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3 de marzo de 1985 (autobiografía del sismo permanente)

Dedicada a mi madre, padre y hermana,


los protagonistas de una historia.

Dedicado a los que se sienten mis amigos

Dedicada a los que sufren, en especial una


Amiga mía que conocí hace poco

(Nota: El texto es largo- pensé darlo en dos entregas-, un tanto oscuro, pero
con final esperanzador. Es un testimonio de que se puede ser más fuerte que
el dolor. No estoy vendiendo pomada al estilo Cohelo. No es un cuento de
autoayuda ni nada por el estilo. Desgarré mi piel para contar una historia, mi
historia. Quien desee leerlo, tómese su tiempo, le puede servir y al que no le
interesa, buena onda perdonen si encuentran algo mal escrito, perdonen No lo
corregí. Quiero dejarlo así como un testimonio imperfecto).

Hoy es cuatro de enero del 2009, cumplo 27 años y desde los quince he
escrito una enormidad de relatos. Perdí la cuenta del número de historias que
he contado. Hay algunos cuentos que ni siquiera sé dónde están y otros
acabaron consumidos por el fuego. No eran dignos de ser leídos.

Luego de revisar las narraciones que sobrevivieron a las llamas, me di cuenta


de un detalle: Jamás había contado mi historia. Es mucho más fácil hablar de
desconocidos, inventar personas imaginarias que mirarse en un espejo. Es
hora de hablar del sismo permanente y poner un alto a las réplicas. Hoy
cierro la puerta al lamento y abro la puerta a la vida.

Bueno, bueno, bueno. Menos vendida de pomada y más acción. A ver… cómo
empiezo…Durante muchos años fui un amargado. Preferí entregarme a la
apatía, a la modorra, a la autocompasión. Culpé al destino por mi infortunio. Me
dejé abatir por las circunstancias sin descubrir que yo era el causante de todos
mis males. Es mucho más fácil despotricar contra otros que ver tus errores. Un
día eso cambió. Descubrí que a la gente le gustaban mis historias. En aquel
momento entendí el objetivo de mi padecimiento. Toda la rabia y el sin sentido,
adquirió significado. Gracias al terremoto de 1985, soy un narrador compulsivo.
Si no fuera por el dolor, jamás hubiera descubierto las letras, a las cuales
intento hacerle el amor todos los días. Soy amante de la palabra y por suerte
ella me corresponde. Quizás por culpa de esta pasión nunca logre formar una
familia, tener hijos. Una mujer requiere de tiempo, cariño y compresión. Es muy
difícil que ella entienda que uno prefiera estar todo el día entregado a la
literatura, en vez de compartir una tarde de arrumacos y mimos. Si alguien la
conoce… por favor preséntenla.

Otra vez me estoy yendo para otro lado. Mejor empiezo desde el principio.

El 3 de Marzo de 1985 es el día más oscuro del que tenga recuerdo. Tenía tres
años cuando mi madre sufrió la primera crisis de depresión bipolar con cuadro
psicótico. En palabras simples, se volvió loca. El gatillante del mal fue el sismo.
El terremoto remeció la conciencia de aquella mujer buena, insegura, incapaz
de hablar mal de alguien. Su código genético le jugó una broma macabra y la
condujo al delirio. Como ustedes sabrán las enfermedades mentales no se
curan, sólo se estabilizan. A veces está bien, otras mal. Hoy por suerte está
compensada e intento aprovechar al máximo sus espacios de cordura.

Aquel domingo tres de marzo, mis tíos me llevaron de paseo al Parque Arauco.
Si la memoria no me falla, me compraron una coqueta jardinera de mezclilla- a
la última moda-, comí una bolsa de mazapanes y caminé por los pasillos del
mall, devorando aquellos dulces empalagosos. Recuerdo que miraba las luces
del decorado. Pequeñas ampolletas imitaban a estrellas del espacio exterior.
Me fascinaban esos puntitos luminiscentes. Yo imaginaba ser un astronauta
que exploraba los anillos de Saturno. Así me divertía mientras el frenesí
consumista de la época pre escolar, colapsaba los corredores del centro
comercial.

