Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
1. INTRODUCCIÓN
Es obvio que nos encontramos ante un momento histórico caracterizado por grandes
transformaciones en distintos aspectos y sectores tales como el cultural, el económico, el
social, el internacional, etcétera., transformaciones que son mucho más profundas que las
grandes divisiones políticas del planeta en Estados capitalistas, neocapitalistas y socialistas
o en países desarrollados y en tránsito al desarrollo, aunque, naturalmente, las mencionadas
transformaciones tengan modalidades distintas en cada uno de los países y sistemas.
Parece no menos claro que el Estado no podía escapar a esta fundamental transformación y
que, con o sin revoluciones políticas violentas, la estructura y función estatales han de sufrir
también las correspondientes mutaciones. Vamos a prescindir en nuestra exposición de las
democracias populares o socialistas, es decir, de las estructuras estatales de los países
socialistas de inspiración soviética, para ceñirnos a la nueva modalidad estatal surgida en los
países neocapitalistas. Tal modalidad ha sido designada con distintos nombres como Welfare
State, «Estado de bienestar» y «Estado socialdemócrata», denominación debida a Boulding
y por la que no se significa, en este caso, ningún vínculo específico con la socialdemocracia
como partido, sino un tipo de Estado interesado en el bienestar y doblemente opuesto al
comunista y al autoritario 1. También se la ha llamado «Estado de partidos», en cuanto que el
actor o sujeto real del poder estatal son los partidos, y «Estado de asociaciones»
(Verbandestaat), en cuanto que las decisiones estatales están fuertemente influidas por los
grupos de intereses organizados. Otra denominación, en fin, es la de «Estado social». Las
ideas del Estado subyacentes a las mencionadas denominaciones se han desarrollado
plenamente en los países industrializados y post-industrializados 2, pero algunas de ellas
sirven indudablemente de modelo orientador para los países en tránsito al desarrollo del
mismo modo y, en ocasiones, con las mismas frustraciones, que en el siglo pasado y a
comienzos de éste servían de modelo las Constituciones democráticas y liberales. Las
denominaciones de «Estado de partidos» y de «Estados de asociaciones» aluden a
problemas específicos del proceso de distribución del poder. El concepto de Welfare State se
refiere capitalmente a una dimensión de la política estatal, es decir, a las finalidades de
bienestar social; es un concepto mensurable en función de la distribución de las cifras del
presupuesto destinadas a los servicios sociales y de otros índices, y los problemas que
plantea, tales como sus costos, sus posibles contradicciones y su capacidad de
reproducción, pueden también ser medidos cuantitativamente 3. En cambio, la denominación
y el concepto de Estado social incluyen no sólo los aspectos del bienestar, aunque éstos
1
K. Boulding, The Organizational Revolution, Chicago, 1953, pp. 179 ss.
2
Sobre la sociedad post-industrial vid., ante todo, la obra de D. Bell, The Coming of Post-lndustrial Society,
Nueva York, 1973, Vid. también A. Touraine, La société post-industrielle, París, 1969 y, más ampliamente,
Production de la société, París, 1973, así como también Z. Brzezinsky, La révolution technétronigue, ares, 1971
(título original en inglés: Between Two Ages).
3
Vid. entre otros, H. L. Wilensky, The Welfare State and Equality. Structural and Ideological Roots of Public
Expenditures, Berkeley y Los Angeles, 1975. También P. F. Drucker, The Unseen Revolution. How Pension
Fund Socialism came to America, Nueva York, 1976.
sean uno de sus componentes capitales, sino también los problemas generales del sistema
estatal de nuestro tiempo, que en parte pueden ser medidos y en parte simplemente
entendidos. En una palabra, el Welfare State se refiere a un aspecto de la acción del Estado,
no exclusiva de nuestro tiempo -puesto que el Estado de la época del absolutismo tardío fue
también calificado como Estado de bienestar-, mientras que el Estado social se refiere a los
aspectos totales de una configuración estatal típica de nuestra época.
Como precursor de la idea del Estado social suele citarse, con razón, a Lorenz von
Stein, quien en 1850 4 escribía que había terminado la época de las revoluciones y de las
reformas políticas para comenzar la de las revoluciones y reformas sociales. Sólo una teoría
y una praxis políticas conscientes de este hecho podrán enfrentar con éxito el porvenir.
Partiendo de supuestos hegelianos y de la neta distinción (aunque no separación) entre el
Estado y la sociedad, afirma que aquél tiende al desarrollo superior y libre de la personalidad
de los individuos, mientras que ésta -sustentada sobre relaciones de propiedad, es decir,
sobre la dominación de las cosas que se transforma es dominación sobre las personas y, con
ello, estratificada en clases- tiende a la dependencia, servidumbre y miseria física y moral de
la personalidad. Tal situación, generada por el libre despliegue de las fuerzas económico-
sociales, no sólo es contradictoria con la idea y principio del Estado, sino también con sus
intereses y su estabilidad, pues, de un lado, la fortaleza del Estado depende del nivel moral y
material de sus ciudadanos y, por tanto, es contradictoria con la miseria económica y
biológica de la mayoría de la población y, de otro, su estabilidad se ve amenazada por el
movimiento hacia la revolución social, que aparece tan pronto como las clases oprimidas
comienzan a tener acceso a la cultura y, con ello, a adquirir conciencia de su situación. Por
consiguiente, la corrección por el Estado de los efectos disfuncionales de la sociedad
industrial competitiva no es sólo una exigencia ética, sino también una necesidad histórica,
pues hay que optar necesariamente entre la revolución o la reforma sociales. Las formas
políticas del futuro serán o bien la democracia social, caracterizada desde el punto de vista
constitucional por el sufragio universal y desde el punto de vista administrativo por su
orientación hacia la neutralización de las desigualdades sociales, o bien la monarquía social,
solución a la que se inclina von Stein, ya que, en su opinión, la monarquía es la forma de
gobierno con mayor capacidad potencial para estar por encima de los intereses
particularizados de las clases, su propia dialéctica la lleva a considerarse como un poder
sustentado sobre sí mismo y existencialmente vinculado al principio y a los intereses
objetivos del Estado, y dispone, en fin, de un ejército y de una burocracia con los que puede
afirmarse frente a los intentos de captura del Estado por las clases dominantes. Cierto que la
reforma social preconizada por von Stein -en la que algunos tratadistas ven un antecedente
del moderno concepto de la «procura existencial», del que trataremos más adelante- no
podrá realizarse sin un apoyo de la población que le vendrá no sólo dle las clases
desposeídas, sino también del resto de la sociedad, pues el principio de la sociedad es el
interés y la clase posesora adquirirá conciencia de que «su propio, supremo y bien entendido
interés» exige la reforma social, exige sustituir el interés parcializado por un sistema global
de intereses recíprocos, criterio que si quizá no reflejaba del todo la realidad en tiempos de
von Stein, sí es expresivo del neocapitalismo actual e incluso coincide con la tesis marxista
que concibe a esta forma económica como caracterizada por el sacrificio de los intereses
4
Lorenz von Stein, Ceschichte der sozialen Bewegung (1850), Munich, 1921.
inmediatos y particularizados del capitalista a los intereses globales del sistema y a su
reproducción en las condiciones del tiempo presente 5.
Dentro de la historia de la idea del Estado social deben mencionarse también ciertas
tendencias del pensamiento socialdemócrata clásico, iniciadas por Lassalle y proseguidas
mutatis nutandis por las direcciones marxistas revisionistas e incluso centristas. El Estado ha
sido y es, ciertamente, un instrumento de dominación de clases, pero es no menos una
institución que, bajo la presión de los partidos y de las organizaciones obreras, puede ir
consiguiendo constantes mejoras para las clases trabajadoras, las cuales, por tanto, tienen
interés en un Estado fuerte, eficaz y socialmente orientado; su significación para la
generalidad de la sociedad y para el cumplimiento de las funciones sociales -que exige
desarrollo de sus actividades económicas y administrativas- crece a medida que se avanza
hacia la modernidad y, desde luego, la futura sociedad socialista es impensable sin un
Estado que asegure la dirección del proceso productivo. La lucha no es, por tanto, contra el
Estado. Y, en fin, sin negar que la democracia política formal sea una forma de dominación
de clases, se la considera, no obstante, como una valiosa y definitiva conquista de la
civilización, sólo bajo la cual podrá avanzarse hacia la democracia social. La democracia
tiene, pues, dos momentos, el político y el social: el primero es el supuesto inexcusable para
conseguir el segundo y éste es, a su vez, la plena realización de los valores de libertad e
igualdad proclamados por aquella 6. Parafraseando una famosa expresión escolástica, pudría
sintetizarse esta posición diciendo que el socialismo no anula a la democracia, sino que la
perfecciona.
Pero la formulación de la idea del Estado social o, más concretamente, de la idea del
Estado social de Derecho se le debe a Hermann Heller, quien a su militancia
socialdemócrata unía la de ser uno de los más destacados tratadistas de teoría política y del
Estado entre los años veinte y treinta. Heller se enfrenta con el problema concreto de la crisis
de la democracia y del Estado de Derecho, al que considera que es preciso salvar no sólo de
la dictadura fascista, sino también de la degeneración a que lo ha conducido el positivismo
jurídico y los intereses de los estratos dominantes, quienes lo han convertido en una idea que
o no significa nada o es incapaz de encarar los dos frentes en que se despliega la
irracionalidad: por un lado, la irracionalidad del sistema capitalista, generadora de un nuevo
feudalismo económico del que es encubridor el Estado formal de Derecho; de otro lado, la
irracionalidad fascista. La solución no está en renunciar al Estado de Derecho, sino en dar a
éste un contenido económico y social, realizar dentro de su marco un nuevo orden laboral y
de distribución de bienes: sólo el Estado social de Derecho puede ser una alternativa válida
frente a la anarquía económica y frente a la dictadura fascista y, por tanto, sólo él puede ser
la vía política para salvar los valores de la civilización 7.
La idea del Estado social fue constitucionalizada por primera vez en 1949 por la Ley
Fundamental (Constitución) de la República Federal de Alemania, al definir a ésta en su art.
5
Sobre von Stein -cuyo pensamiento es mucho más complejo de lo que hemos podido sintetizar en el texto- vid.
mi trabajo «La teoría de la sociedad en Lorenz von Stein», incluido en el vol. Ill de esta edición de Obras
completas. Desde que se publicó este trabajo la literatura sobre von Stein ha aumentado considerablemente.
Vid., entre ella, W. Schmidt, Lorenz von Stein, Eckernforde, 1956 (con extensa bibliografía hasta la fecha). E.
Forsthoff (ed.), Lorenz von Stein: Gesellscha/t-Staat-Recht. Frankfurt, 1972.
6
Para más detalles vid. el Anexo a este trabajo.
7
H. Heller, «Rechtsstaat oder Diktatur?», publicada por primera vez en 1929 y recogida en H.Heller,
Gesammelte Schriften, Leiden, 1971, t. II, pp. 443 ss.
20 como «un Estado federal, democrático y social», y en su art. 28 como «un Estado
democrático y social de Derecho». Por su parte, la Constitución española de 1978 establece
en su art. 1 que «España se constituye en un Estado social y, democrático de Derecho».
Tanto el esclarecimiento de su concepto como la problemática que comporta esta modalidad
de Estado han sido ampliamente desarrollados- principal, aunque no únicamente, por los
juristas y tratadistas políticos alemanes 8. El origen nacional del concepto e incluso su
constitucionalización o carencia de constitucionalización formales no mengua su validez para
designar y esclarecer la forma de Estado de los países industrializados y post-
industrializados y de los que están en curso de desarrollo, del mismo modo que la literatura
desplegada en Alemania Occidental, aunque frecuentemente centrada en sus peculiares
problemas constitucionales, puede ser útil para establecer una teoría general del Estado
social. En realidad, se trata de un fenómeno frecuente, por no decir permanente, en la
historia de las formas políticas: el constitucionalismo monárquico o parlamentario se
desarrolló como la extensión a otros países, bien que con las necesarias adaptaciones, de la
teoría y de la praxis constitucionales británicas, a las que frecuentemente se aludía no sólo
como factor explicativo, sino también normativo. Del mismo modo, el federalismo consistió en
la extensión a otros espacios de modelos institucionales y teóricos surgidos originariamente
en los Estados Unidos y en Suiza. Y así podríamos continuar.
En efecto, desde el último tercio del siglo XIX se desarrolló en los países más
adelantados una «política social» cuyo objetivo inmediato era remediar las pésimas
condiciones vitales de los estratos más desamparados y menesterosos de la población. Se
trataba, así, de una política sectorial no tanto destinada a transformar la estructura social
cuanto a remediar alguno de sus peores efectos y que no precedía, sino que seguía a los
acontecimientos. En cambio, la actual política social de los países industrializados y post-
industrializados extiende sus efectos no solamente a aspectos parciales de las condiciones
de vida de las clases obreras, cuyo porcentaje sobre el total de la población tiende a
disminuir, sino también a las clases medias, cuyo porcentaje ha aumentado
considerablemente como consecuencia de la tecnificación del trabajo y del crecimiento del
sector de servicios, e indirectamente sobre la totalidad de la población; tales medidas,
además, no se limitan a la menesterosidad económica, sino que se extienden también a
8
" La bibliografía es muy extensa. Una relación hasta 1970 se encuentra en H.-H. Hartwich, Sozialstaatspostulat
end gesellschaftlicher status quo, Opladen, 1970, pp. 470 ss. Una selección de trabajos sobre el tema ha sido
reunida por E. Forsthoff, Rechtsstaatlichkeit und Sozialstaatlichkeit, Darmstadt, 1968.
otros aspectos como promoción del bienestar general, cultura, esparcimiento, educación,
defensa del ambiente, promoción de regiones atrasadas, etc. Resumiendo y para decirlo en
términos alemanes -intraducibles literalmente- la Sozialpolitik se ha transformado en
Gesrellrchaftsspolitik 9, la política social sectorial se ha transformado en política social
generalizada, la cual no constituye tanto una reacción ante los acontecimientos cuanto una
acción que pretende controlarlos mediante una programación integrada y sistemática.
Las condiciones históricas que han hecho posible el desarrollo de esta nueva función
del Estado que ni es socialista, ni es capitalista en el sentido, clásico del concepto, sino que
se corresponde con la etapa del neocapitalismo son, de un lado, un reto histórico, una
necesidad de resolver problemas agobiantes irresolubles dentro de la estructura del Estado
liberal y de la sociedad del Hochkapitalismus y, de otro lado, las posibilidades ofrecidas por el
desarrollo cultural y tecnológico de la época industrial.
En el primer sentido, son conocidas de todos las experiencias históricas del período
comprendido entre las dos guerras mundiales con sus profundas crisis económicas, su
extensísimo paro obrero y la consiguiente profundización, tensión y politización de la lucha
de clases, fenómenos que, a su vez, repercutían hondamente en la estabilidad de las
instituciones políticas y que trajeron como consecuencia la instauración de los Estados
totalitarios fascistas y la consiguiente catástrofe de la guerra mundial. Terminada ésta era
claro para las potencias occidentales que había que evitar tanto la caída en un socialismo de
inspiración soviética como la vuelta a las condiciones del período anterior.
