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JUEVES 8 DE FEBRERO DE 2007

MONSERRATE

La vida en la ciudad o en el campo presenta a los niños y a los jóvenes diferentes


alicientes según sea su espíritu y su capacidad de curiosidad. En el campo
generalmente las distracciones se orientan a recorrer los cultivos en busca de
frutas maduras, a cazar pájaros , a azuzar a los perros para que persigan las
liebres o a darse un baño en el río y descansar en los playones mientras pican los
peces el anzuelo, y, no pocas veces, con el ánimo de molestar a los vecinos,
robando los huevos en los gallineros, quienes furiosos nos echaban los perros.
Salíamos en estampida por entre los cafetales y rastrojos haciendo alarde, luego,
de nuestras pillerías.

En la ciudad, fuera de recorrer las calles, los centros comerciales, los cines y los
parques poco más se puede hacer. Bogotá está dominada por el cerro de
Monserrate con una altura sobre el nivel del mar de tres mil doscientos metros; a
él se accede o bien por funicular, el teleférico o por un camino de herradura
bastante tortuoso utilizado generalmente por los penitentes, gentes que van al
santuario del Señor de Monserrate a cumplir sus promesas y a pedir consuelo al
Todo Poderoso. El acceso por cualquier otro lugar es peligroso dado lo escarpado
del terreno.

En el colegio nos reuníamos con un grupo de amigos, una banda de rapaces


bulliciosos, que hacía de las pruebas con riesgo un rito iniciático obligado, sin el
cual no era posible ingresar en el grupo. Paralelo al colegio, lindando con el patio
de juegos transcurría lento, a escasos kilómetros de su nacimiento, el
río Tunjuelito, su cauce bajaba por entre dos barrancos no muy elevados, cuatro o
cinco metros máximo, y, en algunos lugares la garganta no superaba los dos
metros, la profundidad era escasa y su lecho cenagoso. Allí apostábamos la
merienda a saltar de un lado a otro en las gargantas o a caer en las isletas, que se
formaban en verano, en la mitad del lecho del río, saltando desde los barrancos,
quien caía al agua perdía, y era objeto de burlas de sus compañeros, además de la
sanción que recibía, por parte del jefe de disciplina, quien tenía que desplazarse
con el afectado y llevarlo a casa para que se mudara de ropas. En alguna ocasión
mi hermano mayor salto desde uno de los barrancos a una isleta sin alcanzar la
diana, paso de largo y se hundió entre las aguas, pasados unos momentos solo se le
veían las manos fuera del agua intentando coger algo, desesperadas. Sin pensarlo
dos veces, salte, caí en la isleta, le sujete por las manos y le hale hacia arriba. ¡Se
había clavado literalmente entre el cieno! Hale desesperado hasta que logre izarlo
fuera. El susto fue descomunal y salimos de barro hasta la coronilla...

En otra ocasión fui yo quien, un domingo, después de asistir a misa, vestido con el
terno azul oscuro del uniforme del colegio, salte , por una apuesta, una garganta,
no alcance el lado opuesto y caí al agua como una piedra. Salí empapado y lleno de
cieno. Sin demora me fui a casa, entre a hurtadillas, me quite las ropas mojadas,
las escondí en un armario y allí las encontró mi tía el domingo siguiente
enmohecidas y mal olientes. De la reprimenda y los azotes aun me acuerdo.

La más insensata de nuestras exhibiciones fue una subida al Santuario


de Monserrate. Se reunió el grupo, seis mocosos inexpertos, en deliberación
optamos por no ir a clase el viernes siguiente y acometer la subida al cerro, por su
cara occidental, paralelamente al funicular. Ni conocíamos el lugar, ni teníamos
elementos de escalada, ni, en nuestra demencia, tomamos la más mínima
precaución que pudiera llevarnos a terminar felizmente nuestro cometido.