Por una extraña razón mi tía Marta se sintió mal. No era una enfermedad, sino
un presentimiento. Le decía a su marido: Iván salgamos de aquí, salgamos, por
favor. Algo va a pasar. Iván, creyendo que se trataba de los ya clásicos
ataques claustrofóbicos de su mujer, no le dio importancia. Fue tanta la
insistencia de Marta que nos tuvimos que ir sin comer una hamburguesa en el
Burgen King, tradición de aquel paseo. Iván y Marta tuvieron una pelea de
proporciones bíblicas a causa del mal augurio. La discusión continúo en el
auto. Iván decidió guardar silencio para no traumar a los niños y aceleró por
Kennedy a 180km por hora. Yo sentí el motor del escarabajo forzado al
máximo por la pericia conductora del ex esposo de mi tía.

Al arribar a Pío Nono, disminuyó la velocidad. En aquel punto del trayecto


contemplamos un espectáculo horrendo. La gente lloraba, corría de un lado a
otro. Parte del cerro San Cristóbal se había desprendido y el teleférico se
detuvo a mitad de camino, encerrando a familias en aquellos óvalos metálicos.
Su vida, literalmente, pendía en un hilo.

En medio del desconcierto, Iván bajó el vidrio del vehículo, preguntando a un


transeúnte: amigo… qué pasó. El terror habitaba en cada uno de los
santiaguinos, nosotros no entendíamos nada. Mi tío político creyó que se
trataba de un atentado del Frente o que los militares habían actuado con la
brutalidad de costumbre. El transeúnte, a punta de garabatos, nos aclaró la
película:

- ¿Qué va a pasar, conchetumadre?- respondió el transeúnte- No te das cuenta


del medio terremoto, saco hueas-.

Iván, tan educado como siempre, se disculpó, explicándole que no percibió el


sismo. El tipo se fue sin siquiera escuchar las excusas. Iván aceleró por
purísima, tomando avenida Perú. Mi hermana me abrazaba conteniendo las
lágrimas, mientras yo, por una curiosidad infantil miraba por el espejo posterior.
Cuando mi tía se dio cuenta de lo que hacía, me obligó a observar hacia abajo.
Así me quedé, contemplado el cubre pisos café del escarabajo.
En la Esquina del Salto con Muñoz Gamero, teníamos que doblar para llegar a
la casa. No pudimos. El tendido eléctrico cayó al piso. Recuerdo que levanté la
cabeza para observar. El espectáculo era aterrador. Los cables, aún con
electricidad, serpenteaban en el piso como culebras del Apocalipsis, lanzando
destellos azulados a quien se atreviese a tocar su letal descarga. Iván, con la
pericia digna de un piloto de fórmula uno, esquivo las trampas mortales que
intentaron arrebatar la vida de los integrantes del Escarabajo. El conductor
buscó otra ruta y luego de quince minutos dando vueltas por Recoleta, logró
dar con el camino. Entramos por Raquel y doblamos por Lucrecia.

La primera imagen que vi de mi casa es un recuerdo potente. La pandereta del


patio era un montón de escombros. Mi hermana me abrazó y lloró
desconsolada. Sin entender lo que sucedía también derramé lágrimas
creyendo que el sismo había derrotado la resistencia de la morada, pero mi
casa es muy obstinada para desaparecer ante la adversidad de la naturaleza.
Ella había soportado indemne el movimiento telúrico, salvo aquella muralla que
se resquebrajó ante la oscilación terrestre…

Sin embargo, no sabíamos que la mente de mi madre también había sufrido


un descalabro. El click neuronal que la llevó a la demencia.

Por fin llegamos. En casa estaban mis abuelos, tíos, primos. Todos. Mi madre,
al vernos, lloró desconsolada. Ella creyó que estábamos bajo cientos de
toneladas de concreto. A pesar de abrazarnos, tocarnos, la idea de nuestro
deceso siguió rondando en su cabeza. Keta imaginó otra realidad donde la
muerte nos condujo al sepulcro. Poco a poco su cerebro fue colapsando. Nadie
se percató de los primeros síntomas de la enfermedad. Se veía normal,
conversaba, reía y escuchaba las noticias del terremoto en una radio a pilas
marca Sony que había traído la hermana de mi padre, mi tía Mery.

