas raras excepciones en que semejante lenguaje
existe. He aquí por qué el siglo XIX se apasionó tanto por descubrir la edad de la tierra y la genealogía del
hombre. Pero éstos no eran los avances de las ciencias más importantes, más interesantes, o incluso, más
populares; ni eran nada excepcionales. Eran simplemente típicas ideas científicas; pero lo eran en el único
campo en que todo el mundo se entendía. Aquí, pues, el resultado del contacto entre la opinión tradicional y la
nueva tendencia científica permitía una clara comprensión y discusión. De este modo, la polémica entre nuestras
acostumbradas nociones de causa y el nuevo concepto de azar proporcionó una base común de entendimiento
entre el hombre de la calle y el científico. Y, al igual que en el siglo pasado, hay un gran número de científicos
que persisten en la concepción tradicional. Creemos que, aquí, podemos ver mucho más claramente que en
ninguna otra parte la forma cambiante de la ciencia y, en este punto, el hombre de la calle está más cerca que
nunca del científico porque las nuevas ideas son nuevas para ambos. Pero para tener una clara noción de lo que
ocurre en la ciencia, y para el significado de la transformación, debemos comprender sobre qué bases tan
reducidas se asienta la conocida idea de causalidad. Es por esto que le hemos prestado tanta atención.
Históricamente, el punto de inflexión fue la Revolución Científica del siglo XVII. Pero aquella revolución
creció en profundidad; el concepto de causalidad fue sólo un producto marginal de este desarrollo; y aunque
hasta ahora ha aparecido como su producto lógico, es cada vez más evidente que no es así. Pero la ciencia no es
toda astronomía, ni tampoco un juego de billar, aunque el siglo XIX construyese a partir de éste una descripción
dinámica del comportamiento de los pases.

Más claramente que los demás, fueron los pensadores franceses de la Encyclopédie quienes llegaron a la
conclusión de que toda predicción científica es semejante a la predicción astronómica. Según Newton, dadas la
situación y las velocidades de todos los cuerpos celestes en un momento dado, podemos predecir todos sus
movimientos a partir de este momento hasta el infinito. Si esto fuera cierto, había declarado el matemático
francés Laplace, podemos imaginar en este instante las situaciones y las velocidades dadas de todos los átomos
del Universo. Conociendo todos estos datos, podemos predecir el destino del Universo, de sus moléculas y sus
hombres, sus nebulosas y sus naciones, desde este momento hasta el infinito. Y más aún: podemos retroceder en
el tiempo, tanto como podemos avanzar en él, y reconstruir el pasado hasta el infinito. Desde luego, la esperanza
de desarrollar semejante cálculo de un modo real es bastante fantástica. No obstante, para Laplace, la ciencia
continuaba siendo el descubrimiento de las leyes causales que nos ayudan a que esta esperanza sea cada vez más
realizable.

Laplace vio claramente las muchas implicaciones de esta concepción y las defendió audazmente. Esta
concepción ha tropezado siempre con algunas dificultades, en particular respecto al lugar que puede asignarse a
la acción humana; para evitarlas se ha recurrido a diversos rodeos y excusas. Por ejemplo, se ha sugerido que
hay momentos en que las leyes naturales se alteran de repente, y un aumento cuantitativo se convierte en un
cambio cualitativo, Pero, puesto que todavía se postula que estos estadios críticos están totalmente determinados
temporal y esencialmente por lo que les precedió, y que estos cambios han originado las nuevas leyes, no se ha
producido ninguna verdadera quiebra de la causalidad. Se ha producido un viraje brusco, pero todos los datos
que Laplace exigía, hasta este viraje, son calculables.

Estos recursos, pues, no niegan una creencia en la completa y universal causalidad. Dificultan el trabajo de
calcular el pasado del futuro. Pero no cambian su naturaleza, ya que continúa siendo una tarea puramente
matemática resolver alguna disposición hipotética de ecuaciones sobre el movimiento. Estos recursos complican

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la creencia en la causalidad, pero no la transforman, y durante el siglo pasado no se les podía permitir que lo
hiciesen.

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Existen varias razones por las que esta creencia irá desapareciendo. Son razones de diverso peso; nosotros
mismos nos sentimos muy impresionados por una razón que no es definitiva, pero que muestra confianza en esta
idea y posiblemente la de otros se tambalee. Hemos pensado durante casi trescientos anos que si hay alguna ley
sobre cuya certeza no existen dudas es la de la gravitación. Toda la tradición de la idea de la causalidad se
deriva de este hecho. Cien anos atrás, cuando el lejano planeta Urano parecía que sufría retrasos se supuso que
al aún planeta invisible, todavía más lejano, alteraba su órbita con su fuerza gravitatoria, Dos hombres. Adams,
en Inglaterra, y Leverrier, en Francia, trabajando sin tener noticia alguna el uno del otro, y con sólo un lápiz,
papel y las leyes de Newton, calcularon el hipar donde este planeta tenía que estar. Y cuando el gran telescopio
de Berlín fue enfocado hacia aquel punto, el día que recibieron los cálculos de Leverrier, el 23 de septiembre de
1846 apareció claramente Neptuno, y además la espectacular reafirmación de las inalterables leyes de la
gravitación universal.

Y, sin embargo, las leyes de la gravitación han sido refutadas. No hay gravitación, no hay fuerza, el esquema
total estaba equivocado. Toda aquella teoría no era más que una feliz aproximación a lo que realmente ocurre.
Cuando Newton estableció la fuerza como causa, daba a la materia la propiedad del esfuerzo, del mismo modo
que Aristóteles la dio una vez a la voluntad humana. Las causas verdaderas residen ahora en la naturaleza del
espacio y en la distorsión que la materia provoca del espacio; y éstas no se parecen en nada a los causas en que
creímos por espacio de casi trescientos años. Irónicamente, Adams y Leverrier retrasaron la catástrofe sesenta
años, porque el comienzo de la crisis de la física clásica alrededor del año 1900 fue una rareza como la que
habían intentado explicar; sólo que ahora era el planeta Mercurio el que sufría alteraciones gravitatorias —y fue
el propio Leverrier quien lo descubrió. Pero por donde quiera que se busque, no se ha podido hallar un nuevo
Neptuno para culparle de la irregularidad. Este misterio sólo se aclaró con un examen radical de los supuestos
fundamentales de la filosofía de Newton, en particular de su concepción del tiempo.

Dijimos que esa no es la objeción definitiva a las leyes de la causalidad. Al fin y al cabo, la nueva teoría que
Einstein puso en lugar de la vieja, aunque como teoría sobre el terreno es menos mecánica que la de Newton, es
todavía una teoría causal. Y Einstein, casi el único entre los grandes físicos contemporáneos, continuó
defendiendo la causalidad de un modo resuelto. Sin embargo, nos parece, por dos razones distintas, que la
demolición de una causa durante largo tiempo aceptada ha de trastornar profundamente nuestra confianza.
Primero, toda la concepción de las causas en ciencia tiene históricamente su origen en el éxito de la gravitación.
Y segundo, ahora vemos que es posible que toda persona confíe en un mecanismo causal, tener la seguridad de
que es así como se mueve la Naturaleza, de que aquí es donde aparece desnuda su propia dinámica, y que es
posible toda demostración de que algún aparente punto de partida encajara realmente con esa causa; pudo
creerse esto, mantenerse intacto y cada vez más firme, durante doscientos años. Y, no obstante, al final
descubrimos que la causalidad era una ilusión. Algo más debía actuar, algo que no tenía nada en común con esa
famosa causa. La máquina nunca fue una copia de la Naturaleza; era sólo una especie de gigantesco astrolabio o
planisferio, que situaba los cuerpos celestes en el lugar adecuado y en el momento oportuno, pero cuyo
mecanismo causal no era más parecido al de la Naturaleza que el del propio Ptolomeo.

5
Einstein descubrió el fallo de la teoría de la gravitación de Newton examinando su mismo núcleo. Allí
encentró el supuesto de que el tiempo y el espacio son dardos absolutamente, y son idénticos para todos los
observadores. Pero cuando recorrió las etapas por las que diferentes observadores pueden comparar realmente su
tiempo en el espacio, descubrió que no coincidían con este supuesto. No podemos comparar el tiempo en dos
lugares distintos sin enviar una señal de uno a otro, el recorrido del cual toma en sí mismo un tiempo
determinado. En consecuencia, Einstein mostró que no hay un universal ahora: sólo hay un «aquí y ahora» para
cada observador, de tal manera que el espacio y el tiempo están inextricablemente unidos entre si y constituyen
aspectos de una misma realidad. Además, la estructura del espacio a su vez no puede ser desligada de la materia
que esto empotrada en ella.

En la física relativista de Einstein, pues, el tiempo no es una secuencia estricta de un antes y un después
universales. Acontecimientos estrechamente espaciados que aparecen en un orden a un observador pueden
aparecer en un orden contrario a otro. Hume y John Stuart Mili habían insistido hacia tiempo en que la esencia

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de la causa y el efecto es una secuencia; la causa tiene que ir delante y el efecto ha de venir después. Así la
nueva concepción del tiempo de Einstein añade otra dificultad a la definición de causalidad.

. Esta dificultad es profunda porque significa que no podemos relacionar ni un solo acontecimiento con los
demás; sin embargo, puede que ésta no sea definitiva. La dificultad definitiva procede de otro campo: el de la
física cuántica. Einstein realizó también importantes aportaciones en este campo; el Premio Nobel que se le
otorga en 1921 no fue por sus trabajos acerca de la relatividad, sino sobre la física cuántica.

El paso fundamental que creó la física cuántica había sido dado por Max Planck en 1900, cuando descubrió
que la energía, como la materia, no es continua, sino que aparece siempre como conjuntos o quanta de
determinados tamaños. Desde un principio, las ideas de la física cuántica no podían concordar con la mecánica
clásica de las partículas. Habían de darse unas fantásticas propiedades a un electrón siempre que emitía o
absorbía un quantum de energía. Las dificultades aumentaron hasta que en la década de los veinte se empezó a
ver que no podía formularse simplemente una teoría para describir los acontecimientos microscópicos, y esperar
mantenerla rígidamente en el marco clásico de la causalidad. En esta última no puede describirse el presente y el
futuro de las partículas y los acontecimientos microscópicos de modo que aparezcan totalmente determinados.
Esto fue enunciado en un principio formal en 1927 por el físico alemán Heisenberg y recibió el sensato nombre
del principio de incertidumbre.

Heisenberg demostró que toda descripción de la Naturaleza contiene una incertidumbre esencial e
inamovible. Por ejemplo, cuanto más cuidadosamente intentamos calcular la posición de una partícula
fundamental, por ejemplo, de un electrón, menos seguros estaremos de su velocidad. Cuanto más exactamente
intentemos estimar su velocidad, menos seguros estaremos de su posición exacta. Por lo tanto nunca podemos
predecir el futuro de una partícula con absoluta seguridad; porque en realidad no podemos estar completamente
seguros de su presente. Si queremos predecir con cierta exactitud su futuro, tenemos que admitir una cierta
incertidumbre: un margen de alternativa, una ambigüedad —lo que los ingenieros llaman una cierta tolerancia.
Podemos admitir los presupuestos metafísicos que queramos, tanto si el futuro real y verdaderamente,
esencialmente, está determinado o no por el presente. Pero el hecho físico sobre estos acontecimientos a escala
microscópica es indiscutible, Nadie que los observe en el presente puede predecir su futuro con absoluta certeza.
Y, desde luego, una vez tenemos una cierta incertidumbre en la predicción, aunque sea de algún pequeño y
remoto rincón del Universo, el futuro es, pues, esencialmente incierto, por más que pueda ser aplastantemente
probable.

Dijimos que este principio de incertidumbre se aplica a partículas y acontecimientos microscópicos. Pero
estos acontecimientos tan pequeños no son en modo alguno insignificantes. Son precisamente aquellos tipos de
acontecimientos que se producen en los nervios y el cerebro, y en las macromoléculas que determinan las
cualidades que heredamos. Y a veces los extraños pequeños acontecimientos se suman a uno tremendamente
grande. Los juegos de manos con helio líquido a que tan ávidamente se dedican ahora los físicos son de este
tipo. Por ejemplo, a temperaturas cercanas al cero absoluto no es necesario, para hacer pasar helio líquido de una
botella a otra, comunicarlas por medio de un tubo tipo sifón. Si ponemos en contacto las dos bocas de las
botellas, el helio se escapará suavemente de una botella hacia la otra por si solo —y, lástima, fuera de ambas.

El principio de incertidumbre, que nos proporciona un medio para descubrir el significado de estos trucos,
nos hizo vacilar a todos. Al fin y al cabo, decía que la Naturaleza no podía describirse como un rígido
mecanismo de causas y efectos. Y recordamos una vez más que todos los éxitos de la ciencia, el de Newton y
los del siglo pasado, parecían, hasta aquel momento, haber sido alcanzados ajustando la Naturaleza a este tipo
de máquina. Y decir de pronto que en el fondo estas cadenas causales no son verdad, que en conjunto no es
verdad, pareció un extraño descubrimiento, sumamente desagradable.

Pero fue un descubrimiento y tuvo profundas consecuencias. Mas ahora no parece tan extraño o
incongruente. Al contrario, para nuestra generación, el principio de incertidumbre es la observación más natural
y razonable del mundo. No nos parece que haya expulsado el orden fuera de la ciencia. Ha quitado de ella la
metafísica y ha dejado lo que durante mucho tiempo había permanecido olvidado: el objetivo científico.

El objetivo de la ciencia es describir el Universo en un esquema o lenguaje ordenado que nos ayude a mirar
hacia adelante. Queremos predecir lo que sea posible del futuro comportamiento del Universo; en particular
queremos predecir cómo se comportaría bajo varias acciones alternativas realizadas por nosotros, acciones entre
las cuales intentamos, por regla general, escoger. Pero cate es un objetivo muy limitado. No tiene nada que ver
con las intrépidas generalizaciones acerca de la dinámica universal de las causas y los efectos. No tiene
absolutamente nada que ver con la causalidad, o con cualquier otro mecanismo especial. Nada en este objetivo,

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que es el de ordenar el Universo de tal modo que nos facilite el camino en el momento de tomar decisiones y
actuar, implica que el orden tenga que ser de un tipo más que de otro. Descubrimos que el orden actúa, de modo
conveniente o instructivo; no es algo que estipulamos, nada sobre lo que podamos dogmatizar. Es lo que
descubrimos; es lo que descubrimos que tiene una utilidad.

Pongamos un ejemplo. Un mecanismo causal en la reproducción de las plantas es evidentemente el sexo,


pero nadie había demostrado que las plantas tuviesen sexo hasta principios de la época de las Luces, alrededor
de 1694, Pero los hombres habían estado cultivando plantas durante miles de años antes. En la mayor parte del
mundo, el hombre ha creado realmente una cultura conviniendo unas pocas y flacas espigas en trigales. Los
métodos empleados no eran causales, pero sus resultados fueron al final tan afortunados como todo lo que
llevaron a cabo los racionalistas de la época de las Luces.

Para obrar no es necesario tener una creencia metafísica según la cual las reglas por las que obramos son
universales, y también que todas las demás reglas son exactamente como ellas. AI contrario, en el fondo, todas
las convicciones de carácter general aventajan los principios de la ciencia. Laplace creía que si llegábamos a
conocer absolutamente el presente, podríamos determinar completamente el futuro. Esta convicción tuvo una
cierta fuerza religiosa y política para los franceses de la Revolución, pero no tenía ningún sentido científico. No
tiene nada que ver con un enunciado científico, ni, por esto mismo, literario, porque no es un enunciado sobre la
realidad, ni en la actualidad ni en el futuro. Simplemente es absurdo afirmar qué ocurriría si conociésemos
absolutamente el presente. No lo conocemos y resulta evidente que no podremos conocerlo nunca.

Precisamente esto es lo que dice el principio de incertidumbre a la física moderna. No afirma nada acerca de
si podríamos o no predecir el futuro de un electrón, suponiendo que conociésemos esto o aquello de su presente.
Simplemente señala que no podemos conocer de modo absoluto su presente. Por ejemplo, podemos conocer su
situación o su velocidad con notable precisión, pero no podemos conocerlas ambas, y, en consecuencia, no
podemos predecir su futuro.

En el fondo, pues, el principio de incertidumbre afirma en términos especiales lo que siempre se supo. La
ciencia no es un modo de describir la realidad, por lo tanto está determinada por los limites de las observaciones,
y no afirma nada que esté fuera del campo de la observación. Todo lo demás no es ciencia, es escolástica. El
siglo XIX estuvo dominado por la creencia de Laplace, según la cual todo puede ser descrito por sus causas.
Pero esto no es menos escolástico que la creencia medieval de que la causa primera lo contiene todo.

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En este punto, aquéllos para los que la causalidad es como una segunda naturaleza se sienten inclinados a
iniciar una nueva línea de retirada. ¿Por qué, dicen, no podríamos continuar creyendo de todas formas en una
naturaleza estrictamente determinada? ¿Por qué hemos de decir que algún acontecimiento futuro no está
determinado, simplemente porque la ciencia dice que no puede ser previsto? Supongamos incluso, como insiste
en afirmar ahora la ciencia, que no es meramente un hueco momentáneo. Supongamos también que los
científicos tienen razón y que nunca descubrirán nuevas leyes que les permitan predecir estos pequeños
acontecimientos. Admitamos lodo esto, dicen con recelo, admitamos que hay acontecimientos materiales que
puede demostrarse que son impredecibles mediante cualquier método científico tanto ahora como en el futuro.
¿Es esto un descubrimiento tan profundo? ¿Es algo más que un descubrimiento sobre la ciencia misma? ¿Es
algo más que una demostración de que los métodos de la ciencia son deficientes y tienen un alcance limitado?
¿Por qué tenemos que suponer que porque la ciencia no puede descubrir la estructura de la causalidad en la
Naturaleza, esta estructura ya no existe? Al fin y al cabo, ni Laplace supuso nunca que algún ser humano
pudiese realmente calcular de modo total el futuro a partir del presente, en la práctica. Él era del todo consciente
de las limitaciones prácticas de la predicción científica. ¿Por qué no podemos continuar sosteniendo, pues, el
punto de vista de que el futuro está en teoría determinado, por más que los científicos puedan en la práctica
predecirlo o no?

Por desgracia, estas atractivas e ingeniosas observaciones no dan en el blanco. Desde luego Laplace no
creyó que el futuro pudiese derivarse del presente mediante una máquina calculadora que los hombres pudiesen
fabricar. Pero creía que en principio podía conseguirse esto, si no con una computadora humana, con una
sobrehumana. Creía que el futuro está total y finalmente determinado. El futuro como sería ya existe en las
matemáticas, y el Universo mismo es precisamente una máquina que lo calcula mediante unos procesos
matemáticos estrictos.

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Esta idea difiere bastante de la noción que nos formamos de la relación entre presente y futuro. Ciertamente
no podríamos establecer el presente basándonos en un mecanismo universal como el de Laplace, y esto por dos
razones, primero, porque la relatividad ha mostrado la dificultad de definir el instante presente en dos puntos
separados en el espacio, y, segundo, porque el principio de incertidumbre ha evidenciado que incluso en un
punto el presente no puede definirse con una infinita exactitud.

Estas dificultades expresan en lenguaje técnico la diferencia entre nuestra concepción del Universo y la de
Laplace, que en términos vulgares es bien definida y clara. Según Laplace, la ciencia, ahora o más adelante,
sabría cómo calcular exactamente el futuro, pero eso no podría ponerse en prédica porque costaría demasiado.
No obstante, la dificultad estriba en las capacidades prácticas del hombre. Del mismo modo podríamos decir que
en teoría todo el conocimiento humano podría estar contenido en la Enciclopedia Británica, aunque en la
práctica el personal necesario para redactarlo y el papel para imprimirlo serían imposibles de manejar. Este
argumento es fundamentalmente distinto del que aducimos para decir que no podemos predecir exactamente el
futuro, a saber, que no sabemos, ni en teoría, cómo ni por dónde empezar. No conocemos ninguna ley que nos
permita prever con exactitud cuál será el futuro de un electrón a partir de su presente, porque precisamente no
sabemos qué es su presente o su futuro, y, además, podemos demostrar que esto es una limitación esencial,
porque ningún método científico puede descubrirlos o predecirlos con una exactitud definitiva o absoluta.