9
Vid. J. Hofner, «Sozialpolirik», en Staatflexikon, Friburgo, 1962, r. VII.
10
Estas medidas eran, en general, tanto más presentes cuanto mayor era el arraso del país y en algunos de
ellos promovieron incluso una actividad industrial relativamente importante por parte del Estado. Vid. Barzy
Supple, «The State and che Industrial Revolution», en C. M. Cipolla, The Fontana Economic History of Europe,
Londres y Glasgow, 1973, t. III, pp. 301 ss.
Al enfrentamiento de tal situación y a la consecución de los nuevos objetivos sirvió, en
primer término, la teoría económica formulada por Keynes 11 en 1936, según la cual era
preciso y posible llegar por métodos democráticos, y sin alterar fundamentalmente la
economía capitalista, a la cancelación del paro mediante un aumento de la capacidad
adquisitiva de las masas que operara, a su vez, como causa para el crecimiento de la
producción y, por consiguiente, de la oferta de empleo, fines que se lograrían mediante una
orientación y control del proceso económico por parte del Estado, pero manteniendo la
propiedad privada de los medios de producción. A este planteamiento se ha añadido la
capacidad de la ciencia de nuestro tiempo para su inmediata transformación en técnica, para
su inmediata aplicabilidad a problemas prácticos y, concretamente, en nuestro caso, la
capacidad de la teoría económica para transformarse en política económica con un sólido
instrumental técnico y cuyos efectos sobre la estructura social son inmediatos, de tal modo
que puede afirmarse que teoría económica, política y política social, si bien son distinguibles
teóricamente, tienden en la práctica a constituir un todo o, dicho de otro modo, a constituirse
en subsistemas de un sistema superior, lo que quiere decir que cada uno de ellos es
condicionado por los demás, a la vez que condiciona a los demás. Por otra parte, la función
directiva del Estado ha sido hecha posible, además de por la ciencia y por la técnica
económicas, por el enorme desarrollo de las técnicas de control y de programación, de la
teoría y el análisis de sistemas, de la investigación operacional, de la teoría de juegos, etc., y
en resumen, por la que D. Bell 12 denomina la «tecnología a intelectual», es decir, el
conocimiento de «los métodos para definir la acción racional y para identificar los medios
para llevarla a cabo». De este modo nos encontramos en principio no sólo con la posibilidad
de una planificación para el campo económico o para otros aspectos sectoriales, sino
también para una política conjunta que englobe todos los demás aspectos, al menos si por
planificación entendemos (en este contexto y en una primera aproximación) «la definición de
un problema de decisión y la fijación de las condiciones de su solución» 13.
Como es sabido, una de las características del orden político liberal era no sólo la
distinción, sino la oposición entre Estado y sociedad, a los que concebía como dos sistemas
con un alto grado de autonomía, lo que producía una inhibición del Estado frente a los
problemas económicos y sociales, sin perjuicio de las medidas de política social y económica
11
Como es sabido, estas ideas de J. M. Keynes inspiraron el famoso Beveridge Report de 1942 sobre los
servicios sociales y el pleno empleo y que puede considerarse como la Carta fundacional del Welfare State de
nuestro tiempo.
12
D. Bell, op. cit., pp. 28 ss.
13
N. Luhmann, Politische Planung, Opladen 1971, p. 68. Sin embargo, sobre los límites de estas posibilidades,
vid,!r1siers,tbajo «El crecimiento de la complejidad estatal», infra, pp. 1719-1739.
que hemos denominado como factorializadas. Veamos someramente la estructura de ambos
términos.
El Estado era concebido como una organización racional orientada hacia ciertos
objetivos y valores y dotada de estructura vertical o jerárquica, es decir, construida
primordialmente bajo relaciones de supra y subordinación. Tal racionalidad se expresaba
capitalmente en leyes abstractas (en la medida de lo posible sistematizadas en códigos), en
la división de poderes como recurso racional para la garantía de la libertad y para la
diversificación e integración del trabajo estatal, y en una organización burocrática de la
administración, Sus objetivos y valores eran la garantía de la libertad, de la convivencia
pacífica, de la seguridad y de la propiedad, y la ejecución de los servicios públicos, fuera
directamente, fuera en régimen de concesión.
La sociedad, en cambio, era considerada como una ordenación 14, es decir, como un
orden espontáneo dotado de racionalidad, pero no de una racionalidad previamente
proyectada, sino de una racionalidad inmanente, que se puede constatar y comprender -
puesto que la razón humana subjetiva es isomórfica con la constitución de la razón objetiva,
del logos de las cosas-, una racionalidad expresada en leyes económicas y de otra índole,
más poderosas que cualquier ley jurídica, y una racionalidad, en fin, no de estructura vertical
o jerárquica, sino horizontal y sustentada capitalmente sobre relaciones competitivas, a las
que se subordinaban las otras clases o tipos de relaciones. Tal estructura inmanente a la
sociedad no sólo tiene una solidez superior a cualquier orden o intervención artificiales, sino
que genera, además, el mejor de los órdenes posibles tanto en el aspecto económico,
mediante los maravillosos resultados de la oferta y la demanda, como en el aspecto
intelectual, ya que sólo de la concurrencia de opiniones sale la verdad, o como en el social,
ya que operando bajo el principio de la igualdad ante la ley se impide la consolidación de
situaciones adscriptivas (como los antiguos estámentos y gremios) y se abre paso a la acción
de los mejores a los que asigna el status debido a su capacidad (tesis que aún sostiene la
teoría funcionalista norteamericana de la estratificación social). Es obvio que todo esto es
pura ideología sometida a crítica desde Hegel tanto por tendencias conservadoras como,
mucho más profundamente, por tendencias socialistas y anarquistas, y por obvio y conocido
no es necesario que nos detengamos en ello. Lo importante para nosotros es que, bajo tales
supuestos, el Estado, organización artificial, ni debía, ni a la larga podía, tratar de modificar el
orden social natural, sino que su función habría de limitarse a asegurar las condiciones
ambientales mínimas para su funcionamiento espontáneo y, todo lo más, a intervenir
transitoriamente para eliminar algún bloqueo de la operacionalización del orden
autorregulado de la sociedad. De este modo, el Estado y la sociedad eran imaginados como
dos sistemas distintos, cada uno de límites bien definidos, con regulaciones autónomas y con
unas mínimas relaciones entre sí.
14
Sobre la contraposición de organización y ordenación como distintos tipos de orden cada uno dotado de su
propia racionalidad, vid. mi libro Burocracia y tecnocracia y otros escritos, supra, pp. 1533 ss.
social inmanente, ni a vigilar los disturbios de un mecanismo autorregulado, sino que, por el
contrario, ha de ser el regulador decisivo del sistema social y ha de disponerse a la tarea de
estructurar la sociedad a través de medidas directas o indirectas: «Estado social -dice H. P.
Ipisen 15- significa la disposición y la responsabilidad, la atribución y la competencia del
Estado para la estructuración del orden social.» Los límites de esta capacidad de
estructuración del orden social son, sin embargo, discutibles y, en resumen, pueden
manifestarse en las siguientes posiciones: 1) el Estado social tiene como función asegurar
los fundamentos básicos del status quo económico y social adaptándolo a las exigencias del
tiempo actual y excluyendo permanentemente los disturbios para su buen funcionamiento, de
modo que en esencia está destinado a garantizar el sistema de intereses de la sociedad
actual, es decir, de la sociedad neocapitalista; 2) el Estado social significa una corrección no
superficial, sino de fondo; no factorial (parcial) sino sistemática (total) del status quo, cuyo
efecto acumulativo conduce a una estructura y estratificación sociales nuevas, y
concretamente hacia un socialismo democrático 16.
15
H. P. Ipsen, «Enteignung und Sozialisierung», en Verdffentlichungen der Vereinigu>rg der Deutschen
Staarrechtsleher, Heft, 10 (1952), p. 74.
16
Vid. sobre ello la obra de H.-H. Harnvich cit. en la nota 8.
no le enviara insumos negativos incapaces de ser absorbidos por el sistema estatal. Así
pues, interés radical del Estado, más aún, interés existencial era proceder a la estructuración
de la sociedad.
Por su parte, la sociedad ejercía una acción coercitiva sobre el Estado dado que por
su solo juego era incapaz de resolver los conflictos existenciales que albergaba en su seno o,
dicho de otro modo, había perdido su capacidad de autorregulación y había de buscar en el
Estado la acción reguladora de la que carecía. Y, en efecto, por todos los grupos de la
sociedad cualquiera que fuera su status económico se postulaba enérgicamente, aunque en
sentidos distintos y contrapuestos, la acción del Estado para dar a la sociedad el orden que
ésta era incapaz de darse. En suma, el Estado era incapaz de subsistir sin proceder a la
reestructuración de la sociedad y la sociedad, por su parte, era incapaz de subsistir sin la
acción estructuradora del Estado.
Tales eran, por así decirlo, los términos históricos del problema y tales son
actualmente sus términos estructurales. Pues, en efecto, es claro que si el Estado estructura
y reestructura a la sociedad, que si su acción afecta a los intereses concretos de los grupos,
estratos y, en general, de los actores sociales, a su vez éstos han de estar interesados -no
canto por razones políticas cuanto por sus intereses. vitales cotidianos- en influir la política
del Estado y en interpenetrar sus centros de decisión y, de este modo, el Estado social está
necesariamente vinculado con el influjo de los grandes grupos de intereses o de las grandes
organizaciones destinadas a la defensa de intereses parciales o sectoriales en el sistema
político. Nos limitamos, por ahora, a enunciar el problema sobre el que volveremos más
adelante. Lo que nos interesa es destacar por el momento, y al nivel de abstracción de las
presentes consideraciones, es que nos encontramos con una tendencia a la estatización de
la sociedad, pero también con una tendencia a la socialización del Estado y, por tanto, a la
difuminación de límites entre ambos términos.
17
" Sin embargo, nunca como ahora el Estado ha tenido una importancia tan relevante en la vida social -
importancia ignorada por el modelo del political system- y, en consecuencia, lo que se precisa es construir una
Teoría del Estado a la altura de nuestro tiempo tanto en su contenido como en sus métodos.
decir, hay que considerarlos desde la perspectiva de un sistema más amplio en el que cada
uno de los términos ,irse a finalidades complementarias y posee cualidades y principios
estructurales igualmente complementarios.
Bajo estos supuestos, el Estado social ha sido designado por los alemanes como el
Estado que se responsabiliza por la «procura existencial» (Daseinvorsorge), concepto
formulado originariamente por Forsthoff 18 y que puede resumirse del siguiente modo. El
hombre desarrolla su existencia dentro de un ámbito constituido por un repertorio de
situaciones y de bienes y servicios materiales e inmateriales, en una palabra, por unas
posibilidades de existencia a las que Forsthoff designa como espacio vital, Dentro de este
espacio, es decir, de este ámbito o condición de existencia, hay que distinguir, de un lado, el
espacio vital dominado, o sea, aquel que el individuo puede controlar y estructurar
intensivamente por sí mismo o, lo que es igual, el espacio sobre el que ejerce señorío (que
no tiene que coincidir necesariamente con la propiedad) y, de otro lado, el espacio vital
efectivo constituido por aquel ámbito en el que el individuo realiza fácticamente su existencia
y constituido por el conjunto de cosas y posibilidades de las que se sirve, pero sobre las que
no tiene control o señorío. Así, por ejemplo, el pozo de la casa o de la aldea, la bestia de
carga, el cultivo de su parcela por el campesino o la distribución de los muebles en la propia
vivienda, pertenecen al espacio vital dominado; el servicio público de aguas, los sistemas de
tráfico o de telecomunicación, la ordenación urbanística, etc., pertenecen al espacio vital
efectivo. La civilización tecnológica ha acrecido constantemente el espacio vital efectivo, al
tiempo que ha disminuido no menos constantemente el espacio vital dominado o, dicho de
otro modo, el individuo ha perdido crecientemente el control sobre la estructura y medios de
su propia existencia. Esta necesidad de utilizar bienes y servicios sobre los que se carece de
poder de ordenación y disposición directa produce la «menesterosidad social», es decir, la
inestabilidad de la existencia. Ante ello, le corresponde al Estado como una de sus
principales misiones la responsabilidad de la procura existencial de sus ciudadanos, es decir,
llevar a cabo las medidas que aseguren al hombre las posibilidades de existencia que no
puede asegurarse por sí mismo tarea que, según Forsthoff, rebasa tanto las nociones
clásicas de servicio público como de la política social sensu stricto. Para terminar con este
tema, es interesante mencionar la tesis de Huber 19 según la cual la política estatal para la
existencia (VorsorKe far Dasein) debe consistir en garantizar las condiciones de libertad del
individuo en la sociedad de nuestro tiempo y no en anularla mediante un sistema `perfecto de
protección estatal. La procura para la existencia rectamente entendida significa crear las
condiciones para el adecuado despliegue de las potencialidades de la personalidad a través
de la iniciativa y de la capacidad creadora y competitiva en las que se patentiza la
autodeterminación del hombre: una mera actividad de ayuda económica que tuviera como
resultado el enervamiento o la obstaculización del despliegue de la personalidad, que la
alienara a una procura extraña, que hiciera depender la seguridad de una voluntad ajena,
sería una degeneración de la procura existencial.
18
El concepto fue ya formulado por E. Forsthoff en 1938, para ser considerado más tarde como característica
del Estado social. Entre las exposiciones a lo largo de su obra, vid. principalmente «Die Daseinvorsorge und die
Kommunen» (1958), en Rechtsstaat im Wandel, Stuttgart, 1964, pp. 11 ss. Sociedad industrial y Administración
pública, Madrid, 1967, pp. 46 ss. Lehrbuch des Veruoalturtgsrechtr, Munich, 1973, en especial pp. 370 ss. Un
estudio sobre el concepto en L. Martín-Retortillo Baquer, «La configuración jurídica de la Administración pública
y el concepto de Daseinvorsorge», en la Revista de Administración pública, núm. 38, 1962, pp. 35 ss.
19
Vid. principalmente E. R. Huber, « Vorsorge für das Dasein. Ein Grundbegriff des Srrarslehre Hegels und
Loreriz vp4, Stein», en Festschrift für Ernst Forsthoff, Munich, 1974, pp. 160 ss.
Corno antes se ha dicho, la procura existencial no se agota en las medidas a favor de
las clases económicamente débiles, sino que se extiende a la generalidad de los ciudadanos,
ya que a todos alcanza la incapacidad para dominar por sí mismos sus condiciones de
existencia, es decir, la menesterosidad social en el sentido amplio del concepto.
