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Este relato fue publicado por primera vez en Estados Unidos, en octubre de 1963

en el New York Herald Tribune con el título de Agent 007 in New York. El titulo
original de Fleming era Reflections in a Carey Cadillac (Reflexiones en un Cadillac
de Carey) y está fechado el 20 de agosto de 1963. En 1964 se incluyó en el capítulo
de Nueva York de la versión estadounidense de Thrilling Cities. Hasta el 7 de
noviembre de 1999, cuando fue reproducida en el 007 Collectors Issue del Sunday
Times Magazine, no apareció en el Reino Unido. Apareció por primera vez en el libro
Octopussy & The Living Daylights, Penguin, 2002.
Eran alrededor de las diez de una triste y dorada mañana de finales de Septiembre
y el vuelo Monarch de la BOAC desde Londres había llegado al mismo tiempo que
otros cuatro vuelos internacionales. James Bond, con su estómago delicado por la
versión BOAC de “un desayuno campestre inglés”, ocupó estoicamente su lugar en
una larga fila que incluía abundantes niños chillones y a su debido tiempo dijo que
había pasado las últimas diez noches en Londres. Luego Inmigración: quince minutos
para mostrar su pasaporte que decía que él era “David Barlow, Comerciante” y que
tenía ojos y pelo y medía metro ochenta de alto; y luego a la Gehenna de la Aduana
del Idlewild que había sido cuidadosamente diseñada, en opinión de Bond, para
provocar a los visitantes de Estados Unidos una trombosis coronaria. Todos, cada uno
con su estúpido carrito, parecen, después de un vuelo nocturno, abatidos e indignos.
Esperando que sus maletas aparecieran tras el cristal del área de recogida y luego ser
graciosamente liberados para pelearse y empujarse hacia las filas de la aduana, todas
las cuales estaban abarrotadas mientras cada maleta o bulto (¿por qué no una revisión
en el acto?) eran abiertos y empujados y después laboriosamente cerrados,
frecuentemente entre cachetes a impacientados niños, por su exhausto propietario.
Bond levantó la vista hacia el balcón con paredes de cristal que rodeaba el gran
vestíbulo. Un hombre con impermeable y trilby, de mediana edad, inclasificable,
inspeccionaba el ordenado infierno a través de un par de prismáticos de ópera
plegables. Alguien que le examinara o, desde luego, cualquiera mirando con
binoculares era objeto de sospecha para James Bond, pero ahora su conspiratoria
mente registraba que esto podía ser meramente un buen eslabón en una eficiente
máquina desvalijadora de hoteles.
El hombre de los prismáticos notaría la mujer de aspecto rico declarando sus
joyas, se deslizaría hacia la planta baja cuando ella fuera liberada de la Aduana, la
seguiría por Nueva York, se pondría al lado de ella en recepción, oiría su número de
habitación al ser dicha por el encargado, y el resto sería dejado a los “mecánicos”.
Bond se encogió de hombros. Por lo menos el hombre no parecía interesado en él.
Había pasado su única maleta por el cortés hombre de la insignia. Luego, sudando por
la innecesaria calefacción central, la llevó fuera atravesando las puertas automáticas
de cristal hacia el bendito aire libre.
El Cadillac de Carey, como un mensaje le había dicho, ya esperaba. James Bond
siempre usaba la empresa. Tenían coches excelentes y conductores soberbios,
disciplina rígida y total discreción, y no olían a humo de cigarro viejo. Bond incluso
se preguntó si la organización del Comandante Carey, suponiendo que hubiera
identificado a David Barlow con James Bond, habría traicionado sus normas para
informar a la CIA. Bien, sin duda ganarían los Estados Unidos, y de cualquier
manera, ¿sabía el Comandante Carey quien era James Bond? La gente de Inmigración
ciertamente sí.
En la gran Biblia negra de densamente impresas páginas amarillas que el
funcionario había consultado cuando tomó el pasaporte de Bond, Bond sabía que
había tres Bonds y que uno de ellos era “James, británico, Pasaporte 39135412.
Informar al Oficial Jefe”. ¿Cuán estrechamente trabajaría Carey con esta gente?
Probablemente sólo si era asunto policial. De cualquier manera, James Bond se sentía
muy confiado en que podría pasar veinticuatro horas en Nueva York, hacer el
contacto y conseguir salir de nuevo sin tener que dar embarazosas explicaciones a
Messrs. Hoover o McCone. Pues era un embarazoso y desagradable negocio el que M
había enviado a emprender a Bond anónimamente a Nueva York.
Se trataba de advertir a una buena chica, que había trabajado para el Servicio
Secreto, una muchacha inglesa que ahora se ganaba la vida en Nueva York, que
cohabitaba con un agente soviético de la KGB destinado en la ONU y que estaba muy
cerca de descubrir su identidad.
Era jugar sucio con dos organizaciones amigas, por supuesto, y sería altamente
embarazoso si Bond era descubierto, pero la muchacha había sido una oficial de
plantilla de primera clase y, cuando podía, M miraba por los suyos.
Así que Bond había sido instruido para tomar contacto y él lo había arreglado para
hacerlo, esa tarde a las tres, junto (el encuentro le había parecido apropiado a Bond)
al Reptilario del Zoológico de Central Park. Bond pulsó el botón que bajaba la
partición de cristal y se inclinó hacia adelante.