Pero, por el solo hecho de no conocerlo, porque la ciencia no puede conocerlo, ¿quiere decir esto que el
futuro es indeterminado? ¿No hemos confesado que todo esto no es más que una limitación de descripción? Y,
¿por qué tiene que significar que no existe un mecanismo perfectamente adecuado que actúa, y que nuestros
telescopios y microscopios son demasiado poco penetrantes para ver su funcionamiento exacto?

Esta es una argumentación interesante pero, creemos, bastante patética, porque lo que realmente dice es que
el que hace la pregunta tiene que escoger entre la ciencia y la causalidad, y que prefiere inclinarse por la
causalidad. Puesto que esta última no es más que uno de los instrumentos de la ciencia, nos parece absurdo
aferrarse a ella ciegamente cuando parece con toda evidencia que no funciona ya como un instrumento. Desde
luego, cada uno es libre de preferir su artículo de fe favorito al científico, es decir, al método empírico. Pero no
creamos que esta fe sea algo más que un pedazo confortable y de rutinaria superstición. Intentar establecer una
estricta distinción entre lo que la ciencia puede predecir y lo que está determinado de algún modo sobrenatural,
no deja de ser más que un remiendo hecho de autoengaño elegante, pero realmente bastante desvergonzado. La
ciencia es un estudio práctico de lo que puede ser observado, y, a partir de ello, la predicción de lo que se
observará. Decir que las causas están de algún modo distribuidas debajo de este mundo observable, cuando
cualquier cosa debajo del mismo es esencialmente imposible de observar, no es ni útil ni significativo, no es más
que una postura de ciega comodidad. Del mismo modo podríamos decir que los electrones son realmente
arrastrados por duendes azules con narices rojas que saben exactamente lo que están haciendo, sólo que cada
vez que miramos hacia ellos se ocultan al momento. Si son esencialmente imposibles de ser observados, más
allá de toda esperanza de una futura posibilidad de poderlo hacer, entonces simplemente no tiene sentido
juntarlos en un sistema, sea lógico, metafísico o, incluso, religioso.

Estas consideraciones no son totalmente abstractas. Deberíamos recordar que tienen unos significados muy
prácticos, y que se usan cotidianamente para proyectar, dentro de sus propios límites, unos resultados prácticos.
Tomemos algo tan serio como un poco de uranio-235 potencialmente explosivo. Es absolutamente improbable
que explote una pequeña cantidad, pero una gran cantidad es del todo probable que lo haga. ¿Cuál es la
proporción critica que separa ambas cantidades? Esta pregunta es del tipo a que el principio de incertidumbre ha
respondido con destacado éxito. Hemos presenciado este éxito, y aunque, desde luego, no es ni más ni menos
decisivo que el de Adams y Leverrier al descubrir Neptuno, muestra que todo ello no es pura especulación y
fantasía. Podemos tomar otro modelo de la fisión nuclear; éste es irónicamente adecuado, porque Heisenberg fue
el único gran científico que permaneció en Alemania para trabajar en el proyecto de Energía Atómica, y el
fracaso alemán fue en gran parte su propio fracaso en la dirección de tal proyecto. Tomemos luego como moelo
una buena masa artificial de plutonio, teniendo cuidado en mantenerla por debajo de la proporción crítica.
Sabemos que algo más de la mitad de la misma habrá sufrido una disminución radiactiva al cabo de veinticinco
mil años, Pero no qué mitad será; no podemos decir de ningún grano si caerá en la mitad degradada o en la
activa, porque no existen las leyes físicas que nos lo digan —y porque no pueden existir. Lo sorprendente es
esto: John von Neumann probó que ninguna teoría causal, fuese la que fuese, podría emitir semejante predicción
sin alterar alguno de los datos conocidos.

31
7
Puede parecer que caemos en una extraña contradicción. La ciencia ha andado un largo camino desde que
Hobbes insistió por primera vez hace unos trescientos años sobre el gran alcance del principio causal, y lo ha
andado gracias al uso de este principio. Ahora decimos que este principio es en si un error, que la Naturaleza no
es estrictamente una sucesión de causas y efectos. Luego, ¿cómo ha logrado la ciencia describir el Universo
siguiendo los cauces de las leyes causales? Y si no existen las leyes causales, ¿no abandonamos el Universo al
puro caos, no renunciamos a la idea de toda ciencia?

Vamos a responder a estas preguntas en el siguiente capitulo. Demostraremos que ley y certidumbre no son
la misma cosa, y que es posible establecer las leyes de la probabilidad, menos comunes pero bastante rigurosas.
Veremos luego que las leyes causales no son más que unas acumulaciones de éstas, y que deben su éxito al
hecho de que son aproximaciones admirables de aquellos casos en que las leyes de probabilidad se combinan
hasta dar una probabilidad de certeza abrumadora.

Pero querríamos cerrar este capitulo con una reflexión más profunda. Hemos dicho que la búsqueda de las
leyes causales ha creado la mayor dificultad con que se enfrenta actualmente la ciencia, sobre todo la física,
Pero aquí no termina todo. Cabe recordar que ningún método científico es verdaderamente deductivo, porque no
toma los datos físicos y, a partir de los mismos, infiere las leyes. En la base del método científico se encuentra el
tipo de imaginación que empleó Newton, quien definió un universo de partículas, postuló leyes o axiomas que
éstas siguen individualmente, y, luego, demostró que se combinan hasta constituir un universo muy parecido al
que conocemos. Newton no formuló ninguna teoría acerca de lo que son estas partículas fundamentales, y
hemos sido nosotros quienes hemos intentado identificarlas, primero con las moléculas, luego con los átomos, y
posteriormente con los electrones y otros minúsculos e indivisibles constituyentes de la materia. Pero hemos
fracasado. Ya que el Universo esta constituido por electrones o algo parecido, luego es cierto que no se
comportan como las partículas de Newton, sino que a veces lo hacen como ondas y otras veces como partículas;
no tienen el mismo momento una velocidad y se encuentran en un lugar exactos. Además tienen otras
particularidades. Cuando decimos, por ejemplo, que la situación y la velocidad no pueden ser exactamente
observadas a la vez, queremos decir que no podemos formular la hipótesis de las partículas individuales y
asignarles al mismo tiempo lugares y velocidades determinadas en nuestras ecuaciones.

Estas dificultades no pueden ser totalmente deducidas de la investigación basada en el principio de


causalidad. Mis bien aparecen porque hemos creído de modo más profundo que todos los acontecimientos
descubiertos por la ciencia pueden ser descompuestos en unidades más y más pequeñas, unidades que obedecen
las leyes de la causalidad. Hemos llegado a suponer que todo acontecimiento que pareciese no resultar de una
serie que le precede, sí aparecería así si lo descompusiésemos en fragmentos lo suficientemente pequeños, ya
fueran de hecho o de materia. Este proceso analítico ha sido realmente la base de nuestra noción de
determinismo: pero lo que ahora vemos es que no podemos tenerlos a la vez. No podemos fabricar un modelo
constituido por partículas y acontecimientos microscópicos y que al mismo tiempo cada partícula y
acontecimiento se desarrolla en un ámbito estrictamente causal. El proceso que se da entre causa y efecto es una
operación macroscópica, pero el proceso analítico al final revela una forma de ley de tipo distinto —una ley de
probabilidad en vez de causalidad.

Desde que esta división pasó a ser aceptada como evidente en física, se vio, de modo inesperado y extraño,
que tenía raíces mucho más profundas que se prolongaban hasta las bases mismas de la lógica. Esta es la cara
del problema que continúa siendo casi desconocida, incluso para los científicos, porque deriva de la parte más
remota de las matemáticas: el estudio de la estructura lógica de todos los sistemas matemáticos. En 1931, Godel
demostró que hasta en un sistema de axiomas puramente abstracto como el de Euclides, surgen preguntas
perfectamente lógicas que no tienen respuesta, es decir, incluso en semejante sistema cerrado, claro, lógico y.
por decirlo así, absolutamente aritmético, es posible formular teoremas que no puede demostrarse que sean
verdaderos o falsos. SI concebimos tal sistema desarrollándose a través del tiempo, equivale a preguntar si este
sistema podría alcanzar determinados estados en el futuro. Y la respuesta es que nunca lo podremos saber; el
problema no tiene solución. Hay teoremas que pueden o no ser verdad y hay estados que podrían o no ser
alcanzados; las matemáticas nada pueden decidir. Y ello en un mundo sin microscopios, materia e
indeterminación, en un mundo de lógica pura. Esta grieta en el campo de la certidumbre es algo verdaderamente
abrumador; y sus implicaciones sólo de modo muy lento aparecerán claras a los científicos empiristas cuando
conozcan más datos acerca de la falla geológica que se ha abierto en los estratos de la lógica misma. . En el
campo de la física y en el de la lógica misma, lo que ha aparecido realmente es la demolición del modelo
sencillo de un universo exterior a nosotros, al cual sólo observamos y consideramos. Se ha descubierto que
podemos abordar la física cuando establecemos esta separación, pero también que hay un punto en que esta

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aproximación se desploma. Cuando en astronomía se alcanzó este punto, las leyes de Einstein reemplazaron las
de Newton, porque la relatividad se deriva esencialmente del análisis filosófico que afirma que no existe un
hecho y un observador, sino la combinación de ambos en una observación. La observación real es la unidad
fundamental de la física, y esto es lo que el principio de incertidumbre reveló en la física atómica; que no puede
separarse el acontecimiento del observador. Algo muy parecido a esto ha ocurrido, pero con menos publicidad,
con la lógica. Desde luego, Von Neumann ha dado los primeros pasos al desarrollar un sistema de las
matemáticas, la Teoría de los Juegos, basada en las esencialmente indeterminadas y plurivalentes actitudes del
pensamiento que todo el mundo mantiene en las relaciones cotidianas. Todas las corrientes de la ciencia
coinciden en este punto: que la concepción analítica e impersonal del Universo está fallando. Antaño bastaba
con pensar que el Universo está quieto y distante mientras nosotros cuidadosamente lo recortamos en secciones
para someterlas a examen microscópico, pero esto no era más que una simplificación a la cual le ha llegado el
momento de desaparecer. Hemos alcanzado el estadio en que el Universo se Íntegra en si mismo, y el abismo
entre hecho y observador se cierra. La base de este universo es la observación. Todas las dificultades, tanto si se
trata del comportamiento de Mercurio o el fracaso de la causalidad, derivan de la separación entre el conocedor
y lo conocido. Sólo reuniéndolos tendremos el conocimiento.

Éstas son las nuevas e incómodas ideas que se han introducido en nuestra vida a través de lo que parecía el
firmemente establecido mundo de la física. Por lo que se refiere a los resultados prácticos, han tenido un éxito
inmenso —si podemos considerar a Hiroshima como un éxito. Han funcionado. Sin embargo, en teoría, todavía
no hemos sentido su fuerza. Han sido un consuelo para muchas personas que las han tomado para sostener su
creencia en un libre albedrío, y han aturdido a muchas otras porque ofenden su sentido común. No es una
obscura conspiración del sinsentido o la malevolencia sacada de una novela de Thomas Hardy. El humanista
puede sentirse confortado; el Universo está lleno de sentido común. Pero el sentido común no es lo que
introducimos en el Universo. Es lo que encontramos en él.

33
VI. La idea de probabilidad

1
Nos hemos referido repetidas veces a la ciencia como lenguaje. Esta analogía nos parece tan sencilla y útil
que resultó la cosa más natural empezar este libro comparando la ciencia con la lengua inglesa. Nos parece
natural concebir la óptica, por ejemplo, como un lenguaje para describir la visión y lo que se ve. Como lenguaje,
resulta poco frecuente, por ejemplo, desembarazarse de la confusión que podía crear la incapacidad de distinguir
los colores, y evitar los tópicos más atractivos del desear una cosa o creer en ella. La óptica es el lenguaje en que
la visión es visión y nada más —ni tan sólo creencia.

Esta analogía no se les había ocurrido de modo tan natural a los científicos del siglo pasado, porque un
lenguaje no es más que un código, para describir algunos rasgos escogidos del Universo. Desde luego, el
objetivo de un lenguaje es acordar con los demás cómo vamos a actuar en el mundo. Pero metodológicamente
continúa siendo una descripción que nombra los hechos y reproduce su orden. El siglo XIX habría considerado
esta noción como una idea demasiado modesta de la ciencia. Las personalidades más destacadas de este siglo
veían a la ciencia como una gula para la acción, pero estaban convencidas de que les ayudaba a actuar
prácticamente porque además de describir el Universo también lo explicaba. Y por explicación entendían un
modelo que se ajustaba exactamente a la Naturaleza, paso a paso, siguiendo una cadena de causas y efectos. Un
animal es precisamente una máquina que funciona con calor, decían, o un gas es una colección de pequeñas
bolas de billar, o el cerebro una oficina de telégrafos. Creían que en último término sólo existe un método
científico: establecer un sistema de causas y efectos. Sostenían que si la ciencia describe, describe la causa por
sus efectos; y si predice, predice el efecto a partir de sus causas.

Hemos dicho repetidas veces que ya no es posible seguir sosteniendo esta idea por más tiempo. Muy bien;
abandonaremos la búsqueda universal de las causas. ¿Qué pondremos en su lugar? Por toda respuesta tenemos
que retroceder hasta el principio y repetir algo que no puede decirse muy a menudo. El objetivo de la ciencia es
describir el Universo en un lenguaje ordenado, de tal modo que podamos, si es posible, prever los resultados de
aquellos cursos alternativos de la acción entre los cuales escogemos siempre. El tipo de orden que sigue nuestra
descripción es enteramente de conveniencia. Nuestro fin es siempre predecir. Desde luego que es más adecuado
si podemos encontrar un orden causal, porque simplifica nuestras posibilidades de escoger, pero no es esencial.

Lo que buscamos, tanto en la ciencia como en nuestra vida cotidiana, es un sistema de predicción: es, por
decirlo así, un adivino. Los principios que nos guían en nuestras predicciones, en el fondo, no son más que los
pasos que siguen nuestros cálculos. La vida no es un examen; no disponemos de señales para estos pasos, pero
lo que importa es alcanzar la respuesta correcta. Así, pues, es perfectamente posible no basar un sistema de
predicción en ningún principio con excepción de intentar obtener la respuesta correcta. Esto es exactamente lo
que hacen las plantas y los animales. El murciélago evita los obstáculos emitiendo un grito tan agudo que
nuestro oído no lo puede captar, y luego escuchando su eco. Sea cual sea el sistema de que disponemos para
traducir el eco en una predicción, lo ha encontrado por evolución, y ésta, a su vez, la ha descubierto por prueba y
error. La estación de radar hace esto mismo más racionalmente. Sin embargo, los procesos que siguen sus
cálculos no son mejores que los del murciélago, ni peores. Por ejemplo, el murciélago y la evolución
descubrieron hace ya tiempo que las mejores longitudes de onda para calcular la distancia entre un objeto y un
emisor son las centimétricas, que son las que también usa el radar. Un hombre que para una pelota, o un
muchacho que hace volar un cometa, o un gato en una ratonera, todos ellos son adivinos, y todos ellos nos
recuerdan que la ocupación de la predicción es permitirnos hacer simplemente lo correcto en el momento
oportuno.

2
Desde luego, no hay nada sagrado acerca de la forma causal de las leyes de la Naturaleza. Nos hemos
acostumbrado a esta forma, hasta el extremo de que se ha convertido en nuestro modelo de lo que debería ser
toda ley de la Naturaleza. Si dividimos el espacio que ocupa un gas en dos mitades, y mantenemos todo lo
demás constante, habremos doblado la presión, decimos. Si hacemos esto y lo otro, el resultado será éste y
aquél, y siempre será así. Y sentimos que nos hemos acostumbrado a que es este «siempre» lo que convierte la
predicción en ley. Pero, desde luego, no hay razón para que las leyes tengan esta característica, esta forma tan

35
absoluta. Si cruzamos las semillas de guisantes blancos con las de guisantes rojos, dijo Mendel, una cuarta parte
de los guisantes nuevos serán blancos y el resto rojos. Este enunciado puede ser una ley tan válida como
cualquier otra; dice lo que sucederá en una proporción apreciable, y esto se demuestra como verdadero. No es
menos respetable por no hacer el alarde de predecir exactamente lo que ocurrirá cada vez, como la ley de los
gases. Y ciertamente, la ley de los pases adquiere el aire de finalidad, sólo que a causa de la acumulación de
probabilidades tales como las que explícita la ley de Mendel.

Es de suma importancia recordar esto. Si decimos que después de una semana de buen tiempo, el domingo
llueve siempre, es admitido y considerado como ley. Pero si decimos que después de una semana de buen
tiempo es más probable que llueva el domingo que no que no llueva, se toma como una afirmación dudosa; y se
supone que no hemos llegado a ninguna ley fundamental que coincida con nuestro hábito de exigir que la
ciencia diga de modo tajante o «siempre», o bien, «nunca». Incluso si decimos que después de una semana de
buen tiempo llueve el domingo con una proporción de siete sobre diez, se aceptaría como una estadística, pero
no se le concedería la categoría de ley, porque de algún modo parece carecer de fuerza de ley.

Sin embargo, esto es un mero prejuicio. Resulta cómodo disponer de leyes que digan: esta configuración de
hechos siempre estará seguida por el acontecimiento A el cien por cien de las veces. Pero ni las preferencias ni
las conveniencias permiten realmente que sea una forma de ley más esencial que la enuncia que esta
configuración de hechos irá seguida por el acontecimiento A> siete de cada diez veces, y por el B, tres de cada
diez veces. Formalmente la primera es una ley causal y la segunda una ley estadística. Pero en cuanto al
contenido y a su aplicación no hay por qué preferir la primera a la segunda. Las leyes de la ciencia tienen dos
funciones, ser verdaderas y útiles; posiblemente estas dos funciones se incluyen mutuamente. Si la ley
estadística cumple a ambas, es todo lo que puede pedírsele. Podemos convencernos de que resulta
intelectualmente menos satisfactoria que una ley causal, y en cierto modo no consigue proporcionarnos la
misma sensación de comprender los procesos de la Naturaleza. Pero esto no deja de ser una ilusión provocada
por el hábito. Ninguna ley proporcionó nunca una mayor sensación de seguridad que la ley de la gravitación
universal. No obstante, hemos visto que la explicación que daba de los procesos de la Naturaleza era falsa y, por
tanto, que nuestro modo de ver el Universo derivado de la misma nos conducía al error. Lo que realmente
realizó, y espléndidamente, fue predecir los movimientos de los cuerpos celestes con una aproximación
excelente.

3
Existe, sin embargo, una limitación dentro de toda ley que no contiene la palabra «siempre». Sin rodeos,
cuando digo que una configuración de hechos estará seguida a veces por un acontecimiento A, y otras veces por
B, no puedo estar seguro de si en el momento siguiente aparecerá A o B. Podemos saber que A aparece siete
veces y B tres de cada diez; pero esto no aumenta mis posibilidades de saber cuál aparecerá en la siguiente
ocasión. La ley de Mendel resulta muy fácil de entender cuando se siembran guisantes; pero no dice, porque no
puede, si la simiente de la segunda cosecha será blanca o roja. < El propio Mendel se enfrentó con este problema
cuando comprobó su ley, porque tuvo que realizar su trabajo experimental en el huerto, bastante pequeño, de un
monasterio.

Hasta aquí resulta bastante evidente. Es obvio que si supiésemos qué va a ocurrir precisamente la próxima
vez, ya no tendríamos de antemano una ley estadística, sino una ley cierta en la que podríamos escribir la
palabra «siempre». Pero esta limitación trae consigo otra menos evidente. Si no estamos seguros de qué
acontecimiento, si A o B, se producirá luego, entonces no podemos estar seguros de cuál se producirá la
próxima vez ni las veces sucesivas. Sabemos que A ocurrirá siete veces, y B tres, pero esto no significa que cada
serie de diez pruebas nos dé con exactitud siete A y tres B. En realidad, no es posible registrar una línea
irregular de A y B de tal modo que cada serie de diez letras sucesivas que podemos coger al azar de la misma
esté constituida precisamente por siete A y tres B. Y, desde luego, resulta casi imposible registrarlas de modo
que toda elección de diez letras cogidas aquí y allá contenga precisamente siete A.

Así, pues, ¿a qué nos referimos cuando decimos que esperamos que A se produzca siete veces y B tres?
Queremos decir que entre todos los grupos de diez pruebas que podemos escoger a partir de una serie más
amplia, y escogiendo como queramos, el mayor número contendrá siete A y tres B. Esto es lo mismo que decir
que si efectuamos las pruebas suficientes, la proporción de A a B tenderá a la razón de siete a tres. Pero, desde
luego, ninguna serie de pruebas, por larga que sea, es necesariamente lo bastante larga. No podemos estar
seguros de alcanzar, en una serie de pruebas, la proporción de siete a tres.

