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Stendhal
Sobre su infancia
pp. 7-27.
De los siete hijos nacidos de ese matrimonio sólo dos sobrevivieron, una
hija, María Ana, y un hijo, que es de quien hablaremos. Juan Crisóstomo
Wolfgang Teófilo Mozart nació en Salzburgo el 27 de enero de 1756. Pocos
años después, Mozart padre dejó de dar clases en la ciudad y se propuso,
tras cumplir con sus obligaciones con el príncipe, consagrar todo su tiempo
a atender él mismo la educación musical de sus dos hijos. La niña, un poco
mayor que Wolfgang, aprovechó muy bien sus clases, y durante los viajes
que más tarde hizo con su familia, compartía la admiración que inspiraba el
talento de su hermano. Finalmente, ella se casó con un consejero del
príncipe arzobispo de Salzburgo y prefirió la felicidad doméstica al renombre
que da un gran talento.
El pequeño Mozart tenía poco más de tres años cuando su padre comenzó a
darle clases de clavecín a su hermana, quien para entonces tenía siete
años. Mozart manifestó enseguida sus impresionantes aptitudes para la
música. Su felicidad consistía en buscar las notas terceras sobre el piano, y
nada igualaba su alegría cuando encontraba un acorde armonioso. Quiero
entrar en los detalles minuciosos que, supongo, podrían interesar al lector.
Cuando tenía cuatro años, su padre comenzó a enseñarle, casi como un
juego, algunos minués y otros fragmentos de música; dicha ocupación era
agradable tanto al maestro como al alumno. Para aprender un minué,
Mozart necesitaba una media hora y apenas el doble para ejecutar un
fragmento más extenso. Inmediatamente después los tocaba con la mayor
nitidez y precisión. En menos de un año progresó tanto, que a los cinco
años ya había inventado pequeños fragmentos de música que tocaba a su
padre, quien para motivar el talento natural de su hijo, se complacía en
escribir. Antes de que al pequeño Mozart le gustara la música, ya le
encantaban los juegos propios de su edad, que entretenían un poco a su
espíritu y que dejaba a un lado hasta la hora de la comida. Siempre mostró
un corazón sensible y un alma amorosa. Preguntaba con frecuencia –hasta
diez veces al día—a las personas que se ocupaban de él: "¿me ama de
verdad?". Y cuando lo bromeaban diciendo que no, las lágrimas rodaban por
sus ojos. Cuando conoció la música, el gusto por los juegos y las diversiones
de su edad se desvanecieron, o para que esas diversiones le gustaran, era
necesario mezclarlas con la música.
A menudo, un amigo de sus padres se divertía jugando con él: llevaba
juguetes haciendo que desfilaran de una habitación a otra; quien no llevara
nada consigo debía cantar una marcha o tocarla con el violín.
Durante algunos meses, el gusto por la escuela cobró tanta importancia
para Wolfgang, que sacrificó todo, incluso la música. Mientras aprendía a
calcular, siempre se veían las mesas, las sillas, las paredes, e incluso el
suelo, llenos de cifras que él había escrito con la tiza. La vivacidad de su
espíritu lo llevaba a encariñarse fácilmente con todos los objetos nuevos
que le dieran. Sin embargo, la música volvió a ser el objeto favorito de sus
estudios; progresó con tanta rapidez que su padre, aunque estaba siempre
con él y era testigo de su avance, cada vez se convencía más de que era un
prodigio.
La siguiente anécdota, contada por un testigo ocular, comprobará lo
anterior. Un día, Mozart padre regresó de la iglesia con uno de sus amigos y
encontró a su hijo ocupado en la escritura.
-- ¿Qué haces, mi amigo?—le preguntó.
-- Estoy componiendo un concierto para clavecín. Ya casi termino con la
primera parte.
-- Veamos esos bellos garabatos.
-- No, por favor, todavía no he acabado.
