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RELIGIÓN Y ARTE
Por Richard Wagner

“Virtualmente encuentro en la religión cristiana todas las tendencias a cuanto hay de más sublime y noble; en cuanto a las
diferentes formas que asume en la vida, me parecen tan repelentes y de mal gusto sólo porque no constituyen sino erróneas
representaciones de lo que en ella hay de sublime”.

Schiller a Goethe

Se podría decir que allí donde la religión se hace artificiosa, está reservado al arte el salvar el núcleo
sustancial, penetrando los símbolos míticos - que ésta pretende que sean creídos como verdaderos en
el sentido literal del término- según sus valores simbólicos, en los que reconoce, a través de su
representación ideal, la verdad ideal que en ellos se esconde.

Mientras que para el sacerdote es importante que la alegorías religiosas sean consideradas realidad de
hecho, esto no importa en modo alguno al artista, el cual, sin ambages, presenta libremente su propia
obra como su invención. La religión sobrevive sólo como artificio cuando se encuentra en la necesidad
de desarrollar cada vez más sus símbolos dogmáticos, protegiendo con esto la Unidad, la Verdad y la
Divinidad que vive en ella con un cúmulo siempre creciente de elementos en sí increíbles que se
encomiendan sólo a la Fe. Advirtiendo esto la religión ha pedido siempre el auxilio del arte, que a su
vez fue incapaz de su más alto desarrollo en tanto que se limitó a proponer a la devoción de los
sentidos aquellas pretendidas verdades reales de los símbolos, produciendo solamente imágenes
idólatras de fetiches, mientras que cumplió su verdadero cometido cuando, mediante la
representación ideal de la imagen simbólica, contribuyó a la comprensión de su íntima sustancia, es
decir, de la verdad divina inexpresable.

Para ver claro todo esto haría falta averiguar muy cuidadosamente el modo como surgieron las
religiones. Ciertamente, deben parecernos tanto más divinas cuanto más simple es su sustancia. La
base más profunda de toda religión verdadera se reconoce en realidad en la conciencia que la misma
tiene de la caducidad del mundo, y en la medida en que de este conocimiento pueda extraerse su
impulso liberador. Hay que reconocer, evidentemente, que en todos los tiempos fue necesario un
esfuerzo sobrehumano para conseguir revelar al pueblo, al hombre enraizado en la naturaleza, este
conocimiento liberador, y que, por tanto, la obra de mayor éxito del fundador de una religión ha
consistido siempre en la invención de aquellas míticas alegorías por las cuales el pueblo, a través de la
fe, podía ser inducido a seguir realmente la enseñanza fundamental. A este respecto, hay que
considerar como una característica de la religión cristiana el hecho de que su verdad más profunda
estuvo siempre abierta y determinantemente destinada a confortar y ayudar a los pobres de espíritu.

En cambio la enseñanza de los brahmanes estaba destinada solamente a los que seguían los caminos
del conocimiento, de modo que los ricos de espíritu consideraron a la masa humana, enraizada en la
naturaleza, como excluida de la posibilidad del conocimiento, de forma que sólo era capaz de llegar a
la conciencia de la nulidad del mundo a través de numerosos renacimientos. El que existiese un

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camino más breve para alcanzar la salvación lo mostró a los pobres también el Iluminado, el
Despertado: el sublime ejemplo del Budda no parecía suficiente a sus seguidores; la última gran
enseñanza, la de la unidad de todos los vivientes, no podía en realidad hacerse accesible a los
discípulos sino a través de una explicación mítica del mundo, en la que la riqueza de símbolos y la
amplitud de alegorías estaba tomada de las bases metafísicas de la doctrina brahmánica y de su
sorprendente riqueza y fecundidad espiritual. No había llegado jamás en este punto, a simbolizar los
mitos y las alegorías el propio y verdadero arte indú, de forma que tal tarea fue asumida por la
filosofía, que acompaño con sus refinadas elaboraciones la constitución de los dogmas religiosos.

De modo diferente ocurrió en la religión cristiana. Su fundador no fue un sabio, sino un ser divino; su
doctrina consistió en la voluntad del dolor: creer en él significó imitarlo, y esperar la salvación quiso
decir, sencillamente, reunirse con él. A los pobres de espíritu no les fue necesario poseer una
explicación metafísica del mundo; el conocimiento de su dolor estaba íntimamente presente en su
sensibilidad, y lo único que les fue pedido por el divino fundador fue que no cerrasen sus corazones a
tal conocimiento. Está claro que si la fe de Jesús hubiese quedado como patrimonio de los pobres, el
dogma cristiano hubiera llegado a nosotros como la más simple de las religiones; en realidad era algo
demasiado simple para los inteligentes y ricos de espíritu, y todas las confusiones increíbles,
producidas por el espíritu de las sectas en los tres primeros siglos de vida del cristianismo, no fueron
más que luchas sin fin, entendidas por los ricos de espíritu para hacer propia la fe de los pobres de
espíritu, desviando y torciendo la verdadera sustancia de las cosas con la violencia de los conceptos.

La Iglesia no se decidió al fin a rechazar la elaboración filosófica de los artículos de una fe destinada a
la acogida por el sentimiento; lo que le habría debido conferir, en virtud de su origen, una dignidad
sobrehumana, y acabó por tomarlo prestado del resultado de las competencias entre las sectas,
sacando de ellos toda aquella complicada masa de mitos, para los cuales pretendió finalmente
imponer una fe incondicionada, con despiadado rigor, como si se hubiese tratado de verdades de
hecho.

Para juzgar la fe en los milagros, la mejor vía es la de tomar en consideración la mutación que se
pretende del hombre natural, el cual en primer lugar considera al mundo y sus manifestaciones como
lo único verdaderamente real; porque precisamente se exige en este caso que, por el contrario,
reconozca el mundo como pura apariencia y como nada, buscando la propia y auténtica verdad fuera
de él. Si a pesar de ello se define como milagro un proceso en virtud del cual se suspenden las leyes de
la naturaleza, y después de madura reflexión se percata de que estas leyes están en realidad fundadas
tan solo en nuestra actividad representativa, y ligadas indisolublemente a nuestras funciones
cerebrales, la fe en el milagro pasa a ser claramente un corolario casi necesario en la transformación
que se opera en la voluntad de la vida contra las aspiraciones de la naturaleza. El mayor milagro es, en
todo caso, para el hombre natural, esta transformación de la voluntad, en la cual se contiene ya la
suspensión de las leyes de la naturaleza; mientras que lo que produce tal conversión debe estar
necesariamente muy por encima de la Naturaleza y poseer potencia sobrehumana, de forma que la
unión con esa potencia sobrehumana es la única cosa deseable y digna de ser perseguida. A sus
pobres, Jesús les significó este mundo divino llamándolo Reino de Dios, y contraponiéndolo al Reino
de este mundo; aquél que llamaba a sí a los fatigados y oprimidos, a los que sufren y a los
perseguidos, a los pacíficos y a los benignos, a los que aman a sus enemigos y al universo entero, era
su Padre celeste, y él era el Hijo enviado a aquéllos sus hermanos.

Aquí hay que ver el mayor de los milagros, y lo llamamos, por eso, Revelación. Cómo haya sido
posible después sacar una religión de Estado para emperadores romanos y verdugos de herejes, lo
veremos mejor más adelante; lo que aquí nos interesa, es el modo en que se han venido formando, casi
por necesidad, aquellos mitos, cuyo excesivo desarrollo acabó por quitar prestigio, debido a las
superfluas artificiosidades, al dogma, pero que sin embargo trajo al arte nuevos contenidos ideales.

Lo que generalmente entendemos por eficacia artística es sustancialmente la elaboración de la imagen;


el arte, así pues, intuye la imagen del concepto, en la cual este último se manifiesta exteriormente a la
fantasía; y lo eleva, mediante la elaboración de las alegorías en perfectas imágenes que encierran en sí
la sustancia, al rango de una revelación. Muy bien se expresa nuestro gran filósofo a propósito de la
imagen ideal de la estatua griega. En ella el artista casi mostró a la naturaleza lo que ella habría

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querido pero no había podido ser plenamente; por lo cual, el ideal artístico superó a la naturaleza. De
la fe de los griegos en los dioses podría decirse se atuvo siempre al antropomorfismo, según la
tendencia artística helénica.

Sus dioses fueron imágenes claramente individualizadas y definidas; sus nombres servían para
determinados conceptos generales, del mismo modo que los nombres de los objetos coloreados
servían para definir los mismos distintos colores, para los cuales los griegos no tenían denominaciones
abstractas como las nuestras; y los llamaban dioses para indicar su naturaleza divina; en cuanto a lo
divino en sí lo llamaban "el Dios".

Jamás pasó por la mente de los griegos el pensar en Dios como persona y conferirle una figura, como
hicieron, sin embargo, con sus dioses; ‘Dios’ quedó como un concepto confiado a la definición de los
filósofos, en torno a cuya clara determinación en vano se afanó por largo tiempo el espíritu helénico,
hasta que ocurrió que, de una masa de pobre gente entusiasta, llegó la increíble nueva de que el Hijo
de Dios se había sacrificado en la Cruz por la liberación del mundo de las ataduras del pecado y del
engaño. En este punto no hay nada que hacer ya con las magníficas y diversas elucubraciones de la
razón humana, la cual, sin embargo, intentó percibir la naturaleza de este Hijo de Dios que había
pasado sobre la tierra y había sufrido hasta la infamia: una vez manifestado, con su aparición, el gran
milagro de la Transformación de la voluntad de vida, que los creyentes advertían en sí mismos, ya en
esto estaba comprendido el otro milagro de la divinidad del Salvador. Pero con esto se admitía
también, automáticamente, que Dios se había manifestado en forma humana: el cuerpo puesto sobre
la cruz en el doloroso martirio era la misma imagen del infinito amor misericordioso. ¿Era, quizás,
también, un símbolo apto para suscitar la más alta compasión, la adoración del dolor, y la imitación a
través del aniquilamiento de todo querer egocéntrico y egoista?. No, era una imagen, una verdadera y
presente realidad humana. En ella y en su eficacia sobre el sentimiento humano reposa todo el encanto
en virtud del cual la Iglesia acabó por asimilar el mundo greco-romano. Lo que, al contrario, debía
hacerle nocivo, y conducir al fín al ateísmo cada vez más pronunciado de nuestros tiempos, fue la
unión, impuesta con tiránica violencia, de esta divinidad en cruz con el Creador del cielo y de la tierra
hebraico, Dios iracundo y vengativo, el cual parece que tuvo mejor fortuna que el misericordioso
Salvador de los pobres, ofrecido en sacrificio a los hombres. Pero aquél Dios fue en realidad
repudiado por los artistas: Jahvé en la zarza ardiendo, o incluso el digno anciano de la barba blanca,
que surge de las nubes como Padre que bendice al propio Hijo no podía decir mucho al ánimo del
creyente, aunque fuese ofrecido con todas las elegancias del arte; mientras el Dios que sufre en la cruz,
con el rostro cubierto de sangre y de heridas, aun cuando fuese representado artísticamente de modo
tosco, conmueve en todos los tiempos.

Como empujada por una necesidad de carácter artístico, la fe, aun dejando en su sitio al Padre Jahvé,
se deslizó hacia el necesario milagro del nacimiento del Salvador del seno de una Madre que, dado
que no era Ella misma divina, se hacía divina por el hecho de que, Virgen, procreaba, contra toda ley
de la naturaleza al Hijo, sin concepción humana. Un concepto infinitamente profundo expresado en
forma milagrosa. Con todo, encontramos más veces en el curso de la historia del cristianismo el
fenómeno de la capacidad de realizar milagros en virtud de la pureza virginal, en lo cual se mezcla
una explicación metafísica con una explicación fisiológica, reforzando la una a la otra, propiamente en
el sentido de ‘Causa finalis’ de acuerdo con una ‘Causa efficiens’; el milagro de la maternidad sin
concepción natural resulta, como fuere, plausible sólo en virtud del mayor milagro que es el mismo
nacimiento de Dios: puesto que en éste se manifiesta la negación del mundo, como vida ejemplar
sacrificada al fin de la Salvación. Dado que el Salvador no tiene pecado, ni siquiera la capacidad de
pecar, ya antes de su nacimiento debía estar en El completamente anulada la voluntad para quien no
podía propiamente padecer, sino sólo compadecer; y la raíz de esto debía manifestarse necesariamente
en su nacimiento, producida no por voluntad de vida, sino por la voluntad de liberación de la vida.
Pero esto, que, naturalmente, podía intuirse solamente en el entusiasmo de la iluminación religiosa,
estuvo, como artículo de fe, expuesto a las más graves deformaciones por parte de la concepción
realista popular. Era fácil decirle: Inmaculada Concepción de María; más difícil pensarla y más aún
imaginaria. La Iglesia, que en el Medioevo confiaba las pruebas de sus artículos a la filosofía
escolástica, trató al fin de recurrir a las representaciones sensibles: sobre el portal de la Iglesia de San
Ciliano en Würzburg, se ve en un bajo relieve la dulce imagen de Dios, que, surgiendo de una nube,

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insufla, mediante una caña, el embrión del Salvador en el cuerpo de María. Es un ejemplo que vale
para todos.

Hemos señalado desde el principio la decadencia de los dogmas religiosos, los cuales caen en el
artificio, expresando nuestra contrariedad al respecto; pero este mismo ejemplo puede servir para
mostrar de la forma más clara el papel que asume el verdadero arte con su poder idealizador, sólo con
que- pensemos en las imágenes de los divinos artistas, como por ejemplo la llamada Madonna Sistina,
de Rafael. Aun en cierto sentido realista a la manera eclesiástica, se trata de la representación
adoptada por los grandes artistas del milagro de la Concepción de María, cuya Anunciación es
realizada por un ángel que se le aparece; sin embargo, aparece ya la belleza espiritual, despojada de
toda sensualidad de las figuras, y que sugiere el presagio del divino misterio. El cuadro de Rafael, por
el contrario, muestra la realización del divino milagro operado en la Virgen Madre, la cual tiene en
brazos, en una luz de revelación, al hijo nacido de su seno. Y hay en esto una belleza que el mundo
antiguo, pese a estar tan dotado artísticamente, no había ni siquiera presagiado: puesto que no se trata
ya de la severa castidad que hace intocable a Artémide, sino del mismo Amor divino alejado de toda
posibilidad de conocimiento de un defecto de castidad, lo que produce, desde lo más íntimo de la
negación del mundo, la afirmación de la liberación y de la salvación. Y he aquí que es precisamente
este inexpresable milagro el que vemos ante nosotros, con nuestros ojos, noble y claro, completamente
ligado a la más escogida experiencia de nuestro ser profundo, y distante aún de toda pensabilidad de
experiencia real; de modo que, si la representación griega de la naturaleza ponía ante los ojos el ideal
no alcanzado por ella, ahora es el artista quien ofrece finalmente el secreto, intangible e
indeterminable conceptualmente, del dogma religioso en una especie de abierta revelación, que no se
realiza ya en el ámbito de la razón razonable, sino en el de la intuición extasiada.

Otro dogma se ofrecía asimismo a la imaginación del artista, precisamente aquel que la Iglesia pareció
tener en más que el otro de la salvación mediante el amor. El vencedor del mundo había sido también
el juez del mundo. El divino niño había lanzado desde lo alto de los brazos de la Virgen Madre su
mirada sobre el mundo, reconociéndolo, más allá de la multiplicidad de las apariencias excitantes de
los deseos, tal y como es en su verdadera esencia, presa de la muerte y envuelto por el terror de la
muerte. Ante la potencia del Redentor, este mundo de odio y de codicia no podía resistir; él llamaba al
desamparado cargado de penas a la redención, a través de la pasión y de la compasión, en el reino de
Dios, mostrándole el naufragio del mundo, pesado sobre la balanza de la justicia, en la charca de sus
pecados. Desde las amenas colinas soleadas, desde las que con un amor predilecto anunciaba la
salvación al pueblo, siempre en forma clara y comprensible, mediante imágenes y parábolas, El
indicaba a sus pobres el desierto y triste valle de la Geenna, donde el día del juicio habrían acabado la
avaricia y la voluntad homicida. El Tártaro, el Infierno, Hela, todos los lugares del castigo postmortal
de los viles y malvados, se encontraron en la Geenna; y hasta hoy, la Iglesia ha continuado espantando
con el Infierno a las almas, mientras el Reino de Dios se ha ido alejando cada vez más. Y he aquí el
Juicio Universal, esperanza para unos y terror para otros. No hubo nada de horrible y repugnante que
no fuese empleado con escalofriante artificio por la Iglesia, para suministrar a la fantasía aterrorizada
de los pueblos imágenes del lugar de eterna condonación, llamando a tal fin a recopilación a todas las
representaciones mitológicas de las religiones ligadas a la creencia de penas infernales.

En la piedad de tanto horror, un sobrehumano artista sintió la vocación de representar del mismo
modo este tremendo suceso, como si al cumplimiento de la idea cristiana no le debiese faltar la pintura
del Juicio Final. Si a Rafael le plugo mostrar a Dios nacido en el vientre del más sublime amor, Miguel
Angel representó su extraordinario fresco a Dios llevando a cabo su terrible tarea, en el acto alejar,
repeliéndole del bienaventurado Reino de los llamados a la vida, lo que pertenece al mundo de la
muerte. Y, no obstante, a su lado, la Madre de la que ha nacido, que ha sufrido con él y por él los más
divinos dolores lanza su mirada eterna de piadosa compasión hacia aquellos que han quedado fuera
de la salvación liberadora. Allá estaba la fuente, aquí el bullente torrente de lo divino.

