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LA VIDA DE MOZART

Stendhal
Sobre su infancia
pp. 7-27.

El padre de Mozart tuvo una gran influencia en el singular destino de su hijo,


a quien ayudó en su desarrollo tal vez hasta el grado de modificar sus
aptitudes. Por lo tanto, es necesario que desde un inicio mencionemos
algunas cuestiones. Leopoldo Mozart padre fue hijo de un encuadernador de
Augsburgo; estudió en Salzburgo y, en 1743, se le admitió como músico del
príncipe arzobispo de Salzburgo. En 1762 se convirtió en subdirector de la
capilla del príncipe. Los deberes de su empleo no absorbían todo su tiempo,
y pudo dar clases de composición musical y de violín en la ciudad.
Asimismo, publicó una obra titulada Versuch o Ensayo sobre la enseñanza
razonada del violín, la cual tuvo mucho éxito. Se casó con Ana María Pertl, y
como circunstancia particular se ha señalado, tal como haría un observador
acucioso, que fue la destacada belleza de Ana la causa del llamado a
Salzburgo de aquellos esposos que luego darían vida a un artista tan bien
dispuesto para la armonía musical.

De los siete hijos nacidos de ese matrimonio sólo dos sobrevivieron, una
hija, María Ana, y un hijo, que es de quien hablaremos. Juan Crisóstomo
Wolfgang Teófilo Mozart nació en Salzburgo el 27 de enero de 1756. Pocos
años después, Mozart padre dejó de dar clases en la ciudad y se propuso,
tras cumplir con sus obligaciones con el príncipe, consagrar todo su tiempo
a atender él mismo la educación musical de sus dos hijos. La niña, un poco
mayor que Wolfgang, aprovechó muy bien sus clases, y durante los viajes
que más tarde hizo con su familia, compartía la admiración que inspiraba el
talento de su hermano. Finalmente, ella se casó con un consejero del
príncipe arzobispo de Salzburgo y prefirió la felicidad doméstica al renombre
que da un gran talento.

El pequeño Mozart tenía poco más de tres años cuando su padre comenzó a
darle clases de clavecín a su hermana, quien para entonces tenía siete
años. Mozart manifestó enseguida sus impresionantes aptitudes para la
música. Su felicidad consistía en buscar las notas terceras sobre el piano, y
nada igualaba su alegría cuando encontraba un acorde armonioso. Quiero
entrar en los detalles minuciosos que, supongo, podrían interesar al lector.
Cuando tenía cuatro años, su padre comenzó a enseñarle, casi como un
juego, algunos minués y otros fragmentos de música; dicha ocupación era
agradable tanto al maestro como al alumno. Para aprender un minué,
Mozart necesitaba una media hora y apenas el doble para ejecutar un
fragmento más extenso. Inmediatamente después los tocaba con la mayor
nitidez y precisión. En menos de un año progresó tanto, que a los cinco
años ya había inventado pequeños fragmentos de música que tocaba a su
padre, quien para motivar el talento natural de su hijo, se complacía en
escribir. Antes de que al pequeño Mozart le gustara la música, ya le
encantaban los juegos propios de su edad, que entretenían un poco a su
espíritu y que dejaba a un lado hasta la hora de la comida. Siempre mostró
un corazón sensible y un alma amorosa. Preguntaba con frecuencia –hasta
diez veces al día—a las personas que se ocupaban de él: "¿me ama de
verdad?". Y cuando lo bromeaban diciendo que no, las lágrimas rodaban por
sus ojos. Cuando conoció la música, el gusto por los juegos y las diversiones
de su edad se desvanecieron, o para que esas diversiones le gustaran, era
necesario mezclarlas con la música.
A menudo, un amigo de sus padres se divertía jugando con él: llevaba
juguetes haciendo que desfilaran de una habitación a otra; quien no llevara
nada consigo debía cantar una marcha o tocarla con el violín.
Durante algunos meses, el gusto por la escuela cobró tanta importancia
para Wolfgang, que sacrificó todo, incluso la música. Mientras aprendía a
calcular, siempre se veían las mesas, las sillas, las paredes, e incluso el
suelo, llenos de cifras que él había escrito con la tiza. La vivacidad de su
espíritu lo llevaba a encariñarse fácilmente con todos los objetos nuevos
que le dieran. Sin embargo, la música volvió a ser el objeto favorito de sus
estudios; progresó con tanta rapidez que su padre, aunque estaba siempre
con él y era testigo de su avance, cada vez se convencía más de que era un
prodigio.
La siguiente anécdota, contada por un testigo ocular, comprobará lo
anterior. Un día, Mozart padre regresó de la iglesia con uno de sus amigos y
encontró a su hijo ocupado en la escritura.
-- ¿Qué haces, mi amigo?—le preguntó.
-- Estoy componiendo un concierto para clavecín. Ya casi termino con la
primera parte.
-- Veamos esos bellos garabatos.
-- No, por favor, todavía no he acabado.

