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LOS
BUFONES
DE DIOS
MORRIS WEST

Título original: The Clowns of God


Traducción: Marta Cruz Coke de Lagos
Digitalizado por Hyspastes, revisado por Gustavo. Diciembre
2005

NOTA DEL AUTOR


Una vez aceptada la existencia de Dios —como quiera que Ud.
lo defina, como quiera que Ud. explique su relación con Él— desde
ese momento, Ud. está atrapado para siempre por Su presencia en el
centro de todas las cosas. También Ud. está atrapado por el hecho de
que el hombre es una criatura que camina entre dos mundos y va
trazando en los muros de su caverna la maravilla y el terror que
experimenta durante su peregrinaje espiritual.

Para mis seres queridos


con todo mi corazón.

“¿Quién sabe si el mundo no terminará esta noche?"


Robert Browning
Nuestra última cabalgata
Digitalizado por Hyspastes, revisado por Gustavo. Diciembre
2005

LIBRO PRIMERO

"Fui arrebatado en espíritu el día del Señor


y oí tras de mí una voz fuerte, como de trompeta
que decía: Lo que vieres, escríbelo en
un libro y envíalo a las siete Iglesias".
Apocalipsis
San Juan — Cáp. I — 10-11
Digitalizado por Hyspastes, revisado por Gustavo. Diciembre
2005

PRÓLOGO

En el séptimo año de su pontificado, dos días antes de cumplir


los sesenta y cinco, en presencia del Consistorio en pleno, Jean Marie
Barette, más conocido como Papa Gregorio XVII firmó un instrumento
de abdicación, se quitó el anillo del Pescador, entregó su sello al
cardenal camarlengo y pronunció unas pocas palabras de despedida.
"Y así, hermanos míos, todo se ha consumado tal como ustedes
lo han deseado. Estoy cierto de que ustedes explicarán
adecuadamente lo que ha ocurrido tanto a la Iglesia como al mundo.
Espero que elegirán a un hombre bueno. Dios sabe cuánto lo
necesitan".
Tres horas después, acompañado por un coronel de la guardia
suiza, se presentó al monasterio de Monte Cassino y se colocó bajo la
obediencia del abad. El coronel regresó inmediatamente a Roma e
informó al cardenal camarlengo que su misión estaba cumplida.
El camarlengo lanzó un largo suspiro de alivio y comenzó
inmediatamente con las formalidades tendientes a proclamar que la
silla de Pedro estaba vacante y que la elección de un nuevo pontífice
se realizaría con toda la presteza requerida.
Digitalizado por Hyspastes, revisado por Gustavo. Diciembre
2005

CAPÍTULO1

La mujer parecía una campesina, robusta, vestida de tosca


lana, con el cabello gris asomando por debajo del sombrero de paja y
las redondas mejillas encendidas como manzanas. Se mantenía
erguida sobre la silla con las manos cruzadas sobre una amplia
cartera de cuero marrón pasada de moda. Se veía cansada pero nada
en ella denotaba temor. Parecía estar examinando la mercancía que
le ofrecían en una feria desconocida.
Carl Mendelius, profesor de Estudios patrísticos y bíblicos en el
Wilhelmsstift, que una vez fuera llamado el ilustre Colegio de la
Universidad de Tübingen, estiró sus largas piernas por debajo del
escritorio, juntó las manos formando un puente con los dedos índices
y sonriéndole por encima de esta precaria construcción se dirigió a
ella con toda gentileza.
—¿Usted deseaba verme, señora?
—Me dijeron que usted comprendía el francés —ella hablaba
con el acento abierto y arrastrado del midi.
—Así es.
—Me llamo Teresa Mathieu. En religión soy —era— la hermana
Mechtilda.
—¿Debo comprender que ha dejado los hábitos?
—No. Fui dispensada de mis votos. Pero él dijo que siempre
debería conservar y llevar el anillo con que profesé porque mi servicio
sigue siendo el servicio del Señor.
Estiró hacia él una grande y gastada mano de trabajadora
mostrando el anillo de plata que llevaba en el anular.
—¿Él? ¿Quién es él?
—Su Santidad, el papa Gregorio, Yo formaba parte del grupo de
hermanas que atendían su casa: limpiaba su estudio y sus
habitaciones privadas: le servía su café. A veces, en los días de fiesta,
cuando las otras hermanas descansaban, solía prepararle sus
comidas. Decía que le gustaba mi forma de cocinar porque le
recordaba su hogar… En esas ocasiones, a veces, conversaba
conmigo. Conocía muy bien mi tierra natal porque su familia poseía
viñedos en el Var… Y así, cuando, mi sobrina perdió a su marido y
quedó sola con cinco niños y con el restaurante que atender, yo se lo
conté. Y él me comprendió. Dijo que tal vez mi sobrina me necesitaba
más que el papa, que de todos modos tenía mucha gente a su
servicio. El me ayudó a pensar con libertad y a darme cuenta de que
la caridad es la más importante de todas las virtudes… Mi decisión de
regresar al mundo fue tomada entonces, cuando la gente en el
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Vaticano comenzó a decir todas aquellas cosas terribles, que el Santo
Padre estaba enfermo de la cabeza, que podía ser peligroso, todo eso.
El día que abandoné Roma fui a verlo para solicitarle su bendición. Y
él me pidió, como un favor especial, que pasara por Tübingen y le
entregara a usted esta carta, en sus propias manos. Y me colocó bajo
obediencia, haciéndome prometer que no debería contarle a nadie lo
que él había dicho o lo que yo llevaba. Y por eso estoy aquí…
Hurgó en el gran bolso y extrajo de él un grueso sobre de papel
que extendió hacia él por sobre el escritorio. Carl Mendelius lo recibió
y lo sostuvo en las manos evaluando su peso antes de depositarlo
sobre la mesa.
—¿Vino usted aquí directamente desde Roma?
—No. Fui primero donde mi sobrina a quien acompañé durante
una semana. Su Santidad dijo que eso era lo que tenía que hacer,
porque era lo natural y propio. Me dio dinero para el viaje y un regalo
para mi sobrina.
—¿Le entregó algún otro mensaje para mí?
—No. Sólo que le enviaba a usted todo su afecto. Y agregó que
si me hacía preguntas, yo debía contestarlas.
—Veo que encontró en usted un fiel mensajero —dijo Carl
Mendelius gentilmente, pero su rostro estaba serio—. ¿Querría tomar
un café?
—No, gracias.
Ella cruzó las manos sobre la amplia cartera y esperó. Todo en
su actitud trasuntaba la monja que había sido y que aún parecía ser
pese a su ropa de confección casera. Mendelius hizo la pregunta
siguiente con todo cuidado y como restándole importancia.
—Estos problemas, estas murmuraciones en el Vaticano
¿recuerda cuándo comenzaron? ¿Y por qué se produjeron?
—Sí, sé cuándo comenzaron —la respuesta de la mujer fue
decidida, sin una sombra de vacilación—. Fue al regreso de la gira
que el Santo Padre hizo por América del Sur y los Estados Unidos.
Parecía entonces muy cansado, casi enfermo y luego vinieron
aquellas visitas de los chinos y los rusos y de esos africanos que lo
dejaron aún más preocupado. Después de aquello resolvió retirarse
por dos semanas a Monte Cassino. Y fue al volver de allí cuando
comenzaron los problemas…
—¿Qué clase de problemas?
—Yo nunca comprendía muy bien realmente de qué se trataba.
Como usted sabe, yo era sólo alguien muy insignificante, una
hermana que hacía un trabajo doméstico. Y nos han entrenado para
no hacer comentarios sobre materias que no nos conciernen. La
Madre Superiora reprueba severamente toda murmuración. Pero sin
embargo no pude dejar de notar que el Santo Padre parecía enfermo,
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que permanecía largas horas orando en la capilla, que las reuniones
con los miembros de la Curia se multiplicaban y que al salir todos
ellos parecían enojados y refunfuñaban entre sí. No recuerdo lo que
hablaban, salvo una vez que oí al Cardenal Arnaldo decir: "¡Dios
Santo del cielo! ¡Tenemos que vérnosla con un demente!
—¿Y el Santo Padre mismo, qué aspecto tenía?
—Conmigo nunca dejó de ser el mismo, bondadoso y cortés.
Pero era evidente que estaba muy acongojado. Un día me pidió que le
llevara una aspirina para tomarla con su café. Yo le pregunté si
deseaba que llamara a su médico. El me respondió con una curiosa
pequeña sonrisa y dijo: "Hermana Mechtilda, lo que yo necesito no es
un médico, sino el don de las lenguas. A veces me parece como si
estuviera enseñando música a los sordos y pintura a los ciegos…"
Bueno, al final, claro, vino el médico y luego varios otros en los días
que siguieron. Y después de aquello el cardenal Drexel llegó a verlo;
es el Decano del Sacro Colegio y un hombre muy severo.
Permanecieron encerrados todo el día en el apartamento papal y yo
ayudé a servirles el almuerzo. Y después de ese día… bueno… ocurrió
todo aquello.
—¿Comprendió usted algo de lo que estaba sucediendo?
—No. Lo único que nos dijeron fue que, por razones de salud y
para beneficio de las almas, el Santo Padre había decidido abdicar y
pasar el resto de su vida sirviendo a Dios en un monasterio. Nos
pidieron que rogáramos por él y por la Iglesia.
—¿Y él no le dio nunca ninguna explicación de lo que estaba
ocurriendo?
—¿A mí? —Ella se lo quedó mirando con una auténtica e
inocente sorpresa—. ¿Por qué a mí? Yo era nadie. Pero después que
me bendijo deseándome buen viaje, él puso sus manos en mis
mejillas y dijo: "Tal vez, hermanita, ambos somos afortunados por
habernos encontrado". Y esa fue la última vez que lo vi.
—¿Y ahora qué piensa hacer usted?
—Volver a casa con mi sobrina, ayudarla con los niños, cocinar
en el restaurante. Es un negocio pequeño, pero si logramos
mantenerlo como se debe, es bastante bueno.
—Estoy seguro de que lo conseguirán —dijo Carl Mendelius
respetuosamente al tiempo que se levantaba y extendía su mano
hacia ella—. Gracias hermana Mechtilda, gracias por venir a verme y
por lo que ha hecho por él.
—Oh, no es nada. El era un hombre bueno que siempre
comprendió a la gente corriente como yo.
La palma de la mano de la mujer tenía la piel seca y agrietada
por el lavado y la friega de las cazuelas y Mendelius, al verla, sintió
vergüenza de sus propias diestras y suaves manos en las cuales
Gregorio XVII, sucesor del príncipe de los apóstoles había depositado
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su último, su más secreto memorial.
Aquella noche, en su enorme estudio del ático, cuyas ventanas
miraban hacia el bulto gris de la Stiftskirche de St. George, Mendelius
veló hasta tarde, teniendo por únicos testigos de su meditación a los
bustos de Melanchthon y de Hegel, el primero de los cuales había sido
asistente de profesor y el otro alumno de la antigua universidad; pero
hacía ya tiempo que la muerte había absuelto a ambos de toda
perplejidad.
Delante de él, abierta y extendida sobre la mesa, yacía la carta
de Jean Marie Barette, el Gregorio portador del número diez y siete en
la línea de la sucesión papal: treinta páginas de fina cursiva
manuscrita, de impecable estilo gálico, testimonio de una tragedia
personal y de una crisis política de dimensión mundial.

Mi querido Carl:
"En ésta, la larga noche de mi alma, cuando la razón se
tambalea al borde del abismo y la fe de toda una vida
pareciera, haberse perdido, acudo a usted en busca de la
gracia de la comprensión.
"Hace ya muchos años que somos amigos. Sus libros y
sus cartas han sido hasta ahora mis inseparables
compañeros de viaje: bagaje infinitamente más esencial
para mí que mis camisas o mis zapatos. En numerosos
momentos de ansia e inquietud sus consejos han sido
fuente de paz para mí, así como su visión y sabiduría no han
dejado de ser la luz que ha guiado mis pasos por los oscuros
laberintos del poder. Y por eso, a pesar de que las sendas
de nuestras vidas parecieran haber divergido, me consuela
creer que nuestros espíritus han mantenido la unidad de sus
valores.
"Mi silencio durante estos últimos meses de mi
purgatorio personal se ha debido al hecho de que he
deseado mantenerlo al margen para no comprometerlo en
lo que me estaba ocurriendo. Desde hace ya algún tiempo
he vivido sometido a una estrecha vigilancia y en
consecuencia no me ha sido posible mantener nada privado,
ni aun mis papeles más secretos. En verdad tengo que
confesarle que si esta carta cae en manos equivocadas,
usted quedará expuesto a un gran riesgo y si decide llevar a
cabo la misión que intento encomendarle, el peligro a que
aludo se multiplicará con cada día que pase.
"Comenzaré a contarle la historia por su desenlace. El
mes pasado, los cardenales del Sacro Colegio, entre los
cuales creo que cuento con algunos amigos, decidieron, por
una amplia mayoría, que yo estaba, si no loco, por lo menos
no en un estado mental competente para desempeñar las
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tareas del pontificado. Esta decisión, motivada por razones
que más adelante le explicaré en detalle, colocó a mis
hermanos cardenales frente a un dilema que resultó trágico
y cómico a la vez.
"Sólo existían dos fórmulas para librarse de mí:
deponerme u obligarme a abdicar. Deponerme implicaba
dar explicaciones públicas, lo que evidentemente era
imposible por lo que nadie se atrevió siquiera a considerar
esta primera opción, ya que el olor a conspiración habría
sido demasiado fuerte y el riesgo de cisma consiguiente
demasiado grande. Por otra parte, la abdicación, en tanto
que acto legal, no habría podido ser llevada a cabo por un
hombre mentalmente enfermo, pues habría carecido de
toda validez jurídica.
"Mi dilema personal, en cambio, era completamente
diferente. Yo no había pedido ser elegido. Había aceptado,
con temor, pero confiando en el Espíritu Santo para
encontrar la luz y la fuerza necesarias. Aquel día en Monte
Cassino creí —e intento desesperadamente continuar
creyendo— que había recibido una iluminación especial del
Señor y que mi deber consistía en comunicar esa luz a un
mundo atrapado en la oscuridad de la última hora antes de
medianoche. Por otra parte comprendí que sin la ayuda de
mis más antiguos colaboradores, los hombres claves de la
Iglesia, ninguna acción era posible para mí. Me veía
reducido a la impotencia porque mis declaraciones podían
ser distorsionadas y las directivas que impartiera anuladas.
Los hijos de Dios podrían haber sido así sumidos en la
confusión o impulsados a la revuelta.
"Fue entonces cuando Drexel vino a verme. Como
usted sabe, es el Decano del Sacro Colegio de Cardenales y
fui yo mismo quien lo nombró en su actual cargo de Prefecto
de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. A
usted le sobran razones para saber que es un formidable
perro guardián, sin embargo en privado es un ser
comprensivo, sensible y muy humano. Al momento vi que
para él era muy dolorosa la misión que se le había
impuesto, pues venía como emisario de sus hermanos los
cardenales con cuya opinión no estaba de acuerdo pero
había sido encargado de transmitirme su decisión. Se me
pedía que abdicara y me retirara enseguida a la oscuridad
de un monasterio. En el caso de que no aceptara ellos
estaban dispuestos a correr el riesgo de hacerme declarar
insano e internarme bajo vigilancia médica en un
establecimiento para enfermos mentales.
"Como comprenderá, el impacto recibido fue muy
fuerte, pues jamás había yo imaginado siquiera que
pudieran atreverse a tanto. A este primer momento de
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sorpresa siguió otro de puro terror pues conozco lo
suficiente la historia de este cargo para no ignorar que la
amenaza era real. El Vaticano es un estado independiente y
todo lo que ocurre dentro de sus muros carece de audiencia
exterior cuando los que gobiernan aquí así lo han decidido.
"Luego el terror también pasó y logré encontrar la
calma suficiente para preguntarle a Drexel qué pensaba de
la situación. Me respondió al instante y sin vacilaciones. No
le cabían dudas de que sus colegas podían cumplir su
amenaza y que estaban plenamente dispuestos a hacerlo.
Sabían que el daño —considerando el crítico momento
internacional— sería grande, pero no irreparable. La Iglesia
había sobrevivido a los Theophylacts, a los Borgia y a las
orgías de Avignon. Podría sobrevivir a la locura lunática de
Jean Marie Barette. En vista de lo anterior Drexel me ofrecía,
muy amistosamente, su opinión personal: lo que me
convenía era inclinarme ante lo inevitable y abdicar
aduciendo motivos de mala salud. Concluyó agregando su
pequeña cláusula propia que cito textualmente para usted:
"Haga lo que le piden, Santidad, pero nada más, ni un ápice
más. Usted se irá. Se retirará a la vida privada. Y yo me
enfrentaré a cualquier documento o instrumento que intente
amarrarlo a algo más. Y en cuanto a esta luz que usted
declara haber recibido, no es a mí a quien corresponde
juzgar si viene de Dios o si es simplemente el fruto de un
espíritu sobrecargado por las ansiedades propias de su alta
investidura. Si fuera solamente una ilusión, espero que
antes que transcurra mucho tiempo, sabrá desecharla. Si es
algo que viene de Dios, entonces estoy seguro de que Él
permitirá que, cuando llegue el momento, la verdad se haga
manifiesta… Pero si entretanto lo declaran insano, quedará
usted completamente desacreditado y la luz que hay en
usted se apagará para siempre. La historia, especialmente
la de la Iglesia, sólo se ha escrito para justificar a los
sobrevivientes".
"Comprendí perfectamente lo que sus palabras
significaban, pero aun así no podía decidirme a aceptar una
solución tan tajante. Hablamos durante todo aquel día,
examinando cada alternativa posible. Más tarde, y por
largas horas aquella noche, oré en la soledad de mis
habitaciones hasta que, finalmente, en un estado de total
agotamiento, terminé por rendirme. A las nueve de la
mañana siguiente mandé llamar a Drexel y le comuniqué
que estaba pronto para abdicar.
"Hasta aquí, mi querido Carl, le he contado cómo
sucedió todo. Relatar el por qué tomará mucho más tiempo:
y entonces usted también, mi dilecto amigo, será llamado a
juzgarme. Ahora mismo, escribir estas líneas temo que su
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juicio pueda serme desfavorable. Así es la fragilidad
humana. Todavía no he aprendido a confiar en el Señor
cuyo Evangelio intento proclamar…"

La angustia implícita en aquel llamado conmovió


profundamente a Mendelius y sintió que las letras se borraban
delante de sus doloridos ojos. Se reclinó en su silla y se entregó al
torrente de sus recuerdos. Se habían conocido en Roma, hacía ya dos
décadas, cuando Jean Marie Barette, en su cargo de cardenal era el
miembro más joven de la Curia romana y el padre Mendelius, S. J.,
estaba apenas iniciando en la Universidad Gregoriana su primer curso
sobre Elementos para la Interpretación de las Escrituras. El joven
cardenal había asistido como invitado a una clase sobre las
comunidades judías en los primeros tiempos de la Iglesia. Después
habían cenado juntos y se habían quedado conversando hasta muy
entrada la noche. Al separarse aquella madrugada, una amistad había
nacido.
Más adelante, cuando vinieron los días malos y Mendelius,
delatado por sospecha de herejía ante la Congregación para la
Doctrina de la Fe, fue sometido durante largos meses a una
implacable investigación, Jean Marie Barette nunca dejó de apoyarlo
con todo el peso del poder e influencia de que entonces disponía. Y
más tarde, cuando él había sentido que su vocación sacerdotal ya no
lo satisfacía y había pedido ser devuelto a la vida laica, solicitando al
mismo tiempo el permiso para casarse, Barette había sido su
abogado ante un renuente e irascible pontífice. Y cuando, finalmente,
había presentado su candidatura para la cátedra en Tübingen, la más
brillante recomendación llevaba la firma de Gregorio XVII, Pontífice
Máximo.
Ahora sus mutuas posiciones se habían invertido. Jean Marie
Barette se encontraba desterrado en tanto que él, Carl Mendelius,
florecía en la libre zona de un matrimonio dichoso y de una vida
profesional plenamente realizada. Cualquiera que fuera el costo él se
debía a sí mismo permanecer fiel a los deberes de la amistad. Volvió
a inclinarse sobre la interrumpida lectura de la carta.

"…Usted conoce las circunstancias de mi elección. Mi


predecesor, que centró su acción en lo social logró
completar con éxito la misión que se había fijado. Reforzó a
la vez la centralización de la Iglesia y la disciplina y restauró
la línea dogmática tradicional. Su enorme encanto personal
—magnetismo propio de un gran actor— ocultó por mucho
tiempo el hecho de que sus actitudes eran esencialmente
rigoristas. Al envejecer se fue tornando cada vez más
intolerante, menos y menos abierto a los argumentos que le
parecían ajenos. Se veía a sí mismo como el Instrumento de
Dios, encargado de destruir a las fuerzas de la impiedad.
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Era difícil convencerlo de que, a menos que ocurriera un
milagro, todos los hombres —creyentes o incrédulos por
igual— estaban condenados a desaparecer. Habíamos
llegado a la última década del siglo y con ella a sólo unos
pasos de la guerra nuclear. Cuando asumí el cargo —
elección que fue el resultado de un compromiso después de
un Cónclave que duró seis días— me sentí aterrado ante la
perspectiva de lo que esperaba a la raza humana.
"No necesito leerle el texto apocalíptico tan claramente
impreso en el mundo de hoy, el angustioso clamor del
Tercer Mundo oscilando al borde de la total inanición, el
permanente riesgo de colapso económico de los países
occidentales, el creciente costo de la energía, la loca y
salvaje carrera armamentista, la tentación de los militaristas
de llevar a cabo su última y más demente jugada, cuando
aún les es posible calcular las consecuencias de sus
apuestas. Para mí, sin embargo, lo más espantoso dentro de
este cuadro era la atmósfera de reprimida desesperación
prevaleciente entre los líderes mundiales, la sensación
oficial de impotencia, la extraña y atávica regresión hacia
una visión mágica del universo.
"Usted y yo hemos discutido muy a menudo la
proliferación de los cultos nuevos y su manipulación en
provecho del dinero y del poder. Hemos presenciado
asimismo la explosión de estos fanatismos en las antiguas
religiones. Algunos de nuestros fanáticos particulares
deseaban que yo proclamara un Año Mariano y que lanzara
un llamado para una vasta movilización de masas en
peregrinaciones a todos los santuarios de la Virgen a través
del mundo. Les contesté que jamás haría nada semejante.
Lo último que necesitamos es el estallido de un pánico de
los mojigatos.
"Creo que el mejor servicio que actualmente puede
ofrecer la Iglesia es el de la mediación fundada en la razón y
en la caridad para con todos. Esa es, por lo demás, la tarea
para la cual yo, como pontífice, me sentía más apto y en
consecuencia, más llamado a realizar. Por eso hice saber
que, en aras de la paz, estaba dispuesto a ir donde fuera y a
recibir a quien fuera, pero tratando al mismo tiempo de
dejar muy en claro que no poseía ninguna fórmula mágica
capaz de resolver problemas ni tampoco ninguna ilusión
sobre los alcances de mi propio poder. Conozco demasiado
bien la mortal inercia de las instituciones, la locura que
matemáticamente lleva a los hombres a pelear a muerte
entre sí sobre la más sencilla ecuación de cualquier
compromiso. Me dije a mí mismo y traté de convencer de
ello a los líderes de las naciones que aun un solo año de
respiro antes del advenimiento de Armageddon constituía
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de por sí una victoria. Pero no obstante el temor de un
inminente holocausto me perseguía noche y día, socavando
mis reservas de valor y de confianza.
"Finalmente decidí que, para conservar algún sentido
de perspectiva y rehacer mis reservas espirituales era
imprescindible que descansara. En consecuencia resolví
hacer dos semanas de retiro en el monasterio de Monte
Cassino. Usted conoce bien el lugar que fue fundado por San
Benito en el siglo sexto. Pablo el diácono escribió allí sus
historias y mi tocayo Gregorio IX hizo la paz con Federico de
Hohenstaufen. Pero sobre todo es un lugar aislado y sereno
y su abad, el padre Andrew es un hombre de singular piedad
y gran discernimiento. Me colocaría pues bajo su dirección
espiritual y me dedicaría a meditar en silencio para renovar
mi ser interior.
"Así lo había planeado yo, mi querido Carl, y así había
comenzado a realizar mi plan. Pero llevaba allí solamente
tres días cuando ocurrió aquel acontecimiento".

La frase terminaba al final de la página y Mendelius vaciló antes


de continuar, sintiendo un débil estremecimiento de disgusto, como si
le estuvieran pidiendo que presenciara la realización de un acto de
intimidad corporal de otra persona. Solo merced a un gran esfuerzo
logró proseguir la lectura.

"…Doy el nombre de acontecimiento a aquello que


ocurrió pues no deseo prejuiciar en ninguna forma su
apreciación del hecho y también porque aquello tuvo para
mí una dimensión física. Sucedió. No es algo que yo
imaginara. La experiencia fue tan real como el desayuno
que acababa de tomar en el refectorio del convento.
"Eran las nueve de la mañana de un día claro y
soleado, y me hallaba sentado en un banco de piedra en el
jardín del claustro. Un poco más allá un monje preparaba
tierra en unos tiestos destinados a recibir flores. Me sentía
bien, relajado y plácido. Comencé a leer el capítulo catorce
del Evangelio de San Juan que el abad había propuesto
como tema para la meditación de aquel día. Usted recuerda
la forma en que comienza este capítulo, con el discurso del
Señor en la Ultima Cena: "No se turbe vuestro corazón.
Creéis en Dios, creed también en Mí…" El texto mismo,
reconfortante, consolador, pleno de seguridades, calmaba
con mi estado de ánimo. Cuando llegué al versículo:
"y el que me ame será amado de mi Padre…"
cerré el libro y levanté la vista.
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"A mi alrededor, todo había cambiado. El monasterio, el
jardín, el monje que trabajaba habían desaparecido y yo me
encontraba solo en una alta y estéril cumbre cercada por
negras montañas cuyo perfil se destacaba, desigual y nítido,
sobre la lobreguez del cielo. Todo el lugar se hallaba sumido
en un silencio de tumba. No sentí temor sino un terrible
vacío como si me hubieran abandonado a la intemperie,
como si algo hubiera socavado el meollo de mi ser dejando
tan solo la cáscara. Y supe entonces, sin lugar a dudas, que
estaba presenciando las consecuencias de la última locura
del hombre: un planeta muerto. No encuentro palabras
adecuadas para describirle lo que ocurrió en -seguida. Fue
como si súbitamente un enorme incendio hubiera estallado
dentro de mí, como si hubiera sido cogido en un furioso
torbellino y proyectado, fuera de toda dimensión humana,
hacia el centro de una luz insostenible. La luz era una voz y
la voz era una luz y todo mi ser pareció impregnarse del
mensaje de esa voz y de esa luz. Era el final de todo, el
comienzo mismo de todo: punto omega del tiempo, punto
alfa de la eternidad. Habían dejado de existir los símbolos
para dar paso a la existencia de la pura, simple y única
Realidad. Se habían cumplido todas las profecías. El orden
había surgido del caos y la última verdad se había hecho
patente. En un momento de exquisita agonía comprendí que
debía anunciar este acontecimiento, que debía preparar al
mundo para su advenimiento. Había sido llamado para
proclamar que los últimos días estaban próximos y que la
humanidad debía aprontarse para la Parusía: es decir para
la Segunda Venida del Señor Jesús.
"Y justo en el momento en que sentí que aquella agonía
estaba a punto de explotar en mí, destruyéndome, todo
terminó. Y me encontré de regreso en el jardín del claustro.
El monje seguía trabajando en la tierra destinada a sus
rosas, el Nuevo Testamento reposaba sobre mis rodillas,
abierto en el Capítulo veinticuatro de San Mateo "porque
como el relámpago sale por oriente y brilla hasta el
occidente, así será la venida del Hijo del hombre,.."
¿Accidente o destino? No lo sé y creo que ya no tiene
importancia.
"Y esto es Carl, lo que ha ocurrido, dicho en las palabras
más claras y cercanas a mi visión que he podido encontrar,
para el amigo más próximo a mi corazón. Cuando a mi
regreso a Roma intenté explicar a mis colegas lo que había
sucedido, vi en sus rostros el impacto que mis palabras
producían: ¿Un papa con revelaciones privadas? ¿Un
precursor de la Segunda Venida del Señor? ¡Locura! La
última y más explosiva sinrazón. Yo me había transformado
en una bomba de tiempo que había que desconectar tan
pronto como fuera posible. Y sin embargo así como no me
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era posible cambiar el color de mis ojos, tampoco me era
posible cambiar lo que había ocurrido, que había quedado
para siempre impreso en cada fibra de mi ser del mismo
modo y con tanta fuerza como la huella genética dejada en
mí por mis padres. Me sentía impelido a hablar de ello,
condenado a anunciar lo que había visto a un mundo que se
precipitaba, sin rumbo, hacia su extinción.
"Comencé entonces a trabajar en la preparación de una
Encíclica, una Carta a la Iglesia Universal. El texto se
iniciaba con estas palabras: "In his ultimis annis fatalibus…".
En estos últimos y fatales días del milenio… Mi secretario
encontró sobre mi escritorio el borrador, lo fotografió
secretamente y distribuyó copias de su descubrimiento
entre los miembros de la Curia. Todos quedaron
horrorizados. Se dedicaron entonces —separadamente y en
conjunto— a urgirme para que suprimiera el documento.
Cuando rehusé hacerlo pusieron sitio a mis habitaciones y
bloquearon todas mis comunicaciones con el mundo
exterior. Luego citaron a una reunión de emergencia del
Sacro Colegio y convocaron al Vaticano a un grupo de
médicos y psiquiatras para que examinaran mi estado
mental y de esta manera iniciaron el curso de los
acontecimientos que culminaron en mi abdicación.
"Y así, ahora, en esta extrema penuria a la que me he
visto reducido, recurro a usted no sólo porque es amigo mío,
sino también porque usted, que ha sufrido los rigores de la
inquisición comprende y sabe cómo la persistente presión
de los interrogatorios es capaz de hacer tambalear la razón.
Si juzga que estoy loco, lo absuelvo anticipadamente de
toda culpa que pueda sentir por la censura que me haga, y
le agradezco la amistad que he tenido el privilegio de
compartir con usted. Si se encuentra capaz de creer por lo
menos que no he hecho otra cosa sino contarle una simple y
terrible verdad, le ruego que estudie los dos documentos
que acompañan esta carta: una copia de mi Encíclica a la
Iglesia Universal y una lista de personas de diversos países
con las cuales mantuve excelentes relaciones durante mi
pontificado y que tal vez estén preparadas para confiar en
mí o para actuar de mensajeros en mi nombre. En ese caso
trate de ponerse en contacto con ellas, de hacerles
comprender todo lo que aún pueden hacer en estos últimos
y fatales años. No creo que sea posible impedir la inevitable
catástrofe, pero sí creo que tengo la obligación de continuar
hasta el fin proclamando la buena nueva del amor y la
salvación.
"Si acepta esta tarea que deseo encomendarle, correrá
un gran riesgo; tal vez, incluso, el riesgo de su propia vida.
Recuerde el Evangelio de Mateo "…Entonces os entregarán
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2005
a la tortura y os matarán… Muchos se escandalizarán
entonces y se traicionarán y odiarán mutuamente".
"Muy pronto abandonaré este lugar para dirigirme a la
soledad de Monte Cassino. Espero que llegaré ahí sin
problemas. Si no fuera así, me encomiendo, así como a su
familia y a usted mismo al amoroso cuidado de Dios.
"Se ha hecho tarde. Hace ya mucho tiempo que la
merced del sueño me ha sido negada, pero ahora que esta
carta ha sido escrita tal vez me sea concedida.
"Soy, como siempre, suyo en Cristo
Jean Marie Barette".