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Entonces, ¿como sabemos que la ley es en realidad siete A y tres B? ¿A qué nos referimos cuando decimos
que la razón tiende a ser ésta en una larga serie de pruebas, cuando no sabemos si la serie es lo suficientemente
larga? Y todavía más cuando sabemos que en el mismo momento en que alcancemos esta razón, la siguiente
prueba va a desequilibrarla, porque añadirá a un acontecimiento absolutamente A o uno absolutamente B, y no
puede añadir siete décimas partes de A y tres décimas de B. En suma, queremos decir que después de diez
pruebas, puede que tengamos ocho A y dos B, lo cual no es nada improbable. Es posible también que tengamos
nueve A, e incluso no resulta excesivamente improbable que tengamos diez. Pero en cambio, s( lo es que,
después de cien pruebas, tengamos ochenta A, y más aún que después de mil pruebas hayamos alcanzado una
cantidad de ochocientos acontecimientos A; ciertamente es muy improbable que en este estadio la proporción de
A pase de siete por diez a cinco por cien, Y si después de cien mil pruebas alcanzamos una proporción que
difiere de la estipulada por nuestra ley tanto como un uno por cien, entonces tendremos que enfrentarnos al
hecho de que la ley misma es casi con toda seguridad un error.

Citemos una anécdota a título de ejemplo. Uno de los encyclopédistes franceses del siglo XVIII, el gran
naturalista Butrón, era un hombre que se interesaba por numerosas ramas del saber. Sus estudios en el campo de
la geología y la evolución le granjearon la enemistad de la Sorbona, la cual le obligó a retractarse de su idea,
según la cual la tierra habría cambiado desde el Génesis. Sus trabajos sobre las leyes de la probabilidad eran
menos peligrosos, de modo que en 1733 pudo plantearse una interesante cuestión. Si echamos al azar una aguja
de coser sobre una hoja de papel en la que hemos trazado unas líneas paralelas separadas por una distancia
exactamente igual a la longitud de la aguja, ¿cuántas veces podemos esperar que caiga en una línea y cuántas en
un espacio en blanco? La respuesta es bastante extraña: debería caer en una línea poco menos de dos veces de
cada tres, exactamente debería caer en una línea dos veces sobre el número π, en que π, es la conocida razón de
la circunferencia de un círculo a su diámetro, y cuyo valor es 3'14159265... ¿Con qué aproximación podemos
realizar esta respuesta en las pruebas reales? Esto depende, desde luego, del cuidado con que tracemos las líneas
y echemos la aguja; pero, al fin y al cabo, depende sólo de nuestra paciencia. En 1901, un matemático italiano
poco conocido, Mario Lazzerini, con el cuidado debido, demostró su paciencia echando la aguja tres mil veces.
El valor que obtuvo para π, en un momento dado correspondía al sexto lugar de los decimales, lo cual es un
error de sólo una cienmilésima parte del uno por ciento.

4
Este es el método que emplea la ciencia moderna. En realidad no utiliza ningún principio, con excepción del
de prever con la mayor exactitud posible, pero nada más que posible; es decir, que idealiza desde el mismo
comienzo el futuro, no como absolutamente determinado, sino como determinado dentro de una área definida de
incertidumbre. Intentaremos ilustrar este tipo de incertidumbre. Sabemos que los hijos de unos padres con los
ojos azules tendrán ciertamente los ojos azules, por lo menos no se ha encontrado ninguna excepción a esta
regla. En cambio, no podemos estar seguros de que todos los hijos de dos padres con los ojos castaños tendrán
todos los ojos de este color, ni aunque ya hayan tenido diez hijos con los ojos castaños. La razón de ello es que
no podemos dejar de contar nunca en .un giro azaroso del tipo que el doctor Johnson observó una vez en casa de
un amigo suyo que se dedicaba a la crianza de caballos: «Ha tenido —dijo el doctor Johnson— dieciséis
potrancas sin ningún potro, lo cual es un accidente más allá de todas las probabilidades calculables.» Pero lo que
podemos hacer es calcular las rarezas contra esta probabilidad, lo cual no es tan difícil como suponía el doctor
Johnson. A partir de aquí podemos calcular las posibilidades de que el siguiente niño nazca con los ojos
castaños. Es decir, podemos elaborar una predicción que establezca de modo preciso nuestro grado de
incertidumbre. Curiosamente, aquí es donde los cálculos de Mendel están equivocados, fin efecto, admitió que
una vez una pareja ha tenido diez hijos con los ojos castaños, la posibilidad de que todavía puedan tener hijos
con ojos azules es ínfima. Pero no lo es.

Esta área de incertidumbre retrocede proporcionalmente muy deprisa si formulamos nuestras predicciones,
no sobre una familia, sino sobre muchas. No sabemos si esta o aquella pareja tendrán un hijo al año próximo, ni
siquiera si lo tendremos nosotros, pero es fácil calcular el número de hijos que nacerán del conjunto de la
población, y establecer los límites de la incertidumbre en nuestro cálculo. Los motivos que conducen al
matrimonio, los pequeños detalles que conducen un coche a estrellarse, el azar de que el sol luzca hoy o la
tortilla de mañana, son elementos particulares, privados e incalculables. No obstante, como Kant advirtió hace
ya tiempo, las sumas totales de los mismos en un determinado país a lo largo de un año son notablemente
estables, y hasta sus márgenes de incertidumbre pueden ser previstos.

Esta es la revolucionaria concepción elaborada por la ciencia moderna. Reemplaza al concepto del efecto
inevitable por el de la tendencia probable. Su método se basa en separar lo más posible la tendencia constante

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de las fluctuaciones particulares. Cuanto menos la tendencia se ha visto determinada en el pasado por las
fluctaciones, mayor es la seguridad con que podemos mirar, siguiendo la tendencia, el futuro de la misma. No
aislamos una causa. Trazamos un múdelo de la Naturaleza en todo su conjunto. Nos damos cuenta de las
incertidumbres que este conjunto vasto y flexible introduce en nuestro esquema. Pero el Universo no puede ser
aislado de sí mismo: la incertidumbre es el Universo. Debemos contentarnos con trazar los puntos en que puede
moverse y asignar una mayor o menor probabilidad a ésta o aquélla de sus áreas de incertidumbre.

Tales son las ideas de probabilidad de la ciencia actual, Son ideas nuevas: dan un nuevo orden al azar, en
tanto que lo recrean como la vida dentro de la realidad. Estas ideas han llegado a la ciencia desde fuentes
diversas. Algunas fueron descubiertas por los traficantes del Renacimiento, otras por los jugadores del siglo
XVII y otras por matemáticos interesados en rectificar errores, comprender el comportamiento de los gases y,
más recientemente, la radiactividad. Pero las más fecundas han sido las aportadas por la biología durante los
últimos cincuenta años. No es necesario repetir cuan útiles han sido en estos últimos tiempos, por ejemplo, en
física: Nagasaki ha quedado como prueba palpable. Pero todavía no hemos empezado a sentir su importancia
fuera de la ciencia. Por ejemplo, estas ideas demuestran que problemas como el del libre albedrío o el
determinismo son simples malentendidos de la historia. La historia no es ni azar ni necesidad. A cada instante
avanza por un terreno cuya forma general conocemos, pero cuyos límites son inciertos y difíciles de trazar. Una
sociedad se mueve bajo una presión concreta, como un chorro de gas, y, estadísticamente, sus miembros
obedecen esta presión; pero, en todo momento, cualquier individuo puede, como los átomos de un gas, moverse
a través o contra la corriente. La voluntad, por un lado, y la coacción, por otro, existen y juegan un papel dentro
de estos límites. En las ideas de la ciencia actual, el concepto de probabilidad ha dejado de ser obtuso y estéril, y
ha adquirido una nueva profundidad y poder, ha vuelto a la vida. Algunas de estas ideas han empezado a influir
las artes: podemos seguir vagamente sus rastros en las novelas de los jóvenes escritores franceses. A su tiempo,
librarán nuestra literatura del pesimismo que tiene su origen en nuestros intereses escindidos; nuestra veneración
por las máquinas y, en abierto antagonismo con ella, nuestra nostalgia por la personalidad. Nos consideramos lo
suficientemente jóvenes como para creer que esta unión, la unión por decirlo así del azar con la necesidad, nos
proporcionará a todos un nuevo optimismo.

5
Intentaremos explicar más este punto. Se suponía, en las ciencias clásicas del siglo pasado que un fenómeno
como la radiactividad, o la herencia de un grupo sanguíneo, o la timidez, o la subida de los precios en tiempos
de escasez, son producto de muchas influencias; y que paso a paso podrían ser aisladas y se podrían conocer las
causas del fenómeno. En cada caso, lo que ocurría podía ser tratado como un experimento de laboratorio. Podría
ser aislado de los demás acontecimientos del Universo que no tienen nada que ver con él, y podría ser observado
como si estuviese detrás de la caja del laboratorio. Y dentro de esta caja, las causas podrían ser estudiadas una
por una del mismo modo que estudiamos cómo cambia el volumen de un gas cuando varía la presión a la vez
que la temperatura se mantiene igual, y luego cuando la temperatura varía mientras que la presión es la misma.

Pero esta descripción del fenómeno aislado del resto del Universo y del observador ha aparecido ser falsa.
Llega un momento en que ya no puede considerarse ni como una aproximación. Luego se demuestra que el
tiempo y el espacio, que Newton creyó absolutos, no tienen sentido, en física, independientemente del
observador. El laboratorio no puede existir en el vacío y el experimento no puede ser encerrado en una caja. Y a
medida que perfeccionamos nuestros cálculos, las limitaciones del observador aparecen cada vez mayores. El
líquido sobre cuya superficie se enfocaba el microscopio salta y se estremece bajo las lentes hasta que podemos
ver el movimiento browniano de sus moléculas. El imponente flujo del gas atravesado por todos lados por el
fortuito martilleo de sus partículas. Alarguemos el indicador sobre el dial un millón de veces, y ya no podremos
leer el instrumento porque el turbulento movimiento de sus átomos desplaza incesantemente la aguja. Los
errores experimentales se encuentran implícitos en la sustancia misma del Universo.

Y mientras todo esto se desarrollaba en el laboratorio, en el exterior la Naturaleza y la sociedad se vetan


abrumadas por ejemplos de proporciones mil veces mayores. Todo, en la planta y el organismo vivo, en los
terremotos y el tiempo atmosférico, en las sociedades animales y las fábricas del hombre y tos precios de las
comunicaciones telegráficas, está más allá del control del experimento puro. Hubo un momento en la Historia,
un momento imaginario pero no por esto menos importante, cuando los pesos que caían de la torre inclinada
fueron la llave que abría el secreto de las estrellas. Desde entonces, el silencioso investigador en su laboratorio
había persistido en la idea de que su pequeña caja escogería los ciclos de las manchas solares, la llegada de la
Peste Negra y el crac de Wall Street. El Universo es una máquina, y, como investigador, repetiría la hazaña de
Newton y construiría un modelo que describiría su destino minuto a minuto. Adam Smith, Jeremy Benthan,

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Stuart Mili, Haríley, Mesmer, Freud, Zola, Proust y Theodore Dreiser, cada uno a su manera dedicaron toda una
vida a esta esperanza.

Pero también habla hombres que se enfrentaban a problemas particulares y que no podían esperar tres siglos
hasta lograr su total disección. No siempre eran respetables problemas científicos. Los jugadores amigos de
Pascal y Euler eran personas impacientes. Los corredores de seguros de Florencia, Amsterdam y Londres no se
preocupaban de los problemas teóricos, sólo querían resultados prácticos. Luego —y esto es mucho más
interesante—, a finales del siglo pasado, Francis Gallón y posteriormente Karl Pearson empezaron a observar
los rasgos humanos: tamaño, peso, configuración y crecimiento. No formularon teorías sin tacha como la de
Lombroso sobre las características de los criminales. Incluso parecían tener alguna severa sospecha acerca de la
teoría de la herencia de Mendel. Sin embargo, dedicaron más bien la atención a obras como las de Laplace y
Gauss, los cuales habían creído por primera vez que los errores tienen que considerarse como inevitables incluso
en la observación astronómica. De este modo llegaron a formular la noción de la distribución probable de una
serie de caracteres entre un determinado número de personas, A su vez, de este trabajo se ha derivado toda la
teoría de las diferencias estadísticas, que consideramos que son las bases de la ciencia futura.

Citaré un ejemplo sacado de mi experiencia personal. En 1945 fui al Japón y, puesto que no hablaba japonés,
en mi grupo había varios jóvenes japoneses muy cordiales que se habían educado en América. Lo que más me
sorprendió fue que todos eran más bajos que los americanos blancos del grupo. Cuando llegamos al Japón
todavía me sorprendió más ver que los japoneses de nuestro grupo eran todos más altos que los japoneses
nativos. En este caso había dos diferencias creadas una por la Naturaleza y otra por la sociedad que no podían
ser tratadas como material para la experimentación en laboratorio. Tampoco había diferencias constantes.
Aunque por término medio el grupo de los americanos blancos era más alto que el de los japoneses que
habíamos traído con nosotros, y éstos a su vez eran más altos que los japoneses nativos, había hombres en cada
grupo que sobrepasaban a los demás. Ciertamente el más bajo de todos era un americano blanco y había un
japonés americano muy alto. No obstante, estaba ansioso de formular dos hipótesis personales: que los
japoneses son por herencia más bajos que los americanos blancos, y que los japoneses que han crecido en
América son más altos que los del Japón, probablemente porque América les proporciona una alimentación y un
medio ambiente diferentes.

¿Cómo verificar tales hipótesis? Este problema es del mismo tipo que los que trató Pearson, y el método
para resolverlos fue descubierto con una curva estadística por él y un cervecero que se llamó a sí mismo student.
Calculamos el término medio de cada uno de los tres tipos y, al mismo tiempo, una medida, a partir de los
individuos de cada grupo, de las variaciones sobre este término medio que este mismo grupo parece desarrollar.
Puesto que en la naturaleza de las cosas observamos sólo unos pocos elementos en cada grupo, ni nuestros
promedios ni nuestros cálculos de la variación están libres de error. Pero en cada caso la variación nos permite
calcular el mayor error que podríamos cometer al medir estos promedios. Es decir, rodeamos cada promedio,
una vez medido, por un área de incertidumbre. Si estas tres áreas de incertidumbre no se desbordan, podemos
saber con cierta seguridad que nuestras hipótesis estaban justificadas. Pero si dos de estas tres áreas se
desbordan, entonces no podemos estar seguros de que es real la diferencia entre los dos promedios en tomo a los
cuales las hemos trazado. No hemos logrado establecer una diferencia sistemática entre estos dos grupos, porque
las fluctuaciones Fortuitas dentro de cada grupo, como hemos podido observar en esta ocasión, son lo bastante
grandes como para borrar la posible diferencia.

6
Éste es el contenido esencial del método estadístico. Tiene muchas aplicaciones y se diferencian entre sí sólo
en los detalles de las aplicaciones. Pero la idea en que se basan es la misma; fundamentalmente no depende de la
ilimitada exactitud al calcular una característica, sino de Juzgar la exactitud mediante el cálculo de las
variaciones inherentes que distinguen los individuos entre si, y a las que no podemos aludir. Buscamos una
tendencia o una diferencia sistemática. El inestable ritmo de la fluctuación probable o fortuita borrará la línea de
esta tendencia. No podemos desembarazamos de este movimiento imprevisible. Pero a partir de él podemos
determinar un cálculo de la variación casual y emplearlo para delimitar, en torno a la tendencia, una zona de
incertidumbre. Si esta zona es suficientemente reducida para los criterios que acordamos, entonces la tendencia
queda establecida y conocemos los límites dentro de los que es probable que se encuentre. Si esta zona es
demasiado vasta y los límites demasiado extensos, quiere decir que no hemos logrado establecer una tendencia.
Puede que exista, pero, en esta serie de observaciones, la fluctuación fortuita la ha desbordada.

Tomemos otro ejemplo concreto. Creemos que la estreptomicina es efectiva para curar la tuberculosis. Para

39
ello nos basamos en la experimentación. Pero en cada experimento, los pacientes mismos están en diversos
estadios de la enfermedad; inevitablemente reciben diferentes dosis y responden en diferentes grados; al final el
cuadro general queda cubierto por unas inevitables variaciones. ¿Podemos sacar algún resultado positivo en un
campo tan variable? Sí, si hacemos uso de la técnica estadística de modo inteligente. Por ejemplo, supongamos
que tenemos datos de la salud de cada paciente obtenidos en diferentes momentos durante el tratamiento.
Entonces podemos comprobar la hipótesis de que en general los pacientes experimentan una mejoría a medida
que el tratamiento progresa. Lo primero es encontrar, calculando los promedios generales después de cada mes
de tratamiento, lo que parece ser el promedio de mejora mensual. Esto nos permite trazar una línea de la mejora
en nuestro gráfico. Los pacientes todavía están ampliamente desperdigados en torno a esta línea. Pero podemos
calcular alrededor de la misma el grado de dispersión o variación imprevisible de mejora, y podemos compararla
con el grado de dispersión de todos los resultados cuando no tenemos en cuenta la tendencia o línea sistemática.
Éste será nuestro criterio para juzgar si la línea de mejora es o no un efecto real. Veremos cuánto queda reducida
la dispersión total cuando la comparemos con la dispersión alrededor de nuestra línea. Si la reducción es
sustancial según los criterios acordados, decimos que hemos encontrado un efecto significativo del tratamiento,
y lo llamamos significante. No obstante, todavía tendremos que avanzar más en nuestros análisis para
asegurarnos de que lo que hace que el tratamiento sea útil es la estreptomicina. Pero si la hipótesis de que existe
una tendencia con tratamiento demuestra que no reduce la dispersión al azar en el estado de los pacientes,
entonces no habremos definido ningún efecto y el resultado de nuestro trabajo no tendrá sentido.

Esta aproximación es de concepción muy simple. En el fondo, divide en dos partes el fenómeno que
observamos en un centenar de casos. A estas partes las he llamado sistemática y fortuita, o tendencia y
fluctuación, o efecto y probabilidad. Pero bajo todos estos términos se encuentra esencialmente la misma
concepción: podemos aislar el efecto hasta un determinado grado de exactitud. Para determinar si este efecto es
real tenemos, pues, que comparar su área de incertidumbre con la exactitud con que podemos aislarlo. Debemos
juzgar el efecto según la fluctuación a que está sujeto nuestro cálculo. SÍ el efecto se mantiene firmemente por
encima de la fluctuación, tenemos un resultado insignificante. Hemos establecido su efecto, y aunque la
inevitable fluctuación todavía lo rodea con un área de incertidumbre, podemos aplicar nuestro descubrimiento
con este pequeño margen o tolerancia. Pero si el efecto no aparece lo suficientemente grande cuando lo
comparamos con la fluctuación inherente, no habremos determinado su importancia; e, incluso aunque exista, su
área de incertidumbre es demasiado grande como para ser útil. Nuestra única esperanza, pues, es efectuar más
experimentos, ya que cada experimento reduce el área de incertidumbre.

La idea de probabilidad tal como la hemos expuesto aquí no es difícil de comprender, pero es nueva y
resulta poco conocida. Por esto no parece ser tan incisiva como las sencillas leyes causales. Parece que nos
encontramos en el terreno de la ambigüedad, mientras que siempre hemos deseado vivir en el de la certeza.
Podemos ver, una y otra vez, que los fumadores contraen cáncer de pulmón con más frecuencia que los no
fumadores, pero continuamos creyendo (al mismo tiempo que nerviosamente nos consolamos con un cigarrillo)
que no se ha «demostrado» que exista esta relación.