Naturalmente, esto no quiere decir que la menesterosidad sea igualmente acuciante para
todos los grupos y estratos de la sociedad y, por consiguiente, es claro que unas
colectividades deben ser objeto de mayor atención que otras. Pero aun en este caso, los
efectos de esta procura existencial especificada, de la política social en el sentido restringido
de la expresión, no se extienden solamente a sus beneficiarios inmediatos, es decir, a los
estratos inferiores de la sociedad, sino que se extienden directa o indirectamente a todas las
capas de la sociedad y, en última instancia, a la estabilidad del sistema neocapitalista o, al
menos, a la garantía de que su transformación hacia formas socialistas tendrá lugar por un
proceso agregativo y, por tanto, sin bruscas transformaciones.
En efecto, una mínima satisfacción de las condiciones de existencia para los estratos
inferiores y una esperanza en que tales condiciones mejorarán constantemente de acuerdo
al crecimiento del producto nacional son condición para acrecer la legitimidad, es decir, el
consenso en el sistema cuyos beneficiarios principales son sin duda los estratos superiores.
En conexión con ello, las condiciones socioeconómicas ambientales creadas por la política
del Estado social han tenido como consecuencia la disminución de la intensidad de la lucha
de clases y de la energía revolucionaria de los partidos obreros y, consecuentemente, la
conversión de tal lucha de una oposición generalizada y politizada de ámbito nacional en una
oposición limitada al ámbito de las empresas o sectores industriales, sin que ponga en riesgo
la globalidad del sistema. Por otra parte -y de acuerdo con el esquema keynesiano-, el pleno
empleo y la expansión de las prestaciones sociales y de los servicios públicos son condición
para el desarrollo económico general y para la reproducción del sistema económico en su
configuración actual.
Una de las características del Estado de nuestro tiempo -si bien más o menos
presente según los países- es su conversión en empresario, sea mediante la estatización de
las empresas, sea participando con el capital privado en empresas mixtas, sea poseyéndolas
exclusivamente, pero bajo forma jurídico-privada. Las motivaciones para la asunción de la
función empresarial por parte del Estado han podido ser de índole muy distinta: realización
de programas socialistas; sanción política a la actitud de ciertas empresas durante la
,segunda guerra mundial; defensa de la capacidad de autodeterminación por parte del
Estado frente a los poderes económicos privados capaces de desafiarlo; control de las
actividades económicas básicas para la economía nacional; desarrollo de industrias de
tecnología avanzada que exigen inversión pesada y que, al menos por el momento, producen
escasa o nula rentabilidad; conveniencia de mantener en explotación industrias decaídas
cuyos trabajadores no encontrarían fácil acomodación, y, en fin (y sin pretender que esta
enumeración sea exhaustiva), ocasionalmente, la necesidad por parte del Estado de rescatar
propiedades confiscadas por el enemigo como indemnización de guerra (caso de Austria
frente a la Unión Soviética). Pero por importante que aquí o allá pueda ser el volumen de
empresas bajo una u otra forma de propiedad estatal, es lo cierto que el Estado social no se
centra tanto en la titularidad formal de los medios de producción cuanto en la distribución de
lo producido.
Sin que sea necesario pronunciarnos en pro o en contra de la nacionalización
empresarial, problema que, como acabamos de ver, puede deberse a una pluralidad de
motivaciones incluso contradictorias entre sí, es lo cierto que la titularidad de los medios de
producción ha perdido parte de la significación política y social que tenía en otros tiempos.
Antes, la propiedad sobre la cosa daba al propietario plena autoridad sobre ella y sobre los
que trabajan en ella; hoy, tal autoridad se encuentra erosionada tanto por razones exógenas
como endógenas a la estructura de la propiedad misma. En el primer sentido deben
mencionarse la acentuación de la funcionalidad social de la propiedad que limita los
derechos absolutos del propietario y que en varios países ha sido elevada a precepto
constitucional, pero que, en todo caso, se manifiesta en una serie de disposiciones legales y
de intervenciones administrativas; el derecho adquirido por los trabajadores de vetar las
decisiones de la empresa en determinados sectores y/o de participar en algunas de sus
decisiones y, finalmente, la complejidad actual del sistema económico, han tenido como
consecuencia la dependencia de la gestión empresarial de una serie de parámetros
económicos o administrativos establecidos por las políticas económicas del Estado. Junto a
estos factores que hemos denominado exógenos, se encuentran los endógenos. Como es
sabido, el crecimiento de la empresa lleva consigo la tendencia a la disyunción entre
propiedad y control, entre la gestión de la cosa y los beneficios de la cosa, sea en virtud de la
dispersión del capital accionario, sea por la incapacidad del capitalista mayoritario o
relativamente mayoritario para dirigir por sí mismo la empresa dada la complejidad actual de
la gestión, de modo que ésta pasa a manos de unos managers profesionales que o bien
pueden convertirse en totalmente autónomos de cualquier grupo de accionistas o bien son
fiscalizados por un grupo de éstos 20 A esta diversificación inicial se añade en un grado
ulterior de crecimiento y complejidad organizativa el fenómeno de la tecnoestructura, en el
sentido de Galbraith, es decir, la transferencia efectiva de la capacidad de decisión desde las
instancias formalmente superiores a aquellas que, aun situadas a nivel formal inferior, están
en capacidad real de determinar el contenido de la decisión en función del problema
planteado en cada momento. En estas condiciones, a los obreros y empleados les es
indiferente que su situación sea consecuencia de la autoridad que da la propiedad privada,
de la autoridad públicamente investida o de la operational authority. El conflicto se plantea
con «los de arriba», cualquiera que sea la razón por la que estén arriba y en términos de su
situación en la empresa y no en términos del status jurídico de la empresa. Y, finalmente, la
popularización del capital, es decir, la inversión del pequeño ahorro en acciones
empresariales, sea individualmente, sea a través de entidades de ahorro o de seguridad
social, es un dato también a considerar y que altera los términos en que podía plantearse en
otro tiempo el problema de la nacionalización 21.
20 Ya Marx llamó la atención sobre este hecho en el capítulo 27 del libro III de El capital: ras crecientes
necesidades de capital, imposibles de ser satisfechas por el capitalista individual, han extendido las grandes
sociedades por acciones, en las que el capital ya no es individual sino social, y en las que se produce la
disyunción entre el capitalista sin función, que se limita a percibir los beneficios, y el funcionario sin capital que
lleva la gerencia de la empresa. Según Marx, el desarrollo de este tipo de empresa constituye, al igual que el de
las cooperativas, una etapa necesaria hacia la socialización de la producción. El fenómeno de la disyunción de
propiedad y control comenzó a ser estudiada por A. A, Berle en los años treinta, se popularizó por el famoso en
su tiempo libro de J. Burnham (The Managerial Revolution, 19-í1), y hoy constituye una communis opinio, si
bien varían sus matices y enjuiciamientos y sobre el que existe una rica literatura. Para una idea general, vid. M.
Gilbert (ed.), Business Enterprise, 1942.
21 En este sentido merece la pena mencionarse que según Drucker los trabajadores de las empresas
americanas poseen, a través de sus instituciones de jubilación, por lo menos el 25 por 100 del capital
accionarial de los Estados Unidos, a lo que hay que añadir un 10 por 100 poseído por otras especies de
trabajadores, de donde resulta que los asalariados americanos poseen más de un tercio del capital de su país,
En todo caso, lo que caracteriza cualitativamente al Estado social no es tanto una
política de nacionalización de los medios de producción, cuanto una más justa distribución de
lo producido llevada a cabo por la adecuada utilización para tal fin de la tradicional potestad
fiscal, siempre considerada como uno de los derechos mayestáticos inherentes al Estado y
que puede alcanzar, en principio, extraordinarias dimensiones: «Si en la República Federal
[alemana] -dice Forsthoff- el Estado quisiera sustraer a alguien el 5 por 100 de su propiedad,
cualquier tribunal fallaría en su contra; pero nada impide al Estado recaudar el 80 o el 90 por
100 de la tasa de crecimiento anual por vía de la tributación y destinar lo recaudado a fines
de distribución social» 22. Por supuesto, tal posibilidad jurídica tiene un límite político
constituido por la influencia que sobre los centros de decisión estatal puedan Tener las
organizaciones de intereses contrarias al aumento de la presión impositiva, y un límite
funcional constituido por la incidencia de la cuantía de las exacciones sobre las posibilidades
de reproducción del sistema económico. Pero, de cualquier modo, el Estado de nuestro
tiempo en los países desarrollados absorbe una parte considerable del Producto Nacional
Bruto 23 en forma de impuestos, cotizaciones sociales y otros ingresos, que procede a
asignar a distintos objetivos, entre los que se encuentran los de la procura existencial, sea
que ésta se refiera a la sociedad en general, sea que se especifique en prestaciones para
neutralizar la situación de ciertos grupos y estratos sociales a quienes los mecanismos
puramente económicos colocan en situación de deficiencia existencial que ha de ser
corregida por la acción estatal, A este linaje pertenecen las llamadas prestaciones sociales
en sentido estricto, tales como los servicios médicos, las distintas especies de seguros, las
ayudas familiares, etc., prestaciones que son en parte financiadas por las cotizaciones
sociales y en parte por los impuestos (así, por ejemplo, en Gran Bretaña la asistencia médica
es financiada totalmente por los impuestos y sus servicios se extienden a toda la población).
En cualquier caso, con las prestaciones sociales en sentido estricto, que se añaden a las
obtenidas por los trabajadores en sus empresas sea por convenio, sea por imposición legal,
se complementa y corrige la distribución primaria en forma de salario, es decir, se lleva a
cabo una redistribución basada en criterios de equidad social y a la que técnicamente se
define como «la diferencia entre lo que un individuo, una familia o un grupo social paga sobre
cifra que se elevará al 50 por 100 o el 60 por 100 en 1985 a más tardar, y en lo que Drucker ve un camino
imprevisto e invisible hacia el socialismo, si por éste se enciende «la propiedad de los medios de producción por
los trabajadores» (P. F. Drucker, The Unseen Revolution. How Pension Fund Socialism. Came to America,
Nueva York, 1976, p. 1). Por su parte, la Federación Sindical de Alemania Occidental es propietaria de distintas
grandes empresas. En consecuencia, en algunos países puede percibirse la tendencia a la formación de algo
que podría ser denominado como «complejo obrero-capitalista», pero nada mis que en algunos países.
22
E. Forsthoff, Problemas actuales del Estado social de Derecho en Alemania, Alcalá de Henares, 1966.
23
El cuadro siguiente muestra los porcentajes que sobre los PNB representan los ingresos fiscales del Estado y
cotizaciones de la Seguridad Social para los países, los períodos y año que se indican.
Desde el punto de vista de la teoría del Estado merece la pena señalar que la
distribución ha sido siempre un concepto clave de la estructura y función del Estado o de los
órdenes políticos que le han precedido en la historia, si bien cambian naturalmente sus
modalidades y contenido. Así, no hay Estado que no suponga una distribución de poder entre
gobernantes y gobernados, lo único que varía son los criterios, límites y medios de tal
distribución; sobre esta distribución básica, el Estado procede a distribuir el poder dentro de
su propia organización en instancias, potestades y competencias, y a atribuirlas a sus
correspondientes titulares; a través de las leyes establece un orden general y objetivo para la
distribución de derechos entre sus ciudadanos y mediante la organización judicial crea un
sistema para distribuir en caso de litigio el derecho subjetivo a cada una de las partes, a lo
que hay que añadir que para el pensamiento político clásico era una función capital del
Estado la distribución de premios y castigos. En el orden económico procede a la distribución
de recursos económicos nacionales en recursos fiscales (en forma de dominio o de
exacciones) y en recursos a disposición de las personas privadas; en los orígenes o en las
grandes transformaciones de un orden político está implicado un nuevo orden básico de
distribución de los bienes de producción que puede ir desde el reparto de tierras por un
conquistador entre los componentes de su hueste hasta la distribución de la propiedad por
parte de un Estado socialista de modelo soviético en propiedad de toda la nación, propiedad
colectiva y propiedad personal, asignando a cada una de estas formas unos determinados
bienes y unos determinados sujetos: Estado, cooperativas e individuos. Esta plurifacética
función distribuidora del Estado, o de los órdenes políticos que le han precedido, está en
indudable conexión con la doctrina clásica de la justicia como virtud que funda y fundamenta
constantemente a los regna, a lo que cabe añadir que el vocablo nomos significa en sus
orígenes reparto o distribución.
Así pues, desde estas perspectivas, podemos considerar al Estado social como la
forma histórica superior de la función distribuidora que siempre ha sido una de las
características esenciales del Estado, pues ahora no se trata sólo de distribuir potestades o
derechos formales, o premios y castigos, ni tampoco de crear el marco general de la
distribución de los medios de producción, sino que se trata también de un Estado de
prestaciones que asume la responsabilidad de la distribución y redistribución de bienes y
servicios económicos. Si consideramos la amplitud de los recursos destinados a tal función y
la complejidad del proceso organizativo y técnico destinado a hacerla efectiva, podemos
considerar al Estado de nuestro tiempo como un gigantesco sistema de distribución y
redistribución del producto social cuya actualización afecta a la totalidad de la economía
nacional, a las policies de cualquier especie y a los intereses de todas las categorías y
estratos sociales.
Como hemos visto, el Estado social se centra en la distribución. Pero es claro que
para distribuir permanentemente algo no sólo hay que tener poder de disposición sobre este
24
Y. Bernard y otros, Dictionnaire économique et financier, París, 1975.
algo, sino también asegurar su producción y reproducción. Por consiguiente, si no hubiera
otras razones, ya la sola asunción por parte del Estado de la responsabilidad de la
distribución del producto social conlleva su responsabilidad por la dirección general del
proceso económico, dentro del marco de una economía de mercado, que el mismo Estado
contribuye a regular estructural y coyunturalmente. De modo que al metasistema a que antes
hemos aludido, constituido por el sistema estatal y social, se añade como tercer término el
sistema económico. No vamos a entrar aquí en la descripción de las interacciones entre el
sistema económico y el estatal y ni siquiera nos vamos a referir con detalle a las políticas
económicas estatales, cuya exposición puede encontrarse en cualquier manual de política
económica. Diremos solamente que el Estado no puede limitarse a crear las condiciones
jurídicas ambientales de un mercado supuestamente autorregulado, como era el caso del
Estado liberal, sino que ha de asumir una actitud activa patentizada en constantes medidas
destinadas a la regulación del crecimiento y a la orientación del proceso económico nacional
hacia ciertos objetivos; a proporcionar le apoyo logístico, en lo que se cuentan actividades
tales como obras de infraestructura, promoción de la innovación tecnológica, formación de
cuadros y de personal cualificado, etc., y, en fin, a la creación de las condiciones
estructurales como la modernización de ciertos sectores, configuración del mercado,
integración de la economía nacional en organizaciones supranacionales, etc. Ahora bien,
todas estas y otras medidas, aunque tomadas por el Estado en uso de su autoridad pública,
han de ser decididas y operacional izadas teniendo en cuenta la coerción objetiva de la
realidad económica como un sistema con sus propias exigencias funcionales y los intereses
convergentes o divergentes de los actores de este sistema. Dicho en otros términos: el
Estado es simultáneamente «señor y servidor del proceso económico» 25 .