-Al Astor, por favor.


-Sí, señor. -El gran automóvil negro se abrió paso a través de las curvas y salió del
enclave del aeropuerto hacia la Van Wick Expressway, ahora siendo
majestuosamente reducida a pedazos y reconstruida para la Feria Mundial de 1964-
1965.

James Bond se recostó y encendió uno de sus últimos Morland Specials. Para la
hora de comer deberían ser Chesterfields extra-largos.
El Astor. Era tan bueno como cualquier otro y a Bond le gustaba la jungla de
Times Square: las horrendas tiendas de souvenirs, los agudos empresarios de la
confección, las gigantes alimentadoras, los hipnóticos anuncios de neón, una de los
cuales decía “BOND” en letras de una milla de alto. Aquí estaban las tripas de Nueva
York, las entrañas vivas. Sus otros barrios favoritos habían desaparecido: Washington
Square, el Battery, Harlem, donde ahora necesitabas un pasaporte y dos detectives.
¡El salón de baile del Savoy! ¡Cuánta diversión había visto en los viejos tiempos!
Todavía estaba el Central Park, que ahora estaría en su mayor hermosura: austero y
brillante.
En lo que concierne a los hoteles, también habían desaparecido: el Ritz Carlton, el
St. Regis que había muerto con Michael Arlen. El Carlyle era quizás el solitario
superviviente. El resto era todo igual: esos chirriantes ascensores, las habitaciones
llenas del aire del pasado mes y un vago recuerdo de cigarrillos viejos, el vacío “Sea
usted bienvenido”, el café aguado, los huevos hervidos casi blancoazulados para el
desayuno (Bond había ocupado una vez un pequeño apartamento en Nueva York.
Había intentado comprarlos por todas partes. “No los tenemos, señor. La gente piensa
que son sucios.”), la tostada fría y húmeda (¡este embarque de tostadas a las Colonias
debería haberse ido a pique!). ¡Oh, vaya! Sí, el Astor sería tan bueno como cualquier
otro.
Bond miró su reloj. Estaría allí a las once treinta, luego una breve expedición de
compras, pero una muy breve porque en la actualidad había poco que comprar en las
tiendas que no fuera de Europa, excepto los mejores muebles de jardín del mundo, y
Bond no tenía jardín. Primero a la farmacia para media docena de los incomparables
cepillos de dientes Owens. A Hoffritz de Madison Avenue para una de sus pesadas y
dentudas navajas de afeitar tipo Gillette, pero mucho mejores que el propio producto
Gillette, a Tripler para algunos de esos calcetines de golf franceses hechos por Izod, a
Scribner porque había un vendedor allí con un buen olfato para las novelas policiales,
y luego a Abercrombie para revisar los nuevos artilugios e, incidentalmente,
conseguir una cita con Solange (adecuadamente empleada en su Departamento de
Juegos de Interior) para la tarde.
El Cadillac estaba recorriendo el horrendo camino hacia el cementerio de coches
usados: los falsos cromados eran claros y evidentes. ¿Qué les sucedería a estos
repintados cacharros cuando el tiempo hubiera corroído finalmente sus entrañas?
¿Dónde irían finalmente a morir? ¿No podrían ser útiles si se lanzaban al mar para
vencer la erosión costera? ¡Envía una carta al Herald Tribune!
Ahora estaba la cuestión de la comida. La cena con Solange sería fácil: Lutèce en
las sesenta, uno de los grandes restaurantes del mundo. ¿Más para su propia comida?
En los viejos tiempos ciertamente habría sido el “21”, pero la aristocracia de la cuenta
de gastos había capturado incluso esa fortaleza, inflando los precios y, porque no
distinguían el bien del mal, devaluando la comida. Pero él iría allí por los viejos
tiempos y tomaría un par martinis -Beefeater con un vermut casero, sacudido con un
toque de corteza de limón- en el bar.
¿Y luego qué tal la mejor comida de Nueva York: en el Oyster Bar en la Grand
Central? No, él no quería sentarse en un bar... sino en algún lugar espacioso y
cómodo donde pudiera leer un periódico en paz. Sí. ¡Eso era!
La Edwardian Room en el Plaza, una mesa en una esquina. No le conocían allí,
pero sabía que podría conseguir lo qué quería para comer; no como en Chambord o
Pavillon con su irritante “Wine and Foodmanship” y, en el caso de este último, con el
miasma de cien diferentes perfumes femeninos confundiendo tu paladar. Tomaría un
martini más en la mesa, luego salmón ahumado y los particulares huevos revueltos
que una vez (Felix Leiter conocía al camarero-jefe) les había instruido como
prepararlos.