No obstante, el padre tomó el papel y mostró a su amigo unas notas


garabateadas que apenas se podían descifrar por las manchas de tinta. En
un principio, los dos amigos se rieron de buena gana de esos
embadurnamientos, pero en seguida, cuando Mozart padre los observó con
atención, sus ojos permanecieron fijos sobre el papel durante un largo
tiempo y finalmente se llenaron de lágrimas de admiración y de alegría.

-- Observe, mi amigo –dijo emocionado y sonriente—, vea cómo lo compuso


todo de acuerdo con las reglas; es una lástima que no podamos usar este
fragmento porque es demasiado difícil y nadie podría tocarlo.
-- Además, es un concierto—continuó el joven Mozart--, se debe estudiar
hasta que se logre tocar correctamente. Miren, así es como se debe
ejecutar.
Al instante comenzó a tocarlo, pero no logró sino demostrar cuáles habían
sido sus ideas. En esa época, el joven Mozart creía firmemente que tocar un
concierto y hacer un milagro era lo mismo; además, la composición que
acabamos de mencionar no era más que un montón de notas puestas con
corrección, pero presentaba tantas dificultades que al más hábil de los
músicos le hubiera sido imposible tocar.

El joven Mozart asombró tanto a su padre, que éste concibió la idea de


viajar y compartir la admiración por su hijo con las cortes extranjeras y las
de Alemania. Tal idea no tenía nada de extraordinario en ese país. Así, en
cuanto Wolfgang cumplió seis años, la familia Mozart: padre, madre, hija, y
Wolfgang, viajó a Munich. El elector escuchó a los dos niños, quienes
recibieron infinitos elogios. Este primer recorrido tuvo un éxito rotundo. A su
regreso en Salzburgo y encantados por el recibimiento que tuvieron, los
jóvenes virtuosos aumentaron su dedicación y lograron adquirir tal fuerza
ejecutoria en el piano, que ya no dependían de su juventud para que se les
considerara sobresalientes. Durante el otoño del año 1762, la familia
regresó a Viena y los niños tocaron en la corte.

El emperador Francisco I le dijo a Wolfgang a manera de broma: "no es muy


difícil tocar con todos los dedos, pero sí con uno solo y sobre un clavecín tan
alto, eso sí es digno de admiración".
Sin mostrar la menor sorpresa ante ese extraño comentario, el niño se puso
a tocar en el acto con un solo dedo, con toda la nitidez y precisión posibles.
Pidió que colocaran una tela sobre las teclas del clavecín y continuó tocando
de la misma forma, como si lo hubiera practicado así desde tiempo atrás.
Desde la más tierna edad, Mozart, motivado por un verdadero amor a su
arte, no se vanagloriaba en lo absoluto de los elogios que recibía de grandes
personalidades. No ejecutaba bagatelas ante gente sin conocimiento
musical. Por el contrario, tocaba con toda la inspiración y la atención de que
era capaz, como si estuviera en presencia de conocedores, y con frecuencia
su padre se veía obligado a usar subterfugios y a pretender que los grandes
señores delante de los cuales debía presentarse eran conocedores de
música.
Cuando, a la edad de seis años, el joven Mozart se paró frente al clavecín
para tocar ante el emperador Francisco, se dirigió al príncipe diciendo: "¿se
encuentra aquí el Señor Wagensei? Hay que traerlo aquí; él es quien sabe".
El emperador mandó llamar a Wagensei y le cedió su asiento cerca del
clavecín. "Señor, dijo Mozart al compositor, yo toco uno de sus conciertos,
necesito que usted me volteé las hojas".

Hasta ese momento Wolfgang sólo sabía tocar el clavecín, y la habilidad


extraordinaria que mostraba en dicho instrumento parecía alejar la idea de
que también debía dedicarse a otro. Pero el genio que lo animaba
aventajaba por mucho todo lo que se hubiera osado desear: él ya no
necesitaba tomar más clases.