25
B. Guggenberger, «Herrschafrslegirimierung und Staatskrise», en M. T. H. Greven y otros, Krise des
Staates?, Darmstadt, 1975, p. 13.
26
No empleamos la denominación manager en su estricto sentido administrativo (vid. sobre ello la excelente
exposición de C. Paramés Montenegro, Introducción al management. Un nuevo enfoque de la Administración
Pública, Madrid, 1974, así com también J. Garrett, The Management of Government, Londres, 1972), sino para
designar la acción directora e integradora de la sociedad nacional por parte del Estado dentro de la complejidad
de la civilización tecnológica, aun sabiendo que el vocablo manager es un tanto equívoco. Según Drucker -
probablemente la primera autoridad en la teoría del management-, el vocablo no tiene equivalente en otras
lenguas, e incluso en el inglés británico tiene otra significación que en el americano (P. F. Drucker,
Management. Tasks. Responsabilities. Practiccs, Nueva York, 1973, p. 390). Drucker sintetiza la acción del
manager en dos careas: la conversión de una pluralidad en totalidad, es decir, en algo que produzca más que la
suma de recursos de las partes, y la armonización en cada decisión de las exigencias inmediatas con las del
futuro a largo plazo. Requiere tanto una capacidad de síntesis como de análisis, y se despliega en una serie de
tareas específicas en cuya enumeración no tiene sentido entrar aquí.
b) Las políticas estatales son actualizadas en parte por su propio aparato, pero
también en parte decisiva por organizaciones extraestatales así, por ejemplo, un plan
económico no es viable si las empresas no responden a sus incentivos, una política de
salarios puede tener altos costos políticos si no cuenta con el asentimiento de los sindicatos,
y un programa científico-tecnológico es probablemente irrealizable sin la cooperación de
entidades extraestatales. Por consiguiente, el Estado en parte acciona por sí mismo y en
parte orienta la acción de otros; las políticas son ciertamente decididas por la autoridad
estatal, pero su ejecución depende en buena parte del consenso de los afectados.
b) Como hemos visto, la función capital del Estado no es sólo legislar, sino,
ante todo, actuar y, por consiguiente, el locus de la decisión se traslada a las
instancias que por su estructura están en capacidad de actuar y,
concretamente, del Parlamento a las instancias gubernamentales y
administrativas. El Parlamento puede y debe criticar las políticas del
Gobierno; está en capacidad de deliberar sobre leyes generales, pero no
siempre está en capacidad de responder en tiempo oportuno con las
medidas que exigen los cambios de situación; puede aprobar planes, pero,
en general, no está en condiciones de discutir su contenido técnico -a pesar
de los esfuerzos de algunos Parlamentos en disponer de sus propios equipos
asesores- ni de saber si los objetivos del plan son realmente conseguidos
con los medios establecidos en el plan; tiene iniciativa legislativa, pero la
mayoría de los proyectos son presentados por el Gobierno, que es quien
dispone de los recursos técnicos para su formulación; le corresponde
formalmente legislar, pero -sin perjuicio de sus respectivas diferencias
cualitativas- la mayoría de la legislación material toma forma de decretos,
ordenanzas o de especificaciones de leyes cuadro o de especies análogas
aprobadas por el Parlamento. Por lo demás, la disposición por parte del
Gobierno y de los órganos bajo su control de una esfera amplia de acción es
un requisito necesario, aunque no suficiente, para la actualización de la
legitimidad funcional. Por supuesto, nada de lo anterior significa tima crítica
negativa del Parlamento, pues, por el contrario, éste tiene funciones muy
importantes en el Estado de nuestro tiempo y, ante iodo, como antes se ha
dicho, ejercer la crítica de la política del Gobierno, orientarla hacia ciertos
objetivos, constituir la representación genuina de la sociedad nacional y
hacer presentes las demandas de los distintos grupos sociales a través de
los partidos representados y, en fin, garantizar la publicidad de los actos
gubernamentales de tal manera que éstos no se conviertan en arcana imperii
de las oligarquías políticas y sus tecnocracias auxiliares.
El Estado burgués se definía como un Estado nacional. Aun con los riesgos que
implica toda generalización, diremos que la nación a su vez, era objeto de unas definiciones
más o menos románticas y vagas, y que, frecuentemente, aludían más a la nación como
agente histórico que a la nación como unidad social, más a la nación como una unidad
sustancial que a la nación como un orden funcional de participación en cargas y beneficios.
Se hablaba, en verdad, de la «comunidad nacional», pero lo cierto era que si bien las clases
bajas participaban en los aspectos más extensos y penosos de las cargas de la defensa
militar y de la producción económica, en cambio, no participaban en los beneficios más que
en una parte despreciable y -hablando en términos típico-ideales- tan sólo en la medida
necesaria para mantenerse y reproducirse. Entonces, si consideramos que la nación es un
orden de participación en los bienes culturales y materiales, el «cuarto estado» parece estar
de hecho fuera de la nación, lo que Marx expresó en su conocida frase «los proletarios no
tienen patria», expresión, por lo menos, matizada desde la segunda edición del Manifiesto en
el sentido de que con la conquista del poder adquirirían la patria y serían elevados a clase
nacional.
Comoquiera que ello sea, es lo cierto que las más importantes direcciones del
pensamiento socialista posterior consideraron a la nación como uno de los bienes a ganar
por el proletariado. Sin que podamos, ni tengamos que detenernos aquí en esta dimensión
del pensamiento socialista 27, sí consideramos pertinente hacer una referencia a algunas
ideas sobre el tema de Otto Bauer y de Hermann Heller, en la medida que nos interesa para
el objetivo del trabajo.
Según Otto Bauer, la nación se expresa en una comunidad de cultura 28. Ahora bien,
vistas las cosas desde una perspectiva histórico-sociológica, en cada época -de acuerdo con
el desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones de propiedad- hay una clase
dominante que da presencia histórica a la nación, o más aún es la nación, pues sólo ella está
en condiciones de crear y de poseer la cultura superior que en cada momento histórico es
característica de una nación, de modo que los restantes estratos, si bien crean con su trabajo
los supuestos materiales de la nación, están fuera de ella, son el infraestrato (los
Hintersassen) que sostiene a la nación, pero sin articularse a la comunidad cultural nacional.
La primera clase nacional ha sido la nobleza, única que en su tiempo tuvo visión global,
mientras que el horizonte del campesino y del artesano no rebasaba lo inmediato; que
configuró un Derecho (feudal) homogéneo frente al abigarrado fraccionamiento jurídico en
que vivían los otros estratos; que unificó el lenguaje frente a la dispersión dialectal de los
campesinos; que poseyó lo que para su tiempo era una cultura superior y de ámbito más
amplio que las limitadas, elementales y estáticas formas culturales campesinas y artesanales
29
.
27
Vid. una antología de textos en I. Fetscher, Der Marxismus. Seine Geschichte in Dokurnenten, Munich, 1967,
pp. 571 ss.
28
O. Bauer parte de la definición de la nación como «una comunidad de carácter resultado de una comunidad
de destino« (p. 53 y otros lugares, citamos por O. Bauer, Werkausgabe, Viena, 1957, t. I, en el que se incluye
Die Nationalitätenfragen und die Sozialdemokratie, cuya primera edición es de 1907 y la segunda de 1924),
bien entendido que el destino no es una cualidad misteriosa, sino un resultado de las condiciones y de las
acciones históricas en que un pueblo ha desplegado y despliega su existencia; y que el carácter no constituye
una sustancia, es decir, algo inmutable, sino por el contrario algo que se transforma históricamente a un ritmo
variable según la velocidad de los cambios históricos, y que no está determinado preponderantemente por
factores biológicos hereditarios, sino, ante todo, por la transmisión y transformación de los bienes culturales a
través de las sucesivas generaciones, de donde se llega a la idea de le nación como una comunidad de cultura.
29
La vinculación entre clase social y nación le permite desarrollar a Bauer los importantes conceptos
historiográficos de naciones con historia y naciones sin historia. Las Últimas son aquellas comunidades
culturales que no han sido desarrolladas por no haberse formado en su seno una clase dirigente (= dominante),
o cuyo desarrollo se ha interrumpido como consecuencia de haber sido destruida por un poder extraño su clase
dirigente: tal fue, por ejemplo, el caso de Bohemia, cuya nobleza fue expropiada de sus tierras a comienzos del
siglo xvii, las cuales fueron otorgadas a generales del ejército imperial que había quebrado la resistencia checa
(alemanes, españoles, italianos y valones), con la consecuencia de que la nueva nobleza se integra totalmente
en la cultura germánica y permanece extraña al pueblo checo, y como, por otra parte, la incipiente burguesía
prefirió emigrar, el resultado fue que la nación checa permaneció como una nación sin historia hasta que las
condiciones de la segunda mirad del siglo xix le permiten adquirir de nuevo conciencia nacional. El Imperio
otomano --y, por supuesto, otros sistemas políticos- incluía una pluralidad de naciones sin historia. Sobre los
antecedentes y la continuación de los conceptos de naciones con y sin historia, vid. Ch. C. Herod, The Nation in
the History of Marxian Thought. The Concept of Nations with History and the Nations without History, La Haya,
1976.
A la nobleza sucede la burguesía como clase nacional: desarrolla su propia cultura
caracterizada, entre otros aspectos, por el racionalismo, la ilustración y la unificación del
orden jurídico; tal cultura tiene mayores posibilidades de extensión a todo el pueblo que las
que poseía la cultura caballeresca de la nobleza, lo que supone un progreso considerable
hacia la extensión social de la comunidad nacional, progreso en el que tuvo una parte
decisiva la acción administrativa del Estado. Pero si bien la burguesía no puede desarrollarse
sin un cierto ascenso cultural de las clases trabajadoras, no es menos cierto que la
participación de éstas en los bienes culturales es muy limitada, de manera que los
trabajadores -al igual que en otra época los campesinos y los artesanos- son los
sostenedores económicos (Hintersassen) pero no los participantes en la cultura, pues no hay
posibilidad de acceso a la cultura si se carece de medios materiales y de tiempo libre. Los
bienes materiales se transforman en bienes culturales y, puesto que la burguesía se sustenta
en la explotación, «es una ley de nuestra época que el trabajo de uno se transforme en
cultura de otro» 30, a lo que se añade que la defensa de la clase dominante exige limitar y
regimentar la difusión de la cultura al mínimo indispensable, pues cada adquisición cultural
por parte de los trabajadores es un paso hacia el poder.
30
O. Bauer, op. cit., u. 154.
31
O. Bauer, op. cit., p. 169.
32
H. Heller, «Sozialismus und Nation» (1925), en Gesammelte Schriften, 1971, c 1, p. 468.
son una contradicción moral, sino que hacen imposible la unidad política nacional» 33. Las
formas sociales de la nación cambian, pero la nación como forma de vida y de cultura
permanece por milenios y de lo que se trata es de superar la estructura social capitalista por
una forma de vida superior basada en la participación de todos los estratos en los bienes
económicos y culturales.
Las anteriores críticas han sido neutralizadas, al menos hasta cierto punto, por la idea
y la praxis del Estado social de los países desarrollados. El salario vital asegura un mínimo
de participación en los bienes económicos nacionales. La ampliación de los servicios
sociales, la política de financiamiento de viviendas, etc., aseguran también que nadie -o casi
nadie- carezca de las atenciones existenciales mínimas, de modo que, con todas las
imperfecciones y desigualdades que puede haber en la operacionalización de la idea, existe
una participación mínima en los valores económicos. Y algo análogo acaece respecto a los
valores culturales mediante las mayores facilidades de acceso a los centros educativos, los
sistemas de formación y de reciclaje técnicos y los programas de cultura general orientados
por el Estado a través de las adecuadas instituciones o transmitidos por los medios de
comunicación de masas 34. A ello hay que añadir la participación o el control más o menos
desarrollado de la clase obrera en la gestión de las empresas a través de diversos métodos
según los países y de sus organizaciones representativas en los centros de decisión
nacional. En fin, la participación en los bienes y en las decisiones nacionales ha incluido
siempre un «honor», es decir, una consideración y un respeto por parte de los otros
miembros de la comunidad nacional y, en este sentido, puede afirmarse también que ha
crecido el respeto a la clase obrera, al menos si se lo compara con el de otros tiempos. Por
su parte, los trabajadores tienen la conciencia de que para participar crecientemente en los
bienes nacionales es preciso que éstos aumenten, lo que quiere decir que tanto el status
individual como el de clase tienen como supuesto el nivel de la economía nacional. La
nacionalización de la clase obrera se manifiesta patentemente en aquellos países que por
tener exhaustas sus fuerzas de trabajo nacionales necesitan importar trabajadores
extranjeros, con la consecuencia de que el obrero nacional lleva a cabo las labores de rango
más elevado y mejor pagadas, mientras que los obreros extranjeros llevan a cabo las menos
calificadas, más sucias y peor pagadas. En estas condiciones se manifiesta completamente
claro que ser miembro de una determinada comunidad nacional tiene efectos decisivos sobre
el status y las condiciones existenciales del trabajador.
Esta unidad entre el Estado social y la comunidad nacional nos lleva a otra
característica de dicho tipo de Estado, a saber, su capacidad para producir la integración de
la sociedad nacional, o sea, el proceso constantemente renovado de conversión de una
pluralidad en una unidad sin perjuicio de la capacidad de autodeterminación de las partes.
Traducido a términos más concretos quiere decir no tanto la supresión de la lucha de clases
33
Op. cit., p. 473.