Sin embargo, pensamos que la dificultad no es sólo de hábito. Nos acostumbraremos a las nuevas ideas tan
pronto como queramos y como nos veamos en la necesidad de hacerlo. Por todos lados la ciencia se está
introduciendo en campos del conocimiento que no pueden separarse del laboratorio y nos está urgiendo a que
lleguemos a conclusiones en materias en las que no podemos esperar poder trazar un proceso causal. Podría
parecer que sobrecargamos la noción que tenemos de ciencia confiando en que encontraremos algún método
común de abordar los problemas de la física y la economía, de la evolución y la petroquímica, de la medicina y
la meteorología, de la psicología y los bombardeos aéreos sistemáticos. Nos hemos acostumbrado a imaginar la
ciencia misma como dividida en compartimentos de especialidades más y más reducidas, y en sí misma como
un universo atómico de conocimientos que nada ni nadie puede esperar dominar, Pero esto podría muy bien ser
una ilusión. Las distintas ramas de la ciencia pueden parecer tan separadas sólo porque nos falta el método
común sobre el que se desarrollan y que las mantiene orgánicamente unidas. Contemplemos el estado del
conocimiento en el año 1600; las ramas de la ciencia y de la especulación parecían tan diversas y especializadas
que nadie podía predecir que convergirían en un mismo punto cuando Descartes y Hobbes introdujeron el
concepto unificador de causalidad. De modo tan sorprendente como este, el concepto de probabilidad estadística
puede que llegue en el futuro a unificar los desperdigados fragmentos de la ciencia. Hobbes y Newton
transformaron completamente el concepto de ley natural: en vez de basarlo en la analogía de la voluntad
humana, lo construyeron sobre las nociones de causa y fuerza. Pero esta analogía con el esfuerzo humano va
ahora borrándose. Nos encontramos en el umbral de otra revolución científica, en tanto que el concepto de ley
natural se va modificando. A primera vista parece que las leyes de la probabilidad no siguen ninguna regla. Pero
en este capitulo hemos demostrado que pueden ser formuladas de modo tan riguroso como las leyes de causa.
Desde luego ya podemos considerar que abarcan un campo infinitamente más extenso de la experiencia humana

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en la Naturaleza y la sociedad. Y podría ser que diesen a este campo la unidad que le ha faltado durante los
últimos cincuenta años, y si lo logran, también lograrán darnos una nueva confianza. Nos hemos visto barridos
por una gran ola de pesimismo, derivada de la sensación de desamparo que se apodera de nosotros cuando
advertimos que nadie comprende los procesos profundos del Universo. Puesto que la ciencia y el conocimiento
se han roto en pedazos, hemos perdido la calma, Pero esto ya ocurrió a la antigua cultura clásica del
Mediterráneo en el siglo XVII. El futuro estaba en hombres activos y decididos, llenos de optimismo, del Norte
de Europa, que tomaron la noción de causa y fin, y con ella conquistaron la Naturaleza y el mundo. Ahora
estamos buscando otro concepto universal semejante para unificar e iluminar nuestro mundo. La palabra
probabilidad no produce mucho consuelo a nuestros oídos. Pero las leyes de probabilidad son vivas, vigorosas y
humanas, y pueden devolvernos aquella visión que durante los últimos cincuenta anos tanto se ha debilitado.

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VII. El sentido común de la ciencia

1
Hemos tratado en diversos puntos enmarañados y difíciles temas de la ciencia; más todavía, en varios puntos
cruciales, hemos escarbado la superficie de los datos en busca de las capas firmes sobre las que la ciencia se
asienta. Empleamos precisamente las imágenes de exploración y búsqueda porque el proceso de seguir paso a
paso el sentido de la ciencia es un viaje de descubrimiento, y la dimensión de éste es la temporalidad. Como los
viajes de los conquistadores españoles hacia las Indias fabulosas, la ciencia, incluso en lo más audaz, hace la
voluntad de la Historia, y, a su vez, ayuda a decidir la dirección de la misma. Como la civilización y nuestra
sociedad, existe en el marco inmenso de la Historia; no existe, crece. La civilización no llega a los diez mil años
de existencia; en este espacio de tiempo el hombre ha creado el mundo que conocemos, desde Ur a Radio City,
desde Confucio y Pitágoras a Rabelals y Einstein, y en esta corta y apasionada aventura, la ciencia ocupa un
espacio todavía menor.

La ciencia tal como la conocemos es, naturalmente, una creación de los últimos trescientos años. Ha sido
formada en el mundo y por el mundo que recibió su forma definitiva alrededor de 1660, cuando por fin Europa
se desembarazó de la larga pesadilla de las guerras religiosas y ordenó la vida sobre la base del comercio y la
industria. La ciencia se encarnó en estas sociedades, es un producto de las mismas al tiempo que las ha formado.
El mundo medieval era pasivo y se regía por símbolos; veía en las formas de la Naturaleza la mano del Creador,
pero a partir de los primeros balbuceos de la ciencia entre los mercaderes aventureros italianos del
Renacimiento, el mundo moderno se convirtió en una máquina imposible de detener. El mundo, en el siglo
XVII, pasó a ser el universo cotidiano del comercio, y los objetos de interés de la ciencia eran, de acuerdo con
ello, la astronomía y los instrumentos de navegación, entre ellos la brújula. Cien años más tarde, en plena
Revolución Industrial, el centro de interés se desplazó hacia la generación y utilización de la energía. Este
impulso —extender el poder del hombre y las posibilidades del trabajo cotidiano— continúa siendo desde
entonces el nuestro. En el siglo pasado se pasó del vapor a la electricidad. Luego, en 1905, en aquel maravilloso
año en que a la edad de veintiséis años publicó unos trabajos que fueron decisivos para el avance de tres
diferentes ramas de la física, Einstein formuló por primera vez las ecuaciones que sugerían que la materia y la
energía son estados intercambiables. Cincuenta años más tarde, dominamos una reserva de energía en una
materia casi tan grande como el sol; ahora sabemos que éste produce su calor para nosotros aniquilando su
materia.

Estos grandes movimientos históricos se encuentran en la base de todo lo que pueda decirse acerca de la
ciencia. Deberíamos sentirnos orgullosos de su participación en la ciencia y de la que la ciencia tiene de ellos.
En estos movimientos, la influencia real, la interconexión de todas nuestras acciones, alcanza niveles mucho
más profundos que la simple superficie de la sociedad: la pantalla de radar, la calefacción y las píldoras de
vitaminas de nuestro siglo, o el pan blanco, los zapatos de cuero, los vestidos de algodón y el somier metálico de
la Revolución Industrial. La ciencia se ha introducido en la vida y la estructura de la sociedad hasta el punto de
que el hombre que vive en una huerta de Kent y el que dibuja cómica con rubias heroínas en naves espaciales
puede considerarse que deben su mercado a nuestra sociedad técnica. Y si uno no puede dar empleo a niños de
diez años, y el otro tiene que sazonar sus dibujos con torturas refinadas y sexy, esta sensibilidad, buena y mala,
es, sin duda, una creación de la ciencia. La vida humana es vida social, y no existe ninguna ciencia que en algún
aspecto no sea social.

Por esta razón, hemos considerado siempre las ideas de la ciencia en el marco de su época. De año en año
van desarrollándose hasta que al final la configuración general aparece totalmente cambiada. Este desarrollo, sin
embargo, no tiene lugar en el espacio vacío, ni siquiera en un espacio abstracto en que no hay nada más que
ideas. Tiene lugar en el mundo, el mundo racional y empírico. La superioridad y la grandeza de la ciencia
residen en último término en que en ella se juntan lo racional y lo empírico. La ciencia es dato empírico y
reflexión que se dan consistencia de modo reciproco.

43
2
Con todo, deberíamos trazar un mapa de la tierra que hemos explorado, y es ahora cuando ha llegado el
momento de dejar a un lado la Historia y los demás instrumentos de ayuda en nuestra trayectoria. Incluso
siguiendo los estadios de crecimiento de la ciencia, hemos llegado en los últimos capítulos a preguntarnos más o
menos cuál es la base del método científico actual. Ahora es el momento de recapitular todo lo que hemos
descubierto a lo largo de nuestro recorrido hasta este punto. El mapa que trazamos es por así decirlo un mapa
geológico: indica las capas sobre las que se asienta nuestra capacidad técnica, porque la capacidad manual y la
intelectual van juntas. Como los fabricantes de instrumentos y los constructores de máquinas del siglo XVIII
mostraron, nuestra comprensión de la Naturaleza sólo puede ser tan exacta como las partes de la máquina con
las cuales la exploramos y controlamos. Del mismo modo, como el progreso entero de la física cuántica ha
mostrado desde las primeras ecuaciones de Max Planck en 1900 hasta las pilas atómicas actuales, nuestra
fortuna técnica se basa en la habilidad y audacia intelectuales para pensar a través de las implicaciones de la
experimentación sin tener en cuenta nuestros hábitos derivados de la filosofía, lanío si son escépticos como
materialistas.

Tanto si son lo uno como lo otro, estos hábitos están profundamente arraigados en el proceso que nos ha
conducido a pensar que la ciencia tiene que comprender el mundo real. Todos somos conscientes, aunque
raramente pensamos en ello, de que toda previsión humana depende de que reconozcamos o pongamos algún
tipo de orden en el Universo. Tanto como la teneduría de libros, el gobierno o el ir de compras el fin de semana,
la ciencia es la actividad de ordenar nuestra experiencia. Esto es cierto incluso para la ciencia de Tomás de
Aquino. En los siglos XVI y XVII se añadió una nueva suposición acerca del tipo de orden que la ciencia se
propone encontrar o formular. En términos generales esta suposición puede enunciarse así: la ciencia se
desembaraza de los ángeles, las hadas azules con narices encarnadas y demás sujetos cuyas intervenciones
reducirían la explicación de los acontecimientos físicos a términos del todo diferentes de los físicos. El Universo
en sí está ordenado; el Universo es una máquina.

Para representar el movimiento de esta máquina, describimos generalmente un modelo compuesto de


unidades simples y que obedecen unas leyes también simples, unidades cuyos movimientos aparecen luego que
se desarrollan exactamente en aquellos puntos del espacio y el tiempo en que el experimento puede
confrontarlos al mundo físico. No importa si este modelo está compuesto de poleas, resortes y tubos catódicos
cuyo comportamiento nos es ya familiar, o si es simplemente una serie de ecuaciones para resolver. Uno y otro
son modelos. La verdadera esencia del modelo es que es una construcción axiomática como la de Euclides. De
hecho postula que el Universo está constituido por unidades, átomos, células o reflejos repetidos que obedecen a
unas leyes determinadas y cuyo comportamiento es simplemente la acción de estas leyes a través del tiempo.

Para terminar dejamos por supuesto que estas leyes deben tener la forma de los axiomas de Euclides, que
determinan lo que ocurre cuando trazamos una configuración dada de líneas, y lo determinan de modo preciso y
definitivo. Si dibujamos tres líneas que se entrecruzan por pares en tres puntos diferentes, habremos dibujado un
triángulo, la suma de cuyos ángulos es ciento ochenta grados. Estas líneas no constituyen unas veces un
triángulo y otras veces otra cosa. Los ángulos no suman ciento ochenta grados siete de cada diez veces y otro
número las restantes tres décimas partes, ni es tampoco aproximadamente ciento ochenta grados, con un cierto
margen de incertidumbre. En el mundo de Euclides, todo ocurre tal como ha sido previsto. Así pensaban los
matemáticos, hasta la reciente perturbación ocasionada por la existencia de teoremas que no podía demostrarse
si eran verdaderos o falsos. Desde luego, ocurre que el universo de Euclides no contiene el tiempo y esto lo
distingue del nuestro de modo decisivo. No obstante, nos hemos acostumbrado al cabo de trescientos años a
pensar que todas las leyes deben ser precisas, determinadas e invariables. En un universo que contiene el
tiempo, son leyes causales, y éstas son las que hemos llegado a considerar esenciales en la ciencia.

Esto es lo que hemos intentado mostrar con detalle en este libro. Además hemos añadido también otro tipo
de ley que puede ser introducida en un universo dinámico. Este universo tendrá un orden específico, será una
máquina, y puede ser representado por un modelo, aunque no tengamos necesidad de él. Sin embargo, se
distingue esencialmente del euclídeo porque las leyes que lo rigen tienen una forma distinta: la probabilidad
reemplaza la causalidad. Pero en el mapa que estamos trazando, debemos mirar un nivel más profundo.
Debemos mirar por debajo de las diferencias metodológicas el origen de las mismas en la naturaleza de la
ciencia tal como la concebimos ahora. ¿Cuál es la naturaleza de la ciencia? Esta es la cuestión que planteamos
en este capitulo. De su respuesta deberán desprenderse directamente los nuevos métodos de la ciencia, y en este
punto nuestra especulación tiene que ser más penetrante y original.

44
3
Si empezamos por el principio, debemos comprender que todos somos parte del Universo que observamos.
No podemos dividir el Universo en, por un lado, nosotros, como espectadores, y todas las demás cosas, por otro,
como un espectáculo que observamos a distancia. Esto podría parecer simplemente como una indicación
filosófica, y, desde luego, es posible basar bastante ciencia efectiva en una falsa filosofía: fabricar máquinas de
vapor, licuar el nitrógeno del aire y resolver varias ecuaciones diferenciales. Pero llega el punto de precisión en
que estas técnicas toscas y fáciles fracasan, y entonces ya no es posible encontrar las respuestas correctas hasta
que disponemos de la noción correcta de qué es lo que estamos haciendo. En este punto nuestra filosofía tiene
que ser correcta, si filosofía es el término conveniente para designar esta actitud crítica respecto a nuestros
propios hábitos de pensar. Debemos mirar no hacia alguna visión abstracta de la ciencia, sino a los procesos
reales que completamos cuando practicamos la ciencia.

Hemos citado antes el ejemplo concreto más notable de esto. Desde Newton, los físicos han descrito el
Universo como una red de acontecimientos. Pero la física no consiste en esto, sino en observaciones, y entre
nosotros y el acontecimiento que observamos deberá pasar una señal —un rayo de luz tal vez, una onda o un
impulso— que no puede ser separado de la observación. Esto es lo que Einstein demostró en 1905. De hecho se
le ocurrió cuando, estudiando las discrepancias existentes en el interior de la física, se preguntó cómo en
realidad podría efectuarse lo que Newton daba por sentado, a saber, comparar el tiempo en dos lugares
separados. Una vez planteada la pregunta así, cualquiera puede responderla: no puede establecerse ninguna
comparación entre dos lugares diferentes sin enviar una señal y observar su llegada. La intuición no está en
responder la pregunta, sino en plantearla. Acontecimiento, señal y observador: ésta es la relación que Einstein
descubrió como la unidad fundamental de la física. La relatividad equivale a comprender el Universo, no como
series de acontecimientos, sino como relaciones.

Algo parecido a esto es lo que durante algún tiempo han declarado algunos filósofos: la ciencia tiene que
desembarazarse de las abstracciones y construir su sistema sólo a partir de lo realmente observado. Pero Einstein
fue el primero en tomar en serio la filosofía; la formuló en ecuaciones. Al cabo de unos pocos años los físicos se
sorprendían al descubrir que explicaba el comportamiento errante de Mercurio y predecía la curvatura do la luz
al pasar cerca del Sol.

Recalcamos este ejemplo sacado de la física macroscópica por esta razón. A menudo suelen citarse ejemplos
sacados de la física cuántica para demostrar que el mismo acto de observar afecta a las partículas que estamos
mirando, del mismo modo que un conejo se escapa de la luz de los faros del coche en la noche. Así, resulta
difícil efectuar, en ciencias sociales, un sondeo de la opinión y formular la pregunta de forma que no pueda
predisponer las respuestas. En psicología, el método de plantearse uno mismo unas preguntas ha resultado ser
sumamente falible: no se puede escrutar la propia mente y pretender uno mismo que no está observando. Con
todo, ninguna de estas dificultades es tan fundamental como la que Einstein reveló. En todos estos ejemplos, la
observación se introduce meramente en el experimento. Pero la relatividad profundizó más y demostró que las
observaciones son la materia prima de la ciencia.

A causa de unos determinados hábitos, este punto cuesta bastante de comprender. Lo aceptamos durante el
experimento, y cuando ha terminado hacemos marcha atrás elaborando un modelo cuyas piezas no son
observaciones, sino cosas idealizadas. ¿Por qué no?, preguntamos; no es más que un modelo. Y, ciertamente,
funcionará bastante bien como modelo aproximado de grandes acontecimientos, tales como eclipses y presas
hidroeléctricas, o la acción de la penicilina de detener la proliferación de las 1 arterias. Pero cuando tratamos de
efectos que nos interesa conocer con suma exactitud tenemos que ser más modestos y realistas. Porque entonces
debemos emplear la ciencia tal como es, o sea, como un conjunto de observaciones ordenadas de tal modo que
nos dicen lo que podemos esperar observar en el futuro.

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Al emplear la palabra «observación» nos damos cuenta de que hemos trazado una imagen demasiado pasiva
de los procesos de la ciencia. Podemos sentimos tentados a imaginar el Universo como un cuerpo que sigue su
enorme camino y que sólo impresiona al científico con algún reflejo pasajero de su imperturbable movimiento.
Esto seria un serio error. Desde luego ensancharía el abismo entre el mundo y el experimentador, abismo que
hemos intentado colmar. La ciencia no es solamente racional, también es empírica; la ciencia es
experimentación, o sea actividad ordenada y meditada. La esencia de la experimentación y de toda ciencia es
que es activa. No escruta el Universo, lo palpa.

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Desde luego, esto no es una característica peculiar de la ciencia. Todo lo vivo es acción, y la vida humana es
acción pensada. Si esto resulta suficientemente evidente en calidad de enunciado acerca de lo vivo, requiere
todavía que sea recalcado respecto a la ciencia: ésta es una actividad característica de la vida humana. El rasgo
sobresaliente de la acción humana es que es una elección planteada a cada momento entre lo que creemos que
son los diversos posibles caminos que se nos ofrecen. Los hombres pueden concebir estas alternativas y los
animales probablemente no; pero tanto en unos casos como en otros, la acción significa elección, incluso cuando
suponemos que la elección es libre o efectuada bajo alguna coacción. En unos como en otros, la acción va
dirigida hacia el futuro. Los hombres tienen conciencia de esta tendencia, y escogen una acción y no otra porque
confían que les llevará a un tipo de futuro más que a otro. Hemos de añadir que esta afirmación se refiere a lo
que hacen, tanto si creemos que su elección es libre o determinada.

A nuestro Juicio ésta es la indicación más importante que podemos hacer, y que, de modo paradójico, ha
despertado menos atención en el pasado. La característica de los seres vivos es de que sus acciones tienden al
futuro, En términos más directos podemos decir que ésta es simplemente la característica de la acción; pero nos
parece una abstracción inútil, puesto que acción y vida son nociones intercambiables. Los seres cambian, hoy
son diferentes de ayer, y las acciones que hoy efectúan van dirigidas hacia mañana. Las enzimas en una célula
no saben que lo que hacen hará que la célula empiece a dividirse al cabo de veinte minutos a partir del momento
de su intervención, pero si no lo logran, ni ellas ni la célula tendrán futuro: morirán. No conocemos qué pone en
movimiento el ciclo de la vida del gusano de tierra, la tenia o el roble; pero sabemos que cada estadio de este
ciclo es una disposición para el siguiente, y que si el organismo no alcanza la disposición completa, muere. El
mecanismo de ordenar esta disposición es extraño y complejo: vemos la oscuridad y cerramos los ojos, oímos
un ruido y nuestras glándulas inyectan adrenalina a nuestra sangre, de tal manera que el pulso se acelera, los
músculos se ponen tensos y los nervios están alerta. Pero en cada caso nuestras acciones apuntan a algún futuro
oscuramente entrevisto. Esto es cierto para la célula más primitiva, y para las montañas de erudición de Gibbon,
aunque sólo fuera por el placer de forjar una sonora nota a pie de página.

Todo esto está oculto en el proceso de la vida, pero aparece claro y explícito cuando buscamos las leyes
científicas, porque, desde luego, una ley científica es una norma por la cual guiamos nuestra conducta e
intentamos asegurarnos de que conduzca a un futuro conocido. La ley formula nuestra anticipación del futuro de
modo sistemático, como una especie de taquigrafía. Y cuanto más amplias son las condiciones en que se aplica
la ley, y más compacta es, por así decirlo, su taquigrafía, más poderosa y notable la consideramos. Pero una ley
científica difiere de nuestro modo habitual de orientar nuestras acciones hacia el futuro sólo en el hecho de que
es más sistemática y explícita. Todos somos seres que miran hacia adelante. La vida es un proceso de mirar
hacia adelante. Va hacia el futuro del mismo modo que los insectos que vuelan hacia el foco de luz.
Naturalmente sólo las cosas vivas atraviesan procesos, como el envejecimiento y la muerte, por los cuales se
puede describir el futuro a partir del pasado. Estos procesos revelan el tiempo, mientras que no hay nada en el
mundo inerte que nos permita describir con facilidad el pasado a partir del futuro. En la mecánica clásica no se
asigna una dirección determinada al tiempo; el Universo seria igual aunque cada átomo del mismo girase hacia
atrás.

