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Areopagíti

ca, de
John
Milton
Análisis del
discurso de John
Milton en defensa
de la libertad de
imprenta

Unai Alberto MEZCUA


GORDILLO Historia de la
Comunicación Social 3C
En 1643, el poeta y ensayista inglés John Milton (1608-
1674) publicó su Areopagítica, un discurso donde realiza
una encendida defensa de la libertad de imprenta. Dos son
los principales motivos que llevan a Milton a componer esta
obra: la orden del Parlamento inglés del 14 de junio de
1643 –que establece que ninguna obra será publicada sin
haber obtenido antes la aprobación de los Lores y Comunes
del Parlamento mediante una licencia y que los autores de
libros no autorizados podrán ser castigados- y los intentos
de censura del clero y del Parlamento a sus tratados sobre
el divorcio -Doctrina y disciplina del divorcio y El juicio
sobre el divorcio de Martín Bucer- publicados a raíz de su
separación de Mary Powell en 16421.

Milton, protestante convencido y posteriormente defensor


de Oliver Cromwell y de la República inglesa2, “cuestiona
en este discurso las medidas de regulación y de control
oficiales de los medios”, constituyendo esta obra “una de
las más tempranas defensas de la libertad de imprenta”,
como afirma Francisco Gil Villegas, profesor de la
Universidad Nacional Autónoma de México y autor de la
contracubierta de la edición publicada por el Fondo de
Cultura Económica en 2005.

El título de la obra, Areopagítica, referencia al Tribunal del


Areópago, que se reunía en la colina de Ares (o Marte) en
Atenas, y era el lugar de las grandes asambleas y el
tribunal judicial más alto de la polis. Milton habla al
Parlamento inglés como si lo hiciera ante el Areópago de la
Antigüedad en defensa de la libertad de prensa y de
imprenta3; “dedicó su alegato a la institución que, en el
Reino Unido, sería la correspondiente del Areópago
ateniense”, en palabras de Gil Villegas. Así, Milton solicita
“un nuevo juicio de la Orden por vosotros dispuesta para la
1
Colaboradores de Wikipedia, "John Milton," Wikipedia, La enciclopedia libre,
http://es.wikipedia.org/w/index.php?title=John_Milton&oldid=36945539 (consultado
el 16 de mayo de 2010).
2
Ibídem
3
Bigdir.com, “John Milton, escritor”. http://www.bigdir.com/au1/1221.html
(consultado el 16 de mayo de 2010)
regulación de impresos” a imitación de “aquel quien desde
su privada estancia discurso escribiera a la asamblea
ateniense para persuadirla”.

No obstante, pese a su feroz oposición a la citada Orden,


Milton quiere dejar claro desde el principio que no critica ni
al Parlamento ni a Dios –aunque es la propia Iglesia la que
presiona para que los Lores y Comunes proclamen dicha
orden-. Así, a las pocas líneas señala que

“En oír francamente las quejas, en considerarlas


hondamente y remediarlas con diligencia se halla el
extremo límite de la alcanzable libertad civil que
buscan los avisados […]. Si el propio sonido que habré
de pronunciar constituye prueba de que a ella
arribamos […] , ello ha de ser en primer lugar
atribuido a la poderosa asistencia de Dios nuestro
liberador y luego a vuestra leal y nunca sojuzgada
prudencia, Lores y Comunes de Inglaterra”.

En esta línea continuará Milton durante todo su discurso,


alabando y defendiendo constantemente a los Lores y
Comunes pese a ser contrario de una de sus Órdenes, una
dicotomía que queda clara cuando Milton afirma que “si
una de vuestras Órdenes promulgadas, (la Orden que nos
ocupa) quedara sin efecto ello no dejará de redundar
sobremanera en lucimiento de vuestro gobierno comedido
y parejo”.

Buscando convencer a los parlamentarios ingleses de que


la censura es algo deleznable, Milton centra sus esfuerzos
en cuatro puntos, que él mismo detalla:

-“Exponeros primero quienes fueron los inventores de


ella, que ha de alagaros poco reconocer”. Dice Milton
que no por oponerse a establecer licencias es
partidario de lo licencioso, y para demostrar “lo
emprendido por antiguas repúblicas famosas contra
este desorden (lo licencioso) hasta el propio tiempo en
que el proyecto licenciador salió a rastras de la
Inquisición (a quien atribuye Milton el dudoso honor de
establecer por vez primera el sistema de licencias)”,
hace un repaso histórico que le llevará de Grecia al
concilio cartaginés del año 400, fecha en que a juicio
del poeta comenzaron las restricciones a los libros por
parte de los papas católicos. En Grecia, afirma el
inglés que “no hallo sino dos especies de escritos que
el magistrado curara de someter a su consideración:
los blasfemos o ateos y los difamatorios”. El resto de
escritos, “aunque a la lascivia propendieren y a la
denegación de la providencia divina”, nunca fueron
prohibidos. Parecida situación hubo en Roma, donde
“salvo libelos por Augusto corregidos […] y escritos
atentatorios a los por dioses venerados, salvo esos dos
casos, no tomaba el magistrado cuenta ninguna de
éllos”.