Bajo la firma había garabateado un irónico agregado:


"Feu le pape"… el ex-pontífice.
Carl Mendelius, aturdido y casi privado de sensibilidad por el
doble efecto del impacto de los acontecimientos del día y el
cansancio, no se encontró capaz de leer el apretado texto de la
encíclica, y en cuanto a la larga lista de nombres, por lo que a él se
refería, bien podía haber estado escrita en sánscrito. Dobló
cuidadosamente la carta y los documentos y los colocó en la antigua
y negra caja fuerte donde guardaba los papeles sellados de su casa,
su póliza de seguros y las porciones más importantes de su material
de investigación.
Lotte estaría esperándolo abajo, tejiendo tranquilamente junto
al hogar, pero él no se atrevía a enfrentarla hasta no haberse
compuesto una actitud y haber encontrado alguna forma de
respuesta a las inevitables preguntas: "Carl, ¿qué decía la carta?
¿Qué es lo que realmente le ha sucedido a nuestro querido Jean
Marie?"
¿Qué, en realidad? Fuera lo que fuera Carl Mendelius —
sacerdote fracasado, marido amante, padre perplejo, creyente
escéptico— era por sobre todo un investigador de la historia, rígido y
exigente en su aplicación de las reglas de la evidencia interna y
externa. En un texto, le era posible oler a la distancia cualquier
interpolación y seguir su pista con meticulosidad y exactitud hasta su
fuente misma, ya fuera ésta gnóstica, maniquea o essenita.
Sabía que la doctrina de la Parusía —la Segunda Venida del
Redentor que marcaría el fin de los tiempos históricos— pertenecía a
la más antigua y auténtica tradición. Estaba inscrita en los Evangelios
Sinópticos, afianzada en el Credo, recordada cada día en la liturgia:
"Cristo murió, Cristo volverá". Esta tradición representaba la más
firme esperanza del creyente para la justificación final del plan divino,
la victoria última del orden sobre el caos, del bien sobre el mal. El
hecho de que Jean Marie Barette, que acababa de ser papa, creyera
eso y lo predicara como un artículo de fe era tan natural y necesario
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para él como el hecho mismo de respirar.
Pero que este mismo Jean Marie Barette estuviera mezclado y
comprometido en la forma más primitiva y más estrecha de la fe — el
advenimiento de un cataclismo universal seguido por un juicio
universal también, para el cual era preciso prepararse— era, por decir
lo menos, perturbador. A lo largo de la historia, la milenaria tradición
había tomado muchas formas y no todas ellas habían sido religiosas.
Estaba por ejemplo implícita en la idea hitlerista del Reich de mil
años, así como en la promesa marxista de que el capitalismo
desaparecería para dar paso a la fraternidad universal del socialismo.
Jean Marie Barette no había necesitado de visión alguna para dar
forma a su idea del milenium. Podía perfectamente haberla copiado
de mil fuentes diversas, desde el libro de Daniel hasta los profetas
Cevennoles del siglo XVII.
Pero el hecho de haber sido él, el papa, quien tuviera la visión,
representaba un elemento a la vez perturbador y familiar en el diseño
de la reflexión de Mendelius. Porque el ministro de una religión
organizada era, por su función misma, ordenado a exponer, bajo su
autoridad, una doctrina que los siglos habían fijado y hecho
consensual. Sise excedía en su mandato podía ser silenciado o
excomulgado por la misma autoridad que le había confiado el
encargo de desempeñar esa función.
El profeta, sin embargo, pertenecía enteramente a otro orden
de criaturas. Proclamaba su relación directa con el Todopoderoso y en
consecuencia el mandato de que estaba investido no respondía ante
ninguna instancia humana ni podía ser prohibido por ningún agente
humano. Podía desafiar al más sagrado de los pasados con la clásica
frase, la misma que había usado Cristo: "Está escrito… pero Yo os
digo…" De manera que el profeta era siempre el extraño, el heraldo
del cambio, el retador al orden existente.
El problema de los cardenales no consistía en la locura misma
de Jean Marie Barette sino en el hecho de que hubiera aceptado la
función oficial de gran sacerdote y de supremo maestro y que luego
hubiera asumido otro rol, contradictorio con este primero.
En teoría, por supuesto, no era preciso que hubiera
contradicción. La doctrina de la revelación privada, de la
comunicación personal entre la criatura y su creador era tan antigua
como la doctrina de la Parusía. En Pentecostés el Espíritu Santo había
descendido sobre los apóstoles reunidos; Saulo había sido derribado
en el camino de Damasco, Juan cogido y envuelto en la revelación
apocalíptica en Patmos y todos estos eran acontecimientos
enraizados en la tradición. Por consiguiente, ¿era tan impensable que
en esta última y fatal década del milenio, cuando la posibilidad de la
destrucción planetaria era un hecho probado y un peligro real y vivo,
Dios hubiera elegido a un nuevo profeta para hacer su llamado al
arrepentimiento y a la salvación?
En términos teológicos por lo menos, esta era una proposición
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completamente conforme a la ortodoxia. Para Carl Mendelius,
sentado allí en su estudio de historiador y llamado a juzgar la sanidad
mental de un amigo, era una especulación altamente peligrosa. De
todos modos estaba demasiado cansado para ser capaz de emitir
juicio alguno sobre nada, ni aun sobre el tema más sencillo; de
manera que cerró la puerta de su estudio y bajó a la sala de estar.
Lotte, rubia, rolliza, afectuosa y satisfecha como una gata con
su rol de madre de dos bellos hijos y de esposa del profesor
Mendelius, le sonrió y levantó el rostro para que él la besara, y él,
cogido bruscamente en un impulso de pasión, la acercó a sí y la
sostuvo apretadamente por unos momentos. Ella lo miró, un tanto
extrañada y dijo:
—¿A qué se debe esto?
—Te amo.
—Yo te amo también.
—Vamos a la cama.
—No puedo ir todavía. Johann ha telefoneado para decir que
olvidó la llave y le dije que lo esperaría. ¿Quieres un coñac?
—Acepto. Es lo mejor después de lo otro.
Ella le sirvió el licor y comenzó a hacerle exactamente las
preguntas que el había temido. Comprendió que no podía usar de
argucias con ella. Era demasiado inteligente para contentarse con
verdades a medias, de manera que le contestó directa y
sencillamente.
—Los cardenales lo forzaron a abdicar porque creyeron que
estaba loco.
—¿Loco? ¡Dios santo! Yo hubiera pensado que no hay nadie tan
cuerdo como él.
Le alcanzó la bebida y se sentó en la alfombra dejando
descansar la cabeza en las rodillas de él. Levantaron sus copas
deseándose mutuamente salud. Mendelius acarició la cabeza y los
cabellos de su mujer. Ella volvió a preguntar.
—¿Cuál fue el motivo que les hizo pensar que estaba loco?
—El declaró —como me lo ha declarado a mí— que había tenido
una revelación privada mostrándole que el fin del mundo estaba
próximo y urgiéndolo a actuar como mensajero de la segunda venida
de Cristo.
—¿Qué? —Ella se atoró con su copa, escupiendo la bebida.
Mendelius le pasó su pañuelo para ayudarla a limpiar su blusa.
—Es verdad, schatz. En su carta me describe la experiencia, en
la que cree absolutamente. Y ahora que lo han silenciado acude a mí
para que lo ayude a proclamar y propagar la noticia.
—Aún no puedo creerlo. Siempre fue tan… tan francés y tan
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práctico. Tal vez es cierto que se ha vuelto loco.
—Un hombre loco no habría podido escribir la carta que él me
ha escrito. Puedo aceptar que haya sido juego de una ilusión, de una
idea fija resultante de un exceso de tensiones o incluso puedo creer
en un ejercicio defectuoso de su propia lógica. Eso puede sucederle a
cualquiera. Los hombres cuerdos creyeron en una época que el
mundo era plano. Y hombres cuerdos guían sus vidas por los
horóscopos de los diarios dominicales… Millones, como tú y yo, creen
en un Dios cuya existencia no pueden probar.
—Sí, pero no vamos por allí proclamando que el mundo
terminará mañana.
—No schatz, no lo hacemos. Pero sabemos que si los rusos y los
americanos aprietan el botón, eso es exactamente lo que puede
suceder. Vivimos bajo la sombra de esa realidad y nuestros hijos
están conscientes de eso.
—Carl, no sigas.
—Lo siento.
Se inclinó y besó sus cabellos mientras ella respondía
apretando la mano de él contra sus mejillas… Unos pocos momentos
después ella preguntó quietamente.
—¿Y harás lo que Jean Marie te pide?
—No lo sé, Lotte. Realmente no lo sé. Creo que debo pensarlo
muy cuidadosamente. Primero necesito hablar con la gente que
estuvo más cerca de él. Después quiero verlo a él mismo… me parece
que es lo menos que le debo. Ambos le debemos eso.
—Eso significa que deberás irte.
—Sólo por un tiempo muy corto.
—Odio cuando estás lejos. Te echo tanto de menos.
—Ven conmigo entonces… Hace siglos que no has ido a Roma.
Y hay muchísima gente a quien podrías ver.
—No puedo ahora Carl, tú lo sabes. Los niños me necesitan.
Este es un año muy importante para Johann y me gustaría no perder
de vista a Katrin y a su joven enamorado.
La pequeña y familiar discusión había vuelto a surgir, como
siempre, entre ellos. La constante preocupación de gallina que Lotte
sentía por los niños y sus propios celos de hombre de mediana edad
por esas atenciones maternales no dirigidas a él. Pero esta noche
estaba demasiado cansado para discutir de manera que se contentó
con posponer el tema.
—Hablaremos de eso otro día, schatz. Antes que me sea posible
poner un pie fuera de Tübingen, necesito algunos consejos
profesionales.
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A los cincuenta y tres años Anneliese Meissner había alcanzado


una amplia variedad de distinciones académicas —la más notable de
las cuáles era la de haber sido designada por unanimidad como la
mujer más fea de todas las facultades de la Universidad. Rechoncha,
gorda, de piel cetrina y boca de rana, tenía los ojos escasamente
visibles detrás de unas gruesas gafas de miope, un desordenado y
desvaído cabello amarillento enmarcaba este rostro haciéndolo
semejar a una cabeza de Medusa y acentuaba esta impresión el
hecho de que su voz fuera rasposa y dura. En cuanto a su vestimenta
era a la vez amanerada y descuidada. Si a todo esto añadimos un
humor sardónico y un despiadado desprecio por la mediocridad se
obtenía, como una vez dijo un colega "el perfil perfecto de una
personalidad condenada a la alienación".
Y sin embargo, en virtud de algún milagro, ella había logrado
salvarse de la sentencia y al contrario, se había transformado, al
amparo del viejo castillo de Hohentübingen, en una especie de diosa
tutelar de aquel lugar. Su apartamento del Burgsteige, donde
estudiantes y profesoras, sentados en banquetas o encaramados en
cajones solían reunirse para beber y discutir fieramente hasta altas
horas de la madrugada, se asemejaba más a un club que a una
habitación privada. Los cursos que dictaba en psicología clínica
desbordaban de alumnos y sus trabajos se publicaban en las mejores
revistas científicas en una docena de lenguas diferentes. La mitología
estudiantil la había dotado incluso de un amante, un gnomo de las
montañas Harsz, que en los domingos o en los grandes días de fiesta
de la Universidad, bajaba secretamente a visitarla.
Al día siguiente de haber recibido la carta de Jean Marie, Carl
Mendelius la invitó a almorzar con él en un comedor privado de la
Weinstube Forelle. Anneliese Meissner comió y bebió copiosamente,
sin dejar no obstante de monologar, en su usual forma punzante y
ácida, sobre los más variados temas, la administración de los dineros
de la Universidad, la política local de Badén Württenburg, el trabajo
presentado por un colega sobre la depresión endógena, trabajo que
calificó de "desecho pueril" y la vida sexual de los trabajadores turcos
de la industria local de papel. Llegaron así hasta el café antes que
Mendelius juzgara oportuno colocar su pregunta.
—¿Si yo le mostrara una carta, estaría usted en condiciones de
ofrecerme una opinión clínica sobre la persona que la escribió?
Ella lo miró con su mirada miope y sonrió. La sonrisa era
terrorífica pues parecía como si ella se preparara para engullirlo junto
con las últimas migajas de su pastel de manzanas.
—¿Me va a mostrar esa carta, Carl?
—Sí, si le otorga los privilegios de una comunicación
profesional.
—De usted sí, Carl, estoy dispuesta a aceptarla. Pero antes que
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me la enseñe, creo preferible dejar en claro, para que usted los
comprenda bien, algunos axiomas de mi disciplina. No deseo que me
comunique un documento que obviamente es importante para usted
y que luego venga a quejarse diciendo que mi comentario es
inadecuado. ¿Comprendido?
—Comprendido.
—Primero, entonces: la escritura manuscrita, tal como se
presenta en estudios seriales de diversos ejemplares, es un indicador
bastante confiable del estado cerebral, ya que aun la simple hipoxia
—inadecuación o insuficiencia de la carga de oxígeno que recibe el
cerebro— produce un rápido deterioro de la escritura. Segundo: un
sujeto, aunque se encuentre en un grado avanzado de su enfermedad
psicótica, puede tener sin embargo períodos lúcidos durante los
cuales sus escritos o dichos se ajustan completamente al patrón
racional. Holderlin murió de una esquizofrenia sin remedio en esta
misma ciudad nuestra. Y sin embargo ¿podría usted, al leer su "Pan y
vino" o su '"Empédocles en el Etna" siquiera imaginar nada
semejante? Nietzsche murió de una parálisis general que suele ser
consecuencia de la locura y que se debió probablemente a una
infección sifilítica. ¿Podría usted diagnosticar eso con la sola evidencia
de "Así hablaba Zarathustra"? Tercer punto: toda carta personal
contiene indicadores de los estados emocionales o aun de las
tendencias psíquicas de su autor; pero son sólo indicadores. Los
estados patológicos pueden ser superficiales, las propensiones
pueden hallarse perfectamente encuadradas dentro de la normalidad.
¿Me he expresado claramente?
—Admirablemente, profesora —dijo Carl Mendelius haciendo un
cómico gesto de rendición—. Estoy colocando mi carta en manos
seguras. —Se la tendió a través de la mesa—. Hay además otros
documentos, pero aún no he tenido tiempo para estudiarlos. El autor
de todo es el papa Gregorio XVII que acaba de abdicar la semana
pasada.
Anneliese Meissner juntó sus gruesos labios en un silbido de
sorpresa, pero no dijo nada. Leyó la carta lentamente, sin hacer
comentarios, mientras Mendelius sorbía su café y mordisqueaba
algunos "petits fours", lo cual era sin duda muy inconveniente para su
cintura, pero en todo caso mejor que el cigarrillo cuyo hábito estaba
desesperadamente intentando abandonar. Finalmente Anneliese
terminó su lectura. Depositó la carta en la mesa frente a ella y la
cubrió con sus grandes y regordetas manos. Eligió sus primeras
palabras con clínico cuidado.
—No estoy demasiado segura, Carl, de ser la persona adecuada
para comentar esto. No soy creyente, nunca lo he sido. Cualquiera
que sea la facultad que nos capacita para dar el salto de la razón a la
fe, jamás la he tenido. Algunas personas son sordas, otras son
daltónicas, yo he sido siempre una incurable atea. Créame que a
menudo lo he lamentado. A veces, en mi trabajo clínico, y con
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relación a algunos pacientes con fuertes creencias religiosas, me he
sentido en posición desmedrada. Vea usted Carl —continuó riéndose
entre dientes larga y ruidosamente —de acuerdo con mis luces, usted
y los suyos viven en un estado de engañosa ilusión que es por
definición, locura. Por otra parte, sin embargo, como no estoy en
condiciones de probar que el estado de ustedes es en verdad ilusión
engañosa, tengo que aceptar que tal vez la enferma soy yo.
Mendelius le sonrió al tiempo que colocaba en la boca de ella el
último "petit four".
—Hemos acordado que sus conclusiones serán cuidadosamente
evaluadas. Y puede estar segura de que conmigo su reputación está
perfectamente resguardada.
—De manera que la evidencia tal como yo la veo dice así —
tomó la carta y comenzó a anotar—. Letra: ningún signo de
perturbación. Es una bella letra. La carta misma es precisa y lógica.
Las secciones narrativas son clásicamente simples. Las emociones del
autor están perfectamente bajo control. Aun cuando habla de que se
encuentra bajo vigilancia no hay ningún énfasis que indique un
estado paranoico. La sección que se refiere a la experiencia visionaria
es, dentro de sus límites, muy clara. No hay imágenes patológicas
con implicaciones de violencia o sexualidad… Prima facie, en
consecuencia, el autor de esta carta estaba perfectamente sano
cuando la escribió.
—Pero él expresa dudas respecto de su propia cordura.
—De hecho no lo hace. Se limita a afirmar que otros tienen
dudas sobre esa cordura, pero en cuanto a él, está absolutamente
convencido de la realidad de su experiencia visionaria.
—¿Y qué piensa usted sobre esa experiencia?
—Estoy convencida de que él tuvo esa experiencia. Ahora, la
forma en que yo interpreto esa experiencia es otro problema.
Digamos que creo en ella de la misma manera en que estoy
convencida de que Martín Lutero vio al diablo en su celda y le lanzó
un tintero. Eso no significa que yo crea en el diablo sino simplemente
en la realidad de la experiencia para Lutero. —Rió de nuevo y
continuó, relajándose—: Usted es un ex-jesuita, Carl, de manera que
sabe perfectamente de lo que estoy hablando. Los pacientes presas
de ilusiones engañosas son mi pan de cada día y al trabajar con ellos
debo partir de la premisa de que sus ilusiones son reales y efectivas
para ellos.
—¿Está afirmando, entonces, que Jean Marie ha sido engañado
por una ilusión de sus sentidos?
—No ponga en mi boca palabras que no he pronunciado, Carl —
dijo ella con inmediato y cortante reproche. Cogió la carta y se la
alcanzó—. Mire, lea de nuevo los párrafos relativos a la visión, así
como los trozos anteriores y posteriores y dígame si todo eso no cae
precisamente en lo que llamamos la estructura de un sueño
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despierto. El se encuentra leyendo y meditando en un soleado jardín.
No olvide que toda meditación implica algún grado de auto-hipnosis.
Su sueño se compone de dos partes: las consecuencias de un
cataclismo que ha dejado tras sí una tierra desolada y desierta y
luego el paso, en un arrebatado torbellino, hacia un espacio exterior.
Estas dos imágenes son muy vividas, pero esencialmente banales y
podrían haber sido extraídas de cualquier buen film de ciencia ficción.
El ha pensado en ellas en muchas ocasiones, especialmente en este
último tiempo. Ahora no sólo las piensa, sino que las sueña. Cuando
se despierta se encuentra de regreso en el soleado jardín. Todo eso
forma parte de un fenómeno muy común.
—Pero él cree que su experiencia se debe a una intervención
sobrenatural.
—El dice que lo cree.
—¿Qué demonios está usted queriendo decir con eso?
—Quiero decir —la respuesta de Anneliese Meissner fue fría y
sin circunloquios— que él puede estar mintiendo.
—¡No! ¡Eso es imposible! Conozco muy bien a este hombre.
Hemos sido, somos, casi hermanos.
—Como analogía, me parece bastante desafortunada —dijo
Anneliese Meissner suavemente—. Las relaciones de parentesco
pueden ser infernalmente complicadas. Cálmese, Carl. Usted quería
una opinión profesional y eso es lo que está recibiendo. Por lo menos
tómese el tiempo y la tranquilidad necesarios para examinar una
hipótesis razonable.
—Esta hipótesis suya es pura fantasía.
—¿Lo es? Usted es un historiador. Eche una mirada:
retrospectiva a la historia que conoce, y dígame si no hay en ella
cualquier cantidad de milagros extremadamente convenientes y de
revelaciones igualmente oportunas. Cada secta se siente en el deber
de proveer de milagros y revelaciones a sus devotos adeptos. Los
Mormones tienen a José Smith y a sus fabulosas tablas de oro, el
reverendo Sun Myung Moon se erigió a sí mismo como el Señor del
Segundo Advenimiento y hasta el mismo Jesús se inclinó ante él y lo
adoró. De manera, Carl, que no veo razón alguna por la que no
podamos suponer —solamente suponer— que su Gregorio XVII no
haya podido decidir que su institución estaba en crisis y que había
llegado el momento para que la Divinidad se manifestara
nuevamente a los hombres.
—Pero eso significaría estar en un juego extremadamente
peligroso y arriesgado.
—Por eso mismo lo perdió. ¿No estará entonces ahora, tratando
de recobrar algo de lo destrozado y usándolo a usted para ver si su
juego puede, después de todo, resultar?
—Me parece una idea monstruosa.
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—A mí no me lo parece. ¿Por qué se impresiona tanto? Se lo
diré. Porque si bien usted se considera un pensador liberal, continúa,
no obstante, formando parte de la familia Católica Romana, y
necesita, por consiguiente, proteger al mito. Lo necesita para su
propia seguridad interior. Lo percibí muy claramente cuando usted ni
siquiera se arrugó ante mi mención de los Mormones o de los
Moonitas. Vamos, amigo mío, dígame lo que está pensando.
—Me parece que ando un tanto extraviado —dijo Carl Mendelius
sombríamente.
—Si quiere un consejo, se lo doy: olvide todo el asunto.
—¿Por qué?
—Porque usted es un académico con una reputación
internacional. No tiene para qué mezclarse en asuntos de locura o de
magia popular.
—Jean Marie es amigo mío. Y lo menos que le debo es una
investigación honrada del problema que me ha planteado.
—Entonces lo que usted necesita es un Beisitzer, un asesor que
le ayude a evaluar la evidencia.
—¿Querría usted ser ese Beisitzer Anneliese? Podría tal vez
ofrecerle la oportunidad de algunos nuevos descubrimientos clínicos.
El había lanzado la idea como una broma, en un intento por
restar acidez a la discusión, pero su chanza cayó en el vacío.
Anneliese no le contestó y por un largo momento permaneció muda
considerando la proposición. Al fin anunció firmemente.
—Muy bien. Acepto. Hacer de inquisidor de un papa será sin
duda una experiencia nueva para mí. Pero, querido colega —extendió
hacia él y colocó sobre su muñeca su mano grande y amistosa —la
verdad es que mi interés principal en este asunto es conservarlo a
usted tan honrado como siempre lo he conocido.
Aquella tarde, después de su última clase, Carl Mendelius
caminó lentamente por la ribera del río y luego se sentó, por un largo
rato, a contemplar el majestuoso paso de los cisnes por las grises y
tranquilas aguas.
Su conversación con Anneliese Meissner lo había dejado
profundamente perturbado. Ella le había planteado un desafío,
poniendo en tela de juicio no sólo sus relaciones con Jean Marie
Barette sino su propia integridad como académico y su honradez
moral como investigador de la verdad. Había señalado, con extrema
agudeza, el punto más débil de su coraza intelectual: su inclinación a
juzgar a su propia familia religiosa con una benevolencia que no
otorgaba a ninguna otra forma de fe. Por muy escépticas que fueran
sus tendencias, continuaba obsesionado con Dios, condicionado por
los reflejos de Pavlov de su pasado jesuita y prácticamente dispuesto
—en el caso de encontrar contradicciones entre sus descubrimientos
como historiador y su tradición ortodoxa— a conformar aquéllos con
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ésta antes que enfrentar lisa y llanamente lo que una contradicción
semejante podría involucrar. Por eso siempre había preferido la
comodidad del hogar familiar a la soledad del innovador. Hasta ahora,
sin embargo, jamás se había hecho traición a sí mismo y le era aun
posible mirar su imagen en el espejo y respetar al hombre que en ella
veía. Pero el peligro estaba allí, acechándolo, así como el pequeño
aguijón de la lujuria está siempre al acecho del hombre, pronto para
coger fuego e incendiarse en el momento preciso, con la precisa
mujer.
En el caso de Jean Marie Barette, el peligro de auto-traición
podía resultarle mortal. El problema estaba allí, frente a él, planteado
con tal claridad que no era posible interpretarlo o soslayarlo. Existían
solo tres posibilidades, cada una de ellas excluyente de las otras dos.
Jean Marie era un loco. Jean Marie era un mentiroso. Jean Marie era un
hombre elegido por Dios para entregar al mundo un mensaje
fundamental.
Frente a este dilema, tenía dos elecciones posibles: podía
rehusar verse envuelto en el asunto —con lo cual no haría sino ejercer
el derecho de todo hombre honrado que se juzgara a sí mismo
incompetente— o podía someter todo el caso al más rígido escrutinio
y actuar en seguida sin miedo ni favor conforme a la evidencia que
descubriera. Con Anneliese Meissner ruda e inflexible, a su lado como
Beisitzer, difícilmente le sería posible hacer otra cosa.
¿Pero, qué sucedería con Jean Marie Barette, que por tanto
tiempo había sido el amigo de su corazón? ¿Cuál sería su reacción
cuando se enterara de las duras condiciones de la investigación a que
serían sometidos su persona y sus actos? ¿Cómo se sentiría cuando el
amigo al que había acudido para que fuera abogado de su causa se
presentara en cambio como el Gran Inquisidor? Una vez más Carl
Mendelius se encontró vacilando, retrocediendo ante la posibilidad de
semejante confrontación.
Allá a lo lejos, cerca de la clínica, sonó la sirena de una
ambulancia, largo y prolongado gemido que resultaba aterrorizante
en el creciente atardecer. Mendelius se estremeció bajo el impacto de
un recuerdo de infancia que bruscamente surgió en su memoria: el
sonido de las sirenas de alarma aérea seguidas, inmediatamente
después, por el rugido de los motores de los aviones y las aterradoras
explosiones de las bombas incendiarias estallando en la ciudad de
Dresden.
Cuando llegó a su casa encontró a su familia aglomerada en
torno de la televisión. En su última sesión de la tarde de aquel día el
Cónclave reunido en Roma había elegido a un nuevo papa que había
tomado el nombre de León XIV. La ocasión se había caracterizado por
su carencia de magia, que se había reflejado en la total falta de
entusiasmo de los comentarios de los periodistas. Aun la
muchedumbre romana parecía afectada por esta indiferencia y las
aclamaciones tradicionales habían sonado a hueco.
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El nuevo pontífice tenía sesenta y nueve años de edad y era un
hombre robusto, con una nariz como pico de águila, ojos fríos, un
áspero acento emiliano y veinticinco años de práctica en los asuntos
de la Curia. Se elección había sido el resultado de un cuidadoso, pero
obviamente doloroso acto de virtuosismo político.
Después de dos papas extranjeros, hacía falta un italiano que
comprendiera las reglas del juego papal. Para suceder a un actor que
se había transformado en fanático y a un diplomático que se había
vuelto místico, Roberto Arnaldo, burócrata por cuyas venas corría
agua helada, parecía la elección más segura. No despertaría pasiones
ni tampoco proclamaría visiones, se contentaría tan solo con los
anuncios más indispensables y éstos se presentarían tan
cuidadosamente envueltos en una retórica italiana que tanto los
liberales como los conservadores los aceptarían con igual
satisfacción. Pero sobre todo era un hombre que sufría de una tasa de
colesterol muy alta por lo cual, de acuerdo con los galenos, su
reinado no sería probablemente ni muy corto ni muy largo.
Estas noticias ayudaron a mantener viva la conversación
durante la comida hogareña de Mendelius, por lo que él se sintió
agradecido, ya que Johann debido a un ensayo que no lograba
resultarle, estaba de mal humor, Katrin se mostraba arisca y Lotte se
hallaba en el punto más bajo de una de sus depresiones
menopáusicas. Era ésa una de aquellas veladas en que él solía
interrogarse con sardónico humor sobre las bondades que parecían
recomendar el celibato y que resultaban especialmente visibles en la
existencia de un no-célibe como él. Sin embargo, tenía suficiente
práctica en las lides del matrimonio como para guardar
cuidadosamente estos pensamientos para sí mismo.
Al terminar la cena se retiró a su estudio y llamó por teléfono a
Herman Frank, director de la Academia Alemana de Arte en Roma.
—¿Herman? Aquí Carl Mendelius. Lo llamo para pedirle un favor.
Estoy planeando ir a Roma por una semana o diez días, ahora a
finales de mes. ¿Podría usted recibirme?
—¡Encantado! —Frank era un cortés compañero, de sienes
plateadas, historiador de los pintores del Cinquecento y cuya mesa
era reputada por una de las mejores de Roma—. ¿Viene Lotte con
usted? Disponemos de mucho espacio.
—Posiblemente. Pero aún no lo hemos decidido.
—¡Tráigala! Hilde estará encantada. La compañía de otra
muchacha le hará mucho bien.
—Gracias por su atención y su bondad, Herman.
—No tanto, no tanto. Usted también está en condiciones de
hacerme un favor.
—Dígamelo.
—En la misma época en que usted planea encontrarse aquí, la
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Academia recibirá a un grupo de pastores evangélicos. El programa
será el usual en estos casos, conferencias por la mañana, discusiones
por la tarde, visitas a la ciudad en los intervalos. Sería un estupendo
punto a mi favor si yo pudiera anunciar que el gran Mendelius estaría
dispuesto a dar un par de conferencias, tal vez incluso a dirigir un
pequeño seminario…
—Encantado de poder hacerlo, amigo mío.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Hágame saber la fecha de su
llegada para ir a recogerlo al aeropuerto…
Mendelius colocó el teléfono en su horqueta y emitió un cloqueo
de satisfacción. La invitación de Herman Frank a dar conferencias era
en realidad un verdadero golpe de suerte. La Academia Alemana de
Arte era una de las más antiguas y prestigiadas academias nacionales
de Roma. Fundada en 1910 bajo el reinado de Guillermo II de Prusia,
había sobrevivido a dos guerras y a los ideólogos analfabetos del
Tercer Reich y aún se las arreglaba para mantener una reputación de
sólido exponente de lo mejor de la cultura germana. En consecuencia
ofrecía a Mendelius una base de operaciones y una cobertura
eminentemente respetables para su delicada investigación.
El grupo germano del Vaticano respondería sin duda dichoso a
una invitación a cenar a la casa de Herman Frank.
El libro de huéspedes de Frank contenía títulos tan exóticos
como resplandecientes en el estilo de "Rector Magnífico del Instituto
Bíblico Pontificio" y "Gran Canciller del Instituto de Arqueología
Bíblica". El problema, ahora, era saber en qué forma Lotte
respondería a la idea de semejante viaje. Carl Mendelius comprendió
que debía buscar un momento más propicio para desplegar ante ella
su pequeña sorpresa. Su siguiente paso consistió en preparar una
lista de contactos a los cuales poder escribir y anunciar su visita.
Había residido en Roma el tiempo suficiente para acumular una
amplia y variada colección de amigos y conocidos, que iban desde el
áspero y viejo cardenal que había desaprobado su defección pero
conservaba sin embargo la generosidad suficiente para apreciar su
valor académico, hasta el custodio de los Incunables de la Biblioteca
del Vaticano y la anciana viuda de los Pierloni que, desde su silla de
inválida, dirigía aún los comentarios y chismes de Roma. Se
encontraba así, sumido en su rastreo de nombres cuando llegó Lotte
trayéndole una taza de café. Parecía arrepentida y desamparada,
incierta en cuanto a la bienvenida que pudiera esperarla.
—Los niños salieron y abajo está muy solitario. ¿Te importa si
me siento aquí contigo?
El la cogió en sus brazos y la besó.
—También esto está muy solitario, schatz. Siéntate y descansa.
Te serviré café.
—¿Qué estás haciendo?
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2005
—Estoy arreglando nuestras vacaciones.
Le contó entonces de su conversación con Herman Frank y
alabó copiosamente los placeres que podría brindar Roma en el
verano, la oportunidad de volver a ver a viejos amigos, y la
posibilidad de visitar nuevamente algunos bellos lugares. Ella lo oyó
con una sorprendente calma y al final, preguntó:
—Se trata de Jean Marie, ¿no es así?
—Sí. Pero también se trata de nosotros. Te necesito a mi lado,
Lotte. Te necesito. Si los niños quieren venir, arreglaré para que se
hospeden en algún pequeño hotel.
—Ellos tienen otros planes, Carl. Estábamos precisamente
discutiendo sobre eso antes que regresaras a casa. Katrin desea ir a
París con su enamorado, Johann desea recorrer a pie ciertos lugares
de Austria. En cuanto a él, está muy bien, pero ella…
—Katrin es ahora una mujer, schatz. Y hará lo que quiere hacer,
se lo permitamos nosotros o no. Después de todo… —se inclinó y la
besó de nuevo— ellos sólo nos han sido prestados, de manera que
cuando se van, nos encontramos de regreso en el punto de partida.
Mejor que comencemos cuanto antes a practicar juntos cómo se hace
el amor.
—Sí, así me parece —dijo ella alzándose de hombros en un leve
gesto de derrota—, Pero, Carl… —se interrumpió como temerosa de
expresar en palabras lo que estaba pensando. Mendelius la presionó
gentilmente.
—¿Pero qué, schatz?
—Sé que los niños están destinados a dejarnos y me estoy
acostumbrando a la idea. ¿Pero, qué sucedería si Jean Marie, de
alguna manera, te separa de mí? Esto… esta cosa que te pide es en
verdad muy extraña y me da miedo —bruscamente y sin que nada
permitiera presagiarlo, estalló en sollozos—. ¡Tengo miedo, Carl…
tengo mucho, muchísimo miedo!
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2005

CAPITULO 2

"En estos últimos y fatales días del milenio…" rezaban las líneas
iniciales de la encíclica no publicada de Jean Mario Barette. "…yo.
Gregorio, vuestro hermano en la sangre, vuestro servidor en
Jesucristo he recibido del Espíritu Santo la misión de escribir para
vosotros estas palabras de advertencia y consuelo…"
A Mendelius le costó creer la evidencia de sus ojos. Las
encíclicas papales, tal vez por el hecho mismo de ser portadoras de
tan abrumadora autoridad, eran usualmente documentos muy
vulgares que se limitaban a exponer posiciones tradicionales en
materia de fe o de moral, posiciones que cualquier buen teólogo
podría perfectamente encuadrar o explicitar y cualquier buen latinista
desarrollar en forma elocuente.
El modelo que se empleaba habitualmente correspondía al de
los antiguos y probados retóricos. Se comenzaba por exponer el
argumento, luego se acudía a citas de la Escritura y de los Padres de
la Iglesia para sostenerlo y reforzarlo. Seguían las directivas
destinadas a atar la conciencia del creyente. Había constantes y
urgentes exhortaciones a la fe, a la esperanza y a la permanente
caridad. A lo largo de todo el documento se usaba el formal nosotros,
no solamente para destacar la dignidad del Pontífice, sino sobre todo
como una connotación comunitaria y la indicación muy precisa de una
continuidad tanto en el cargo como en la enseñanza. La implicación
de todo ello estaba muy clara: el papa no comunicaba nada nuevo,
sólo exponía una antigua verdad que no había cambiado sino que
simplemente se aplicaba a las necesidades del tiempo presente.
Aquí, de una sola plumada, Jean Marie Barette había quebrado
todos los precedentes. Había desechado el rol de exegeta y endosado
el manto del profeta. "Yo, Gregorio, he recibido del Espíritu Santo la
misión…" Aun en el formal latín, las palabras resultaban impactantes.
Nada tenía pues de extraño que, al leerlas por primera vez los
hombres de la Curia hubieran palidecido y vacilado. Lo que venía a
continuación era aún más tendencioso…

"…El consuelo que os ofrezco descansa en la promesa


siempre viva de Nuestro Señor Jesucristo. No os dejaré
huérfanos… Y he aquí que yo estaré con vosotros todos los
días y hasta la consumación de los siglos… Les advierto
ahora que este final está muy próximo y que todo lo que ha
sido escrito se cumplirá antes que pase esta generación… Y
no les digo esto en virtud de mis propios conocimientos ni
por nada que dependa de la razón humana, sino porque he
recibido una visión que tengo por encargo no ocultar, sino al
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contrario revolar ampliamente al mundo. Pero aun esta
revelación no constituye en sí nada nuevo. Es simplemente
una afirmación, clara como la alborada, de todo lo que ya ha
sido revelado en las Sagradas Escrituras…"

A esto seguía una larga exposición de textos sacados de los


Evangelios Sinópticos y una serie de elocuentes analogías entre los
"signos" bíblicos y las circunstancias de la última década del siglo
veinte: guerras y rumores de guerra, hambrunas y epidemias, falsos
Cristos y falsos profetas.
Para Carl Mendelius, investigador profesional y conocedor
profundo de la literatura apocalíptica desde sus primeros tiempos
hasta el presente, este documento representaba algo que no sólo era
perturbador sino además peligroso. Emanando de tan alta fuente no
podía sino suscitar alarma y pánico. Entre los militantes podía muy
fácilmente servir de pretexto para un llamado a unirse en una última
cruzada de los elegidos contra los incrédulos. Por otra parte los
débiles y los temerosos podían incluso sentirse inducidos al suicidio
con el fin de evitar ser testigos de los horrores finales que arrollarían
a la humanidad.
Se preguntó asimismo qué hubiera hecho si, como el secretario,
hubiera visto este documento, recién escrito, sobre el escritorio del
Pontífice. Sin lugar a dudas hubiera urgido al Papa para que lo
suprimiera. Y eso era exactamente lo que los cardenales habían
hecho: suprimir el documento y silenciar a su autor.
Pero luego, súbitamente, un nuevo pensamiento asaltó a
Mendelius. ¿No era acaso éste, precisamente, el destino de todos los
profetas, el precio que tenían que pagar por el don terrible que
habían recibido, el sello de sangre que confirmaba la verdad de sus
anuncios? Surgido del tumulto de la elocuencia bíblica un texto saltó
a su memoria, aquél de la última lamentación de Cristo sobre la
Ciudad Santa.

"Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y


apedreas a los que te son enviados. Cuántas veces he
querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus
pollos bajo las alas y no has querido… Porque vendrán días
sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas,
te cercarán y te apretarán por todas partes y te estrellarán
contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti y no
dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el
tiempo de tu visita".

La visión evocada resultaba aterradora, especialmente en


aquella hora de la medianoche, con la luz de la luna deslizándose
entre los faroles y el viento frío silbando a lo largo del valle del Neckar
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y entre las callejuelas de la vieja ciudad donde el pobre Holderlin
había muerto y donde Melanchton, el más cuerdo de los hombres,
había enseñado "Dios atrae, llama a Sí. Pero sólo llama a los que
desean ser llamados".
Toda su anterior experiencia, su conocimiento de su amigo,
indicaban a Mendelius que Jean Marie Barette era el hombre más
deseoso de bien, más abierto, el menos apto para caer víctima de una
ilusión de fanático.
Cierto era que había escrito un documento increíblemente
imprudente. Pero tal vez ahí mismo residía el corazón del problema:
que en una hora de extrema necesidad sólo una locura semejante era
capaz de llamar la atención del mundo.
¿Pero llamar la atención hacia qué? Si la catástrofe final era
inminente y la fecha en que se produciría irrevocable dentro de los
mecanismos de la creación, ¿qué objeto tenía proclamarlo? ¿Qué
importancia podía tener cualquier consejo enfrentado a la
certidumbre de la pesadilla? ¿Qué oración podía nada contra lo que
había sido decretado desde la eternidad? En la respuesta que Jean
Marie daba a estas preguntas se revelaba una profunda ternura.

"…Mis amados hermanos y hermanas, mis pequeños,


todos tememos a la muerte y nos contraemos frente al
sufrimiento que suele precederla: nos intimida el misterio
del último tránsito hacia la eternidad, por el cual todos
debemos pasar. Pero somos discípulos del Señor, del Hijo de
Dios que sufrió y murió en nuestra carne humana. Somos
herederos de la Buena Nueva que nos dejó: que la muerte
es el paso a la vida y que es un tránsito no hacia la
oscuridad, sino hacia las manos de la Eterna Misericordia.
En un acto de fe y de amor debemos, como lo hacen los
amantes, abandonarnos, entregarnos, hacernos uno con el
Bienamado…"

Un golpe en la puerta sobresaltó a Mendelius. Su hija Katrin,


vacilante y tímida, entró a la habitación. Vestía una bata de entrecasa
y llevaba el rubio cabello recogido en la nuca con una cinta rosada,
mientras el rostro, limpio de afeites, mostraba en los ojos enrojecidos,
las huellas de un reciente llanto. Preguntó.
—¿Puedo hablar contigo, papá?
—Por supuesto, mi amor —dijo Mendelius instantáneamente
solícito y atento—. ¿Qué sucede? Has estado llorando —la besó
dulcemente y la guió hacia una silla—. Ahora dime lo que te ocurre.
—Es este viaje a París respecto del cual mamá está tan
enojada. Me ha dicho que debo discutirlo contigo. Ella no me
comprende, papá, de verdad no me comprende. Ya tengo diez y
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nueve años. Y soy una mujer, tan mujer como lo es ella y…
—Cálmate, mi pequeña. Comencemos por el principio. Quieres
ir a pasar el verano a París. ¿Con quién?
—Con Franz, por supuesto. Sabes que hace ya una eternidad
que nos amamos y hemos estado saliendo juntos. Tú mismo dijiste
que él te gustaba mucho.
—Me agrada mucho, en efecto. Creo que es un joven
espléndido. Y también un pintor con mucho futuro. ¿Estás enamorada
de él?
—Sí, estoy enamorada de él —había, en la voz de ella, una clara
nota de desafío—. Y él está enamorado de mí.
—Me alegro por ustedes, mi pequeña —dijo él sonriendo y
palmeándole la mano—. Es el sentimiento más magnífico que puede
haber en el mundo. De manera que ¿qué sucede ahora? ¿Han
hablado de matrimonio? ¿Deseas comprometerte? ¿De eso se trata?
—No, papá —ella se veía muy firme en relación a este último
punto—. Por lo menos, no todavía… y ése es el problema que mamá
rehúsa comprender.
—¿Has tratado de explicárselo?
—Lo he intentado mil veces. Pero ella no quiere oírme.
—Inténtalo conmigo —dijo Mendelius gentilmente.
—No es fácil. Yo no sirvo para hablar, como tú. No me vienen
las palabras. Bueno, el hecho es que tengo miedo; que los dos
tenemos miedo.
—¿Miedo de qué?
—Miedo del para siempre… nada más que eso. Miedo de
casarnos y tener niños y tratar de construir un hogar cuando sabemos
que en cada momento el mundo puede derrumbarse en torno a
nosotros —bruscamente ella se volvió apasionada y elocuente—.
Ustedes, los de la generación anterior no nos comprenden. Ustedes
sobrevivieron a una guerra, construyeron cosas. Nos tuvieron a
nosotros; ahora hemos crecido. Pero contemplen el mundo que nos
están dejando. A lo largo de todas las fronteras hay rampas de
lanzamiento y silos repletos de misiles. El petróleo se está terminando
y por eso hemos comenzado a usar el poder atómico y a sepultar los
desechos radioactivos que un día envenenarán a nuestros hijos…
Ustedes nos han dado todo, excepto un mañana. Yo no quiero tener
un bebé que nazca en un refugio subterráneo contra bombas y que
muera de una enfermedad generada por la irradiación… El presente y
nuestro amor es lo único que poseemos y creo que tenemos derecho
a que se nos otorgue por lo menos el derecho a eso.
La vehemencia de ella impactó a Mendelius como si le hubieran
lanzado a la cara un balde de agua fría. La pequeña y rubia mädchen
que había mecido en sus rodillas se había ido para siempre y su lugar
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había sido ocupado por esta iracunda joven mujer, llena de
resentimiento contra él mismo y contra toda su generación. Lo asaltó
el sombrío pensamiento de que tal vez era precisamente para ella y
para todos aquellos como ella que Jean Marie Barette había escrito
sus consejos y advertencias sobre la vida en estos últimos días del
planeta. Porque ciertamente, no eran estos jóvenes los que estaban a
punto de suprimir toda forma de vida, sino los hombres de su
generación, los mayores, los aparentemente sabios, los eternos,
pragmatistas, que en todo caso, estaban viviendo de un tiempo
prestado. Suspiró en silencio, rogando que le fuera otorgado el don de
la palabra y comenzó, suave y tiernamente, a razonar con ella.
—…Créeme, mi pequeña, que comprendo lo que sientes, lo que
ustedes dos sienten. Tu madre comprende también, sólo que de una
manera diferente, porque ella, como mujer, sabe cómo la vida puede
herir a una mujer y cómo la consecuencia de ciertos actos pesa más
sobre una mujer que sobre un hombre. Y es precisamente porque te
ama y porque teme por ti, que ella lucha contigo… Ves, hija mía,
cualquiera que sea el grado de desorden que impere en el mundo —y
he estado sentado aquí leyendo precisamente hasta qué punto ese
desorden puede llegar a ser horrible— tú has tenido la experiencia de
amar y ser amada. No toda la experiencia, ciertamente, pero parte de
ella; de manera que tú sabes lo que es el amor; dar, recibir, cuidar y
nunca tratar de tomar toda la torta para ti sola… Ahora estás
comenzando a escribir el nuevo capítulo de ese amor tuyo con Franz
y solo ustedes dos pueden escribirlo, juntos. Si lo echan a perder,
todo lo que tu madre y yo podemos hacer es secar tus lágrimas y
tomarte de la mano hasta que te recuperes para comenzar a vivir de
nuevo… No podemos enseñarte nada sobre la forma de conducir tu
vida emocional o aun tu vida sexual. Lo único que sí podemos decirte
es que si desperdicias tu corazón y malgastas aquella particular
alegría que hace del sexo algo tan maravilloso, nunca volverás a
recuperarlo, porque eso es algo que no se renueva… Conocerás otras
experiencias y otras alegrías, pero nunca mas aquel primer, especial
y exclusivo éxtasis que hace que toda esta confusión de vivir y morir
valgan, a pesar de todo, la pena… ¿Qué más puedo decirte, mi
pequeña? Ve a París con tu Franz. Aprendan, juntos, a amarse. ¿Y en
cuanto a mañana…? ¿Cómo está tu latín?
Ella le sonrió entre sus lágrimas.
—Tú sabes que siempre ha sido terrible.
—Ensaya esto. Quid sit futurum eras, fuge quaerere. Fue escrito
por el viejo Horacio.
—No entiendo. No me dice nada.
—Es muy sencillo. "Abstente de preguntar lo que el mañana
pueda traer. … Si dedicas tu vida a esperar la tormenta, nunca
gozarás del sol".
—¡Oh, papá! —Ella le lanzó los brazos al cuello y lo besó—. ¡Te
quiero tanto! Me has hecho muy dichosa.
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2005
—Vete a acostar, mi pequeña —dijo Carl Mendelius suavemente
—. Yo tengo aún bastante trabajo por delante.
—Trabajas demasiado, papá.
Él le dio un pequeño golpe de advertencia en la mejilla y citó
despreocupadamente:
—"Un padre sin trabajo significa una hija sin dote". Buenas
noches, mi amor. Felices sueños.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de ella, él sintió afluir
a sus ojos el escozor de las retenidas lágrimas, lágrimas de piedad
por aquella joven esperanza y toda su amenazada inocencia. Sonó
violentamente su nariz, cogió sus lentes y se instaló nuevamente ante
el texto apocalíptico de Jean Marie.

"…Es evidente que en los tiempos de calamidad


universal que se avecinan las estructuras tradicionales de la
sociedad no podrán sobrevivir. Se producirá una lucha feroz
en torno a las necesidades más elementales de la vida, el
alimento, el agua, el combustible y el abrigo. Los más
fuertes, los más crueles usurparán la autoridad. Las grandes
sociedades urbanas se fragmentarán y reducirán a grupos
tribales, cada uno hostil al otro. En las áreas rurales se
enseñoreará el pillaje. La persona humana se convertirá en
una presa, del mismo modo y al mismo nivel que las bestias
que hoy llevamos al matadero con el objeto de
alimentarnos. La razón quedará de tal manera oscurecida
que los hombres recurrirán, para confortarse, a las más
groseras y más violentas formas de la magia. Y será muy
difícil y muy duro, aun para aquellos que más fuertemente
fundan su vida en la Promesa del Señor, mantener su fe y
continuar dando el necesario testimonio que deben dar,
hasta el final… ¿Cómo será entonces posible para los
cristianos confortarse mutuamente en estos días de prueba
y de terror?
"…Desde el momento en que la existencia de grandes
grupos será imposible, los cristianos deberán dividirse en
pequeñas comunidades, cada una de las cuales deberá ser
capaz de auto-sostenerse por el ejercicio de una fe común y
de una mutua y auténtica caridad. Deberán dar testimonio
de su cristianismo extendiendo los efectos de su caridad
hacia todos aquellos que no comparten su fe, acudiendo en
auxilio de los necesitados, compartiendo sus magros medios
con los más desamparados. Cuando la jerarquía sacerdotal
se vea incapacitada de seguir funcionando, las comunidades
cristianas elegirán ellas mismas sus nuevos ministros y
maestros para que la Palabra sea mantenida en su
integridad y para continuar conduciendo la Eucaristía…"
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2005

—¡Dios Todopoderoso! ¡Lo hizo! ¡Se atrevió a hacerlo! —


Mendelius oyó el sonido de su propia voz resonar en la amplia y
abovedada habitación. Ficción o hecho predestinado a suceder, un
papa, tenía la prueba ante sus ojos, había osado decir lo indecible,
escribir lo ineditable. Si la prensa del mundo llegaba a apoderarse de
semejante documento, Jean Marie Barette aparecería ante los ojos de
todos como el más demente de los perturbados "mullahs", como el
más loco entre los profetas del desastre. Y sin embargo, en el
contexto de una calamidad atómica, el diseño de Jean Marie solo
respondía a la más simple lógica. Este necesario plan para lo que
seguiría al Armageddon era un escenario que, en una forma u otra,
cada líder nacional debía tener guardado entre sus papeles más
secretos.
Carl Mendelius llegó así, por fin, al tercer y último de los
documentos: la lista de aquéllos que, en opinión y esperanza de Jean
Marie, estarían dispuestos a creer en su mensaje y recibir a su
mensajero. Y tal vez por eso mismo, este último documento era el
más impactante de los tres. No estaba manuscrito, como la carta o la
encíclica, sino mecanografiado y era evidente que alguna vez había
formado parte de un archivo oficial. Contenía nombres, direcciones,
títulos, números de teléfono, métodos de contacto privado y sucintas
indicaciones telegráficas sobre cada uno de los individuos
seleccionados. La lista incluía nombres de políticos, industriales,
hombres de iglesia, líderes de grupos disidentes, editores de
importantes y conocidos diarios, en total más de cien nombres. Dos
ejemplos bastaban para indicar el tono general del documento.
U.S.A.
Nombre: Michael Grant Morrow
Cargo: Secretario de Estado
Dirección privada: 593 Park Avenue, Nueva York
Teléfono: (212) 689-7611
Religión: Episcopal.
Conocido en una comida presidencial. Convicciones
religiosas muy firmes. Habla ruso, francés y alemán.
Respetado en Rusia, pero relaciones asiáticas débiles.
Profundamente consciente de la delicada y peligrosa
situación de las fronteras europeas. Autor de una
monografía privada sobre la función que competería a los
grupos religiosos en el caso de una desintegración social.

U.R.S.S.
Nombre: Sergei Andrevich Petrov
Cargo: Ministro de Agricultura
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Dirección privada: Desconocida
Teléfono: Moscú 53871
Visita privada al Vaticano con el sobrino del primer ministro.
Consciente de la necesidad de tolerancia tanto religiosa
como étnica en la U.R.S.S. pero incapaz de hacer penetrar
esta idea a través de la coraza de los dogmáticos del
partido. Preocupado por el hecho de que los problemas
alimenticios y energéticos (petróleo) de Rusia podrían
precipitar un conflicto. Amigos íntimos entre los militares;
enemigos en la K.G.B. Vulnerable en la eventualidad de
malas cosechas o de bloqueo económico.
La última página contenía una nota de puño y letra de Jean
Marie.

"He tenido ocasión de tratar directamente con cada


una de las personas de esta lista. A su manera cada una de
ellas ha demostrado estar plenamente consciente de la
crisis y dispuesta a enfrentarla en un espíritu que —si bien
no es siempre el de un creyente— es, en todo caso, el de
una honda compasión humana. Ignoro hasta qué punto,
bajo el imperio de las presiones surgidas de los próximos
acontecimientos, la posición de estas personas sería
susceptible de cambiar. Sin embargo, he recibido de todas
ellas, en diversos grados, demostraciones de confianza que,
a mi vez, he tratado de retribuir. En tanto que persona
privada, tal vez al comienzo lo miren a usted con sospecha y
se muestren reservados frente a su misión. En cuanto tome
usted los primeros contactos, comenzarán los riesgos sobre
los cuales lo he puesto en guardia, ya que carecerá de
protección diplomática y el lenguaje de la política está
construido expresamente para ocultar la verdad.
J. M. B."

Carl Mendelius se sacó las gafas y se restregó los ojos en un


esfuerzo por ahuyentar el sueño que lo invadía. Había leído aquel
sumario con la devoción de un amigo y el cuidado de un honrado
investigador. Pero ahora, en este solitario momento que sigue a la
medianoche, debía aprontarse para juzgar, ya que no al hombre que
lo había escrito, por lo menos al texto que acababa de leer. Y
súbitamente un helado miedo pareció penetrar todas las fibras de su
cuerpo, como si las sombras del cuarto hubieran sido invadidas por
los viejos y acusadores fantasmas: los fantasmas de los hombres
quemados por herejes y de las mujeres ahogadas por brujería y de los
innumerables y desconocidos mártires lamentando la vanidad de su
sacrificio.
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2005
En este período escéptico de su mediana edad, no le resultaba
muy fácil rezar, y ahora, cuando experimentaba la profunda
necesidad de la oración, las palabras no acudían ni a su corazón ni a
sus labios. Se sintió como un hombre al que un largo encierro en la
oscuridad hubiera hecho olvidar el sonido y el sentido de la voz
humana.

—Ahora sí que estamos realmente en el terreno de la oscura


fantasía —dijo Anneliese Meissner devorando a dos carrillos un
pepinillo en vinagre y bebiendo, para acompañarlo, un largo trago de
vino—. Esta mal llamada encíclica es una simple tontería, una vulgar
mezcla de folklore y de falso misticismo.
Se encontraban sentados en el desordenado apartamento de
ella, con los documentos extendidos sobre la mesa frente a ellos y
una botella de Assmanshausen destinada a aplacar el polvo que
surgía de todas partes y yacía sobre todos los objetos y muebles que
llenaban el cuarto. Mendelius había rehusado desprenderse de los
documentos, más aún, no había querido siquiera perderlos de vista,
en tanto que Anneliese, con igual vehemencia había reclamado en su
calidad de asesora, su derecho a leer hasta la última línea de la
evidencia presentada. Mendelius protestó por la escueta forma en
que ella había rechazado la encíclica de Jean Marie.
—Detengámonos aquí. Si vamos a discutir este punto,
discutámoslo en forma científica. Para comenzar dejemos en claro
que, sobre el milenarismo existe una abundante literatura que va
desde el libro de Daniel en el Antiguo Testamento hasta Jacob
Boehme en el siglo diez y nueve y Teilhard de Chardin en el veinte.
Verdad que esa literatura suele, a veces, carecer de todo sentido,
pero también es cierto que en ella puede encontrarse muy bella
poesía como en el caso del inglés William Blake. Algunos de esos
escritos no son sino una interpretación crítica de una de las más
antiguas tradiciones de la humanidad. En segundo lugar, cualquier
científico serio puede decirle a usted, que la vida, tal como la
conocemos actualmente en este planeta, debe forzosamente, algún
día, tener un término. Lo que Jean Marie ha escrito se encuadra
perfectamente en el marco más cuerdo de esta tradición milenarista.
Y en cuanto al escenario de la catástrofe no podemos negar que en
estos momentos es objeto de la más informada especulación tanto
por parte de los científicos cuanto de los estrategas militares.
—Concedido. Pero aun así su amigo hace de todo ello una
ensalada de confusiones. ¡Fe, esperanza y caridad mientras los
hambrientos hombres lobos aúllan frente a las puertas de entrada!
¡Un amante Dios lamentándose delante de un caos creado por él
mismo! ¡Felicitaciones, profesor!
—¿Qué sucedería si el texto fuera publicado?
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—La mitad del mundo se reiría, privadamente tal vez, de él. La
otra mitad se dejaría contagiar por esta danzante locura y correría
bailando al encuentro del redentor en su nube de gloria. Seriamente,
Carl, creo que lo que debe hacer es echar al fuego estos malditos
papeles y olvidar todo.
—Sí, puedo quemarlos. Lo que no puedo, es olvidarlos.
—Porque usted también es víctima de esta misma locura de
Dios.
—¿Y qué me dice del tercer documento, la lista de nombres?
—No veo que tenga ninguna importancia. Es simplemente un
ayuda memoria sacado de un archivo. Todos los políticos del mundo
llevan este tipo de registros. ¿Y que espera usted hacer con él?
¿Ponerse a trotar alrededor del mundo para encontrarse con toda
esta gente? ¿Y qué les dirá? "Mi amigo, Gregorio XVII, el que acaban
de echar del Vaticano, cree que el fin del mundo está próximo. Ha
tenido, acerca de ello, una visión. Y considera que ustedes deben
enterarse de esta visión antes que el resto de la gente" ¡Vamos Carl!
Antes de que haya terminado la primera mitad de la primera
entrevista, ya le habrán colocado a usted una camisa de fuerza.
Súbitamente, el vio el aspecto divertido de todo aquello y
comenzó a reír, en un inmenso estallido de alegría que fue poco a
poco dando paso a un desalentado cloqueo. Anneliese Meissner vertió
más vino en las copas y levantó la suya en un gesto de saludo.
—Eso está mejor. Por un momento creí que había perdido a un
buen colega.
—Gracias, Frau Beisitzer —dijo Mendelius bebiendo un largo
trago de vino y dejando luego su copa—. Ahora volvamos al asunto.
En un par de semanas más me voy a Roma.
—Al infierno con todo —ella se quedó mirándolo con
incredulidad—. ¿Piensa usted que podrá hacer ahí algo de provecho?
—Sí. Pienso tener unas buenas vacaciones, dar un par de
conferencias en la Academia Alemana y hablar con Jean Marie y con
la gente que ha estado más cerca de él. Grabaré cada entrevista o
mis anotaciones referentes a cada una de ellas y se las enviaré.
Después de eso decidiré si vale o no la pena continuar con todo el
asunto. Por lo menos, habré cumplido mi deber de amigo y habré
contribuido a la honestidad de mi asesor.
—Espero que se dé cuenta, amigo mío, de que, aun cuando
usted haya hecho todo lo que planea, y terminado su investigación
allá, su evidencia continuará siendo incompleta.
—No veo que necesariamente tenga que ser así.
—Piénselo, —Anneliese Meissner cogió otro pepinillo que se
apresuró a engullir—. ¿Cómo se las arreglará usted para hablar con
Dios? ¿Piensa acaso grabar su conversación con Él?
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2005

Era por naturaleza un hombre meticuloso y ordenado, de


manera que preparó su visita a Roma con especial cuidado. Llamó por
teléfono a sus amigos, escribió a sus conocidos, se proveyó de toda
suerte de introducciones para importantes funcionarios del Vaticano,
concertó por adelantado y fijó las fechas de almuerzos, comidas y
entrevistas formales. Y siempre tuvo buen cuidado de insistir en el
motivo oficial de su visita: una investigación sobre fragmentos de la
literatura Ebionita en la Biblioteca Vaticana y en el Instituto Bíblico y
una breve serie de conferencias en la Academia sobre la Tradición
Apocalíptica.
Había elegido este tema no solamente porque le proporcionaba
un punto de partida para sus averiguaciones sobre Jean Marie, sino
además porque haría posible para él obtener de su audiencia
Evangélica alguna respuesta emocional sobre el problema del
milenio. La idea de Jung sobre el "gran sueño", la persistencia de la
experiencia tribal en el subconsciente y su permanente influencia en
el individuo y en el grupo había constituido una de las experiencias
más hondas y conmovedoras de su juventud. Existía una
impresionante similitud entre esta noción y aquélla que los teólogos
llamaban la "Infusión" y la "Morada Interior del Espíritu". Al mismo
tiempo servía para plantear el problema de Anneliese Meissner y su
obstinado rechazo de cualquier tipo de vivencia trascendental. Aún
resonaba en él su acerado comentario sobre la conversación con
Dios, y más hondamente aun cuanto que no había encontrado una
adecuada respuesta para él.
La carta que le tomó más tiempo fue la que dirigió al abad de
Monte Cassino que era ahora el superior religioso de Jean Marie. Se
trataba de una indispensable cortesía. Jean Marie se había colocado a
sí mismo bajo obediencia y el control de la autoridad podía hacerse
extensivo a sus movimientos físicos y aun a su correspondencia
privada. Mendelius, que una vez había sido súbdito del sistema, tenía
una clara percepción de la importancia del protocolo religioso. Su
carta al abad hablaba de su larga amistad con Jean Marie Barette, de
su renuencia a interferir ahora en su presente retiro. Sin embargo, si
el abad no veía obstáculos a ello y si el ex-pontífice aceptaba
recibirlo, el profesor Carl Mendelius estaría encantado de visitar el
convento en la fecha más conveniente para ambos.
Añadió una nota a la carta, rogándole al abad entregarla a Jean
Marie Barette. La nota estaba compuesta con la más estudiada
discreción.

"Mi querido amigo:


Le ruego que perdone mi informalidad, pero ignoro el
protocolo que debe usarse con un pontífice retirado que ha
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elegido transformarse en un humilde hijo de San Benito.
Siempre he lamentado que no me haya sido posible
compartir con usted el peso de sus últimos días en el
Vaticano, pero los profesores alemanes sobreabundan y su
esfera de influencia se extiende raramente más allá del
recinto de sus clases.
No obstante, pronto estaré en Roma, continuando mi
investigación sobre los Ebionitas y ofreciendo algunas
conferencias en la Academia Alemana sobre la doctrina de
la Parusía. Me daría un gran placer si pudiera verlo una vez
más, aunque sólo fuera por unos momentos.
He escrito al padre Abad solicitando el permiso para
visitarlo, siempre, por supuesto, que usted se encuentre en
ánimo de recibirme. La posibilidad de conversar, de estar
con usted sería para mí una gran fuente de dicha por la que
estaría muy agradecido, pero si usted cree que la ocasión
no es oportuna le ruego que no vacile en hacérmelo saber.
Confío en que se encuentre bien de salud. Creo que ha
dado pruebas de gran sabiduría al retirarse de un mundo
tan caótico como éste en que vivimos actualmente. Lotte le
envía su recuerdo más afectuoso y los niños sus
respetuosos saludos. En cuanto a mí, soy siempre
su amigo en el Señor
Carl Mendelius".

Diez días después, llevada personalmente a su casa por un


mensajero del cardenal arzobispo de Munich, le llegó la respuesta: el
muy reverendo abad Andrew estaría encantado de recibirlo en Monte
Cassino y, si su salud se lo permitía, el muy reverendo Jean Marie
Barette, O.S.B., estaría feliz de volver a ver a su viejo amigo. En
cuanto llegara a Roma se le rogaba que telefoneara al abad con el fin
de arreglar la cita más conveniente.
Pero de Jean Marie no hubo respuesta alguna.
En la tarde que precedió a su partida a Roma con Lotte, le pidió
a su hijo Johann que subiera a tomar el café con él a su estudio. Hacía
ya algún tiempo que las relaciones entre ambos dejaban que desear.
El muchacho, un brillante estudiante de economía, se sentía
incómodo a la sombra de su padre que era al mismo tiempo uno de
los miembros más antiguos de la facultad. El padre, por su parte, en
su ansiedad por ayudar en el adelanto de la carrera de un talento tan
obvio, había actuado a veces con poca delicadeza. Todo ello había
resultado en una secreta reserva por un lado, en resentimiento por el
otro, con sólo algunas esporádicas demostraciones del afecto que
ambos continuaban teniéndose. Esta vez Mendelius había resuelto
que obraría con todo el tacto necesario. Pero, al contrario, como de
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costumbre, sólo consiguió ser pesado. Preguntó.
—¿Cuándo piensas irte de viaje, hijo?
—En dos días más.
—¿Tienes ya planeado el camino que piensas seguir?
—Más o menos. Pensamos ir por tren hasta Munich y luego
comenzar a caminar a través del Obersazlburg y del Tauern hasta
Carinthia.
—Es una región muy bella. Me encantaría poder hacer esa
excursión contigo. Y a propósito —dijo Mendelius metiendo la mano
en su bolsillo y extrayendo de él un sobre cerrado— esto es para
ayudarte con los gastos del viaje.
—Pero ya me diste mi dinero para las vacaciones.
—Esto es algo extra. Has trabajado muy duramente este año y
tu madre y yo deseamos demostrarte nuestra satisfacción por ello.
—Bueno… gracias —Johann se veía obviamente confundido—,
pero la verdad es que no era necesario. Has sido siempre tan
generoso conmigo.
—Deseo decirte algo, hijo —al decir esto Mendelius percibió la
inmediata contracción del muchacho y vio la antigua y taimada
expresión que asumía su rostro—. Se trata de algo personal sobre lo
que te rogaría que guardaras reserva, aun con respecto a tu madre.
Una de las razones de mi viaje a Roma es investigar las causas que
produjeron la abdicación de Gregorio XVII. Como tú sabes, ha sido
siempre un amigo muy querido… —sonrió tímidamente— tu amigo
también, supongo, ya que sin su ayuda tu madre y yo no hubiéramos
podido casarnos y tú no estarías aquí… Sin embargo, la investigación
puede tomar mucho tiempo y requerir algunos viajes que pueden a su
vez prolongarse. Además el asunto entraña algunos riesgos. Si algo
llega a sucederme deseo que sepas que mis cosas están en orden y
que el doctor Mahler, nuestro abogado, tiene en su poder la mayor
parte de mis documentos privados. El resto se encuentra en la caja
fuerte que ves aquí. Eres un hombre y por consiguiente te
corresponderá hacerte cargo de tu madre y de tu hermana en mi
lugar.
—No comprendo. ¿De qué riesgos me hablas? ¿Y por qué es
preciso que te expongas a ellos?
—Es difícil explicarlo.
—Soy tu hijo —dijo Johann con resentimiento—, dame por lo
menos una posibilidad de comprender.
—Por favor. Te ruego que te relajes conmigo. Créeme que te
necesito mucho, verdaderamente mucho.
—Lo siento, es solamente que…
—Lo sé. Nos irritamos mutuamente. Pero yo te quiero, hijo,
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desearía que supieras cuánto te quiero en realidad —dijo Mendelius,
sintiendo que la emoción, como una marea, subía adentro de él y
deseando poder extender los brazos para estrechar en ellos al
muchacho, pero reteniéndose sin embargo por temor de un rechazo.
Se dominó y continuó suavemente—. Para explicarte de qué se trata,
debo mostrarte algo muy secreto y deberás prometerme, por tu
honor, que no hablarás de ello a nadie.
—Tienes mi palabra, papá.
—Gracias —Mendelius caminó hasta la caja fuerte, sacó de ella
los documentos de Barette y se los alcanzó a su hijo—. Lee esto.
Comprenderás todo. Cuando hayas terminado, conversaremos.
Mientras tanto, aprovecharé para escribir algunas notas.
Dicho esto se instaló a trabajar en su escritorio en tanto que
Johann acomodado en un sillón leía atentamente los documentos. La
visión de su hijo bajo la suave luz de la lámpara trajo vividamente a la
mente de Mendelius la imagen de uno de aquellos jóvenes modelos
de Rafael, sentados inmóviles y obedientes mientras el maestro los
inmortalizaba en su tela. Sintió un espasmo de dolor por los años que
ambos habían desperdiciado. Todo hubiera debido ser entonces como
ahora: el padre y el hijo, sepultadas y olvidadas todas las infantiles
querellas, unidos, contentos y compañeros.
Mendelius se levantó y volvió a llenar la taza de café de Johann
y su vaso de coñac. Johann agradeció con un gesto de la cabeza y
retornó a su lectura. Pasaron casi cuarenta minutos antes que diera
vuelta a la última página. Permaneció en silencio por un largo rato,
luego dobló deliberada y cuidadosamente los documentos, se levantó
y los depositó sobre el escritorio de su padre. Dijo quietamente:
—Comprendo ahora, papá. Creo que todo esto es solo una
peligrosa locura y odio verte envuelto en este asunto. Pero
comprendo.
—Gracias, hijo. ¿Te importaría decirme por qué consideras que
esto es una locura?
—No —el tono del muchacho era firme pero respetuoso. Se
mantenía muy erguido frente a su padre, como un subalterno
dirigiéndose a su comandante—. Hace ya mucho tiempo que deseaba
decirte algo. Y este momento es tan bueno como otro.
—Tal vez querrías tomar un brandy primero —dijo Mendelius
sonriéndole.
—Por supuesto. —Llenó de nuevo su vaso y lo colocó sobre el
escritorio—. El hecho es, padre, que he perdido la fe, he dejado de ser
creyente —dijo Johann.
—¿Has perdido la fe en Dios o específicamente en la Iglesia
Católica romana?
—En ambos.
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—Lamento oír esto, hijo —Mendelius conservaba una estudiada
calma—. Siempre he pensado que, sin una esperanza en el más allá,
el mundo debe resultar un lugar muy inhóspito. Pero estoy contento
de que me lo hayas dicho. ¿Lo sabe tu madre?
—No todavía.
—Se lo diré, si te parece, pero después. Desearía que ella
pudiera disfrutar de sus vacaciones.
—¿Estás enojado conmigo?
—¡Santo Dios, no! —dijo Mendelius alzándose de su silla y
palmeando los hombros del joven—. Escúchame. Toda mi vida no he
hecho otra cosa sino enseñar y escribir que un hombre debe caminar
por sus propios pies y únicamente por la senda que personalmente
vea y elija. Si, honestamente, no puede aceptar una fe, entonces
debe rechazarla. Más vale, de todos modos, ser quemado como lo fue
Bruno en el Campo de las Flores. Y en cuanto a tu madre y a mí,
carecemos de todo derecho para dictarte tu conducta a tu
conciencia… Pero, no obstante, hijo, recuerda una cosa: es necesario
mantener la mente abierta, de manera que la luz tenga siempre fácil
y libre acceso a ella y mantener el corazón abierto de forma que
jamás llegue a cerrarse a la venida del amor.
—Yo… yo nunca pensé que lo tomarías así. —Por primera vez el
perfecto control que hasta entonces había mantenido pareció
abandonar a Johann y estuvo a punto de estallar en llanto. Mendelius
lo atrajo hacia él y lo abrazó.
—Te quiero, muchacho. Y nada puede hacer cambiar eso.
Además… ahora habitas una región nueva para ti y no podrás saber si
te agrada hasta que hayas pasado un invierno allí… No peleemos
más, ¿qué te parece?
—De acuerdo. —Johann se liberó del abrazo de su padre y estiró
la mano para tomar su coñac—. Brindaré por esto.
—Prosit —dijo Carl Mendelius— respecto de lo otro, padre…
—¿Sí?
—Me doy perfecta cuenta de los riesgos. Y sé lo que la amistad
de Jean Marie significa para ti. Pero creo que hay que establecer las
prioridades. Y mamá viene primero. Y luego, claro, Katrin y yo
también te necesitamos.
—Estoy tratando de dar su adecuado lugar a cada cosa, hijo —
Mendelius emitió una breve risita—. Es posible que tú no creas en la
Segunda Venida, pero si ocurre, ¿no crees tú que cambiará algunas
prioridades…?