Cada día aparecían nuevas pruebas de la gran disposición que tenía Mozart
para la música. Sabía distinguir e indicar las más ligeras diferencias entre
los sonidos; y cualquier sonido malogrado, o simplemente desafinado, era
una tortura para él. Fue así que durante su primera infancia, e incluso hasta
la edad de seis años, tuvo un terror invencible al sonido de la trompeta,
puesto que sólo servía para acompañar un fragmento de música. Cuando le
enseñaron ese instrumento, le provocó una impresión similar a la que
produce en otros niños una pistola cargada, apuntándolos en broma.
A pesar de que el niño veía todos los días diferentes pruebas del asombro y
la admiración que inspiraba su talento, no se volvió obstinado u orgulloso;
hombre en cuanto al talento, en todo lo demás fue siempre el niño más
complaciente y dócil. Jamás se mostró disgustado por las órdenes de su
padre. Aunque se le reprochara todo el día, continuaba tocando al momento
en que su padre lo deseara sin mostrar la más mínima inconformidad.
Entendía y obedecía a la menor señal hecha por sus padres. Incluso llevó la
obediencia al punto de rechazar dulces mientras no tuviera el permiso de
aceptarlos.
Se piensa con acierto que los dos niños, y sobre todo Wolfgang, no detenían
su grado de perfección ante los halagadores aplausos que se les
procuraban. A pesar de sus desplazamientos continuos, trabajaban con una
regularidad extrema. Fue en Londres donde comenzaron a tocar conciertos
a dos clavecines. Wolfgang también comenzó a cantar las grandes arias,
haciéndolo con gran sentimiento.
En París y en Londres los incrédulos le habían presentado fragmentos de
diferentes piezas difíciles de Bach, Haendel y otros maestros; él los ejecutó
en el acto, a primera vista y con toda la exactitud posible. Un día, en casa
del rey de Inglaterra y habiendo un único bajo, ejecutó un fragmento muy
melódico. En otra ocasión, Christian Bach, maestro de música de la reina,
puso al pequeño Mozart sobre sus rodillas y tocó algunos compases. Mozart
continuó enseguida y tocaron así, alternadamente, una sonata entera con
tanta precisión que todos aquellos que no podían verlos creyeron que había
sido tocada por la misma persona. Durante su estancia en Inglaterra,
cuando tenía la edad de ocho años, Wolfgang compuso seis sonatas que
escribió en Londres, dedicadas a la reina.
En julio de 1765 la familia Mozart volvió a pasar por Calais; de ahí
continuaron su viaje por Flandes, en donde el joven virtuoso tocó el órgano
en monasterios y catedrales. En La Haya, los dos niños sufrieron, uno tras
otro, una enfermedad que hizo temer por sus vidas. Les tomó cuatro meses
recuperarse. Durante su convalecencia, Wolfgang compuso seis sonatas
para piano y las dedicó a la princesa de Nassau-Weilbourg. Al comienzo del
año 1766, pasaron un mes en Amsterdam, de donde se trasladaron a La
Haya para asistir a la fiesta de toma de posesión del príncipe de Orange. El
niño compuso para la solemne ocasión un quolibet para todos los
instrumentos, así como diferentes variaciones y algunas arias para la
princesa.
El Miserere que se cantaba ahí dos veces durante la semana santa, y que
impresionaba tanto a los extranjeros, lo escribió Gregorio Allegri hacía
doscientos años; él era uno de los descendientes de Antonio Allegri,
conocido con el nombre de II Correggio. En el momento en que empezaba la
obra, el papa y los cardenales se prosternaban: la luz de los cirios iluminaba
el Juicio Final pintado por Miguel Ángel en el muro adosado al altar. A
medida que la obra avanzaba, se apagaban sucesivamente los cirios; las
desdichadas figuras que pintó Miguel Ángel con aquella energía tan terrible,
se volvían aún más imponentes con la media luz proveniente del pálido
resplandor de los últimos cirios prendidos. Cuando el Miserere estaba a
punto de terminar, el maestro de la Capilla, quien llevaba el compás, la
moderaba imperceptiblemente. Los cantantes disminuían el volumen de sus
voces, la armonía se desvanecía poco a poco, y el pecador, confundido ante
la majestuosidad de su dios y prosternado frente a su trono, parecía
escuchar en silencio la voz que lo iba a juzgar.