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Por mucho tiempo he buscado el botón de “undo” de la vida. Esa función casi mágica de las
computadoras que corrige errores y te reintegra sin perjuicio al momento previo al error. Pero es
en vano: la vida no tiene “undo”. No hay click mágico: si metiste la pata te chavaste. Eres
responsable de tus errores y debes enmendarlos prospectivamente como mejor puedas. A menos
que seas un empresario puertorriqueño cómplice de corrupción. Entonces la vida sí tiene “undo”.
El “undo” de la corrupción es sencillo. Con el apoyo de los diestros abogados que contrata tu
compañía te reinventas como la víctima de tu crimen, negocias inmunidad, testificas contra el
funcionario público al que sobornaste, pasas el trago amargo, sales libre y el funcionario va
preso.
Pronto limpias tu imagen cívica, te mantienes volando bajito para evitar el radar público, y en
poco tiempo estás totalmente rehabilitado. Y en tus círculos sociales disertas elocuentemente
sobre los vicios de la corrupción gubernamental y la necesidad de reducir el gobierno para abrir
paso a la excelencia empresarial.
Mientras tanto, tu empresa se enriquece con el resultado del soborno, y quién sabe, puede que
cobres un jugoso bono por debajo de la mesa por los pingües dividendos de tu cabildeo creativo.
En tu gremio y entre tus pares, la ganancia vale más que la vergüenza de tu deshonestidad. Tu
pecadillo fue un mal necesario, y te otorgan un simbólico corazón púrpura en el dudoso
medallero de la libre empresa.
Pero en Puerto Rico, eso no es así. Aquí la prostitución y la corrupción tienen más que muchas
letras en común. En ambos el que vende es culpable y el que compra sale exonerado.