Esa noche dormimos en el living…

Desde este punto, el relato se me torna confuso. Mi cerebro libera mecanismos


de defensa. Por ello, de aquí en adelante, narraré a partir de lo que me ha
contado mi padre, mi hermana, mis tías y mi abuela que en paz descanse.

Con el transcurso de la semana, la enfermedad de mi madre se manifestó con


crueldad. La alegre Enriqueta del Carmen Fuentes Paredes- conocida como la
Keta- dejó de ser la persona que era antes. Dejó de comer, de dormir, la
insensatez dominó sus palabras. Ella dejó de existir en la línea del espacio y
tiempo. Keta habitaba otro mundo, una celda alucinatoria, un mosaico de
fotografías incoherentes que encajaban en su mente perturbada. Nosotros, los
lúcidos sólo tomamos palco, contemplado el extravío.

Los tratamientos en mi mamá no dieron frutos. Se intentó una cura de sueño,


pero ella, a pesar de las altas dosis del sedante, se negaba dormir. Se le
recomendaron los más modernos antidepresivos- importados del extranjero-,
nada. Se intentó con terapias alternativas de carácter homeopático, nada.
Nada, nada, nada daba resultados.
Pasó alrededor de un mes y todos los medicamentos se acabaron. El
psiquiatra, Evaristo Bustamante, muy desesperado profesionalmente, no halló
otra alternativa más que aplicar terapia de electroshock. Al escuchar
electroshock, mi padre intentó golpear al especialista.. Entre tres personas
debieron contenerlo.

Miguel salió de la consulta acompañando a su mujer. Él aguantaba las


lágrimas. Miguel- mi padre- estaba casi sin esperanza de recuperar a su
esposa, pero no lloraba. Su deber era ser fuerte, el roble que sostendría- y
sostiene- a la familia. Durante la enfermedad de su mujer, él se encargó de las
labores hogareñas; cuidaba sus hijos, les preparaba la comida, limpiaba la
casa; intentaba por todos los medios que Keta comiera; consolaba a su hijo e
hija diciéndoles que todo volvería a la normalidad, que todo sería como antes
del terremoto sin tener certeza en sus juicios. A pesar de todo, Miguel mantenía
la Fe.

El dolor enfermó a la familia. La mamá de mi mamá, mi abuela Rosa y mi tía


María Rosa, insultaban a mi padre. Lo culpaban del mal. Eran escándalos de
proporciones en la esquina de Muñoz Gamero con Recoleta, no en mi casa
para que nosotros no nos enteráramos. Bastante ya teníamos con la situación.

Después de ver que mi madre no salía, se asumió que la única forma de traer
a la normalidad la keta era a través del electroshock. Internaron a mi madre.
Era la última esperanza. El doctor Bustamante recomendó el psiquiátrico para
tal efecto, pero Mi papá se negó. Dio con una clínica particular, llamada Santa
Marta. Fue hospitalizada como un desparpajo humano.

En ese instante, mi viejo volvió a trabajar y mi hermana se encargó de la casa.


Mientras Ketty- mi hermana- iba al colegio, yo me quedaba en casa de mi
abuela. Recuerdo, muy vagamente, que no quería comer, que lloraba mucho
extrañando a la Keta. Marta, mi abuela, lloraba junto conmigo. Recuerdo que
un tiempo después hablé con mi madre al teléfono. Le preguntaba
insistentemente cuando iba a volver y ella, con el nudo en la garganta me
respondía pronto, hijo, pronto.

En ese entonces las catorce sesiones de electroshock lograron despertar a mi


mamá. Había renacido de la locura, retornaba al mundo de los cuerdos. Fueron
tres meses en que conoció el rostro de la demencia y gracias a la electricidad,
logró superar su primera crisis.