5
La clave de la acción de los seres vivos es que va dirigida hacia el futuro; tienen un modo de saber lo que va
a ocurrir la próxima vez, o más exactamente, cómo obrar en previsión de lo que va a ocurrir inmediatamente
después. La mayor parte de este saber es inconsciente. No hay por qué asombrarse de esta capacidad de
previsión, o en todo caso no hay por qué considerarla más sorprendente que el resto del mundo. Es evidente que
ha sido siempre la condición para la supervivencia de los seres vivos, individuos y especies. A menos de que
puedan adaptarse al futuro, e interpretar sus señales de antemano, están destinados a perecer. Cualesquiera que
sean los ritmos y las uniformidades de la Naturaleza, lo que ha sobrevivido de la vida ha tenido que estar
necesariamente en concordancia con todo; ésta es la condición de la supervivencia. Se dice que Galileo
descubrió en la catedral de Pisa, en 1583, un péndulo que señalaba aproximadamente un tiempo fijo poniendo en
contacto una lámpara oscilante a su pulso. La anécdota ilustra nuestra idea de una manera clara y simbólica,
porque, desde luego, todo lo que Galileo, o nuestro doctor o cualquier otro ha descubierto es no que el péndulo o
el pulso señala un tiempo fijo, sino que ambos señalan el mismo tiempo. Sea cual sea su ritmo, mantienen el
mismo. Consideramos que el mundo es regular del mismo modo que lo encontramos hermoso, porque estamos
ajustados a él. Leibnitz llamó a esto la armonía preestablecida, y la convirtió en el pilar central de su filosofía.

Hemos explicado que al emplear esta previsión, tanto inconscientemente en el campo de los instintos y
hábitos como conscientemente por reflexión, loa seres vivos han tenido que adaptarse o perecer. Podríamos

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enunciar esto mismo de modo más acusado: el acto de prever es en si la adaptación al futuro. Por este acto, los
individuos se adaptan, así como las sociedades y todos los grupos de seres vivientes. De este modo la adaptación
de una especie al medio ambiente es una lenta acción dirigida hacia el futuro, acción en la que todo el grupo
interpreta las señales, tanto de la llegada de una época glaciar como de la erosión de un continente, e
inconscientemente cambia su estructura para descubrir la posibilidad de supervivencia.

Hemos repetido la palabra «inconscientemente» porque no implica nada que tenga que ser comprendido
racionalmente o deseado de modo consciente. Para la totalidad de las especies, el mecanismo de adaptación
puede ser bastante impersonal, puede incluso oponerse a la supervivencia del individuo, como la picadura de la
abeja que le acarrea la muerte. La selección opera inevitablemente en el presente, y, no obstante, las especies se
adaptan también inevitablemente al futuro: las generaciones se preparan cada una para la siguiente. No hay por
qué ver detrás de este proceso un espíritu rector ni un fin determinante. Es, repetimos, la condición de la vida
misma del individuo y las especies. El presente no es como el futuro, pero tampoco es completamente diferente;
es una señal del futuro; y los seres vivos, tomados individualmente o agrupados en especies, son pronosticadores
que interpretan la señal de tal modo que se disponen para el futuro.

La idea de una máquina que pronostique el futuro es absolutamente nueva. Pero es de extraordinaria
importancia y debemos acostumbramos a ella. De hecho abarca todas las acciones básicas de los seres vivos,
desde la búsqueda del alimento en la célula mas pequeña hasta las creaciones más atrevidas de la imaginación
humana. Según nuestro parecer, nos proporciona un profundo conocimiento de la función y los procesos de la
mente humana, procesos que habían sido relegados al olvido por las viejas filosofías. Además no hemos de
sorprendemos porque es difícil ver todo el alcance que podría tener una máquina que pronostique hasta que no
se ha intentado construir una.

Una máquina que prediga el futuro se sirve de la información sobre el pasado y el presente con el fin de
prever el futuro. En la naturaleza de las cosas, ni su información ni sus previsiones pueden ser completas. Pero
tampoco intenta que lo sean: no busca ser una versión de bolsillo del hipotético ángel de Laplace, una especie de
Tiresias científico que lo sabe todo y que lo ha previsto todo. Una máquina que pronostique toma su
información en forma de señales, y su mecanismo interpreta estas señales para anticipar el futuro; esta acción es
un proceso ininterrumpido. Capta continuamente señales incluso cuando está trabajando en la predicción del
futuro, y las transmite al mecanismo de forma que, por decirlo así, continúa escrutando el futuro a cada instante.
Esta imagen es igualmente aplicable a un mecanismo pronosticador que está siguiendo a un avión para que los
cañones puedan alcanzarlo en el momento correcto, o a un murciélago que envía sus chillidos en onda corta para
detectar los obstáculos, o a los mecanismos que mantienen la temperatura de nuestro cuerpo constante o que
envían sangre al cerebro cuando estamos pensando. Lo que hemos llamado la interpretación de estas señales es
en sí una actividad fascinante, porque en cada sistema mecánico, vivo o fabricado, implica una elección del
significado del mensaje a partir de las oscilaciones sin sentido que se transmiten con él. Desearíamos, no
obstante, mostrar la relación esencial: el presente proporciona una serle de señales, que continuamente
transmiten un sentido que anticipa el futuro, A cada momento la máquina tiene que reunir en un todo las señales
que capta; la función del proceso es una síntesis, no un análisis.

6
Lo que nos interesa es la ciencia, donde el proceso de predicción es consciente y racional. Incluso en los
seres humanos no es este el único tipo de predicción. Los hombres tienen intuiciones profundas que ciertamente
no han sido analizadas de modo racional, y algunas de las cuales no lo serán nunca. Podría ser cierto, por
ejemplo, como se ha pretendido algunas veces, que la mayoría de la gente se siente un poco mejor al adivinar
una carta no vista, y algunas personas mucho mejor, de lo que se sentiría una máquina que escoja sus respuestas
sólo al azar. Esto no es nada sorprendente, porque, sea cual sea la mente humana, ciertamente no es una
máquina que formula sólo adivinanzas fortuitas, como una tabla de números al azar. Ciertamente la evolución
nos selecciona rápidamente porque poseemos dotes de previsión a un nivel muy superior al de los demás
animales. La inteligencia racional es un don, y en el fondo es tan notable como inexplicable. Y allí donde la
inteligencia racional se vuelve hacia el futuro, y a partir de experiencias pasadas, saca inferencias para un
mañana desconocido, su éxito es casi un misterio tan grande como los muy modestos éxitos de incluso los más
dotados adivinos —fuera del escenario del music hall— que hayan existido nunca.

Hay aquí dos puntos que es necesario ver más claramente. El primero es una vieja confusión. Durante
doscientos años, los filósofos han establecido una distinción entre ratonar por puros procesos deductivos, como
podemos ver en Euclides, y el razonamiento inductivo, que proyecta la experiencia del pasado en el futuro. Pero

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esta distinción es muy apreciada. Todo lo que puede decirse acerca del método deductivo es que podemos
determinar sus procesos y formular de modo preciso sus reglas para decidir lo que es aceptable. Pero las
sanciones por creer que sus conclusiones serán verdad mañana porque eran verdad ayer no son diferentes de las
que se aplican a cualquier otra teoría que pretende tener validez para el futuro. Si un triángulo tiene tres lados
iguales, sus tres ángulos serán iguales, decimos. Pero lo que queremos decir es que los tres ángulos son iguales;
hemos deducido que lo son por medio de cálculos lógicos que siempre han dado buenos resultados. Si decimos
que los tres ángulos serán iguales, luego queremos decir que estos cálculos continuarán siendo lícitos y que
producirán resultados verdaderos en el futuro. Esta pretensión es de hecho una típica inducción del pasado al
futuro.

E) segundo punto aparece a un nivel más profundo. Existe una suposición tácita en todas nuestras
especulaciones de que el ideal de la ciencia es formular predicciones que siempre se cumplirán. Ansiamos la
máquina de predecir de Laplace, que sería perfecta para conseguir que todas las respuestas fuesen correctas.
Esto equivale a decir que queremos un modelo que no se distinga del mundo real en cada observación. Pero éste
no es el objetivo. Aquí aparece claramente expresada la diferencia entre el modelo y la máquina de predecir. He
aquí por qué introducimos la palabra «predecir»; no es una máquina que pretenda mostrar el futuro con
antelación. Intenta preverlo, por el propio proceso del mismo, y sus predicciones no son siempre correctas. No
supone que el futuro ya existe, que puede ser invocado o conjurado anticipadamente con sólo ordenarlo. No
pretende decir nada más que el futuro puede ser, en general, predicho, dentro de unos determinados limites de
incertidumbre. Y puesto que hay incertidumbre, la máquina profeta a veces se equivocará.

Debemos hacer frente al hecho de que en la naturaleza de las cosas las predicciones resultan a veces
equivocadas. Desde luego, lo que pretendemos es que sean correctas lo más a menudo posible y, por lo menos,
que sean correctas con más frecuencia que erróneas. Pero las previsiones pueden ser útiles incluso si son a
menudo erróneas. Bromeamos acerca de las predicciones del tiempo que hará, pero en tiempo de guerra había
que mantenerlas en secreto. En los principales procesos biológicos, como la evolución, la predicción equivocada
desempeña una importante función. Los factores genéticos que, en una especie, permanecen incluso aunque su
efecto sea el de impedir que ésta se ajuste bien al medio ambiente, son una especie de predicción errónea y, por
así decirlo, un error residual. Sin embargo, sin ellos, las especies no pueden adaptarse a nuevos cambios.
Algunos monstruos pesadamente equivocados probablemente se extinguieron por falta de estos medios de futura
adaptación, del mismo modo que las razas puras de ratas blancas morirían si se las sacaba fuera del laboratorio
para el cual han sido criadas de un modo demasiado perfecto. Una aptitud para un determinado uso debe
contener un elemento de inaptitud y flexibilidad para que pueda constituir una aptitud para el cambio. Cuando
Boligbroke y Paley declararon que el hombre está diseñado como un reloj, que se ajusta a su funcionamiento
perfectamente, no pensaban en la posibilidad de una futura evolución. De un modo característico, el siglo XVIII
era para ellos la cumbre y el punto final de la historia de la Naturaleza.

En cambio, nos hemos acostumbrado a ver el Universo en movimiento y transformación. Tenemos una idea
más clara de nuestros propios defectos, pero también hemos aprendido a no detenemos en ellos con afectación.
Porque lo que es verdad de las especies cuando se enfrentan al futuro es verdad también del individuo. Ambos
se adaptan al futuro efectuando continuas correcciones, como hace toda máquina de predecir. El proceso que se
sigue es el de prueba y error, proceso al que llamamos de aprendizaje, y los errores forman una parte esencial
del mismo tanto como los aciertos. Si ponemos un ratón en un laberinto y logra salir la primera vez, no quiere
esto decir que haya aprendido a escapar del laberinto. De hecho no aprenderá hasta que haya cometido algunos
errores y aprenda a evitarlos. Un ratón puede aprender a partir de sus errores más rápidamente que otro, pero ni
siquiera el ratón ideal del laboratorio de psicología puede aprender de otro modo que cometiendo algunas
equivocaciones.

El proceso de aprendizaje es esencial para nuestras vidas. Todos los animales superiores lo buscan
deliberadamente. Son curiosos y efectúan experimentaciones. Un experimento es una especie de inofensiva
carrera de pruebas de alguna acción que tendremos que ejecutar en el mundo real, y es esto tanto si es efectuada
en un laboratorio por científicos o por cachorros de zorra fuera de su terreno. El científico experimenta y el
cachorro Juega; ambos aprenden a corregir los errores de juicio en un terreno en que los errores son fatales.
Puede que sea esto lo que les da este aire de felicidad y libertad al poner en práctica estas actividades.

Es por esto que debemos comprender que por su misma naturaleza las predicciones pueden estar a veces
equivocadas. Sólo así podemos aprender en tanto que individuos y especies. La ciencia aprende del mismo
modo. Precisamente éste es el paso que dieron Galileo y Francis Bacon hace más de trescientos años, paso que
dio origen a la ciencia actual. Porque hasta que pusieron en marcha la Revolución Científica, los hombres creían
que sólo un profundo discernimiento intelectual podía comprender la mecánica de la Naturaleza. Galileo y

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Bacon añadieron a esta exigencia de la razón la nueva exigencia de loa datos empíricos. Desde entonces, la
verificación de una explicación científica ha sido siempre en último término empírica: ¿concuerda con los
hechos? La ciencia ha sido concebida, aunque inconscientemente, como un proceso de aprendizaje, porque
recurrir a la realidad empírica en la especulación es admitir la posibilidad de error. La ciencia es un mecanismo
de predicción en proceso de incesante autocorrección. El camino que va de la astronomía de Ptolomeo a la de
Newton y luego a la de la relatividad es precisamente una serie de estadios de aprendizaje en que cada uno de
éstos corrige el pequeño pero demostrable error que se ha abierto entre la predicción y los hechos; no debemos
despreciar los errores, son el humus sobre el que se desarrolla el proceso de la vida. Al mismo tiempo que Peley
trazaba la voluntad de Dios en la perfección de reloj del hombre, William Blake dijo con más modestia, pero
con intuición más aguda:

«Ser un error y ser arrojado es parte de la voluntad de Dios.»

7
Las ideas fundamentales que hemos estado desarrollando pueden resumirse así: toda acción de un ser vivo es
un acto de elección orientado hacia el futuro. La máquina que imaginamos en la misma es un adivino que
interpreta la información pasada y presente como señales para ajustarse a un futuro esperado. La interpretación y
el ajuste no pueden estar libres de error, porque éste es esencial para el proceso de aprendizaje que los rige.

En todo esto hay una atrevida analogía entre el modo como aprenden los individuos, el modo como las
especies se adaptan y el modo como opera la ciencia. Pero, desde luego, nuestro parecer es que no se trata
meramente de una analogía, sino de una relación íntima y verdadera. La ciencia no es una actividad especial, es
algo común a toda actividad humana. Un italiano que va a Nueva York se acostumbra en seguida a tomar
cereales para desayunar. Existen pruebas de que la gente que come cereales, como grupo, adapta su mandíbula a
su dieta mediante los lentos procesos de la selección natural. Pero entre estos extremos se encuentra la actividad
igualmente humana del desarrollo científico. La invención y popularización de los cereales en el desayuno es en
sí una solución científica a un conjunto de problemas, que abarcan todo el camino que va desde la distribución
del tiempo entre levantarse de la cama y coger el tren hasta el pleno uso de las más logradas comidas rápidas de
Norteamérica.

Lo que caracteriza a la ciencia como sistema de predicción y adaptación de los demás sistemas del individuo
y de la especie es que, en el fondo, es un método compartido por toda la sociedad al mismo tiempo y de un
modo consciente. A la vez esto implica que la ciencia tiene que ser comunicable y sistemática. Las señales y
predicciones deben ser comunes para todos. A mi modo de ver, los filósofos invierten el orden cuando declaran
que la ciencia construye un mundo escogiendo todo lo que las experiencias de diversas personas tienen en
común. AI contrario, la práctica de la ciencia supone la existencia de un mundo real y común, y presupone que
el impacto del mismo sobre cada individuo que de él forma parte es a su vez modificado por este individuo en el
sentido de que constituye su experiencia personal. No construimos el mundo a partir de nuestras experiencias,
tomamos conciencia de él a través de las mismas. La ciencia es un lenguaje para hablar no acerca de la
experiencia, sino acerca del mundo.

Pero lo más sorprendente de las predicciones de la ciencia es que no son un conjunto de conjeturas diversas.
La ciencia es una forma de ordenar los acontecimientos, y el fin de sus investigaciones es encontrar las leyes en
las que basar las predicciones simples. Lo que da el toque final a nuestra descripción es que la ciencia es
sistemática por lo que al método se refiere porque busca un sistema de predicción. El objetivo de la ciencia es
ordenar los casos particulares encuadrándolos en la estructura de una ley general.

Una vez más lo que hemos dicho acerca de la ciencia no es algo exclusivo de la misma. Toda conducta
humana está modelada por lo que los individuos creen que son leyes generales. Una persona que pretenda
adivinar lo que va a ocurrir interpreta la señal por un acto de reconocimiento que la enmarca en alguna categoría
general. Suponemos, pues, que el futuro tendrá algún parecido general con los futuros que hemos vivido
anteriormente y que siguieron a este tipo de señal, y nos preparamos para este futuro específico. Vemos un par
de pesas y las cogemos con fuerza para levantarlas; cuando descubrimos que son de cartón, experimentamos una
sensación desagradable porque nos resulta inesperada. Lo extraño acerca de las generalizaciones de la ciencia no
es que abarquen un número de casos que rebasa los hábitos de un individuo. Es, de hecho, una diferencia
importante, pero no la esencial, que consiste en que las generalizaciones de la ciencia son explícitas, lo cual es
una consecuencia directa del hecho de que la ciencia es comunicada. El individuo no tiene nunca necesidad de
hacer una lista de sus hábitos, es decir, de sus generalizaciones, porque no necesita comunicarlos a nadie. Creerá

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formas de anticipar el futuro a partir de las señales presentes aunque no espere encontrar nunca otra persona. Así
lo hizo Robinson Crusoe; y Defoe demostró una asombrosa intuición psicológica cuando describe el desorden
en que se precipitó Crusoe cuando descubrió las pisadas, no porque Crusoe temiese la presencia de otras
personas, sino porque la presencia de éstas había dejado de formar parte de su mundo conceptual. Aunque no
podemos estar seguros de ello, es probable que algunos animales no posean ninguna forma de comunicación; sin
embargo, es cierto que todavía desarrollan hábitos.

El carácter explícito de estas leyes hace de la ciencia una actividad diferente, y este carácter se deriva de la
comunicación. La ciencia es la actividad de aprender, actividad ejecutada por la sociedad entera, aunque esta
sociedad divida sus tareas de tal manera que ponga la responsabilidad de esta actividad en manos de unos pocos
hombres. Por otro lado, las leyes de la ciencia son aquellos principios de predicción y adaptación al futuro que
se aplican al conjunto de la sociedad y que todos sus miembros pueden aprender de modo explícito. Esta
necesidad de conjunción simultánea de dos requisitos, utilidad universal y formulación explícita, es
precisamente lo que hace que la descripción científica del Universo aparezca tan extraña a nuestra experiencia
personal. Como individuos no analizamos el Universo descomponiéndolo en células, coenzimas, masones,
genes y espacio curvo, porque éste no es el análisis que un individuo hace de su propia experiencia.
Precisamente este análisis individual es el tema que tratan Berkeley, Hume, McTaggart y Moore, cuyas
filosofías tienen su punto de partida en una situación personal única. No debe sorprendemos que la ciencia y la
filosofía se hayan distanciado paulatinamente, en tanto que una y otra hablan de cosas distintas. El núcleo, la
energía y el sistema nervioso central son entidades que descubrimos cuando buscamos el terreno común bajo las
fluctuaciones fortuitas de la experiencia personal. Y las extrañas propiedades que poseen son parte del precio
que pagamos por explicitarlas. El mundo choca con nuestra experiencia de modo tal que podemos reconocerlo
como voluntad, sentido, causa y efecto, y todas estas interpretaciones resultan ser admirablemente válidas como
aproximaciones a la experiencia de todos nosotros. Pero cuando intentamos pulir nuestro lenguaje para describir
con detalle el mundo real en el que se basan nuestras experiencias, tropezamos con las dificultades de todo
lenguaje. Ningún enunciado explícito, ningún lenguaje comunicable puede formular generalizaciones que sean
más precisas que los acuerdos comunes entre los que las utilizan. Por esto no podemos formular leyes científicas
que tengan una finalidad mayor que la de los cálculos y reglas que podemos compartir. Nuestras leyes de
predicción están limitadas por nuestros errores humanos y necesarios. No hay nada dramático en esto, no es un
defecto más trágico que otros que hacen que seamos humanos y no otra cosa, como el hambre o la ambición,
Estas son las fuerzas que impulsan las sociedades humanas, y hemos demostrado que el error en la formulación
de las leyes de la ciencia también participa de ambas.