34
Sin embargo, hoy la cuitura tiene un sentido distinto del que tenía para Bauer o para Heller. Es decir, la
cultura encendida como formación y cultivo de la totalidad de la personalidad se ha desviado hacia la cultura
encendida como capacitación de las personas para el cumplimiento de ciertas careas específicas. Si se permite
la pedantería, diremos que lo que antes era Bildung es hoy training, o que de la cultura entendida en el sentido
de los filósofos se ha pasado a la cultura entendida en el sentido de los antropólogos. La pregunta que en tono
crítico se formulaba Bauer: «¿Qué saben nuestros trabajadores de Kant? ¿Qué nuestros campesinos de
Goethe? ¿Nuestros artesanos de Marx?» (op. cit., p. 154) hoy -por lamentable que ello sea- no tendría sentido,
pues de Kant, de Goethe y (de verdad) de Marx sólo saben los especialistas, los «profesionales». Contra las
esperanzas de otra época, el aumento del tiempo libre no ha producido en general un enriquecimiento cultural.
o, más bien, de la pluralidad de grupos clasistas de la sociedad actual, cuanto su reducción a
conflictos parciales resolubles por vías jurídicas o por acuerdo entre las partes, y su
encapsulamiento dentro del ámbito de 'una empresa o de un sector industrial, sin que el
conflicto llegue a adquirir extensión nacional y se transforme en un proceso de
antagonización política radical 35. En este sentido, E. R. Huber 36 considera que la función
característica del Estado social es producir la integración dentro de las condiciones de la
actual sociedad industrial, con su pluralidad de grupos e intereses antagónicos, reduciendo
los conflictos sociales a «contactos sociales». Ello implica la garantía de la posibilidad de
ascenso social frente a la rígida estratificación; la sustitución de la lucha de clases
aniquiladora por acuerdos entre los participantes, y la cobertura de las necesidades de
amplios estratos sociales mediante una política de procura de la existencia. Para realizar su
función de integración social, el Estado ha de asumir la responsabilidad de la transformación
en Derecho de tres postulados ético-sociales: i) la obligación social de los individuos entre sí,
lo que implica que los derechos sociales de cada uno tengan como límite los derechos
sociales de los demás (principio del ajuste social) y la aportación de los unos a mejorar la
condición de los otros, por ejemplo: cotizaciones sociales por parte de los empresarios,
aumento de la carga fiscal en función del patrimonio, etc. (principio de prestación de
asistencia); ii) obligaciones sociales de los individuos frente a la generalidad, que supone la
limitación jurídica de algunos de los derechos individuales clásicos, por ejemplo, la
transformación de la propiedad de un derecho de disposición ilimitado en «un poder de
disposición socialmente limitado» por la ley, sin necesidad de recurrir a la expropiación o
socialización; iii) obligación social del Estado frente a sus ciudadanos, lo que incluye el deber
de asistencia social a males sociales o situaciones de menesterosidad específicos; la
provisión o subsistencia sociales, es decir, medidas destinadas a asegurar las necesidades
de existencia de los estratos dependientes (en los que se incluyen las clases medias y los
empresarios modestos) mediante una política de distribución, pleno empleo, control del
mercado, promoción de la cultura, etc., y, en fin, disposiciones orientadas a equiparar las
condiciones de los participantes en el conflicto de intereses y a mantener y restablecer la paz
social a través de la mediación y el arbitraje. Ninguna de estas responsabilidades estatales
caracteriza por sí sola al Estado social, sino que son tan sólo partes integrantes de su
función capital de asegurar la integración social en las condiciones de la época actual.
No vamos a abordar aquí el problema -sobre el que, en todo caso, no caben fórmulas
abstractas y apriorísticas- de si tal integración social, en el supuesto de que tenga éxito,
consolidará las situaciones económico-sociales privilegiadas de los estratos superiores o si,
dentro de ella, una acumulación de ajustes en beneficio de los estratos menos favorecidos
pueda desembocar en cambios cualitativos del sistema económico social.
35
Entre la bibliografía sobre el rema, vid. R. Dahrendorf, Las clases sociales y su conflicto en la sociedad
industrial, Madrid, 1970.
36
E. R. Huber, «Rechtsstaat und Sozialstaat in der modernen Industriegesellschaft», en Nationalstaat und
Verfassungsstaat, Stuttgart, 1965, pp. 257 ss.
como ha dicho Hans Freyer, «los conceptos políticos son instrumentos del pensamiento
teórico, pero también planteamientos de fines del querer político; designaciones de hechos,
pero también llamadas a tomas de posición; criterios, pero también banderines... Sirven no
sólo a la consideración, conocimiento y disposición teóricas, sino también a la vida, al deseo
y a la acción políticas» 37. Por consiguiente, un mismo concepto o, por mejor decir, un mismo
vocablo puede ser usado canto en virtud de las exigencias gnoseológicas como en virtud de
su funcionalidad para la acción política. De este modo, hemos visto llamarse revolucionarios
a movimientos que si quizá no siempre eran reaccionarios, sí eran contrarrevolucionarios;
democráticas, con o sin adjetivación, a estructuras autoritarias cuando no totalitarias;
nacionales a regímenes «vendepatrias», para emplear una expresiva denominación
iberoamericana; sindicalistas o socialistas a tendencias destinadas a transformar a los
sindicatos de una organización de lucha en un instrumento de regimentación de la clase
obrera y a aniquilar los movimientos socialistas. Por supuesto, nadie puede impedir que un
movimiento o sistema político adopte los nombres que le parezcan más funcionales -salvo en
el caso eventual de que lesionen preceptos de las leyes de asociaciones o de partidos-, sea
para adquirir respetabilidad, sea para atraer adherentes enarbolando banderines de colores
atractivos.
El fenómeno, por lo demás, no es nuevo, sino más bien una constante en la historia
política, que ocupó la atención de los tratadistas de la razón de Estado muy especialmente
en el siglo XVII. Así, por ejemplo, Naudé escribe en 1639 que es necesario ganar al vulgo
mediante las apariencias por medio de manifiestos o apologías hábilmente compuestas, de
tal manera que «apruebe o rechace bajo la etiqueta del saco todo lo que éste contiene».
Años antes (1605) Clapmarius contaba entre los arcana imperii para mantener a la plebe
contenta, y quasi fascinata, la sustitución de las realidades por las simulaciones, la concesión
de derechos vacíos o naderías jurídicas (iura inania), de apariencias de libertades (libertates
umbra), de imágenes irreales (imago sine re), de halagos y de otros trucos por el estilo,
variables en función de la forma de gobierno 38.
37
H. Freyer, Politische Grurtdbegriffe, Wiesbaden, 1951, p. 3.
38
Vid. mi Libro Del mito), de la razón en la historia del pensamiento político, supra, pp. 1210 ss.
39
Por ejemplo: la revolución ya se hizo, lo único que queda es institucionalizarla día a día, criterio formulado por
la ideología del Partido Revolucionario Institucionalista mexicano, que resulta políticamente muy rentable, no
sólo en México, sino en muchos otros casos. En un cierto sentido, la estabilidad política de un país se facilita si
en un momento relativamente próximo hizo su revolución –o del que se mantiene míticamente su proximidad
mediante el adecuado ritualismo y otras manipulaciones emocionales-, pues entonces no queda más que
consolidarla política y administrativamente, y quien piense otra cosa es un contrarrevolucionario. El principio
puede intentar hacerse valer aun cuando la revolución haya venido en el tren de equipajes de un ejército
extranjero.
cuentas, pero al mismo tiempo de iniciación de un nuevo eón de justicia y de fraternidad
sociales. Si bien este sentido originario se conservó en las capas más desamparadas de la
sociedad e inspiró los movimientos obreros, no es menos cierto que desde otras perspectivas
fue perdiendo su carga emocional con el curso del tiempo al vincularse a ciertas medidas
sine ira et studio de la administración estatal, destinadas a desarrollar una política social, o al
paternalismo del catolicismo o cristianismo sociales. Por otra parte, así como el siglo XVIII
llevó a cabo la crítica política que habría de institucionalizarse en el siglo XIX, así este siglo
inauguró la crítica social cuya solución se convirtió en el tema del siglo XX. Por consiguiente,
no es de extrañar que el vocablo social se asocie, de un modo o de otro, como realidad o
como imago sine re, a las distintas tendencias políticas y estructuras estatales del tiempo
presente.
Pero, si por Estado social hemos de entender no sólo una configuración histórica
concreta, sino también un concepto claro y distinto frente a otras Estructuras estatales,
hemos de considerarlo como un sistema democráticamente articulado, es decir, como un
sistema en el que la sociedad no sólo participa pasivamente como recipiendaria de bienes y
servicios, sino que, a través de sus organizaciones, toma parte activa tanto en la formación
de la voluntad general del Estado cono en la formulación de las políticas distributivas y de
otras prestaciones estatales. Dicho de otro modo, cualquiera que sea el contenido de lo
social, su actualización tiene que ir unida a un proceso democrático, más complejo,
ciertamente, que el de la simple democracia política, puesto que ha de extenderse a otras
dimensiones. Sólo bajo este supuesto tendremos un criterio válido para distinguir el Estado
social de conceptos próximos como el Estado de bienestar, el Estado asistencial, el Estado
providencia, etc., que aluden a una función pero no a una configuración global del Estado;
sólo mediante la vía democrática la tendencia a la estabilización de la sociedad puede ser
neutralizada por un proceso de socialización del Estado.
Así pues, el Estado social tiene como supuesto la democracia política, pero se
caracteriza, además, por su tendencia hacia la instauración de la democracia social, cuyas
formas capitales son la democracia económica y la democracia empresarial 40. Por la primera
se entiende la participación en las decisiones del Estado que afectan a la globalidad o a
amplios sectores de la economía nacional, no sólo a través del Parlamento, sino también de
organismos específicos como los Consejos Económicos Sociales o las comisiones de
carácter permanente o ad hoc que incluyen a representantes del Estado y de los intereses
afectados. La democracia empresarial tiene lugar en el seno de las empresas y significa
compartir la autoridad derivada de la propiedad de los medios de producción con la autoridad
derivada del trabaja que hace productivos a tales medios, pudiendo tomar distintas formas
desde los comités de control de las condiciones laborales o de las prestaciones sociales
empresariales hasta la cogestión, es decir, la participación de los representantes de los
obreros y empleados en la gestión de la empresa en condiciones de paridad o próximas a la
paridad con los representantes del capital accionario, sistema que se ha desarrollado
principal, aunque no únicamente, en la República Federal de Alemania a partir de industrias
de una determinada dimensión.
Así pues, las demandas de la sociedad al Estado son formuladas por los partidos, las
organizaciones de intereses y las unidades de trabajo, e integradas por organismos estatales
mixtos o por estructuras empresariales creadas por la autoridad estatal (como es el caso de
la cogestión) a través de los cuales la sociedad entra en constante interacción con el Estado
o, dicho de otro modo, se lleva a cabo el proceso de socialización de éste. Como hemos
visto, la democracia social no se refiere solamente a la intervención en criterios de
distribución del producto, sino también a la participación en las decisiones de las grandes
líneas de las políticas económicas y al proceso de gestión y producción empresariales. Se
trata, pues, de una democracia más compleja que la democracia política clásica, no sólo por
el mayor número de sus actores, sino también por la pluralidad de los sectores a los que se
extiende y por la cantidad y heterogeneidad de los problemas que ha de abordar. Pero
precisamente esta complejidad la hace más adecuada a las condiciones de la sociedad
industrial y post-industrial, dadas la complejidad y pluralismo de éstas, pues, como veremos
más adelante, para que un sistema (estatal, político o de otra índole) sea eficaz ha de poseer
40
Einar Gerhardsen las distingue del siguiente modo: «Se puede usar el concepto "democracia económica"
como un concepto amplio asociado con la economía social o la economía de la sociedad, mientras que el
concepto democracia empresarial (industrial democracy) puede ser definido como un concepto más restringido
asociado con la empresa individual o el lugar del trabajo» (vid. F. E. Emery y E. Thorsrud, Form and Content in
Industrial Democracy, Londres, 1969, p. 6). Sin embargo, frecuentemente no se distingue entre ambos tipos de
democracia, designándoselos bajo el rótulo único de «democracia económica».
una complejidad proporcional a la de su ambiente 41. Naturalmente que la democracia social,
al igual que cualquier otra forma política, necesita de unos supuestos para su funcionamiento
en cuyo detalle sería muy largo entrar aquí. Pero, de darse estos supuestos, la democracia,
tanto en su dimensión política como social, ofrece una mayor garantía de eficacia en la
gestión estatal, ya que una política errónea puede ser inmediatamente sometida a crítica
seguida de una presión para su rectificación o, dicho de otro modo, el sistema democrático
aumenta el número y la calidad de los reguladores y, con ello, acrece su capacidad para
neutralizar las acciones disturbadoras de la funcionalidad del sistema, mientras que, como
hemos visto, en un régimen autoritario la insistencia en políticas erróneas o lesivas para la
totalidad o para una buena parte de la población puede ser y es de hecho mucho mayor. Por
consiguiente, el pluralismo político y organizacional que, como es sabido, es un rasgo de la
democracia de nuestro tiempo, constituye simultáneamente una garantía de eficacia en
cuanto que multiplica el número de reguladores. En resumen, sólo el régimen democrático -a
pesar de todas sus desviaciones y limitaciones- está en condiciones de servir a la vez a los
valores políticos, económicos y funcionales de una sociedad desarrollada y sólo sobre el
régimen democrático puede construirse un verdadero y eficaz Estado social. Lo demás no
pasa de ser un Polizeistaat, un regreso al despotismo más o menos ilustrado acomodado a
las exigencias del tiempo presente.
41
Vid, el Trabajo sobre la complejidad estatal, ya cit.
42
E. Forsthoff, «Verfassungsprobleme des Sozialstaats», en E. Forsthoff (ed.), op. cit, en la nota 5, pp. 145 ss.
por éste, pero, bien entendido> que Derecho no se identifica con cualquier ley o conjunto de
leyes con indiferencia hacia su contenido -pues, como acabamos de decir, el Estado
absolutista no excluía la legalidad- sino con una normatividad acorde con la idea de la
legitimidad, de la justicia, de los fines y de los valores a los que debía servir el Derecho, en
resumen, con una normatividad acorde con la «idea del Derecho». El Estado de Derecho
significa, así, una limitación del poder del Estado por el Derecho, pero no la posibilidad de
legitimar cualquier criterio dándole forma de ley: invirtiendo la famosa fórmula decisionista:
non ratio, sed voluntas facit legem, podría decirse que para la idea originaria del Estado de
Derecho non voluntas, sed ratio facit legern. Por consiguiente, si bien la legalidad es un
componente de la idea del Estado de Derecho, no es menos cierto que éste no se identifica
con cualquier legalidad, sino con una legalidad de determinado contenido y, sobre codo, con
una legalidad que no lesione ciertos valores por y para los cuales se constituye el orden
jurídico y político y que se expresan en unas normas o principios que la ley no puede violar.
Después de todo, la idea del Estado de Derecho surge en el seno del iusnaturalismo y en
coherencia histórica con una burguesía cuyas razones vitales no son compatibles con
cualquier legalidad, ni con excesiva legalidad, sino precisamente con una legalidad destinada
a garantizar ciertos valores jurídico-políticos, ciervos derechos imaginados como naturales
que garanticen el libre despliegue de la existencia burguesa.