Salimos de las casas en dirección al colegio, nos encontramos en el lugar previsto y


tomamos un bus que nos llevo hasta el centro de la ciudad, al parque de los
periodistas, y, desde allí, iniciamos a pie el recorrido rumbo al cerro. Serian las
ocho de la mañana cuando comenzamos la ascensión falda arriba, por entre la
arbolada de pinos zarzas y bajo monte. Subíamos contentos, alardeando de
nuestra destreza, haciendo grandes esfuerzos por lo empinado del terreno, pero
ayudados por las ramas, los arboles y mejor buena voluntad el avance era
continuo. A mayor altura las dificultades aumentaban, dudábamos sobre si seguir
adelante, pero el coraje podía más que la mesura y dábamos un paso más. El
terreno ya no era empinado: comenzamos a ascender por unas repisas verticales
despojadas de vegetación en la creencia de que más arriba el terreno cambiaría.
Los pasos eran cada vez más complicados y ahora no teníamos la posibilidad de
volver atrás. Éramos incapaces de mirar hacia abajo. Estábamos a más de
cincuenta metros de altura sobre una cornisa sobre el precipicio. La angustia se
adivinaba en los ojos de mis compañeros de paseo, el sol calentaba y la sed nos
acosaba. Saque fuerzas de donde no tenía, les pedí que no se asustaran, que
siguiéramos adelante, que pronto saldríamos del mal paso. Subimos unos cuantos
metros más y nos encontramos frente a la verdad: ¡No había salida!

Las caras desencajadas, lágrimas en los ojos, angustia y desesperación. La única


ventaja en aquella lamentable situación era que nos encontrábamos sobre una
repisa de unos ochenta centímetros de ancha que permitía que permaneciéramos
sentados, por lo demás, el precipicio se abría a nuestros pies sin posibilidad de dar
la vuelta. Hacia adelante, un escollo aun más preocupante, la repisa desaparecía y
se habría una luz sobre el vació de no más de un metro de distancia, casi
insalvable, no por lo grande, sino porque no había de que agarrarse para salvar la
dificultad sin correr el riesgo de precipitarse y caer al vació a más de ochenta o
cien metros de altura. Gritar pidiendo auxilio era una labor inútil , nadie nos oiría,
ni los trabajadores del funicular, a los que habíamos visto en nuestro ascenso
trabajando en los raíles, porque desde donde estábamos ubicados no teníamos
acceso visual a ellos y la distancia que nos separaba superaba los quinientos
metros.

Optamos por recuperar fuerzas un rato, para calmar los ánimos y buscar una
solución, pero también con la esperanza de que alguien nos viera desde
el teleférico, que pasaba a unos setenta o cien metros de distancia sobre nuestras
cabezas. Olvidábamos que era viernes y que los ascensos y descensos tanto del
funicular, como del teleférico eran escasos. Las posibilidades de que nos vieran
eran, por decirlo de alguna manera, nulas.

La tarde caía inexorablemente y nuestra preocupación iba en aumento. Pasar la


noche allí, a tres mil metros de altura y sin ninguna protección, no debía ser
agradable. Alguien proponía, Antonio, creo recordar, regresar por donde
habíamos subido, pero solo de mirar hacia abajo, desde la cornisa,
daba escalofrió. En un acto irreflexivo me levante, me acerque al voladizo, que nos
separaba de la otra cornisa y salte. Ni yo mismo creía lo que había hecho, estaba al
otro lado sano y salvo sobre la otra saliente, mi corazón latía desaforado, me
senté, estaba agotado. Miraba a mis compañeros al otro lado y por su mirada
comprendí su asombro, pero también su desconsuelo, se sentían abandonados.
Repuesto del susto y de la osadía les indique que iba a buscar ayuda, que no se
movieran, que estuvieran tranquilos. Avance sobre la saliente hasta alcanzar un
terreno firme y cubierto de bosque bajo en pos de los raíles del funicular del que
me separaba una densa arbolada de pinos de unos doscientos metros de ancha.
Salve todos los obstáculos, me deje la piel entre los zarzales y al salir de la
arbolada, cincuenta metros más abajo, un grupo de trabajadores realizaban sus
labores, grite a pulmón abierto pidiendo auxilio, los hombres sorprendidos
subieron corriendo hasta donde me encontraba, les comente la situación en
que había dejado a mis otros cinco amigos, se hicieron con lazos y herramientas
propias de sus labores y los conduje hasta el lugar donde el paseo quedo atascado.
No daban crédito a lo que estaban viendo. ¿Cómo llegaron hasta ahí? ¿Cómo se las
arreglaron para subir por la pared? ¿Cómo salto entre las cornisas?
¡Lo habían hecho! Ahora había que preparar el rescate. No era fácil. Se colocaron
arneses especiales, se ataron cuerdas, perforaron la roca y colocaron enganches
desde los que improvisaron una pasarela colgante por la que pasaron todos los
chicos que se encontraban al otro lado de la saliente...

El paseo termino en la estación de policía donde fuimos recogidos por nuestros


padres...

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