Aun cuando con estas indagaciones no se quiera trazar una historia de la evolución del arte a través
de la idea religiosa, sino sólo indicar la afinidad de ambos, hay que subrayar, sin embargo, la
circunstancia de que casi sólo el arte figurativo, y de modo particular la pintura, tuvieron la misión de
proporcionar la representación ideal de los dogmas religiosos, ya por su naturaleza hechos de
imágenes, confiriendo a los mismos forma sensible. Por el contrario, la poesía sufrió el influjo de la

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configuración sensible de los dogmas religiosos, en el sentido de que se vió obligada a permanecer
adherida a los conceptos fijados canónicamente como formas que pretendían poseer veracidad real y
credibilidad de hecho. Dado que los mismos dogmas constituían en sustancia conceptos sensibles, ni
siquiera el más grande genio poético, que no puede operar de un modo u otro sino a través de
conceptos sensibles, se le podía conceder el aportar alguna alteración a los mismos sin caer la herejía;
como ocurrió de hecho a todos los espíritus poéticos filosóficamente dotados, que cayeron en tal recelo
en los primeros siglos de la vida la Iglesia. Quizás fue Dante el que poseyó la más patente energía
creadora poética que fuese jamás concedida a un mortal; en el enorme poema, sin embargo, su
imaginación revela verdadera potencia creadora sólo allí donde consigue tratar los conceptos
dogmáticos sino en el sentido de la credibilidad realista querida por la Iglesia, razón por la cual éstos
permanecen en el poema en su crasa artificiosidad, que les hace aparecer, incluso en boca del gran
poeta, inconstantes y absurdos.

En cuanto al arte figurativo, es notable el hecho de que su energía creadora ha ido menguando en la
medida en que se ha ido alejando de la religión. Entre aquellas sublimes revelaciones artístico-
religiosas, a que nos hemos referido, de la divina generación del Redentor, y de la celebración final del
Juicio supremo, la más dolorosa de todas las imágenes, la del Salvador que sufre en la Cruz, había
sido representada por los artistas con la mayor perfección, constituyendo después el tipo fundamental
de las múltiples representaciones de los mártires y los santos, iluminados de voluptuosidad estática,
en medio de los más tremendos sufrimientos. Pero la representación de las penas corporales, y de los
instrumentos y autores de aquellas, indujo a los artistas a dirigir su atención al común mundo real,
donde se encuentran en cantidad los ejemplos típicos de la crueldad y maldad humanas. Fue ahí
donde el elemento característico acabó por atraer a los artistas con su misma atrayente multiplicidad:
el retrato perfecto, aún del más bajo delincuente, de los que había tantos ejemplares en el ambientes de
los príncipes mundanos y eclesiásticos de aquellos tiempos singulares, se convirtió en una agradable y
fecunda tarea del pintor, quien por otra parte había sabido sacar siempre sus motivos para la
representación de lo bello del encanto sensible femenino, por todas partes presente. En el último ocaso
de la artística idealización del dogma cristiano relampagueó la aurora del retorno al ideal artístico
griego; no obstante, no era la lección de aquel mundo antiguo, esto es, la unidad del arte helénico con
la religión antigua, que había producido aquella su perfección, pero que. no podía ahora servir. Basta
echar una mirada sobre una antigua estatua de Venere, comparándola con una pintura italiana con
figura femenina, también llamada Venere, para comprender la diferencia que existe entre el ideal
religioso antiguo y el moderno realismo humano. Del arte antiguo derivó sólo el sentido de las
formas, mas no su contenido ideal; mientras, de este retorno huía ahora el ideal cristiano, y sólo el
mundo real permanecía tangible para los nuevos artistas. Cómo acabó después por ser representado
este mundo real, y qué motivos fuese ofreciendo al arte figurativo, es problema que queremos dejar de
lado, limitándonos a constatar que el mismo arte, destinado a alcanzar las más altas cimas en su
afinidad con la religión, cuando ve menoscabado este carácter, acaba, como ha ocurrido, por decaer
completamente, como es difícil no admitir.

Pero para entrar en contacto, una vez más, con aquella afinidad a que nos hemos referido, buscando el
núcleo más profundo, echemos ahora una mirada a la música.

Si la pintura consiguió hacer intuitivo el contenido ideal del dogma, que ofrecía bajo la forma de
conceptos alegóricos, poniendo como objeto de las representaciones idealizadoras la misma imagen
alegórica, sin verse obligada a poner polémicamente en duda la credibilidad real, el arte poético, por
el contrario, debió dejar intacto, como hemos visto, en su intangibilidad, los dogmas de la religión
cristiana, por el hecho de que, trabajando precisamente mediante conceptos, no podía hacer menos
que tomar como carga la forma conceptual del dogma. Por ello, quedaba libre para la poesía sólo la
expresión lírica del rezo o de la adoración estática, la cual, a su vez, dado que el concepto podía sólo
ser tratado en el estilo fijado canónicamente, habría encontrado necesariamente su más libre
desemboque en la a-conceptualidad de la expresión musical. Sólo en la música, la lírica cristiana llegó
de hecho a un propio y verdadero arte. La música eclesiástica era cantada sobre las palabras de los
conceptos dogmáticos; pero en su efecto fónico desenlazaba y diluía las palabras, junto con sus
conceptos, hasta anular su inteligibilidad, ofreciendo a la sensibilidad extasiado de los oyentes el
contenido emotivo. En términos rigurosos, la música es el único arte que corresponde perfectamente a
la fe cristiana, de forma que la única música que, al menos hoy, conocemos como arte, es precisa y

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únicamente un producto del cristianismo. A su formación no contribuyó el resurgir del arte antiguo,
cuyo aspecto universal nos es completamente desconocido, razón por la cual la música es también el
arte más joven y más capaz de infinitos desarrollos y efectos. No es nuestra misión indagar la
evolución que ella ha sufrido hasta hoy o sufrirá en el porvenir, dado que aquí debemos considerar
solamente la afinidad que la liga con la religión. En este sentido, después de la alusión que hemos
hecho del necesario disolverse, en el campo de la poesía lírica, del concepto verbal de la imagen
sonora, es necesario reconocer que la música revela la verdadera sustancia de la religión cristiana, con
incomparable plenitud. Y, por esto, querríamos ponerla en la misma relación con la religión, en la que
percibimos la imagen del divino Niño frente a la de la Virgen Madre, en la pintura de Rafael; porque,
en cuanto forma pura de un contenido divino completamente desenlazado del concepto, puede valer,
para nosotros, como un renacer liberador del dogma divino operado por la constatación de la nulidad
del mundo fenoménico. También la figura más ideal trazada por el pintor, que, debido a las
atenciones por el dogma, determinada por el concepto; y aquella sublime figura virginal de la Madre
de Dios nos eleva sólo por encima del concepto, hostil a la razón del milagro, mostrándonos sin
embargo a la imagen. Por ello decimos: significa esto. Pero la música nos dice: es así, porque impide,
de golpe, todo dualismo entre concepto y sensación, en virtud de la imagen sonora completamente
lejana del mundo de las apariencias, incomparable con todo elemento real, penetrando en nuestro
espíritu como por encanto.

Quedó, pues, como misión de la música, en virtud de esta sublime propiedad suya, el
desembarazarse, por fin, completamente, del concepto verbal; la música más pura concretó esta
liberación, contemporáneamente a la caída del dogma religioso, a vano juego de charlatanería
racionalista o jesuítica.

Pero la completa mundanización de la Iglesia trajo consigo, como consecuencia, también, la


mundanización de la música; en los países en donde ambas están todavía unidas, como, por ejemplo,
en la Italia actual, no hay diferencia entre lo que sucede en la Iglesia y lo que ocurre en cualquier
parada mundana. Sólo la definitiva separación de la decadente Iglesia hizo posible el arte de los
sonidos conservarse como la más noble herencia de la idea cristiana, en la pureza innovadora de su
supramundo; la sustancial afinidad de una sinfonía beethoveniana con una religión purísima,
floreciente sobre el tronco de la revelación de Cristo, se nos aparecerá mejor en la continuación de
nuestra exposición.

Para llegar, entretanto, debemos aún recorrer antes un fatigoso camino, que nos muestre el motivo de
la decadencia de las más altas religiones, e, implícitamente del naufragio de todas las culturas por
ellas suscitadas y de las artes por ellas fecundadas. Sólo éste puede ser, si bien a primera vista arduo,
el verdadero camino para volver a encontrar las costas de una nueva esperanza de la humanidad.

II

Si nos ponemos a indagar la fase del desarrollo humano que, por estar fundada sobre la más alta
tradición, llamamos historia, es fácil comprender que las religiones que se han manifestado en el curso
de la historia se inclinaron hacia su propia decadencia interior precisamente en razón de su duración
exterior. Las dos religiones más sublimes, el brahamanismo, con su derivado el budismo, y el
cristianismo, enseñan, ambas el despego del mundo y de sus pasiones; y con ello se colocan
directamente en oposición a la corriente normal del mundo que, sin embargo, no pueden detener. Su
permanencia histórica en el mundo parece por lo tanto poder explicarse sólo con el hecho de que por
un lado introdujeron en el mundo la noción del pecado, pero por el otro, sobre la base de esta noción,
instauraron una tiranía sobre los espíritus, paralela a la que se llevó a cabo históricamente, a través de
la evolución de los sistemas políticos, sobre los cuerpos; ésta rápidamente deformó, hasta hacerla
irreconocible, la pureza de la idea religiosa, siguiendo la pendiente de la general decadencia del
género humano.

La doctrina de la pecaminosidad de los hombres, que constituye el punto de partida de aquellas dos
sublimes religiones, resulta incomprensible a los llamados "espíritus libres", porque no admiten ni el
derecho de las iglesias existentes a hablar del pecado, ni del Estado a declarar delitos a ciertas acciones
determinadas. Si en realidad es cierto que ambos derechos pueden considerarse problemáticos, no

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menos problemática es la objeción, si se dirige al mismo núcleo de la religión; puesto que, en líneas
generales, hay que admitir que no son las mismas religiones las culpables de su decadencia, sino que
más bien ha sido la decadencia la que se ha desarrollado con tal fatalidad natural que ha excluido toda
posibilidad de oponérsela válidamente, evitando el ser arrastrado por la corriente.

Pero es precisamente de la infausta explotación de la doctrina del pecado donde se ve de modo más
claro en qué modo se ha desarrollado este terrible proceso involutivo; y quizás se toma el justo punto
si nos ponemos a considerar la doctrina brahmánica, la cual conceptúa pecado el asesinato de todo ser
viviente, y el alimentarse con los cadáveres de los animales asesinados.

Considerando más de cerca el sentido de esta doctrina, y de la prohibición sobre ella fundada, se llega
a tocar la raíz de toda verdadera convicción religiosa, y así, a asir el contenido más profundo de todo
verdadero conocimiento del mundo según su esencia y su aspecto fenoménico. Porque aquella
doctrina brotó de la premisa del reconocimiento de la unidad de todo ser viviente, y de la ilusión de
nuestra concepción sensible, que nos muestra esa unidad bajo el aspecto de multiplicidad y diversidad
sin fin. Era el resultado de un profundísimo conocimiento metafísico; y cuando el brahmán, frente a la
interminable multiplicidad de las formas del mundo viviente, exclamaba: “¡Esto eres tú!", se
despertaba instantáneamente, en el que escuchaba, el conocimiento de la verdad, según la cual,
sacrificando una de las criaturas vivientes como nosotros, no se hace otra cosa sino matamos y
devoramos a nosotros mismos. El animal se diferencia del hombre sólo por el grado de su desarrollo
intelectual, y en todo lo que precede a tal grado, pero, sin embargo, sufre y desea, se manifiesta en él la
misma voluntad de vida que aparece en el hombre dotado de razón, y esta voluntad de vida busca
paz y liberación en este mundo de las mudables formas y de las fugaces apariciones; y, en fin, la paz
del descompuesto deseo y de la tensión sin fin puede sólo obtenerse a través del más riguroso ejercicio
de la benignidad y la compasión hacia los vivientes; ésta es la verdad religiosa, irrebatible que ha
permanecido como patrimonio de los brahmanes y de los budistas, hasta el día de hoy. Hacia
mediados del siglo pasado, por ejemplo, especuladores ingleses compraron toda la cosecha india de
arroz, produciendo con esto una carestía en el país que costó millones de víctimas, que perecieron de
inanición debido a sus amos. Testimonio patente de la pureza de una fe religiosa, con la cual todavía
aquellos creyentes se excluían a sí mismos de la llamada historia.

Si nos dirigimos, sin embargo, más de cerca, a los éxitos conseguidos y documentados de nuestro
género humano, no podemos menos de percibir la razón de su piadosa inconsistencia en la locura, que
toma como ejemplo la bestia feroz, cuando, ni siquiera ya impelida por el hambre, se lanza sobre la
presa por el puro placer de desencadenar la violencia de sus energías. Si los fisiólogos están todavía
dudosos en tomo al problema de si el hombre está, por naturaleza, destinado a la alimentación animal
o vegetal, la historia nos lo muestra, sin lugar a dudas, desde su primera aparición, ya avanzado en el
camino del desarrollo como animal de presa. Conquista tierras, somete las especies que se nutren de
frutos, funda - venciendo a otros vencedores grandes reinos, constituye estados y construye
civilizaciones, para disfrutar en paz de los frutos de sus rapiñas.

Por muy deficientes que sean nuestros conocimientos científicos sobre el punto de partida de este
desarrollo histórico, podemos, sin embargo, admitir que el nacimiento y la primitiva sede de las razas
humanas debe establecerse en tierras cálidas, y cubiertas de rica vegetación; más difícil parece decidir
qué grandiosas modificaciones del género humano, ya en pleno desarrollo, hayan impulsado a una
gran parte de él a salir de sus lugares naturales de origen, y dirigirse a regiones más rudas e ingratas.
Los aborígenes de la actual península india vivían quizás, en los primeros albores de la historia, en los
valles más fríos de los altiplanos del Himalaya, y se nutrían mediante la cría de ganado y la
agricultura. De allí emigraron, bajo el impulso de una región benigna, que correspondía a las
necesidades de la vida pastoril, a los más, bajo valles del Indo, para volver, de nuevo, a la posesión de
su tierra de origen, es decir, a las tierras del Ganges.

Grandes y- profundas deben haber sido las impresiones de este retomo sobre el espíritu de las estirpes
humanas tan ricas ahora en experiencias: a las necesidades de la vida se les ofrecía, generosa, una
opulenta naturaleza, generadora de toda clase de bienes; la contemplación y la recogida meditación
indujeron probablemente a aquellas gentes, que ya no tenían preocupaciones por su sustento, a
profundas consideraciones en tomo al mundo, del cual no habían conocido hasta entonces más que

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necesidades, preocupaciones, imposibilidad de rehuir el duro trabajo, la competencia y la lucha por la
existencia. Al brahmán, que se sentía ahora como renacido, los guerreros debieron presentársela como
tutores de la paz eterna, necesarios, y por tanto dignos de compasión; pero los cazadores se les
presentaron ciertamente como seres horribles, y los carniceros de sus animales domésticos,
francamente inconcebibles. En este pueblo, no se desarrollaron en las encías colmillos de jabalí, y, sin
embargo, no fue menos valiente que los otros pueblos de la tierra, y supo soportar valerosamente
todos los tormentos que le fueron inflingidos por sus tardíos perseguidores, por la pureza de su fe
dulce y serena, de la que jamás un brahmán o un budista se dejó desviar por miedo o por cólera, como
sucedió, por el contrario, entre los creyentes de todas las demás religiones.

En los mismos valles de las tierras del Indo, se verificó aun más esta separación por la cual estirpes
consanguíneas se separaron de los que volvían a la antigua tierra natal del sur, para penetrar, hacia
Occidente, en las amplias tierras de la Asia Menor, donde los vemos, en el transcurso del tiempo,
como fundadores y conquistadores de poderosos reinos, erigiendo, cada vez con mayor
determinación, monumentos históricos. Estos pueblos habían recorrido los desiertos que separan los
extremos de Asia de la tierra del Indo; el animal de rapiña, fustigado por el hambre, les había
enseñado a no servirse ya sólo de la leche como alimento, sino también de la carne de sus rebaños,
hasta que, pronto, sólo la sangre pareció capaz de alimentar el valor de los conquistadores. Ya las
rudas estepas de Asia, que se extienden al norte, sobre las montañas indias, donde la huida ante
extraordinarios procesos naturales había expulsado a los habitantes a regiones más benignas, habían
criado a la bestia humana feroz. Fue de allá de donde surgieron, en todos los tiempos antiguos y
recientes, las oleadas de destrucción y asfixia de toda tendencia dulce, como narran las leyendas
originarias de las estirpes iránicas, llenas de luchas continuas con los pueblos tiránicos de las estepas.
Agresión y defensa, necesidad y lucha, victoria y derrota, señorío y esclavitud, todo siempre sellado
con la sangre: he aquí lo que de ahora en adelante cuenta la historia de las estirpes humanas.

Y, sucediendo a las victorias de los fuertes, rápidos relajamientos debidos a culturas aportadas por los
pueblos esclavizados; en fin eliminación de los degenerados por parte de nuevas energías rudas,
ataques de espíritus sanguinarios, aún indómitos. En esta progresiva decadencia, la sangre y los
Cadáveres parecen haberse convertido en el único alimento digno de los conquistadores: una cena de
Tieste habría sido imposible entre los indios; y fue, así y todo, un mito, con el cual, como con otros, se
deleitó la imaginación humana, una vez. que se le hizo familiar el asesinato de los hombres y de los
animales. Por otra parte, ¿cómo puede ya la fantasía del hombre civil moderno volver la cabeza con
disgusto ante semejantes imágenes, una vez que se ha acostumbrado a ver un matadero parisiense en
pleno trabajo a primeras horas de la mañana, o un campo de batalla, por la tarde, tras una gloriosa
victoria? Ciertamente hemos ido aún más allá de lo simbolizado en el banquete de Tieste, dado que a
nosotros nos son posibles despiadadas ilusiones sobre una realidad que a nuestros antiquísimos
antepasados se presentaba en todo su horror. Hasta aquellos pueblos. que, como conquistadores,
avanzaron sobre Asia Menor, manifestaron un sentimiento de sorpresa por la corrupción, en la cual se
hallaron sumidos a través de conceptos religiosos severos, como los que se encuentran. en el fondo de
la religión de Zoroastro. El Bien y el Mal: Luz y Oscuridad, Orrnuzd y Arimani, lucha y acción,
creación y destrucción. ¡Hijos de la Luz, tened horror de la noche, aplacad el Mal, y obrad el Bien!. En
esta máxima se advierte aún un espíritu afín al del antiguo pueblo indio, pero envuelto ahora en el
pecado, y en la duda acerca del éxito de la lucha que no se extinguirá jamás.