Al partir de Viena a Salzburgo con sus padres, llevó consigo un pequeño


violín que le habían regalado durante su estancia en la capital; él se divertía
con este instrumento. Poco tiempo después de su regreso, Wenzl, hábil
violinista que comenzaba a componer, fue en busca de Mozart padre para
pedirle sus observaciones sobre seis tríos que había escrito durante su
estancia en Viena. Schachtner, trompetista del archiduque y una de las
personas por las que el joven Mozart sentía más apego, se encontraba en
ese momento en la casa de su padre; es a él a quien dejaremos hablar: "El
padre, dijo Schachtner, tocaba el bajo; Wenzl, el primer violín, y yo debía
tocar el segundo violín. El joven Mozart pidió permiso para tocar esta última
parte; pero el padre lo regañó por tan pueril petición, puesto que no había
recibido clases regulares de violín y no estaba en condiciones de tocar bien.
El hijo contestó que para tocar el segundo violín no le parecía indispensable
haber tomado clases. El padre, medio enfadado con semejante respuesta, le
dijo que se marchara y que no los interrumpiera. Esto afectó tanto a
Wolfgang que rompió en llanto. Como se había ido con su pequeño violín, yo
rogaba que le dieran permiso para tocar conmigo. El padre aceptó después
de muchas dificultades. Y bien, le dijo a Wolfgang, podrás tocar con el señor
Schachtner, pero con la condición de hacerlo tan suavemente que no te
escucharemos, si no, haré que salgas enseguida.
Comenzamos a tocar el trío y el pequeño Mozart tocó conmigo: no me tomó
mucho tiempo darme cuenta, con el más grande asombro, que lo que yo
hacía era totalmente inútil. Sin decir una palabra, dejé mi violín a un lado,
observando al padre, a quien esta escena le hizo derramar lágrimas de
ternura. El niño tocaba de igual forma los seis tríos. Los elogios que le
ofrecimos lo volvieron tan atrevido como para pretender que podría tocar
bien el primer violín. Por puro gusto hicimos la prueba, y no pudimos evitar
reírnos al escucharlo tocar esta parte de una manera totalmente irregular,
es verdad, pero por lo menos de un modo en el que jamás quedó corto".

Cada día aparecían nuevas pruebas de la gran disposición que tenía Mozart
para la música. Sabía distinguir e indicar las más ligeras diferencias entre
los sonidos; y cualquier sonido malogrado, o simplemente desafinado, era
una tortura para él. Fue así que durante su primera infancia, e incluso hasta
la edad de seis años, tuvo un terror invencible al sonido de la trompeta,
puesto que sólo servía para acompañar un fragmento de música. Cuando le
enseñaron ese instrumento, le provocó una impresión similar a la que
produce en otros niños una pistola cargada, apuntándolos en broma.

Su padre creyó poder curarlo de ese temor si se tocaba una trompeta en su


presencia, a pesar de los ruegos del joven Mozart para que lo protegieran
de dicho tormento; con el primer sonido, palideció y cayó sobre el piso. Si
no hubieran parado de tocar en el instante, habría tenido convulsiones.
Después de hacer pruebas con el violín, utilizaba algunas veces el de
Schachtner, amigo de la familia Mozart y de quien acabamos de hablar: él lo
había elogiado mucho porque su violín emitía sonidos extremadamente
suaves. Un día, Schachtner llegó a casa del joven Mozart al momento en
que éste se divertía tocando su propio violín. "¿Qué hace su violín?", fue la
pregunta del niño, y después continuó tocando unas fantasías. Finalmente,
tras reflexionar algunos instantes, le dijo a Schachtner: "¿podría dejar su
violín afinado como la última vez que lo utilicé? Está medio cuarto arriba del
tono que yo tengo". Al principio se rieron de esa exactitud escrupulosa, pero
Mozart padre, quien ya había tenido la ocasión de observar varias veces la
singular memoria de su hijo para retener los tonos, hizo traer el violín, y
para gran sorpresa de todos los asistentes, estaba medio cuarto arriba del
tono del que Wolfgang tenía.