“Hijo, yo estaba en la ducha. Me lavaba el pelo cuando, de repente, me


pregunto que estoy haciendo acá. Llamo a una enfermera y le consulto… la
muchacha se alegró de una manera impresionante”, me contó mi madre una
vez hace un par de años. Ella no recuerda nada. Desde el terremoto hasta
mayo de ese año. Tiene un vacío, una laguna mental. La locura es así. Parte
de la memoria de va de tu cabeza para nunca más volver.

Durante aquel período, mi padre jamás dejó de ir al hospital. Le llevaba


cigarros, ropa interior, toallas y útiles de aseo. En cada visita, debía acarrear lo
mismo. Otras internas le robaban a la keta sus pertenencias, así que no
quedaba otro camino que reponer todo. La desesperación cundía en nuestro
entorno.

En ese momento se creía que jamás regresaría de la alucinación.

A fin de cuentas mi madre salió. Las primeras semanas de recuperación, los


electroshock causaron ciertos vacíos en su cabeza. Una de estos espacios en
blanco fue algo que me concierne. Mi madre sólo recordaba tener una hija. A
causa de la terapia, en sus primeros días de vuelta a la cordura, había
olvidado mi existencia. Por ello los médicos debieron esperar a que me
recordara para retornarla al mundo. Gracias a Dios a la hora del almuerzo, una
de las internas le preguntó a la keta: cuántos hijos tiene… uno, respondió mi
madre… de pronto como si un rayo le atravesara la cabeza, vino la imagen de
un niño gordo y cariñoso… ese era yo.

No recuerdo su regreso al hogar. Debió ser muy feliz. Lamentablemente la


memoria no me acompaña. Por comentarios de mi viejo, supe que el primer
mes la keta no podía quedarse sola. Los doctores temían que sufriera de
amnesia… uno de las secuelas que causan los electroshock. Por suerte no
pasó aquello… hubiera sido demasiado.

Desde este punto retomo el relato desde mi voz. No tengo mucha memoria
visual de ese período, sin embargo emocionalmente tengo sensaciones. El
miedo se apoderó de mí. No cachaba nada, algo oscuro me fue envenenado y
transformándome poco a poco, en un adulto de cinco años. Era un niño huraño,
muy solitario al que no le gustaba compartir con sus pares. Me sentía grande,
viejo, cansado. Prefería ver televisión y no cualquier programa, sino que me
gustaban esos documentales lateros del National Biografic que daba en trece
en las mañanas.

A medida que fui creciendo y las crisis de mi madre se repitieron- fue


hospitalizada dos veces más-, me iba haciendo preguntas: ¿Por qué mi mamá
se enferma? ¿Por qué mi mamá habla tonteras?¿ Yo enfermé a mi mamá?...
¿Por qué sufríamos tanto? ¿Qué habíamos hecho tan malo?... y la principal
pregunta de todas… ¿Por qué?

Nunca hallé una respuesta en esos años infantiles. Me fui amargando de a


poco, secando por dentro – perdonen los clichés- en el colegio pasaba casi
todo el tiempo en silencio y para peor, mis compañeros se burlaban de mí por
ser gordo. Me fui criando con una autoestima baja a pesar de destacar en
castellano. Mi único refugio eran unas revistas deportivas, una colección de
deporte total que me regaló Pascual, un viejo amigo de mi padre. Pasaba horas
mirando las fotos, jugando con el papel, tocándolo y cuando aprendí a escribir y
a leer, me las devoré todas. Las leía hasta saberlas de memoria. Gracias a
ellas me evadí del mundo. Fueron el refugio al padecimiento, fueron mi tesoro
durante años hasta que de tanto ser leías se consumieron.

Quiero dar las gracias a Pascual por aquel gesto. Yo creo que ni él se ha dado
cuenta de lo importante que fueron esas revistas. Sin ellas yo no hubiera tenido
esperanza y no hubiera descubierto mi vocación periodística. Gracias Pascual,
gracias por regalarme las palabras. Qué hubiera sido de mí sin ellas.