Desde el aire la campiña italiana semejaba un paraíso pastoral,


con las orquídeas en pleno florecimiento, las praderas brillantes de
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flores silvestres, las granjas inundadas de nuevo verdor y las antiguas
aldeas fortificadas luciendo plácidas como imágenes de cuento de
hadas.
Por contraste, el aeropuerto de Fiumicino parecía el escenario
de un ensayo general para el caos final. Los controles del influjo
interno y externo de pasajeros, trataban de mantener algún orden,
los maleteros estaban en huelga y delante de cada ventanilla de
revisión de pasaporte se habían formado largas colas. El aire vibraba
en una babel de voces gritando en una docena de idiomas. La policía
con perros olfateadores, se movía entre los agotados viajeros,
buscando traficantes de drogas en tanto que jóvenes soldados, de
mirada vigilante y porte inquieto, armados de ametralladoras,
montaban guardia al lado de cada puerta.
Lotte se hallaba al borde de las lágrimas y Mendelius
transpiraba de furia y frustración. Por fin, después de una hora y
media, lograron vencer las complicaciones de la aduana y emerger al
área de recepción donde Herman Frank, gentil y solícito como
siempre, los estaba esperando. Había venido con una limusina, un
gran Mercedes que había pedido prestado a la embajada Alemana.
Tenía flores para Lotte, una efusiva bienvenida para Herr Professor y
champagne para brindar durante el largo viaje hacia la ciudad. El
tránsito, como siempre, era infernal, pero él deseaba ofrecerles un
pequeño anticipo de las delicias de la paz paradisíaca que los
esperaba en Roma.
La paz los acogió en efecto en el apartamento que Frank tenía
en el último piso de un antiguo palazzo con los cielos rasos decorados
con frescos, pisos de mármol, salas de baño lo suficientemente
grandes como para contener una flota y una impresionante vista
sobre todos los tejados de la vieja Roma. Dos horas más tarde,
bañados, con el vestuario renovado y la salud mental restaurada,
ambos esposos se encontraban bebiendo cócteles en la terraza
mientras escuchaban el tañido de las últimas campanas y observaban
el vuelo de los vencejos en torno de las cúpulas y de los áticos teñido
todo de púrpura por el resplandeciente atardecer.
—Allá abajo vive la muerte —dijo Hilde Frank señalando con el
dedo a la confusión de las calles congestionadas de automóviles y
peatones— y a veces la muerte se presenta en forma de verdaderos
asesinatos, porque los terroristas se han vuelto cada vez más osados
y porque la ley y el orden son cada vez más débiles frente a ellos. El
secuestro es, en estos momentos, la más floreciente de las industrias
privadas. Ahora, debido al peligro de los ladrones de carteras y las
bandas de motociclistas, prácticamente no salimos de noche. Pero
aquí arriba —con un amplio gesto abarcó, señalándolo, el horizonte
de tejados— todo permanece igual a como ha sido durante centurias:
la ropa lavada, tendida, secándose al viento en los cordeles, los
pájaros, la música que va y viene, los llamados de las mujeres a sus
vecinas. Y la verdad es que sin esto no creo que hubiéramos sido
capaces de resistir aquí.
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Era una mujer pequeña, morena, conversadora, elegante como
una modelo, veinte años menor que su marido de sienes plateadas
que seguía cada uno de sus movimientos con ojos de adoración. Era
también afectuosa y regalona como una gata y Mendelius captó la
mirada de celos que le lanzó Lotte cuando Hilde lo cogió de la mano
para conducirlo a un rincón de la terraza a fin de mostrarle, en la
lontananza, las cúpulas de San Pedro y del castillo de Sant'Angelo. Le
habló en un fuerte y teatral susurro:
—No puede imaginar cuan dichoso está Herman de que usted
haya aceptado dar estas conferencias. Se aproxima el momento en
que deberá retirarse y se desespera al pensar en ello. Toda su vida se
ha centrado hasta aquí en la Academia, toda nuestra vida debería
decir, ya que no hemos tenido hijos… Lotte luce muy bien. Espero
que le gusten las tiendas. He pensado llevarla a dar una vuelta por la
Vía Condotti mañana, mientras usted y Herman están en la Academia.
La gente del seminario no ha llegado aún, pero él se muere por
enseñarle a usted el lugar… y tenemos algunas cosas realmente muy
bellas que mostrarles este año —dijo Herman Frank uniéndose a ellos
con Lotte a su brazo—. Hemos logrado montar la primera exposición
comprensible y completa sobre Van Wittel que jamás haya habido en
este país y Pietro Falcone nos ha prestado su colección de joyas
antiguas florentinas. Esto último ha significado en realidad una
aventura muy costosa, porque hemos tenido que mantener guardias
armados noche y día… Ahora me permitiré describirles a nuestros
invitados de esta noche. Para comenzar está Bill Utley, representante
británico ante la Santa Sede y su esposa Sonia. Bill es un viejo palo
seco, pero está muy al tanto de todo lo que ocurre; por otra parte
domina el alemán, lo que no deja de ser una ayuda. Sonia es una
chismosa muy alegre y carente de inhibiciones. Me parece, Lotte, que
usted disfrutará con ella. Además viene Georg Rainer, corresponsal
del Die Welt en Roma. Es un hombre reposado y agradable y que
habla muy bien. Hilde tuvo la idea de invitarlo porque se muere de
ganas de conocer a una nueva amiga que Rainer tiene y que nadie ha
visto todavía. Parece que es mexicana y, según se dice, muy rica…
Nos sentaremos a la mesa alrededor de las nueve y media… Y a
propósito, Carl, tiene usted una buena cantidad de correspondencia…
dije a la criada que la depositara en su cuarto…
Era una cálida bienvenida, que llevaba la memoria hacia
tiempos mejores, aquellos que precedieron a la guerra del petróleo,
antes que el milagro italiano se avinagrara y que las brillantes
esperanzas que se habían alimentado respecto de la unidad europea
enmohecieran sin remedio. Cuando más tarde llegaron los huéspedes
Lotte, relajada y feliz, charlaba animadamente con Hilde sobre
proyectos de un viaje a Florencia y otro a Ischia, en tanto que Carl
Mendelius diseñaba, para un entusiasta Herman, el esquema de sus
conferencias para los Evangélicos.
La comida transcurrió agradablemente. La conversación de la
mujer de Utley era escandalosamente entretenida. La amiga de
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Georg Rainer —Pía Menéndez— resultó ser un inmediato y absoluto
éxito, pues era de una impactante belleza y sabía guardar
perfectamente su lugar e inclinarse graciosamente delante de las
mujeres mayores. Georg Rainer anhelaba oír noticias nuevas: Utley
disfrutaba con los recuerdos, de manera que para Mendelius fue muy
sencillo llevar la conversación a los recientes acontecimientos que
habían tenido lugar en el Vaticano. Utley, el inglés, que en su lengua
nativa podía elevar la oscuridad hasta el nivel de la más delicada de
las artes, fue muy preciso hablando en alemán.
—…Aun para los extranjeros que no estábamos en el secreto,
era evidente que Gregorio XVII había logrado producir pánico entre su
gente. La organización es demasiado grande y en consecuencia
demasiado frágil para tolerar que un hombre flexible, mucho menos
un innovador, dirija sus destinos. Es lo mismo que les ocurre a los
rusos con sus satélites y sus gobiernos de camaradas en África y en
América del Sur. Les es preciso preservar, a toda costa, la ilusión de
la unanimidad, de la estabilidad. De manera que Gregorio tuvo que
irse…
—Me interesaría saber —dijo Carl Mendelius— qué métodos
emplearon para conseguir que él abdicara.
—Nadie está dispuesto a hablar de eso —dijo Utley—. En el
curso de toda mi experiencia, ésta es la primera vez que el Vaticano
no deja escapar ninguna verdadera noticia, que no hay filtraciones. Es
obvio que allí hubo algún pacto muy duramente negociado, y la
impresión general que ha quedado es que, después, algunas
conciencias no se han sentido del todo bien.
—Lo sometieron a chantaje —dijo clara y llanamente el hombre
de Die Welt. Poseo la evidencia, pero no puedo publicarla.
—¿Por qué no? —la pregunta vino de Utley.
—Porque esa evidencia proviene de un médico, uno de los que
fueron llamados a consulta para examinarlo. Obviamente no estaba
en condiciones ni tenía posibilidad alguna de hacer declaraciones
públicas.
—¿Le dijo a usted lo que había descubierto?
—Me dijo lo que la Curia le había pedido que encontrara: que
Gregorio XVII estaba mentalmente incapacitado.
—¿Esa fue la forma en que la Curia planteó su requerimiento?
dijo Mendelius, entre sorprendido y dudoso.
—No. Y ese fue, precisamente, el problema. La conducta de la
Curia, fue muy sutil. Pidieron a los médicos —que eran siete— que
establecieran, fuera de toda duda razonable, si el pontífice se
encontraba mental y físicamente incapacitado para llevar adelante
los deberes de su cargo en estos tiempos tan críticos.
—Una verdadera encerrona —dijo Utley—. ¿Y por qué aceptó
Gregorio? —le preguntó Utley.
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—Estaba cogido en una trampa. Si rehusaba, quedaba como
sospechoso. Si aceptaba tenia que someterse al examen médico.
—¿Y en qué consistía el examen médico? —preguntó Mendelius.
—Mi informante no me lo pudo decir. Como verá, ellos supieron
hacer muy bien las cosas. Le pidieron a cada médico que diera su
opinión independientemente y por escrito.
—Lo que dejaba a la Curia las manos libres para elaborar a
continuación su propio juicio sobre el conjunto de la situación —dijo
Bill Utley riendo queda y secamente—. ¡Muy hábil en verdad! ¿Y cuál
fue el veredicto de su informante?
—Creo que fue un veredicto honesto, pero no muy conveniente
para el enfermo. Determinó que sufría de un exceso de fatiga, de
constante insomnio y de una presión sanguínea muy elevada, aunque
no necesariamente crónica. Había claras indicaciones de ansiedad y
alternancias de estados de ánimo excitados y depresivos.
Obviamente, la persistencia de tales síntomas en un hombre de
sesenta y cinco años puede hacer temer las más graves
complicaciones.
—Si los otros informes fueran parecidos a éste…
—O —dijo Mendelius suavemente— si fueran menos honestos y
un poco, sólo un grado más, inclinados…
—Los cardenales le habían dado jaque mate —dijo Georg Rainer
—. Habían escogido con sumo cuidado los párrafos más convenientes
para ellos de los informes médicos y construido un veredicto final que
presentaron a Gregorio como un ultimátum: váyase o lo echamos.
—Santo Dios —Mendelius juró por lo bajo—. ¿Qué elección cabía
para él?
—Una obra maestra de dura política —Bill Utley volvió a reír
queda y secamente—. Es imposible destituir a un papa. Ahora bien,
fuera de asesinarlo; ¿de qué otro modo puede usted librarse de él?
Tiene usted razón, Georg, aquello fue extorsión al estado puro. Me
pregunto, ¿quién fraguaría todo el asunto?
—Arnaldo, naturalmente. Sé que fue él quien dio las
instrucciones a los médicos.
—Y ahora él es el papa —dijo Carl Mendelius.
—Probablemente será un buen papa —dijo Utley con una
sonrisa—. Conoce las reglas del juego.
A pesar suyo Carl Mendelius —que había sido Jesuita— se vio
obligado a convenir con Utley. Pensó también que Georg Rainer era
un periodista de talento y que valdría la pena cultivar esa relación.
Aquella noche hizo el amor con Lotte en la enorme cama
barroca que —según juraba Herman por la salvación de su alma—
había pertenecido al elegante cardenal Bernis. Que le hubiera
pertenecido o no, carecía por el momento, de importancia; lo que en
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cambio era importante es que su unión de aquella noche había sido
una de las más plenas y gozosas que hubieran tenido en los últimos
tiempos. Cuando todo hubo terminado, Lotte se acurrucó en la curva
de su brazo y charló con alegre somnolencia.
—Ha sido una velada encantadora, todo el mundo ha estado tan
hospitalario y además tan brillante. Estoy muy contenta de que me
hayas obligado a venir. Tübingen es una linda ciudad pero había
olvidado cuan grande es en realidad el mundo exterior.
—Entonces comencemos a verlo juntos, schatz.
—Lo haremos, te lo prometo. Ahora me siento mucho más
tranquila respecto de los niños. Katrin fue muy dulce y gentil
conmigo. Me contó lo que tú le habías dicho y la forma como Franz
había recibido la noticia de tu permiso.
—No he sabido nada de eso.
—Según parece, Franz dijo: "Tu padre es un gran hombre. Me
gustaría traerle un buen cuadro de regalo de París".
—Bien, es una buena noticia agradable de oír.
—Johann también parecía más contento de lo que usualmente
está y se le notaba, aunque nunca habla mucho.
—La verdad es que se descargó de algunos secretos que le
pesaba guardar, incluyendo entre ellos el hecho de que ha dejado de
ser creyente…
—¡Oh, Dios mío! ¡Que triste es pensar eso!
—Oh, se trata sólo de una etapa de la vida, schatz, —Mendelius
hablaba con una elaborada despreocupación—. ¡Desea encontrar por
sí mismo su propio camino hacia la verdad!
—Espero que tú le hayas dado a entender que respetabas su
decisión.
—Por supuesto. Debes dejar de preocuparte respecto de mis
relaciones con Johann. En el fondo se trata solamente de dos toros, el
viejo y el joven, que ejercitan, el uno con el otro sus aptitudes para el
combate.
—El viejo toro no está mal —dijo Lotte sofocando en la
oscuridad una risita feliz—, lo cual me hace recordar que si vuelvo a
sorprender a Hilde coqueteando contigo, le arrancaré los ojos.
—Que bueno es saber que aún puedes estar celosa.
—Te quiero, Carl, te quiero realmente mucho.
—Y yo también te quiero a ti, schatz.
—Esto era todo lo que necesitaba para terminar un día perfecto.
Buenas noches mi hombre querido, tan querido.
Se dio vuelta para el otro lado, alejándose de él, se acurrucó
bajo los cobertores y se hundió rápidamente en un profundo sueño.
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Carl Mendelius juntó sus manos bajo la nuca y permaneció por un
largo rato contemplando el ciclo raso donde amorosas ninfas y
rapaces semi-dioses se divertían en la oscuridad. A pesar de la dulce
paz que le había traído el amor, seguía obsesionado por lo que había
oído durante la cena y también por el contenido de la última carta
que dominaba la pila de correspondencia que la criada había dejado
en su mesa de noche.
La carta estaba escrita en italiano, manuscrita en un grueso y
rico papel grabado con el sello oficial de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe.

"Querido profesor Mendelius:


Nuestro mutuo amigo, el rector del Instituto Bíblico
Pontificio me ha informado que usted —con el objeto de
llevar a cabo algunas investigaciones científicas— llegará a
Roma en los próximos días y que además ofrecerá algunas
conferencias en la Academia Alemana de Arte.
Entiendo que usted ha planeado también realizar una
visita al Monasterio de Monte Cassino con el propósito de
visitar a nuestro recién retirado Pontífice.
He sido siempre un gran admirador de su trabajo
académico y por lo tanto me daría usted un gran placer si
aceptara venir a tomar el café conmigo una mañana, en mis
apartamentos privados de la ciudad del Vaticano.
Confío en que tendrá usted la bondad de llamarme a
mis oficinas de la Congregación cualquier tarde entre cuatro
y siete, de manera que nos sea posible ponernos de acuerdo
en un día que nos convenga a ambos, de preferencia antes
de su planeada visita a Monte Cassino.
Le envío, con mis saludos, mis mejores deseos para
una agradable estada en Roma.
Suyo en Jesucristo
Antón Drexel
Cardenal Prefecto

Como de costumbre, todo estaba hecho en forma impecable: un


gesto de cortesía y una mordaz advertencia de que nada, pero nada
en absoluto de lo que ocurría en los círculos sagrados escapaba a la
vigilante mirada de los sabuesos del Señor. En los viejos tiempos del
esplendor del poder del Estado Pontificio le hubieran enviado una
notificación y un destacamento de gendarmes destinado a reforzarla.
Hoy en día se le invitaba a tomar un café y bizcochos en el
apartamento del cardenal como anticipo de una dulce y persuasiva
conversación.
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¡Bien! ¡Bien! Tempora mutantur. Se preguntó qué sería lo que
realmente prefería el Cardenal: obtener información o conseguir
discreción. Se preguntó también cuáles serían las condiciones a las
que habría de suscribir antes que le permitieran visitar a Jean Marie
Barette.
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CAPITULO 3

Herman Frank estaba plenamente justificado en enorgullecerse


de su exposición. La prensa se había mostrado muy generosa en sus
alabanzas, cumplidos e ilustraciones del acontecimiento artístico. Las
galerías de la Academia desbordaban de visitantes —romanos y
turistas— entre los que, sorprendentemente, había una enorme
cantidad de gente joven.
Las obras de Gaspar Van Wittel, un holandés de Amersfoort del
siglo XVII eran casi desconocidas por el público italiano. La mayor
parte de ellas había sido celosamente conservada tras los muros de
los palacios de los Colonna, los Sacchetti, los Pallavicini y algunas
otras familias nobles. Reunir aquellas obras en una exposición había
tomado dos años de paciente búsqueda y varios meses de delicadas
negociaciones. El lugar de donde provenían continuaba siendo un
secreto cuidadosamente guardado y la prueba de ello estaba en el
gran número de obras que llevaban simplemente la inscripción
"raccolta privata". Su conjunto constituía un extraordinario y vivido
testimonio pictórico y arquitectónico del arte del siglo diez y siete
italiano. El entusiasmo de Herman Frank vibraba con una inocencia
infantil, conmovedora.
—¡Contemple eso, se lo ruego! ¡Tan delicado y sin embargo tan
preciso! Con una calidad de color que es casi japonesa. Un dibujante
magnífico con un dominio total de las más intrincadas formas de la
perspectiva… Observe estos bosquejos… Vea con cuánta paciencia
construye y da forma a su composición… ¡Y qué extraño parece! Vivió
en una oscura y pequeña villa situada en las afueras de la Via Appia
Antica. La villa aún está ahí. Verla produce claustrofobia. Pero no
obstante no debemos olvidar que en aquellos tiempos la villa estaba
rodeada de campiñas, por lo cual él tuvo sin duda todo el espacio y la
luz que su arte requería… —bruscamente se detuvo, lleno de
confusión— lo siento, estoy hablando demasiado, pero la verdad es
que amo estas cosas.
Mendelius apoyó suavemente su mano en el hombro de Frank.
—Amigo mío, oírlo es una verdadera delicia. Mire a estos
jóvenes. Usted los ha hecho salir de sus resentimientos y confusiones
y los ha transportado a otro mundo más simple, mucho más bello, les
ha hecho olvidar toda la triste fealdad del presente. Debe sentirse
orgulloso de su obra.
—Lo estoy, Carl. Le confieso honradamente que lo estoy, pero
también me preocupa pensar en el día en que haya que desprender
estos cuadros, entregarlos a los embaladores y devolverlos a sus
dueños; siento que estoy envejeciendo y no tengo ninguna seguridad
de volver a tener el tiempo o la energía, la suerte para decir verdad,
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de intentar una vez más una empresa como ésta.
—Pero usted siempre continuará esforzándose, y eso es lo
importante.
—Me temo que no por mucho tiempo más. Me retiro el año
próximo y entonces no sé realmente qué haré conmigo mismo y con
mi vida. No podremos continuar viviendo aquí, pues careceremos de
medios para ello y sin embargo odio la idea de regresar a Alemania.
—Podrá entonces dedicar la totalidad de su tiempo a escribir.
Ya goza de una buena reputación como historiador de arte y estoy
convencido de que puede obtener de una buena editorial un contrato
mejor que el que actualmente tiene… Permítame hablar con mi
agente y ver lo que se puede conseguir para usted.
—¿Querría usted? —Su tono era de una gratitud casi patética—.
No soy muy bueno para los negocios y estoy preocupado por Hilde.
—Lo puedo llamar en cuanto regrese a casa. Lo que me
recuerda que debo hacer algunos llamados telefónicos ahora. ¿Puedo
usar su teléfono? Debo hablar con alguien antes de mediodía.
—Venga a mi oficina. Le enviaré un poco de café… Oh, pero
antes que se vaya, le ruego que eche una última mirada a este
panorama del Tiber, del que existen tres versiones: una que
pertenece a la colección de Pallavicini, otra que está en la National
Gallery y ésta que usted está mirando y que fue adquirida por un
anciano ingeniero en el Mercado de Pulgas, por el precio de una
canción…
Transcurrieron otros quince minutos antes que Mendelius
pudiera liberarse para hacer su llamado al monasterio de Monte
Cassino. Encontrar al abad y traerlo al teléfono tomó una interminable
cantidad de tiempo. Mendelius rebullía impaciente y colérico hasta
que se calmó lo suficiente para recordarse a sí mismo que los
monasterios han sido diseñados y están destinados precisamente
para separar a los hombres del mundo, no para guardarlos en
contacto con él. El abad fue cordial, pero no exactamente efusivo.
—¿Profesor Mendelius? Aquí el abad Andrew. Es muy bondadoso
de su parte llamar tan pronto. ¿Podría arreglar su visita para el
próximo miércoles? Es día de fiesta y eso permitirá que nuestra
hospitalidad sea más generosa. Sugiero que llegue alrededor de las
tres y media y por la noche cene con nosotros. El viaje desde Roma
es largo, de manera que si desea alojarse aquí estaremos encantados
de acomodarlo lo mejor posible.
—Es muy considerado de su parte. Viajaré entonces de regreso
el jueves por la mañana. ¿Cómo está mi amigo Jean?
—No se ha sentido muy bien. Pero confío en que la próxima
semana, cuando usted venga, se encuentre recuperado. Está muy
contento con la perspectiva de verlo.
—Le ruego que le transmita mis más afectuosos recuerdos y
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que le diga que mi esposa le envía asimismo sus mejores deseos.
—Lo haré con mucho gusto. Hasta el miércoles entonces,
profesor.
—Gracias, padre abad.
Mendelius colgó el teléfono y permaneció por algunos minutos
absorto en sus pensamientos. Aquí estaba de nuevo el viejo
esquema: la respuesta cortés, la velada cautela. Faltaba todavía una
semana para el miércoles, tiempo ampliamente suficiente, si las
circunstancias cambiaban o la autoridad intervenía, para cancelar la
invitación. La enfermedad de Jean Marie, real o diplomática,
proveería, llegado el caso, la excusa adecuada.
—¿Algo no anda bien, Carl? —Herman colocó sobre la mesa la
bandeja de café y comenzó a servirlo.
—La verdad es que no lo sé. Se diría que el Vaticano se interesa
por mis actividades algo más de lo necesario.
—Me parece bastante natural. No olvide que en el pasado usted
les dio bastantes dolores de cabeza; y cada libro nuevo provoca en el
palomar un intenso revoloteo… ¿Leche y azúcar?
—Azúcar no. Estoy tratando de reducir mi peso.
—Lo he notado. También noté anoche que usted guió la
conversación de manera de obtener toda la información posible sobre
Gregorio XVII.
—¿Fue tan obvio?
—Creo que solamente para mí. ¿Hay algún motivo especial para
su ansia informativa?
—El es amigo mío. Usted lo sabe. Intentaba averiguar que le ha
ocurrido realmente.
—¿Acaso no se lo ha contado él mismo?
—Hace ya meses que no sé de él —Mendelius evadió una
respuesta directa—. Me imagino que no le ha quedado mucho tiempo
disponible para mantener una correspondencia privada.
—¿Pero con ocasión de esta visita usted, sin duda, piensa
visitarlo?
—Sí. Ya he arreglado para verlo.
La respuesta había sido una brizna más breve de lo necesario.
Herman Frank tenía demasiado tacto para insistir de manera que
reinó un momento de embarazoso silencio, luego Herman dijo
suavemente.
—Hay algo que me tiene perplejo, Carl. Me gustaría tener su
opinión al respecto.
—¿Dígame, Herman?
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—Hace más o menos un mes recibí un llamado de nuestra
Embajada. El embajador deseaba verme. Me enseñó una carta de
Bonn: una circular con instrucciones para todas las academias e
institutos que existen fuera del país. Muchos de ellos, como usted
sabe, guardan un valioso material que les ha sido prestado por la
República: esculturas, cuadros, manuscritos históricos, en fin, ese tipo
de cosas… Se instruía a todos los directores de tomar las medidas
necesarias para preparar, en algún lugar de los países huéspedes,
escondites tan secretos como seguros, donde, en el caso de
desórdenes civiles o conflictos internacionales, este material pudiera
ser guardado. Se nos concedió inmediatamente el dinero requerido
para comprar o arrendar los almacenes adecuados.
—Parece una precaución bastante razonable —dijo Mendelius
blandamente— sobre todo cuando sabemos que es imposible
asegurar esa clase de obras contra la guerra civil o la violencia.
—Usted no entiende —dijo Herman Frank enfáticamente—. Lo
que me preocupó fue el tono del documento, porque había en él una
nota de real urgencia y la amenaza de rigurosos castigos en el caso
de cualquier negligencia en el cumplimiento de lo estipulado. Tuve la
clara impresión de que nuestra gente estaba realmente inquieta
como si temieran que dentro de muy poco, algo terrible fuera a
ocurrir.
— ¿Tiene alguna copia de esa circular?
—No. El embajador se mostró muy firme y dijo que por ningún
motivo la circular debía abandonar el recinto de la embajada. Oh, y
hay algo más. Solamente los funcionarios más antiguos y de más alto
rango podían conocer su contenido. Encontré que todo tenía un
aspecto más bien siniestro. Y continúo pensándolo. Por naturaleza no
soy una persona que se inquiete fácilmente pero no puedo dejar de
pensar en Hilde y en lo que pudiera ocurrirle si, por alguna
emergencia, nos viéramos obligados a separarnos. Me gustaría que
me diera su sincera opinión al respecto, Carl.
Por unos minutos Mendelius sintió la tentación de tranquilizar a
Frank con cualquier fácil palabra de aliento, pero luego se decidió por
lo contrario. Herman Frank era un buen hombre, demasiado blando
tal vez, para un mundo tan duro. Merecía una respuesta seria y
honrada.
—La situación no es buena, Herman. Todavía no hemos llegado
al nivel del pánico, pero no tardaremos en encontrarnos ahí. Todo
apunta en esa dirección: los desórdenes públicos, la quiebra de la
confianza política, la enorme recesión y los locos altamente colocados
que piensan que pueden resolver el problema con una guerra muy
bien planeada y limitada. Tiene usted toda la razón en sentirse
preocupado. Ahora, lo que pueda hacer ya es otro asunto. Una vez
que se de la orden de partida a los primeros misiles ningún lugar en
el mundo estará a salvo. ¿Ha hablado con Hilde?
—Sí. No desea, como yo, regresar a Alemania, pero está de
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acuerdo en que debemos vivir fuera de Roma. Tenemos esa pequeña
casa de campo en las colinas toscanas. Es algo solitaria, pero está
rodeada por una campiña que nosotros mismos produjéramos…
Aunque la sola idea de considerar una eventualidad así parece un
acto de desesperación.
—O un acto de fe —dijo Mendelius gentilmente—. Creo que su
Hilde es una muchacha muy sabia, y usted debe dejar de preocuparse
tanto por ella. Las mujeres tienen mucha mayor resistencia para
sobrevivir de la que tenemos nosotros.
—Sí, supongo que es así. Pero la verdad es que nunca las he
considerado bajo ese aspecto… ¿No ha pensado a veces cuan bueno
sería encontrar un gran hombre que tomara el control de la situación
y fuera capaz de sacarnos de este pantano?
—Jamás —dijo Carl Mendelius sombríamente—. Los grandes
hombres son peligrosos. Cuando sus sueños fallan los entierran bajo
las cenizas de las ciudades donde los hombres sencillos un día
vivieron en paz.