Sí, aquello sonaba estupendo. Tendría que arriesgarse con el salmón ahumado.
Solía ser escocés en la Edwardian Room, no esa cosa canadiense groseramente
cortada, seca y sosa. Pero uno nunca podía decirlo con la comida americana. Mientras
que sus filetes y su marisco estaban bien, el resto se podía ir al infierno. Y todo había
sido congelado hacía tanto tiempo, en alguna extensa morguealimentaria comunal
presumiblemente, que el sabor había desaparecido de todo alimento americano,
excepto los italianos. Todo sabía igual: una especie de sabor alimentario neutro.
¿Cuándo una gallina fresca -no un pollo-, un huevo fresco de granja, un pescado
fresco, habían sido servidos por última vez en un restaurante de Nueva York?
¿Había un mercado en Nueva York, como Les Halles en París y Smithfields en
Londres, donde uno podía ver realmente alimentos frescos y comprarlos? Bond nunca
había oído de uno. La gente diría que era antihigiénico. ¿Se estaban volviendo los
americanos demasiado higiénicos en general... demasiado conscientes de los
gérmenes?
Cada vez que Bond había hecho el amor a Solange, en el momento en que
deberían relajarse en brazos del otro, ella se retiraba al cuarto de baño durante un
largo cuarto de hora y había un largo período tras el cual él no podría besarla porque
ella había hecho gárgaras con TCP. ¡Y las píldoras que tomaba si tenía catarro!
Suficiente para combatir una neumonía doble. Pero James Bond sonrió al pensar en
ella y se preguntó qué harían juntos -aparte de Lutèce y el amor- esa tarde.
De nuevo, Nueva York tiene de todo. Él había oído, aunque nunca había
conseguido localizarlas, que uno podía ver películas adultas con sonido y color y que
la vida sexual de uno nunca era la misma de ahí en adelante. ¡Aquello sería una
experiencia para compartir con Solange!
Y aquel bar, de nuevo todavía por descubrir, del que Felix Leiter le había hablado
era lugar de cita para sádicos y masoquistas de ambos sexos. El uniforme consiste en
chaqueta de cuero negro y guantes de cuero. Si usted es un sádico, llevará los guantes
bajo la tirilla del hombro izquierdo. Para los masoquistas es el derecho. Como en los
sitios para travestidos en París y Berlín, puede ser divertido ir y echar un vistazo. Al
final, por supuesto, probablemente terminarían yendo a The Embers o a oír el jazz
favorito de Solange y luego a casa para más amor y TCP.
James Bond sonrió para sí. Remontarían el Triborough, ese puente supremamente
hermoso en las apretadas almenas de Manhattan. Le gustaba anticipar sus placeres,
meditando entre las horas de trabajo. Disfrutaba imaginándolos, precisando hasta el
menor detalle. Y ahora él había hecho sus planes y cada perspectiva le placía. Por
supuesto las cosas podrían ir mal, podría tener que hacer algunos cambios. Pero eso
no importaría. Nueva York lo tiene todo.
Nueva York no tiene todo. Las consecuencias de la atracción ausente fueron de lo
más penoso para James Bond. Después de los huevos revueltos en la Edwardian
Room, todo fue desesperadamente mal y, en vez del programa soñado, hubo urgentes
y embarazosas llamadas telefónicas con la sede de Londres, y luego, sólo por la mejor
buena suerte, una sórdida reunión a medianoche junto a la pista de patinaje del
Rockefeller Center con lágrimas y amenazas de suicidio de la muchacha inglesa.
¡Y todo fue culpa de Nueva York! Uno apenas podía dar crédito a la deficiencia,
pero no hay Reptilario en el Zoo de Central Park.
Nota de Ian Fleming

Huevos revueltos “James Bond”

Para 4 personas:

12 huevos frescos
Sal y pimienta
150 gramos de manteca

Romper los huevos en un recipiente. Batir completamente con un tenedor y


condimentar bien. En una cazuela pequeña (o cazo con fondo resistente) derretir 100
gramos de manteca. Una vez derretida, se vierte sobre los huevos y a fuego muy
lento, batir continuamente con un batidor de huevos pequeño.
Cuando los huevos estén ligeramente más húmedos de lo que sea su gusto, retire del
fuego la cazuela, agregue el resto de manteca y continúe batiendo durante medio
minuto, agregando mientras cebolletas finamente cortadas o finas hierbas. Servir
sobre tostadas calientes untadas de manteca en platos individuales de cobre (sólo para
la presentación) con champagne rosado (Taittainger) y música suave.
PDF por ZARDOZ

creado en

2008

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