Por culpa de las revistas Deporte Total soy periodista- para efectos prácticos
me fatal el título-. Era uno de los pocos niños que lo leía completo El Mercurio y
dentro de mis juegos se encontraba uno muy especial, jugaba a ser periodista.
Le pedía prestada una vieja grabadora a mi tía y entrevistaba a los miembros
de mi familia. Realizaba preguntas idiotas, pero efectivas- igual que ahora-. Así
mataba el tiempo después del colegio.

A medida que fui creciendo, mis pensamientos se fueron complejizado. Ya no


me hacía preguntas sobre lo sucedido, imaginaba cómo sería mi vida si el tres
de marzo de 1985 no hubiera salido de mi casa. Me veía totalmente distinto,
alegre, con personalidad y con una madre normal. Pero la realidad era distinta.
Mi madre sufría cada dos años una crisis, claro no tan fuerte como la primera,
pero era duro ver a tu mamá tirada en una cama, desaseada y preguntándote
si estás vivo o muerto. Al verla en ese estado calamitoso, comencé a sentir
culpa. Creí que yo había enfermado a mi madre. Me comencé a culpar de la
desgracia y esa mochila se tornó pesada, adolorida y a los catorce años ya no
daba más.

Cuando iba al colegio, lloraba el trayecto completo desde mi casa en Recoleta


hasta Vergara con Alameda, donde se ubicaba el liceo francés. Al bajar del bus
me secaba las lágrimas, me echaba gotitas para la hinchazón de los ojos y
aparentaba dureza. En el colegio no pescaba a nadie. Me pegaba a un poste a
tomar caldo de cabeza. Algunas de mis compañeras se acercaban a mí y yo
respondía con un insulto. Quería estar solo, no deseaba contar a nadie lo que
me pasaba. Me encerré en mí mismo. No quería que el dolor se fuera.

Por aquellos años, mi hermana comenzó a trabajar y estudiar. Entre los dos
asumimos las labores hogareñas. Era hora que la ayudara. Ella sacrificó su
juventud por nosotros. Estoy agradecido por ello Ketty, no sabes cómo y a
pesar de nuestras peleas, tú eres mi segunda madre. No podía dejarlo decirlo
en este texto que es tan tuyo como mío.

A los dieciséis años me quise morir. El suicidio rondó por mi cabeza y cuando
la idea estuvo a punto de hacerse realidad, descubrí mi salvación… escribir.

Fue una noche de 1997, ya no podía más y de angustia dejé de respirar. No sé


cuántos minutos estuve así y de repente me pego un suspiro, me siento en la
cama y en el escritorio de mi pieza había un cuaderno y un lápiz pasta. Salté
sobre ellos y escribí, escribí, escribí toda la noche. Al llegar la mañana estaba
aliviado, un poco más tranquilo.

Recuerdo aquel primer cuento de mi vida. Era una historia rosa de un


muchacho que salía muy tarde de su casa a encontrase con un amor de otra
vida. Ahora me da mucha risa. Qué romántico era en aquellos años juveniles.
Qué inocencia… lo importante es que me desahogué. Había logrado calmar mi
pena.
Escribí entre los quince y los diecinueve años más de quinientas historias- creo
quedar corto en el número-. En esos años dormía poco- ahora también-, me
entregaba a una pasión por completo. No me interesaban las fiestas, el alcohol,
la droga… incluso las minas- de lo único que me arrepiento. Pude haber tenido
una polola antes de los diecisiete. Jajaja. Si seré pavo-. Todo giraba en torno a
las letras. Pero había un gran problema. No quería mostrárselos a nadie. Era
mi secreto y a pesar de estar un poco menos angustiado, sentía vergüenza de
mis escritos. La inseguridad reinó en esos años. No aceptaba el don que me
había regalado la vida, porque siempre me sentí el chico torpe al cual se le
caían- mejor dicho se le caen- las cosas de la manos, despistado porque
siempre anda en la luna – ahora ando por Júpiter no más-, el loquito medio
freak – quien haya traducido creep de Radiohead me entiende-. Por qué yo era
bueno en algo… yo estaba destinado a ser un looser, a enfermar como mi
madre, no a ser un aporte en la palabra. Mi profesora de Castellano siempre
decía: “Dieguito tiene un estilo diferente a sus compañero. Redacta con una
madurez superior al resto… pero tiene una ortografía pésima. Un cuatro tres”.