8
La base de la descripción que hemos trazado en este capitulo ha sido la relación entre el presente y el futuro.
Es como si el futuro fuese Norte y la Estrella Polar; determina la dirección y la estructura de la actividad y el
pensamiento tanto de la vida como de la ciencia. Por esto no nos sentimos inquietos por las dificultades que los
filósofos encuentran al intentar racionalizar el proceso de la inferencia o deducción intelectuales. Los filósofos
quieren dar a la inducción acerca del futuro el mismo status que la deducción tiene en una ciencia intemporal
como la geometría. Además, ya hemos señalado que, tan pronto como se usa la deducción en una ciencia que
tiene en cuenta el paso del tiempo, no tiene un status superior al de la inducción.

El filósofo y el hombre de la calle desarrollan normalmente sus especulaciones a partir de una reflexión
sobre el pasado y el presente, en calidad de base sólida del conocimiento. Pero esto no es útil por dos razones
distintas. En primer lugar, sólo conocemos el pasado y el presente de nuestra experiencia. El mundo real que
compartimos con los demás resulta tan misterioso en el pasado y en el presente como en el futuro. Y, en
segundo lugar, es una grave equivocación suponer que el proceso básico del pensamiento es echar mano de lo
desconocido, y que sólo así puede justificarse mirar hacia el futuro. Exactamente es el sentido contrario del
proceso de la vida. La anticipación del futuro es una actividad fundamental; los bebés hacen esto antes de nacer.
La operación de analizar el pasado y el presente es un proceso secundario, cuyo fin es que aprendamos a
reconocer e interpretar las señales para el futuro. Seria absurdo preguntar por qué el futuro ha de revelarse en
concordancia con nuestro conocimiento del pasado. Esto no es más que plantear la pregunta al revés y
convertirla en un sinsentido. Lo que hemos aprendido del pasado es conocimiento sólo porque el futuro
confirma que era verdad.

La única pregunta que cuerdamente cabe plantear acerca del método de inducción respecto al futuro es: ¿en
qué nos basamos para preferir una predicción y no otra? ¿Por qué escogemos este curso posible de la acción más
que este otro, en circunstancias en las que el futuro que prevemos continúa siendo tan incierto sea cual sea el

50
que escojamos? No basta con responder que una predicción contiene una zona calculada menor de
incertidumbre que otra, porque como toda ley científica, este mismo cálculo presupone una preferencia, si no
entre estas predicciones si entre otras más fundamentales. Esto, no obstante, no inducirá a nadie a decir que se
ha confirmado que una predicción es correcta con más frecuencia que otra; porque el siguiente acontecimiento
no es el mismo que el último, y, en realidad, porque no existe ningún modo de comparar acontecimientos como
tales. No, nuestra elección no se efectúa entre previsiones, sino entre modos de prever. No preferimos una
predicción determinada, sino una ley científica a otra. Y, naturalmente, las leyes, al contrario de los
acontecimientos, pueden ser ponderadas por los ejemplos pasados —aunque deberíamos evitar la palabra
«pasado»; lo que realmente queremos decir e3 otras ocasiones en que predecimos el futuro basándonos en estas
leyes.

Una de las dificultades que han preocupado a los filósofos y al hombre de la calle sobre tales cuestiones, es
que ofrecen una descripción del futuro sumamente estática. Imaginan el futuro como el pasado o el presente, ni
más ni menos que un momento en la infinita alfombra roja del tiempo que se desenrolla ante nosotros y se
enrolla detrás nuestro. El futuro es como el presente, han dicho, sólo que en otro tiempo. Este error se deriva de
la descripción newtoniana del tiempo, en la cual éste no tiene ninguna dirección y podría haber transcurrido en
sentido inverso. Pero desde finales del siglo pasado se ha descubierto una propiedad física que da una dirección
al tiempo. Es ésta: si observamos un chorro de gas que se escapa de un agujero, podemos decir qué parte del gas
está más lejos del agujero, o sea, cuál se ha escapado primero, todo ello sin ver el agujero. La parte que salió
primero tiene un desorden mayor y sus moléculas se mueven más al azar. Han perdido la dirección impuesta por
el paso del chorro por el agujero. Del mismo modo el paso del tiempo en el Universo está absolutamente
marcado por el aumento del estado de desorden físico o azar; esto es lo que dice la segunda ley de la
termodinámica. Cabe señalar que en sí es un efecto probabilístico, aunque sólo éste da al tiempo (y con él la
causalidad) su dirección.

El punto esencial es el que distingue el futuro del pasado: es la única ley general acerca del futuro a la cual
nos ajustamos todos. No sabemos cómo experimentamos esto, pero desde luego lo experimentamos.
Naturalmente la propiedad esencial de la vida es que se opone a esta corriente: la vida impone un orden
creciente en cada momento, mientras que el Universo físico se arrastra hacia un desorden cada vez mayor.
Incluso la probabilidad de adivinar una carta no vista no está más allá de las fronteras de lo inteligible, una vez
que hemos comprendido que el futuro tiene unas propiedades específicas que lo distinguen claramente del
presente. Lo distinguen claramente, pero en un sentido estadístico: porque el futuro se diferencia del presente
por contener estadísticamente más azar. Adivinarlo seria inexplicable sólo si se acertase siempre.

51
VIII. Verdad y valor

1
Las personas que se inquietan ante los cambios que la ciencia ocasiona en su mundo, generalmente sólo
tienen en cuenta los cambios técnicos: el aeroplano, las bombas, la costumbre de leer los periódicos, el
desplazamiento del bienestar y las discusiones hogareñas respecto a la televisión. Pero bajo estos cambios existe
en todos nosotros una división más profunda entre los hábitos sociales de nuestros días de estudiantes y los
nuevos hábitos del pensamiento. Nos inquieta la existencia en nuestra conducta de dos aspectos opuestos: lo que
siempre se nos ha ensenado a considerar como valores, y, por otra parte, el éxito en el mundo. Cada día nos
enfrentamos con acciones de las que nuestro código de conducta nos hace sentirnos avergonzados, pero que
encontramos útiles si tenemos que enfrentamos con los duros hechos de la sociedad.

No reprobamos conscientemente a la ciencia por ello hasta que revela algún peligro inevitable, como el que
ha planteado a nuestra época la bomba atómica. Pero esto ejemplo es meramente un símbolo. Más allá de todas
nuestras acciones se extiende una sombra mayor: ¿cómo escoger entre lo que se nos ha enseñado a considerar
correcto y lo que indiscutiblemente ocurre? Esta comprobación empírica del éxito se hace más acuciante a
medida que nos vamos acostumbrando a verla en la ciencia. El hecho de habituarse a un esquema empírico no
tarda en afectar las creencias tradicionales, incluso en el campo de la ciencia. Ha costado mucho durante
seiscientos años cambiar los moldes aceptados como buena y recta conducta.

Desde luego, estos moldes no han permanecido intactos desde los tiempos de William de Ockham. Los
ideales de lo que es bueno han sufrido lentos pero notables cambios, incluso en el interior mismo de la Iglesia; si
no fuera así todavía se llevarla a la hoguera a brujas y herejes. Resulta bastante evidente que los ideales del
Renacimiento no son los mismos que los de los Padres de la Iglesia, y más recientemente, que las virtudes
protestantes difieren de las católicas, las cuales han asimismo cambiado; la doctrina medieval del precio justo ha
tenido que cambiar profundamente antes de que un papa pudiera escribir la Rerum novarum, en 1891. Vemos
también en qué se han convertido las virtudes cristianas en la doctrina metodista de principios del siglo pasado;
cómo, de modo bastante inconsciente, se ha desplazado el énfasis puesto en la caridad y la verdad amorosa hacia
las virtudes socialmente importantes del ahorro, la sobriedad, la frugalidad y la independencia. También
nosotros hoy estamos en un estado de modificación, pero no porque nos hayamos desembarazado de alguna
antigua idea de perfección absoluta, sino porque como en cada época, la nuestra intenta redescubrir su propia
conciencia.

Tampoco la ciencia es el único fermento activo. Hemos dicho repetidas veces en este libro que la ciencia es
una parte, una parte característica, de la actividad humana en general. En el último capitulo hemos tratado de
demostrar que el método científico es el método de toda investigación humana, que se distingue de los demás
sólo en que es explícito y sistemático. Esto aparece claramente cuando tratamos problemas de recto juicio y
buena conducta. En ningún momento se ha creado un gran libro a una obra de arte importante que no haya sido
considerada inmoral por las gentes de vieja tradición. Los judíos todavía consideran inmoral el Nuevo
Testamento, y los cristianos el Corán. Savonarola consideró licencioso el arte florentino, y cuando George Eliot
escribió sobre él en el siglo pasado, se consideró también licencioso, a él, y lo mismo pensaron de ello sus
críticos. La Apologie for Poetry de Sidney es ahora un libro de texto en las escuelas, como también lo es
Defence of Poetry de Shelley. Sin embargo, Sidney defendía toda literatura de la acusación de ser corruptora de
los hombres; esto ocurría en los mismos albores del florecimiento artístico de la época isabelina, y gran número
de personas fueron a la cárcel por vender los poemas de Shelley. El áspero estilo de los escritos de Swift fue
proscrito porque escandalizaba la sensibilidad religiosa de la reina Ana. En nuestros días, Thomas Hardy, James
Joyce y D, H. Lawrence han sido prohibidos por ultrajar y socavar la moralidad. Sin embargo, es absolutamente
seguro que sus obras sobrevivirán cuando los elegantes y decentes críticos de la época hayan sido olvidados.

Con frecuencia el ataque a una nueva perspectiva artística se desarrolla en un terreno ligeramente diferente.
Un libro o un cuadro puede ser considerado pernicioso para el público no por ser inmoral, sino por estar
desprovisto de moral. En su día Rafael fue criticado por ser amoral, como también lo fueron Whistier y los
prerrafaelitas. En literatura. Ana Karenina, de Tolstoi, fue tachada de amoral, junto con muchas otras obras de
novelistas y dramaturgos rusos; y la lista de dramaturgos ingleses acusados de estar faltos de todo sentido moral
va desde la Restauración hasta Oscar Wilde y Bernard Shaw.

53
2
Ésta es la acusación que suele formularse, por regla general, contra la ciencia. Con ello no quiere decirse que
la ciencia sea de modo activo antimoral, sino que no contiene moral de ningún tipo. Esto implica que, por tanto,
alimenta en las mentes de los que la practican una indiferencia para con la moral que con el tiempo — llega a
atrofiarles la capacidad de Juzgar rectamente y • el imperativo de una buena conducta.

Esta acusación me parece tan falsa respecto a las ciencias como a las artes. Nadie que hoy piense un poco
acerca de Ana Karenina cree que está desprovista de moral y que no emite ningún Juicio de valor sobre las
complejas acciones de su heroína, su marido y su amante. Al contrario, encontramos que es un libro mucho más
profundo y más emocionante que un centenar de convencionales novelas acerca de este triángulo, porque
muestra más cuidado, comprensión y compasión en el estudio de las fuerzas que arrastran a sus hombres y
mujeres. No es una obra convencional, es una obra autentica. Y por auténtica no entendemos alguna probable
correspondencia entre la noticia aparecida en un periódico sobre una mujer que desesperada se echó al tren y el
hecho en si. Entendemos, sí, que Tolstoi comprendió a las personas y los acontecimientos, y vio en ellos la
interrelación entre las personalidades, las pasiones y las convenciones, y el Impacto sobre ellas de las veleidades
de los acontecimientos exteriores. Hoy en día no reconocemos la validez de ninguna ética o escala de valores
que no admita esto.

No existe un sistema de moralidad que no asigne un elevado valor a la verdad y al conocimiento, en


particular a un conocimiento consciente de sí mismo. Por tanto, es extraño que se califique de amoral a la
ciencia, y por parte de personas que en sus propias vidas asignan un elevado lugar a lo verdadero. Porque sea lo
que sea lo que se tenga en contra de la ciencia, no puede negarse que su criterio último de juicio es de que algo
sea verdadero, Si algún sistema puede pretender una consideración más fanática por la verdad de Lao-Tse y los
puritanos de Massachussets es ciertamente la ciencia.

No podemos, desde luego, presentar la verdad o los demás valores humanos de forma tan simple. Tenemos
que observar más detenidamente y ver si, en ética o ciencia, la verdad no va más allá de una simple fidelidad a
los hechos. Podemos considerar esta investigación sobre la verdad como un test para la ciencia, sobre el que
poder basar la problemática más amplia acerca de si la ciencia posee o no sus propios valores. Pero no perdamos
de vista el punto que nos interesa. Sea lo que sea lo que entiendan por verdad, aquellos que están orgullosos de
su conducta y los valores sobre los que la basan hacen acopio de fidelidad en sentido literal. Se avergüenzan de
basarse en los datos empíricos y en la intencionalidad. Pero este respeto supremo por la fidelidad a la verdad la
comparte la ciencia. T. H. Huxley fue un agnóstico. Clifford, un ateo, y conozco por lo menos un gran
matemático que es un ser insignificante. Sin embargo, toaos ellos asientan su fe en la ciencia con una adhesión
incondicional a la verdad y al irresistible imperativo de descubrirla. Todos ellos desprecian la gris llamada a la
conveniencia, que es la impresión digital del administrador delegado que marchita todo lo que toca.

3
En los últimos treinta anos se ha desarrollado una escuela filosófica que parte de la estrecha noción de que
ser verdadero significa ser comparable de hecho. Va más allá y sostiene que ninguna proposición tiene sentido si
no puede sometérsela, por lo menos en teoría, al test de la verdad factual.

Este test debería limitar nuestra seria discusión acerca de lo que el hombre de la calle llama materias
científicas, que pueden ser determinadas y verificadas con exactitud. Rechaza enteramente tópicos tales como
valor, ética y sentimientos, pretendiendo que la discusión de todos ellos puede ser reconfortante e incluso
divertida, pero que estrictamente hablando no tiene sentido. «La virtud es su propio premio» constituye en esta
filosofía un poco de buen consuelo sin sentido; los filósofos sensatos discuten enunciados del tipo «el agua se
compone de hidrógeno y oxígeno». Aquí tenemos una filosofía en que la ciencia parece haber pasado al
contraataque, replicando a la acusación de que no contiene valores con la escueta observación de que los valores
no tienen mucho sentido.

Pero, como ocurre con frecuencia cuando los filósofos se ponen del lado de la ciencia, la ciencia defendida
por ellos ya ha sido superada hace tiempo. El ideal de los enunciados significativos y verdaderos que afirma esta
filosofía positivista corresponde exactamente a la cocepción que el siglo XIX tenía de la ciencia. Éstas son las
nociones de significación y verdad de Joule, cien años atrás, cuando demostró que el calor es precisamente una
forma de energía mecánica, o posteriormente de Hertz cuando descubrió las ondas de radio, cuya existencia
apareció implícitamente indicada por las ecuaciones de Clerk Maxwell acerca de los campos electromagnéticos,

54
Pero ya se ha demostrado que estas nociones de verdad resultan insuficientes para la ciencia misma en el sentido
moderno de ésta. Por esto es ciertamente poco favorecedor el hecho de barrer los valores y la ética de la puerta
del conocimiento científico con esta escoba que se desembaraza al mismo tiempo de la ciencia y del
conocimiento humano.

Hay una serie de principios que no permiten al positivismo lógico ser operante, porque, y esto es lo que
tienen en común todos ellos, es una filosofía fragmentaria. Su modelo lo constituye el heroico intento de Russell
y Whitehead de derivar todas las matemáticas, incluyendo ideas tan difíciles como la del continuo y el infinito, a
partir de un número finito de axiomas. Las matemáticas tenían que ser desarrolladas paso a paso a partir de una
serie de proposiciones particulares o independientes unas de otras. Esto representó un gran avance en el terreno
de la lógica, pero no logró alcanzar el éxito ni siquiera en su propio campo. A pesar de ello, continúa siendo un
monumento a la memoria de los dos maestros que la crearon.

Los filósofos positivistas tomaron esta tentativa por modelo al describir el conocimiento como si estuviese
constituido por piezas de hechos independientes. Pero si ya las matemáticas encuentran difícil componer una
estructura coherente a partir de estos fragmentos, es evidente que el conocimiento empírico ni siquiera puede
intentarlo. Obviamente, nuestro conocimiento no resulta de este proceso, del ajuste de observaciones
independientes entre si de información del tipo «esto es rojo». La mente no está constituida de experiencias de
este tipo, sino siempre de grupos de ellas, es decir, de cosas. ¿Cómo sé que lo que estoy mirando es un libro, y
lo identifico como el mismo libro que yo miraba antes de girar la página? No construimos nuestro conocimiento
como si fuese un mecano, ajustando pequeñas tuercas y tornillos sacados de la experiencia.

Hasta aquí no es en si más que un problema de psicología. Pero hay una teoría más profunda según la cual
no podemos descomponer nuestra experiencia en estas tuercas y tornillos, ni siquiera como hipótesis podemos
imaginar el conocimiento como reducible a proposiciones atomísticas.

Hemos indicado antes las razones lógicas por las que no puede ser así. Si lo fuese, continuaría habiendo, en
este mundo atomístico del conocimiento, enunciados que no serían ni verdaderos ni falsos. Por esto, el
positivismo lógico, después de haberse empeñado en considerar sin sentido todas las cosas que no entraran en su
mundo de mecano, habría de descubrir que incluso este mundo está lleno de sinsentidos. Pero no queremos
detenernos más sobre este fracaso de la lógica, como si estuviésemos haciendo una lista de puntos a discutir.
¿Cuál es la razón principal del fracaso de la construcción atomística del pensamiento? ¿Por qué deberíamos
haber previsto que tenía que caer en la contradicción?

La respuesta es que esta construcción atomística presupone, como la ciencia atomística del siglo pasado, que
debajo de nuestra experiencia se encuentran una serie de hechos que son más exactos que la experiencia misma;
lo cual es ciertamente exacto. «Esto es rojo», nos dicen, con lo cual se presupone que ya hemos alcanzado un
punto tan fundamental que ya no queda sitio para el desacuerdo: o bien es rojo, o no lo es. Pero, ¿qué es «esto»
que ambos suponemos, el que habla y yo, que vemos como el mismo punto? ¿Y qué es el rojo acerca del cual,
como seres sensibles, no podemos discrepar? La luz roja tiene una longitud de onda alrededor de una cincuenta
milésima de pulgada: ¿a qué orden de exactitud debemos considerarla para concordar en nuestra proposición
atomística?

En el mundo de la ciencia, ni «esto» ni «rojo» son entidades que pueden ser definidas con absoluta
precisión. «Esto» siempre se nos escapará en el vaivén browniano de los átomos, y «rojo» tiene que ser situado
en unos márgenes de incertidumbre de unas cuantas longitudes de onda. El mundo no puede ser descrito, como
los positivistas han supuesto tan a menudo, dando las exactas coordenadas físicas a cada punto en una
proposición, y verificando luego sí la proposición es o no verdadera. Cada referencia coordinada lleva consigo
necesariamente una zona de incertidumbre. Esto implica que la verificación misma es en sí incierta, y tiene que
permitir un margen de error. Pensar de otro modo es querer retroceder al paraíso atomístico de ciento cincuenta
años atrás, y a la dichosa simplicidad, de la cual Blake dijo con imaginativo desprecio que esperaba «construir
un universo con el menor número posible de esferas».

Es evidente que la concepción fundamental del positivista es esencialmente errónea al creer que podemos
discernir la verdad con un simple acto de verificación, ¿Qué vamos a verificar? Una proposición atomística, es
decir, un enunciado en su forma más simple sobre el tipo de hecho más simple. Pero los hechos no se quedan
quietos para nosotros, en el espacio o en el tiempo. Yo no puedo verificar ahora un enunciado sobre un hecho
que ya ha ocurrido. Debo formular un enunciado sobre un hecho futuro, y esto significa que debo convertirlo en
una predicción, y la predicción, como hemos visto, no puede separarse de su propio margen de incertidumbre.

55
4
Muestra idea en el párrafo anterior no es minimizar la ciencia del siglo XIX de ningún modo; constituyó una
magnifica realización, y continúan siéndolo para nosotros en la actualidad la mayor parte de sus
descubrimientos. Pero debajo de todo esto hay una concepción del Universo que se ha demostrado que era
demasiado simple. Según ésta, se podría describir exactamente el mundo, si no por los científicos actuales, por
los de mañana. Aprendí a pensar acerca de este mundo gracias a la viva descripción que de él hacía un maestro
de la exposición sencilla, el filósofo y geómetra William Clifford. Su escrito se titulaba, de modo característico,
El sentido común de las ciencias exactas. La diferencia entre este título y el mío no es casual. Escogí
deliberadamente el título de El sentido común de la ciencia porque subraya la diferencia entre nuestros dos
siglos. Hoy vemos que en sentido estricto no existen ciencias exactas; existe la ciencia, y. por otro lado, existe el
sentido común, y ambos tienen que aprender a asimilar en sus métodos e ideas básicas la incertidumbre
fundamental de lodo conocimiento.