—Deseo ser muy sincero con usted Mendelius. Y deseo que


usted sea también sincero conmigo.
—¿Cuán sincero, Eminencia? ¿Y sobre que tema?
La hora de la cortesía había terminado. Los bizcochos habían
sido comidos. El café estaba frío. Su Eminencia, cardenal Antón
Drexel, erecto como un granadero, con el cabello gris, permanecía de
pie, con la espalda vuelta hacia su visitante, mirando caer la tarde
sobre los jardines del Vaticano. Se dio vuelta lentamente y
permaneció por un largo momento silencioso, su silueta sin rostro
destacándose muy nítida contra la luz. Mendelius dijo:
—Por favor, Eminencia. ¿Podría sentarse? Me gustaría ver su
rostro mientras hablamos.
—Perdóneme —Drexel emitió una honda y gruñona risita—, es
un viejo truco… y no es muy cortés… ¿Preferiría que habláramos en
alemán?
Drexel, a pesar de su nombre, era italiano, pues había nacido
en Bolzano, aquel territorio disputado por Austria y la república
italiana. Mendelius se alzó de hombros con indiferencia.
—Como vuestra Eminencia prefiera.
—Usaremos el italiano entonces. Hablo el alemán como un
tirolés. Usted podría encontrarlo cómico.
—La lengua nativa es siempre la mejor para ser honrado con
ella —dijo Mendelius secamente—. Si mi italiano me falla, hablaré
alemán.
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Drexel abandonó la ventana y fue a sentarse frente a
Mendelius. Arregló cuidadosamente sobre sus rodillas los pliegues de
su sotana. Su rostro, que a pesar de las arrugas se conservaba
apuesto, parecía tallado en madera. Sólo sus ojos, nítidamente
azules, estaban vivos, mientras evaluaban, divertidos, a su
interlocutor. Dijo:
—Ha sido usted siempre un cliente difícil —usó la frase familiar:
un tipo robusto y Mendelius no pudo evitar una sonrisa ante el
disfrazado cumplido—. Ahora, dígame, ¿qué y cuánto sabe usted de lo
que acaba de suceder aquí?
—Antes de contestar su pregunta, Eminencia, desearía que
usted respondiera a una pregunta mía. ¿Tiene usted la intención de
impedir que yo tome contacto con Jean Marie?
—¿Yo? No, en absoluto.
—Y fuera de usted ¿hay alguien más, que usted sepa?
—De acuerdo con lo que sé, nadie, aunque evidentemente hay
gente interesada por lo que pueda ocurrir en este encuentro…
—Gracias, Eminencia. Ahora, la respuesta a su pregunta: Sé que
el papa Gregorio fue forzado a abdicar. Y conozco los medios que se
emplearon para obtener de él esa decisión.
—¿Y esos medios fueron…?
—Una serie de siete informes médicos dados en forma
independiente, que fueron luego compuestos y ordenados por la
Curia en un documento final destinado a proyectar graves dudas
sobre la competencia mental de Su Santidad… ¿Es eso exacto?
Drexel vaciló un momento y luego asintió lentamente.
—Sí, es exacto. Dígame ahora, ¿qué sabe del papel que yo
desempeñé en este asunto?
—Entiendo, Eminencia, que si bien usted estaba en desacuerdo
con la decisión del Sacro Colegio, accedió sin embargo a servir de
emisario y llevarla personalmente al conocimiento del Pontífice.
—¿Sabe por qué mis colegas los cardenales llegaron a esa
decisión?
—Sí.
Hubo un relámpago de duda en los ojos de Drexel, pero no
obstante continuó sin vacilar.
—¿Está de acuerdo con ella o no?
—Pienso que los medios que se usaron para llevar adelante esa
decisión fueron bajos: desnudo chantaje. En cuanto a la decisión
misma, debo reconocer que yo mismo me encuentro en un dilema.
—¿Y cómo expresaría ese dilema, amigo mío?
—El papa es elegido Supremo Pastor y Guardián del Depósito
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de la Fe. ¿Es compatible ese cargo con el rol de profeta anunciando
una revelación privada, aun cuando esa revelación sea auténtica?
—De manera que usted sabe —dijo suavemente el Cardenal
Prefecto—, y, afortunadamente, comprende.
—Bien. ¿Y dónde nos deja eso, Eminencia?
—Nos enfrenta a un segundo dilema: ¿Cómo podemos probar si
la revelación es verdadera o falsa?
—Sus colegas ya resolvieron eso —dijo Mendelius en forma
cortante—. Juzgaron que estaba loco.
—No yo —dijo firmemente Antón Drexel—. Creía y continúo
creyendo, que su posición como pontífice era insostenible. La
oposición que se había levantado contra él era tan fuerte que no tenía
ninguna posibilidad de continuar ejerciendo el cargo. ¿Pero loco?
Jamás.
—¿Un profeta mentiroso tal vez?
Por primera vez, la máscara que era el rostro de Drexel,
traicionó sus emociones.
—Ha expresado usted un pensamiento terrible.
—Me pidió que lo juzgara, Eminencia. En consecuencia debo
tomar en consideración todos los veredictos posibles.
—Engañado sí, puede estar. Pero no es un mentiroso.
—¿Piensa que está engañado, que todo no es sino una ilusión
suya?
—Me gustaría poder creerlo. Porque todo sería entonces más
sencillo. Pero no puedo. Simplemente no puedo.
Bruscamente, tras la máscara, apareció el hombre real y Drexel
se vio tal cual era: un viejo león consciente de que estaba perdiendo
sus fuerzas. La angustia inscrita en aquella faz hizo surgir en
Mendelius una ola de simpatía, pero no obstante sabía que no podía
detener ni aminorar el ritmo de su propia investigación. Preguntó
firmemente.
—¿En qué forma lo examinó usted, Eminencia? ¿Con qué
criterio?
—Con el único criterio que conozco: sometí a examen su
lenguaje, su conducta, sus escritos, el tono general de su vida
espiritual.
Mendelius rió ahogadamente.
—Acaba de hablar el sabueso de Dios.
Drexel sonrió ceñudamente.
—La herida aún sangra, ¿no es así? Admito que fuimos duros
con usted. Pero al menos es evidente que le enseñamos a
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comprender los métodos. ¿Qué quiere saber primero?
—Fue condenado, finalmente, por aquello que escribió.
—Tengo una copia de la encíclica. ¿Bajo qué luz la leyó usted,
Eminencia?
—Obviamente la leí en forma errada. No me cabía la menor
duda de que tenía que ser suprimida. Pero también estoy de acuerdo
en que no contiene nada, absolutamente nada, que vaya en contra de
la tradición doctrinaria de la Iglesia. Hay interpretaciones que pueden
ser consideradas extremistas u osadas, pero ciertamente no
heterodoxas. Aun el problema de un poder ministerial recibido y
ejercido en virtud de una votación popular, en el caso de que la
ordenación del ministro competente, el Obispo, sea claramente
imposible, es un problema abierto y discutible por los católicos, si
bien suena delicado para los oídos romanos.
—Lo que nos lleva finalmente al carácter de su vida espiritual —
el tono de Mendelius traicionó una leve sugestión de ironía—. ¿Cómo
lo juzga usted, Eminencia?
Por primera vez una sonrisa dulcificó el duro rostro de Drexel.
—En todo caso ese carácter es muy superior al suyo, mi querido
Mendelius. Ha permanecido fiel a su vocación de sacerdote. Ha sido
siempre un hombre carente de todo egoísmo cuyos pensamientos
estuvieron dominados por la pasión de servir a Dios y a las almas. En
cuanto a sus pasiones humanas, supo mantenerlas bajo control. En su
alto cargo no dejó jamás de ser humilde y bondadoso. Su cólera se
dirigió siempre contra la malicia y nunca contra la fragilidad. Aun
ahora, al final, no injurió ni habló mal de sus acusadores, sino que
supo despedirse con dignidad y aceptó sin quejas su nuevo rol de
súbdito. El abad de Monte Cassino me informa que su vida allá es un
modelo de sencillez religiosa.
—Es también un modelo de silencio. ¿Cómo podría
compatibilizarse ese silencio con la obligación que él afirma haber
recibido de dar a conocer el advenimiento de la Parusía?
—Antes de contestar a esa pregunta —dijo Drexel— creo
conveniente que aclaremos un hecho. Es obvio que él le escribió y le
envió una copia de la rechazada encíclica. ¿Correcto?
—Correcto.
—¿Eso ocurrió antes o después de su abdicación?
—Escribió la carta antes de su abdicación. Pero la recibí
después.
—Bien. Ahora permítame contarle algo que usted ignora.
Cuando mis hermanos los cardenales se sintieron seguros de haber
obtenido por fin el consentimiento de Gregorio para su abdicación,
quedaron convencidos de que habían quebrado su voluntad y de que
en consecuencia él estaría dispuesto a hacer lo que ellos dijeran. Por
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eso trataron, en primer lugar, de incluir en el instrumento de
abdicación una promesa de silencio perpetuo sobre cualquier
cuestión que se relacionara con la vida pública de la Iglesia. Yo les
dije entonces que ellos no tenían ningún derecho, ni moral ni legal,
para exigir semejante promesa y que si persistían en hacerlo, yo
estaba dispuesto a enfrentarlos en una lucha a muerte. Manifesté que
renunciaría a mi cargo y haría una declaración pública contando en
detalle la lamentable historia. Entonces ensayaron una nueva táctica.
Su Santidad había aceptado entrar a la orden de San Benito y vivir
como un simple monje. Eso significaba que quedaba sujeto a la regla
de obediencia a su superior religioso. Mis hábiles colegas sostuvieron,
en consecuencia, que debían impartirse instrucciones al abad para
que, en virtud de sus votos, lo redujera al silencio.
—Conozco esa regla —dijo Carl Mendelius con fría cólera—.
Obediencia del espíritu. La peor forma de agonía que se puede
imponer a un hombre honesto. Hemos sido maestros de todas las
tiranías del mundo.
—Por eso mismo —dijo suavemente Drexel—, yo estaba
resuelto a que no la impusieran sobre nuestro amigo. Señalé que lo
que se intentaba era una intolerable usurpación del derecho de cada
hombre a actuar libremente bajo la guía de su propia conciencia y
que por firme y fuerte que fuera un voto no podía obligarlo a cometer
algo que él considerara errado o dañino ni tampoco acallar esa
conciencia en nombre de lo que otros consideraban bueno… Y una
vez más los amenacé con llevar todo el caso a la luz pública. Negocié
mi voto para el próximo Cónclave y di instrucciones al abad Andrew
para que él también, bajo pena de severas sanciones, si fallaba en
esa misión, protegiera la libertad de conciencia de su nuevo súbdito.
—No sabe cuánto me alegra oír esto, Eminencia —dijo
Mendelius grave y respetuosamente—. Es la primera luz que diviso en
este oscuro asunto. Pero aun así, eso no responde a mi pregunta: ¿A
qué se debe el silencio de Jean Marie? Tanto en la carta que me
dirigió cuanto en la encíclica habla de la obligación que tiene de
proclamar ante todos la noticia que, insiste en ello, le ha sido
revelada.
Drexel no respondió inmediatamente. Lenta, casi
dolorosamente, se levantó de su silla, caminó hacia la ventana y
permaneció allí, una vez más, mirando hacia los jardines del Vaticano.
Cuando finalmente se dio vuelta, su rostro, como la vez anterior,
quedó en sombra; pero Mendelius no protestó. La voz del hombre
revelaba plenamente su evidente angustia.
—Pienso que su silencio se debe al hecho de que él está ahora
atravesando por una experiencia que es común a todos los grandes
místicos y que se ha llamado "la noche oscura del alma". Es un
período éste de total oscuridad, de aullante confusión, en que la
persona afectada se encuentra muy próxima a la desesperación,
cuando el espíritu, carente de todo apoyo humano o divino pareciera
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sostenerse en el vacío. Es como una réplica de ese terrible momento
en que el mismo Cristo gritó: "Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?"… Esto es lo que el abad Andrew me ha hecho saber.
Y es por eso que él y yo hemos deseado hablar con usted antes
que se encuentre con Jean Marie… El hecho es, Mendelius, que yo
pienso que no le respondí, le fallé, porque traté de encontrar un
camino intermedio entre las admoniciones del espíritu y las
exigencias del sistema con el que había comprometido toda mi vida…
Espero, ruego para que usted resulte ser un amigo mejor de lo que yo
he sido.
—Habla de él como de un místico, Eminencia. Esto pareciera
confirmar que cree en su experiencia —dijo Carl Mendelius—. En
cuanto a mí, y por grande que sea el afecto para con él, no me siento
aún preparado para aceptar esto.
—Espero que usted le manifestará primero su afecto y dejará
las preguntas para después… ¿Tal vez querría tener la bondad de
llamarme después de su visita?
—Se lo prometo, Eminencia —Mendelius se levantó—. Gracias
por invitarme. Espero que me perdonará por haber sido algo rudo al
comenzar esta entrevista.
—No, rudo no, solamente robusto —el cardenal sonrió y le
extendió su mano—. En otros tiempos usted era mucho menos
razonable. El matrimonio le ha sentado bien.

Lotte y Hilde habían salido al Tivoli, de manera que Mendelius


se sentó frente a un solitario almuerzo en la Piazza Navona. Cuando,
aquella mañana, había abandonado el Vaticano, eran cerca de las
doce, así es que había decidido regresar a pie. Bajando por la Vía
della Conciliazione se detuvo a mitad de camino y se dio vuelta para
echar una mirada a la gran Basílica de San Pedro con su columnata
circular que simbolizaba la misión universal de la Madre Iglesia.
Para millones de creyentes, éste era el centro del mundo, el
lugar de residencia del Vicario de Cristo, el sitio donde yacía la tumba
de Pedro el Pescador. Los primeros IBM que se lanzaran desde las
rampas soviéticas aniquilarían el lugar en cuestión de segundos. Una
vez que este símbolo visible de unidad, autoridad y permanencia
hubiera sido destruido, ¿qué sucedería con estos millones de fieles?
Habían sido condicionados, desde hacía ya tanto tiempo, para
considerar a este gastado edificio como la matriz del mundo y a su
jefe como el único y auténtico representante de Dios ante los
hombres que Mendelius se preguntó hacia quién volverían sus
miradas cuando la casa y el hombre hubieran sido reducidos a
reflejos en el pavimento.
No se trataba aquí de preguntas ociosas o vacías, sino de
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posibilidades horriblemente inminentes —para Jean Marie Barette,
para Antón Drexel, para Carl Mendelius que conocía de memoria toda
la literatura apocalíptica y la veía diariamente reescrita en cada línea
de la prensa mundial. Sintió una oleada de pena por Drexel, viejo, aún
poderoso, pero despojado de todas sus certidumbres. Sintió pena por
todos ellos: cardenales, obispos, clérigos de la Curia, todos ellos
esforzándose por aplicar el Codees Hurís Canonice a un planeta loco
que giraba inconteniblemente hacia su propia destrucción.
Se dio vuelta y continuó su camino, abriéndose paso, como
despreocupado visitante a través de la multitud de peregrinos,
bajando luego por el Puente de Víctor Manuel y en seguida por el
Corso. En algún lugar, a lo largo de esta última calle, encontró un bar
con mesas dispuestas en la acera. Se sentó, pidió un Campari y se
dedicó a contemplar el espectáculo de la atareada calle.
Esta era la mejor estación del año en Roma, con la temperatura
aún suave, las flores frescas en los escaparates de las florerías, las
muchachas luciendo sus tintineantes abalorios veraniegos, las tiendas
repletas de chucherías para los turistas. Mientras se encontraba así,
observando distraídamente a los paseantes, le llamó la atención una
mujer joven, de pie cerca de un poste a unos pocos pasos a la
izquierda de donde él se encontraba. Llevaba unos estrechos
pantalones azules y una blusa de seda blanca que destacaba sus
altos y bien formados pechos. Un pañuelo rojo, amarrado en torno a
su cabeza, retenía hacia atrás sus cabellos negros y despejaba su
rostro, que semejaba el de una sureña, oliváceo y desdeñoso y que
no obstante, ahora que se hallaba en reposo, aparecía singularmente
bello como el de una calma Madonna. En una mano llevaba un diario
doblado y en la otra un bolso de cuero azul. Se diría que esperaba a
alguien. Mientras se hallaba así observándola, un pequeño Alfa rojo
retrocedió hacia el espacio que quedaba libre cerca de ella. El
conductor estacionó torpemente con la nariz del auto apuntando
hacia el tránsito. Abrió la puerta y se inclinó hacia adelante para
hablar a la muchacha. Por un momento dio la impresión de estar
proponiéndole algo, pero la muchacha le respondió sin protestar, le
entregó su cartera, y, sosteniendo aún el diario, se dio vuelta para
enfrentar la acera. El conductor esperó, con la puerta abierta y el
motor andando.
Unos pocos minutos después, un hombre de mediana edad,
muy bien vestido y llevando un portadocumentos de cuero, apareció,
bajando ágilmente a lo largo del Corso. La muchacha dio un paso
adelante y le dirigió la palabra sonriendo. El se detuvo, como
sorprendido, luego asintió y dijo algo que Mendelius no alcanzó a oír.
La muchacha le disparó tres veces en la ingle, tiró el diario a una
alcantarilla y saltó dentro del auto que salió disparado a través del
Corso. Por un brevísimo momento, bajo el impacto de la impresión,
Mendelius permaneció inmóvil, pero luego, recobrándose, se lanzó
hacia la víctima caída en el suelo y con sus puños cerrados apretó la
ingle del hombre, tratando de contener el chorro de sangre que
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brotaba de la arteria femoral. Se encontraba aún allí cuando la policía
y la ambulancia se abrieron paso a través de la multitud para hacerse
cargo del herido.
Un policía dispersó a los asombrados mirones y a los fotógrafos.
Un barrendero limpió la sangre del pavimento. Un hombre vestido de
civil empujó a Mendelius adentro del bar y un camarero trajo agua
caliente y servilletas para limpiar sus ensangrentadas ropas. El
propietario ofreció un whisky como atención de la casa. Mendelius lo
bebió agradecido, mientras hacía sus primeras declaraciones. El
investigador, un milanés con un rostro tan carente de expresión como
el de un jugador de póquer, la dictó inmediatamente por teléfono a su
cuartel general. Luego regresó a la mesa al lado de Mendelius y se
sirvió un whisky.
—…Ha sido una gran ayuda profesor. La descripción de la
asaltante, el detalle tan bien observado de lo que vestía, constituyen
elementos muy útiles en esta primera fase de la investigación… Me
temo, sin embargo, que tendré que pedirle que me acompañe al
cuartel general para que revise algunas fotografías y tal vez, incluso,
trabaje con un artista para hacer un identikit.
—Por supuesto. Pero, si fuera posible, preferiría hacerlo esta
tarde. Creo haberle explicado que tengo algunos compromisos.
—Perfecto. En cuanto termine su bebida lo llevaré adonde me
indique.
—¿Quién era la víctima? —preguntó Mendelius.
—Se llama Malagordo. Es uno de nuestros más antiguos
senadores, socialista y judío… Un sucio asunto, y cada semana esto
se está poniendo peor.
—Parece tan sin sentido. Una barbaridad completamente
gratuita.
—Gratuita sí. Pero sin sentido, eso sí que no. Esta gente está
dedicada a crear la anarquía, es decir a provocar la clásica y total
quiebra del sistema por la destrucción de la confianza pública… Y
cada día nos acercamos más al punto de ruptura. Tal vez le cueste
creer lo que le voy a decir, profesor, pero es la verdad. Por lo menos
veinte personas presenciaron el asalto de hoy, pero me atrevería a
apostar mi sueldo del mes a que su testimonio será el único que nos
dirá algo concreto… y usted es un extranjero. Los otros tienen que
vivir en esta suciedad, pero no levantarán un dedo para ayudar a
limpiarla. De manera que —levantó los hombros con cansada
resignación— en fin de cuentas tienen el país que merecen… Lo que
me recuerda, a propósito, que usted debe prepararse para ver su
fotografía y su nombre publicados en todos los periódicos.
—Es lo último que necesito —dijo Mendelius sombríamente.
—También puede resultar peligroso —dijo el detective— usted
será identificado como el testigo clave.
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—Y en consecuencia como el blanco lógico del próximo ataque.
¿Es eso lo que está tratando de decirme?
—Me temo que sí, profesor. Comprenda que esto es un juego de
propaganda, teatro negro, donde es preciso derribar al líder, porque
la muchacha de la boletería carece de todo valor para la publicidad…
Si admite que le dé un consejo, váyase de Roma y mejor aún, de
Italia.
—Debo quedarme aquí por lo menos una semana más.
—Tan pronto como pueda, entonces. Y entretanto, cambie de
dirección. Múdese a uno de esos grandes hoteles donde suelen
reunirse los turistas. Use otro nombre. Podemos arreglar fácilmente el
problema de su pasaporte.
—No creo que nada de eso sirviera de mucho. Tengo que dar
unas conferencias en la Academia Alemana. De manera que
continuaré estando expuesto.
—Nada puedo decirle, entonces —el detective se encogió de
hombros y sonrió—, excepto que se cuide, que varíe su rutina y que
no hable a bellas muchachas que se acerquen a usted en el Corso.
—¿Hay alguna posibilidad de protección policial, al menos para
mi esposa?
—Ninguna. Estamos desesperadamente necesitados de
hombres. Puedo darle, sí, el nombre de una agencia que arrienda
guardaespaldas; pero cobran precios millonarios.
—Al infierno entonces con ellos —dijo Mendelius—. Vamos a ver
esas fotografías.
Mientras se abrían paso en el automóvil policial a través del
caos del mediodía romano, Mendelius continuaba sintiendo en sus
narices el olor de la sangre en su ropa. Esperaba que Lotte hubiera
disfrutado de un buen almuerzo en el Tivoli. Deseaba que ella gozara
con estas vacaciones, porque temía que el futuro no les deparara
muchas más.
Tarde aquel día, al tiempo que esperaba el regreso de Lotte y
Hilde, se sentó en la terraza y escribió un memorándum para
Anneliese Meissner. Enumeró sucintamente los hechos nuevos que
había sabido por Georg Rainer y por el Cardenal Drexel y solamente
cuando hubo terminado, añadió sus propios comentarios.
"…Rainer es un periodista sobrio y objetivo. La
evidencia médica que proporcionó, a pesar de venir de
segunda mano, probó ser efectiva. Evidentemente Jean
Marie Barette ha estado sometido a una gran tensión, tanto
física como mental. Pero también es claro que no había
consenso respecto de su incapacidad. Para usar las propias
palabras de Rainer: si hubieran querido conservarlo como
papa, hubiera bastado darle la oportunidad de un descanso
decente y reducir su carga de trabajo.
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2005
"… Quedé sorprendido por el punto de vista del
cardenal Drexel. Recuerde que yo estuve, bajo el escrutinio
implacable de la inquisición y lo conocía muy bien como un
dialéctico tan formidable cuanto incansable. No obstante,
aun en nuestros peores momentos, jamás dude de su
honradez intelectual. Me encantaría verlos, a usted y a él,
trenzados en un debate público. Sería sin duda una
representación fuera de serie. El rechaza, en forma
absoluta, toda idea de insania o de fraude por parte de Jean
Marie. Incluso va más allá porque lo eleva a la categoría de
los místicos como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz y Catalina
de Siena. Por inferencia, entonces, aunque no explícita ni
categóricamente, Drexel aparece prestando fe a la
autenticidad de la experiencia visionaria de Jean Marie. De
manera que ahora, el escéptico, o más bien el agnóstico,
soy yo…
"…El próximo miércoles, o jueves, espero ver a Jean
Marie. Tenga por seguro que enviaré a mi asesor una
detallada y fiel cuenta de la entrevista. Estoy anticipando,
con agrado se lo confieso, mi primera conferencia en la
Academia, que tendrá lugar mañana. Los Evangélicos
constituyen una secta muy interesante cuya forma de vida
me parece admirable. Y sé de lo que hablo, ya que Tübingen
ha sido siempre uno de los centros de la tradición Pietista,
que tanta influencia ha tenido en Inglaterra como en los
Estados Unidos… Pero olvido que usted carece de oídos para
esta clase de música… No importa. Confío en usted y estoy
muy contento de que sea mi Beisitzer. Desde esta
maravillosa, pero actualmente un tanto siniestra ciudad, le
envío mi más afectuoso recuerdo. Auf Widersehen".