Otro camino de salida buscó la voluntad del hombre, cada vez más sapiente, entre tormentos y
dolores de su pecaminosidad, sobre la ruina que iba desnaturalizado progresivamente su innata
nobleza: estirpes altamente dotadas, a las que resultaba tan difícil volver al Bien, consiguieron, sin
embargo, coger el fruto de la Belleza.

Inmersos en la plena afirmación de la voluntad de vida, los espíritus, helénicos no escaparon, desde
luego, a la conciencia del semblante terrible de la existencia, pero consiguieron, sin embargo, hacer de
esa misma conciencia una fuente de intuición estética: el Heleno miró, cara a cara, a lo horrendo en
toda su autenticidad; ésta, no obstante, se hizo en él estímulo hacia una representación, que la
autenticidad misma hacía bella. En el espíritu griego vemos, por así decirlo, obrarse una especie de
cambio, de juego alternando entre la capacidad de crear formas y de conocer, en el que el gozo del
formar busca dominar el terror del conocer.

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Satisfecho con esto, contento del fenómeno, porque ya ha aprendido a aprisionar en él la realidad
desnuda del conocimiento, no se hace preguntas acerca del fin de la existencia, y deja sin resolver el
conflicto del bien y el mal, semejante en esto a los parsis, aceptando gustosamente la muerte por una
vida bella, y dispuesto a hacer bella también a la muerte.

Hemos hablado, en sentido elevado, de juego, y, propiamente de un juego del intelecto en su


liberación de la voluntad, a la cual sirve, de ahora en adelante, sólo como instrumento de la
contemplación del propio yo, pero con esto hemos hablado en realidad de los ricos de espíritu. La
desdicha, sin embargo, de la constitución mundana, es que todos los grados del desarrollo de las
manifestaciones de la voluntad, empezando por los elementos primeros hasta llegar (a través de las
más bajas organizaciones), al más rico de los intelectos humanos, están juntos el uno al lado del otro
en el espacio y en el tiempo, por lo que la más alta organización está siempre presente y operante
junto a las manifestaciones más bajas y groseras de la voluntad. También la florescencia del espíritu
helénico estaba ligada a las condiciones de esta complicada existencia, la cual tiene por fundamento
un planeta que se mueve según leyes fatales con todas sus criaturas que, vistas retrospectivamente,
aparecen cada vez más rudas y despiadadas. Así se llegó a colmar el mundo, en toda su extensión,
como un hermoso sueño de la humanidad, con su perfume engañoso del cual pudieron no obstante
gozar sólo los espíritus liberados de las rudas necesidades del sobrevivir; ¿No constituía esto
precisamente un juego, donde el momento en que la realidad no es nada mas que sangre y crimen,
personajes indómitos, donde la fuerza es la que manda, y la misma liberación del espíritu parece
alcanzable sólo a precio de esclavitud?. No podía dejar de revelarse, a la postre, como un juego
despiadado, este ocuparse del arte y este placer que se obtenía al sentirse libres de las necesidades del
sobrevivir, apenas en el arte no se lograse ya crear nada nuevo; porque el ideal y su logro había sido
una cosa privada del genio individual; pero lo que dura por encima del genio no es más que el
pasatiempo de las habilidades logradas por éste. Y así vemos de hecho al arte helénico sobrevivir, sin
el genio helénico, en el imperio romano, donde no consiguió limpiar las lágrimas del ojo de un pobre,
ni sacar una gota del corazón árido de un rico. Si un lejano rayo de Sol, que se extenderá sobre el
sereno imperio de los Antoninos, logra aún ilusionarnos, ello fue debido a un breve triunfo del
espíritu artístico y filosófico sobre el crudo movimiento de las incesantes fuerzas históricas en mútuo
exterminio. No obstante, esto también es más una ilusión que otra cosa, un relajamiento que tiene sólo
el aspecto de una pacificación. En vano se intentaba, con medidas de precaución contra la violencia,
detener la violencia. Aquella paz mundial descansaba sólo sobre el derecho del más fuerte, y el género
humano no había, en realidad, cesado jamás, desde que había caído en la codicia sangrienta de la
rapiña, de creerse en el derecho de alcanzar, únicamente con la fuerza de aquel principio, la posesión
y el goce de los bienes. Y esto fue ley tanto para el heleno artista como para el tosco bárbaro: no hubo
culpa de sangre que aquel pueblo que sabía tan bien crear, no se atrajese sobre sí, en el desgarrador
odio para con sus vecinos. Hasta que el más fuerte se acercó también a él, para caer a su vez víctima
del más violento, y así, siglo tras siglo, poniendo en juego cada vez más rudas energías, han terminado
por conducirnos hoy ante gigantescos cañones y murallas acorazadas, erigidas para nuestra defensa,
que se multiplican cada vez más de año en año.

Siempre ha sucedido que, en medio de la locura de la sed de sangre y rapiña, hombres sabios llegasen
al conocimiento de una enfermedad fundamental del género humano, que lo conduce fatalmente por
el camino de la creciente degeneración. Algunos indicios provenientes de los hombres que viven en
estado natural, y míticos recuerdos crepusculares, les permitieron entrever cual sería la condición
natural del hombre, y, por contraste, su degeneración actual.

Un misterio intrigó a Pitágoras, el maestro de la alimentación vegetariana, pero ningún sabio después
suyo especuló sobre la esencia del mundo ni refundir su doctrina. Se fueron formando paulatinamente
sociedades secretas que, lejos de la mirada del mundo y de sus violencias, se ejercitaron en seguir la
doctrina como un medio religioso de purificación del pecado y la miseria. Hasta que, entre los más
míseros del mundo, apareció el Salvador, para mostrar el camino de la redención, no ya con la
doctrina, sino con el ejemplo: dió su carne y su sangre, como última y más alta ofrenda de expiación
de toda la sangre pecaminosamente vertida y toda la carne descuartizada; y por ella dió, como
cotidiana, a sus discípulos, pan y vino: ‘Alimentaos sólo de esto de ahora en adelante en memoria mía’
(1). Es éste el único oficio de salvación de la fe cristiana: cultivando este banquete se ejercita hasta el
fondo la doctrina del Salvador. Una doctrina que la Iglesia cristiana persigue siempre con angustiosos

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remordimientos de conciencia, sin conseguir jamás ponerla en práctica en toda su pureza, no obstante
que, mirado seriamente, constituya el núcleo, perfectamente asimilable para todos, del cristianismo.
Así, se ha convertido en una mera acción simbólica, ejercitada por el sacerdote, pero alterada en su
espíritu, mientras su verdadero sentido se expresa sólo en los ayunos periódicos, practicados sin
embargo en su más estricta observancia por parte de las solas órdenes religiosas, más en el sentido de
una privación para incitar a la humildad, que en el de un verdadero y auténtico medio de salud
corporal y espiritual.

Quizás fue precisamente la imposibilidad de llevar a las últimas consecuencias de observancia de este
precepto del Redentor, mediante la abstención completa de comida animal por parte de todos los
creyentes lo que constituyó la razón esencial del decaer tan rápido de la esencia de la religión
cristiana. Reconocer esta imposibilidad es, de hecho, reconocer la decadencia inevitable del género
humano. Llamada a recoger la herencia del estado fundado sobre la rapiña y la violencia, la Iglesia
debía, según el espíritu de la historia, ver la mejor vía en el dominio sobre el imperio y sobre los
estados. A este fin, para someter estirpes ya decaídas, tuvo necesidad del terror; la situación singular,
por la que el cristianismo podía considerarse heredero del judaísmo, ofreció fácilmente los medios
para ello. Entre los hebreos, el Dios de un pequeño pueblo había vaticinado a sus secuaces el futuro
dominio sobre toda la tierra, con toda cosa que en ella vive y respira, con tal de que tuviesen fe en las
leyes, observando cuidadosamente las cuales habrían debido mantenerse apartados de todos los otros
pueblos de la tierra. Odiados y despreciado, en virtud de esta su particular situación por todos los
otros pueblos, sin una propia capacidad creadora, alimentando sólo su existencia en el disfrute de la
decadencia general, este pueblo habría muy probablemente desaparecido en el curso de violentas
convulsiones de la historia, como se han extinguido muchas de las mayores y más nobles estirpes; y
fue el Islam quien pareció particularmente destinado a realizar la obra de la completa extinción del
judaísmo, habiendo él mismo hecho suyo el dios judaico, creador del cielo y de la tierra, al cual erigió,
a hierro y fuego, como único Dios de todos los vivientes. Sólo que los hebreos no se tomaron a mal el
repartir esta soberanía mundial de su Jahvé, dado que habían conseguido ya participar en el
desarrollo de la religión cristiana, la cual, con todos sus éxitos de dominio mundial, cultura y
civilización, era verdaderamente indicada para procurarles, en el curso de los tiempos, el más amplio
de los señoríos. Todo comenzó con un hecho histórico extraordinario: en un ángulo de la apartada
Judea había nacido Jesús de Nazareth. Sin embargo, no vieron en este origen tan humilde una prueba
del hecho de que entre los pueblos dominantes y altamente civilizados de la época, no había habido
lugar alguno apto para el nacimiento del Redentor de los pobres, y que sólo la Galilea, que se
distinguía de las otras tierras de Palestina por ser objeto de desprecio por los mismos hebreos, había
sido la cuna apropiada de la nueva fe, precisamente en virtud de su aparente modestia y humildad
(de aquí que a los primeros creyentes, pobres pastores y campesinos, torpemente sometidos a la ley de
Israel, pareció necesario buscar el origen de su Salvador en la estirpe real de David, casi para excusar
la atrevida oposición a la ley hebraica. Es ya dudoso que el mismo Jesús haya pertenecido a la especie
hebraica (2), dado que los habitantes de Galilea eran mal vistos por los hebreos precisamente por su
origen impuro; esta cuestión sin embargo, como todas las que se refieren a la existencia histórica del
Salvador, debe más bien ser dejada a los historiadores, los cuales a su vez declararon que no saben qué
hacer con un Jesús sin pecado. En cuanto a nosotros, bastará constatar el decaer de la religión
cristiana, precisamente, por haber recurrido a la religión hebraica para la creación de sus dogmas.
Como ya hemos dicho, fue de esto, a pesar de todo, de donde la Iglesia sacó su fuerza y señorío.
Porque es claro que allá donde vemos armadas de Cristo descender a la guerra bajo el signo de la
Santa Cruz, para realizar rapiñas y baños de sangre, la verdadera guía no es el Misericordioso, sino
Moisés, Josué, Gedeón, con los otros paladines de Jahvé; estos fueron los héroes de cuyo nombre se
sirvió la Iglesia para encender los animales instintos en las batallas; y un ejemplo muy significativo de
esto, al respecto de la evolución antiguo-estamentaria de la Iglesia en Inglaterra, lo encontramos en la
historia inglesa de los tiempos de las guerras puritanas. ¿Cómo habría sido posible tener despiertas
hasta hoy las pretensiones de la Iglesia sobre el mundo civil, cuyos pueblos, armados hasta los dientes
para la recíproca destrucción, hacen derroche de su bienestar y su paz, para lanzarse los unos sobre
los otros al primer signo de guerra, sin tal llamada al antiguo espíritu hebraico, puesto sobre el mismo
plano que el del Evangelio de Jesús? Es claro que no es Jesucristo, el Redentor, el ejemplo que nuestros
capellanes militares ponen ante los ojos de los batallones reunidos en torno a ellos antes de la batalla;
incluso, en caso de que apelen a su nombre, quieren, en realidad, decir Jahvé, o aquellos Flchim, que
odiaban todos los dioses, aparte del suyo, y por ello los querían ver a todos sometidos a su pueblo fiel.

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Si vamos, pues, al fondo de nuestra tan alabada civilización, encontramos que ésta no puede
vanagloriarse precisamente de representar el espíritu de la religión cristiana, el cual parece más bien
haberse convertido en un pretexto para justificar subjetivamente el compromiso entre la crueldad y la
vileza. Signo característico de esta civilización fue, por ejemplo, el hecho de que la Iglesia entregaba al
brazo secular a los creyentes en otras fes condenados a muerte, con la recomendación de que en la
ejecución de la sentencia no fuese derramada sangre; y con esto se justificaban las hogueras. Está
probado que de esta manera incruenta fueron eliminados los espíritus más fuertes y nobles de los
pueblos, los cuales, al quedar huérfanos de ellos, eran tomados bajo tutela y domesticados, por deber,
por los civilizadores, quienes, imitando por su parte los procedimientos de la Iglesia, no supieron sino
sustituir por balas de fusil y cañón, que herían al adversario - según expresión de recientes filósofos-
de manera abstracta, las espadas y lanzas, que, por el contrario, producían heridas muy concretas. Así
pues, si la vista del toro ofrecido a los dioses despierta ahora espanto, he aquí que, sin embargo, un
diurno baño de sangre es sustraído en pulidos establecimientos de carnicerías ' bien lavados, a los ojos
de todos aquellos que, luego, en la mesa, se encuentran, servidos y adulterados hasta la
irreconocibilidad, los gustosos trozos de carne de los animales domésticos asesinados. Si todos
nuestros estados han fundado asimismo su existencia sobre la conquista y la sumisión de sus
habitantes, hasta que el último conquistador toma para sí y para los suyos tierra y capital del país
como posesión personal -y de esto Inglaterra nos ofrece en todo momento un magnífico ejemplo -, el
debilitamiento y la decadencia de las estirpes dominantes hizo también desaparecer gradualmente la
apariencia bárbara de tales divisiones injustas de la propiedad: el dinero, con el cual acabó por ser
arrebatado el terreno y la propiedad a los propietarios endeudados hasta los caballos, confirió al
comprador el mismo derecho disfrutado antes por el conquistador, y en cuanto a la posesión del
mundo hay ahora acuerdo entre el hebreo y el noble, mientras el jurista busca en general ponerse de
acuerdo con el jesuita sobre las cuestiones generales de derecho.

Desgraciadamente, este idílico cuadro tiene su lado negativo en el hecho de que ninguno tiene
confianza en el otro, porque cada uno hace uso sólo, en secreto, del derecho del más fuerte, mientras
que toda cuestión que concierne a los intercambios entre los pueblos, parece remitida solamente a los
hombres políticos, quienes siguen a rajatabla la doctrina de Maquiavelo: aquello que no quieras que te
sea hecho a ti, hazlo a tu vecino.

Corresponde igualmente a la misma idea estatal el hecho de que nuestros regidores que la
representan, cuando deben mostrarse en importantes manifestaciones en hábito de principios, visten
el uniforme militar, feo e inexpresivo, dado sus fines prácticos, mientras que en otros tiempos se
exhibían en los ropajes, ciertamente más nobles y dignos, de supremos jueces.

Constatado, pues, que nuestra complicada civilización no tiene precisamente éxito en el propósito de
enmascarar su origen completamente no cristiano, y que no es posible extraer del Evangelio, en cuyo
espíritu no obstante somos educados desde la más tierna infancia, los elementos que expliquen o
justifiquen su existencia, no hace falta mucho para ver que nuestra condición es la de una victoria de
los enemigos de la fe cristiana.

A quien ya haya llegado a un claro conocimiento de esto, no le resultará difícil percibir la razón por la
que, incluso en los sectores pertenecientes a la cultura del espíritu, se manifiesta una decadencia cada
vez más marcada: la violencia puede civilizar, pero la cultura debe florecer en el terreno de la paz,
según el espíritu de su mismo nombre, que está extraído de la práctica del cultivo de los campos. Fue
en este terreno, que sólo pertenece al pueblo productor y creador, de donde surgieron los
conocimientos, las ciencias y las artes, alimentadas a su vez por las religiones correspondientes a los
diversos espíritus de los pueblos. Pero he aquí que a estas ciencias y artes de la paz, se acerca la ruda
violencia del conquistador diciéndoles: lo que sirve a fines de guerra puede desarrollarse; lo que no
sirve, vaya pues a la ruina.