Los más grandes científicos del siglo pasado previeron esto. Hemos hablado de Clifford, y es justo recordar
a la memoria de este gran hombre que fue él quien intuyó en parte esta evolución. Ciertamente Clifford poseía
un don especial para semejante intuición profética. El sentido común de las ciencias exactas contiene la primera
alusión a la idea de que los cuerpos sólidos causan al espacio una curvatura local, idea que a partir de aquí
Einstein desarrollaría ampliamente, Al fin y al cabo, Clifford fue contemporáneo de Gallón, y cuando falleció a
la edad de treinta y cinco años, su libro fue editado por el fundador de la estadística moderna, Karl Pearson. He
aquí lo que Clifford dijo acerca de la verdad científica, anunciando en pleno siglo XIX los descubrimientos de
nuestro tiempo;

«Recordemos, pues, que el pensamiento científico es el guía de la acción; que la verdad que alcanza no es la
que cabe contemplar de modo ideal, desprovista de error, sino aquélla sobre la que podemos actuar sin temor; y
es necesario ver que el pensamiento científico no es una condición o algo que acompaña al progreso humano,
sino que es el progreso humano mismo.»

Estas consideraciones atraen la atención sobre un gran número de cálculos. Establecen firmemente la visión
de la ciencia como acción, hecho que ya hemos recalcado. La acción apunta hacia adelante y se distingue de la
contemplación porque mira hacia el futuro. También aquí se destaca el criterio de lo que es lo verdadero. Las
bases realistas de la ciencia, como hemos señalado anteriormente, no podían quedar mejor enunciadas que en la
definición de Clifford, según la cual su verdad «no es aquélla a la que cabe contemplar de modo ideal sin error,
sino aquélla sobre la que se puede actuar sin temor».

Lo que la ciencia observa y predice tiene todos los defectos del hecho. Los hechos aportan la flecha del
futuro, pero ésta es necesariamente incierta y su interpretación frente al telón de fondo de lo irrelevante será
imprecisa. La predicción que podemos establecer en la Hecha será de carácter estadístico. No lee el futuro, lo
predice; y la predicción sólo tiene sentido porque la unimos a su propio grado de incertidumbre, El futuro está
siempre, por así decirlo, desenfocado, y todo lo que podemos predecir sobre el mismo aparece rodeado de una
pequeña zona de incertidumbre. Tal es la situación humana y la de la ciencia. No contemplamos los hechos sin
error, pero por esta razón podemos actuar sobre ellos sin temor alguno.

«Porque sabemos lo que hacemos», he aquí la clave de la ciencia. No observamos y predecimos hechos
solamente: ésta es la razón por la que toda filosofía que base la ciencia sólo en los hechos es un error.
Conocemos, es decir, descubrimos leyes; y toda acción humana utiliza estas leyes, y al mismo tiempo las
comprueba y orienta hacia otras nuevas. Lo que importa no es la forma de de estas leyes. Las leyes de la ciencia,
como las que utilizamos en nuestra conducta personal, son útiles y verdaderas si contienen palabras como
«siempre», o sólo «con más frecuencia». Lo que cuenta es el reconocimiento de la ley en los hechos. Nosotros
verificamos la ley; la clase, el orden, la estructura de los acontecimientos. He aquí por qué la ciencia está tan
llena del simbolismo de los números y de la geometría, que son las expresiones más comunes de las relaciones
estructurales.

5
No existe ningún aspecto en el que la ciencia pueda considerarse como una mera descripción de hechos. No
es, en ningún sentido, como a veces pretenden los humanistas, un registro objetivo de lo que ocurre en una
interminable enciclopedia mecánica. Esta errónea visión se prolonga hasta el siglo XVIII. Describe a tos
científicos como utilitaristas que todavía gritan ¡Que sea! creyendo que el mundo gira mejor sin otros principios

56
reguladores que la gravitación natural y el interés humano por sí mismo.

Pero la descripción del mundo de Mandeville y Bentham y Hard Times de Dickens no fue nunca ciencia.
Porque ésta no ha sido nunca un simple registro de hechos, sino el intento de poner orden en los mismos. La
verdad de la ciencia no es verdad empírica, que no podría ser más que aproximada, sino la verdad de las leyes
que vemos en los hechos. Este tipo de verdad es tan difícil y tan humana como el sentido de verdad en una
pintura que no es una fotografía, o el sentimiento de una verdad emotiva en un movimiento musical. Cuando
hablamos de verdad, formulamos un juicio entre lo que importa y lo que no, y sentimos la unidad de sus
diferentes partes. Efectuamos esto tanto en la ciencia como en las artes o en la vida cotidiana. Formulamos un
juicio cuando preferimos una teoría a otra, incluso en el campo de la ciencia, puesto que existe siempre un
número interminable de teorías que pueden dar razón de todos los hechos conocidos. Los principios de este
juicio poseen alguna atracción profunda. Guillermo de Ockham sugirió por primera vez a los científicos que
debían escoger la teoría que se sirviera en sus explicaciones del menor número de fuerzas desconocidas. La
ciencia ha permanecido fiel a este principio durante más de seiscientos años. Pero, ¿existe alguna otra razón que
no sea de un cierto tipo de satisfacción estética, como el de sacrificar la dama en el ajedrez con el fin de hacer
jaque mate con un caballo?

No podemos definir la verdad en ciencia hasta que no pasamos de los hechos empíricos a la ley. Y, a su vez,
dentro del cuerpo de las leyes, lo que nos impresiona como ley es la ordenada coherencia de los conjuntos. Se
juntan unos con otros como los personajes en una gran novela, o como las palabras en un poema. Ciertamente
deberíamos tener siempre presente esta última analogía. Porque la ciencia es un lenguaje, y, en cuanto tal, un
significado define sus partes. Cada palabra en la oración tiene un cierto grado de incertidumbre de definición, y,
sin embargo, la oración define su propio significado y el de sus palabras de modo completo. La unidad y
coherencia interna de la ciencia es lo que le da verdad, y lo que hace de la misma un sistema de predicción
mejor que cualquier lenguaje menos ordenado.

6
Por esta razón hemos escogido la verdad entre los valores humanos. Es común a todos los sistemas de
valores y es fundamental para la mayoría de ellos. Además ella misma es un valor. No podemos darla por
supuesta como algo por sí mismo evidente en la ciencia, del mismo modo que no podemos hacerlo en arte,
moral o religión. En todos ellos, la verdad reside en un acto de libre juicio humano. En ninguno de ellos, desde
luego, puede este juicio ser formulado sin la experiencia; no existe verdad, ni siquiera religiosa, que no requiera
sanción por parte de los hechos empíricos. Hay otros valores: bondad, belleza, recto proceder, que encuentran
eco incluso en la ciencia; y hay otro valor, la libertad de las ideas humanas, que es la condición esencial para la
salud de la ciencia. Pero nuestro propósito no es mostrar trabajosamente que la ciencia, como las artes, crea e
implica todos los valores humanos. Hemos querido mostrar sólo con un ejemplo que la ciencia no puede existir
sin juicios de valor. Este ejemplo, la verdad, tiene un carácter crítico, y servirá para demostrar que la ciencia no
puede existir como actividad vacía y mecánica.

La ciencia, no obstante, contiene mucho más. Comparte los valores de toda acción humana, y añade a éstos
otros nuevos. Los valores humanos impregnan todas nuestras acciones y son asombrosamente parecidos en
civilizaciones separadas por miles de años. Los aztecas y los cretenses, los caldeos, los cherokees y los
cuáqueros Shakers tenían ideas comunes acerca de la dignidad y valor humanos mucho más profundas que las
diferencias superficiales de espacio y tiempo. Los parecidos son igualmente vigorosos entre sus artes y sus
especulaciones. Sin embargo, aunque los valores son parecidos, no son idénticos. Los valores humanos cambian,
lenta pero irremisiblemente; en este cambio, la ciencia juega un papel determinante.

Los valores se asientan sobre actos de juicio, y cada acto de juicio es una división del campo de nuestra
experiencia en lo que nos importa y lo que no. Ya hablamos de esto al principio del libro, y dijimos que en la
base del pensamiento humano se encuentra el juicio de lo que es verosímil y lo que no lo es. Al escoger una
determinada relación de semejanza, efectuamos el juicio fundamental de que en ella hay algo importante para
nosotros. Hacemos esto cuando decimos que el hombre es parecido a la mujer, o que la tierra es como los
planetas, y el aire como el vino. Aldous Huxley, en su novela Barren Leaves, especula ampliamente sobre la
palabra «amor» en diferentes lenguas europeas, pero a mi mismo, al llegar a Inglaterra de muchacho, me
sorprendió más la existencia sólo en inglés del verbo to like.

Los valores humanos están relacionados con la idea de semejanza y diferencia, y cuando la ciencia cambia
este juicio, efectúa un cambio igualmente profundo en estos valores. Los griegos construyeron una espléndida

57
civilización; sin embargo, no afectaba en absoluto su escala de valores el hecho de tener esclavos. Para ellos no
había ninguna semejanza entre el ciudadano y el esclavo. A finales del siglo XVIII se desarrolló en el mundo
occidental la idea de que lodos los hombres blancos eran iguales, pero Williams Wilberforce pasó toda su vida
intentando convencer a su generación de que los esclavos negros y los hombres blancos tienen la misma
dignidad humana. La ciencia ayudó a crear esta sensibilidad ampliando la noción de lo que es de la misma
especie y lo que no lo es. La desarrolló hasta tal punto que la crueldad para con los animales se convirtió en
Inglaterra en un acto particularmente aborrecido. En nuestra propia generación, hemos visto los valores
humanos corrompidos en la Alemania nazi hasta una escala monstruosa de auto-aprobación. Y esta corrupción
fue apoyada por un deliberado intento de retroceder ante lo que la ciencia y la humanidad habían conseguido
poco a poco descubrir; la igualdad de los hombres. Los odiosos valores de los nazis residían en el juicio falso,
que la ciencia durante trescientos años ha intentado echar abajo, según el cual lo que yo hago no es igual a lo
que hacen los demás.

7
El constante apremio de la ciencia y de las artes es ampliar la igualdad que buscamos a tientas debajo de los
hechos. Cuando descubrimos una igualdad más extensa, tanto si es entre el espacio y el tiempo, como entre los
bacilos, los virus y los cristales, ampliamos el orden en el Universo; pero, más aún, ampliamos su unidad. Y es
la unidad de la Naturaleza, animada e inerte, que busca nuestro pensamiento. Ésta es una concepción mucho
más profunda que toda suposición de que la Naturaleza tiene que ser uniforme. Buscamos descubrir una
naturaleza, una unidad coherente. Esto proporciona a los científicos su sentido del deber y, admitámoslo, de
realización estética: de que cada investigación contribuye a tejer la trama del mundo como una tela modelo.

Cada ley de la ciencia reúne un número desperdigado de hechos. Pero las leyes mismas no son los agentes
unificadores definitivos. Cada ley no es más que una regla para formular predicciones, como Aristóteles predijo
que las manzanas continuarían cayendo al suelo. Las grandes ideas unificadoras son nudos en que las leyes se
ligan entre si y permanecen juntas: la idea de que toda la materia es igual, o de que el espacio terrestre se
prolonga hasta más allá de las estrellas, o de que existe una continuidad física entre una generación y la
siguiente. Llega un momento en que dejamos por supuestos estos puntos de reunión, y olvidamos cuánto tiempo
le costó a la Humanidad formular estos conceptos. Sin embargo son ellos los que dan unidad a nuestra visión del
Universo: los conceptos de materia, de espacio, de evolución y de herencia. Son los nudos y las articulaciones
críticas de la estructura entera de nuestro conocimiento. Además no son evidentes en sí mismos; masa, energía,
mente, sistema nervioso, la ecología de la célula y de las enzimas; para Tomás de Aquino no eran evidentes, ni
ningún dotado matemático iba a formularlas pronto como leyes. Al contrario, del mismo modo que las leyes
unen hechos, los conceptos de la ciencia reúnen sus leyes en un universo ordenado cuya estructura depende de
estos audaces nudos.

Cuando seguimos el desarrollo de una ciencia, comprendemos cómo ese movimiento ha tenido siempre a
estos conceptos unificadores. Observemos el desarrollo de la biología desde los días de Ray y Linneo: la
clasificación de las especies según el criterio de semejanza, el descubrimiento de la célula, su división y su
fusión sexual, la elaboración de los mecanismos de la herencia y de la selección natural, y, a partir de todo esto,
la larga formulación del rico y complejo concepto de la evolución. Observemos la química, desde !a ley de la
combinación de pesos atómicos constantes de Dalton, pasando por la tabla periódica de los elementos y los
trabajos de Davy y Faraday sobre su comportamiento eléctrico, hasta los complejos conceptos actuales de
estructura molecular y de las más o menos saturadas órbitas de los electrones en el átomo químico. O veamos el
camino seguido por la física hacia su unidad: la lenta cristalización en la Revolución Científica de los conceptos
universales de materia, masa y peso atómico; el concepto de conservación de la masa, el de energía en sus
diversas formas, formulados por Rumford, Joule y Clerk Maxwell y el de su conservación; el salto dado por
Planck en 1900 al descubrir la naturaleza molecular de la energía, y luego la pieza más brillante de intuición
unificadora, la identificación de masa y energía en un solo concepto efectuada por Einstein. Hemos visto que
esto condujo a la creación de energía a partir de la materia, a la descripción del espacio como cerrado, pero
posiblemente en expansión; y ahora, en los últimos años, a la especulación de que en el proceso de expansión la
energía gravitatoria se degrada indirectamente y puede reaparecer como materia creada de nuevo. La ciencia es
un proceso de creación de nuevos conceptos que unifican nuestra representación del Universo, y este proceso es
hoy más audaz y de mayor alcance que nunca, más triunfal incluso que en los albores de la Revolución
Científica.

58
8
Los conceptos de valor no son cualitativamente diferentes de éstos. No resulta fácil formular las leyes del
arte; por lo menos, como demostraron tan tristemente los escritores de la época de oro inglesa, las leyes
fácilmente formuladas son malas leyes. Sin embargo, existe un elemento común a todas las obras de arte, y las
obras particulares están relacionadas entre sí por criterios comunes. Los criterios a su vez se reúnen formando
conceptos más amplios, en nudos que mantienen unidos los diversos gustos históricos, como son los conceptos
de belleza, verdad y coherencia. Del mismo modo las reglas de conducta se reúnen por lo menos en los
conceptos de verdad, bondad, justicia, derecho y deber. Estos conceptos de valor no son los mismos que los de
la ciencia. Pero, como éstos, expresan la profunda relación existente entre la mente humana y el mundo que ésta
unifica.

Si éste fuese un libro sobre estética, habríamos estudiado el modo en que conceptos como gusto, adecuación
y belleza se han desarrollado y cómo se unen entre si. Y si fuese un libro de ética, habríamos estudiado otro
orden de conceptos de valor. En un libro sobre ciencia, hemos seguido el desarrollo de sus conceptos, la
máquina y el modelo, el orden, la causalidad y la probabilidad, la predicción y el futuro, el concepto
fundamental de ley y los conceptos particulares que van desde el de ondas a los de materia y célula. Todos ellos
son expresiones de la relación del hombre y sus sociedades con la naturaleza universal. Ninguno es completo sin
el juicio del hombre sobre este orden, cómo es y cómo no es, qué importa en él y qué no importa. No olvidemos
esto ni siquiera en la más sencilla ley sobre ohmios, voltios y amperios, porque en el fondo se asienta en una
elección de algo que el hombre siente que lo une a lo que le rodea. Este juicio ya es operante. La obra de arte
contiene el Juicio del artista, de modo que se ha dicho doctamente de la misma que no somos nosotros a través
de nuestros criterios quienes Juzgamos la obra de arte, sino que es la obra misma quien nos juzga. Y, en el
mismo sentido, no somos nosotros quienes quedamos perplejos ante los descubrimientos de la ciencia, quienes
juzgamos a ésta, sino que es la ciencia quien nos juzga.

Con Einstein culminaron tres siglos de la interpretación de la Naturaleza cuando relacionó energía y masa en
una sola ecuación.

E=mc2

Pero ésta no es la misma unificación de conceptos que Keats buscaba cuando terminó la Ode on a Grecian
Urn con los versos,

Beauty is truth, truth beauty, —that is all


Ye know on earth, find all ye need to know4.

Pero el parecido es más importante que la diferencia. El parecido es más útil porque nos ayuda a comprender
que los conceptos de la ciencia son, como conceptos de valor, monumentos a nuestro sentido de la unidad del
mundo físico.

4
La belleza es verdad, verdad belleza — es todo / lo que
sabemos en la tierra, y todo lo que necesitamos saber.

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IX. La ciencia destructora o creadora

1
Todo el mundo conoce la historia del aprendiz de brujo, o Frankenstein, que Mary Shelley escribió en
competición con su marido y Byron, o alguna otra narración del mismo tipo sacada de los macabros inventos del
siglo XIX. En todas ellas, alguien que tiene poderes especiales sobre la Naturaleza conjura o crea una vara o una
máquina para que haga en su lugar lo que él quiere hacer, y luego descubre que no puede destruir la vida que él
ha creado. El monstruo estúpido le obsesiona, y lo que empezó como una invención para hacer las labores del
hogar termina destruyendo al dueño junto con la casa.

Estas narraciones se han convertido en el resumen de nuestros propios temores. Hemos estado inventando
máquinas a un ritmo creciente durante unos trescientos años. Incluso para nuestra propia historia no es mas que
un breve instante, y no es ni una milésima parte de la historia de la Humanidad. En este breve periodo de tiempo
hemos descubierto una notable intuición en la dinámica de la Naturaleza, dinámica que hemos utilizado para ser
mucho más flexibles en nuestra adaptación al mundo exterior que nunca ningún otro animal. Podemos
sobrevivir en climas que incluso para los gérmenes resultan difíciles. Podemos hacer crecer nuestros propios
alimentos. Podemos viajar por todo lo ancho de la Tierra, atravesamos montanas, navegamos y volamos, lodo
con nuestro cuerpo. Pero más importante que todo esto es que nos hemos aproximado al sueño de Lamarck: que
los animales podrían heredar los conocimientos que sus padres aprendieron. Hemos descubierto los medios para
registrar nuestra experiencia de modo que los demás puedan vivirla también.

La historia de las demás especies de animales muestra que los que han tenido más éxito en la lucha por la
supervivencia han sido tos que se adaptaron mejor a los cambios de su mundo. Por medio de nuestros
instrumentos nos hemos hecho, más allá de toda medida, más adaptables que ninguna otra especie, viva o
extinta, y continuamos haciendo esto a ritmo creciente. Sin embargo, los diarios hablados nos asustan con
nuestra propia sombra, y nos preguntamos si sobreviviremos a un ser tan superespecializado como el pequinés.

2
A todos nos gusta culpar de nuestra sensación de frustración a alguna otra persona, y por algún tiempo los
científicos han sido un blanco predilecto. Quisiera ver más de cerca su responsabilidad, y por esta causa, la de
cada uno de nosotros. Tienen, desde luego, una responsabilidad especial, pero es compleja y no es toda la
responsabilidad. Por ejemplo, la ciencia no es responsable evidentemente de la disposición de las personas que
no pasan en sus disputas privadas del estadio de los insultos, a llevar sus disputas públicas hasta el punto de la
guerra. Muchos animales luchan por sus necesidades, y algunos por simple codicia, hasta la muerte. Los machos
cabrios luchan por sus hembras, y los pájaros por sus territorios. Los hábitos belicosos del hombre son extraños
porque los despliega sólo en grupo. Pero estos hábitos no se los proporcionó el científico. Al contrario, la
ciencia ha contribuido a terminar con varios tipos de asesinato de grupo, como la caza de brujas y los tabús de
principios del siglo XIX contra las medidas de desinfección de los hospitales.