Cuando entró en el recinto donde tendría lugar la conferencia,


descubrió que el público ya se encontraba sentado. La audiencia se
componía de veinte pastores evangélicos, la mayor parte de los
cuales apenas sobrepasaba los treinta años, de una docena de
esposas, de tres diaconisas y de media docena de miembros de la
comunidad Waldensiana de Roma, invitados especiales de Herman
Frank. El conjunto de oyentes proporcionó a Mendelius una agradable
sensación de comodidad. La facultad de Teología de Tübingen había
hecho las veces de invernadero para el movimiento Pietista en la
Iglesia Luterana y Mendelius siempre se había sentido atraído por el
énfasis que ponía el movimiento en la devoción personal y en los
trabajos de caridad pastoral. En cierta ocasión había escrito un largo
ensayo sobre la influencia de Philipp Jakob Spener y el "Colegio de
Piedad" que había fundado en Frankfurt en el siglo diez y siete.
Cuando terminó la presentación de Herman Frank y se acallaron
los aplausos, Mendelius ocupó el atril de profesor, colocó sus papeles
frente a él y comenzó a hablar, tranquila e informalmente.
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—Existen dos formas de considerar la doctrina de los últimos
días. Cada una de ellas es radicalmente diferente de la otra. La
primera podría llamarse la "visión consumativa". La historia humana
terminará. Cristo vendrá por segunda vez, en gloria y majestad, a
juzgar a los vivos y a los muertos.
La segunda forma es la que yo llamo la "visión modificadora"…
La creación continúa, pero modificada por el hombre, que esta vez
trabajaría, de acuerdo con su Creador, para la realización de una
plenitud de perfección que solamente puede ser expresada por medio
de símbolos o de analogías. En esta segunda visión, Cristo está
siempre presente y la Parusía expresa la Revelación final de Su
Presencia creadora… Ahora me interesaría saber cuál es el punto de
vista de ustedes. ¿Qué le enseñan a su gente sobre la doctrina de los
últimos días? Al que desee contestar le ruego levantar la mano y decir
su nombre y su lugar de origen… Usted señor, en la segunda fila…
—Alfred Kessler, de Colonia… —El que había pedido la palabra
era un muchacho bajo y robusto, de barba cuadrada—. Creo en la
continuidad y no en la consumación del Cosmos. Para el individuo, la
consumación consiste en la muerte y en la unión con su Creador.
—¿Entonces, pastor, cómo interpreta las Escrituras para sus
fieles? Les enseña las Escrituras como la Palabra de Dios, por lo
menos, así presumo que lo hace. ¿Cómo interpreta sobre este tema,
la Palabra para ellos?
—Como un misterio, Herr Professor: como un misterio que, bajo
la influencia y la ayuda de la Gracia Divina va lentamente develando
su significado para cada individuo en particular.
—¿Podría aclarar ese punto, tal vez expresarlo como suele
hacerlo con su comunidad?
—Habitualmente uso el siguiente razonamiento: el lenguaje es
un instrumento de fabricación humana y en consecuencia,
imperfecto. Cuando las palabras fallan o faltan, la música suele
ocupar su lugar. A menudo, un simple contacto de la mano puede
decir más que una cantidad de palabras. Uso el ejemplo de la
consumación personal de cada hombre. Instintivamente, tememos a
la muerte. Y sin embargo, como cada uno de nosotros lo sabe a
través de su trabajo pastoral, el hombre poco a poco se familiariza
con la muerte, se prepara, inconscientemente, para su venida, va
aprendiendo a comprenderla a través del universo que lo rodea, una
flor que cae y al hacerlo esparce su semilla que el viento lleva, el
renacimiento de la primavera… En este contexto, la doctrina de los
últimos días resulta, si no comprensible, por lo menos más conforme
a la experiencia tanto física como psíquica.
—Gracias, pastor. El próximo…
—Petrus Allmann, de Darmstadt —esta vez se trataba de un
hombre de más edad—. Estoy en completo desacuerdo con mi colega.
El lenguaje humano es imperfecto, verdad, pero Cristo Nuestro Señor
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lo usó. Pienso que es un grave error atribuir una especie de doble
sentido a las palabras que El pronunció. A este respecto la Escritura
es absolutamente clara. —Citó solemnemente—: "Inmediatamente
después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la
luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas
de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal
del Hijo del Hombre…"' ¿Y qué significan esas palabras sino el
anuncio de la consumación del fin de todas las cosas temporales?
Sorpresivamente, una parte de la audiencia prorrumpió en
aplausos. Mendelius esperó unos minutos y luego sonriendo con buen
humor levantó la mano pidiendo silencio.
—De manera que ahora, señoras y señores, ¿hay alguien que
esté dispuesto a dirimir la contienda entre estos dos hombres de
buena voluntad?
Esta vez fue una mujer de cabello gris quien levantó la mano.
—Soy Alicia Herschel, diaconisa, de Heidelberg. No creo que
tenga mucha importancia saber quién de mis colegas tiene la razón.
En los países musulmanes donde trabajé como misionera, aprendí a
decir Inshallah. La voluntad del Señor, cualquiera que ella sea,
siempre terminará por cumplirse, no obstante las diversas formas en
que los hombres lean Sus intenciones. El Pastor Allmann acaba de
citar el capítulo XXIV de San Mateo; pero en el mismo capítulo hay
otro versículo que dice: "Mas, de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni
los Ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre".
Era una mujer impresionante y sus palabras fueron recibidas
con nutridos aplausos. A continuación habló un joven de Frankfurt.
Esta vez fue él quien dirigió una pregunta a Mendelius:
—¿Cuál es su posición frente a este problema, Herr Professor?
Le habían hecho la pregunta precisa, que por lo demás él había
anticipado que le harían y, en el fondo, agradeció verse así forzado a
definirse. Se recogió en silencio por unos minutos y luego procedió a
diseñar su posición.
—Como saben, yo fui ordenado sacerdote en la Iglesia Católica
Romana. Sin embargo, más tarde dejé ese ministerio y concentré mis
esfuerzos en un trabajo académico. Es así como, y por un largo
tiempo, me he visto absuelto de la obligación de llevar adelante una
interpretación pastoral de la Escritura. Ahora continúo siendo un
cristiano confeso, pero soy un historiador, dedicado a un estudio
puramente histórico de documentos bíblicos y patrísticos. En otras
palabras examino lo que ha sido escrito en el pasado a la luz de
nuestro conocimiento de ese pasado… De manera que, en tanto que
profesional, no estoy en condiciones de afirmar o negar la verdad o
falsedad de los escritos proféticos sino que solamente soy
competente para hablar de su origen y autenticidad.
Reinaba ahora un profundo silencio. Su auditorio había
aceptado su renuencia a tomar partido pero si soslayaba o evitaba
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dar un testimonio personal sabía que sería a su vez rechazado por sus
oyentes. El conocimiento no les bastaba. Como verdaderos
Evangélicos que eran exigían que ese conocimiento fructificara por la
palabra y en la acción. Mendelius continuó.
—Por temperamento y disciplina académica me he inclinado
siempre a interpretar el futuro en términos de continuidad,
modificación, cambio. No logro reconciliarme con la idea de
consumación… Ahora, sin embargo, me siento más inclinado de lo
que nunca he estado antes, a considerar que la consumación es
posible. En efecto, la humanidad, y ese es un hecho experimental,
tiene hoy en su poder todos los medios para crear una catástrofe de
tales dimensiones como para que la vida humana, tal como la
conocemos, se extinga en el planeta. Y dado que existen otros hechos
experimentales de la capacidad del hombre para el mal y la
destrucción, enfrentamos en estos momentos la temible perspectiva
de la inminencia de la consumación…
Un contenido suspiro, claramente audible, brotó de la
audiencia. Mendelius terminó con un breve comentario:
—…La cuestión de discernir si es sabio u oportuno difundir, en
estos momentos, un mensaje como éste, pertenece ya a otro orden
de problemas y confieso que, ahora mismo, me siento incompetente
para resolver el dilema.
Hubo un momento de silencio y luego un pequeño bosque de
manos emergió del auditorio. Antes de continuar con las preguntas
Mendelius alcanzó su vaso de agua y bebió un largo sorbo del líquido.
Y bruscamente, la incongruente visión de Anneliese Meissner pareció
erguirse ante él, mirándolo agudamente a través de sus gruesos
lentes, con una sonrisa iluminando su fea cara. Casi podía oírla dando
su burlón veredicto.
—Se lo advertí, Carl, ¿no es así? ¡Locura de Dios! Usted nunca
terminará de recuperarse de ella.
Se había planeado que la sesión finalizara al mediodía, pero la
discusión resultó tan animada que era casi la una cuando Mendelius
logró por fin escapar al estudio de Herman Frank para beber algunos
tragos antes del almuerzo. Herman se deshizo en alabanzas, pero
Mendelius, mirando los titulares de los diarios dispersos sobre el
escritorio, se sintió casi desgraciado.
Los comentarios de la prensa abarcaban toda la gama, desde lo
extravagante hasta lo malicioso: "héroe del Corso"; "distinguido
académico presencia un asalto"; "ex-jesuita, testigo clave contra las
brigadas terroristas". En cuanto a las fotografías, eran lóbregas:
Mendelius, con las ropas salpicadas de sangre, arrodillado al lado de
la víctima; Malagordo alzado dentro de la ambulancia; Mendelius y el
detective absortos en una conversación entre dos vasos de whisky.
Había también un retrato identikit de la asesina, cuidadosamente
rotulado: "Impresión de la asesina por el profesor Carl Mendelius de la
Universidad de Tübingen…" El conjunto había sido orquestado de
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acuerdo al estilo teatral de los italianos: grandilocuente horror, alto
heroísmo y pesada ironía… "El hecho de que un senador judío deba la
vida a un historiador alemán no carece de cierta justicia poética…"
—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius estaba pálido de ira—. Me
han colocado en la posición exacta de un pato de feria, listo para
servir de blanco a los tiradores domingueros.
Herman Frank asintió tristemente.
—Es un feo asunto, Carl. La Embajada acaba de llamar para
advertirle que existen fuertes lazos y conexiones entre los terroristas
italianos y los grupos similares alemanes.
—Lo sé. Creo que ya no nos será posible continuar viviendo en
su casa. Le ruego que llame de vuelta a la Embajada y que consiga de
ellos que usen de su influencia a fin de obtener para nosotros dos
cuartos en alguno de los mejores hoteles, el Hassler, tal vez, o el
Grand… Por ningún motivo deseo exponerlos, a usted y a Hilde a
ningún tipo de peligro por culpa mía.
—¡No, Carl! No estoy dispuesto a inclinarme y ceder ante este
tipo de amenaza y sé que Hilde estará de acuerdo conmigo.
—¡Herman, se lo ruego! No es el momento para actos heroicos.
—No se trata de actos heroicos, Carl —Herman se veía
sorprendentemente resuelto—. Es simple sentido común. Rehúso vivir
escondido bajo tierra como un topo. Eso es precisamente lo que estos
bastardos están tratando de obtener. Además, será sólo por una
semana. Las muchachas pueden ir a Florencia, tal como lo han
planeado. Y un par de viejos percherones como nosotros bien pueden
ser capaces de cuidar de sí mismos.
—Pero escúcheme…
—Nada de "peros", Carl. Conversemos del asunto con las
muchachas a la hora del almuerzo y veamos lo que dicen.
—Muy bien. Gracias, Herman.
—Gracias a usted, amigo mío. La conferencia de esta mañana
representó un triunfo muy especial para mí. En todos los años que
llevo aquí en la Academia, jamás me había tocado presenciar un
debate tan animado. Sus auditores bullen de impaciencia esperando
el momento de la próxima sesión… ¡Oh, casi se me olvida! Hubo dos
llamados telefónicos para usted. Uno de ellos era del cardenal Drexel.
Estará en su escritorio hasta la una y media. El otro fue de la esposa
del senador Malagordo. Desearía que usted la llamara al hospital
Salvator Mundi… Aquí tiene los números. Haga los llamados ahora y
así podrá olvidarse de ellos. Me gustaría que disfrutara del almuerzo.
Mendelius marcó el número de Drexel sintiéndose un tanto
perdido. El problema de la discreción era esencial para el Vaticano.
Bien podía ser que Drexel viera en la amenaza suspendida sobre la
vida privada de Mendelius, una amenaza consiguiente sobre la vida
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privada de Jean Marie Barette. Se sorprendió al descubrir que el viejo
guerrero estaba cordial y solícito.
—¿Mendelius…? Presumo que ya ha leído los diarios de esta
mañana.
—Así es, Eminencia. Justamente acabo de conversar sobre ellos
con mi huésped. Una molestia, por decir lo menos.
—Tengo una sugestión que hacerle. Espero que la acepte.
—Me sentiría dichoso de considerarla, Eminencia.
—Me gustaría que dispusiera, por el resto de los días que
pasará aquí, de mi auto y de mi chofer. El se llama Francone y fue
carabinero. Es un experto en todo lo referente a la seguridad personal
de quien esté bajo su cuidado, es alerta y muy capaz.
—Es mucha bondad de su parte, Eminencia, pero me parece
que no puedo aceptar.
—Yo creo que sí puede. Es más, creo que debe aceptar. He
invertido una gran dosis de interés en que se mantenga a salvo,
amigo mío. Y me propongo proteger mi inversión. ¿Dónde se
encuentra ahora?
—En la Academia. Regresaré a casa de Frank para almorzar
allá. La dirección es…
—Tengo la dirección. Francone se presentará a las cuatro y
permanecerá a su disposición por el resto de su esta… Y no discuta
conmigo ahora. No podemos permitirnos perder al héroe del Corso,
¿no es así…?
Fue con un aliviado corazón que Mendelius marcó el siguiente
número, el del Hospital Salvator Mundi y pidió hablar con la esposa
del senador Malagordo. Lo comunicaron primero con una monja
alemana de modales bastante bruscos y luego con un agente de
seguridad. Después de un largo silencio, la mujer del senador llegó
por fin al teléfono. Deseaba, dijo, darle las gracias por haber salvado
la vida del senador. Estaba seriamente herido pero su condición se
había estabilizado y tan pronto como estuviera en condiciones de
recibir visitantes, le agradaría ver al profesor con el fin de agradecerle
personalmente lo que había hecho por él. Mendelius prometió llamar
a fines de la semana, agradeció la cortesía del llamado y colgó. En
cuanto se enteró de las noticias, Herman Frank retornó a su habitual
modo alegre.
—¡Ve usted, Carl! Ese es el otro lado de la medalla. La gente es
buena y generosa. Y el cardenal es un viejo zorro muy sagaz. Tal vez
usted lo ignore, pero el Vaticano tiene un equipo de agentes de
seguridad extremadamente capaces y duros, carentes por completo
de inhibiciones, y siempre dispuestos a romper cabezas en servicio de
Dios. Obviamente, este Francone es uno de ellos. Me siento mejor
ahora, mucho mejor. Vamos a casa a almorzar.
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Durante el almuerzo, Lotte, muy quieta, casi no habló, pero en
cuanto los Frank se retiraron para su habitual siesta y ella se encontró
sola con Carl, dejó muy en claro su posición.
—No pienso ir a Florencia, Carl, ni a Ischia, ni a ningún otro
lugar fuera de Roma, a menos que tú me acompañes. Si estás en
peligro, quiero compartirlo contigo. De otro modo sentiría que no soy
sino un mueble más en tu vida.
—Por favor, schatz, te ruego que seas razonable. No necesitas
probarme nada.
—¿Has pensado alguna vez que acaso deba probármelo mí
misma?
—Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Porque desde que nos casamos yo he disfrutado solamente
del lado cómodo y agradable de la vida, primero como mujer de un
distinguido académico y luego como Frau Professor en Tübingen.
Nunca he tenido que preocuparme ni pensar demasiado acerca de
nada, salvo en cuidar a mis hijos y llevar la casa… y siempre tú has
estado allí, como un fuerte y poderoso muro que me ha protegido de
todos los vientos. Nunca he tenido que medirme a mí misma sin ti.
Nunca he tenido una rival. Todo eso ha sido ciertamente maravilloso,
pero ahora, cuando miro a las otras mujeres de mi edad, me siento
inadecuada para estos tiempos.
—No existe ningún motivó por el cual debas sentirte
inadecuada. ¿Crees tú que habría sido posible para mí llevar adelante
mí carrera académica sin ti, sin el hogar que tú me has dado y todo el
amor con que lo has llenado?
—Sí, creo que sí, en eso te he ayudado. Tu carrera habría sido
de todos modos brillante, aunque tal vez de manera diferente. No
eres un académico encerrado en sus libros, limitado por ellos, sino
que además eres un aventurero. ¡Oh sí! Te he visto deseoso de
emprender aventuras y, atemorizada, te he cerrado la puerta. Pero
ahora deseo conocer a ese aventurero y gozar con él antes que sea
demasiado tarde.
Rompió a llorar con unas quietas y tiernas lágrimas.
Mendelius extendió los brazos y reclinándola sobre él, comenzó
a acariciarla tiernamente.
—…No hay ningún motivo para estar triste, schatz. Estamos
juntos y yo no quiero ni intento echarte de mi lado. Lo que sucede es
que ayer, súbitamente, vi de frente la cara desnuda del mal. Aquella
muchacha, que no puede tener muchos más años que Katrin, tenía el
rostro de una Madonna de Dolci. Y sin embargo disparó a sangre fría
contra un hombre, no para matarlo, sino para destruir su
masculinidad… Yo no querría verte expuesta a ese tipo de crueldad.
—Pero de hecho lo estoy, Carl. Estoy tan expuesta como tú
porque formo parte de ti. Cuando Katrin partió a París con su Franz,
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deseé fervorosamente ser joven de nuevo y estar partiendo contigo,
así como lo estaba haciendo ella con su amor. Y estuve celosa,
porque ella tenía ahora algo que yo nunca tuve. Cuando tú y Johann
discutían, una parte de mi ser se alegraba con ello, porque eso
significaba que después él vendría a mí. El era como un joven amante
con el cual yo me sentía capaz de despertar celos en ti… ¡Ya está! Lo
dije, y si tú me odias por lo que he dicho, nada puedo hacer ya.
—No puedo odiarte, schatz. Mis enojos contigo nunca han
podido durar, bien lo sabes.
—Supongo que eso también forma parte del problema. Porque
yo lo sabía y quería que tú pelearas conmigo.
—Pero aun así no pelearé contigo, Lotte —se tornó súbitamente
sombrío y lejano—. ¿Sabes por qué? Porque durante toda la primera
época de mi vida estuve atado, cierto que por mi propia voluntad,
pero no obstante atado. Y cuando rompí aquella servidumbre y me
sentí nuevamente libre aprecié de tal manera esa libertad que nunca,
desde entonces, he sido capaz de imponer ningún tipo de poder sobre
nadie… Deseo tener una compañera, no una muñeca.
Yo veía lo que estaba sucediendo, pero mientras no lo vieras tú
misma y desearas cambiarlo, yo nada podía hacer, porque nunca he
querido forzarte a nada. No sé si esto ha sido para bien o para mal,
pero es así como yo lo veo y lo siento.
—¿Y ahora, Carl? ¿Qué sientes ahora?
—Estoy asustado —dijo Carl Mendelius—, temeroso de lo que
puede estar aguardándonos allá afuera en las calles; y aún más
temeroso de lo que puede suceder cuando yo me haya reunido con
Jean Marie.
—Mi pregunta se refería a nosotros, a ti y a mí.
—Es precisamente de eso de lo que estoy hablando, schatz.
Cualquier paso que demos ahora entraña un riesgo. Y yo deseo que tú
estés a mi lado, pero no para demostrarnos mutuamente nada,
porque eso sería como tener relaciones sexuales únicamente para
demostrar que podemos hacerlo… Puede ser magnífico, pero está
muy lejos del amor. En resumen, depende de ti, schatz.
—Hay infinitas formas de decirlo, Carl. Te amo. De ahora en
adelante, donde tú estés, ahí estaré yo.
—Dudo que los monjes te ofrezcan una cama en Monte Cassino;
pero fuera de eso, ¡espléndido! Estaremos siempre juntos.
—Me parece bien —dijo Lotte con una sonrisa—. Y ahora, Herr
Professor, venga a la cama. Es el lugar más seguro de Roma.
En principio la idea parecía excelente, pero antes que les fuera
posible llevarla a la práctica, la criada golpeó a la puerta para
anunciar que Georg Rainer llamaba desde su escritorio del Die Welt.
Rainer parecía de buen humor, pero sus palabras fueron cortantes,
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precisas y en estricto tono de negocios.
—Usted se ha transformado en un hombre célebre ahora, Carl.
Necesito una entrevista para mi diario.
—¿Cuándo?
—Ahora, inmediatamente, por teléfono. Para que la entrevista
alcance a salir en la próxima edición dispongo de muy poco tiempo.
—Adelante.
—No tan rápido, Carl. Somos amigos de un amigo común, de
manera que por esta vez, una sola vez, le daré las reglas básicas de
una entrevista mía. Si no desea responder, puede negarse a hacerlo.
Pero no me diga nada en confidencia. Imprimiré todo lo que me diga.
¿Queda claro?
—Claro.
—Estoy grabando esta conversación con su consentimiento.
¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Comenzamos. Profesor Mendelius, la rapidez y eficiencia de
su acción de ayer salvó la vida del senador Malagordo. ¿Cómo se
siente en el papel de una celebridad internacional?
—Muy incómodo.
—Algunos diarios han juzgado en forma bastante provocativa su
acto de misericordia. Uno de ellos lo llama,"héroe del Corso". ¿Cómo
se siente respecto a eso?
—Avergonzado. No hice nada heroico. Simplemente apliqué una
forma elemental de primeros auxilios.
—¿Y qué piensa de este título "Ex jesuita testigo clave contra
las brigadas terroristas"?
—Eso es una exageración. Presencié el crimen y lo describí a la
policía. Presumo que debe haber muchos otros testimonios.
—Usted dio también una descripción completa de la muchacha
que disparó.
—Sí.
—¿Fue una descripción precisa y detallada?
—Sí.
—¿Al dar esta evidencia, sintió que estaba aceptando un gran
riesgo?
—Si hubiera callado, habría asumido un riesgo mucho mayor.
—¿Por qué?
—Porque la violencia florece cuando los hombres temen hablar
y actuar contra ella.
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—¿Teme ahora las represalias posibles, profesor?
—No tengo temor. Pero sí estoy preparado.
—¿Cómo se ha preparado?
—Sin comentarios.
—¿Está armado? ¿Le han dado protección policial, un
guardaespaldas?
—Sin comentarios.
—¿Algún comentario sobre el hecho de que usted es alemán y
de que el hombre cuya vida salvó es judío?
—Jesucristo Nuestro Señor era judío. Me siento dichoso de
haber podido servir a alguien de Su mismo pueblo.
—Y sobre otro asunto, profesor. Entiendo que su conferencia de
esta mañana en la Academia Alemana fue bastante dramática.
—Fue muy bien recibida por el auditorio. Yo no la llamaría
dramática.
—El informe que tenemos sobre ella dice así: "Un miembro del
auditorio preguntó al profesor Mendelius si creía que el fin del mundo,
tal como había sido anunciado en la Biblia, era una posibilidad real y
el profesor Mendelius replicó que no sólo era una posibilidad sino una
inminente probabilidad".
—¿De dónde diablos sacó esa información?
—Tenemos buenas fuentes, profesor. ¿Ese informe es
verdadero o falso?
—Es verdadero —dijo Mendelius—. Pero ruego a Dios que usted
no publique eso.
—Le expliqué las reglas básicas, amigo mío; pero si desea
ampliar su declaración tendré el mayor placer en citarlo
textualmente.
—No puedo, Georg. Por lo menos no ahora.
—¿Y qué significa eso, profesor? ¿Tan en serio se toma a sí
mismo?
—En este caso, sí.
—Mayor razón aún para imprimir el informe.
—¿Qué tal periodista es usted Georg? ¿Bueno?
—Lo estoy haciendo bastante bien, ¿no le parece? —la risa de
Rainer resonó en el teléfono.
—Hagamos un convenio, Georg.
—Nunca hago convenios. Bueno, casi nunca. ¿En qué está
pensando?
—No publique esta información sobre el fin del mundo y a
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cambio yo le daré una noticia mucho más importante.
—¿Sobre el mismo tema?
—Sin comentarios.
—¿Cuándo?
—Dentro de una semana.
—Eso cae en viernes. ¿Y qué espera darme para entonces? ¿La
fecha de la Segunda Venida?
—Un almuerzo en el restaurante de Ernesto.
—¿Y una historia exclusiva?
—Se lo prometo.
—Bien. Tiene usted su pacto.
—Gracias, Georg.
—Y yo todavía tengo la grabación para recordar lo que hemos
convenido. Auf Wiedersehen, Herr Professor.
—Auf Wiedersehen, Georg.
Cortó la comunicación y permaneció allí, pensativo y perplejo
bajo la indiferente mirada de los cervatillos y pastores que lo
contemplaban desde el cielorraso. Involuntariamente había penetrado
en un campo minado. Un solo paso descuidado más que diera y
explotaría bajo sus pies.
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2005

CAPITULO 4

Domenico Giuliano Francone, chofer y hombre de confianza de


Su Eminencia, era, tanto en su aspecto exterior como en su carácter,
un original. Su estatura sobrepasaba el metro ochenta, con un cuerpo
de atleta, una sonriente faz de chivo y un mechón de cabellos rojos
diligentemente teñidos. Proclamaba tener sólo cuarenta y dos años,
pero la verdad era que sobrepasaba ampliamente los cincuenta.
Hablaba un alemán que había aprendido en los Guardias Suizos, un
atroz francés de Génova, inglés con acento americano e italiano con
sonsonete sorrentino.
Su historia personal era una letanía de variables. Había
participado como aficionado en competencias de lucha libre, había
sido campeón ciclista, sargento en el cuerpo de Carabinieri, mecánico
en el equipo de carreras de Alfa, notable bebedor y mujeriego hasta
que, después de la muerte de su esposa había descubierto la religión
y asumido el cargo de sacristán en la iglesia titular de Su Eminencia.
Su Eminencia, impresionado por su laboriosidad y devoción —y
posiblemente por su buen humor— lo había promovido a un puesto
de relativa confianza en su casa particular. Debido a su
entrenamiento policial, a su habilidad como chofer, a su conocimiento
de las armas y a su experiencia en combates cuerpo a cuerpo había
llegado a ser casi por derecho propio, el guardaespaldas de Su
Eminencia. En estos duros e incrédulos tiempos, aun un Príncipe de la
Iglesia nunca estaba totalmente a salvo de las amenazas de los
terroristas, y si bien es cierto que un hombre de la Iglesia no se
atrevería a demostrar miedo, el gobierno italiano no hacía ningún
secreto de sus propios temores y pedía, en consecuencia, algunas
elementales medidas de precaución.
Todo esto y mucho más fue elocuentemente desarrollado por
Domenico Francone en la tarde del sábado, mientras conducía el
automóvil que llevaba a los Mendelius y a los Franks en una excursión
a las tumbas etruscas de Tarquinia. Una vez que sintió que su
autoridad quedaba así perfectamente establecida, procedió a delinear
para sus pasajeros las indispensables reglas de conducta.
—…Soy responsable ante Su Eminencia por la seguridad de
ustedes. De manera que les ruego que hagan lo que yo les diga y que
lo hagan sin discutir. Si les digo que se agachen, esconden sus
cabezas, si manejo como un loco, se afirman lo mejor que puedan y
no hacen preguntas. Cuando entren a un restaurante, seré yo quien
elija la mesa. Si usted, profesor, sale a pie por Roma, espera hasta
que yo haya estacionado el auto y esté en condiciones de seguirlo…
En esta forma pueden continuar pensando en sus asuntos y dejarme
a mí la preocupación por su seguridad. Conozco perfectamente la
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2005
manera de actuar de estos mascalzoni…
—Tenemos plena confianza en usted —dijo Mendelius
amablemente—, pero ¿hay alguien siguiéndonos ahora?
—No, profesor.
—Entonces tal vez querría usted ir un poco más despacio, las
señoras disfrutarían si pudieran ver algo del paisaje.
—Por supuesto. Mil perdones… Esta es una zona muy histórica,
llena de tumbas etruscas. Como saben, hay una prohibición de hacer
excavaciones sin los debidos permisos, pero en una cantidad de sitios
apartados y escondidos, los robos continúan. Cuando yo estaba en los
Carabinieri…
El torrente de su elocuencia volvió a cobrar nuevos bríos. Los
cuatro amigos se alzaron de hombros, se sonrieron mutuamente y se
adormecieron el resto del camino hasta llegar a Tarquinia. Fue un
alivio poderlo dejar de centinela junto al automóvil, en tanto que ellos
seguían a un guardián de voz dulce que los guió a través de unas
colinas cubiertas de trigo hasta el lugar del pueblo de las tumbas
buscadas.
Era un lugar tranquilo que llenaba el canto de la alondra y el
bajo susurro del viento a través del verdeante trigo. La perspectiva,
desde allí, tenía algo de mágico: las verdes tierras derramándose
lentamente hacia las morenas aldeas allá abajo, con el mar azul
centelleando atrás, los dispersos yates con las velas henchidas por la
brisa dirigiéndose hacia el oeste, hacia Cerdeña. Lotte se sentía
verdaderamente transportada y Mendelius trató de recrear para ella
la vida de aquel pueblo desaparecido…
—…eran grandes mercaderes y grandes navegantes. Dieron su
nombre, el de Tirrenos, a esta parte del Mediterráneo. Trabajaban el
cobre y el hierro y fundían el bronce, cultivaban los fértiles campos
que van de aquí hasta el valle del Po y por el sur hasta Capua.
Disfrutaban y amaban la música y el baile y celebraban grandes
fiestas; y al morir, eran enterrados con comida y vino a su lado, y sus
mejores ropas, y escenas describiendo su vida pintadas en las
murallas de sus tumbas…
—Y ahora desaparecieron —dijo Lotte suavemente—. ¿Qué les
sucedió?
—Llegaron a ser demasiado ricos y la pereza se apoderó de
ellos. Se escudaron detrás de sus ritos y entregaron su confianza a
dioses que ya no tenían razón de ser. El pueblo y los esclavos se
sublevaron. Los ricos huyeron con su riqueza y fueron a pedir
protección a los romanos. Los griegos y los fenicios los reemplazaron
en las rutas de su comercio. Y aun su lengua misma terminó por
extinguirse. —Suavemente citó el epitafio—. "¡Oh antigua Veii! Una
vez fuiste un reino y había en tu foro un trono de oro. Ahora los
pastores holgazanean y tocan la flauta adentro de tus muros; y sobre
tus tumbas, siegan la cosecha de tus campos…"
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—Eso es muy bello. ¿Quién lo escribió?
—Un poeta latino, Propercio.
—Me pregunto lo que escribirán sobre nuestra civilización.
—Tal vez no quede nadie para escribir ni una sola línea… —dijo
Mendelius caprichosamente— y ciertamente que en nuestras tumbas
no se grabarán pastorales. Estos pueblos al menos, esperaban
continuidad. Nosotros en cambio estamos considerando la posibilidad
de un holocausto… Se necesitó un cristiano para escribir el Dies Irae.
—Rehúso seguir pensando en esas cosas tan tristes —dijo Lotte
firmemente—. Esto es muy lindo y yo deseo disfrutar del día.
—Discúlpame —Mendelius sonrió y la besó—. Apróntate ahora
para ocultar tus sonrojos. Los etruscos gozaban con el sexo y pintaron
algunos bellos recuerdos de agradables momentos que el sexo les
proporcionó.
—Bien —dijo Lotte—, muéstrame en primer lugar los más sucios
y malos entre esos recuerdos y asegúrate de que es a mí a quien
tienes de la mano y no a Hilde.
—Para ser una mujer virtuosa, schatz, tu mente es más bien
sucia.
—Alégrate de que sea así —dijo Lotte riéndose alegremente—,
pero por el amor de Dios no se lo cuentes a los niños.
El guía estaba haciéndoles señas, de manera que ella tomó la
mano de su esposo y caminó ágilmente a su lado ascendiendo la
suave colina hasta el lugar donde se encontraba el guía. Era un
muchacho joven, de corteses y agradables modales, que había
recibido hacía poco su grado de Arqueología y que se sentía, en
consecuencia, lleno de entusiasmo por el tema. Atemorizado, sin
embargo, por la presencia de dos distinguidos académicos, dedicó su
atención a las mujeres, en tanto que Mendelius y Herman Frank
permanecían atrás, conversando en voz baja. Herman estaba aquél
día en ánimo de confidencias.
—Hablé con Hilde sobre el asunto aquel y resolvimos seguir su
consejo. Nos trasladaremos a vivir al campo. Gradualmente, por
supuesto, planificaré algún programa para dedicarme a escribir. Si
pudiera obtener un contrato por una serie de libros, lograría a la vez
continuidad en el trabajo y algún sentido de seguridad económica.
—Eso es precisamente lo que me recomienda mi agente —dijo
Mendelius animándolo—. Dice que los editores prefieren ese tipo de
proyecto porque les da tiempo para buscar y asentar los lectores
adecuados. En cuanto regresemos a Roma lo llamaré y veremos qué
ha podido hacer en estos días. Usualmente pasa sus fines de semana
en su casa.
—Pero hay sin embargo algo que me preocupa, Carl.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
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—Bueno, es un tanto embarazoso…
—¡Vamos! Somos viejos amigos. ¿Cuál es el problema?
—Se trata de Hilde. Soy mucho mayor que ella. Y no soy tan
bueno en la cama como solía serlo. Ella dice que no tiene
importancia, que no la preocupa para nada y yo le creo,
probablemente porque quiero creerle. En Roma llevamos una vida
interesante y movida: cantidades de amigos, visitantes divertidos y
variados… Bueno… parece que lo uno equilibra lo otro. Si nos vamos
al campo, yo tendré mi trabajo, pero ella se verá encerrada en una
casa pequeña, rodeada de campos, como la mujer de un campesino.
Y temo que eso no resulte. Sería por supuesto mucho más fácil si
tuviéramos hijos o nietos; pero tal como están las cosas… me moriría
si la perdiera, Carl.
—Pero ¿qué le hace pensar a usted que puede perderla?
—Eso —señaló con el dedo hacia las dos mujeres y el guía en
esos momentos abría una tumba. Hilde bromeaba con el muchacho y
el eco de su alegre risa resonaba como burbuja en la quietud del valle
—. Sé que no soy sino un viejo tonto, pero muy celoso y… tengo
miedo.
—Domínese, hombre —Mendelius usó la manera cortante para
tranquilizar a su amigo—. Domínese y mantenga su boca cerrada.
Ustedes se avienen, disfrutan de una buena vida juntos, Hilde lo ama.
Goce de lo que tiene, día a día. Nadie está asegurado contra nada,
para siempre, y nadie tiene derecho a estar asegurado. Además, en la
medida en que permita que el miedo se apodere de usted su
capacidad sexual disminuirá. Cualquier médico le diría lo mismo que
le estoy diciendo yo.
—Lo sé, Carl. Pero a veces es muy duro…
—Siempre es duro —Mendelius rehusaba ablandarse—. Es duro
cuando la esposa parece prestar más atención a los niños que a
usted. Es duro cuando los niños luchan contra usted para obtener el
derecho a vivir como ellos creen y no como usted piensa que
debieran hacerlo. Es duro cuando un hombre como Malagordo sale a
almorzar y una bonita muchacha le planta dos balas en sus partes
sexuales. Vamos, Herman, ¿cuánto azúcar necesita en su taza de
café?
—Lo siento.
—No lo sienta. Al hablarme se liberó de un peso que tenía en el
corazón. Ahora, olvídelo. —Hojeó el catálogo que llevaba en la mano
—. Esta es la tumba de los Leopardos, con los flautistas y los
tocadores de laúd. Vamos a reunimos con las muchachas.
Más tarde, cuando se encontraban en la antigua cámara,
oyendo las explicaciones del guía sobre los frescos, otro pensamiento,
aventurado y fortuito asaltó a Mendelius: Jean Marie Barette, ex papa,
había sido impelido a proclamar la Parusía; pero ¿tenía realmente el
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pueblo interés en oír acerca de eso? ¿Estaba la gente
verdaderamente dispuesta a prestar atención a un delgado profeta
que anunciaba una catástrofe desde la cima de una montaña? Desde
aquella época, quinientos años antes de Cristo, cuando los antiguos
Etruscos sepultaban a sus muertos al son de flautas y laúdes y los
encerraban en un perpetuo presente con comida y vino y un leopardo
amaestrado para hacerles compañía bajo los pintados cipreses, la
naturaleza humana no había cambiado mucho.

Aquella noche, Mendelius y Lotte cenaron en una trattoria en la


antigua Via Appia, llevados allí por el locuaz Francone que, ante sus
protestas por las largas horas de trabajo de él, los hizo callar con la
frase que ahora les era familiar: "Soy responsable por ustedes ante
Su Eminencia".
Les ordenó sentarse con las espaldas apoyadas en la pared de
la cocina y luego se retiró a comer en la misma cocina, desde donde
le era posible vigilar el patio donde se encontraba el coche y
asegurarse de que nadie colocaría una bomba bajo el auto del
Cardenal.
En esta ocasión se encontraban allí invitados por Enrico
Salamone, que publicaba en Italia los libros de Mendelius; se trataba
de un soltero de mediana edad con una señalada aficción a las
mujeres exóticas y de preferencia, inteligentes. Su compañera de
esta noche era una tal madame Barakat, esposa divorciada de un
diplomático indonesio. Salamone era el sagaz y exitoso jefe de una
casa editorial, gran admirador de la excelencia académica, pero que
jamás desdeñaba la oportunidad de discutir un tema sensacionalista.
—…¡Abdicación, Mendelius! Piense un poco sobre lo que eso
significa. Un papa vigoroso e inteligente, con sólo sesenta y cinco
años, en el séptimo año de su pontificado. Tiene que haber una
jugosa y enorme historia detrás de todo eso.
—Sí, probablemente es así —Mendelius habló con elaborada
displicencia—, pero si un autor intentara meterse con ella creo que
sólo conseguiría quebrarse el espinazo. Los mejores periodistas del
mundo sólo han obtenido alguna que otra migaja rancia.
—Estaba pensando en usted, Carl.
—Olvídelo, Enrico —Mendelius se rió—. Por lo demás, mi plato
está demasiado lleno.
—He tratado de explicárselo —dijo madame Barakat—. Le he
dicho que debe mirar hacia otros horizontes. Este es un mundo
pequeño e incestuoso y los editores deben esforzarse por abrir
ventanas, hacia el Islam, hacia los Budistas, hacia la India. Todas las
nuevas revoluciones tienen un carácter religioso.
Salamone asintió de mala gana.
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—Lo sé. Lo estoy viendo. ¿Pero dónde están los escritores
capaces de interpretar al Este para nosotros? El periodismo no basta
y en cuanto a la propaganda no es sino un mercado de prostitutas.
Necesitamos poetas y contadores de cuentos a la vieja usanza.
—Me parece —dijo Lotte tristemente— que cada cual grita lo
más alto y lo más a menudo que puede y que es imposible contar
historias en medio de una multitud o escribir poesía al resplandor de
la televisión.
—Bravo, schatz —dijo Mendelius estrechándole la mano.
—Es verdad —ahora estaba lanzada y pronta para el combate
—. No soy muy lista, pero sé que Carl ha escrito sus mejores obras
cuando ha podido disfrutar de una posición tranquila, en alguna
retirada ciudad de provincia. ¿No me has comentado tú mismo Carl,
cuánta gente habla y discute sobre sus libros en lugar de escribirlos?
Y usted también, Enrico. En una ocasión recuerdo que usted dijo que
le gustaría encerrar a sus autores en una habitación y luego guardar
la llave de la habitación en una caja fuerte hasta que fueran capaces
de producir un manuscrito terminado.
—Lo dije, Lotte, porque lo creo —le sonrió fugazmente
mirándola de reojo—, pero aun su marido aquí presente no es en
verdad el eremita que pretende ser. ¿Qué está haciendo en Roma,
Carl?
—Ya se lo dije: investigando, dando un par de conferencias y
aprovechando para tener unas vacaciones, con Lotte.
—Corre un rumor —dijo madame Barakat dulcemente— de que
el ex-papa le había encomendado a usted una especie de misión.
—De ahí nació la sugerencia mía para un libro suyo —dijo Enrico
Salamone.
—¿De dónde demonios sacaron ustedes esa tontería? —
Mendelius estaba francamente irritado.
—Es una larga historia —Salamone se veía divertido, pero no
había perdido nada de su cautela— y le aseguro a usted que es
auténtica. Usted sabe que soy judío. Es pues natural que acostumbre
a recibir al embajador de Israel y a los visitantes que él desea
presentar en Roma. Es también natural que hablemos de temas que
nos interesan mutuamente. De manera que… El Vaticano siempre ha
rehusado otorgar reconocimiento diplomático al Estado de Israel. Eso,
por supuesto, es pura política. El Vaticano no desea pelear con el
mundo árabe. Si fuera posible, lo que la Santa Sede desearía sería
poder asumir un cierto tipo de soberanía sobre los Santos Lugares.
¡Ecos de las Cruzadas! Había cierta esperanza de que esa situación
pudiera cambiar bajo Gregorio XVII. Se creía que su respuesta
personal a una apertura de relaciones con Israel podía ser favorable.
De manera que, a comienzos de esta primavera se acordó realizar un
encuentro privado entre el embajador de Israel y el pontífice. El papa
se mostró muy franco y directo con relación a este problema, tanto
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en el plano interno, con su propio Secretariado de Estado, cuanto en
el exterior, con los líderes árabes. Deseaba continuar explorando la
situación. Preguntó a mi embajador si un enviado suyo, personal y no
oficial, sería bien recibido en Israel. Naturalmente, la respuesta de los
israelíes fue afirmativa. Y el suyo fue uno de los nombres sugeridos
por el pontífice…
—¡Santo Dios! —exclamó Mendelius auténticamente
sorprendido—. Tiene que creerme, Enrico. No sabía absolutamente
nada de eso.
—Es verdad —afirmó Lotte apoyando a su marido—. Yo lo
hubiera sabido. Esto no fue mencionado jamás, nunca, ni siquiera en
estos últimos…
—Lotte, por favor.
—Lo siento, Carl.
—De manera que no había ninguna misión —madame Barakat
lucía apaciguadora y dulce como la miel—, pero ¿hubo alguna
comunicación?
—Sólo privada, madame —dijo Mendelius en tono cortante—. Es
lo natural en una vieja amistad… Y desearía cambiar de tema.
Salamone se encogió de hombros y extendió las manos en un
gesto de rendición.
—Bien. Pero no debe molestarse conmigo porque haya
intentado averiguar algo. Eso es lo que hace de mí un buen editor. Y
ahora, dígame, ¿cómo está saliendo el nuevo libro?
—Lento. Muy lento.
—¿Cuándo podré esperar el manuscrito?
—En seis o siete meses más.
—Esperemos que para entonces todavía sigamos con este
negocio.
—¿Y por qué no habrían de seguir con él?
—Si leyera los diarios, mi querido profesor, se enteraría de que
las grandes potencias nos están llevando a una guerra.
—Necesitan doce meses más —dijo madame Barakat—. Se lo
he repetido muchas veces, Enrico. Nada antes de doce meses.
Después de eso…
—Nada volverá a ser igual —dijo Salamone—. Sírvame el resto
del vino, Carl. Creo que podríamos pedir otra botella…
La noche había perdido su dulzura, pero fue preciso, de todos
modos, continuar y terminar aquella comida. Al regresar a través de
la dormida ciudad, Mendelius y Lotte se sentaron muy juntos y
hablaron en voz baja, temerosos de despertar una vez más la
elocuencia de Francone. Lotte preguntó:
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—¿Qué significa todo eso, Carl?
—No lo sé, schatz. Salamone estaba tratando de ser ingenioso.
—Y madame Barakat es una bruja.
—Salamone colecciona mujeres raras, ¿no te parece?
—Los viejos amigos y sus nuevas compañeras de cama no
hacen precisamente una buena combinación.
—Estoy en completo acuerdo contigo. Enrico hubiera debido
darse cuenta de eso y no traernos a esta señora.
—¿Crees tú que decía la verdad, respecto de Jean Marie y los
israelíes?
—Probablemente. ¿Pero, quién sabe? Roma ha sido siempre una
galería de chismes y murmuraciones… Lo difícil es poner el nombre
correcto sobre cada una de las voces que se oyen.
—Odio este ambiente de misterio.
—Yo también lo odio, schatz.
Estaba demasiado cansado para darle a conocer su verdadero
estado de ánimo, para decirle que se sentía como un hombre cogido
en las redes de una telaraña, enredado en los largos y arrastrados
mechones de una pesadilla de la que le era imposible escapar, ni
tampoco despertar.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó Lotte soñolienta.
—Si no te importa, me gustaría que fuéramos a misa en las
Catacumbas y luego a Frascati para almorzar. Solamente nosotros
dos.
—¿Crees tú qué sería posible arrendar un auto y salir solos,
manejando tú?
Mendelius rió lastimeramente y sacudió la cabeza.
—Me temo que no, schatz. Y esa es otra lección que deberás
aprender en Roma. No hay forma de escapar de los sabuesos de Dios.
Francone bien podría ser parlanchín, pero era sin duda un
excelente perro guardián. Dio dos vueltas completas alrededor de las
calles que rodeaban el apartamento de Herman Frank y luego
permaneció de pie, vigilante, hasta que las puertas del edificio se
cerraron tras ellos, dejando afuera los peligros de la noche.