Así se ve como la ley de Mahoma se ha convertido en la verdadera ley fundamental de toda nuestra
civilización, y se percibe en qué modo, bajo ella, florecen entre nosotros las ciencias y las artes. Si, por
casualidad, surge una cabeza como es debido, que habla sinceramente desde el fondo de su propio
corazón, estad seguros de que las ciencias y las artes de la civilización sabrán indicarle el camino a
seguir. Es como si se le preguntase: ¿estás dispuesto a ser útil a una civilización malvada y sin

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corazón, o no? Las llamadas ciencias naturales, y particularmente la física y la química, se apresuran a
demostrar, a los departamentos encargados de la defensa, cuántas energías y cuántos materiales
destructivos pueden encontrarse por medio suyo en el mundo, incluso si desgraciadamente no
consiguen aun inventar el modo de evitar los daños producidos por el hielo y el granizo. Por esto,
estas ciencias resultan particularmente favorecidas; por otra parte, las enfermedades devastadoras de
nuestra cultura inducen a la vergüenza de las operaciones de vivisección realizadas sobre los animales
por los llamados fines especulativos, bajo la protección del Estado que, de este lado, adopta el punto
de vista científico. En cuanto a la mina aportada a una posible evolución de una cultura popular
cristiana por el renacimiento latino de las artes helénicas, se encarga de halagar de año en año, cada
vez más, una filosofía obtusa y chapucera, que menea alegremente la cola en tomo a los tutores de la
antigua ley del derecho del más fuerte. Todas las artes son, después, sin más, llamadas en ayuda y
cultivadas, apenas parezcan útiles para encubrir la miseria y para evitar que nos sintamos inmersos en
ella: Distracción, distracción. ¡Por amor de Dios, no os recojais para pensar: a lo más organizad
vuestras colectas de dinero para los que han sufrido con las inundaciones o para las víctimas de los
incendios, para los que, naturalmente, las cajas del Estado no tienen perras! Y es para este mundo para
el que se continua pintando y creando música. En los museos continua admirándose y explicándose
críticamente a Rafael, y su Madonna Sixtina queda para los entendidos, naturalmente, como una obra
maestra. En las salas de concierto se escucha, desde luego, aún, a Beethoven; pero si nos preguntamos
qué podría significar una Sinfonía Pastoral, por ejemplo, para nuestros públicos, el problema, bien
mirado, nos induciría a pensamientos que muchas veces han hecho apremio en la mente del autor de
este artículo, y que está ahora tentado de comunicar a su benévolo lector, suponiendo que la denuncia
de la profunda decadencia en la que se ha precipitado el hombre histórico, no lo haya asustado ya,
disuadiéndole de proseguir la lectura.

III

La hipótesis de una degeneración de la estirpe humana podría ser, a pesar de aparecer como contraria
a la optimista confianza en un continuo progreso, sin embargo, la única que, considerada seriamente,
estuviera en condiciones de abrimos el ánimo a una bien fundada esperanza. La llamada concepción
pesimista del mundo puede aparecérsenos en realidad como justificada, con tal de que sea referida al
hombre histórico; debería, no obstante, ser bastante modificada cuando el hombre histórico nos fuese
tan claramente conocido que pudiésemos concluir, gracias a la constatación de sus efectivas
disposiciones naturales, que ha habido una degeneración introducida posteriormente, pero no
necesariamente fundada en aquellas disposiciones. Si encontrásemos, en particular, confirmación de la
hipótesis de que la degeneración se ha producido en virtud de extra-potentes influencias externas,
contra las cuales el hombre prehistórico, aún inexperto con respecto a ellas, no consiguió defenderse,
entonces el cuadro de la historia del género humano hasta ahora conocida, podría presentársenos bajo
el aspecto de un doloroso periodo de evolución de su conciencia, intento de dirigir los conocimientos
adquiridos por este camino a la defensa de aquellas dañinas influencias.

Aun cuando a nuestros ojos se presenten oscuros, y hasta contradictorios, en el contorno de breve
tiempo, los resultados de las investigaciones científicas, induciéndonos más bien a error que no
procurándonos claridad, parece ya sin embargo sólida una teoría de nuestros geólogos, según la cual
el género humano, surgido en el último instante del regazo de la población animal de la tierra, y al
que aún pertenecemos, habría sido testigo, al menos en buena parte, de una violenta transformación
de la superficie de nuestro planeta.

Suministraría prueba de esto un detenido examen de la forma de nuestro planeta, el cual revelaría
como en una época cualquiera de su última constitución se hundió una gran parte de las tierras
firmes, unidas unas a otras, mientras otras se elevaron, mientras enormes masas de agua se desviaron
desde el Polo Sur, irrumpiendo, de manera semejante a rompehielos, contra los linajes y contrafuertes
de la tierra firme de la mitad septentrional del globo, tras haber barrido, en espantosa fuga, a todos los
supervivientes. Los documentos de la posibilidad de una tal fuga de la vida animal, desde el círculo
de los trópicos hacia las más crudas zonas septentrionales, sacados a la luz por nuestros geólogos, con
descubrimientos como esqueletos de elefantes en Siberia, son bien notorios. Importante para nuestras
indagaciones es el hacer ahora una idea de las modificaciones necesariamente experimentadas en la
vida animal y humana hasta entonces criada en el seno materno de sus tierras originarias, como

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consecuencia de tales violentas dislocaciones. Sin duda alguna, la formación de desiertos sin fin, del
tipo del Sahara africano, debía precipitar a los habitantes de las que habían sido magníficas tierras
costeras en tomo a los grandes lagos, a una carestía, de cuyo horror podemos hacemos una idea
leyendo los relatos de las víctimas de los naufragios, a consecuencia de los cuales, hombres
perfectamente civilizados de nuestras naciones actuales, fueron impulsados incluso al canibalismo. En
las húmedas zonas costeras de los lagos canadienses viven aún especies animales afines a los tigres y
las panteras, que todavía se nutren de frutas, mientras en las márgenes de estos desiertos el tigre y el
león históricos han evolucionado a la forma de fieras feroces y sanguinarias.

Que originariamente ha sido sólo el hambre lo que ha impelido al hombre a la naturaleza de los
animales y a la alimentación carnívora, sin que esto se debiese al traslado a climas más fríos (como
querrían sostener los que creen un deber prescribir la alimentación animal a las tierras nórdicas, como
un deber dictado por el propio principio de conservación) lo demuestra el claro hecho de que grandes
pueblos, que tienen la posibilidad de alimentarse copiosamente de frutos, incluso en los climas más
rudos, no pierden nada de su fuerza y de su capacidad de resistencia manteniendo la alimentación
exclusivamente vegetal, como puede constatarse en los campesinos rusos, los cuales llegan a muy
avanzadas edades; de muchos japoneses, que conocen igualmente sólo una alimentación vegetal, se
enaltece el valor guerrero y el raciocinio agudo. Hay que pensar, por tanto, que han sido casos
determinados, por completo anormales, como, por ejemplo, los de las estirpes malasias, empujadas
hacia las estepas del Asia Septentrional, entre las que el hambre produjo también la sed de sangre, de
la cual nos enseña la historia que no se puede aplacar, una vez surgida, por ningún medio, y que
infunde en el hombre no ciertamente el valor, sino la furia de los impulsos destructores. Ni puede
haber ciertamente otra razón de esto sino aquella por la que el animal armado de garras se hizo rey de
los bosques, no menos de como la bestia humana se ha hecho dominadora de todo el mundo pacífico:
un acontecimiento debido a precedentes revoluciones del globo terrestre, que sorprendió al hombre
prehistórico, tanto más cuanto que él no se hallaba, preparado ante ello. Pero así como la bestia feroz
no vive bien, así vemos disminuir poco a poco el bienestar de la bestia humana, convertida en
dominadora. Como consecuencia de una dominación contraria a la Naturaleza, el hombre sufre de
enfermedades, que se presentan sólo en el género humano, y no alcanza ni una muerte dulce, sino que
es atormentada física y espiritualmente, llegando a través de una vida depauperada a una pavorosa
muerte (3).

Si hemos dirigido desde el principio, la atención en general, a los resultados de esta fiera humana, tal
y como nos son mostrados por la historia, nos parece ahora oportuno indagar más de cerca cuáles
fueron las tentativas positivas en sentido contrario, para un reencuentro del "paraiso perdido", que se
hallan en el curso de la historia, pero que se hacen cada vez más débiles a medida que se avanza en el
tiempo, hasta hacerse hoy casi imperceptibles.

Entre estos últimos, en nuestro tiempo se pueden citar la constitución de asociaciones vegetarianas;
sólo que incluso en medio de estos grupos de hombres, que parecen haber captado inmediatamente el
punto focal de la cuestión de la regeneración de género humano, se suele oir, por parte de algunos
miembros del más elevado sentir, el lamento de que sus compañeros practican la abstención de la
alimentación cárnea a lo más sólo por razón de dietética personal, sin ninguna referencia a la gran
idea regeneradora, que debe constituir el verdadero problema, si tales grupos quieren adquirir en
algún, momento fuerza moral. Junto a ellos se encuentran, con una cierta eficacia práctica ya
conquistada, las Sociedades Protectoras de Animales; en realidad éstas últimas, que igualmente
buscan ganar el favor popular desterrando fines utilitarios, podrían en lugar, de eso, obtener éxitos
verdaderamente notables una vez que elaborasen los argumentos de la piedad para con los animales,
hasta encontrarse con la más profunda tendencia del vegetarían. Una fusión de ambos movimientos,
fundada en esta interpretación debería ya desarrollar una fuerza de penetración considerable. No
menos éxito debería obtener un llamamiento, por parte de ambos grupos, a motivos más altos de los
hasta ahora salidos, a la luz entre las leyes antialcohólicas. La peste del alcoholismo, que. es la última
que se ha derramado sobre los esclavos de la moderna civilización de la guerra, procura al Estado,
mediante impuestos de todo género tales ganancias, que este último no muestra signo alguno de
querer renunciar a ella; mientras, por otra parte, los grupos anti alcohólicos tienden sólo a fines
prácticos, como el de obtener seguros baratos con respecto a los barcos, a sus cargamentos, etc., a fin
de que sean vigilados los hombres de probada sobriedad. Nuestra sociedad mira con desprecio los

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efectos que obtienen estos tres tipos de asociaciones, que en realidad en su aislamiento no tienen
eficacia alguna; hay que admirarse, por otra parte, de que el desprecio no degenere directamente en la
burla abierta e, integral, cuando se ven a los apóstoles de las asociaciones pacifistas presentarse
respetuosamente ante nuestros amos y profesionales de la guerra.

Respecto a esto, hemos tenido últimamente un ejemplo, y recordamos la respuesta de nuestro célebre
Belicoso, según el cual un obstáculo para la paz, ya formado en realidad desde hace un par de siglos,
sería la falta de religiosidad de los pueblos. Es difícil a este punto hacerse una idea clara de lo que
haya podido entender por religión y religiosidad; y es particularmente un poco árduo pensar que sea
precisamente la irreligiosidad de los pueblos y de las naciones, como tal, lo que obstaculiza la
abolición de las guerras. Quizás nuestro Feldmariscal tenía alguna otra cosa en la cabeza cuando
hablaba de aquel modo; y contemplando ciertas manifestaciones actuales de alianzas internacionales
para la paz, no debería ser difícil explicar porque se ha hecho en ellas tan poco caso de la religiosidad
(4).

El cuidado de la enseñanza religiosa ha sido dirigido, por el contrario, en los últimos tiempos,
mediante intentos realizados aquí y allá a las grandes organizaciones de trabajadores; y la justificación
de esto no debería pasar inadvertida a los verdaderos amigos de la humanidad, cuyas intervenciones,
verdaderas o presentidas en el cuerpo de la sociedad nacional, se han presentado a los tutores de la
misma más o menos peligrosos. Toda protesta, incluso de la apariencia más justa, presentada por el
llamado socialismo (5) a la sociedad civil, pone efectivamente en cuestión, si se piensa con cuidado, la
justificación misma de tal sociedad.

Así sucede que, dado que parece difícil esperar en un reconocimiento real de una disolución legal de
lo que hoy legalmente subsiste, los postulados de los socialistas aparecen sino envueltos en una cierta
oscuridad, apta para conducir a falsas consecuencias, cuyos errores los egregios calculadores de
nuestra civilización se apresuran inmediatamente a denunciar.

Con todo podría suceder, por motivos interiores fuertemente fundados, que el socialismo de hoy fuese
tomado finalmente en consideración por parte de nuestro mundo, una vez que entrase en una
verdadera e íntima comunión con las tres sociedades de que hemos hablado, de los vegetarianos, de
los protectores de animales y de los abstencionistas. Una vez que se pudiese esperar del hombre,
educado por nuestra civilización sólo en la valorización de su calculador egoismo, que esta comunión
entre todas esas asociaciones, con perfecta comprensión de las tendencias y de los fines de cada una,
hoy sin fuerza en su desunión, pudiese ganar pie firme entre los hombres, entonces podría también
estar justificada la esperanza de un retorno a una verdadera religión. Lo que hasta ahora pareció a los
creadores de todas aquellas asociaciones justificable sólo en base a cálculos, se funda, por el contrario,
en una raiz a ellos mismos ignota, que abiertamente declaramos tener asiento en una propia y
verdadera conciencia religiosa; incluso en el fondo de la revuelta del trabajador, quien produce toda
clase de cosas útiles para sacar de ellas relativamente lo mínimo, hay una conciencia de la inmoralidad
de nuestra civilización, que en realidad puede ser impugnada por los paladines de esta última sólo
mediante los más ridículos sofismas; puesto que, suponiendo incluso que el principio fácilmente
demostrable según el cual la riqueza en sí no hace felices, fuese aclarado en todos sus puntos, sólo el
hombre más despiadado negaría que la pobreza hace miserables. Nuestra Iglesia cristiana, fundada
sobre el Antiguo Testamento, apela a tal propósito, para explicar la situación infeliz de todas las cosas
humanas, al pecado original de los rimeros hombres, que se hace derivar - de modo verdaderamente
singular -, según la tradición hebraica, no de un disfrute prohibido de carne animal sino de la fruta de
un árbol; con ello está singularmente de acuerdo el hecho de que el dios de Israel encontró más grato
el cordero bien cebado de Abel que la ofrenda de frutas del campo de Caín. De estas expresiones
bastante discutibles del carácter de dios de la estirpe de Israel deriva un tipo de religión contra cuyo
empleo para la regeneración del género humano, un vegetariano profundamente convencido podría
tener diversas razones que objetar. Si suponemos que, poniéndose de acuerdo eventualmente con el
vegetariano, un miembro de la sociedad protectora de animales intuyese consecuentemente el
verdadero significado de la piedad que le guía y ambos se dirigiesen unidos al paria de nuestra
civilización, que se está ahogando en los aguardientes, anunciándole una regeneración a través de la
abstención de los venenos que absorbe con el fin de combatir su desesperación. de semejantes uniones
podrían obtenerse resultados cuya probabilidad resulta excelente según los ensayos ya hechos en

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ciertas prisiones americanas, en virtud de los cuales, los peores delincuentes, mediante una sabia dieta
vegetariana, se han transformado en los hombres más afables y felices. ¿A quién rendirían en realidad
homenaje los miembros de una tal sociedad, cuando, después del trabajo del día, se reuniesen en un
banquete, para reponerse con el pan y con el vino?.

Imaginémonos una fantasía que nada, aparte del pesimismo absoluto, nos impide pensar realizable
según la razón. Quizás no esté fuera de lugar el tener confianza en una más amplia eficacia de esta
imaginaria sociedad, desde el momento en que partimos del fundamento de que el determinante de la
regeneración es la falta de un fundamento religioso, según el cual la decadencia del género humano ha
sido causada por su alejamiento de la alimentación natural. La noción, resultante de una cuidadosa
indagación del hecho de que sólo una parte (se opinó incluso que sólo un tercio) del género humano
se encuentre en esta condición, debería reforzarse con el ejemplo de la innegable prestancia de la
mayor parte de los que ha permanecido fiel a su alimentación natural, e indicar de manera
convincente los caminos que habría que trazar con vistas a la regeneración de la otra parte
degenerada, si bien dominante. En caso de que fuera fundada la hipótesis según la cual en los climas
nórdicos la alimentación cárnea sería indispensable, ¿qué nos impediría emprender una razonable
emigración de pueblos hacia otras tierras de nuestro planeta que, como ha sido afirmado a propósito
de la península sudamericana, en virtud de su extraordinaria productividad, estarían en situación de
nutrir a toda la actual población del mismo?. Las tierras super ricas de vegetación de Sudáfrica las
dejan los amos de nuestros estados confiadas a la política de los intereses comerciales ingleses,
mientras éstos, por su parte, junto con los más eminentes a ellos sujetos, no saben hacer otra cosa, en
cuanto se presenta la ocasión de huir a la amenaza de una carestía, que retirarse de ellas, dejándolas,
en el mejor de los casos, tranquilas, pero de cualquier modo sin guía y como presa para el disfrute
ajeno. Dado que las cosas han llegado a este punto, las asociaciones auspiciadas por nosotros deberían
encaminar sus cuidados y sus actividades a favorecer estas tendencias, canalizándolas quizás no sin
buen éxito hacia la emigración; según las últimas experiencias, no parece imposible que pronto estas
tierras nórdicas, queden abandonadas a los cazadores de jabalís y animales montaraces y a su
completa disposición, una vez que hubiese desaparecido todo el peso de la población más baja que
pide continuamente pan; en este caso, éstos podrían hacer verdaderamente bien destruyendo a los
animales de rapiña, que de otro modo tomarían ventaja en las tierras abandonadas. No deberían
damos vergüenza las palabras de Cristo: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios",
dejando a los cazadores sus reservas de caza y reservando para nosotros el cultivo de los campos; y en
cuanto las panzas plutocráticas de nuestra civilización, hinchadas gracias a nuestro sudor, sonantes y
masticantes, levanten escandalizados su griterío, nos los cargaremos como cerdos a nuestras espaldas,
en espera de que ante la inesperada contemplación del cielo, que jamás han contemplado, se vean
inducidos al silencio y la reflexión.

Al pintar sin escrúpulos este cuadro fantástico, que nos hace sonreír al mirarlo, de un intento de
regeneración del género humano, no es necesario por ahora que nos detengamos a considerar todas
las objeciones que podrían sernos puestas por los amigos de nuestra civilización. Por una parte,
nuestra hipótesis se basa en conocimientos obtenidos a través de serias indagaciones científicas,
mientras que nos ha sido aligerada la tarea de tomar nota de todo ello gracias a la generosidad de
hombres elegidos, entre los que dirigimos, reconocidos el ánimo, en primer lugar, a los más
meritorios. Mientras, por ese motivo, referimos toda posible objeción a ellos, nuestra tarea en este
punto es sólo la de fortalecernos bien sobre el principio de base, según el cual, todo genuino impulso y
toda energía verdaderamente activa orientada a los fines de la gran regeneración no podrán surgir
sino sólo del sólido terreno de una verdadera religión. Después de que nuestra rápida exposición ha
hecho relampaguear repetidas veces ante nuestros ojos, a este propósito, alusiones muy clarificadoras,
no nos queda sino volvernos directamente hacia este punto fundamental de nuestra búsqueda porque
desde él será posible dirigir también una mirada, para nosotros determinante, al arte, con suficiente
seguridad.

