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SALA EN ESPERA

Febrero 2011

Por qué no me gusta “dar” clases


Juan Pedro Delgado

Si lo vemos desde una perspectiva liberal y pragmática, “dar” una clase en


realidad significa mucho más que reproducir una serie de contenidos
organizados hacia un deber ser en los resultados. Se ponen en juego múltiples
habilidades y estrategias, desde la administración del conocimiento y las
relaciones públicas estratégicas hasta la logística y la gestión de marca.

Desde esta perspectiva integral y demandante, se suele exigir que el profesor


universitario:

a) planifique zonas de desarrollo próximo y las administre hacia la


optimización de los recursos cognitivos de sus alumnos, sobre la base de
una sistematización de lo aprendido y lo aprendible y un cambio
progresivo en el entendimiento;

b) establezca una dinámica de interacción social óptima entre sus


distintos públicos, cuide las distintas reputaciones en juego (la suya, la de
sus alumnos y la de la materia) y actúe con cautela y eficacia en los
escenarios de crisis;

c) distribuya con pertinencia las estrategias didácticas, los materiales, la


información y los recursos humanos para llegar a ciertos objetivos
planteados, en los tiempos y en las condiciones deseadas;

d) forme una comunidad de marca alrededor de una unidad de


aprendizaje que, por sus características, debe ser reconocida y
reconocible, diferenciada y distinguida, entre otras tantas que parecerían
iguales en una retícula de materias a disposición del estudiante.

Porque si eres un profesor en un buen lugar en el ranking de popularidad, de


pronto, la demanda se capitaliza, se garantizan aperturas de grupos, te
descubres en un agradable top ten presumible…
Bajo esta aparente visión operativa del oficio docente, que no épica, suelo llegar
a las primeras sesiones con los alumnos que jamás míos. Pero no es una
postura que explicito porque es más una asunción personal que una necesidad
para el flujo de las clases. A final, creo que lo que se percibe es una forma de
construir las sesiones con aristas de humanismo aplicado y meta aprendizaje:
responsabilidad sobre sí mismos y la otredad y perspicacia sobre su
conocimiento y procesos.

En la clase de encuadre, frente a las políticas del curso, el contenido temático,


las condiciones para el aprendizaje y los procedimientos de evaluación,
también acostumbro hablar sobre mi percepción sobre mi rol dentro del grupo.
Con base en la noción de “escuela de cortesía”, una de las representaciones de
las primeras universidades modernas, apelo a la necesidad de tres actitudes:
disposición, consideración y pro actividad, entendida esta última como la
capacidad de autogestión e independencia. Tres actitudes que les requiero,
pero ante las que también me obligo. En realidad, en esa sesión de encuadre se
ponen a discusión otros tres elementos vitales para la interacción: interés por la
clase, la aceptación de “estar en el juego”, interiorizar sus reglas y participar de
él, tal como lo conceptualiza Pierre Bourdieu en Razones prácticas (1993);
confianza en la relación, que implica no partir de una actitud hostil y tirante,
augurando trabajos plagiados y sanciones ejemplares (aunque después se
verifiquen) y, sobre todo, un principio de autoridad consistente que no se
confunda con autoritarismo.