En los jardines de San Calixto las buganvillas estaban en llamas,


las rosaledas en el primer esplendor de su florecer y las palomas
alborotaban en su palomar detrás de la capilla… todo se conservaba
tal como él recordaba que había estado durante aquella primera
visita suya, largos años atrás. Los guías mismos no habían cambiado:
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ancianos piadosos provenientes de por lo menos una docena de
países, que dedicaban sus servicios de traductores a los grupos de
peregrinos que acudían a rendir homenaje a las tumbas de los
primeros mártires.
Una extraordinaria tranquilidad reinaba en la diminuta capilla,
los fantasmas se habían ido y no había horrores barrocos ni tampoco
grotescas huellas medievales. Aun los símbolos eran sencillos y llenos
de gracia: el ancla de la fe, la paloma trayendo los signos del Pan
eucarístico. Todas las inscripciones hablaban de esperanza y paz: Vita
in Christo, In Pace Christi. La palabra Vale —adiós— había sido
desterrada. Aun los oscuros laberintos debajo de la capilla habían sido
despojados de toda forma de terror. Los loculi, es decir los nichos en
las murallas que habían servido de tumbas para los muertos, solo
mostraban ahora pequeñas canastas y polvorientos fragmentos de
huesos.
Más tarde, en la Capilla de los Papas, asistieron a una misa
oficiada por un sacerdote alemán para un grupo de peregrinos
bávaros. La capilla era una nave grande, abovedada, donde el conde
de Rossi había descubierto, en 1854, el lugar de descanso de cinco de
los primeros pontífices. Uno fue deportado como esclavo a las minas
de Cerdeña, y murió en cautiverio. Su cadáver fue traído de vuelta, y
enterrado en este lugar. Otro fue ejecutado en la persecución de
Decio, y otro muerto por la espalda a la entrada del lugar de entierro.
Ahora estaba casi olvidada la violencia en que perecieron. Allí
dormían en paz. Su memoria era celebrada en una lengua que jamás
conocieron.
Arrodillado con Lotte en el suelo de toba, respondiendo a la
liturgia familiar, Mendelius recordó su propio sacerdocio y sintió un
ramalazo de resentimiento por haber sido excluido de su ejercicio. No
era así en la Antigua Iglesia. Aún ahora a los clérigos Unigatas se les
permitía casarse, en tanto que los romanos se aferraban con
obstinación a su celibato, y lo reforzaban con mitos y leyendas
históricas y leyes canónicas. Él había escrito copiosos argumentos al
respecto, y todavía luchaba contra eso en los debates; pero, casado a
su vez, era un testigo inválido, y los redactores de las leyes no le
prestaban atención.
¿Pero y el futuro —el futuro próximo—, en que el
abastecimiento de candidatos célibes se interrumpiría y la grey
pediría el ministerio… de hombre o mujer, casados o solteros, no
importaba, siempre que escucharan el Verbo y compartieran el Pan
de la Vida en caridad? En el Vaticano, Sus Eminencias todavía eludían
el problema y se ocultaban detrás de una tradición cuidadosamente
expurgada. Hasta Drexel lo eludía, porque era demasiado viejo para
luchar, y un soldado demasiado bien adiestrado para desafiar al alto
mando. Jean Marie había encarado el tema en su Encíclica, había
enfrentado el problema, y éste era otro de los motivos que habían
ayudado a suprimirla. Y ahora los días negros estaban, una vez más,
aproximándose. Los pastores serían derribados y el rebaño
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dispersado. ¿Quién sería capaz de congregarlos una vez más y de
mantenerlos unidos en el amor mientras el techo del mundo se
derrumbaba alrededor?
Cuando el celebrante levantó la Hostia y el Cáliz después de la
Consagración, Mendelius inclinó la cabeza y de su corazón se alzó una
silenciosa y ardiente plegaria: "Oh Dios, dame la luz suficiente para
conocer la verdad y el valor necesario para llevar a cabo lo que será
exigido de mí". Bruscamente, incontrolablemente, se encontró
llorando. Lotte extendió su mano y apretó la suya y él se aferró a ella,
mudo y desesperado, hasta que la misa terminó y salieron a la luz del
sol que refulgía sobre la rosaleda.
Aquel domingo, temprano, mientras Lotte se encontraba aún en
el baño, Mendelius telefoneó al Hospital Salvator Mundi y preguntó
por el estado de salud del senador Malagordo. Como la vez anterior,
su llamado fue transferido de la recepción a la hermana guardiana y
luego al hombre de la seguridad. Finalmente se le comunicó que el
senador se encontraba mucho mejor y que desearía verlo en cuanto
le fuera posible. Hizo entonces una cita para las tres de aquella
misma tarde.
La inquietud, poco a poco, se había ido apoderando de él pues
estaba cada vez más convencido de que su reunión del miércoles
próximo con Jean Marie estaba destinada a significar una de las
encrucijadas más importantes de su vida.
Si él no era capaz de aceptar la revelación de Jean Marie, la
relación entre ellos cambiaría irrevocablemente. Si, al contrario,
aceptaba esa revelación, debería al mismo tiempo aceptar la misión
que involucraba, cualquiera que fuera la forma que esta misión
tomara. De todos modos, muy pronto debería irse de aquí y deseaba,
mientras tanto, tener la menor cantidad posible de impedimentos
sociales o de cualquier otro orden.
Había llevado a cabo algunas investigaciones pero estaba
demasiado preocupado para ser capaz de concentrarse en el material
que había reunido, el que, por lo demás, era fragmentario y en
consecuencia, poco importante. Para el martes debería enfrentar
nuevamente a los Evangélicos. Se sentía todavía irritado por la
filtración hacia la prensa que se había producido a propósito de su
última conferencia, pero necesitaba poner a prueba la reacción de
una audiencia protestante ante algunas de las proposiciones de Jean
Marie. Además debía cumplir la promesa hecha a Georg Rainer y
darle la historia anunciada. Hasta ahora no tenía la menor idea de lo
que le diría.
Lotte continuaba en el baño, de manera que reunió sus notas y
salió a la terraza con la intención de desayunar allí. Herman había
partido temprano para la Academia y Hilde se encontraba sentada
sola frente a la mesa. Le sirvió café y anunció firmemente:
—Ahora ha llegado el momento en que usted y yo tengamos
una pequeña conversación. Usted está preocupado por algo, Caro
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mío. ¿De qué se trata?
—Nada. Se lo prometo.
—Herman estudia cuadros. Yo estudio gente. Y veo que hay
problemas inscritos en cada línea de su cara. ¿Anda todo bien entre
usted y Lotte?
—Por supuesto.
—¿Entonces, qué sucede?
—Es una larga historia, Hilde.
—Sé escuchar muy bien. Cuéntemelo.
Y él le contó, entrecortadamente al comienzo y luego
progresivamente en un chorro de vívidas palabras, la historia de su
amistad con Jean Marie y la extraña encrucijada hacia la cual esta
amistad lo había conducido. Ella lo oyó en silencio; y para él fue un
verdadero alivio poder expresar lo que sentía sin sobrellevar al mismo
tiempo la carga de dar razones o polemizar. Cuando hubo terminado,
dijo sencillamente.
—De manera que así es la cosa, querida mía. Y no sabré nada
más hasta que vea a Jean Marie el miércoles.
Hilde Frank colocó una suave mano sobre su mejilla y dijo
gentilmente:
—Es un peso enorme para andar por ahí con él a cuestas,
aunque sea el gran Mendelius. Y ayuda a explicar algunas cosas
también.
—¿Qué cosas?
—La romántica idea de Herman de vivir de porotos, "broccoli" y
queso de cabra allá arriba en las montañas.
—Herman ignora lo que le acabo de contar a usted sobre Jean
Marie.
—¿Entonces, de qué demonios está hablando Herman?
—Está asustado ante la perspectiva de una nueva guerra. Todos
estamos asustados. Y además él está preocupado por usted.
—¡Y si supiera la forma que tiene de preocuparse! ¿Sabe cuál es
su última ocurrencia? ¡Desea que corramos a Suiza para hacerse unos
injertos de hormonas con el objeto de mejorar nuestra vida sexual! Le
dije que no se molestara. Estoy perfectamente bien tal como
estamos.
—¿Es usted feliz, Hilde?
—¿Me creerá que sí? Lo soy. Herman es un encanto y yo lo
amo. En cuanto a lo sexual, el hecho es que no soy ni he sido
demasiado competente en esa materia. Oh, me encanta, claro, la
intimidad y el calor de las caricias, pero el resto… no es que sea
frígida, pero sexualmente soy lenta y difícil de excitar y lo que
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finalmente obtengo apenas vale la molestia. De manera que usted ve
que Herman no tiene nada de qué preocuparse.
—Entonces lo mejor que usted puede hacer es decirle esto tan a
menudo como le sea posible —dijo Mendelius restando importancia a
sus palabras— porque en estos momentos se siente un tanto inseguro
de sí mismo.
—Olvide nuestros problemas, Carl. Saldremos adelante con
ellos. Siempre, desde que nos casamos, he sabido cómo tratar a
Frank… Volvamos a su historia.
—Me gustaría conocer su reacción ante ella, Hilde.
—Bueno, para comenzar he vivido mucho tiempo en Italia, de
manera que me he vuelto un poco escéptica en todo lo relativo a
santos, milagros, vírgenes que lloran y sacerdotes que se elevan del
suelo durante la misa. En segundo lugar soy una mujer perfectamente
satisfecha de su vida, en tal forma que nunca me he sentido tentada
de recurrir a adivinos, o sesiones de espiritismo o grupos terapéuticos
de ningún orden. Prefiero mil veces hacer cosas divertidas.
Finalmente, creo que soy una persona bien centrada. Mientras mi
pequeño rincón de universo tenga sentido para mí, me olvido del
resto. Y, de todos modos, ya no hay forma de cambiarme.
—Bien. Miremos entonces al problema desde otro ángulo.
Supongamos que yo regreso el jueves de Monte Cassino y le digo:
"Hilde, acabo de ver a Jean Marie. Creo que la revelación que él ha
recibido es verdadera, que el mundo, en consecuencia, está por
terminar y que la Segunda Venida de Cristo es inminente". ¿Qué haría
usted?
—Difícil decirlo. Pero de lo que sí estoy segura es de que no
partiría corriendo a refugiarme en ninguna iglesia, ni me apresuraría
en acaparar comida ni me subiría a los Apeninos para esperar al
Salvador o contemplar la última salida del sol. ¿Y usted Carl? ¿Cómo
reaccionaría usted?
—No lo sé, Hilde, mi querida. Desde que leí aquella carta de
Jean Marie, no ha pasado ni una noche, ni un día en que no haya
pensado en ello. Pero aun así, no sé.
—Bueno, naturalmente, hay una forma de mirar el asunto…
—¿Qué manera?
—Si alguien se apronta para liquidar al mundo, entonces todo lo
que existe carece de sentido. Y en ese caso, en lugar de esperar el
último llamado del tambor, ¿por qué mejor no comprarse una buena
botella de whisky y un gran frasco de barbitúricos y ponerse a
dormir? Creo que muchísima gente haría precisamente eso.
—¿Lo haría usted? —dijo Mendelius suavemente—. ¿Podría
hacerlo usted?
Ella volvió a llenar las tazas de café y comenzó, calmadamente
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a untar de mantequilla un pedazo de pan.
—Por los mil demonios, usted está en lo cierto, Carl, lo haría. Y
estoy segura de que no querría luego despertar para encontrarme
con un Dios capaz de incinerar a sus propios hijos.
Sonreía al hablar como negando lo que decía, pero Carl
Mendelius tuvo la certeza de que cada una de sus palabras sólo había
afirmado la verdad.
Aquella tarde, cuando se dirigían hacia el Hospital Salvator
Mundi, Domenico Francone, habitualmente tan parlanchín, se
mostraba taciturno y arisco. Cuando Mendelius le señaló que parecían
haber tomado una ruta muy complicada, Francone le contestó con
bastante brusquedad.
—Conozco mi oficio, profesor. Y le prometo que llegará a
tiempo.
Mendelius digirió el desaire en silencio. El tampoco se sentía
muy feliz. Su conversación con Hilde Frank había hecho surgir en él
nuevas y más profundas dudas sobre la veracidad de Jean Marie y la
prudencia de su encíclica, así como también había arrojado una luz
diferente sobre la actitud de los cardenales que lo habían obligado a
abdicar.
A través de toda la literatura apocalíptica, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento, en los documentos Esénicos y
Gnósticos, un tema en especial mantenía su persistencia: la idea de la
existencia de elegidos, de seres escogidos, hijos de la luz, buena
simiente, ovejas amadas por el pastor y por eso mismo, y por
siempre, separadas de las cabras. Para ellos, para estos elegidos, era
la salvación. Solo ellos serían capaces de cruzar indemnes los
horrores de los últimos tiempos, solo ellos, en consecuencia, serían
juzgados dignos de un juicio misericordioso.
Era una doctrina peligrosa, no solo porque estaba llena de
añagazas y de paradojas, sino también porque los fanáticos, los
charlatanes y los más rabiosos sectarios podían tan fácilmente
apropiarse de ella. En la Guayana un millar de elegidos había llevado
a cabo un suicidio ritual. En el Japón, un millón de hijos de la luz había
levantado al Soka Gakkai. Otros tres millones de predestinados
habían escogido la salvación en la Iglesia Unificada del Reverendo
Moon… Todos ellos y millones de otros, en diez mil cultos exóticos, se
creían y se llamaban a sí mismos los elegidos, los separados y
llevaban a la práctica un intenso sistema de adoctrinamiento que
creaba entre ellos lazos fieros, fanáticos y exclusivos…
En la eventualidad de un pánico universal, como el que la
encíclica de Jean Marie sería perfectamente capaz de desatar, ¿cuál
podría ser la actitud, la conducta de estos fanáticos? A la luz de la
historia de todas las grandes religiones, las perspectivas que
semejante eventualidad planteaba, eran tristemente desalentadoras.
No hacía tanto tiempo que los musulmanes Mandistas habían
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ocupado la Kaaba en la Meca, tomado rehenes y derramado sangre
en uno de los lugares sagrados del Islam. Existía la posibilidad —
pesadilla inenarrable pero posible— de que la Parusía fuera precedida
por una vasta y sangrienta cruzada de los creyentes contra los
incrédulos, de los "de adentro" contra los "de afuera". Frente a
semejante horror, un suicidio rápido y sin dolor podría llegar a
parecer a muchos la alternativa más razonable.
Y éste era el corazón del problema que debería discutir con Jean
Marie. Porque cuando alguien reclama para sí mismo la gracia de ser
el depositario de una revelación privada, implica necesariamente que
ha renunciado a la racionalidad. A esto los racionalistas replicarían sin
duda que una vez que alguien ha invocado haber recibido cualquier
tipo de revelación, por muy consagrada y apoyada por la tradición
que ésta se encuentre, se abren las puertas a la total insania.
Francone enderezó el auto hacia la entrada circular del Salvator
Mundi y se detuvo en un lugar inmediato a la entrada. No se movió de
su asiento, sino que dijo simplemente:
—Vaya directamente adentro, profesor. Y muévase rápido.
Por una fracción de segundo, Mendelius vaciló, pero luego
obedeció, abrió la puerta más cercana y caminó directamente hacia
la recepción. Desde allí se detuvo y miró hacia afuera. Vio a Francone
colocar el auto en el área de estacionamiento y luego caminar
ágilmente hacia el lugar donde él se encontraba. Mendelius esperó
hasta que el otro llegó a su lado y le preguntó:
—¿Qué sucedía?
Francone se alzó de hombros.
—Simplemente precaución. Estamos en un lugar cerrado. No
tenemos dónde huir. Vaya arriba y vea al senador. Yo tengo que
hacer algunos llamados telefónicos.
Una anciana monja con acento suavo lo acompañó hasta el
ascensor. En el quinto piso, un hombre de la seguridad inspeccionó
sus credenciales y lo entregó en manos de la hermana guardiana, una
dama de modales bruscos que —su actitud lo trasuntaba claramente
— pensaba que la salud de los pacientes dependía de su perfecta
sujeción a las firmes manos de la autoridad. Le informó que sólo
podía estar quince minutos, y ni uno más, con el enfermo, que en
ningún caso debía ser excitado. Mendelius inclinó la cabeza con
mansedumbre. El también había sufrido a manos de estas doncellas
del Señor y sabía muy bien que de nada servía discutir o rebelarse
contra su combativa virtud.
Encontró a Malagordo apoyado sobre almohadones, con una
banda de tela adhesiva sujetando en su brazo izquierdo la aguja del
suero que lentamente alimentaba su cuerpo. Su delgado y bello
rostro se iluminó de placer al ver a su visitante.
—Mi querido profesor. Gracias por venir. Tenía tantos deseos de
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verlo.
-Parece estar recuperándose muy bien —Mendelius acercó una
silla y se sentó cerca de la cama—. ¿Cómo se siente?
—Cada día mejor, gracias a Dios. Le debo la vida. Y entiendo
que usted se encuentra en peligro por culpa mía. ¿Qué puedo decirle?
Los diarios suelen ser tan irresponsables. ¿Puedo ofrecerle un poco de
café?
—No gracias. Almorcé tarde.
—¿Qué piensa de mi triste país, profesor?
—Por muchos años fue también el mío, senador. Por lo menos,
creo que lo comprendo mejor de lo que pueden hacerlo muchos
extranjeros.
—Hemos retrocedido cuatrocientos años hacia el tiempo de los
bandidos, de los condottieri. Y no veo esperanzas de que esto mejore.
Como todos los habitantes del Mediterráneo, somos ahora sólo un
montón de tribus perdidas, riñendo unas contra otras en las riberas
de este lago pútrido.
Aquel fúnebre lamento resonó en Mendelius como el de un eco
familiar. Los latinos gustaban de llorar un pasado que jamás había
existido. Se esforzó por aliviar el tono de la conversación que estaba
manteniendo con el senador.
—Puede que tenga razón, senador; pero también debo decirle
que los vinos de Castelli siguen siendo espléndidos, y que los
spaghetti carbonara del restaurante de Zia Rosa son tan magníficos
como siempre. El domingo mi esposa y yo almorzamos allí. Y fue muy
simpático, porque aún me recordaba, y yo no había regresado desde
los días en que era clérigo. Zia Rosa pareció contenta con mi cambio
de estado.
El ánimo del senador cambió y dijo, con el rostro alegrado por
placenteras evocaciones.
—Me han contado que fue una gran belleza.
—Pero ya no lo es. Sin embargo continúa siendo una gran
cocinera y maneja el lugar con puño de hierro.
—¿Ha estado en el Pappagallo?
—No.
—Ese es otro lugar espléndido.
Hubo un momento de silencio y luego Malagordo dijo con
humor:
—Estamos hablando de banalidades. Me pregunto por qué
malgastamos tanto nuestra vida con ellas.
—Es una precaución —dijo Mendelius sonriendo—. El vino y las
mujeres son temas carentes de peligro. El dinero y la política, en
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cambio, solo producen quebraderos de cabeza.
—Me retiraré de la política —dijo Malagordo— y tan pronto
como salga de aquí emigraré con mi mujer a Australia. Nuestros dos
hijos ya están allá y les va muy bien en los negocios. Además, es el
último refugio antes de los pingüinos. No quiero estar en Europa para
cuando se produzca el gran colapso.
—¿Cree usted que habrá un colapso? —dijo Mendelius.
—Sí, estoy seguro. Los armamentos están prácticamente listos.
Solo un año más y los últimos prototipos serán operacionales. No hay
bastante petróleo para que el mundo siga funcionando, Y vemos que
un número creciente de países está cayendo en manos de jugadores
o de fanáticos. Es siempre la misma y vieja historia: si tiene
problemas internos, lance una cruzada hacia el exterior. El hombre es
un animal loco y la locura es incurable. ¿Sabe dónde me dirigía esa
mañana cuando fui baleado? Iba a solicitar la liberación de una mujer
terrorista que está muriendo de cáncer en una cárcel de Palermo.
—¡Dios Todopoderoso! —Mendelius juró por lo bajo.
—Creo que Él se sentirá dichoso de ver a esta raza de imbéciles
eliminarse a sí misma… —Malagordo torció la boca mientras un súbito
dolor se apoderaba de él—. Lo sé. Dicho por un judío, esto es una
blasfemia. Pero ya no creo en el Mesías. Se ha demorado demasiado.
Y por lo demás ¿a quién le interesa este mundo de sangrienta
confusión?
—Tranquilícese —dijo Mendelius—. Si usted se excita, me
echarán de aquí. Esa hermana guardiana es un verdadero dragón.
—Una vocación errada —Malagordo había recuperado su buen
humor— debajo de esa montaña de cortinajes tiene un cuerpo
bastante apetecible. Pero antes que usted se vaya… —hurgó debajo
de sus almohadas y extrajo un pequeño paquete envuelto en brillante
papel de colores y amarrado con una cinta dorada— tengo un regalo
para usted.
—Pero no era necesario —dijo Mendelius confundido—. Sin
embargo, gracias. ¿Puedo abrirlo?
—Se lo ruego.
El regalo consistía en una cajita dorada uno de cuyos costados
era de vidrio. Adentro había un trozo de cerámica con inscripciones
hebreas. Mendelius la tomó y la examinó cuidadosamente.
—¿Sabe lo que es, profesor?
—Parece que fuera una ostraca.
—Así es. ¿Puede leer las palabras inscriptas? Mendelius recorrió
lentamente con las yemas de los dedos los caracteres grabados y
dijo:
—Me parece que dice Aharon ben Ezra.
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—¡Justo! Viene de Masada. Me han dicho que se trata
probablemente de uno de los trozos de cerámica que fueron usados
para echar suertes cuando la guarnición judía prefirió darse muerte
antes que caer en manos de los romanos.
Mendelius, profundamente conmovido, sacudió la cabeza,
rechazando el regalo.
—No puedo aceptarlo. Verdaderamente no puedo.
—Debe hacerlo —dijo Malagordo—. Es lo más cercano que he
podido encontrar para significar mi agradecimiento; todo lo que resta
de un héroe judío, por la vida de un miserable senador, que incluso ha
dejado ya de ser un hombre… Váyase ahora, profesor, antes que
comience a portarme como un tonto…
Cuando llegó nuevamente de regreso a la sala de recepción,
encontró a Francone esperándolo. Caminaron hacia la puerta hasta
que Francone colocó su mano en el brazo de Mendelius para
advertirlo y retenerlo.
—Esperemos aquí unos minutos, profesor.
—¿Por qué?
Francone señaló con el índice a través de las puertas de cristal.
Dos automóviles de la policía se encontraban estacionados en el
camino de entrada en tanto que afuera cuatro autos más montaban
guardia. Dos ordenanzas colocaban una camilla dentro de una
ambulancia bajo los ojos de una multitud de curiosos. Mendelius se
quedó sin habla, reteniendo la respiración. Francone le explicó
concisamente.
—Fuimos seguidos hasta aquí, profesor. Por un auto. Luego
llegó un segundo coche y estacionó justo afuera de las rejas de
entrada. De esta manera tenían cubiertas las dos vías de escape.
Felizmente en cuanto dejamos la ciudad me di cuenta de que éramos
seguidos. De manera que, en cuanto llegamos aquí, llamé a la
Squadra Mobile, y ellos procedieron a bloquear las dos entradas de la
calle y cogieron a cuatro de esos bastardos. Uno ha muerto,
—¡Por el amor de Dios, Domenico! ¿Por qué no me lo dijo?
—Porque hubiera echado a perder su visita. Y además ¿qué
podría haber hecho usted? Tal como se lo he explicado profesor, yo
sé como trabajan estos mascalzoni…
—Gracias —Mendelius extendió hacia el otro su insegura y
húmeda mano— espero que no le contará esto a mi esposa.
—Cuando se trabaja para un cardenal —dijo Francone con grave
condescendencia— una de las primeras cosas que se aprende es a
callarse la boca.
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—Queridos colegas —Carl Mendelius, al tiempo que se ajustaba
los lentes, observó a su público con sonriente benignidad—. Comienzo
hoy con una suave censura para una persona o personas
desconocidas… Sé que los viajes son caros. Y no ignoro que los
ministros del Evangelio ganan muy poco. Y sé también que es
costumbre aumentar las entradas o el dinero concedido para gastos
de viaje proporcionando a la prensa informes de las conferencias.
Esta práctica, siempre que sea hecha en forma abierta y declarada,
no merece objeciones, pero creo que dar a la prensa, en secreto y sin
que los colegas se enteren, noticias sobre lo que ocurre y se discute
en conferencias privadas constituye una falta de cortesía académica.
Uno de nuestros miembros ha contado a un prestigioso periodista que
yo pensaba que el fin del mundo era inminente, lo que ha sido para
mí causa de mucho embarazo y bastantes molestias. Verdad es que
afirmé eso en esta sala, pero también es cierto que, fuera del
contexto de nuestra asamblea y de los propósitos especiales que
persigue esta reunión, esa declaración se prestaba fácilmente para
ser interpretada como frívola o tendenciosa. No urgí al periodista para
que identificara su fuente, no le exigí nombres. En consecuencia pido
que hoy se me conceda la seguridad de que lo que se diga aquí sólo
será repetido afuera con el pleno conocimiento de todos nosotros…
Todos los que estén de acuerdo con esta sugerencia ¿querrían
levantar la mano, por favor…? Gracias. ¿Alguien está en desacuerdo?
Nadie. Aparentemente nos hemos comprendido. De manera que
podemos comenzar… Hemos hablado de la doctrina de los últimos
días: consumación o continuidad. Hemos expresado, sobre el tema,
diferentes puntos de vista. Ahora aceptemos la hipótesis de que la
consumación es posible y además inminente, que el mundo terminará
muy pronto. ¿Cuál será, según ustedes la respuesta de los cristianos
ante semejante eventualidad…? Usted señor, en la tercera fila.
—Wilhelm Adler, de Rosenheim. La respuesta es que el
cristiano, o para el caso cualquier otro ser humano, no puede
responder ante una hipótesis, sino solamente ante un hecho. Creo
que éste es precisamente el error de los casuistas y de los
académicos. Tratan de prescribir fórmulas morales para cada
situación. Y eso es imposible. El hombre vive en el "aquí" y el "ahora"
y no en el "tal vez".
—Bien… ¿Pero, no suele la prudencia humana dictar al hombre
la forma como debe prepararse para enfrentar al "tal vez"?
—¿Puede dar un ejemplo, Herr Professor?
—Ciertamente. Los primeros discípulos del Señor eran judíos.
Continuaron llevando una vida de judíos. Practicaban la circuncisión.
Observaban las leyes y dietas judías. Frecuentaban las sinagogas y
leían las Escrituras… Ahora bien, Pablo —o más bien Saulo, como se
llamaba— se embarca para predicar el Evangelio entre los gentiles,
los no-judíos, para quienes la circuncisión era inaceptable y las leyes
de dieta inexplicables. Los gentiles no veían motivo alguno para
mutilar su cuerpo y sí muchas razones para comer lo que podían
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cuando lo tenían. Los cristianos se encontraron así bruscamente fuera
de la teoría y en plena práctica… Y el problema se simplificó solo.
Porque es indudable que la salvación no depende de un trozo de piel
humana, ni tampoco puede depender del hecho de tener que dejarse
morir de hambre…
Hubo risas y aplausos ante el rabínico humor del
conferenciante. Mendelius continuó.
—Pablo estaba preparado para esta eventualidad. Pedro no lo
estaba. Y como carecía de apoyo en la Escritura, se vio obligado a
encontrar para este nuevo enfoque el justificativo de una visión
"Toma y come", ¿recuerdan?
Ellos recordaban y se oyó un murmullo de aprobación.
—De manera que ahora, continuemos con nuestro "tal vez". Los
últimos días están próximos. ¿Nos encontramos preparados para
ellos? Y ¿de qué manera?
Pero ellos retrocedieron ante una respuesta, de tal forma que
Mendelius les ofreció otro ejemplo.
—Algunos de ustedes tienen edad suficiente para recordar los
últimos días del Tercer Reich; en un país en ruinas, con la revelación
de la monstruosidad de los crímenes cometidos por el difunto
régimen, con una generación destruida, y el ethos de una nación
corrompido, sólo quedaba una meta posible: sobrevivir. Para aquéllos
de nosotros que aún recuerdan; no es acaso eso lo que más puede
asemejarse a una catástrofe como la que estoy presentando como
hipótesis…? Pero ustedes están aquí hoy porque, en alguna parte, de
alguna manera, la fe y la caridad han sobrevivido y han una vez más,
fructificado… ¿Me he explicado bien?
—Sí —la respuesta llegó en un suave coro.
—¿Cómo entonces…? —el desafío que les estaba lanzando se
hizo más fuerte— ¿cómo podremos asegurarnos de que, cuando
lleguen estos últimos días, la fe y la caridad sobrevivan entre
nosotros? Si quieren, olviden los últimos días. Supongamos que tal
como muchos lo vaticinan, dentro de los próximos doce meses,
tengamos una guerra nuclear ¿qué harían ustedes entonces?
—Morir —dijo una voz sepulcral desde el fondo de la sala lo que
provocó instantáneamente un alegre coro de carcajadas.
—Señoras y caballeros —dijo Mendelius intentando inútilmente
sofocar su propia risa—. Ha hablado un verdadero profeta. ¿Querría él
subir a esta tarima y hablar en mi lugar?
Nadie se movió. Y después de unos minutos la risa fue
muriendo en el silencio. Mendelius continuó, más suavemente esta
vez.
—Querría leerles un extracto de un documento preparado por
un querido amigo mío. No puedo nombrarlo, pero les ruego que
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acepten mi palabra de que se trata de un hombre de gran santidad y
singular inteligencia; además, de alguien que entiende muy bien los
usos y alcances del poder en este mundo moderno. Después de la
lectura, espero que me brindarán sus comentarios.
Hizo una pausa para limpiar sus anteojos y comenzó a leer
algunos trozos de la encíclica de Jean Marie.
"… Es evidente que en estos días de calamidad universal, las
estructuras tradicionales de la sociedad no sobrevivirán. Se desatará
una lucha fiera en torno a las necesidades más elementales de la
vida: alimento, agua, combustible y abrigo. Los fuertes y los crueles
usurparán la autoridad. Las grandes sociedades urbanas se
disolverán en grupos tribales…"
Sintió como lentamente las palabras hacían presa del auditorio,
cómo la tensión subía de punto. Cuando terminó de leer, el silencio
fue como un muro levantado delante de él. Retrocedió unos pasos del
lugar que había ocupado como conferenciante y preguntó
simplemente:
—¿Algún comentario?
Hubo una larga pausa y luego una joven mujer se levantó.
—Soy Henni Borkheim de Berlín. Mi esposo es pastor. Tenemos
dos hijos. Y tengo una pregunta que hacer. ¿Cómo puede usted
demostrar su caridad con un hombre que llega con una pistola para
robar lo que usted aún posee y quitar el último pan de la boca de sus
hijos?
—Y yo tengo otra pregunta —el joven sentado junto a ella se
levantó a su vez—. ¿Cómo puede usted continuar creyendo en un
Dios que inventa o permite una calamidad universal así y luego se
sienta a juzgar a sus víctimas?
—De manera que tal vez —dijo Carl Mendelius gravemente—
debemos ahora hacernos a nosotros mismos una pregunta más
fundamental. Sabemos que el mal existe, que el sufrimiento y la
crueldad existen, y que ellos pueden propagarse y llegar a todas las
extremidades, tal como sucede con el cáncer en el cuerpo humano.
¿Podemos entonces creer en Dios?
—¿Cree usted profesor? —Henni Borkheim estaba nuevamente
de pie.
—Sí. Yo creo en Él.
—Entonces ¿podría hacer el favor de contestar a mi pregunta?
—Fue contestada hace dos milenios: "Padre, perdónales porque
no saben lo que hacen".
—¿Y cuál sería la respuesta suya, la que usted daría?
—No lo sé, mi querida —Estuvo a punto de decirle que aún no
había sido crucificado, pero lo pensó mejor y se calló. En cambio, bajó
del sitial en que se hallaba y caminó a través del auditorio hasta el
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lugar en que la muchacha se encontraba sentada con su marido. Le
habló calmadamente, la voz llena de persuasión.
—…¿Ve usted la situación en que nos colocamos cuando
invocamos y exigimos la aclaración del testimonio personal ante cada
problema planteado? No sabemos, es imposible que sepamos cómo
actuaremos cuando llegue el momento de la acción. Sabemos cómo
deberíamos obrar, sí. Pero no hay forma de conocer con anticipación
lo que efectivamente haremos en una coyuntura dada… Recuerdo,
cuando era muchacho, a mi madre en Dresden hablando con mi tía
sobre la inminente llegada de los rusos. Se suponía que yo no oía,
pero oí. Mi madre pasó a mi tía un pote de jalea lubricante y le dijo:
"Creo preferible relajarse y tratar de sobrevivir antes que resistir y ser
asesinada… De todos modos seremos violadas y no creo que exista la
promesa de ningún milagro capaz de prevenir hechos semejantes, ni
tampoco ninguna legislación que cubra la violación en tiempo de
caos". —Sonrió y extendió su mano hacia la joven—. No discutamos.
Conversemos sobre estas ideas, pero en paz.
Mendelius y la muchacha se dieron la mano mientras un breve
murmullo de aprobación surgía de la audiencia; luego Mendelius
continuó con otra pregunta.
—En un mundo plural ¿de quiénes podemos afirmar que son los
elegidos? ¿Nosotros romanos, ustedes luteranos, los Sunitas o los
Chutas en el Islam, los Mormones de Salt Lake City, los Animistas de
Tailandia?
—Si respetamos verdaderamente al individuo no es a nosotros
a quienes corresponde elegir —un pastor de cabello gris con las
manos agarrotadas por la artritis se puso penosamente de pie. Habló
entrecortadamente pero con convicción—. No hemos sido llamados
para juzgar a los demás de acuerdo a nuestros conocimientos. La
única orden que hemos recibido es la de amar la imagen de Dios en
nuestros compañeros peregrinos en esta tierra.
—Pero también se nos ha ordenado que mantengamos intacta
la pureza de nuestra fe y que hagamos conocer al mundo la buena
nueva de Cristo —dijo el pastor Petrus de Darmstadt.
—Cuando usted llega a sentarse a mi mesa —explicó
pacientemente el anciano— le ofrezco la comida que tengo. Si usted
es incapaz de digerirla, ¿qué puedo hacer yo? ¿Obligarlo a comerla y
atorarse con ella?
—Y por eso, amigos míos —dijo Mendelius volviendo a coger las
riendas de la discusión— cuando la negra noche cae sobre el ancho
desierto donde no hay pilares ni nubes ni chispas de fuego para guiar
nuestro camino; cuando la voz de la autoridad enmudece y no
escuchamos ya nada sino la algarabía de las mismas y viejas
discusiones, cuando Dios parece haberse ausentado de su propio
universo ¿hacia dónde podemos volvernos? ¿a quién,
razonablemente, podemos creer?
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Caminó lentamente de regreso hacia el sitial del conferenciante
y allí, quieta, largamente, esperó que alguien le respondiera.