A pesar de que el niño veía todos los días diferentes pruebas del asombro y
la admiración que inspiraba su talento, no se volvió obstinado u orgulloso;
hombre en cuanto al talento, en todo lo demás fue siempre el niño más
complaciente y dócil. Jamás se mostró disgustado por las órdenes de su
padre. Aunque se le reprochara todo el día, continuaba tocando al momento
en que su padre lo deseara sin mostrar la más mínima inconformidad.
Entendía y obedecía a la menor señal hecha por sus padres. Incluso llevó la
obediencia al punto de rechazar dulces mientras no tuviera el permiso de
aceptarlos.

En julio de 1763, cuando tenía siete años, la familia emprendió su primer


viaje fuera de Alemania, y es a partir de entonces que surge, en Europa, la
celebridad del nombre Mozart. El viaje comenzó por Munich, donde el joven
virtuoso tocó un concierto para violín en presencia del elector, después de
ejecutar el preludio de una fantasía. En Ausgburgo, en Manheim, en
Frankfurt, en Coblentz, en Bruselas, los dos niños dieron conciertos públicos
o tocaron ante los príncipes del país, y en todas partes recibieron los
mayores elogios.

En el mes de noviembre llegaron a París, donde permanecieron cinco


meses. Se les escuchó en Versalles, y Wolfgang tocó el órgano en presencia
de la corte, en la capilla del rey. En París, dieron dos grandes conciertos
públicos, con el recibimiento más distinguido. Incluso tuvieron el honor de
que se les retratara: se hizo un grabado del padre en medio de los dos
niños, a partir de un diseño de Carmontelle. Fue en esa ciudad donde el
joven Mozart compuso y publicó sus primeras dos obras. Dedicó la primera
a Victoria, segunda hija de Luis XV; la otra, la condesa de Tessé.

En abril de 1764, la familia Mozart se trasladó a Inglaterra, donde residió


hasta mediados del año siguiente. Los niños ejecutaban la música al rey, y
al igual que en Versalles, tocaron el órgano de la capilla real. En Londres,
Wolfgang obtuvo mayor reconocimiento por tocar el órgano que el clavecín.
Ahí dio un gran concierto junto con su hermana y todas las sinfonía que
ejecutó las había compuesto él.

Se piensa con acierto que los dos niños, y sobre todo Wolfgang, no detenían
su grado de perfección ante los halagadores aplausos que se les
procuraban. A pesar de sus desplazamientos continuos, trabajaban con una
regularidad extrema. Fue en Londres donde comenzaron a tocar conciertos
a dos clavecines. Wolfgang también comenzó a cantar las grandes arias,
haciéndolo con gran sentimiento.
En París y en Londres los incrédulos le habían presentado fragmentos de
diferentes piezas difíciles de Bach, Haendel y otros maestros; él los ejecutó
en el acto, a primera vista y con toda la exactitud posible. Un día, en casa
del rey de Inglaterra y habiendo un único bajo, ejecutó un fragmento muy
melódico. En otra ocasión, Christian Bach, maestro de música de la reina,
puso al pequeño Mozart sobre sus rodillas y tocó algunos compases. Mozart
continuó enseguida y tocaron así, alternadamente, una sonata entera con
tanta precisión que todos aquellos que no podían verlos creyeron que había
sido tocada por la misma persona. Durante su estancia en Inglaterra,
cuando tenía la edad de ocho años, Wolfgang compuso seis sonatas que
escribió en Londres, dedicadas a la reina.
En julio de 1765 la familia Mozart volvió a pasar por Calais; de ahí
continuaron su viaje por Flandes, en donde el joven virtuoso tocó el órgano
en monasterios y catedrales. En La Haya, los dos niños sufrieron, uno tras
otro, una enfermedad que hizo temer por sus vidas. Les tomó cuatro meses
recuperarse. Durante su convalecencia, Wolfgang compuso seis sonatas
para piano y las dedicó a la princesa de Nassau-Weilbourg. Al comienzo del
año 1766, pasaron un mes en Amsterdam, de donde se trasladaron a La
Haya para asistir a la fiesta de toma de posesión del príncipe de Orange. El
niño compuso para la solemne ocasión un quolibet para todos los
instrumentos, así como diferentes variaciones y algunas arias para la
princesa.