Fuera de formulismos y criterios prácticos, me agradaría no presentar


credenciales ni legitimación de vida, llegar con bermudas, playera y sandalias,
aun con los problemas que esto implicaría; desearía que bastara mi nombre,
que la confianza se construyera con el paso de los días, cuando tenga la
oportunidad de configurarme como una autoridad cognitiva, coherente con los
modos de ser y hacer en clase, y no en una de tipo normativo, impositiva desde
una posición de poder cimentada en un historial de vida que aún no he
respaldado cuando inician las clases. Suelo hacer la parte de la presentación
con un dejo de pena en la relatoría de mi pasado, con hincapié en lo básico
legitimable para respaldar la asignación de la materia. Para compensar, les pido
a mis alumnos que no me interpelen bajo la nominación de profesor o maestro
(o el socorrido “Oiga, prof”): desde mi percepción, no me asumo como tal. Les
requiero que me llamen por mi nombre, bajo una segunda persona gramatical
coloquial u otra de posible o engañoso respeto, pero sin el cargo ni el
tratamiento. ¿Se reduce la autoridad si dejan de llamarme maestro, doctor,
profesor?
Pero de cierto soy más un facilitador, una palabra que me suena ridícula y
torpe, desconectada del branding de las sesiones y las materias: coordinador o
mediador me parecen más pertinentes. Sobre todo esta última, por su amplio
espectro de intervención y su carácter humanista y estratégico en un entorno
deconstructivista y un sistema tendiente al caos (Colom, 2002). En sus
Pedágogies de la mediation (Giry, 2002), Avanzini sostiene que la figura del
profesor interviene sobre un paradigma de aspectos que se concretizan en las
actividades dentro y fuera del aula. Propone doce criterios de mediación
durante las sesiones: intencionalidad y reciprocidad, a través del
establecimiento de un contrato de interacción convincente para ambas partes;
trascendencia, en un sentido de reto y superación más allá de lo inmediato;
construcción de significados, hacia la búsqueda de un sentido en lo que se
realiza; sentimiento de ser competente ante el entorno; regulación y control del
comportamiento en la planificación de los momentos de reflexión;
comportamiento de cooperación; conciencia de la individualidad y la
diferenciación psicológica en un espacio de confrontación de identidades y
otredades; conciencia de finalidad mediante la planificación y realización de
objetivos; comportamiento de desafío ante escenarios de novedad y de
complejidad gradual; conciencia del cambio propio; selección de alternativas
positivas bajo la capacidad de elección y de decisión y, finalmente, la
construcción de un sentido de pertenencia a la especie humana, situado en una
cultura y en su historia personal. “Dar” una clase es una broma.

La figura del mediador nos sugiere intersección e interposición entre una


nebulosa de saberes potenciales y las habilidades cognitivas, la competencia
comunicativa y el repertorio interpretativo de los alumnos. Estar en medio
significa también una oscilación constante entre la regulación crítica y la
imposición no reflexionada. ¿Cuáles son los umbrales prudenciales de libertad
reflexiva poco antes del des-orden? ¿El argumento de Razón de Estado basta
para imponer una comunidad controlada por encima de la expresión
individual? Una de las imágenes académicas que me parecen más denigrantes
es ver un salón en silencio absoluto, las sillas separadas en lo posible, las
mochilas armando una colina frente al aula. Porque los presumo poco
honorables, porque en el fondo me da pánico que copien, que crean que con
hacerlo me verán la cara. Me tomo a pecho el control del otro porque lo vinculo
con mi autoestima y lo defiendo con la necesidad del otro de ser controlado,
porque supongo que el chamaco está en “formación”, porque es un niño que
aún no aprende, porque qué desperdicio de dinero hacen sus padres si yo no
me aseguro que aprendan bajo mi certeza y poder. Aunque se trate de un
examen de opción múltiple sin transferencia real, donde sólo se regodea la
memoria a corto plazo.
Prefiero abogar por una noción moderada de una Temporary Autonomous
Zone (TAZ), un territorio-tiempo, concentrado en el presente e independiente
en lo posible. Conceptualizada por Hakim Bey desde 1991 (Bey, 2006), una TAZ
no busca constreñir la creatividad individual y busca eludir en lo posible las
estructuras formales de control social, busca construir un sistema de relaciones
antiestáticas, no necesariamente antiestatales, una propuesta de espacio-
tiempo de auto organización social y empoderamiento real, una grieta entre los
procedimientos convencionales.