Hemos partido de la hipótesis de una degeneración del hombre prehistórico; con este término no
queremos, sin embargo, entender "el hombre primordial", del cual razonablemente no podemos tener
ninguna noticia, sino de aquellas estirpes de las que no conocemos sus acciones, pero sí las obras.
Tales obras son todos aquellos inventos de la cultura que después el hombre histórico ha disfrutado y
adaptado a sus fines civilizadores, pero que en modo alguno ha renovado o acrecentado; ante todo, el

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lenguaje, el cual, desde el sánscrito hasta la última amalgama lingüística europea, no ha hecho sino
sufrir una creciente degeneración.

Quien, en esta nuestra consideración general, sopese cuidadosamente las inclinaciones del género
humano, que a nosotros, en nuestra actual decadencia no pueden dejar de presentársenos como
singulares, deberá llegar a la conclusión de que el enorme impulso, que, de la destrucción a la
reforma, pasando a través de todas las posibilidades de su satisfacción, nos muestra este inmundo
mundo como obra suya, ya había llegado a su meta con la creación del hombre; puesto que, en él,
aquél impulso cósmico le hizo finalmente consciente de sí mismo y de su profunda voluntad, de modo
que, conociéndose a sí mismo y a su esencia,

podía ya decidir sobre sí mismo.

El hombre primitivo era ya capaz de comprobar en sí la sensación de terror necesaria para su última
redención, redención precisamente posible en virtud de ese conocimiento del sufrimiento que le hacía
posible el reencontrarse en todas las apariciones fenoménicas de su propia voluntad; y fue el
encaminarse al desarrollo de esta facultad de sufrir lo que le dio conocimiento. Si nos es imposible no
identificar en la imagen divina la cualidad de la imposibilidad de sufrir, hay que reconocer, sin
embargo, que esta imagen se funda en el deseo de una situación, para la cual en realidad no poseemos
ninguna expresión positiva, sino sólo negativa. En tanto que nos vemos obligados a proseguir la obra
de esa voluntad, que somos nosotros mismos, nos encontramos vacíos en el espíritu de la negación,
que es negación de éste nuestro mismo querer, el cual, ciego y haciendo presa solamente en el deseo,
se manifiesta con claridad únicamente como negación de todo lo que se le pone delante como
obstáculo o insatisfacción. Pero hay que reconocer que todo este afanarse suyo contra el objeto no es
otra cosa que una auto negación, y de esto a la auto consciencia conocedora de la realidad efectiva del
propio ser no hay más que un paso, que se produce cuando del sufrimiento propio brota la
compasión. Compasión que, como momento en el que se suspende el querer, constituye la negación
de una negación, que según las reglas de la lógica equivale a una afirmación.

Si ahora intentamos, bajo la guía del grandioso pensamiento de nuestro filósofo, representarnos con
alguna claridad el inevitable problema metafísico de la finalidad del género humano, no podemos
menos de reconocer en aquella caída, que ha arrastrado a toda la historia por nosotros conocida del
género humano, una severa escuela del dolor impuesta a sí misma por la voluntad ciega, en la que
uno se hace vidente, poco más o menos en el sentido de aquella potencia "que siempre el mal quiere y
siempre el bien produce" (6). A tenor de los conocimientos que hoy tenemos entorno a la evolución. de
nuestro planeta, éste produjo ya una vez sobre su superficie especies vivientes similares a la humana,
que posteriormente sumergió en una nueva catástrofe producida por sus mismas fuerzas endógenas;
del sucesivo género humano actual sabemos que, al menos en gran parte, fue expulsado de sus
lugares originales por un último cataclismo, que modificó notablemente la superficie terrestre.

El retorno a una condición paradisíaca, pura y simple, no parece la última solución del enigma de este
potente instinto impulsor que en todas sus manifestaciones está presente a nuestra conciencia en su
pavoroso terror. Siempre nacerán o se renovarán las posibilidades de la destrucción y del
anonadamiento, que son las manifestaciones a través de las que aquél revela su propia esencia, ni
podrá desmentirse jamás nuestro mismo origen de aquellos gérmenes de vida, que siempre surgen de
nuevo, en horrendas formas, de las profundidades de los mares.

Este mismo género humano, nacido para la contemplación y el conocimiento, en los que se aplaca
finalmente la salvaje voluntad de la vida, ¿no muestra en el fondo, y contemporáneamente también,
los grados más bajos de su desarrollo, detenidos en los insuficientes intentos de llegar a las más altas
esferas, entretenidos y ligados a su propio obstinado querer, como espectáculos de vergüenza y de
piedad?. Si, echando un vistazo a nuestro alrededor, ya todo esto no puede dejar de llenar de tristeza y
angustia a las estirpes más generosas de los hombres, criados en el seno de una naturaleza afectuosa y
maternal, y educados en la benignidad, ¿qué dolor no debe invadirles cuando deben permanecer
mirando, impotentes, la propia decadencia, su degeneración que llega hasta los más bajos abortos de
la especie?. La historia de esta caída, de la que hemos trazado las líneas más generales, puede, si se la
considera bajo el perfil de una escuela del dolor del género humano, hacernos comprender la

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enseñanza contenida en ella: esto es, que estamos destinados a corregir, con pleno conocimiento, los
estragos nacidos del ciego germen de la voluntad de la vida, letal para el alcance mismo del fin por
ella inconscientemente perseguido, y después a restaurar la casa destruida por la tempestad,
salvándola de una nueva destrucción. Que todas nuestras máquinas no sirven a tal fin, debería
aparecer claro dentro de no mucho tiempo a las generaciones actuales, dado que el dominio sobre la
naturaleza puede resultar un éxito sólo para los que la comprenden y saben actuar en conformidad
con ella, como acaecería si tuviese lugar una distribución más racional de la población de la tierra
sobre su superficie; en donde nuestra civilización se entretiene hasta lo imposible en una lucha casi
infantil, valiéndose de sus insuficientes medios mecánicos y químicos, y del sacrificio de las mejores
energías humanas para la supervivencia humana. Podemos declararnos, por el contrario, para
siempre, contra toda posibilidad de recaída del género humano una vez alcanzada la más alta
formación moral, incluso en la hipótesis de notables convulsiones de nuestras zonas terrestres, una
vez que la experiencia histórica de esta decadencia produjese y fundase sólidamente en nosotros una
conciencia profundamente religiosa, no distinta de la de aquellos tres millones de hindúes de que
hemos hablado.

Pero ¿debería ser precisamente nueva por completo la religión que nos protegiera de una recaída a la
dependencia del poder de la ciega voluntad? ¿No celebramos en nuestro alimento cotidiano al
Salvador? ¿Tenemos acaso necesidad de todo el aparato alegórico con el que hasta ahora todas las
religiones, y de modo particular la profunda religión brahamánica, han terminado por
desnaturalizarse hasta ser unas contrahechas? ¿No tenemos en nuestra historia la vida en su verdad
ante nosotros, que ya nos ofrece todas las enseñanzas, mediante la evidencia del ejemplo?
Comprendámos la historia como es debido, esto es, en espíritu y en verdad y no en las palabras y
mentiras de nuestros historiadores universitarios, que sólo

conocen hechos, entonan himnos al mayor conquistador, y no tienen ninguna palabra para los
sufrimientos de la humanidad. Y reconozcamos, con el corazón vuelto hacia el Salvador, que no las
acciones, sino los sufrimientos de la historia, nos revelan lo íntimo de los hombres del pasado,
haciéndolos, a nuestros ojos, dignos de nuestra memoria y de nuestra atención, y que no a los héroes
vencedores, sino a los vencidos, pertenece nuestra compasión. Aun cuando una regeneración del
género humano pueda producirse pacíficamente, en virtud de la fuerza de una conciencia que
finalmente ha llegado a su serenidad en la naturaleza que nos rodea se hará siempre sensible, sin
embargo, la inaudita tragedia de esta existencia terrestre en la violencia de los primeros elementos, en
la base de manifestaciones de la voluntad cósmica que se agita incesantemente bajo nosotros y junto a
nosotros en los océanos y en los desiertos, en el insecto, incluso en el gusano que pisamos sin
percatamos; y no habrá día en que no debamos elevar nuestra mirada al Redentor en la cruz, como
última y suprema vía de salvación.

Felices nosotros si podemos tener la gracia de intuir el sentido del Mediador sublime del Reino con
conocimiento puro, y dejarnos conducir por el Poeta-Artista de la tragedia del mundo hacia una
intuición conciliadora, que dé serenidad a la esencia de nuestra humana vida.

Un sacerdote poeta, el único que no mintió, nació siempre en medio de la humanidad, en los peores
períodos de sus tremendos errores; y volverá una vez más para conducirnos a la vida renovada,
indicándonos, en la realidad ideal, el Símbolo de toda cosa fugaz, cuando la mentira materialista del
historiador yazca ya desde mucho tiempo bajo el polvo de los legajos de nuestra civilización. Entonces
no tendremos finalmente necesidad de todas aquellas triquiñuelas alegóricas, que hasta ahora han
camuflado de tal modo el núcleo más noble de la religión, que lo han manchado, y nos han inducido a
negar la credibilidad del mismo; y cesará por completo el teatralismo charlatán que todavía hoy
vemos pervirtiendo tan fácilmente al pueblo pobre y lleno de fantasía, fácil de dejarse engañar,
particularmente en los países del sur, decayendo de la verdadera religiosidad a un frívolo juego de lo
divino; de todo este armatoste no tendremos ya entonces verdadera necesidad para conservar el culto
religioso.

Hemos dicho en el comienzo cómo sólo un enorme genio artista podía salvar para nosotros,
transfigurándolo en el ideal, el sublime sentido original de aquellas alegorías; y cómo, sin embargo, el
mismo arte, harto de cumplir ese cometido ideal, orientándose poco a poco a los fenómenos reales de

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la vida, fue por así decirlo, arrastrado por la malignidad de lo real hasta su propia decadencia. Pero he
aquí que ahora tenemos una nueva realidad ante nosotros; una estirpe que, del profundo
conocimiento religioso de la razón de su caída, saca motivo para volver a elevarse y a darse una nueva
forma de vida, teniendo en mano el verídico libro de una verídica historia, en la cual, finalmente, y sin
ilusiones, percibe su verdadero semblante.

Lo que un tiempo desplegaron ante los ojos de los decadentes atenienses sus grandes trágicos en sus
sublimes creaciones, sin conseguir, sin embargo, detener la progresiva caída de su pueblo; lo que
Shakespeare hizo discurrir en el espejo de sus maravillosas improvisaciones dramáticas ante un
mundo que se mecía en la ilusión de un renacimiento de las artes y de los espíritus libres,
deslumbrado por una belleza en realidad no sentida, lo que le condujo a una amarga desilusión acerca
de la real nulidad de sus valores, fundados sobre la violencia y sobre el miedo; todas las obras que
nacieron de los grandes espíritus sufrientes, son las que deberán guiarnos y pertenecemos
verdaderamente, mientras las empresas de los protagonistas de la historia no pueden aparecemos de
nuevo presentes y vivas sino a través de la evocación de aquéllas. Así debería estar ya cercano el
tiempo de la redención de la gran Casandra de la historia del mundo, de la liberación del sortilegio,
que nos ha impedido creer en sus profecías. Será entonces a nosotros a quienes aquellos sabios poetas
habrán hablado verdaderamente, y volverán de nuevo a hablar.

A espíritus sin corazón y sin cerebro se les ha ocurrido, hasta hoy, a menudo, imaginar la condición
del género humano, una vez libre de los sufrimientos de una vida pecaminosa, como llena de
indiferencia y de aburrimiento, a cuyo propósito conviene destacar que esta gente tiene sólo en la
mente el pensamiento de la liberación de las necesidades más bajas de la voluntad de la vida,
mientras, como hemos dicho hace poco, la palabra de los grandes espíritus poetas y videntes no han
sabido ellos entenderla jamás. Nosotros, por el contrario, nos representamos esta necesaria liberación
futura de todo dolor y pena, sólo como efecto de un profundo conocimiento a cuya mirada interior,
esté siempre presente el tremendo enigma del ser. Lo que en el más simple y conmovedor símbolo
religioso nos une es la acción concorde del rito; lo que en las trágicas enseñanzas de los grandes
espíritus nos induce a la elevación y a la compasión es el conocimiento, el cual se manifiesta en
nosotros en las formas más dispares, por la necesidad de una redención. De esta redención tenemos
casi el presagio cada vez que llega la hora de la gracia en la que todas las formas fugaces del mundo
desaparecen a nuestros ojos, en un presentimiento de sueño: entonces no nos angustia ya la imagen
del abismo sin fin y de los monstruosos caprichos del infierno, de todas las morbosas apariencias de la
voluntad que incesantemente se desgarran a sí mismas, que de día - ¡ay de mí!- la historia de la
humanidad nos pone delante: puro y ansioso de paz resuena entonces en nuestros oídos el lamento de
la naturaleza, exento de temor, colmado de esperanza, liberador del mundo. El espíritu de la
humanidad, hecho uno en este lamento, convertido en conocedor por él de su tarea redentora de toda
la naturaleza que con él padece, escapa finalmente al abismo de los fenómenos, y, desembarazada de
la horrible cadena de las causas del nacer y del morir, la voluntad inquieta se siente al fin reunida
consigo misma, y de sí misma liberada.

En la Suecia recientemente convertida, los hijos de un párroco oyeron, en las riberas de un río, a una
ninfa que, tocando el arpa, cantaba: "¡Continúa, pues, cantando -la gritaron-, de todos modos no serás
feliz!". Triste, la ninfa bajó el instrumento e inclinó la cabeza; los niños la oyeron llorar, corrieron a
casa y se lo contaron a su padre. Este les dijo unas palabras, mandándoles con una buena nueva a la
ninfa. " ¡Hermosa, no estés ya triste -la gritaron desde lejos -, nuestro padre nos manda decir que
puedes volver de nuevo a ser feliz!" Entonces se oyó todas las noches, de la parte del río, tocar y cantar
cosas tan hermosas como jamás se habían oído.

A nosotros, fue el Salvador mismo quien nos dijo que cantásemos e hiciésemos resonar todas las
cuerdas de nuestra sed, de nuestra fe y de nuestra esperanza. La Iglesia de Cristo nos ha transmitido
su más noble herencia en el espíritu que todo sufre, todo dice, y todo canta.

Salida de los muros del templo, la santa música debería penetrar, vivificándole, todo espacio de la
naturaleza, enseñando a la humanidad necesitada de salvación un nuevo lenguaje, en el cual pueda
expresarse, con inequívoca claridad, lo que no conoce límites.

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Pero, ¿qué pueden decir hoy al mundo incluso las obras más divinas de la música? ¿qué pueden
significar las revelaciones sonoras del conocimiento puro, provenientes del mundo del sueño, para el
público de los conciertos?. Quien tenga la indecible fortuna de entender con el corazón y con el
espíritu en su pureza, una de las cuatro últimas sinfonías beethovenianas, trate de imaginarse de que
tejido debería estar hecho todo un auditorio que verdaderamente experimentase en sí a través de la
audición el efecto correspondiente a la real substancia de aquellas obras: quizá pudiese ayudarle a
imaginarlo una analogía con el singular culto religioso de la secta de los Shakers de América (7), cuyos
miembros, después de la solemne confirmación del voto de renuncia, se abandonan al canto y a la
danza en el templo. Si, en este caso, se desencadena una alegría infantil por la reconquistada
inocencia, para nosotros - que a través del conocimiento de la caída del género humano hemos
alcanzado la certeza de la victoria sobre nosotros mismos, y la celebramos con el rito de la comunión
del pan y del vino- sumergirnos en el elemento de aquellas revelaciones sinfónicas adquiriría el valor
de un rito religioso, purificador y consagrador. Alto y sereno sube el grito de la nostalgia en el éxtasis
divino. Abnest du den Schöpfer, Welt?, ("¿Sientes tu al Creador, oh mundo?") grita el poeta que, en la
impotencia de sus palabras, se ve obligado a servirse de una metáfora antropomórfica, por expresar lo
inexpresable. Mas allá de toda limitación del concepto, el músico vidente nos auxilia, revelando lo
inexpresable; y nosotros advertimos, como en presagio, sentimos y vemos que también este mundo de
la voluntad, del cual parece que uno jamás puede huir, es sólo un estado, algo que se disipa ante el
Uno: Ich weiss, dass mein Erlösser lebt! (" ¡Sé que mi Redentor vive!").

IV

"¿Ha gobernado alguna vez un estado?", preguntó una vez Mendelssohn Bartholdy a Berthold
Averbach, quien se había permitido hacer una crítica, probablemente no grata al célebre compositor,
del gobierno prusiano. “¿Quiere acaso crear una nueva religión?" se le podría preguntar al autor de
este artículo. Como tal debo declarar francamente que creo que es un tanto imposible, como creo que
sería imposible que Averbach, en caso de haber obtenido mediante el apoyo de Mendelssohn un
estado, hubiese estado en condiciones de regirlo. Mis pensamientos han florecido en mi mente como
artista, en mis relaciones con el mundo: y me ha parecido estar sobre el camino recto, tras haber
meditado sobre los motivos por los que

incluso los éxitos considerables y afortunados que me han sido concedidos me han dejado por
completo insatisfecho. Una vez llegado así a la convicción de que un verdadero arte puede florecer
sólo en el terreno de un verdadero hábito moral he terminado por reconocerle una misión tanto más
elevada, cuanto más se me ha aparecido como perfectamente idéntica con la religión verdadera. El
artista debería abstenerse de deducir el porvenir del género humano por la historia de la evolución en
tanto que considere aquella historia en base al metro de la pregunta de Menndelssohn y considere al
estado como una especie de rueda de molino a través de la cual pase el trigo de la humanidad, trás ser
trillado en la era de la guerra.

