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Josefina Ludmer
Yale University
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espeífico de diferencia, de sexo y algo más, para excluirla y vaciar su
espacio. Son crímenes pasionales y políticos a la vez, porque los textos
contienen siempre, además de la representación del personaje
delincuente, alguna representación del estado como delincuente. Este
dato es fundamental para diferenciar el corpus de cierta tradición realista
y social cuyas representaciones son exclusivamente económicas y
sociales, y no político-estatales, y donde la culpabilidad por el delito no
está subjetivizada.
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cuando se piensa el conjunto ficcional desde la perspectiva del estado y a
la vez desde la perspectiva del delito. Desde la perspectiva del estado
quiere decir desde la racionalidad ligada con la verdad y la legitimidad.
La razón de estado es diferencial: jerarquiza, divide y clasifica; la escala
jerárquica coincide con las jerarquías de la razón. Y a cada clasificación
corresponde un sistema que le otorga legitimidad. Las diferencias se
trazan entre lo verdadero y lo falso, lo legítimo y lo ilegítimo (o legal o
ilegal).
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Jerarquías, diferencias simbólicas y creencias:Los
protagonistas del drama
Los delincuentes
El delincuente está marcado por dos tipos de diferencias simbólicas:
de orden o jerarquía (o del número) y de nombre. Entra en un espacio
donde antes hubo otro y por lo tanto aparece de entrada como un
segundo, el que viene después del principal: su campo es el de la
secundariedad social, económica, política, militar, familiar. (Por ejemplo,
el pícaro Laucha, o Castel en Sábato, la Raba en Puig). Y tiene, además,
una falta en el nombre en relación con los otros nombres de la ficción, y
hasta puede carecer totalmente de nombre. Si todos los personajes tienen
nombre, él sólo tiene un sobrenombre (Laucha o Raba, por ejemplo); si
tienen dos nombres, o un nombre y un título, él sólo tiene un nombre
(Erdosain o Barsut, por ejemplo). Sus delitos son los de las diferencias
simbólicas, de número o de nombre. Es decir, representa o actúa las
creencias en los delitos de los sin nombre (ilegítimos) o delitos contra el
nombre u honor (robo, asesinato). Y a la vez los delitos de los segundos
(menores, subordinados), sometidos a una autoridad capaz de castigar o
aniquilar (simulación, fraude, falsificación).
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El primer hombre comete los delitos del estado (delitos religiosos,
jurídicos, políticos, militares) en formas de farsas de la verdad, que
acompañan y complementan los robos o asesinatos de los personajes
centrales. En tanto la razón de estado es la racionalidad ligada con la
verdad y la legitimidad, la farsa de la verdad es el modo en que gobierna
y administra justicia el estado delincuente: con discursos y ceremonias
idénticas a las legítimas pero sin valor ni eficacia. Son actos para hacer
creer, como las falsificaciones (el corpus puede ser leído también como
una reflexión sobre la falsificación), pero dichos o ejecutados en las
ficciones en otro lugar o tiempo diferentes al legítimo, por otro sujeto o
protagonista, diferente, o se acompañan de un discurso o acto opuesto,
diferente. La farsa de la verdad es un delito contra la verdad y la
legitimidad (y la justicia) a la vez. El campo de los delitos de las
diferencias simbólicas es uno de los fundamentos de la razón cínica y
supone diferencias de creencias entre ejecutantes y destinatarios. Puede
aparecer en el corpus como una farsa de casamiento en Payró, como una
farsa de los discursos y proyectos políticos en Arlt, como una farsa de
juicio en Walsh, o una farsa de declaración de asesinato en Borges. En
tanto la justicia se identifica con la verdad, se trata de una ilegalidad
generalizada. Entre el ilegalismo estatal y el personaje segundo se
constituyen los ejecutores del delito de exclusión.
Las víctimas
El delincuente entra en el espacio donde antes hubo otro. Ese espacio
es el más alto, desde el punto de vista económico, político o social,
representado en el interior de la ficción: el lugar del poder en el campo
de las diferencias económicas, políticas y sociales. Se sitúa en un lugar
otro que la capital, sitio del estado, y constituye el contraestado en esa
coyuntura histórica. Es decir, el conjunto de fuerzas que el estado
considera sus enemigos y que por lo tanto hay que eliminar. Y esto en el
momento mismo en que se sitúan o escriben los textos. En Payró es la
pulpería de la viuda italiana en Pago Chico o principios de siglo, en el
momento de la ley de expulsión de extranjeros; en B. Guido la casa del
ángel en Belgrano, nido conservador durante el gobierno radical; en
Borges la fábrica del judío en los 40; en Arlt la quinta de Temperley, sitio
de reunión de revolucionarios, anarquistas y militares, todos
conspiradores contra el estado irigoyenista antes del golpe del 30; en
Sábato la estancia de la oligarquía durante el peronismo. O también el
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lugar de las reuniones populares durante las dictaduras militares en
Walsh. Esta es una de las representaciones reales, “históricas” que
produce el corpus. El espacio de la víctima constituye la amenaza o el
peligro para el estado, que parece movilizar, entonces, el conjunto del
aparato de creencias para eliminarlo. Cada espacio, el del estado y el del
contraestado, tiene su discurso y sus representantes. El delincuente se
desplaza entre los dos y ese movimiento es el movimiento del relato.
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La verdad, la justicia y sus suplementos
Hay otra justicia, fuera de los textos pero en el interior del corpus. Es
la realidad histórica para los que no reciben justicia por su delito; si no
mueren, si no se han exiliado, reaparecen en el futuro como gobernantes
o al lado del gobernante. El delincuente sobreviviente del corpus será el
segundo del gobernante en lo real. Aquí puede leerse la función de
anticipación de la literatura en un mundo configurado según el poder. Y
también la justicia profética de la imaginación apocalíptica. El ejemplo
más nítido lo constituyen el astrólogo y la ex prostituta de Arlt: escapan
de la justicia textual en 1931, cuando se cierra Los lanzallamas, y
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reaparecen en la primera y la última presidencia de Perón, a su lado: para
hacer diversas y contrarias justicias. El “astrólogo” y la “prostituta”
reaparecen, por los nombres que les dieron los opositores, como el
retorno futuro de un extraño resto cultural en el corazón de lo político.
Los juristas corruptos y los militares corruptos de Walsh que en 1955 no
recibieron justicia reaparecen como segundos, con los mismos nombres
que tienen en el texto de Walsh, en estados militares futuros para
asesinar al mismo Walsh en la realidad. Y un último caso: Beatriz Guido
escribe La casa del ángel, en 1955, justo en el momento en que el estado
peronista va a ser sustituido por la oligarquía (nombre que le dio la
oposición), representada por los protagonistas culpables de su historia de
los años 20 que no recibieron justicia por sus delitos.
http://www.iacd.oas.org/Interamer/Interamerhtml/azarhtml/az_ludm.htm
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