El criterio de Kelsen -totalmente coherente con su teoría del Derecho y del Estado- no
ha prosperado, sin embargo, en los países occidentales. Y con razón, pues la idea del
Estado de Derecho continúa teniendo sentido no sólo desde el punto de vista de los valores
jurídicos y políticos, sino también desde el punto de vista de la funcionalidad del sistema
estatal, ya que introduce dentro de él la normalización, la racionalidad y, por tanto, la
disminución de factores de incertidumbre. Pero es claro que una concepción del Estado de
Derecho formulada dentro de un marco caracterizado por la neta distinción entre Estado y
sociedad, por unos valores jurídicos considerados como inmutables y por una determinada
43
La teoría del Estado y del Derecho de los países socialistas rechaza la noción de Estado de Derecho a la que
considera como un típico concepto burgués, pero acentúa la significación de la «legalidad socialista» que,
naturalmente, es distinta de la burguesa, tanto por su contenido y finalidad como por su sistema de garantías y
controles. Vid. por todos, la obra standard debida a un «colectivo de autores», Marxistische-Leninistische
Allgemeine Theorie des Staates and Rechts, Berlín, 1974, 2 tomos.
distribución del poder político-social, no puede mantenerse en sus términos clásicos y que ha
de sufrir el correspondiente proceso de adaptación a las nuevas situaciones ambientales. De
aquí que, corno antes hemos dicho, Heller postulara la introducción del momento social en el
Estado de Derecho y, sobre todo, que distintos autores hayan establecido la distinción entre
el Estado formal y el Estado material de Derecho, distinción que si bien puede variar en las
modalidades de su formulación, cabe sintetizar del siguiente modo: el Estado formal de
Derecho se refiere a la forma de realización de la acción del Estado y concretamente a la
reducción de cualquiera de sus actos a la ley o a la constitución, para lo cual establece unos
determinados principios y mecanismos, a los que nos referiremos más adelante y que tienen
su origen en la estructuración de los postulados liberales por la técnica jurídica (como, por
ejemplo, principio de la legalidad, de la reserva legal, etc.); el estado material de Derecho,
también llamado «concepto político del Estado de Derecho» (M. Peters), no se refiere a la
forma, sino al contenido de la relación Estado-ciudadano, bajo la inspiración de criterios
materiales de justicia; no gira meramente en torno a la legalidad, sino que entiende que ésta
ha de sustentarse en la legitimidad, en una idea del Derecho expresión de los valores
jurídico-políticos vigentes en una época. Pero, en realidad, podría afirmarse que no se trata
tanto de dos conceptos contradictorios, cuando de dos dimensiones o de dos momentos del
Estado de Derecho: los componentes formales son los mecanismos para actualizar los
valores jurídico-políticos que inspiran al Estado y que racionalizan la acción de éste, a la vez
que los valores jurídicos necesitan ser actualizados a través de los mencionados
mecanismos. Pero, en todo caso, pueden distinguirse dos modalidades de Estado de
Derecho: la liberal y la social, bien entendido que esta última no significa la ruptura con la
primera, sino un intento de adaptación de las notas clásicas del Estado de Derecho a su
nuevo contenido y a sus nuevas condiciones ambientales.
Los valores básicos a los que debía servir el Estado de Derecho liberal burgués, a
través de su orden jurídico, eran los derechos individuales y, más específicamente, la libertad
individual, la igualdad, la propiedad privada, la seguridad jurídica y la participación de los
ciudadanos en la formación de la voluntad estatal. Tal criterio coincidía con el sistema de las
concepciones políticas y de los intereses de los grupos y estratos dominantes, de manera
que la dimensión axiológica de la legitimidad se correspondía con su dimensión sociológica,
es decir, había una adecuación entre la idea válida del Derecho y los intereses de los
estratos que, dadas las condiciones históricas, estaban en condiciones de establecer el
Derecho.
El Estado social no niega estos valores, pero les da un nuevo significado y los
complementa con otros criterios axiológico-políticos. En realidad, ninguno de los valores
antes mencionados ha tenido una significación unívoca y permanente a lo largo de la historia,
sino, todo lo más, una coincidencia en una idea básica susceptible de distintas
configuraciones. Como sabe bien quien tenga un conocimiento de la historia de las ideas
políticas (que no es lo mismo que la historia de las teorías políticas), la libertas romana es
distinta de la libertas medieval y ésta de la libertad moderna; por lo demás, toda libertad es
libertad de algo y para algo, por consiguiente, cada época histórica y/o cada estrato o grupo
social han de plantearse el problema de frente á qué coerción concreta ha de postularse la
libertad: ¿frente a la coerción del señor?, ¿frente a la de las oligarquías gremiales?, ¿frente a
la del Estado?, ¿frente a la necesidad económica sustentada sobre una organización político-
social?, o, como dicen hoy, ¿frente al «sistema»? No menos variable es, por supuesto, el
contenido concreto del ¿para qué? de la libertad y de los supuestos individuales o colectivos
de ella; por ejemplo: para la burguesía clásica, el individuo era sujeto directo de la libertad sin
necesidad de mediación alguna; en cambio, para la clase obrera la libertad individual frente a
la necesidad económica es derivada de la libertad sindical./Análogos cambios de
significación pueden encontrarse también en la propiedad, pues, si bien la institución de la
propiedad privada se pierde en la noche de los tiempos, no es menos cierto que su
purificación de adherencias feudales (que implicaban la pluralidad de titulares de derechos
sobre una misma cosa), su formulación, por así decirlo, clara y distinta no tiene lugar hasta la
Revolución francesa y hasta su formulación por los juristas como «el dominio ilimitado y
exclusivo de una persona sobre una cosa» (Savigny); sin embargo, esta formulación
burguesa ha sufrido, como todo el mundo sabe, una serie de rectificaciones para pasar a ser
un derecho no sólo protegido, sino también limitado e intervenido por la ley y la
Administración, a lo que se añade que la estructura misma de la gran propiedad industrial ha
introducido la distinción entre el derecho a los frutos de una cosa, que pertenece a los
propietarios, y el dominio sobre la gestión de la cosa, que no siempre es ejercido por el
propietario. Parecidas reflexiones podrían hacerse sobre otros derechos clásicos, pero ello
nos distraería demasiado y, para nuestro objeto, basta con los ejemplos mencionados. Lo
que sí nos interesa es recordar que la libertad política es irreal si no va acompañada de la
libertad de las dependencias económicas; que la propiedad ha de tener como límite su
funcionalidad para los sistemas social y económico y los derechos de los que participan en
hacerla productiva; que la seguridad no se extiende sólo a la dimensión jurídica, sino a la
dimensión existencial en general; que la igualdad no lo es sólo frente a la ley, sino que se
debe extender, en la medida de lo posible, a las cargas y beneficios, y que la participación se
amplía a los bienes y servicios, y a las formas de democracia social.
44
Sobre la diferencia entre ambas racionalidades, vid. supra Burocracia y tecnocracia y otros escritos, pp. 1403
ss.
10.2. PRINCIPIO DE LA DIVISION DE PODERES
Otro requisito inicial del Estado de Derecho era la división de poderes íntimamente
vinculada a la garantía de la libertad y al imperio de la ley. La rica doctrina iniciada por
Montesquieu, que -en palabras de Ranke- era «una abstracción del pasado, un ideal del
presente, al mismo tiempo que un programa para el futuro», sufrió con el curso del tiempo un
proceso de dogmatización, convirtiéndose en una proposición acrítica de fe 45; la división e
implicación de poderes se transformó en separación y derivó en una fórmula vacía de
sustentación política, organizativa y sociológica, en una pura formalización que ignora la
existencia de otros poderes y, en general, las transformaciones en el funcionamiento del
sistema estatal. Pero, dejando de lado la historia de la teoría, más tarde transformada en
principio apriorístico de la división de poderes, nuestro problema consiste en determinar en
qué medida el modelo clásico de tal división es compatible con las exigencias del Estado
social y en qué medida se ve obligado a sufrir procesos de adaptación.
45
La doctrina de la división de poderes ha sido interpretada desde perspectivas míticas o simbólicas como un
vertigiuin trinitatis, como una secularización del misterio de la Trinidad. Max Imboden (Die Staatsformen.
Versuch einer psychologischen Deutung staatsrechtlicher Dogmen, Basilea, 1959, pp. a6 ss"), aparte de u, ras
consideraciones sobre el tema, explica el afianzamiento (no siempre justificado) de la fórmula de los tres
poderes como la recurrencia de un arquetipo del inconsciente colectivo en el sentido de Jung, concretamente
del arquetipo trinitario: frente a la confusión informe e indiferenciada, y frente a la dualidad que implica oposición
y antagonismo (civitas dei y civiles diaboli, Rómulo y Remo, Caín y Abel, cte.), la trinidad simboliza
simultáneamente la diferenciación y la unidad, la tonalidad racional que se estructura y descansa sobre sí
misma y que, expresada políticamente, en la división de poderes ofrece al hombre simultáneamente la
esperanza de orden y libertad.
46
Les juges de la nation ne sont... que la bouche qui prononce les paroles de la loi; des êtres inanimés qui n'en
peuvent modérer ni la force ni la rigueur. Ligados a un texto preciso de la ley son un poder en quelque bacón
nulle (De l'esprit des lois, XI, 6).
poder cumple distintas funciones y una misma función es cumplida por distintos poderes.
Finalmente, la división de poderes respondía originariamente a una fundamentación
sociológica en cuanto que cada uno de los poderes del Estado se sustentaba sobre una
realidad social autónoma, de modo que la «independencia» de cada poder tenía como
infraestructura la autonomía de sus portadores: el Ejecutivo se sustentaba sobre la institución
monárquica; el Legislativo, dividido en dos Cámaras, sobre los estamentos de la nobleza y
del tercer estado, y el judicial, si bien para Montesquieu estaba compuesto de jueces legos y
carecía de presencia permanente, era investido en realidad por el estamento de toga.
Pero desde hace tiempo, tanto la reducción del poder del Estado a tres potestades,
como las realidades sociales sobre las que se sustentaban, han dejado de tener vigencia. En
primer lugar 47, como ha mostrado brillantemente García de Enterría, ya en la misma
Revolución francesa surge la Administración como un poder autónomo de acción
permanente con potestades y jurisdicción propias, dotado de la facultad de reglamentación
de la ley -lo que le permite desviar su sentido o bloquear su vigencia dilatando la
correspondiente reglamentación 48-y autor y actor a la vez de una específica rama jurídica, es
decir, del Derecho administrativo. A ello hay que añadir que la Administración, si bien es un
órgano formalmente dependiente del Gobierno, constituye per se una realidad sociológica, un
Beamtenstand o estamento de funcionarios que permanece en sus puestos aunque cambie
la composición del Gobierno y del Parlamento, y que prácticamente es el único poder del
Estado que se recluta por sí mismo a través del sistema de exámenes y concursos ante
tribunales compuestos en la mayoría de los casos por los propios funcionarios, a pesar de
que el nombramiento de funcionarios corresponda formalmente al jefe del Estado o a una
instancia del Gobierno. Finalmente, concebida como órgano subordinado de ejecución de la
decisión, es lo cierto que sus superiores niveles tecnoburocráticos participan con sus
informes y estudios en el contenido de la decisión.
Junto a este cuarto poder han surgido también los partidos y las organizaciones de
intereses, términos generalmente unidos entre sí por relaciones de influencia recíproca. Ello
no solamente añade otros actores, sino que introduce modificaciones en la estructura real del
sistema clásico de los tres poderes estatales. En efecto, cuando la mayoría del Parlamento y
el Gobierno pertenecen al mismo partido o coalición de partidos, nos encontramos con que la
«independencia» entre ambos órganos queda fuertemente relativizada por su común
articulación a un solo centro que orienta tanto la acción del Gobierno como la del Parlamento.
Pero sería exagerado decir que el Parlamento y el Gobierno se convierten en órganos de
legitimación de las decisiones de los partidos, pues lo cierto es que cada uno de ellos tiende
a constituirse en una institución celosa de sus prerrogativas, sujeta a su propia dialéctica y
sometida a exigencias y coerciones de una realidad que sólo se patentizan cuando se
accede al ejercicio del poder, con la consecuencia frecuente de que quienes lo ocupan
actúen con arreglo a una representación de las cosas no siempre coincidente con la de su
propio partido. En realidad, no se trata -en términos generales- de una dependencia
unilateral, sino de una interacción o de un circuito entre los criterios del partido mayoritario y
las exigencias de la acción estatal; entre la participación de aquél en las decisiones
gubernamentales y su conversión en agente de apoyo de la política gubernamental, una vez
47
E. García de Enterría, Revolución francesa y Administración contemporánea, Madrid, 1972.
48
Como dice M. Duverger (La monarchie républicaine, París, 1976, p. 150), dado que la jurisprudencia ha
decidido que la aplicación de las leyes es imposible mientras los reglamentos no hayan sido publicados, resulta
que «el poder de ejecución de las leyes se transforma, así, en poder de impedir la ejecución de las leyes»
Sobre casos concretos, vida el interesante libro de A. Peyrefitre, Le mal francais. Paris, 1976.
que las decisiones han sido tomadas. A estas funciones de los partidos gubernamentales hay
que añadir el ejercicio de la potestad de control por parte de los partidos de la oposición.
49
W. Siefani, «Gewaltenteilung im Demokratisch-pluralistischen'Rechtsstaat», en H. Ranch ied.), Zar heutigen
Problenlc'tik der Gewaltentresnung, Dannstadr, 1969, pp. 329 ss.
50
W. Weber, «Die Teilung der Gewalten als Gegenwartsproblem», en H. Ranch, op cit., pp 185 ss.
de ser neutralizada, tanto en la teoría como en la praxis institucional, por el realzamiento de
la judicatura a un poder capaz de defender al ciudadano de los excesos de la Administración
y de la legislación -ante todo mediante el control de la constitucionalidad- que le convierten
en guardián del recto uso del aparato estatal, hasta el punto que algunos tratadistas
transforman la trinidad clásica en la dualidad bierno-Parlamento, de un lado, y judicatura, de
otro.
51
Vid. C. Schmitt, Die geistesjgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, Munich, 1926.
su aplicación emitidas por la Administración, sea en virtud de su propia potestad, sea por
autorización del Parlamento.