Mientras, a lo largo del camino de las meditaciones, ha hecho presa de mí una justa repugnancia ante
ese destino de la humanidad; me ha parecido un buen signo de advertencia entrever una mejor
condición de la humanidad futura, una condición en la que no sólo la religión y el arte se conservan,
sino que llegan por primera vez, a su única, verdadera y justa valorización, y en la que está
completamente excluida la violencia, dado que la única cosa de que hay necesidad es de la energía
necesaria al tranquilo desarrollo de las semillas, ya fructificadas por doquier en tomo a nosotros, si
bien ahora sólo de manera defectuosa y débil.

Otra cosa se verificaría, naturalmente, si a los poderes que rigen las cosas del mundo les viniese a
faltar progresivamente la sabiduría. Qué mágica fuerza pueden tener estos poderes es problema que
despierta la misma maravilla que un día probó Federico el Grande, cuando respondió
humorísticamente a un príncipe, que era huesped suyo, y que en un desfile le expresaba su
admiración por sus soldados: "Lo más extraordinario no es esto, sino más bien que estos muchachos
no disparen sobre nosotros". Afortunadamente no se puede prever en qué medida, dados los
estímulos de todo género puestos en acción para los fines del honor militar, la máquina de la guerra
puede corroerse por conmoción interna, y hacerse pedazos de modo que no deje, a un Federico el
Grande más argumentos de maravilla. Sin embargo no puede dejar de suscitar preocupación el hecho

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de que los progresos militares, aparte de que sus motivos morales, se desenvuelvan cada vez más en
la línea del desarrollo mecánico. Y que así las fuerzas más irracionales de la naturaleza sean puestas en
juego artificialmente, y que del juego, a pesar de toda la matemática y la aritmética, puedan
desencadenarse una voluntad ciega, que rompa los diques con elemental violencia. Ya monitores (8)
acorazados, con los que las magníficas naves a vela no puedan ya rivalizar, avanzan con sus molduras
fantasmagóricas y terribles; hombres obedientes hasta el silencio, que ya no tienen el aspecto de
hombres, sirven estos monstruos, no teniendo tampoco el valor de abandonar las horribles calderas y,
como en la naturaleza todo encuentra su contrario, así también el arte de la ingeniería y la balística
impele en el mar a los torpedos, y deposita en tierra cargas de dinamita y similares. Es de temer que
un día todo esto, junto con el arte, la ciencia, el arrojo y el honor, la vida y los honores, vuelen por los
aires por una imprevista distracción. A tales grandiosos sucesos debería seguir, lenta pero
infaliblemente, hecho añicos, nuestro pacífico bienestar, una general carestía, entonces estaremos de
nuevo en el punto del que derivó la evolución de nuestra historia, y sería precisamente la ocasión de
decir que Dios creó el mundo para que el diablo lo tomase, según la expresión derivada del dogma
cristiano de nuestro gran filósofo (9).

Se tendría entonces el predominio de la voluntad en toda su plena brutalidad. ¡Felices de nosotros,


que tenemos los ojos vueltos hacia los campos Elíseos de los grandes antepasados!

Bayreuther Blätter, octubre de 1880

NOTAS:

(1) La cita del Evangelio - observa Chamberlain- es inexacta. El "solo" fue intercalado por Gléizes para favorecer la
interpretación vegetariana.

(2) Son numerosos los historiadores que afirman que Jesucristo no fue judío. Uno de los más importantes es precisamente el
amigo de Wagner y conocido wagneriano Houston Stewart Chamberlain que lo menciona y analiza en su obra principal "Los
Fundamentos del siglo XIX". También que mencionar: "Jesucristo y los judíos", de Howard B. Rand, "World Conquerors" de
Louis Marschalsko, "Christ was not a jew" del Dr. J. E. Conner, "Der Mythus der XX Jahrhundert", de Alfred Rosenberg, "El mito
del judaísmo de Cristo" de Joaquín Bochaca, etc.

(3) El autor se refiere aquí expresamente al libro "Thalysia, oder das Heil des Menschheit" (Talysia o la Salud de la Humanidad)
de A. Gleizés, espléndidamente traducido del fráncés y elaborado Por. Robert Springer. (Berlin 1873, Verlag von Otto Janke). Sin
un preciso conocimiento de los datos reunidos en este libro, fruto de esmeradas investigaciones, que parecen haber ocupado la
vida entera de uno de los más amables y profundos hombres de pensamiento franceses, es difícil obtener una aprobación del
lector par los conceptos de esta obra sacados y aquí expuestos, encaminados a sacar las ilaciones sobre las posibilidades
existentes de la importante regeneración del género humano.

(4) Resultarán claras, para el lector advertido, las referencias a Bismarck y Moltke, de los que Wagner era fanático, y aquí y allá a
las vicisitudes de la unificación germánica ocurridas cuando la victoria de 1870.

(5) Entiéndase que al referirse al socialismo lo hace en cuanto al sentido de la palabra se refiere y no a su utilización política
puesto que él en la práctica propugnaba un socialismo nacional mientras que los grupos aludidos eran de un socialismo tipo
internacional. Mas adelante queda aclarado este extremo.

(6) La cita, concerniente al diablo, está extraída del "Faust" de Goethe, y es célebre, entre

las citaciones goethianas.

(7) En cuanto a la secta de los Shakers o cuáqueros, fue llamada así (exactamente Shakers Shaking Quakers , porque los adeptos
golpeaban las manos, y hacían estrépito en sus ritos religiosos, consistentes sobre todo en éxtasis provocados por una clase de
danzas. Fue fundada por Anna Lee hacia 1747, en Manchester, y llevada posteriormente a América, donde quedan aún algunos
miles de seguidores.

(8) Los monitores eran barcos de guerra fuertemente acorazados, de tonelaje medio, armados de uno o dos cañones de grueso
calibre: el primero de este tipo fue construido por J. Ericsson en 1861.

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(9) Cuando menciona a "nuestro gran filósofo" se refiere a Schopenhauer.

APÉNDICE

¿A qué contribuye este conocimiento?

Si preguntáis para qué puede servir el conocimiento de la decadencia del hombre, dado que todos nos
hemos convertido, en virtud de este desarrollo histórico, en lo que somos, se podría en primer lugar
con una cierta y reservada distancia rebatir: preguntádselo a los que hicieron, en los más diversos
tiempos, verdadera y completamente propio tal conocimiento, y aprended de ellos a compenetrarse
con uno mismo. Esto no es nuevo; porque todo gran espíritu ha sido en realidad únicamente guiado
por él; interrogad a los grandes poetas de todos los tiempos; interrogad a los auténticos fundadores de
las verdaderas religiones. De buena gana, quisiéramos también dirigirnos a los poderosos jefes de
estado, si pudiesen darnos garantías de estar verdadera y completamente en posesión de tal
conocimiento, lo que es imposible, por la sencilla razón de que los asuntos de que debieron ocuparse
les obligaron siempre a situaciones y experiencias de hecho, sin que les fuese concedido dirigir una
mirada libre por encima de tales elementos puramente empíricos y sobre sus razones originarias.
Precisamente, el jefe de estado es, por contra, aquel que, señalando sus errores, se puede demostrar de
modo claro que quiere decir el no haber llegado a aquél conocimiento.

Incluso un Marco Aurelio consiguió sólo llegar a la noción de la nulidad del mundo, pero no a admitir
su propia y real decadencia de su mundo, que es otra cosa, y mucho menos llegar a la razón de tal
decadencia; sobre esta noción se fundó siempre la concepción pesimista del mundo; la misma
concepción, si bien con un cierto criterio de comodidad, por la que se dejan guiar gustosos los
hombres de estado y los soberanos déspotas: un conocimiento completo, y de gran amplitud de la
razón de nuestra decadencia conduciría a la posibilidad de una completa regeneración, pero esto
precisamente dice bien poco de los hombres de estado, dado que un conocimiento tal va más allá del
terreno de su violenta pero siempre estéril actividad.

Para darnos, por consiguiente, cuenta de a quien no hay que interrogar para obtener claridad a
propósito del conocimiento del mundo, será suficiente considerar las líneas generales de la llamada
situación política actual. Se percibirá en seguida el carácter de la misma, echando mano al primer
periódico que se nos ponga al alcance, y releyéndolo con el ánimo orientado como si las cosas que en
él están impresas no nos interesasen personalmente: no encontraremos sino obligaciones sin bienes,
voluntad sin representación, con desmedidas exigencias de poder, que incluso el poderoso dice no

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poseer, sino que exige un poder aún mayor. Lo qué se quiere hacer con todo este poder, sería vano
preguntárselo. Nos viene siempre a la mente la figura de Robespierre, quien, después de que la
guillotina le hubo quitado de en medio todos los obstáculos que se oponían a sus ideas precursoras de
felicidad, no supo ya qué hacer, e intentó salir de apuros con vagas recomendaciones de virtud, del
tipo de aquellas que se obtienen mucho más simplemente en una logia masónica. Pero, a lo que
parece, hoy, todos los dirigentes de estado tratan de obtener el resultado de Robespierre.

Aún, en el siglo pasado, ésto era menos evidente, pues entonces se combatía abiertamente por los
intereses de las dinastías, bajo la esmerada vigilancia de los jesuitas, que, desgraciadamente, incluso
últimamente, han conducido a la ruina al último monarca de los franceses. Este creía, para seguridad
de su dinastía, y en interés de la civilización, frustrar a Rusia sus propósitos; pero en vista de que
Prusia no le ha dejado actuar, ha surgido una guerra por la unidad germánica. La unidad germánica
ha sido lograda y firmada contractualmente: lo qué quiera significar sería, sin embargo, difícil decirlo.
Naturalmente terminaremos por comprenderlo apenas hallamos alcanzado una mayor potencia. La
unidad germánica tiene, efectivamente, el deber de mostrar los dientes a todos, aún cuando nada haya
que masticar. Parece encontrarse frente a Robespierre, en medio del Comité de Salud Pública, con un
serio semblante encaminado, con su orgullosa soledad, a procurarse los medios para ampliar su
poder. Prestamos, con todo, gustosos, fe a sus aseveraciones acerca de su amor por la paz; lo triste es,
desgraciadamente, que la paz no se puede obtener sino por la guerra, y si bien nosotros no hemos
renunciado a la esperanza de ver alguna vez realizada una auténtica paz por medios pacíficos, el
poderoso hombre político, que ha destruido al último obstaculizador de la paz, habría podido intuir
que, a la guerra, malvada y horrenda, que fue desencadenada, habría debido seguir un otro tipo de
paz, distinto del pacto Frankfurt am Main, el cual no hace sino preparar los elementos de una nueva
guerra. Un conocimiento de las necesidades y posibilidades de una propia y auténtica regeneración
del género humano, víctima de la civilización de la guerra, habría podido inducir a extender un
tratado de paz, en virtud del cual, la paz mundial hubiese sido realmente algo positivo: no tratar de
conquistar fortalezas sino de derribarlas por los suelos, ni de echar mano a garantías como prenda de
una futura seguridad en caso de guerra: Solo de habló de derechos históricos contra pretensiones
asimismo históricas, todas fundadas, mesuradas y modeladas sobre el derecho de conquista. Hay que
reconocer precisamente que el hombre de estado no puede ver, con su mejor voluntad, nada más de lo
que se ha visto en este caso. Todos elaboran fantasías de paz mundial; también Napoleón III pensaba
en ello, sólo que debía arreglar las cuentas con Francia: que los poderosos no saben conseguir la paz,
sino protegida por una enorme cantidad de cañones.

De cualquier modo, aun cuando nuestro conocimiento debiese parecer inútil, no hay- duda de que el
que tienen del mundo los grandes hombres de estado es, sin más, fuente de desdichas.

He constatado, desde hace tiempo, que mis observaciones sobre la decadencia del arte no han
encontrado mucha oposición, mientras mis ideas en tomo a una regeneración del mismo han
suscitado, por el contrario, violentas discusiones. Dejando aparte, sin embargo, a los optimistas y
esperanzados pupilos de Abraham, podemos también pensar que la concepción de la decadencia del
mundo, de la degeneración y maldad de los hombres en general, no despertara demasiados
resentimientos: todos saben que piensan los unos de los otros; y la misma ciencia no recapacita en ello,
porque ha aprendido a arreglar cuentas con el "constante progreso". Pero, ¿la religión? La indignación
de Lutero estalló por las sacrílegas indulgencias de la Iglesia romana que, como es sabido, se podían
ganar en anticipo de los pecados venideros: sólo que su celo llegó demasiado tarde; el mundo
aprendió bien pronto a subestimar el pecado y ahora se espera la redención de los males en base a la
física y la química.

Digámoslo francamente: no es difícil conseguir que el mundo reconozca el beneficio de nuestro


conocimiento, incluso si está perfectamente convencido de la inutilidad del común conocimiento del
mundo. No nos dejemos, sin embargo, desviar por ésto del indagar más de cerca la sustancia de aquel
beneficio. A tal fin no nos dirigiremos a las masas obtusas, sino a los espíritus mejores, a través de
cuya oscuridad, en la que están todos envueltos, no pasa desgraciadamente aún para las masas el rayo
liberador del conocimiento verdadero. Tal falta de claridad, aún en estos mejores espíritus, es tan
grande, que es realmente sorprendente ver cómo las mismas mentes más altas de todo tiempo han
estado confundidas e inducidas a juicios superficiales. Piénsese, por ejemplo, en Goethe, que afirmaba

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que Cristo era una figura problemática, y el buen Dios estaba ya completamente pasado de moda,
reservándose no obstante el derecho de reencontrarle a su modo en la naturaleza; lo que acabó por
conducir a toda clase de intentos de experimentos físicos, cuya práctica continua ha arrastrado a la
inteligencia actual a la conclusión de que no hay ningún Dios, sino sólo "materia y energía". Debía
corresponder a un gran espíritu - ¡pero qué tarde!- la misión de dar luz en la confusión más que
milenaria por la cual el concepto hebraico de Dios había alcanzado a todo el mundo cristiano: y no hay
duda de que sólo gracias al iluminado continuador de Kant, Arthur Schopenhauer, el inquieto
pensamiento ha podido al fin poner pie sobre el terreno de un propia y auténtica ética.

Quien quiera hacerse una idea de la confusión del pensamiento moderno, y de en qué medida el
intelecto de nuestro tiempo está paralizado, considere tan sólo las singulares dificultades que
encuentra la comprensión del más claro de todos los sistemas filosóficos, es decir, el de Schopenhauer.
La razón de ello resulta evidente apenas se reflexione que la verdadera comprensión de esta filosofía
incita a una transformación radical de nuestro tradicional modo de ver las cosas, no distinta de la que
se produjo cuando los paganos abrazaron el cristianismo. Y aún es espantosamente deplorable - que
los resultados de una filosofía que se funda en una ética perfecta, sean considerados de naturaleza
pesimista; de lo que se deduce que aspiramos en realidad a ser optimistas sin una verdadera eticidad.
El hecho de que la despiadada renuncia de Schopenahuer al mundo, tal y como se nos muestra
únicamente en su aspecto histórico, tenga su razón en la maldad de los corazones, asusta solamente a
los que no se toman la molestia de aprender precisamente los únicos caminos que Schopenhauer
señala para llegar la transformación de la desviada virtud mundana. Estos caminos, que
verdaderamente pueden conducir a una esperanza, están sin embargo indicados con gran claridad y
precisión por nuestro filósofo, en un sentido que corresponde al de la más sublime de las religiones; y
no es culpa suya el que la preocupación de trazar una exacta representación del mundo, que sólo él
consiguió percibir ocupe de modo tan exclusivo su mente, que lo induzca a dejarnos después a
nosotros la tarea de indagar más de cerca y seguir aquellos senderos que, por otra parte no se pueden
recorrer sino con nuestros propios pies.

En este sentido, y como encaminamiento a un recorrido autónomo de los senderos de la verdadera


esperanza, no se puede menos que, según la situación de nuestra educación actual, recomendar
fundamentalmente colocar la filosofía de Schopenhauer en la base de todo paso ulterior de nuestra
cultura espiritual y moral; y no tendremos que pensar ya en otra cosa. Si tuviésemos éxito en esto, las
ventajas de una benéfica y real regeneración serían incalculables considerando a qué deficiencias
morales y espirituales nos ha conducido la carencia de un verdadero conocimiento fundamental de la
esencia del mundo.