Por supuesto no es un asunto fácil de llevar en el salón de clases. Esta TAZ en


particular apela a la autorregulación y una mínima constricción y coerción en la
dinámica del aula, bajo una ambiente donde se expliciten los mecanismos de
exclusión de discursos (o al menos un meta aprendizaje sobre cómo aquéllos
funcionan y regulan nuestro comportamiento y, en gran medida, nuestra
capacidad de expresión y creatividad). Para Michael Foucault, “En toda
sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y
redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función
conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar
su pesada y temible materialidad” (Foucault, 1970). ¿Tiene alguna utilidad
práctica para el estudiante, lo beneficia como individuo comprender y evaluar
tales estrategias de control?: “Todos somos títeres y nuestra mayor esperanza
de conseguir al menos una liberación parcial es intentar descifrar la lógica del
titiritero” (Wright, 1994).

Hay una cita que suele molestar a mis alumnos cuando los cuestiono sobre el
privilegio de ser universitario, el deber ser y la expresión “nobleza obliga”.
Argucia, tal vez sarcasmo. Cuando en Dioses y diablos mediáticos Ramon Reig
hace un recuento de las variadas estrategias del Poder, ominoso en mayúsculas,
para perpetuarse en los distintos sistemas, sostiene que “No obstante, esta
estrategia no es aplicable a las universidades y escuelas de ‘elite’, en las que se
educan los jóvenes destinados a formar parte de la estructura real de Poder,
porque el Poder debe saber con exactitud el porqué de las cosas, es decir, las
fuerzas que mueven las acciones humanas” (Reig, 2004). Resulta lógico que me
increpen enseguida, que reclamen lo agresivo de la cita, que se sientan
incómodos con ella. Luego algunos la respaldarán, otros continuarán
considerándola ofensiva, políticamente incorrecta, incluso cuando les hablo de
la denegación que solemos hacer para ocultar el trasfondo económico detrás
del capital simbólico (Bourdieu, 1990). Luego aderezo con estadísticas sobre el
estado de la educación superior, sobre cómo se ha invertido drásticamente los
porcentajes entre los estudiantes que ingresan a la universidad para ganar
dinero frente a los que lo hacen para emprender un proyecto de vida. El
propósito no es molestarlos, por supuesto, sino que encuentren una
complicidad con su propio proceso de aprendizaje y su propia posición,
favorecida o no, ante el mundo. También es un intento por destacar cómo el
deseo y el poder son una constante cultural en sus procesos de formación y a lo
largo de su vida, con los que deberán entrar en negociación y en conflicto.

Ampliar los márgenes de libertad no implica ausencia de exigencia, tampoco


elude los retos: busca autonomía reflexiva y movilidad crítica para crear y
proponer. Hace falta, por supuesto, autoadministración y compromiso,
competencia y enfoque, por supuesto coraje, sustitutos del liderazgo de los que
habla Robert E. Kelly (Dubrin, 2004: 230). Me parece que sólo así, desde la
libertad, la racionalidad práctica tiene sentido en el diseño de actividades
evaluables y evidencias del pensamiento en acción, la reflexión en la acción y la
reflexión sobre la acción (Schön, 1993). Si el desempeño se mueve en un
ambiente apocado y vertical normativo, ¿dónde la innovación, la disonancia
cognoscitiva detonante, el cuestionamiento del mundo desde la reflexión del
deseo y el poder vinculados con el conocimiento?

El sentido de libertad tampoco implica la disolución de la responsabilidad.