Después de haber tocado varias veces en presencia del stathoulder,


volvieron a París, en done permanecieron dos meses. Finalmente regresaron
a Alemania, pasando por Lyon y Suiza. En Munich, el elector propuso al
joven Mozart un tema musical y le pidió que lo desarrollara y lo escribiera
en el acto. Así lo hizo, delante del príncipe y sin ayuda del clavecín ni del
violín. Una vez terminado, lo tocó, lo cual emocionó al más alto grado al
elector y a toda su corte. Luego de una ausencia de más de tres años,
regresaron a Salzburgo hacia finales de noviembre de 1766; ahí se
quedaron hasta el otoño del año siguiente y Wolfgang, más tranquilo,
parecía duplicar su talento. En 1768, los niños tocaron en Viena ante el
emperador José II, quien encargó al joven Mozart componer la música de
una opera buffa. Se trataba de La finta semplice, aprobada por el maestro
de capilla, Hasse, y por Metastasio; pero no se ejecutó en el teatro. Al verse
en distintas ocasiones con los maestros de capilla, Bono y Hasse, con
Metastasio, con el duque de Braganza, con el príncipe de Kaunitz, el padre
daba a su hijo algún aria italiana que encontraba a la mano, y éste
componía las partes de todos los instrumentos en presencia de los ahí
reunidos.
Para la inauguración de la Iglesia de los Huérfanos, escribió la música de la
misa, del motete y un dúo de trompetas; y aunque apenas tenía doce años,
dirigió esta música solemne en presencia de la corte imperial.

En 1769 volvió a pasar el año en Salzburgo. En el mes de diciembre su


padre lo llevó a Italia. Acababan de nombrar a Wolfgang "maestro de
concierto" del archiduque de Salzburgo. Uno puede imaginar con facilidad la
bienvenida que recibió en Italia el célebre niño, quien había provocado tanta
admiración en otras partes de Europa.
El escenario de su gloria, Milán, fue la casa del conde Firmian, gobernador
general. Después de recibir el libreto de la ópera del carnaval de 1771, para
el cual se le encargó hacer la música, Wolfgang dejó aquella ciudad en
marzo de 1770.
En Bolonia encontró en el famoso padre Martini –el mismo a quien Jomelli
había pedido lecciones—a un admirador motivado por el más vivo
entusiasmo. Martini y los aficionados de Bolonia se sorprendieron a ver que
un niño de trece años, muy experimentado para su edad y quien sólo
parecía tener diez, desarrollaba todos los temas de fuga propuestos por e
mismo padre, ejecutándolos en el piano sin titubear, con toda la precisión
posible. En Florencia provocó el mismo asomboro por la exactitud con que
tocaba, a primera vista, las fugas y los temas más difíciles propuestos por el
marqués de Ligneville, famoso aficionado. De su estancia en Florencia nos
llega una anécdota ajena a la música. Ahí conoció a un joven inglés llamado
Thomas Linley, quien tendría unos catorce años, es decir, cercano a su
edad. Linley era alumno de Martini, célebre violinista, y tocaba este
instrumento con gracia y habilidad admirables. La amistad de estos dos
niños se convirtió en pasión. El día de su separación, Linley dio a su amigo
Mozart unos versos que, con motivo de esa ocasión, le había pedido a
Corilla; acompañó el carruaje de Wolfgang hasta la ciudad y los dos niños se
despidieron vertiendo torrentes de lágrimas.
Mozart y su hijo se presentaron en Roma para la semana santa. Se pensó
que no deberían faltar la noche del miércoles santo a la Capilla Sixtina para
escuchar el célebre Miserere. Se decía entonces que Mozart había sido
ayudado por los músicos del papa, bajo pena de excomunión, dándole
copias. Wolfgang se propuso aprender la música de memoria. La escribió,
en efecto, al entrar en el mesón. El Miserere se repetiría el viernes santo; él
asistió de nuevo guardando el manuscrito en su sombrero y así le pudo
hacer algunas correcciones. Dicha anécdota causó sensación en la ciudad.
Los romanos, dudando un poco, comprometieron al niño a cantar la obra en
un concierto.

Él cumplió de maravilla. El castrado Cristofori, quien la h abía cantado en la


Capilla Sixtina, y que estaba presente, reconoció con asombro el triunfo
rotundo de Mozart.
Para empezar, la dificultad de lo que hacía Mozart es mucho más grande de
lo que uno pueda imaginar. Sin embargo, les suplico que me permitan
darles algunos detalles sobre lo que sucedió en la Capilla Sixtina y sobre el
Miserere.
En esta capilla normalmente cantan al menos treinta y dos voces, sin un
órgano u otro instrumento que las acompañe o las respalde. Esa tradición
alcanzó el grado más alto de perfección en los inicios del siglo XVIII. Desde
entonces, los salarios de los cantores se mantuvieron sin cambios en la
capilla del papa, y por consecuencia, disminuyeron mucho, mientras que la
ópera ganaba preferencia; ahí se ofrecían a los virtuosos cantantes grandes
cantidades, desconocidas hasta entonces; poco a poco, la Capilla Sixtina
dejó de tener los talentos principales.