Los papas sabían muy bien lo que hacían cuando sustraían al pueblo la Biblia, ya que el Viejo
Testamento, en concreto, unido a los Evangelios, podía llegar a desviar el puro pensamiento cristiano,
hasta el punto de hacer posible la justificación de toda violencia e insensatez, por lo que el empleo de
tales instrumentos pareció sabio reservarlo a la Iglesia, que no dejarlo al dominio del pueblo. Hay que
considerar precisamente como una particular desgracia el hecho de que Lutero no haya tenido, contra
la degeneración de la Iglesia romana, ninguna otra arma de autoridad a su disposición que
precisamente la Biblia, de la que no pudo omitir ni una línea, porque de otro modo se le habría
escapado de las manos su misma arma. Esta le sirvió para recopilar un catecismo destinado a la masa
popular, que había quedado sin guía; con que desesperación, no obstante, se aprestó a ello, se puede
intuir de la conmovedora introducción que precede a aquel pequeño libro. ¡Escuchamos y entendemos
el sentido del grito de dolor y de compasión que se elevó del pecho del reformador con el
apresuramiento de quien está salvando a un ahogado, cuando, en el momento del mayor peligro, echó
una mano a su pueblo ofreciéndole el alimento espiritual y la vestimenta que encontró disponible!
Entonces encontraremos también el valor de sustituir en adelante aquel alimento, hoy ya inadecuado,
por algo más sólido, para encontrar el camino de salida, recordemos las bellas palabras escritas por
Schiller en una de sus cartas a Goethe:"El verdadero carácter del cristianismo, que los distingue de
todas las religiones monoteistas, no consiste en otra cosa que en la suspensión de la ley, del imperativo
kantiano, cuyo puesto es sustituido por la libre elección; es, pues, en su forma pura, expresión de una
noble eticidad y de la humanización de lo sacro, y en este sentido, la única religión verdaderamente
estética". Si de lo alto de este concepto echamos una mirada a los diez mandamientos de la ley
mosaica, a los que también Lutero creyó que debía obligarse a un pueblo completamente embrutecido

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espiritual y moralmente por la señoría de la Iglesia romana y del brazo secular germánico, no
encontramos en ellos nada de verdaderamente cristiano; mirando bien en el fondo, son moralmente
prohibiciones, a las cuales sólo las explicaciones y comentarios de Lutero confieren el carácter de
mandamientos. No nos corresponde aquí a nosotros la tarea de hacer una crítica de los mismos, ya
que acabaríamos sólo en nuestra legislación penal y de policía, a la cual aquellos mandamientos han
pasado en herencia con finalidad de bienestar burgués; se llega, incluso, al castigo del ateismo, con un
cierto respeto humano para "los otros dioses junto a mí".

Dejemos, pues, estos mandamientos, por demás bien custodiados, fuera de discusión, y miremos al
mandamiento cristiano - suponiendo que se pueda hablar aún de mandamiento- en el panorama de
las tres llamadas virtudes teológicas. Estas son, generalmente, citadas en un orden que no nos parece
del todo idóneo a fin de expresar el verdadero sentido cristiano, que nos parece mejor precisado
diciendo "amor, fe y esperanza" antes que "fe, amor y esperanza". Hacer de esta redentora y
serenadora trinidad un complejo de virtudes por antonomasia, y prescribir su ejercicio como
mandamientos puede parecer lógico, dado que son consideradas como dones de la gracia. Qué frutos
produce en quienes se compenetran con ellas podemos intuirlo rápidamente, si primero nos ponemos
a considerar bien qué extraordinaria exigencia implica para el hombre natural el mandamiento del
“amor" en el sublime sentido cristiano. ¿Por qué naufraga toda nuestra civilización sino por falta de
amor? .

Los jóvenes a quienes se les va descubriendo con creciente claridad el mundo actual ¿cómo puede
amarlo, sino se les recomienda más que prudencia y recelo en los contactos con el mismo?. Podría
existir sólo un camino en la dirección exacta: ni más ni menos que el de entender la aridez del mundo
bajo la forma del dolor: la compasión que surgiría de ello nos daría la fuerza necesaria para
sustraernos a las causas del mismo, esto es, al deseo de las pasiones, calmando el dolor de los otros.
¿Pero cómo despertar en el hombre natural el conocimiento necesario, dado que es precisamente el
prójimo el elemento más incomprensible del mundo? Es imposible despertar en este sentido un
conocimiento únicamente mediante mandamientos; sólo puede ser suscitado mediante un justo
encaminamiento a la comprensión del origen natural de todo lo que vive. Lo único que, en nuestra
opinión, puede conducir del modo más seguro, o mejor dicho, del único modo seguro, a una
comprensión verdadera, es la doctrina de Schopenhauer, cuyo resultado final, para vergüenza de
todos los sistemas filosóficos precedentes, es el reconocimiento del significado moral del mundo,
resultante, en la cima del conocimiento, de la propia ética de Schopenhauer. Sólo el amor que surge de
la compasión, hasta la total anulación del egoísmo es el amor cristiano que redime: en él están
comprendidas automáticamente, también, la fe y la esperanza, la fe como conocimiento infalible,
confirmada por la norma divina, de ese significado moral del mundo; la esperanza, como el saber
beatificante de la imposibilidad de un engaño de aquel conocimiento.

¿De dónde podremos sacar una indicación más clara que dirigir al ánimo angustiado por el engaño de
la apariencia material del mundo, sino de nuestro filósofo, cuya palabra, en nuestra opinión, puede ser
comprendida incluso por el intelecto del hombre más en ayunas de ciencia? En tal sentido, se podría
intentar un compendio para uso popular de la excelente disertación titulada: "Especulación
trascendente a la aparente determinación en el destino del individuo"; ¡Qué fácil sería entonces
entender en su verdadero significado esa "Providencia Eterna" de la que tanto uso se hace en el habla
vulgar, con el resultado que el contrasentido contenido en su expresión literal acaba por inducir al que
desespera al más craso ateísmo!. Los que se dejan intimidar por la arrogancia de nuestros físicos y
químicos, y temen parecer deficientes, al costarles aceptar la explicación del mundo en base al dogma
de la "materia y energía", harían bien en dirigirse a nuestro filósofo, con lo que, en nuestro parecer,
advertiría pronto qué clase de grosería se halla bajo los esquemas de los "átomos" y de las "moléculas".
Por otra parte, ¡qué enorme ganancia obtendrían, por un lado, los que están asustados ante las
amenazas de la Iglesia, por otro, los que se ven ya inducidos a la desesperación a causa de las
afirmaciones de nuestro físicos, una vez que la noble estructura de la trinidad "del amor, de la fe, y de
la esperanza" uniesen un claro conocimiento de la idealidad del mundo, determinada por las leyes del
espacio y el tiempo, que son las únicas cosas que están en la base de nuestra percepción Con esto,
terminarían de parecer dignas sólo de serena sonrisa las preguntas que suele hacerse al espíritu íntimo
del hombre en tomo al "dónde" y "cuándo" del "otro mundo". Porque si hay una respuesta a estos
problemas tan importantes, sin duda nos la ha dado nuestro filósofo, con insuperable precisión y

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belleza, cuando ha definido así la idealidad del tiempo y del espacio: "Paz, calma y serenidad, hay sólo
allí donde no existen ya ni un dónde ni un cuándo".

El pueblo, del cual por desgracia, estamos temerosamente alejados, pretende una representación
sensible y realista de la eternidad divina en sentido afirmativo, que puede serle proporcionada, por la
propia teología, sólo en el sentido negativo de la "extemporaneidad". Incluso la religión sólo ha
conseguido satisfacer esta necesidad mediante mitos e imágenes alegóricas, de donde después derivó
la Iglesia su construcción dogmática, la cual está ya en ruinas. Cómo, sin embargo, sus piedras
dispersas han servido de base a un nuevo arte, que el mundo antiguo no había conocido jamás, es lo
que he intentado demostrar en mi artículo precedente sobre "Religión y Arte". Qué significado, con
todo, podría adquirir este mismo, arte incluso para el "pueblo", una vez liberado de las exigencias
inmorales que le abruman es algo que debemos considerar seriamente. A este fin, podría de nuevo
orientamos nuestro filósofo, abriendo un horizonte enormemente rico de promesas, una vez que nos
tomemos la molestia de profundizar en el contenido de la profunda observación debida a su pluma:
"La perfecta satisfacción, la condición verdaderamente deseable de la existencia, se nos manifiesta sólo
bajo la forma de imagen, es decir, en la obra de arte, en la poesía, en la música. Parece casi que todo
esté realmente presente en algún mundo ideal". Lo que en el contexto de un discurso estrictamente
filosófico, parece casi dicho como diversión, puede servir muy bien como punto de partida de serias
deducciones ulteriores. El símbolo de Ia obra de arte puede, con el arrobamiento que provoca sobre el
espíritu, conducimos al claro reencuentro de aquel arquetipo, cuyo "lugar" puede aparecer
únicamente a nuestra interioridad, repleta, más allá de todo tiempo y espacio, de amor, de fe y
esperanza.

Pero la más grandes de las artes no puede encontrar la energía necesaria para una tal revelación, si le
falta el fundamento del símbolo religioso, es decir, la imagen de un orden moral del mundo, mediante
el que el pueblo puede llegar a comprenderla: extrayendo de la misma vida los símbolos de lo divino,
sólo la obra de arte puede conducirlo cerca de la vida, incitándolo a la paz y a la liberación del mundo.

Con esto podremos considerar definido un campo de indagaciones cuyos límites no son fáciles de
percibir, por su misma lejanía de la vida común, pero cuya búsqueda es, sin embargo,
extremadamente importante. Que para esto no puede servir de guía el hombre político creemos
haberlo expuesto claramente, y es por ello importante mantenemos lejos del terreno político, el cual no
puede dar ningún fruto a nuestras indagaciones. Por el contrario, debemos acercamos a todo sector
humano que pueda conducirnos a la conformación de un verdadera eticidad. Nada más puede
animarnos sino el ganar compañeros y colaboradores. Ya tenemos muchos; así, por ejemplo, nuestra
participación en el movimiento contra la vivisección nos ha hecho conocer espíritus afines en el campo
de la fisiología, que con sus conocimientos especializados han estado a nuestro lado en la lucha contra
la malvada ceremonia de esos malhechores autorizados por la ciencia, si bien - ¡Como no podía ser de
otro modo!- sin resultado práctico por ahora. Las asociaciones, a las cuales parece casi naturalmente
restituida la actuación práctica de nuestras ideas, las hemos nombrado ya otras veces, y ahora no nos
queda sino desear ver venir a nosotros a colaboradores capaces de encontrar sus particulares intereses
en otro más grande, que puede expresarse poco más o menos de este modo: reconocemos el principio
de la decadencia de la humanidad histórica y la necesidad de una regeneración; creemos en la
posibilidad de esta regeneración y nos dedicamos a su pomoción en todos los sentidos.

Es dudoso si la colaboración de un tal asociación podrá extenderse mucho más allá de los fines
próximos de las comunicaciones a un patronato de festivales teatrales. Sin embargo, queremos esperar
que los honorables miembros de este patronato dediquen, de ahora en adelante, y de buena gana, su
atención a estos temas. Por lo que respecta al autor de las presentes líneas, él, de cualquier modo que
sea, declara que de ahora en adelante no se ocupará más de comunicaciones de tal género.

Bayreuther Blätter, diciembre de 1880

Conócete a ti mismo

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El gran Kant nos ha enseñado a posponer la exigencia del conocimiento del mundo a la crítica de
nuestra facultad de conocer. Y como consecuencia de esto, hemos llegado a una completa inseguridad
en lo que respecta a la realidad del mundo, Schopenhauer nos ha enseñado, con una crítica de más
amplia envergadura, no ya de nuestra facultad de conocer, sino de la voluntad que precede en
nosotros a todo conocimiento- a sacar conclusiones más seguras en tomo al "en sí" del mundo. "
¡Conócete a ti mismo y conocerás al mundo!", exclama el Pizia; "Mira a tu alrededor; todo eso eres tú",
afirma el brahmán.

Hasta qué punto se han perdido estas enseñanzas de la antiquísima sabiduría podemos verlo en el
hecho de que fueron reencontradas sólo después de milenios, a través de la genial desviación que
sobre Kant hizo Schopenhauer. Si dirigirnos la mirada a la actual condición de nuestra ciencia y arte
de gobierno, vemos que, privadas de toda verdadera médula religiosa, se pierden solamente en
bárbaras frivolidades, con las cuales, por hábito secular, aparecen casi venerables a los ojos atontados
del pueblo.

¿Dónde se puede ver empleada, en los juicios del mundo, la máxima "Conócete a ti mismo"?.

No nos consta ningún acto histórico, donde se reconozca el efecto de una tal enseñanza. Y de lo que no
se conoce es difícil que se acierte. ¿Quién no se percata de ello, si, por ejemplo, aplicando aquella
máxima, se pone a considerar el actual problema del antisemitismo?. Quién haya dado a los hebreos
ese poder que a nosotros nos parece tan nocivo que tengan entre nosotros y sobre nosotros, es un
misterio que nadie intenta o parece sopesar; o bien, si incluso se hacen investigaciones, éstas se limitan
a los hechos y las situaciones del último decenio, o sólo algunos años antes: pero no se percibe en
parte alguna la propensión a mirar en el fondo de nosotros mismos, es decir, a someter el espíritu y la
voluntad de toda nuestra cultura y civilización que por ejemplo llamamos "germánica", a una crítica
precisa.

El proceso en cuestión, es, sin embargo, quizá más que cualquier otro, apto para hacer maravillas en
nosotros mismos. Nos parece que en él se manifiesta el despertar de un instinto que parecía en
nosotros completamente consumido. Quien, hace unos 30 años, se hubiese puesto a discutir sobre la
incapacidad de los hebreos de una participación fecunda en nuestro arte, y 18 años después se hubiese
sentido impelido a renovar la misma discusión (10), se habría encontrado con la mayor agitación de
protesta por parte tanto de los hebreos como de los alemanes; era peligroso hasta pronunciar la
palabra "judío", aunque sólo fuese en voz baja.

Lo que suscitaba entonces la más rápida oposición en el campo de la moral artística, lo vemos acaecer
hoy, por completo, espontáneamente, con caracteres más toscos y populares en el terreno del comercio
burgués y de la política estatal. Entre este y aquel período ha tenido lugar el reconocimiento
concedido a los hebreos del derecho de considerarse en todo y para todo iguales a los alemanes; del
mismo modo, poco más o menos, como los negros de Mexico fueron autorizados, por medio de un
edicto, a considerarse blancos. Quien medite detenidamente sobre este suceso, no puede, con todo,
aun cuando se le escape lo ridículo del asunto, no maravillarse, del modo más extraordinario, por la
ligereza, o mejor la frivolidad, de nuestras autoridades gubernativas, quienes provocaron una
transformación tan enorme, y de imprevisibles consecuencias, de nuestra estructura nacional, sin el
más mínimo sentido de lo que hacían.

La fórmula inventada fue la "igualdad de todos los ciudadanos alemanes sin consideración de la
diversidad de confesión". ¿Cómo es posible que en tiempo alguno haya habido alemanes que hayan
creído reducir todo lo que mantiene a los hebreos a una enorme distancia de nosotros, bajo el concepto
de "confesión" religiosa, si ya en la historia germánica se produjeron divisiones de la Iglesia cristiana,
que condujeron a un reconocimiento jurídico público de confesiones diversas? Como fuere, podemos
reconocer, en esta forma tan pésimamente usada, uno de los puntos aptos para esclarecer los que
parecen oscuros, apenas intentemos obedecer de veras el imperativo "Conócete a ti mismo". A este
respecto recordamos la experiencia, hecha reciente y personalmente por nosotros, de como nuestras
religiones se paran de repente en sus objeciones contra los judíos, apenas se toque la sustancia del
hebraísmo y se someten, por ejemplo, a la crítica de los patriarcas santos, particularmente el gran
Abraham, querellándose con los textos genuinos de los libros mosaicos. Parece inmediatamente que se

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vea disminuido el terreno sobre el que se asienta la Iglesia cristiana, es decir, la religión “positiva"; y
he aquí que aparece el reconocimiento de una "confesión mosaica", con el derecho reconocido al
creyente en ella de colocarse en nuestro mismo terreno, a discutir, en todo caso, la posibilidad de
admitir una renovada renovación por parte de Jesucristo, cuando los judíos, aun según la opinión del
ex-premier inglés, lo consideran sólo como uno de. tantos de sus pequeños profetas, de los que
nosotros hemos hecho demasiado caso. Y será ciertamente difícil, precisamente en virtud del carácter
asumido por el mundo cristiano y del fundamento cultural a él ofrecido por una Iglesia tan
rápidamente degenerada, demostrar la excelencia de la revelación de Jesús frente a la de Abraham y
de Moises: las estirpes hebraicas han permanecido en realidad, a pesar de toda la diáspora, hasta el día
de hoy, unidas con las leyes mosaicas, mientras nuestra cultura y civilización están en la más
estrepitosa contradicción con la doctrina de Cristo y he aquí que, como resultado de esta cultura,
aparece clara a los judíos, que saben hacer bien sus cálculos, la necesidad de hacer guerras, así como la
de obtener ventajas económicas. Consecuentemente consideran la estructura de nuestra civilización,
tal y como se les presenta, dividida en las dos categorías militar y civil, y puesto que desde hace un
par de milenios han perdido toda su actitud militar, dedican sus experiencias y conocimientos de
preferencia al sector civil, pues éste, el que debe proporcionar el dinero al sector militar: pero es
precisamente en este campo en el que poseen un alto grado de virtuosismo.

Los sorprendentes éxitos de los judíos, establecidos entre nosotros, en el ganar y amasar inmensas
riquezas, han llenado siempre a nuestras autoridades de admiración y respeto; pero, ¿nos
equivocamos, o nos parece que el actual movimiento contra los judíos significa la intención de abrirles
los ojos sobre la cuestión de donde sacan su propio dinero?. Se trata, en último análisis, de la posesión,
o más bien, como parece, de la propiedad de las cuales de repente no nos sentimos ya seguros,
mientras por el otro lado toda la energía del estado parece orientada a garantizar la propiedad antes
que otra cosa.

Si, aplicando el "Conócete a ti mismo" a nuestros orígenes religiosos, no surge de ello una ventaja para
nosotros en comparación con los judíos, las conclusiones podrían ser aún peores, cuando buscando la
naturaleza de la posesión, en la única forma que la entienden nuestras instituciones públicas,
creyésemos ponerla a salvo contra las intervenciones judías.