El punto es que yo estaba en silencio, creyendo que nadie me leía. Mis


cuentos eran sagrados y debían ser inmaculados, pero mi hermana rompió la
virginidad de mis letras. Fue la primera lectora de mi vida. Nunca supe cómo
encontró mis historias. las leyó casi todas. Yo la descubrí en mi pieza,
intruseando en mis cuadernos. A mí me dio ataque. Me quería morir. Grité
como loco y ella me dijo que tenía un estilo que enganchaba, un tanto oscuro
eso sí me dijo. Me quedé en silencio, se acabó la discusión. Sentí miedo. Cómo
a alguien le podían gustar mis historias de psicópatas y asesinatos, torturas
-fue lo primero que comencé a escribir- si otra persona llegaba a leer los
textos, iba a ser juzgado como un loco, tuve terror, pánico y después que mi
hermana se fue, tomé todos los cuadernos, los rocié con bencina y les prendí
fuego. Fue un acto estúpido, irracional, no quiero justificarme, pero cuando uno
tiene dolor comienza a generar ira y ella te hace actuar de maneras estúpidas.

Cómo me arrepiento de quemar esos cuentos…

Pasaron tres años sin escribir nada. Volví a caer en la miseria, en la


desesperación, en la rabia. Una noche ya no pude más de ansiedad y retomé
mis historias, volví a sentir lo mismo, pero seguía con miedo. A pesar de que
todo el mundo me encontraba talentoso. Lucía Zamora, mi gran mentora, me
escribió una vez en las correcciones: “ gran estilo, debe mejorar detalles. Algún
día espero verlo publicar un libro”, yo quedé para dentro. Por qué yo era
bueno… seguí con mis cuestionamientos. Después Cabezas- otro profe- le
comentó a un amigo que era un virtuoso… zaaa… pensaba yo.

En síntesis todo el mundo sabía que era un talentoso, pero yo no lo creía.


Ahora que leo este texto me dan ganas de retroceder el tiempo y pegarme un
par de patadas en el culo. Cómo tan pavo. La katty- la ex diva porno de mis
sueños eróticos y actual fans número uno.- me decía algo así como: “hasta
cuando chucha te vas a lamentar. Eres bueno, ponte a escribir. Tú no puedes
desperdiciar tu capacidad”, disculpa Katty si no fui tan literal en lo que me
decías, pero sí sé una cosa… si no fueras por las puteadas que me pegaste,
ahora no estaría acá. Si alguna vez logro alcanzar una meta en este camino, tú
serás una de las responsables. Gracias Katty, gracias y vamos que se puede…
sabes a lo que me refiero.

Volviendo a la historia. No pude terminar mi carrera por cuestiones


económicas. En quinto año mi madre sufrió cálculos biliares. Quise congelar y
ponerme a trabajar, pero mi padre me dijo que tomara como oyente y a fin de
año cancelábamos. Yo echado en los huevos, acepté. Mi padre es muy
optimista… cree que siempre le va ir bien en los negocios, pero termina
yéndole pésimo. En una época tuvimos una buena situación. La bonanza ya
pasó y vivimos un período de vacas desnutridas en fase anoréxica. Mi sueño
es comprarle un auto a mi viejo para que pueda abandonar la pérgola. Ojala lo
logre… vamos que se puede

Pero una de las peores crisis de mi mamá hizo su aparición. Estuvo un año
enferma y la tuve que cuidar, luego vino mi depresión y para rematar la
enfermedad pulmonar obstructiva crónica de mi mamá. Ella estuvo
hospitalizada quince días en la UTI de la Dávila. Fue horrendo… mi madre
totalmente ida, sin dejar dormir a los otros pacientes, amarrada en una cama.
Fue fuerte muy fuerte. Fue el sismo necesario para empezar a salir de la depre.
Hasta ese punto de mi vida no me había percatado de un gran detalle. No tenía
vida, todo giraba entorno a mi mamá y su mal. Mi madre, antes de la
enfermedad ya había vivido, yo en cambio era un niño jugando entre criptas.
Era el momento de crecer. Si quería sacar el título antes de los cincuenta,
debía luchar.