El Miserere que se cantaba ahí dos veces durante la semana santa, y que
impresionaba tanto a los extranjeros, lo escribió Gregorio Allegri hacía
doscientos años; él era uno de los descendientes de Antonio Allegri,
conocido con el nombre de II Correggio. En el momento en que empezaba la
obra, el papa y los cardenales se prosternaban: la luz de los cirios iluminaba
el Juicio Final pintado por Miguel Ángel en el muro adosado al altar. A
medida que la obra avanzaba, se apagaban sucesivamente los cirios; las
desdichadas figuras que pintó Miguel Ángel con aquella energía tan terrible,
se volvían aún más imponentes con la media luz proveniente del pálido
resplandor de los últimos cirios prendidos. Cuando el Miserere estaba a
punto de terminar, el maestro de la Capilla, quien llevaba el compás, la
moderaba imperceptiblemente. Los cantantes disminuían el volumen de sus
voces, la armonía se desvanecía poco a poco, y el pecador, confundido ante
la majestuosidad de su dios y prosternado frente a su trono, parecía
escuchar en silencio la voz que lo iba a juzgar.

El efecto sublime de este fragmento se logra, me parece, por la manera en


que se canta y el lugar donde se ejecuta. La tradición ha enseñado a los
cantantes del papa ciertas maneras de llevar la voz para dar mayor efecto,
lo que sería imposible experimentar sólo por medio de las notas. Sus cantos
cumplen a cabalidad la condición que vuelve conmovedora la música. Se
repite la misma melodía en todos los versículos del salmo; pero esta
música, según las misas, no es de ninguna manera igual en todos los
detalles. Así, resulta de fácil comprensión y evita lo que podría aburrir.

Que se ejecute en la Capilla Sixtina es para acelerar o reducir el tiempo de


ciertas palabras; para aumentar o disminuir los sonidos siguiendo el sentido
de las frases, y para cantar completos algunos versículos más claramente
que otros.
He aquí lo que demuestra la dificultad de la proeza de Mozart al cantar el
Miserere. Cuentan que el emperador Leopoldo I, quien no solamente amaba
la música sino que él mismo era un buen compositor, pidió al papa, a través
de su embajador, una copia del Miserere de Allegri para ejecutarlo en la
Capilla Sixtina mandó hacer una copia y apresuró a enviarla al emperador,
quien tenía a su servicio a los cantantes principales de la época.
A pesar de sus virtudes, el Miserere de Allegri sólo provocó en la corte de
Viena el efecto de un falso y plano bordón. El emperador y toda su corte
pensaron que el maestro de la capilla del papa, temeroso de que otros se
quedaran con el Miserere, había desobedecido y enviado una composición
vulgar. El emperador expidió en el instante un correo dirigido al papa para
quejarse de la falta de respeto; luego se le remitió al maestro de la capilla,
sin que el indignado papa quisiera escuchar su justificación. Este
desdichado hombre logró, sin embargo, que uno de los cardenales
defendiera su causa e hiciera entender al papa que la manera de ejecutar el
Miserere no podía expresarse o aprenderse sino después de mucho tiempo
y con lecciones repetidas de los cantores de la Capilla, quienes poseían la
tradición. Su Santidad, quien no sabía de música, apenas pudo entender
cómo las mismas notas no tenían en Viena el mismo valor que en Roma.
Mientras tanto, ordenó al pobre maestro de capilla escribir su defensa para
enviarla al emperador, y con el tiempo, recuperar la confianza.
Esta conocida anécdota fue parte de la fuerte impresión que tuvieron los
romanos al ver a un niño cantar perfectamente su Miserere, después de dos
lecciones; y nada es más difícil, en el caso de las bellas artes, que producir
el asombro de Roma. Todos los prestigios se empequeñecieron cuando
Mozart entró en la célebre ciudad, en donde hay costumbre de las cosas
más bellas de todo género.
Yo no sé si fue a causa del éxito que obtuvo, pero el canto solemne y
melancólico del Miserere provocó una profunda impresión en el alma de
Mozart, quien después adquirió una marcada predilección por Handel y el
sentimental Boccherini.

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