Tampoco la ciencia es responsable de la existencia en grupos que se creen en franca competición: la


existencia, ante todo, de estados soberanos. Y la amenaza de guerra continua siendo todavía una amenaza a
nivel de Estado. Se identifica un punto para la disputa y la dignidad del Imperio Austríaco, y al final los Estados
europeos están dispuestos a organizar y alentar la muerte de los ciudadanos de ambos lados con el fin de
alcanzar estos objetivos colectivos. La ciencia no creó los Estados; al contrario, ayudó a mitigar las fuertes
idiosincrasias nacionales que parece necesario explotar si hay que hacer la guerra con entusiasmo. Las guerras, a
su vez, no son hechas por ningún grupo tradicional: las desencadenan las sociedades altamente organizadas, los
Estados soberanos. La mayoría de nosotros hemos visto cómo hombres del Yorkshire invadían el Old Trafford,
y una o dos narices sangraban si se había bebido bastante. Pero ningún yorkshireman hubiera palidecido si se le
hubiese dicho que los de Lancashire poseían la bomba atómica.

La sensación de condena que experimentamos hoy no es miedo a la ciencia; es miedo a la guerra. Las causas

61
de la guerra no fueron creadas por la ciencia; en realidad, no se distinguen del tipo de las conocidas causas de la
guerra colonial entre España e Inglaterra de 1739-1741, o la guerra de las Dos Rosas, que se desarrollaron sólo
con una modestísima aportación científica. No, la ciencia no ha inventado la guerra, pero la ha convertido en
algo muy diferente. Las personas que desconfían de ella no están equivocadas. El hombre en el bar dice
«Barrerá el mundo», la mujer haciendo cola dice «No es natural»; no se expresan muy bien, pero lo que intentan
decir tiene sentido. La ciencia ha extendido el mecanismo de la guerra y lo ha descompuesto. Esto lo ha llevado
a cabo por lo menos de dos distintas maneras.

3
En primer lugar, la ciencia ha multiplicado evidentemente el poder de los señores de la guerra. Las armas
actuales pueden matar a más personas de modo más silencioso y más desagradable que las del pasado. Este
proceso —por falta de otra palabra tenemos que utilizar ésta— se ha desarrollado durante algún tiempo; siempre
se dijo, de cada nueva arma, que era tan destructiva y horrible que atemorizarla a la gente, y obligaría a los
Estados a desistir de la guerra por falta de carne de cañón. Esta esperanza no fe ha visto realizada nunca y no
conocemos hoy a nadie que se refugie en ella. Estas simples coacciones no dictan los actos de los hombres y las
mujeres; ni ellos pueden influir en las decisiones de las naciones que componen. U metralla, la dinamita y los
gases no han logrado poner fuera de la ley la guerra, y no hay ningún síntoma de que la bomba de hidrógeno o
una bocanada de bacterias tendrá más éxito en hacer que los hombres se vuelvan cuerdos mediante la coacción.

En segundo lugar, la ciencia ha dado al mismo tiempo a los Estados bastantes ocasiones nuevas para
pelearse. No nos referimos a objetivos tan simples como una mina de uranio o una isla del Pacífico rica en
fertilizantes orgánicos. Tampoco nos referimos a las fábricas de otro Estado y su población especializada. Todo
esto no es más que parles del excedente de la satisfacción de nuestras necesidades, necesidades que ellas mismas
ayudan a crear y que dan a nuestra civilización su carácter; y la guerra en nuestro mundo se ceba en este
excedente. Tal es el objeto de la voracidad de los Estados, y también esto les proporciona el ocio necesario para
los entrenamientos bélicos y los medios para prepararse para la guerra. En el fondo, hemos continuado siendo
demasiado voraces para distribuir nuestros excedentes, y colectivamente demasiado estúpidos para acumularlos
de una forma más útil que la tradicional montaña de armas. La ciencia puede pretender haber creado los
excedentes de nuestra sociedad, y sabemos, por la jornada laboral y las dietas cotidianas, hasta qué punto han
crecido durante los últimos doscientos años. La ciencia ha creado los excedentes. Ahora pongamos, en cualquier
país del mundo, el presupuesto estatal de este año al lado del de 1750, y veremos qué hacemos con el.

Yo mismo creo que existe una tercera dimensión que la ciencia ha añadido a la guerra. Ha creado la neurosis
bélica y la guerra de nervios. No me refiero a las condiciones técnicas para una guerra de nervios: el fotógrafo,
la radio y el despliego masivo de fuerza. Me refiero al clima en que esta composición escénica se ilumina y se la
hace aparecer como real. Los últimos treinta anos nos han dado una terrorífica muestra de estos estados
mentales. Se ha creado una división en la mente de cada uno de nosotros, división que ha sido convertida en
común, entre el hombre y la bestia; el abismo puede ser ensanchado y el hombre puede ser sumergido en él, con
cínica simplicidad, con los sórdidos instrumentos de la envidia y la frustración, cosa que en mi juventud hubiera
sido considerada inconcebible en una sociedad civilizada; volveremos a hablar de esta escisión en nuestras
mentes porque es mucho más que un elemento tomado de una lista de crímenes de guerra. Pero es un elemento,
en tanto que ayuda a crear las condiciones para el desastre. Creemos que la ciencia ha contribuido a ello. La
ciencia; el hecho de que la ciencia está ahí, misteriosa, poderosa; el hecho de que la mayoría se siente
impresionada por ella pero al mismo tiempo ignorante y desamparada: todo esto, a nuestro parecer, ha
contribuido a la división de nuestras mentes: ningún científico puede escapar a esta responsabilidad. Ellos han
disfrutado representando el papel del extranjero misterioso, la voz poderosa desprovista de emoción, el experto
y el dios. No han logrado sentirse cómodos en las conversaciones del hombre de la calle; nadie les enseñó la
trampa, evidentemente, pero tampoco se mostraron muy dispuestos a aprenderla. Y ahora han descubierto que la
distancia de que gozaban se ha convertido en recelo, y el temor se ha convertido en angustia; y personas que no
son de ningún modo idiotas creen realmente que estaríamos mejor sin la ciencia.

4
Estas son acusaciones de las que los científicos no pueden escapar. A menudo, desde luego, están mal
expresadas, de forma que los científicos pueden evitarlas generalizando acerca de la responsabilidad general, y
sobre quién votó, al fin y al cabo, los créditos para la investigación atómica, lo cual es perfectamente justo, pero
en absoluto pertinente. Éste no es el núcleo de la cuestión que la gente en las colas y los bares busca a tientas.
No saben expresarse y no dan respuestas claras en las entrevistas, Pero cuando dicen «hemos olvidado lo que

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está bien», o «no alcanzamos a comprender tales cosas», lo que piensan es perfectamente verdad. La ciencia y la
sociedad siguen caminos diferentes. La ciencia no ha dado a nadie en particular un poder que nadie sabe cómo
usar. ¿Por qué los científicos no inventan algo juicioso? Las amas de casa dicen esto cada vez que se encuentran
con la despensa vacía, y los maridos también dicen lo mismo cuando se funde un fusible. ¿Por qué nadie se
encarga de impedir que la ciencia continúe por más tiempo aplicándose a la muerte y empiece a dedicarse a
favorecer la vida? Estamos de acuerdo en que la ciencia aplicada a la guerra no es más que un resultado de una
sociedad que se vierte a la guerra. La ciencia sólo ha proporcionado los medios, tanto para bien como para mal,
pero la sociedad se ha apoderado de ellos para mal. ¿Qué podemos hacer?

A nuestro parecer, lo primero que hay que hacer es tratar este problema como una cuestión científica, es
decir, como una cuestión práctica y razonable que requiere que sea abordada de modo efectivo y se le de una
respuesta meditada. Ahora que hemos estado hablando en favor de los científicos, y esto a una escala que
algunos de ellos considerarían demasiado amplia, vamos a omitir lo que normalmente ocurre en este punto de la
discusión, la avalancha de recriminaciones. Los científicos son conscientes de sus errores; y no queremos
discutir los errores de los no científicos —aunque han cometido muchísimos— excepto aquéllos que todos
nosotros debemos empezar a rectificar.

Hemos dicho que una respuesta científica tiene que ser práctica y juiciosa. Esto excluye de golpe las
panaceas que tienden también a conducir la discusión en este estadio a un callejón sin salida; las panaceas que
dicen escuetamente «desembaracémonos de ellos». Naturalmente, no creemos que sea muy juicioso
desembarazarse de los científicos; pero, en todo caso, no es evidentemente una solución muy práctica. Y
hagamos lo que hagamos con nuestros científicos, está claro que no es nada práctico desembarazarse de los
científicos de naciones rivales, porque si existiesen las condiciones para llegar a un acuerdo entre las naciones
en este esquema tan vasto, las condiciones para la guerra ya habrían desaparecido. Si existiesen las condiciones
para un acuerdo internacional, es decir, para suspender toda investigación científica, o abandonar la
investigación bélica, o, de todas formas, abstenerse de emplear la ciencia como instrumento del nacionalismo, si
estos acuerdos pudiesen ser alcanzados, entonces ya serían innecesarios, porque las condiciones para la guerra
ya habrían desaparecido. Así, por más que podamos suspirar por las panaceas de Samuel Butler en Erewhon.,
simplemente despachar todas las máquinas, no hay de qué discutir acerca de esto. Para la Humanidad sería un
desastre, algo así como la llegada de la edad de las tinieblas. Pero no hay que discutir de esto. Nacional o
internacionalmente, es irrealizable.

No existe ninguna panacea, y es mejor que afrontemos esta realidad. No podemos nada inmediato, en una
semana o un mes, que pueda arreglar con una simple imposición de manos la antigua distorsión de nuestra
sociedad. No soñemos que alguno de nosotros redacte la conmovedora carta a «The Times» que cambiará el
negro curso de la Historia —y las instrucciones de los diplomáticos. Esto no se lograría poniendo a científicos
en el Gabinete ministerial, o mujeres en el Departamento de Guerra, ni obispos en el Consejo Privado. No hay
panaceas, Somos los herederos de una tradición que ha distanciado la ciencia de la sociedad. £1 hombre de la
calle tiene razón: no hemos aprendido nunca a compaginar ambas cosas. Haremos exactamente lo que
aprendamos. Pero no se aprende en un año. Nuestra posibilidad última de supervivencia está en nuestras manos.
Nuestra supervivencia, mientras aprendemos que es una cosa mucho más azarosa. Deberíamos ser más realistas
acerca de esto.

Mientras tanto, más vale que nos preparemos para nuestra supervivencia extrema, y que nos pongamos ahora
mismo manos a la obra. La ciencia y nuestros hábitos sociales no marchan al mismo paso, y el remedio tampoco
es muy costoso. Debemos aprender a concordarlos, y el único modo de aprender a hacerlo es comprender
ambos.

5
De los dos, desde luego, el extraño es la ciencia. Ya le hemos reprobado esto al científico. Ha sido el monje
de nuestra época, tímido, desconcertado, ansiando que se le pidiese ayuda, y con una secreta ambición de
representar el papel de eminencia gris. Durante los años de miseria juvenil no soñó más que en esto. El
conocimiento científico era una puerta azul que le hacía señas, que debería abrirla la sociedad de los dignatarios
estatales. Pero los motivos privados del científico no son la tendencia de la ciencia. Ésta viene determinada por
las necesidades de la sociedad: la navegación antes del siglo XVIII, después la manufactura, y, en nuestra época,
la liberación de la personalidad. Sea cual sea la parte que los científicos quieran representar, o del mismo modo,
los pintores, la ciencia comparte los objetivos de la sociedad, como hace el arte. Las dificultades de comprender
una y otro no son fundamentales; no son más que dificultades de lenguaje. Acostumbrarse a vivir con las ideas

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principales de la ciencia requiere paciencia y un esfuerzo de atención, pero esperamos haber demostrado que
compensa con creces.

Durante doscientos años, estas ideas han sido aplicadas a las necesidades técnicas, y han rehecho nuestro
mundo, triunfalmente, de arriba abajo. Nuestros zapatos son curtidos y cosidos, nuestros vestidos son hilados,
teñidos y tejidos, somos iluminados, transportados y mecánicamente cuidados por medios desconocidos en
época de Mr. Pope en Twickenham, en 1740. Podemos pensar que no tiene importancia si lo confrontamos con
los ochenta mil muertos de Hiroshima, o podemos pensar que sí la tiene. Podemos pensar que no compensa la
ausencia de un Mr. Pope de Twickenham hoy; podemos incluso sostener que es responsable de ello.
Ciertamente no es una realización espiritual. Pero todavía no lo ha intentado ser. Ha aplicado monótonamente
sus ideas al curtido de zapatos y a la fabricación de timbres de bicicletas, y ha sacado un magnífico partido. No
hay más que comparar la marca alcanzada en su propio campo con la de las demás ideas de la misma época; las
ideas de Burile sobre la imaginación, o de Bentham sobre el gobierno o de Adam Smith sobre economía
política. Si algunas ideas pueden pretender que se las considere creadoras por haber creado algo, son
ciertamente las de la ciencia.

Cabría pensar que todo lo que ha creado la ciencia es el confort; y desde luego lo ha realizado —la misma
palabra «confortable» en el sentido moderno nace con la Revolución Industrial. Pero, ¿nos hemos detenido
alguna vez a pensar en lo que la ciencia ha hecho, no a nuestra forma de vivir, sino a nuestra vida? Nos
referimos a las investigaciones para descubrir armas letales, a la amenaza de guerra y al número de personas
civiles muertas. Pero, ¿hemos sopesado alguna vez esto en relación con la prolongación de nuestro propio
tiempo de vida? Hagamos una pequeña suma. El número de personas muertas en Gran Bretaña durante los seis
años de guerra por las bombas alemanas, las bombas volantes y las V2 fue de sesenta mil. Esta cifra no tiene en
cuenta las edades de las personas muertas, lo cual representa que " por término medio perdieron la mitad de su
posible ^ tiempo de vida. Una división tan larga muestra que el efecto de esta guerra sobre la población de Gran
Bretaña, de cincuenta millones, fue acortar el tiempo de vida por término medio en menos de una décima parte
del uno por ciento. Esto es aproximadamente unos quince días. Pongamos esto al lado de saldos desfavorables.
Y en el lado de los saldos favorables, sabemos que durante los últimos cien anos el tiempo de vida por término
medio en Inglaterra ha aumentado en veinte años. Tal es el precio de la ciencia, o lomarla o dejarla —quince
días por veinte años de vida. Además estos veinte años han sido creados aplicando a la vida cotidiana, al vestir y
al dormir, a la higiene y a la infección, al nacimiento y a la muerte, las simples ideas de la ciencia —las ideas
fundamentales de que hemos hablado; orden, causalidad y probabilidad. Si algunas ideas pueden pretender que
se las considere creadoras, porque han creado vida, son las de la ciencia.

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No hemos descuidado ninguna de estas ideas en nuestra organización social. Pero, y es una observación que
ya hemos hecho repetidas veces, hemos ido desesperadamente en su busca. La idea de un orden es ahora lo
suficientemente vieja como para haber llegado por lo menos a nuestros ficheros. La idea de causa y efecto se ha
introducido en nuestros hábitos hasta convertirse en el nuevo a priori en la confección de los planes
administrativos. La dificultad estriba en desalojarla ahora que se esté petrificando en una fórmula escolástica,
porque la idea que ha infundido nuevo vigor a la ciencia en nuestra generación es más amplia que el mecanismo
de la causalidad. Esta nueva idea no establece ningún mecanismo especial entre presente y futuro. Se contenta
con predecir este, sin insistir en que la computación tenga que seguir los pasos de la ley causal. Hemos llenado
de probabilidad esta idea, porque su método es estadístico y porque reconoce que cada predicción trae consigo
su propia incertidumbre calculable. Una buena predicción es la que determina su área de incertidumbre; una
mala predicción la ignora. En el fondo, esto no es más que una vuelta a la naturaleza experimental,
esencialmente empírica, de la ciencia. La ciencia es muchas cosas, y las hemos denominado de modos distintos;
pero al final todas se reducen a esto: la ciencia es la aceptación de lo efectivo y el rechazo de lo que no lo es.
Esto, sin embargo, exige más coraje del que podamos imaginar.

Exige más del que nunca hayamos dispuesto cuando nos hemos enfrentado a nuestros problemas mundanos.
Así es como la sociedad se ha distanciado de la ciencia: porque ha dudado a la hora de juzgarse a si misma por
el mismo código impersonal de lo que cuenta y lo que no. Nos hemos adherido a Adam Smith y Burke, o nos
hemos disputado por Platón o Tomás de Aquino, a través de guerras y hambres, a través de subidas y
disminuciones de los índices de natalidad, y a través de montañas de libros de sabios razonamientos. AI final,
nuestra mirada siempre ha pasado del índice de natalidad a los razonamientos, es decir, del Índice de natalidad a
lo que hemos querido creer. Éste es el punto central de la presente argumentación. Aquí está contenida la última
esperanza que nos queda de salvarnos de la extinción. Hemos aprendido a comprender que el contenido de todo

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conocimiento es empírico; que su comprobación es ver si es efectivo, y tenemos que aprender a actuar
basándonos en esta comprensión tanto en el mundo como en el laboratorio.

El mensaje de la ciencia es que nuestras ideas deben ser realistas, flexibles, abiertas —tienen que ser
humanas, deben crear su propia autoridad. Si algunas pueden pretender que se las considere creadoras porque
han liberado el impulso creador, son las ideas de la ciencia.

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Esto no es sólo un código material. AI contrario, esperamos que pueda sanar la grieta espiritual que dos
guerras han puesto al descubierto. A lo largo de mi vida, he visto cómo se abría un abismo en el espíritu
humano: una sima entre la empresa de ser hombre, y el placer de ser una bestia. Evidentemente, los científicos
han contribuido a ello, pero también los demás especialistas, con su afectado desapego y sus aires de adivinos.
Con todo, la enorme tensión que ha creado este error es de carácter social. Hemos hecho que los hombres vivan
dos vidas, una de ocio y otra de trabajo. Les hemos ordenado que amen a sus vecinos y que ofrezcan la otra
mejilla, en una sociedad que constantemente les obliga a dar la espalda a sus vecinos y a ignorarse. Así hemos
creado una salvaje sensación de frustración que, como sabemos a costa de sufrimientos, puede palparse con una
facilidad espantosa, y que puede clavar, con fuerza explosiva, un símbolo para repetir a una gente infeliz su
sueño más envilecedor.

¿Puede la ciencia subsanar esta plaga neurótica que padecemos? Si la ciencia no puede hacerlo, nada lo
podrá; no nos engañemos; los sublimes preceptos morales no curan. Demasiado tiempo los hemos predicado a
hombres que se ven obligados a vivir como pueden: esto es lo que crea la tensión que no somos capaces de
soportar. Tenemos necesidad de una ética que sea moral y efectiva. Con frecuencia se dice que la ciencia ha
destruido nuestros valores y que no ha puesto nada en su lugar. Lo que realmente ha ocurrido es, desde luego,
que la ciencia ha mostrado clara y duramente la división entre nuestros valores y el mundo en que vivimos. N1
siquiera hemos empezado a dejar que la ciencia se incorpore a nuestros esquemas mentales: ¿dónde, pues, se
suponía que creaba estos valores? Nos hemos servido de ella como una máquina sin voluntad, como el espíritu
conjurado que hace las tareas del hogar. Creemos que la ciencia puede formar valores, y que los creará
precisamente como lo hace un escritor: observando la personalidad humana; descubriendo lo que divide y lo que
la mantiene unida. Así es cómo grandes escritores han explorado al hombre, tanto si, como personas, se han
visto impulsados a la angustia, como en Los viajes de Gulliver, o por la simpatía, como en Moli Flanders. La
intuición de la ciencia no es diferente de la de las artes. La ciencia, creemos, creará valores y descubrirá virtudes
siempre que observe al hombre; cuando explore lo que hace que éste sea un hombre y no un animal, y lo que
hace que sus comunidades sean humanas y no rebaños animales.

Creemos que podemos alcanzar esta unidad en nuestra cultura. Empezamos este libro recordando que las
naciones en sus grandes épocas no han destacado en arte o en ciencia, sino en arte y en ciencia. Rembrandt fue
contemporáneo de Huygens y Spinoza. Al mismo tiempo, Isaac Newton discutía con Dryden y Christopher
Wren. Sabemos que nuestra época se caracteriza por un notable desarrollo de la ciencia. Depende de nosotros
utilizarla para ampliar y liberar nuestra cultura. Las características de la ciencia son: que todos pueden
escucharla y exponer en ella sus ideas. Éstas son las mejores características del mundo y del espíritu humano en
su expresión más sugestiva.

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