Así, llega Milton al tiempo de los papas de Roma,


quienes “extendieron su dominio sobre los ojos de los
hombres, como antes hicieran sobre sus juicios,
quemando y prohibiendo la lectura del libro que les
cayera enrevesado”. El punto máximo de censura por
parte de la Iglesia católica se alcanzó, a su juicio, con
el Concilio de Trento y la inquisición española, que
establecieron que ningún folleto o papel fuera impreso
sin su licencia, otorgada por los denominados
imprimatur, curas censores (“¡como si San Pedro les
hubiera dado las llaves de la Prensa soltadas desde el
Paraíso!”, se queja Milton).

- Estimar “que deberá pensarse en general de la


lectura, sean cuales fueren los libros”. A este respecto,
Milton recoge las palabras que Dios le dijo a Dionisio
Alejandrino: “Lee cuántos libros vinieren a tus manos,
pues te bastas para juzgar derechamente y examinar
cualquier materia”. Además, señala Milton que en
ocasiones un libro contiene a la vez cosas malas y
cosas aprovechables, y debe ser uno mismo quien
sepa distinguirlas, porque “quien pudiere percibir y
considerar el vicio, y con todo ello abstenerse y
preferir lo verdaderamente mejor, será genuino
viandante cristiano”. Esta es también una de las ideas
centrales del discurso miltoniano: debe ser el propio
individuo el que decida su comportamiento, y no que
se lo impongan unos censores.

-“Afirmar que la Orden en modo alguno procura la


supresión de conductas difamatorias, subversivas y
escandalosas”. John Milton considera que no bastaría
con “regular las prensas para con ello enderezar los
modales”, puesto que aún le quedarían al hombre
muchos placeres que le pervertirían: música, danza…
Estos no pueden ser suprimidos ni restringidos, y
mientras uno de ellos permanezca, la conducta
humana seguirá igual. No solo eso, sino que además
todas las conductas, o incluso movimientos religiosos
o políticos podrían seguirse extendiendo aunque se
eliminaran o se impidiera que se publicasen sus libros,
ya que, al igual que el cristianismo en sus orígenes,
estos podrían servirse de la transmisión oral.

-“Señalar que dicha Orden causará notable desaliento


en la ciencia y paralización de la verdad, no sólo
emperezando y mellando nuestras facultades en lo ya
conocido, sino además desmochando y embarazando
ulteriores descubrimientos que pudieran llevarse a
cabo en la sabiduría religiosa y civil”. Para Milton, el
sistema de licencias frenaría el conocimiento, por
varias razones. En primer lugar, los autores se verían
desincentivados a investigar, ya que su duro trabajo
estaría siempre bajo el juicio de un censor que
fácilmente podría denegarle el permiso para publicar
y, además, ningún autor se atrevería a publicar por
miedo a las represalias. Además, considera el inglés
que algunas obras de autores difuntos podrían incluso
perderse ya que, fallecidos estos, no podrían corregir
sus obras para que pasen por el pasillo de la censura.
Pero no solo eso, sino que además se correría el riesgo
de que los censores se consideraran propietarios de la
verdad, censurando aquellas obras que se opusieran a
sus convicciones, lo cual sería un grave error, puesto
que “verdad y entendimiento no son mercancías
monopolizables”. Por todo ello, considera Milton que
las licencias serían un dique para las aguas surgidas
del manantial de la Verdad, “enfermándolas en charca
cenagosa de conformismo y tradición”.

No obstante, Milton entiende que “la Iglesia y la república


fijen vigilante mirada en los libros” ya que considera que
“los libros no son cosas absolutamente muertas sino que
contienen una potencia de vida y conservan como en
redoma la esencia de la inteligencia viviente que los
engendrara […] incluso pueden hacer brotar gentes
armadas”. Sin embargo, afirma que no debiera existir la
censura, puesto que “matar un buen libro es casi matar a
un hombre; […] quien lo hace mata a la razón misma, mata
la imagen de Dios”. De hecho, para el autor inglés un buen
libro es incluso más valioso que algunos hombres, puesto
que “Hartos hombres no pasan de carga para el suelo; pero
un buen libro es la preciada vitalísima sangre de un espíritu
magistral, atesorada para un vivir más duradero que la
vida”. Ello no implica que Milton defienda los libros de
contenido reprochable, en absoluto; no obstante, al ser
imposible que todo libro tenga un buen contenido, siempre
será, a su juicio “más saludable, más prudente y más
cristiano que sean muchos tolerados antes que todos
constreñidos”.

Por todo ello, concluye Milton que el sistema de licencias no


solo es innecesario, sino que causaría un gran daño al país
y a la sociedad. Y es innecesario porque, a su juicio, la
Verdad es fuerte, y “no necesita de tácticas ni
estratagemas ni licencias que la hagan victoriosa”.
A modo de conclusión, es necesario citar una frase que
podría servir de máxima para todo buen periodista, una
frase en la que John Milton condensa todo el contenido de la
Areopagítica, toda su encendida defensa de la libertad de
expresión: “Dadme la libertad de saber, de hablar y de
argüir libremente según mi conciencia, por encima de todas
las libertades”.

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