“Tener una vida libre –escribió Eliade– es estar comprometido con todo acto
que uno realiza. Habrá que darse cuenta de eso […] uno no puede ser libre si no
es responsable” (2001:151). Por ello el acento en la consideración, la
disposición y la proactividad, sumados a la consistencia de argumentos y
conductas. Cuando le cuestionaba sobre la dificultad en la transferencia del
conocimiento, Abraham Nosnik me respondió que sobre todo la educación se
trataba de trabajar actitudes y que la formación es dar testimonio de los valores
de los que uno habla.1 La libertad de cátedra es esencial para que esto se lleve a
cabo, pero también para respaldar la congruencia del mediador y sus
principios. En mi caso, la libertad para expresarte y la necesidad de opciones
críticas son dos características que llevo con insistencia al aula, no importa la
unidad de aprendizaje que coordine. Por ello, estos temas se vuelven criterios
recurrentes en la evaluación, donde las rúbricas buscan ponderar desde la
capacidad de argumentación hasta la toma de decisiones en escenarios
problemáticos, desde la competencia comunicativa y sus opciones en los tipos
de entrega según su tipo de inteligencia, hasta su habilidad para formar sus
equipos y trabajar en tiempos y lugares no impuestos por el mediador. Esta
postura no se opone incluso a clásicos como los imperativos funcionales de
Talcott Parsons en el desarrollo de la personalidad como sistema: adaptación al
entorno, capacidad para alcanzar metas, integración social y latencia de
patrones y motivadores. Sin disyuntivas por resolver ni exteriorizaciones
críticas se reducen las posibilidades de cambio, el potencial de la innovación y
un perfil polivalente en el alumno. También esto supone asumir la meritocracia
y que no todos los alumnos se integrarán con eficacia, por capacidad o historia
de vida, en el juego. Pero la universidad no es formativa básica, sino autogestiva
profesionalizante: en el momento en que lo asumamos dejaremos de “dar”
clases y “perseguir” a los alumnos desde nuestra propia angustia existencial y
paternalismo extendido.

Los supuestos de la TAZ, el incentivo de la movilidad responsable, el recurso de


la independencia, buscan construir escenarios que fomenten estos resultados.
Apelo, sobre todo, al peso del lenguaje, a la noción de Certeau (1995) de que la
palabra construye un espacio simbólico desde dónde negociar, pelear y
defenderse, y que emplearla significa asumir una posición ante el mundo. El
deseo y el poder sobre el mundo también sugieren libertad y responsabilidad
en la expresión. En palabras de Foucault, “Yo soy el monarca de las cosas que he
dicho, y sobre ellas ejerzo un imperio implacable: el de la intención y el deseo
que he querido darles” (1967). Al final, se trata de un asunto de asunción de
una autoridad personal consciente de las obligaciones y ventajas de su posición,
¿qué es sino en síntesis un ciudadano? Una oscilación de deberes y placeres,
pero también de seguridades sobre nuestras opciones y el potencial atrás del
sentido de logro y continuidad. “Tengo entonces –leí de Eliade– la sensación de
mi plenitud y la certeza de no dudar jamás de lo que vengo de conquistar y de
comprender. Pero todo eso pasa, se consume” (2001:15), y hay que renovar
entonces la voluntad y nuestras potestades. Si tan sólo cada tarea viniera
mediada por esta cita.

Referencias

 BEY, Hakim (2006). Zonas móviles. Picnic, 9, marzo/abril, 81-83.


 BOURDIEU, Pierre (1990). Sociología y cultura. México: Grijalbo/CNCA.
 BOURDIEU, Pierre. Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción,
Barcelona, Anagrama, 1997, 233 pp. ISBN: 84-339-0543-0.
 CERTEAU, Michel de (1995). La toma de la palabra y otros escritos
políticos. México: UIA/ITESO.
 COLOM, Antoni (2002). La (de)construcción del conocimiento
pedagógico. Barcelona: Paidós.
 DELGADO, Juan Pedro (2008). Replicación y resistencia cultural en la
educación postmoderna. Tendencias, 5, verano, 118-132.
 DUBRIN, Andrew (2004). Fundamentos de comportamiento
organizacional. México: Thompsom.
 ELIADE, Mircea (2001). Fragmentarium. México: Nueva Imagen.
 FOUCAULT, Michael (1970), El orden del discurso, México: Tusquest .
 GIRY, Marcel et al (2002). Aprender a razonar, aprender a pensar. México:
Siglo XXI.
 REIG, Ramon (2004). Dioses y diablos mediáticos. Madrid: Tendencias.
 SCHÖN, D.A. (1993). La formación de profesionales reflexivos. Hacia un
nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje de las profesiones.
Barcelona: Paidós/MEC.
 WRIGHT, Robert (1995). The Moral Animal. The Vintage Books.

URL: http://www.salaenespera.mx/2011/02/por-que-no-me-gusta-dar-clases-juan.html

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