En todo caso, en la legislación aprobada por el Parlamento nos encontramos con una
diversificación de formas debida, en parte, a la cantidad misma de legislación (ya que todo
aumento cuantitativo que no quiera terminar en caos produce por sí mismo la diferenciación),
al carácter instrumental de la ley, a la imposibilidad de entrar en especificaciones técnicas o
en la necesidad de adaptación a las circunstancias cambiantes; y así, junto a las formas
clásicas de ley proliferan otros tipos de leyes como las leyes medida 52, las leyes cuadro, las
leyes programa, etc. De otro lado, nos encontramos con que la mayoría de las prescripciones
legales que afectan a la cotidianidad de la vida y a las condiciones de existencia del hombre
52
Se trata de leyes que, como dice Forsthoff, no son constitutio, sino actio, es decir, no crean un orden para la
acción, sino que son en sí mismas acción o, como dice Huber, leyes que se ejecutan a sí mismas. Motivadas
por la necesidad de actuar frente a una situación específica, su contenido se orienta totalmente a una
necesidad contingente. Expresan una relación entre medios y objetivos para lograr un fin al que la formulación
de la ley se adapta y subordina, y que una vez desaparecida la situación que la motiva y conseguido el fin
propuesto, deja de tener vigencia para convertirse en una «curiosidad legal», o sea, que su validez está lógica y
temporalmente determinada por una situación concreta Vid E. Forsthoff, Rechtsstaat im Wandel, Stuttgart,
1964, pp. 83 ss.
de nuestro tiempo no han sido aprobadas por el Parlamento, sino establecidas por el
Gobierno, la Administración directa o las Corporaciones de Derecho público, sea en virtud del
ejercicio de la potestad reglamentaria, sea por autorizaciones legislativas, sea para rellenar
las leyes cuadro y cumplir los objetivos de las leyes programa, etc. Formalmente, quizá todo
pueda reducirse a una decisión del Parlamento más o menos vaga o precisa, expresa o
latente. Pero, más allá de todo formalismo, sabemos que los reglamentos pueden desviar el
sentido de la ley o bloquear su aplicación, que en una ley cuadro o programa es muy difícil
determinar si la legislación gubernamental es adecuada a las premisas o a los objetivos
establecidos en dichas leyes; sabemos que es muy difícil mantener con contornos claros y
distintos el principio de reserva legal en un Estado de permanentes intervenciones en el
proceso económico y social. Teniendo en cuenta todas estas modificaciones de la estructura
normativa, podemos llegar a la conclusión que Estado social de Derecho significa un Estado
sujeto a la ley legítimamente establecida con arreglo al texto y a la praxis constitucionales
con indiferencia de su carácter formal o material, abstracto o concreto, constitutivo o activo, y
la cual, en todo caso, no puede colidir con los preceptos sociales establecidos por la
Constitución o reconocidos por la praxis constitucional como normativización de unos valores
por y para los cuales se constituye el Estado social y que, por tanto, fundamentan su
legalidad.
El Estado de Derecho incluye el control de la legalidad de los actos del Estado por los
tribunales ordinarios o administrativos. Al control de la legalidad se ha añadido por algunos
Estados el de la constitucionalidad de las mismas leyes por órganos judiciales. En un Estado
material de Derecho, este control no puede limitarse a la pura dimensión formal, sino que ha
de incidir también en el examen de los valores materiales establecidos por la Constitución,
sin necesidad de que éstos se expresen en el detalle de un precepto, sino que pueden ser
determinados a través de una interpretación del sentido total de la Constitución.
Pero todavía quedan por resolver muchos problemas. Desde sus comienzos -y muy
singularmente desde Bodino-, el Estado ha sido pensado y construido como una institución
iuscéntrica y sería razonable considerar el paso del Estado absolutista al liberal como un
perfeccionamiento del iuscentrismo: en realidad, no significa otra cosa el Estado de Derecho.
53
Resumimos la definición de D. C. Rowat (ed.), The Ombudsman, Londres, 1968, p. XXIV, obra en la que se
incluyen estudios sobre la institución o instituciones análogas en trece países y sobre su complementación con
la jurisdicción contencioso-administrativa. Entre estas instituciones análogas falta un estudio sobre la
Prokuratura en los países socialistas, algunas de cuyas funciones coinciden con las del Ombudsman (vid. sobre
ello L. Torok, The Socialist Systern of State Control, Budapest, 1974). Vid. también A. Legrand, L'ombudsman
scandinave: études comparés sur le controle de l'administration, París, 1970.
Pero hoy, de un lado, el Estado ha dejado de centrarse única o preponderantemente en el
Derecho, ni éste es su único medio de acción, sino tan sólo uno de los instrumentos de
gestión, y la justicia distributiva material, de otro, sólo puede actualizarse mediante la eficacia
de las políticas y de las prestaciones estatales. Por consiguiente, el control de la legalidad no
es hoy más que una dimensión del control de la acción estatal. Por otra parte, ha habido
también un cambio en la concepción misma del ius que, como antes hemos dicho, no se
sustenta o no sólo se sustenta en una racionalidad objetiva, ni se limita a crear a través de la
ley un orden para la acción, sino que se muestra como un modo de aplicación de la razón
instrumental o técnica. Ahora bien, ello plantea nuevos problemas respecto al control de la
legalidad, pues ¿cómo determinar si una legislación subordinada de carácter técnico cumple
con los objetivos de la ley básica de la que es especificación?; ¿cómo determinar si una
intervención en la propiedad o en la libertad está o no justificada por exigencias técnicas?,
¿cómo determinar, en una palabra, si una norma es funcional o no funcional, siendo así que
la funcionalidad es su ratio essendi?, pues, si son normas para un objetivo definido, es claro
que debe entrar en el ámbito de su control el problema de si son realmente adecuadas para
conseguir el objetivo en cuestión. En resumen, el poder ya no beneficia, ni amenaza al
ciudadano tan sólo con los medios tradicionales, sino también mediante políticas económicas
y sociales erróneas o certeras, o bajo el supuesto de unas conexiones técnicas. Estos y otros
problemas análogos rebasan las posibilidades del control judicial por mucho que pueda o
quiera extenderse el ámbito de su competencia y la flexibilidad de los métodos
interpretativos. Su solución radica en unos sistemas de control mucho más complejos que
incluyen no sólo órganos estatales, ,sino también paraestatales o sociales más captables
intelectualmente por la proyección sobre el tema de modelos estructural-funcionalistas,
sistémicos o cibernéticos, que por las categorías jurídicas tradicionales 54.
Como dice Maunz, el Estado social «no sanciona en modo alguno las relaciones
sociales existentes, pero tampoco las rechaza fundamentalmente, sino que parte del
supuesto de que son capaces y necesarias de mejora» 55. Por consiguiente, el Estado social
no es socialista, aunque dentro de su marco puedan llevarse a cabo políticas cuya
acumulación e interacción pudieran desembocar en un socialismo democrático. Es, en
realidad, una forma estatal que se corresponde históricamente con la etapa del
neocapitalismo o capitalismo tardío, del mismo modo que el Estado absolutista se
correspondió en el capitalismo temprano y el liberal con el alto capitalismo. Cómo veremos
en lo que sigue, el neocapitalismo converge en algunos aspectos con la idea y la praxis del
Estado social, mientras que en otros las dialécticas de ambos términos pueden entrar en
tensión.
54
Vid. un intento en G. Bergeron, Fonctionnement de l'Etat, París, 1965. Además, E. Lang, Staat und
Kybernetik. Prolegomena zu einer Lehre vom Staat als Regelkreis, Munich, 1966, para una idea general. Desde
un punto de vista marxista, G. Klaus, Kybernetik and Gesellschaft, Berlín, 1973.
55
T. H. Maunz, Deutsches Staatsrecht, Munich, 1969, p. 75.
Por objetivos del sistema entendemos aquí un estado o situación de las cosas cuya
consecución es requisito para que el sistema pueda mantenerse o reproducirse. Entre los
objetivos del sistema neocapitalista tienen especial importancia para nuestro objeto los
siguientes:
b) El pleno empleo
El paro obrero, el «ejército industrial de reserva», era uno de los rasgos del capitalismo
clásico y, según Marx, uno de sus supuestos fundamentales, ya que permitía la disminución
de salarios al nivel mínimo y generar el proceso de acumulación del capital, supuesto de la
expansión y reproducción del sistema. En cambio, el crecimiento del consumo, típico del
neocapitalismo, tiene como supuesto el pleno empleo. Hasta 1975, los países desarrollados
no sólo absorbieron prácticamente el paro, sino que, agotadas sus fuerzas de trabajo,
hubieron de acudir a mano de obra extranjera para las tareas más penosas y que exigen
menor instrucción, salvo en los Estados Unidos, donde se emplean para tales menesteres
sectores de la población negra, puertorriqueña y chicana, y del Japón, donde está en marcha
la construcción de unos adecuados robots capaces de programación según las tareas. En
resumen, no se conocía prácticamente más que el paro llamado friccional resultado de la
falta de adecuación perfecta e inmediata entre los empleos ofrecidos y, los demandados, es
decir, más a circunstancias coyunturales que estructurales. Es claro que la eliminación o, en
todo caso, la reducción del paro constituye un punto de incidencia entre los objetivos del
neocapitalismo y los del Estado social, y que la extensión del paro aumenta los costos de la
política social estatal, al tiempo que contribuye a la recesión de la demanda.
c) El crecimiento constante
56
H. Jane, Le temps du changement, París, 1971, pp. 127 ss.
o de Producto Nacional Bruto) 57. Las economías capitalistas, en efecto, lograron a partir de
1950 unas tasas de crecimiento anual desconocidas en otros períodos históricos, si bien
desde 1974 han sufrido una cierta recesión. Durante un tiempo se ha tendido a identificar los
índices de producción con los de bienestar; pero, sin embargo, la realidad dista de ser tan
sencilla. Es cierto que el crecimiento económico es un supuesto para el progreso social, que
para distribuir o proporcionar algo hay que producir este algo, y que para distribuir más hay
que producir más, a lo que se añade que las observaciones estadísticas muestran una
correlación entre el crecimiento de los índices de producción y fenómenos socialmente
positivos como la mejora de la atención sanitaria, la apertura de la educación a amplios
sectores, el desarrollo de la política de viviendas, la creación de puestos de trabajo y la
mayor participación electoral. Pero no es menos cierto que ello no autoriza a identificar
indiscriminadamente el aumento de producción con el aumento automático y generalizado
del bienestar individual y social, pues, a partir de un cierto nivel, «tener más» no significa
necesariamente «estar mejor». En efecto, así como el crecimiento del alto capitalismo tuvo
los tremendos costos sociales y políticos de la explotación de los trabajadores y de la
radicalización y polarización de la lucha de clases, así el crecimiento neocapitalista tiene
también altos costos existenciales al dar lugar a fenómenos como el desarraigo generado por
el frecuente cambio de lugar de trabajo; la obsolescencia de los conocimientos profesionales
que, a partir de cierta edad, produce una sensación de frustración; la agravación del conflicto
entre generaciones que han vivido en contextos económicos y culturales diferentes; la
creciente dependencia del individuo de sistemas sobre los que no tiene el menor control; la
erosión de las ciudades; soportar mano de obra extranjera en conflicto cultural con los
patrones dominantes en el país anfitrión, que genera fenómenos correlativos de
discriminación, racismo, etc.; los fenómenos de protesta anómica, la polución del ambiente,
el decrecimiento de los recursos naturales no renovables, etcétera.
57
El PIB mide en términos monetarios al valor añadido por el conjunto de las unidades de producción de una
economía nacional. El PNB es igual al PIB más los ingresos de trabajo y de capital provenientes del exterior y
menos los ingresos de trabajo y de capital enviados al exterior.
11.2. LA SIGNIFICACION DE LA TECNOLOGÍA 58
Tanto la dialéctica del sistema neocapitalista como la del Estado social exigen no sólo
la acción económico-social del Estado, sino que tienden a dar preeminencia a esta acción y a
reducir al mínimo permitido por las consideraciones ambientales su acción política en otros
campos, de manera que, en el caso límite, la política tendría como único sentido una función
complementaria del proceso económicosocial o, dicho desde otra perspectiva, una función de
arbitraje entre los distintos intereses en juego. En todo caso, el Estado -digámoslo una vez
más- no sólo es el creador del orden para la acción económica, sino también uno de sus
actores junto a los típicamente económicos como las grandes empresas, las organizaciones
de intereses, etc. Pero si el Estado afecta al proceso económico, está en la lógica de las
cosas que sea afectado no sólo por los resultados objetivos de este proceso, sino también
por sus restantes actores. Sobre ello volveremos más adelante, pero por ahora nos interesa
señalar que si la teoría política reconoció hace mucho tiempo el influjo de los llamados
60
Sobre los modelos para ello -probablemente más sencillos de formular que de realizar-, vid. F. Hetman, La
Société et la maitrise de la Technologie, París, 1973.
61
Sobre la economía social de mercado, vid. A. Muller-Armack, «Soziale Marktwirtschaft», en Handwörterbuch
der Sozialwissenschaften, t. IX, pp. 390 ss. H. Giersch, Allgemeine Wirtschaftspolitik, Wiesbaden, 1961, pp. 186
ss. G. von Eyner, Grundriss der Politischen Wirtschaftslehre, Colonia, 1968, pp. 98 ss.
grupos de presión (principalmente económicos) en las decisiones públicas, influjo que, por lo
demás, se considera como uno de los pilares de la llamada democracia pluralista, los
tratadistas de política económica, por su parte, incluyen entre los agentes de la formulación
de las decisiones económicas estatales a los partidos políticos, a las organizaciones de
intereses y, eventualmente, a otros actores como la opinión pública 62. Hay, pues, en este
punto una convergencia entre ambas disciplinas, coherente con el doble y correlativo
proceso de politización de la economía y, si se me permite el neologismo, de la
economización de la política.
A) El Estado
El Estado es el actor más significativo del sistema. El aumento del sector público
puede convertirlo en el empresario más importante de la economía nacional, no solamente
por el volumen de su patrimonio empresarial, sino también por el carácter básico de sus
industrias o actividades; es, en todo caso, el primero de los clientes del mercado nacional, y
ejerce, como sabemos, una función redistribuidora del producto mediante la transformación
de los impuestos y cotizaciones en bienes y servicios sociales. Pero, además de todo ello, el
mantenimiento y reproducción del sistema neocapitalista depende del cumplimiento de unas
funciones estatales destinadas globalmente a la dirección y regulación del proceso
económico nacional y entre las que mencionamos las siguientes 63: i) la orientación de la
economía nacional hacia unos objetivos definidos, tarea que se lleva a cabo principalmente
por la planificación; ii) las políticas coyunturales, destinadas a la prevención y/o
neutralización de la crisis; iii) el apoyo logístico, que abarca materias tales como la mejora de
los medios de comunicación, la promoción de la investigación y desarrollo, la política
educativa para la formación de cuadros, el desarrollo de la política social, infraestructuras
para desarrollos territoriales, etc., en una palabra, un conjunto de inversiones no rentables
orientadas a la creación de infraestructuras necesarias para el aumento de la productividad
nacional; iv) regulaciones estructurales, en las que se comprenden la intervención en el
orden del mercado para equilibrar la oferta y la demanda globales, obstaculizar o favorecer
las concertaciones de capital, modernizar los sectores atrasados, etc. Para el cumplimiento
de estas y otras posibles funciones en relación con el sistema económico, el Estado puede
emplear parámetros jurídicos y administrativos, expresados en normas y decisiones vincula-
torias, y parámetros económicos en los que se comprenden la programación de sus
inversiones, la creación de incentivos, destinados no a coaccionar a las firmas privadas, sino
a orientar sus decisiones y planificaciones en un determinado sentido y, en fin, los métodos
dé acción sobre la racionalidad objetiva del mercado mediante intervenciones financieras y la
utilización instrumental del sector público. Pero si los parámetros se definen -dentro de la
teoría de la acción, no exactamente coincidente con su sentido matemático- como factores
determinantes o condicionantes de la toma de decisiones, como variables a tener en cuenta
para las programaciones económicas de las empresas, entonces es lógico que éstas traten
de influir en su formulación. Pero veamos el tema con algo más de detalle.