La "propiedad" tiene en nuestra conciencia pública un carácter casi más sagrado que la misma
religión: para las ofensas cometidas contra esta última hay comprensión, pero por los daños inferidos
a aquella se es castigado sin piedad. Dado que la propiedad está considerada fundamento de nuestra
consistencia social, se presenta tanto más dañino el hecho, en cuanto que no todos la poseen, y que, no
sólo eso, sino que la mayor parte de los hombres vienen al mundo privados de todo. Es manifiesto que
nuestra sociedad, como consecuencia del principio sobre el que se basa va degenerando en una
inquietud peligrosa, y se encuentra obligada a orientar todas sus leyes al fin único de un imposible
arreglo del conflicto; mientras la protección de la propiedad, a cuyo fin es también conservada una
fuerza armada, en realidad no puede querer decir otra cosa que protección de los propietarios contra
los que nada tienen. A pesar de que sus mentes agudas se han dedicado a la búsqueda de una solución
del problema, no ha surgido jamás una solución consistente, por ejemplo, en dividir toda la propiedad
en partes iguales: parece realmente que, con el concepto aparentemente tan simple de la propiedad, y
su comprensión pública, se ha clavado como una flecha en el costado de la humanidad, que la hace
sufrir de una enfermedad que la lleva cada vez más a la ruina.

Dado que para juzgar el carácter de nuestras naciones es necesario ver su evolución y formación, y es
sólo así como se explican los derechos y las situaciones de derecho, es tal vez ocasión de explicamos, y
en caso necesario de justificar, la completa indigencia de una gran parte de los ciudadanos
dependientes del Estado, como resultado de la última conquista de un país, como ha ocurrido con la
conquista normanda de Inglaterra, o la de Irlanda por parte de los ingleses. Está lejos de nosotros, sin
embargo, el propósito de dejarnos llevar a indagaciones de semejante dificultad; tan sólo queremos
aclarar aquí la transformación, claramente en curso actualmente, del originario concepto de propiedad
derivado del carácter sagrado reconocido al acto de tomar posesión de la propiedad de otro, por el
cual el título de compra ha sustituido a la adquisición, a través de una fase transitoria de conquista de
la posesión mediante la fuerza.

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A pesar de todo lo que se haya dicho, escrito y pensado, en torno al descubrimiento del dinero y de su
valor como potencia omnipresente en nuestra cultura, no se debería, sin embargo, al esbozar el elogio
del mismo, olvidar la maldición a la que estuvo siempre sujeto, en la leyenda y en la poesía, Si el Oro
aparece allí como el demonio estrangulador de la inocencia de la humanidad, nuestro mayor poeta,
delinea la invención de la moneda-papel como una traza del diablo, el fatal anillo del Nibelungo,
transformado en billetero, puede perfeccionar la imagen repugnante del fantasmagórico dominador
del mundo. Pero lo cierto es que este señorío del Dinero es considerado por los paladines de nuestra
avanzada civilización como una potencia espiritual y, aún más, moral, habiendo sido sustituida la fe
desaparecida por el crédito, es decir, por la ficción mantenida con las garantías más severas y
refinadas contra el engaño o la pérdida de la recíproca honestidad. Lo qué ocurre bajo la bendición del
crédito, podemos percibirlo, y no parece que nos desagrade echar la culpa, con ligereza de corazón,
sobre los judíos. Ellos son especialistas en la materia en la que nosotros somos simples aficionados: el
arte de hacer dinero, pese a que éste es un descubrimiento de nuestra civilización; y a un cuando los
judíos tuvieran la culpa, esto ha ocurrido porque toda nuestra civilización es un verdadero embrollo
de judaísmo y de barbarie, pero no ciertamente una creación cristiana. Sobre este punto, consideremos
que sería conveniente que los representantes de nuestras iglesias hicieran examen de conciencia, canto
más cuanto que se ponen a combatir la semilla de Abraham, en cuyo nombre, no obstante, intentan
coger los frutos de ciertas promesas de Jahvé. Un cristianismo que ha sabido adaptarse a la crueldad y
a la tiranía de todos los poderes dominadores del mundo, no puede - habiendo pasado de las garras
del animal feroz a las manos calculadoras del animal de rapiña- sostenerse mediante la astucia y la
sagacidad de su enemigo; razón ésta por la cual no esperamos ninguna ayuda de nuestras autoridades
civiles y religiosas.

Con todo, en la base del movimiento actual, existe de forma manifiesta, un motivo interior, aun
cuando no se vea en la conducta de los que han estado hasta ahora a su cabeza. Nos parece reconocer
el despertar de un instinto que se había ido perdiendo entre el pueblo alemán. Se habla del
antagonismo de las razas. En este sentido sería conveniente hacer un examen de conciencia, ya que
habríamos de esclarecemos a nosotros mismos en que relación mutua se encuentran determinadas las
estirpes humanas. A este respecto habría que comenzar por reconocer que, si queremos hablar de una
“raza" alemana, no se puede definirla ni especificarla en la misma medida que la judía, la cual se ha
sabido conservar tan netamente inmutada a través de los tiempos. Si los doctos discuten hoy en tomo
al problema de si tienen mayor valor para la evolución de la humanidad razas puras o mezcladas, la
primera cosa que hay que preguntarse es: Qué entendemos nosotros por progreso de la humanidad.
Se aprecian los llamados pueblos románicos, así como los ingleses en cuanto razas mixtas, que fueron
precursoras en el progreso cultural de los pueblos puros de raza germánica. Quien, sin embargo, no se
deje engañar por las apariencias de nuestra cultura y civilización, sino que busque la salud de la
humanidad antes en la grandeza del carácter, está obligado a su vez a admitir que este carácter se
encuentra preferentemente, y aún es más, casi solamente en las razas que se han conservado
relativamente puras, en las que la energía genética, aún intacta, sustituye con la arrogancia, las
virtudes humanas más elevadas, aún no surgidas, aptas para desarrollarse tan sólo a través de las
duras pruebas de la vida. Aquel singular orgullo de raza, que nos dio, incluso en el Medievo,
caracteres tan relevantes de príncipes, reyes y emperadores, debería poderse encontrar todavía hoy en
los puros linajes nobles de origen germánico, si bien bajo innegables decadencias, de las cuales
deberemos darnos cuenta seriamente, cuando quisiésemos explicar la decadencia del pueblo alemán,
expuesto ya sin defensa alguna a la penetración judaica. Quizá nos encontremos en el buen camino,
cuando nos pongamos a considerar el depauperamiento humano sufrido por Alemania a través de la
guerra de los Treinta Años, el cual hizo estragos en la población masculina de los campos y de las
ciudades, y sometió a la femenina a las violencias de los varones, de los croatas, de los españoles, de
los franceses y de los suecos. En tal caso, sería difícil considerar sin embargo, la nobleza, relativamente
menos dañada entonces en su elemento humano, como íntimamente afín por la sangre, al resto del
pueblo germánico. Este sentimiento de recíproca pertenencia estaba, no obstante, vivo en épocas
históricas, cuando eran las estirpes nobles las que, en caso de debilitamiento de la sustancia nacional,
sabían siempre revivificar el espíritu de la misma. Lo vemos en el reflorecimiento de las estirpes
alemanas en nuevos brotes de viejas generaciones después del período de invasiones bárbaras, que
había sustraído, a los que habían permanecido en la patria, los linajes de los héroes; lo vemos en el
reflorecimiento de la lengua alemana gracias a los nobles poetas de la época de los Hohenstaufen,
cuando ya sólo el latín claustral era considerado lengua noble, mientras el espíritu de la poesía
penetraba hasta en las casas rurales, dando lugar a una lengua común al pueblo y a la nobleza; lo

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vemos, en fin, en la resistencia contra la afrenta religiosa que Roma trató de inflingir al pueblo alemán,
cuando la intervención de la nobleza y de los príncipes lanzó a una valiente defensa. Otra cosa
ocurrió, por el contrario, después de la guerra de los Treinta Años; la nobleza no se encontró ya ante el
pueblo, al que podía sentirse afín: las grandes relaciones de fuerzas entre las monarquías se apartaron
del propio y auténtico territorio alemán hacia el Oriente eslavo; eslavos degenerados, alemanes en fase
de decadencia, constituyen el terreno de la historia del siglo XVIII, sobre el cual, hasta nuestros
tiempos, emigrando de las exhaustas tierras polacas y húngaras, el judío ha sabido establecer,
confiado, su domicilio, ahora que los príncipes y la nobleza no desdeñan ya el establecer relaciones
comerciales con él, pues también la arrogancia antigua se ha perdido, y se ha convertido sólo en
altanería y codicia.

Si después, en los últimos tiempos, estos dos rasgos del carácter han pasado a ser también
característica del pueblo - ¡los suizos, por ejemplo, que son tan afines a nosotros, no creen poder
reconocernos bajo otro aspecto!- y si la palabra "alemán" parece renacida, hay que reconocer que a este
renacimiento le falta mucho de lo que debería ser un verdadero resurgimiento del sentimiento de la
estirpe, el cual se expresa, ante todo, a través de un instinto seguro. Nuestro pueblo, se puede decir
con todo derecho, no posee un instinto natural de lo que se le ajusta, le conviene, y le es provechoso o
fecundo; extraño a sí mismo, se revuelca en modos extranjeros; a nadie como a él le tocaron en suerte
espíritus grandes y originales, que no supo, sin embargo, apreciar en el momento oportuno; pero si
periodistas sin espíritu, e intrigantes de la política le lanzan como alimento frases mentirosas, está
dispuesto a nombrarles representantes de sus principales intereses, y si el judío le hace sonar al oído la
campana del papel de la bolsa, he aquí que le deposita en su mano todo su dinero, para hacerle
millonario de hoy a mañana.

Los judíos constituyen, desde luego, el más admirable ejemplo de consistencia racial que conozca la
historia del mundo. Sin patria, ya casi sin lengua materna, este pueblo se arrastra, en virtud de la
seguridad de su instinto, gracias al cual tienen la singular cualidad de saber encontrarse a gusto en
cualquier lugar, a través de todos los pueblos, los países y las lenguas: incluso la mezcla no le
perturba; aún mezclándose con las razas a él extrañas en línea masculina o femenina, vuelve a surgir
siempre el judío. Ni siquiera un contacto, aun siendo lejano, corre el riesgo de llevarle a la colisión
comprometedora con la religión de algún pueblo, ya que él no tiene en realidad una religión, sino sólo
una fe en ciertas promesas de su Dios, que no corresponden en absoluto a una vida sobrenatural más
allá de la vida material, sino que se refieren a esta vida presente, sobre la tierra, donde fue asegurada a
la estirpe de David el señorío sobre todo lo que vive. Por lo tanto, el judío no tiene necesidad alguna
de pensar ni fantasear, y ni siquiera de calcular, pues el cálculo más difícil está ya listo, sin falta, en su
instinto, cerrado a todo idealismo. Maravilloso, incomparable fenómeno; demonio plástico de la
decadencia de la humanidad en triunfante seguridad, y, además de ésto, ciudadano alemán de
confesión mosaica, benjamín de principios liberales, y garante de nuestra unidad nacional.

A pesar de la inferioridad (en este tema económico) en que se encuentra la raza alemana (si puede
llamársele así) frente a la hebraica, creemos, sin embargo, poder explicar el actual movimiento como
un despertar, si bien confuso, del. instinto germánico. Haciendo abstracción, como nos parece
necesario, de eventuales signos de un puro instinto racial, podemos, no obstante, permitirnos indagar
si hay debajo algo altamente instintivo, puesto que se trata, desde luego de algo que al pueblo actual
no puede serle conocido, sino oscura y vagamente, esto es, por ahora, sólo de un instinto, si bien de
más noble origen y más altos fines; de algo, pues, afín a un arrojo puramente humano.

De las tendencias cosmopolitas, si es que realmente existen, podemos esperar bien poco en cuanto
concierne a la solución del problema que nos ocupa. No es poca cosa recorrer la historia del mundo y
conservar todavía amor hacia el género humano. Sólo el sentimiento indestructible del parentesco con
el pueblo del que hemos nacido, puede servirnos para reanudar el hilo del amor quebrado por la
mirada lanzada sobre el mundo: a este respecto asume valor sólo lo que nosotros advertimos en
nosotros mismos; y la compasión que tenemos, y la esperanza que nutrimos, por el destino de nuestra
propia familia. Patria, lengua materna: ¡Desgraciado del que carece de ella! ¡Gran felicidad poder
reconocer, en el propio idioma, el lenguaje de los abuelos! A través de ésto, nuestro sentir e intuir
profundiza hasta la humanidad originaria; ningún linde de propiedad delimitará ya nuestra nobleza
esencial, y, a través de la patria que últimamente nos fue dada en suerte, a través de las piedras

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milenarias de nuestro conocimiento histórico y de las razones exteriores que éste nos proporciona de
nuestra vida actual, nos sentimos ligados en la sangre a la primera belleza creadora del hombre.
Aquella lengua materna es nuestra lengua alemana. La única herencia verdaderamente genuina que
nos ha quedado de nuestros padres. Cuando sentimos, bajo el peso de una civilización extranjera, que
nos falta la respiración, hasta dudar de nosotros mismos, entonces es el momento preciso para
ponemos a ahondar en el verdadero terreno paterno de nuestra lengua, para buscar las raíces de la
misma, y obtener así, de inmediato, sentido de paz, en un renovado conocimiento de nosotros mismos
y de la verdadera sustancia universal del hombre. Esta posibilidad de descubrir siempre de nuevo el
manantial originario de nuestra propia naturaleza, que no se da a conocer ya a nosotros ni siquiera
como raza, lino de tantos tipos de la humanidad, sino como tronco original mismo del gran árbol
humano, fue la que nos dió a los grandes hombres y los héroes del espíritu, a propósito de los cuales
no nos debe importar lo más mínimo si los hacedores de civilizaciones extranjeras y sin patria están en
situación de comprenderlos y de apreciarlos, desde el momento en que estamos en condiciones, una
vez llenos de la gesta y de los dones de nuestros antepasados, de reconocerlos, con clara intuición
espiritual, en su verdadera substancia, y de apreciarlos según el espíritu puramente humano que
respiran en sus obras. Así sucede que el genuino instinto germánico busca e indaga sólo este puro
elemento humano, y es a través de esta indagación como podrá resultar verdaderamente útil y
fecundo, no sólo para sí mismo sino para toda criatura que se encuentre desviada, pero que sea en sí
pura y genuina.

¿Quién no verá entonces que este noble instinto, que no pudo expresarse plenamente ni en la vida
nacional ni en la religiosa, consiguió, sin embargo conservarse fecundo bajo el peso de las desventuras
a él asignadas por el destino, pero sólo en una medida muy débil, confusa, insuficiente y fácil de ser
mal comprendida? A nosotros nos parece que tal instinto no se manifiesta desgraciadamente en
ninguno de los partidos que, de modo particular hoy, se arrogan el derecho de guiar los procesos de
nuestra vida política, espiritual y nacional; ya las denominaciones que se atribuyen dicen por sí
mismas que no se inspiran en principios

germánicos, y que, por tanto, tampoco están animados por instintos germánicos. Lo que los
“conservadores", los "liberales" y los "conservadores-liberales", los "demócratas", los "socialistas" y
"socialdemócratas", etc. han hecho actualmente a propósito de la cuestión judía nos parece cosa un
tanto vana, debido a que el "Conócete a ti mismo" no lo ha puesto ninguno de ellos en práctica
haciéndose examen de conciencia; ni siquiera el partido menos claro, y por tanto el único
verdaderamente alemán, que se llama partido "progresista". Solamente se descubren en ellos
conflictos de intereses, cuyo objeto es común a todos los partidos en pugna, y que no es precisamente
algo noble: es claro que de todo esto sacará ventaja el movimiento que esté más fuertemente
organizado para perseguir sus intereses, lo que equivale a decir el más descarado. En cuanto a toda
nuestra economía estatal y nacional en su conjunto, parece encontrarse casi en un sueño seductor,
ahora temeroso, pero, en resumen, sofocante: todos tienden a evadirse de ello; pero su singularidad
estriba en que, en tanto nos tenga en su encanto lo cambiamos por la vida real y tenemos miedo de
despertar, al igual que de la muerte. Como siempre ocurre, es el mayor pavor lo que confiere a la
postre a quien se encuentra cerca de la última angustia la debida energía: éste se despierta y se da
cuenta que lo que había creído algo realísimo era sólo imagen engañadora del demonio de la
humanidad que sufre.

Nosotros, que no pertenecemos a ninguno de esos partidos, sino que buscamos nuestra salud en un
despertar de la humanidad a su dignidad simple y sagrada, excluidos de esos partidos como
elementos inútiles, no podemos, sin embargo, atrapados por resonancia simpática, por los mismos
temores, dejar de volver los ojos a las congojas de quien sueña, aun cuando éste no pueda oir nuestras
llamadas. Ahorremos entretanto, cultivemos y consolidemos nuestras mejores energías, para estar en
condiciones de ofrecer a quien se despierte al final un noble alivio. Solamente, no obstante, cuando el
demonio que apremia a esos locos a la locura de la lucha partidista, no tenga ya amparo ni en tiempo
ni en lugar alguno, habrá desaparecido del mismo modo, el judío.

Nosotros, alemanes, precisamente en virtud del actual movimiento que parece sólo posible entre
nosotros, deberemos lograr encontrar la gran solución aún antes que cualquier otra nación, una vez
que excitáramos, sin vergüenza, hasta la más íntima médula de nuestro ser, el interrogante del

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"Conócete a ti mismo". Que posteriormente, con tal de que vayamos suficientemente al fondo, y una
vez superado todo falso recato, no debemos tener miedo del conocimiento supremo, debería ser algo
pacífico, con todo lo que hemos dicho, para quien ha sentido e intuido.

Bayreuther Blätter, febrero-marzo de 1881

NOTAS

(10) Aquí alude a su escrito "El Judaísmo en la Música" del que nos dice el mismo Wagner en "Mi Vida": "El escándalo y el
espanto que causó este artículo fueron indescriptibles. La increíble hostilidad con que hasta hoy día me han tratado todos los
periódicos de Europa, sólo puede ser comprendida por quien haya sido testigo del alboroto provocado por mi escrito y por
quién sepa que la prensa europea está casi exclusivamente en manos de los judíos".

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