Busqué trabajo y encontré en correos de chile- otro día cuento mi experiencia


en correos, es muy chistosa- apenas hallé empleo, fui a la Universidad para
hacer un convenio y por fin titularme. “ disculpe , pero usted perdió la calidad
de alumno regular, además tiene que volver a tercero. Cambió la malla”,
elegantemente me fui. Ya filo, será dije. Tendré que volver para atrás. Estudiar
dos años más. Con el sueldo de mi empleo, me di la vida del oso. Gasté la
plata en puras tonteras y en ese momento me enteré de un plan especial de
titulación en la Usach en horario vespertino. Está orientado a personas que
hayan cumplido la mitad de la carrera o tengan otra profesión. Postulé y quedé.
El drama es que no tenía ni uno. Jajaja. Estuve una semana en un call center,
pero me aburrí. La capacitación duraba algo así como dos meses… dos meses
que se me iban a acumular en la U. En ello encontré una pega como colgador
de ropa en una bodega no alcancé a estar una semana porque me enteré que
pagaban el día del loly.

En medio del caos, me metí a Facebook. Subí mi perfil y descubrí que mi


amiga katty había publicado una nota. Le pregunté cómo se hacía y ella me
enseñó. Mi primera nota, tuvo nueve comentarios. Todos alabándome, incluso,
no sé como llegó gente que ni siquiera conocía a mi perfil. Para mí fue un
descubrimiento, por primera vez había logrado vencer el miedo y comencé a
creer en mi talento. Un amigo de la U, incluso quiere hacer un corto con mi
historia: “ la maraca y el suicida”, lo que a mí me honra no se imaginan cómo.

En ese punto descubrí que mis historias le gustaban a la gente. En ese punto
descubrí que mi dolor, mi pena, mi rabia, toda la horrible pesadilla tenía
sentido. Si no fuera por el dolor, jamás hubiera desarrollado el don de la
sensibilidad. Puedo ver cosas que nadie ve- por si acaso no veo gente muerta-.
No estoy hablando de nada sobrenatural, sino de elementos de la vida diaria
que pasan ignorados por la velocidad del ciudadano santiaguino. Además los
puedo escribir, narrar, tener los cojones para contarlos- en mi cuento Producto
congelado si me descubren mis jefes, me pueden echar-. He descubierto que
soy más fuerte que el dolor, es decir, el dolor sigue ahí. La angustia me
acompañará toda la vida y por ello tengo que trabajar hasta el último día de mi
vida. Como herramienta tengo la palabra, la cual posee dones curativos.
Probablemente caiga en el cliché, pero es cierto, la palabra tiene magia y
cuando uno elabora un discurso positivo, comienzas a sanar. La sanación no
significa olvidar el dolor, sino enfrentarlo, mirarlo a la cara y burlarse de él. Así
le dices, tú no puedes vencerme porque soy más fuerte que tú.

Otras veces yo me había sentido muy bien, pero volvía a caer en la rutina. La
diferencia radica en que debo trabajar todos los días, a cada hora, a cada
minuto. Tengo tendencia natural a caer en estados depresivos. No todas las
veces voy a lograr ser positivo y la pregunta ¿Por qué me pasó esto a mí?
Volverá. No voy a encontrar respuesta. En ese punto debo trabajar más duro
con más fuerza, con más convicción y cambiar la pregunta a ¿ para qué me
pasó esto a mí?

La respuesta es sencilla… para contar historias.

No estoy vendiendo la pomada, no estoy dando remedios para los callos, los
que han pasado momentos horrendos deben buscar su propio camino. Éste es
el mío, no digo que sea el único. Hay muchos más. En mi caso, me aburrí de
andar dando pena. Es mejor compartir la alegría. Sólo sé que si puedo ayudar
a alguien con esta historia, habrá valido la pena escribirla.

Hoy cuatro de enero del 2009 le cierro la puerta al dolor y la abro a la vida.

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