62
Para limitarnos a los manuales, vid. E. S. Kirschen y otros, Política económica contemporánea, Barcelona,
1965, pp. 177 y otros lugares. H. Giersch, op. cit., en la núm. 49, p. 195. Th. Putz, Grundlagen der theoretischen
Wirtschaftspolitik, Stuttgart, 1975, pp. 205 ss.
63
Seguimos las líneas básicas y sin entrar en detalles de B. Rosier, Croissance et crise capitalista, París, 1975,
p. 190.
Para que el Estado cumpla con sus funciones en el campo económico se precisa,
desde luego, que opere con arreglo a criterios técnicos; pero, de un lado, la decisión sobre
los fines -no así sobre los objetivos intermedios- cae más allá de la racionalidad técnica y, de
otro, es ingenuo suponer que en la mayoría de los casos el instrumentario técnico esté en
condiciones de proporcionar la única, mejor y, por tanto, indiscutida vía posible. Lo cierto es
que las políticas económicas favorecen a unos intereses y lesionan a otros y que, por muy
justificadas que estén por su orientación al interés general, e incluso habiendo consenso en
el fin planteado -por ejemplo, impulsar el desarrollo o detener la recesión-, es lo cierto que,
en la mayoría de los casos, los costos de las soluciones dadas se reparten desigualmente
entre los distintos grupos o estratos de la población. Si a ello se añade que las políticas
económicas son insumos de primera importancia para otros actores económicos, se
comprende que el influjo sobre las decisiones económicas del Estado -e incluso sobre la
modalidad de su ejecución- sea una actividad implícita a la gestión misma de las empresas y,
en cierta medida, de los sindicatos. Por consiguiente, podríamos concluir que, supuesto un
régimen de libertad política y económica, la intrusión del Estado en la economía conlleva la
intrusión de las entidades económicas privadas en las decisiones estatales, que la
intervención del Estado se transforma en intervención sobre el Estado, la relación unilateral
en retroacción y, en fin, que la neta distinción entre lo público y lo privado cede ante la
formación de lo que se denomina «complejo público-privado». Sin plantearnos aquí el pro-
blema de los límites del sistema estatal, diremos que éstos ya no están constituidos por
fronteras lineales, sino por marcas 64 o, dicho de otro modo, que o bien el sistema estatal y el
económico pueden ser considerados como partes de un metasistema -compuesto de dos
subsistemas que sirven a finalidades complementarias y tienen principios de organización
también complementarios-, o bien que entre el sistema estatal y el económico se introduce
un subsistema constituido por la interacción entre ambos. Que se seleccione una u otra
posibilidad analítica depende de los objetivos heurísticos.
Otros actores del sistema son las grandes empresas y las organizaciones de
intereses. Como es sabido, las empresas pueden ser de muy distinta magnitud, pueden ir
desde la General Motors, que ocupa a 681.000 personas 65, hasta las que ocupan a dos
empleados, o desde las que tienen una cifra de ventas superior al PNB de muchos países 66,
hasta las de una cifra ínfima de negocios. Pero lo importante para nuestro objeto es que a
partir de un cierto nivel las diferencias cuantitativas se transforman en cualitativas, y de aquí
que las empresas se hayan clasificado en dos niveles o estratos que han recibido distintos
nombres como sector monopolístico y sector competitivo 67 sistema central y sistema
periférico 68, nivel mesoeconómico frente al macroeconómico (Estado) y microeconómico
64
Territorios y, por consiguiente, espacios bidimensionales que delimitaban dos países antes de la fijación de
las fronteras: eran tierras de nadie o zonas de posesión común. Vid. «Mark», en E. Haberkern y J. F. Wallach,
Hilfsrüorterbuch für Historiker, Bonn, 1964.
65
Fortune, mayo de 1975.
66
Las cifras han sido publicadas en distintas ocasiones. Vid. A. A. Said y L. R. Simons (eds.), The New
Sovereigns. Multinational Corporations as World Powers, Englewood, 1975, p. 18.
67
Es la denominación utilizada por los marxistas. Obra capital en este sentido es la de P. A. Batan y P. M.
Sweezy, Monopoly Capital. An Essay on the American Economic and Social Order, Nueva York, 1966.
68
68 R. Averitt, The Dual Economy, Nueva York, 1968.
69
(empresas medias y pequeñas) , y empresas del planning system frente a empresas del
market system 70.
a) Macroempresas.
69
S. Holland, The Socialist Challenge, Londres, 1975.
70
J. K. Galbraith, Economics and the Public Purpose, Boston, 1973, probablemente el análisis más brillante.
públicos 71. Y si bien se consideran a sí mismas como formando un estrato o una especie de
club, cuyos miembros aparecen anualmente en Fortune, en Enterprise o en publicaciones
análogas, no necesitan integrarse en un organización formal, aunque, por supuesto, no está
excluido que lo hagan y hasta que la manipulen.
b) Organizaciones de intereses.
71
Así como un miembro individual del sistema de mercado (es decir, de los doce millones de pequeñas firmas
americanas contrapuestas al planning system de un millar de grandes firmas) no puede típicamente influir a sus
clientes, así tampoco al Estado. El presidente de la General Motors tiene un derecho establecido a ver al
Presidente de los Estados Unidos cuando visita Washington. El presidente de la General Electric tiene derecho
a ver al Secretario de Defensa y el presidente de la General Dynamics a ver a cualquier general. El granjero
individual no tiene similar acceso al Secretario de Agricultura; el detallista individual no tiene entrada al
Secretario de Comercio. Sería de poco valor si lo hiciera. La burocracia pública..a sólo puede ser efectiva y
permanentemente influida por otra organización» (J. K. Galbraith, op. cit., pp. 49 s.).
72
Así la Confédération Général de la Production Francaise cuenta con una Dirección general de estudios
legislativos que emplea ocho cuadros, dispone de un presupuesto de 2,5 millones y se organiza en tres
servicios: legislativos, estudios y relaciones públicas y relaciones internacionales. El primero está en contacto
con el Parlamento, el Consejo Económico, los ministerios y otras instancias, e incluye también una sección
puramente política: «este servicio de coyuntura y, de análisis del clima político, de politología, en una palabra,
tiene por tareas informar al presidente de la C.N.P.F., pero también a las federaciones patronales, del contexto
político ambiental» (vid. B. Brizay, Le patronal, París, 1975, pp. 248 s.).
sectoriales (industria o profesión) y se integran en unas centrales de ámbito nacional. Con
muy escasas excepciones, los sindicatos han sido desde sus orígenes simultáneamente
organizaciones de defensa de intereses inmediatos y movimientos sociales orientados hacia
una transformación o hacia el mantenimiento y mejora de una estructura 73, lo que no ha
dejado de producir tensiones internas que, frecuentemente, han conducido al pluralismo de
centrales sindicales, sea bajo la hegemonía más o menos patente de una de ellas, sea bajo
un sistema más equilibrado.
Pasada la época heroica del movimiento obrero, los sindicatos han obtenido el triple
reconocimiento del Estado, de las empresas y de la opinión pública. El Estado no sólo los ha
reconocido como representantes de los intereses de los trabajadores, sino también como
canal de comunicación con ellos y como medio de disciplina de la clase obrera, sin cuya
cooperación no puede asegurarse la paz social. Si se hace abstracción del sindicalismo de
orientación anarquista, hoy sin vigencia, los sindicatos consideran al Estado como el órgano
a través del cual pueden conseguir sus reivindicaciones. Con el curso del tiempo se ha
acentuado la interacción entre los sindicatos y el Estado, de modo que los primeros pueden
constituir órganos de ejecución de las políticas económico-sociales, participan en las
decisiones públicas por vías formales e informales y, en fin, compiten con las entidades
patronales por su influjo sobre el Estado, siendo problema a discutir la proporción de la
influencia de unos o de otras.
El movimiento sindical tiene, por supuesto, en cada país matices distintos de acuerdo
a sus orígenes históricos, su cultura política, su carga ideológica y, en conjunto, sus
condiciones ambientales. En términos generales, puede decirse que cada central se
encuentra en un determinado punto de un continuo cuyos extremos son la oposición radical y
la integración incondicional en el sistema, pero aun en este aspecto habría que distinguir
entre las afirmaciones verbales de los líderes sindicales y el significado real de la política
sindical.
Hemos visto cómo la dependencia del mundo económico de las líneas políticas y en
general, de la acción del Estado ha tenido como correlato que los actores típicamente
económicos hayan adquirido una dimensión política. Otra consecuencia de la posición
hegemónica que ocupan los problemas sociales y económicos, tanto en la acción del Estado
como en los valores de la sociedad, ha sido que tales problemas adquieran una posición no
menos preponderante en los programas electorales y, en general, en los objetivos de los
partidos políticos. Pero si los partidos, de un lado, consideran como principales los objetivos
políticos y económicos y, de otro, ocupan posiciones de poder (activo o de control) dentro del
sistema institucional del Estado, es obvio que hay que contarlos entre los actores de las
decisiones económicas nacionales.
73
Lo que no implica su vinculación a un partido político. Así, por ejemplo, los sindicatos alemanes, lo mismo que
su central sindical (Deutsche Gewerkschaftsbund) se proclaman independientes «frente a los gobiernos, las
administraciones, las empresas, las confesiones religiosas y los partidos políticos», pero se manifiestan en sus
estatutos «por el orden fundamental democrático-libre de la R.F.A.» y toman partido «por la seguridad y la
construcción del Estado social de Derecho y por la amplia democratización de la economía, el Estado y la
sociedad». Vid. T. Ellwein, Das Regierungssystem der Bundesrepublik Deutschland, Opladen, 1973, pp. 625 y
628.
Un análisis de los objetivos económicos de los programas electorales de los partidos
nos mostraría: i) que pueden ser totalmente divergentes; por ejemplo, los partidos socialistas
pueden incluir entre sus objetivos la nacionalización de empresas, frente a la rotunda
oposición de conservadores y liberales; ii) que unos partidos pueden incluir items que otros
no incluyen, sin que ello signifique necesariamente una oposición radical y, lo que es, en
general, más significativo; iii) que, como ha mostrado un estudio de las distintas tendencias
partidistas (ordenadas en socialistas, centristas y conservadoras) de ocho países a través de
un cierto número de años, los partidos pueden incluir en sus listas los mismos objetivos,
aunque con distinta prioridad; así, por ejemplo, según el estudio mencionado, el pleno
empleo constituye el primer objetivo para los socialistas, el tercero para los centristas y el
séptimo para los conservadores, mientras que la estabilidad de precios ocupa el primer lugar
para los centristas y conservadores y el octavo para los socialistas 74.
Para emplear un término jurídico, diremos que las organizaciones de intereses tienen
un derecho (bien o mal) adquirido a la participación en las decisiones económicas del
Estado, con independencia de su reconocimiento formal. Puede manifestarse en la presencia
de representantes de las organizaciones en los Consejos Económicos y Sociales o en
entidades análogas, según los países, así como en los' órganos de planificación o en
distintas comisiones permanentes o ad hoc para problemas específicos. Junto a estas
formas, más o menos institucionalizadas,'existen los lobbies, los contactos personales, la
clientela 75, etc. Los sujetos a influir pueden ser el Parlamento, el Gobierno, la
tecnoburocracia, las corporaciones de Derecho público, la opinión pública, etc. Pero,
además, como es sabido, hay un sistema de interacción entre los partidos y las
organizaciones de intereses. A través de los primeros, los objetivos particularizados o
sectorializados de las segundas se convierten en objetivos políticos nacionales, a la vez que
objetivos en principio desconexos se integran en una estructura coherente; además,
mediante la inclusión de los representantes de las organizaciones de intereses en las listas
electorales, los partidos proporcionan a aquellos el acceso al Parlamento. Nos encontramos,
pues, con un subsistema compuesto por las organizaciones de intereses y los partidos
políticos, los cuales pueden estar unidos entre sí por distintas relaciones entre Jas que
destacamos las siguientes: la «unión personal», es decir, algunas personas ocupan cargos
simultáneamente en la dirección de los partidos y de las organizaciones de intereses; el
intercambio de información, en el que se cuentan estudios y proyectos de índole económica
realizados por las organizaciones de intereses con destino a los partidos o a disposición de
ellos; la financiación, que si bien no está teóricamente excluido que vaya de los partidos a las
organizaciones, no es menos cierto que, en términos generales, predomina la dirección
contraria.
74
Vid. L. G. Reynolds, Les trois mondes de l'économie, París, 1971, p. 138, basado en E. S. Kirschen, Política
económica contemporánea, pp. 248 ss.
75
Empleamos la expresión en el sentido que se entiende en Italia: «existe una relación de clientela cuando un
grupo de interés, por cualesquiera razones, tiene éxito en devenir, a los ojos de un departamento administrativo
dado, expresión y representación de un sector social dado, el cual, a su vez, constituye el blanco natural o
punto de referencia de la actividad de su departamento administrativo» U. La Palombara, Interest Groups in
Italian Politics, Princeton, 1964, p. 262).
E) Conclusión.
Como hemos visto anteriormente, hay una cierta convergencia entre los requisitos
funcionales del neocapitalismo y las finalidades del Estado social o, consideradas las cosas
desde otra perspectiva, el neocapitalismo de los países desarrollados constituye la
infraestructura económica sobre la que ha venido erigiéndose el Estado social. Hay que
añadir que, bajo estos supuestos, la praxis de tal tipo de Estado es, dentro de ciertos límites,
relativamente sencilla: el sistema económico y el sistema político se vinculan por una
retroacción positiva, es decir, cada uno de los términos alimenta el desarrollo del otro.
Por consiguiente, es claro que ante una crisis permanente del sistema neocapitalista,
debida a causas exógenas y/o endógenas, las cosas se harían más complejas, pero ello no
disminuiría la vigencia de la idea social del Estado, pues los problemas de la procura
existencial se harían más agudos, la existencia de la justicia distributiva más profunda y la
necesidad de integración social más apremiante. Para todo ello se necesitaría de una acción
política si no necesariamente más extensa, sí más intensa que la desarrollada hasta ahora,
pues tal acción tendría que trascender el área de la disputa por la participación hacia
cambios estructurales profundos; el primado de los problemas económicos tendría que
subordinarse al de las verdaderas decisiones políticas socialmente orientadas, que ya no
podrían moverse en los límites de un status quo, sino que tendrían que ir hacia nuevas
modalidades de la distribución básica del poder económico y social. En una palabra, en el
supuesto de que el sistema económico establecido no ofreciera insumos positivos para la
realización de la idea social del Estado, éste se vería obligado no ya a operar cambios para
el mantenimiento del sistema, sino para su transformación. Bien entendido que los principios
que informan al Estado social no son primordialmente distribuir cada vez más -lo que es
quizá deseable no es siempre realizable-, ni un crecimiento indiscriminado del bienestar
material, sino distribuir mejor y asegurar la vigencia de un sistema económico que, supuesta
la escasez, la administre con eficacia y justicia, y anteponga los intereses de la totalidad de la
sociedad nacional sobre cualesquiera otros, aunque para ello sea necesario operar cambios
profundos en su estructura.