—Tengo miedo, schatz. Me siento tan mortalmente asustado


que lo único que desearía es salir de aquí y tomar el primer avión de
regreso a Alemania.
Eran las doce y media de la mañana y se encontraban sentados
frente a un temprano almuerzo en un tranquilo restaurante cerca del
Panteón, antes que Mendelius partiera hacia Monte Cassino. Dos
mesas más allá, Francone engullía spaghetti sin cesar de vigilar la
puerta. Lotte se inclinó hacia Mendelius y limpió una salpicadura de
salsa de un rincón de su boca. Lo regañó firmemente.
—En verdad, Carl, no sé por qué se ha formado todo este
alboroto. Eres un hombre libre. Vas a visitar a un viejo amigo. Y más
allá de esta única visita no tienes por qué emprender ninguna misión,
ni estás obligado a aceptar nada.
—Me pidió que lo juzgara.
—No tiene derecho a pedirte eso.
—No lo pidió. Lo rogó, lo suplicó. Escucha, schatz. He dado
vueltas y más vueltas en torno a este asunto; me lo he planteado a
mí mismo en todas las formas y niveles de análisis y sin embargo
estoy tan lejos de cualquier respuesta como lo estaba cuando
comencé. Jean Marie está exigiendo de mí que lleve a cabo un acto
de fe tan grande como… el reconocimiento de la Resurrección. Y no
puedo hacer ese acto de fe.
—Bueno, explícale esto a él. Así, tal cual.
—¿Y deberé explicarle también el por qué? "Jean, no estás loco,
no eres un impostor, no estás engañado ni eres sujeto de ninguna
ilusión; te amo como a un hermano, pero no creo que Dios elija
jardines para dialogar sobre el fin del mundo; y aunque vinieras a mí
cubierto por todos los estigmas de la Corona de Espinas continuaría
no creyéndolo".
—Si eso es lo que realmente piensas, debes decírselo.
—El problema es, schatz, que además pienso otra cosa. He
comenzado a creer que los cardenales tuvieron razón al obligar a Jean
Marie a abdicar.
—¿Qué te hace decir eso?
—Puede que sea el resultado de mis diálogos en la Academia y
también de una conversación que tuve con Hilde Frank. El único fin
que cada ser humano es capaz de enfrentar es su propio fin… La
catástrofe total está más allá de la capacidad de comprensión de una
persona y probablemente de su capacidad de actuar frente a ella. De
manera que es nada más que una invitación a la desesperación. Jean
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Marie en cambio ve todo esto como una invitación a la caridad
evangélica. Y yo creo, me he convencido, de que sólo llevará a una
ruptura completa de toda forma de comunicación social. ¿Quién fue el
que dijo? "¿El velo que cubre la faz del futuro fue tejido por las manos
de la misericordia?"
—Por todo lo que acabas de decirme —dijo Lotte firmemente—
creo que tienes la obligación de ser tan honesto con Jean Marie como
en este momento estás tratando de serlo contigo mismo. Te pidió que
lo juzgaras. Ofrécele el juicio que te pide.
—Quiero hacerte una pregunta directa y sencilla, schatz…
¿Crees tú que soy un hombre honrado?
Ella no le contestó inmediatamente. En cambio apoyó su
mentón en ambas manos y se quedó mirándolo por un largo rato sin
hablar. Luego, muy suavemente, le respondió.
—Recuerdo, Carl, el día en que te conocí. Yo estaba con
Frederika Ullman. Bajábamos por la Piazza Spagna, dos muchachas
alemanas haciendo su primera visita a Roma. Y tú estabas ahí,
sentado en las escaleras al lado de un joven que estaba pintando un
cuadro, pésimo por lo demás. Te veo aún. Llevabas pantalones
negros y una camiseta de lana de cuello alzado, negra también. Nos
detuvimos para mirar el cuadro. Tú nos oíste conversar en alemán y
nos hablaste. Y entonces nos sentamos a tu lado, felices de poder
charlar con alguien. Tú nos ofreciste té y bizcochos en la pequeña
tienda inglesa. Y luego nos invitaste a pasear en carrozza. Y salimos,
al trote de los caballos, hacia Campo dei Fiori. Cuando llegamos allá
nos mostraste esa maravillosa y pensativa estatua de Giordano Bruno
y nos contaste sobre él, sobre el juicio que le siguieron y de cómo lo
quemaron por herejía en aquel mismo sitio. Y luego dijiste: "Eso es lo
que ellos desearían hacer conmigo". Yo pensé que habías bebido o
que eras algo loco, hasta que tú nos explicaste que eras un sacerdote
y que estabas bajo sospecha de herejía… Parecías tan solo, tan
abrumado por el destino, que mi corazón, en ese instante, voló hacia
ti. Y luego tú citaste las últimas palabras de Bruno a sus jueces:
"Pienso, señores, que ustedes tienen más miedo de mí que el que yo
tengo de ustedes…" Y ahora creo que estoy mirando al mismo
hombre que vi aquel día. El mismo hombre que dijo: "Bruno fue un
farsante, un charlatán, un pensador confuso y oscuro, pero de él solo
sé una cosa: que murió como un hombre honrado". Entonces te amé,
Carl. Te amo ahora. Hagas lo que hagas, sea ello bueno o malo,
verdadero o falso, sé que morirás como un hombre honrado.
—Así lo espero, schatz -dijo gravemente Carl Mendelius— y
espero en Dios poder ser honesto con el hombre que nos casó.
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CAPITULO 5

A las tres y media en punto de aquella tarde, Francone detuvo


el coche frente a los portales de entrada del gran monasterio de
Monte Cassino. Un hermano a cargo de los huéspedes dio la
bienvenida a Mendelius y lo condujo hasta su cuarto, una sencilla
habitación pintada a la cal y amoblada con una cama, un escritorio,
una silla, un armario para la ropa y un reclinatorio sobre el cual
colgaba un crucifijo tallado en madera de olivo. Al abrir las
contraventanas, descubrió una espectacular vista sobre el valle del
Rápido y las colinas que ondulaban hacia el Lacio. Sonrió ante la
sorpresa de Mendelius y dijo:
—Como ve ya estamos a mitad de camino hacia el cielo…
Espero que disfrute de su estada entre nosotros.
Esperó hasta que Mendelius terminó de desempacar su liviano
equipaje y luego lo acompañó a través de los desnudos y resonantes
corredores hasta el estudio del abad. El hombre que se levantó para
recibirlo era pequeño y delicado, con un rostro delgado y curtido por
el tiempo, el cabello gris y la dichosa sonrisa de un niño.
—¡Profesor Mendelius! Es un placer conocerlo. Le ruego que se
siente. ¿Quiere un café, tal vez un poco de licor?
—No gracias; nos detuvimos a tomar café en la autostrada.
Estoy muy agradecido por su bondad al aceptar recibirme.
—Viene usted muy bien recomendado, profesor —la inocente
sonrisa reveló un dejo de ironía—. No intento hacerlo esperar para su
encuentro con su amigo; pero creo que, primero, debemos hablar.
—Por supuesto. Usted me dijo por teléfono que él había estado
enfermo.
—Lo encontrará muy cambiado. —El abad hablaba escogiendo
cuidadosamente sus palabras—. Ha sobrevivido a una experiencia
que hubiera aplastado a otro menos fuerte. Y ahora está
sobrellevando otra forma de experiencia, más difícil, más intensa,
porque la lucha, esta vez, es interior. Yo lo aconsejo y ayudo lo mejor
que puedo. Y el resto de los hermanos lo apoyan con sus oraciones y
sus permanentes atenciones… pero es un hombre consumido por un
fuego interior. Tal vez quiera franquearse con usted. Si no lo hace,
déjele ver que usted comprende. No lo presione. Sé que le ha escrito
y sé lo que le ha pedido. Soy su confesor pero no estoy en
condiciones de discutir el tema con usted porque él no me ha dado
permiso para hacerlo… Por otra parte, usted no depende en nada de
mí y en consecuencia tampoco puedo presumir e intentar dirigir su
conciencia.
—Entonces, tal vez usted y yo podamos abrirnos el uno al otro y
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aclarar así, mutuamente, nuestro pensamiento respecto de nuestro
amigo.
—Tal vez —la sonrisa del abad Andrew fue enigmática—, pero
creo preferible que antes de eso, usted converse con él.
—Desearía obtener primero respuestas para algunas preguntas.
¿Desea él realmente verme?
—Oh sí, claro que sí.
—Entonces explíqueme por qué cuando yo escribí a ambos, no
me contestó él como lo hizo usted y cuando llamé por teléfono ¿por
qué no lo invitó a él también para que hablara conmigo? —preguntó
Mendelius.
—Le prometo que no hubo en ello ninguna intención descortés.
—¿Qué fue entonces?
Por un largo momento, el abad permaneció en silencio,
estudiando el dorso de sus largas manos. Finalmente dijo, destacando
con lentitud cada palabra.
—Hay momentos en que él se ve imposibilitado de comunicarse
con nadie.
—Suena bastante siniestro.
—Al contrario, profesor. Tengo la convicción, basada en
observaciones personales, de que nuestro amigo Jean ha alcanzado
un grado muy alto de contemplación, que de hecho ha llegado a ese
estado que llamamos "iluminativo" y que se caracteriza porque
durante ciertos períodos el espíritu se absorbe completamente en su
comunicación con el Creador. Es un fenómeno raro y escaso, pero
que suele ser familiar en las vidas de los grandes místicos. Durante
estos períodos de contemplación el sujeto no responde a ningún
estímulo externo. Cuando la experiencia ha terminado, vuelve
inmediatamente a la normalidad… Pero en realidad no le estoy
diciendo nada que usted no sepa ya.
—Sé también —dijo Carl Mendelius secamente— que los
estados catatónicos y catalépticos son muy conocidos por la medicina
psiquiátrica.
—Estoy perfectamente consciente de ello, profesor. No crea que
aquí vivimos todavía en la Edad de Piedra. Nuestro fundador, San
Benito, era un hombre sabio y tolerante. Tal vez se sorprenda usted al
saber que uno de nuestros padres es un médico muy eminente con
grados y títulos de Padua, Zurich y Londres. Ingresó a la orden hace
diez años, a la muerte de su esposa. Ha examinado a nuestro amigo.
Bajo mi dirección, ha consultado el caso con otros especialistas en la
materia. Y está tan convencido como lo estoy yo, de que Jean Marie
es un místico y no un psicópata —dijo el abad mirándolo con
expresión seria.
—¿Ha informado de eso a la gente que lo declaró loco?
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—He pasado un informe al cardenal Drexel. En cuanto al resto…
—sofocó, divertido, una pequeña risita— ellos parecen ser hombres
muy atareados y yo no deseo ser motivo de perturbación en los
importantes asuntos que los ocupan. ¿Alguna otra pregunta?
—Sólo una —dijo Mendelius gravemente—. Usted cree que Jean
Marie es un místico, un iluminado de Dios. ¿Cree también que Dios le
dispensó una revelación de la Parusía?
El abad frunció las cejas y sacudió la cabeza.
—Después, amigo mío. Hablemos de esto después que usted
haya conversado con él. Entonces le diré lo que yo creo… Venga. Lo
está esperando en el jardín. Lo llevaré hasta donde él está.

Se encontraba de pie en el medio del jardín del claustro, una


alta y delgada figura vestida con el hábito negro de San Benito,
dando de comer a las palomas que revoloteaban a sus pies. Al oír el
ruido de los pasos de Mendelius, se volvió y por el espacio de unos
segundos, se quedó mirándolo antes de avanzar vivamente hacia él,
con los brazos extendidos, mientras las palomas, asustadas, se
dispersaban sobre su cabeza. Mendelius avanzó a su vez y se
estrecharon en un largo abrazo. Mendelius impresionado sintió, aun a
través de los gruesos hábitos, cuan frágil y delgado se había vuelto su
amigo. Sus primeras palabras no fueron por eso, sino un ahogado
grito:
—¡Jean…! ¡Jean! Amigo mío.
Jean Marie Barette se aferró a él, dando repetidos golpecitos en
su espalda y diciendo una y otra vez:
—Grâce à Dieu! Grâce à Dieu!
Luego se separaron manteniendo el abrazo, pero a una
distancia suficiente para poder mirar los ojos del otro.
—¡Jean! ¡Jean! ¿Qué le han hecho? Está delgado como una
serpiente.
—¿Ellos? Nada —extrajo un pañuelo de la manga de su hábito y
limpió una salpicadura del rostro de su amigo—. Todos han sido más
que bondadosos. ¿Cómo está su familia?
—Muy bien, gracias a Dios. Lotte está aquí en Roma y me
encargó transmitirle todo su cariño.
—Estoy muy agradecido de que ella haya consentido en
prestármelo a usted… He orado rogando que viniera pronto, Carl.
—Hubiera deseado venir antes, pero no me fue posible dejar
Tübingen antes del fin del período académico.
—¡Lo sé…! ¡Lo sé! Y ahora me he enterado de que se ha visto
envuelto en problemas con los terroristas en Roma. Eso me
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preocupa…
—¡Por favor, Jean! Olvidémonos de ello. Cuénteme más bien
acerca de usted.
—¿Qué le parece que caminemos un poco? Este lugar es muy
agradable, se siente la brisa que viene de las montañas, fresca y
pura, aun en los días de mayor calor.
Cogió el brazo de Mendelius y ambos amigos comenzaron a
caminar lentamente a través de los claustros, conversando sobre
temas triviales para dar tiempo a que la primera emoción del
encuentro se calmara y que la paz de su vieja amistad descendiera
una vez más sobre ellos.
—Me siento muy bien aquí —dijo Jean Marie—. El abad Andrew
es muy considerado conmigo. Y me gusta el ritmo de los días: las
Horas del Oficio cantadas en coro, el trabajo tranquilo… uno de los
padres es un excelente escultor en madera. Me siento a su lado en su
taller y lo observo mientras trabaja. Me encanta el olor de las astillas
de madera. Hoy es día de fiesta. Y fui yo quien preparó el postre que
usted comerá a la hora de la cena y que está hecho con una vieja
receta de mi madre. La fruta proviene del huerto del monasterio. En
la cocina dicen que soy mucho mejor como cocinero que como papa…
¿Y cómo va su vida, Carl?
—Es una buena vida, Jean. Los niños han comenzado a llevar
sus propios rumbos independientes. Katrin está enamorada de pies a
cabeza de su pintor. Johann ha resultado muy brillante como
economista y ha declarado que ha dejado de ser creyente. Uno
siempre continúa esperando que de alguna manera regresará a la fe,
pero de todos modos sigue siendo un espléndido muchacho. En
cuanto a Lotte y a mí, bueno, estamos comenzando a gozar juntos de
este mediodía de la vida… El nuevo libro va caminando. Por lo menos,
iba caminando, hasta que usted llegó y lo sacó por completo de mi
cabeza y de mis preocupaciones… No creo que haya pasado una hora
desde entonces en que usted haya estado ausente de mis
pensamientos.
—Y usted nunca estuvo muy lejos de los míos, Carl. Es como si
fuera la última tabla a la cual yo podía aún asirme después de mi
naufragio. No me atrevía a perderlo. Cuando miro hacia atrás esos
últimos días en el Vaticano; me estremezco de horror.
—¿Y ahora, Jean…?
—Ahora me siento más calmado, aunque no plenamente en paz
todavía, porque aún no ha terminado mi lucha por liberarme de los
últimos vestigios de lo que se opone a mi plena conformidad con la
voluntad de Dios… Parece increíble pensar en cuan duro puede ser,
cuando en realidad debiera ser tan sencillo, abandonarse a la
Voluntad Divina y decir, sintiéndolo con todo el corazón: "Aquí estoy,
soy sólo un instrumento en Tus Manos. Haz de mí lo que Te plazca".
La entrega y la confianza han de ser absolutas; pero siempre uno
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trata, aun sin saberlo ni darse cuenta, de proteger la propia apuesta.
—¿Y yo era una parte de la apuesta? —Mendelius habló con una
sonrisa y un leve toque de la mano destinados a suavizar la pregunta.
—Sí, usted era una parte, Carl. Supongo que aún lo es; pero
creo que usted forma también parte del designio divino sobre mí. Si
no hubiera escrito, si hubiera rehusado venir, me habría visto forzado
a pensar en otras alternativas y por eso rogué desesperadamente
para que me fueran dadas las fuerzas para enfrentar la posibilidad de
un rechazo suyo.
—Continúa siendo una posibilidad, Jean —dijo Mendelius con
grave gentileza—. Usted me pidió que lo juzgara.
—Y usted, ¿se ha formado ya una opinión sobre cuál será su
veredicto?
—No. Necesitaba hablar primero con usted.
—Sentémonos, Carl. Aquí, en este banco de piedra. Aquí estaba
yo sentado cuando ocurrió aquello… Pero antes de hablarle de eso he
de contarle otras cosas…
Se sentaron sobre el banco. Jean Marie cogió un puñado de
piedrecillas y comenzó a lanzarlas hacia un blanco imaginario. Habló
en un tono casual, cargado de lejanas reminiscencias.
—…Con toda sinceridad debo decirle Carl, que a pesar de las
abundantes y rituales negativas, de los públicos actos de humildad, la
verdad era que yo deseaba ser papa. Toda mi vida no había sido sino
una larga carrera dentro de la Iglesia. Uso la palabra carrera en el
sentido en que la emplean los franceses. Había sido formado para lo
que había hecho. Cuando joven, durante la guerra luché en la
Resistencia y así llegué al seminario como un hombre seguro de su
vocación y de sus motivos. Más aún, desde el primer momento,
comprendí la forma de trabajar del sistema. Es muy similar a la de
Saint Cyr, o de Oxford o de Harvard… Si usted conoce las reglas del
juego, todas las condiciones se dan en favor suyo. No estoy
intentando desacreditar nada… lo que digo no tiene nada que ver con
eso. Simplemente estoy reconociendo la existencia de ciertas
realidades, del hecho de que, en este campo, como en otros, hay,
debe haber, elementos de cálculo, de ambición… Yo tenía esa
ambición. Poseía también una buena, objetiva y precisamente
francesa… De manera que fui un buen sacerdote, un buen obispo
diocesano. Quería serlo. Y trabajé duro para serlo. Repartí mucho
amor, logré reunir e interesar a la gente, aun a la gente joven. Hice
algunos experimentos sociales. Atraía vocaciones cuando en otras
diócesis las vocaciones al contrario, se perdían. Mis feligreses me
decían que ellos, a mi lado, experimentaban un sentido de unidad, de
dirección, de propósito religioso. En resumen, era natural que fuera,
tarde o temprano, candidato al capelo rojo del cardenalato. Al final
me fue ofrecido, pero con la condición de que viviera en Roma y
trabajara en la Curia. Naturalmente, acepté. Me nombraron prefecto
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del Secretariado para la Unidad de los Cristianos y sub-prefecto del
Secretariado de los no-creyentes… Como sabe, son cargos de
segundo orden. El verdadero poder reside en las Congregaciones
Importantes: Doctrina de la Fe, Asuntos Episcopales y Clericales.
"Pero no obstante, me sentía dichoso. Tenía acceso al pontífice.
Tenía muchas posibilidades, la oportunidad de viajar, de hacer
contactos de todo orden con gente muy alejada de la enclave
romana… Y así fue como nos conocimos, Carl. Usted recuerda los
entusiasmos que compartimos. Como si hubiéramos tenido un palco
en la Opera… Y había tantas cosas buenas e importantes que parecía
posible llegar a realizar.
"Y fue entonces también cuando comencé a ver cuan poco
había yo hecho en realidad, o cuan poco podía llegar a hacer. Cuando
era obispo, si fundaba una escuela o un hospital, los resultados eran
tangibles, tenían sus propias y naturales consecuencias, estaban ahí.
Yo podía, con mis propios ojos ver a las hermanas confortando a los
moribundos… podía ver a los niños recibiendo enseñanza religiosa…
¿Pero un cardenal en Roma? ¿Qué hacía? Planes y proyectos y
discusiones y una nueva prensa para sacar más rápidamente los
documentos, pero entre el pueblo y yo, entre la gente y yo, una
infranqueable muralla parecía haberse levantado. Había dejado de ser
un apóstol. Me había transformado en un diplomático, un político, un
intermediario y la verdad es que el hombre que caminaba sobre mis
zapatos había dejado de gustarme… Y el sistema me gustaba aún
menos: engorroso, arcaico, costoso y lleno de tibios y cómodos
rincones acogedores para la pereza de los hombres que deseaban
dormir sus vidas y donde los intrigantes podían florecer como plantas
exóticas en un invernadero.
—Y sin embargo, si yo deseaba cambiar todo aquello, y lo
cambié, no le quepa duda, debía permanecer dentro de la Curia,
debía trabajar en los límites y en el marco de mi propio carácter. Soy
por naturaleza un hombre que gusta de persuadir, no de mandar.
Odio toda forma de rudeza. En toda mi vida no he golpeado jamás
una mesa…
—De manera que cuando mi predecesor murió y el cónclave se
encontró en un callejón sin salida, me escogieron a mí, Jean Marie
Barette, como sucesor del Príncipe de los Apóstoles… —Lanzó las
últimas piedrecillas sobre el camino y se levantó penosamente de su
asiento en el banco—. ¿Le importaría, Carl, que fuéramos al taller del
padre Edmund? La temperatura es más suave allá, y siempre
estaremos tranquilos y solos. Al llegar la tarde, siento el frío…
En el taller, entre el alegre desorden de los diversos trozos de
madera, de las herramientas del padre Edmund y de un hirsuto Juan
Bautista que surgía a medio terminar de un bloque de roble, los
amigos se instalaron sobre un banco, como dos escolares, mientras
Jean Marie continuaba su relato.
—…Y ahí estaba yo, mi querido Carl, elevado repentinamente al
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más alto sitial que un hombre puede alcanzar en la ciudad de Dios.
Mis títulos daban fe de mi eminencia y de mi autoridad "Supremo
Pontífice de la Iglesia Universal", "Patriarca de Occidente", "Primado
de Italia"… y patatín y patatán. —Rió, auténticamente divertido—. Se
lo digo yo, Carl, cuando se asoma por primera vez a aquel balcón y
mira hacia la plaza de San Pedro y oye el aplauso de la
muchedumbre, en ese momento realmente se cree que es alguien. Es
muy fácil olvidarse de que Cristo fue un profeta errante que dormía
en cuevas cavadas en la roca, que Pedro fue pescador de una aldea
galilea y que Juan el Precursor fue asesinado en el fondo de una
cárcel…
—…Y claro, después de aquellos primeros ensayos, usted
aprende muy rápido. El sistema está especialmente diseñado para
rodearlo con el aura de la autoridad absoluta y al mismo tiempo para
obstruir en forma resuelta y definitiva su posibilidad de usarla. Las
largas ceremonias litúrgicas y las apariciones públicas son piezas de
teatro en las cuales uno es presentado y lucido como el actor
principal. Las audiencias privadas son acontecimientos diplomáticos.
Se hablan banalidades. Se bendicen medallas. Se fotografía uno con
los visitantes para la posteridad de ellos… Entre tanto el molino de la
burocracia sigue moliendo su grano, filtrando todo lo que llega a su
mesa de trabajo, editando y desglosando lo que uno escribe. Usted se
ve constantemente asediado por consejeros cuyo único propósito
parece ser el de dilatar toda decisión. Usted no puede actuar sino a
través de intermediarios. Las horas del día no alcanzan para que
usted pueda digerir toda la información que le presentan, y el
lenguaje de la Curia está cuidadosamente estudiado para ser oscuro,
tanto como el lenguaje oficial de los americanos o las declaraciones
de doble sentido de los marxistas…
—Recuerdo haber hablado de esto con el presidente de los
Estados Unidos y, más tarde, con el presidente de la República
Popular China. Y cada uno de ellos me contestó, con expresiones
distintas, pero en substancia, lo mismo. El presidente americano,
famoso por sus sabrosas salidas, dijo: "Primero nos castran y luego
esperan que ganemos el Derby de Kentucky". El presidente chino fue
más discreto: "Usted tiene —dijo— quinientos millones de fieles. Los
hombres sobre los que yo gobierno doblan ese número. Es por eso
que usted necesita los fuegos del infierno y yo los campos de
concentración, y la muerte nos lleva antes que alcancemos a realizar
siquiera la mitad de la tarea…” Y ese es el otro problema, Carl, la
desesperación que nuestra propia mortalidad provoca en nosotros, y
los líderes desesperados son muy vulnerables. Porque tendemos a
rodearnos de aduladores o a agotar nuestras energías en una lucha
sin cuartel contra hombres tan resueltos como nosotros mismos…
—O tal vez comenzamos a esperar por los milagros —dijo
suavemente Carl Mendelius.
—O nos sentimos tentados de crear esos milagros —Jean Marie
lanzó a su amigo una rápida y sagaz mirada—. Los políticos tienen su
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andamiaje de propaganda y el papa sus artesanos de maravillas. Eso
es lo que sus palabras han implicado ¿no es así, Carl?
—Es un punto importante, Jean. Y tiene mucho que ver con el
tema que nos preocupa. Por eso debía decírselo.
—La respuesta es muy sencilla, no obstante. Sí. Es verdad que
uno desea que ocurran milagros. Uno ruega, a Dios para que se deje
ver alguna vez, de alguna forma, en este planeta tan cruel. Pero de
ahí a crear uno mismo esos milagros o buscarse un mago hecho a
medida, o adoptar un soi-disant santo de la cosecha anual que nunca
deja de producirse, eso no, Carl. Jamás. Lo qué me sucedió fue real,
no fue deseado, ni pedido. Fue un tormento y no un regalo.
—Pero usted trató de explotarlo.
—¿Cree usted eso, mi viejo amigo?
—Hago la pregunta porque otros lo creen, y porque otros más
pueden afirmar eso en el futuro.
—Y no puedo ofrecerle a usted ninguna prueba para apoyar mis
palabras.
—Precisamente, Jean. Para usar los términos de análisis bíblico,
usted afirma haber sido objeto de una revelación privada, pero no
puede exigir a otros que apoyen con un acto de fe un acontecimiento
sin pruebas. En consecuencia, es preciso que surja algún signo que
otorgue legitimidad a lo que afirma… Los cardenales temieron que
usted tratara de legitimar su revelación a través del dogma de la
infalibilidad. Y por eso trataron desesperadamente de librarse de
usted antes que pudiera usar de ese recurso…
Jean Marie, con el ceño fruncido, reflexionó por unos minutos y
luego asintió.
—Sí. Acepto sus definiciones. Declaro haber sido objeto de una
revelación privada. Y carezco de un signo que legitime mi revelación
y me permita proclamarla…
—Corrección —Mendelius se esforzó por encontrar la frase
precisa—: que lo autorice a usted para proclamarla en tanto que
Pontífice de la Iglesia Universal.
—Contemple sin embargo a nuestro Bautista —Jean Marie paseó
su mano por la escultura inconclusa—. Vino del desierto proclamando
que el reino de Dios estaba por llegar, que los hombres debían
arrepentirse y ser bautizados. ¿Qué patente de autoridad tenía? Cito:
"Fue dirigida la palabra de Dios a Juan hijo de Zacarías en el
desierto…" —Sonrió y se encogió de hombros—. Por lo menos, Carl,
hay precedentes. Pero permítame continuar… Estábamos hablando
acerca del poder y de sus limitaciones. Uno de los privilegios de que
disfruté siendo papa fue el del pleno acceso a la información, y a la
información desde las más altas fuentes. Viajé. Hablé con los jefes de
Estado. Recibí a sus emisarios.
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—Y todos ellos, sin excepción, enfrentaban el mismo horrendo
dilema. Habían sido elegidos para servir al interés nacional. Si fallaran
en servir ese interés, corrían el riesgo de ser depuestos. Pero ellos
sabían que, llegado un momento, debían encontrar una forma de
compromiso entre el interés de su país y otros intereses, igualmente
imperativos, y que, si este compromiso fracasaba, el mundo podría
verse sumido en una guerra atómica…
—Todos ellos sabían más, Carl, mucho más de lo que jamás
osaron, ni osarían decir en público: que los instrumentos de
destrucción son tan amplios, tan mortales, que no hay contra ellos
ningún antídoto posible, que están en condiciones de arrasar con la
humanidad y de transformar al planeta en un lugar inapto para toda
forma de vida humana… Lo que estos hombres me dijeron alimentó
las pesadillas que comenzaron a asediarme, y que ya no me
abandonaron ni de día ni de noche. Todo lo demás me pareció, desde
entonces, insignificante, irrelevante: las disputas dogmáticas, alguno
que otro pobre sacerdote acostándose con la sirvienta, la cuestión de
saber si una mujer podía tomar una píldora o llevar consigo una
pequeña tarjeta para calcular sus períodos y evitar así la fabricación
de más carne de cañón para el día del Armageddon… ¿Comprende,
amigo mío? ¿Comprende realmente?
—Comprendo, Jean —dijo Mendelius con sombría convicción—.
Mejor que usted mismo, tal vez, porque yo tengo hijos y usted no.
Sobre este punto nuestras situaciones difieren. Pero yo tenía que
decírselo, decirle que no se precisa de ninguna visión para ver la
proximidad de la catástrofe final. Lo que sí creo es que esta visión ha
estado ardiendo en su cerebro. Usted mismo acaba de llamarla
alimento de sus pesadillas, y dice que puede tenerlas caminando o
durmiendo.
—¿Y el resto, Carl? ¿La liberación final, la última justificación del
Plan Redentor de Dios, la Parusía? ¿La soñé también?
—Podría haberla soñado. —Mendelius elaboró cuidadosa y
lentamente su respuesta—. En tanto que historiador y en tanto que
estudioso e investigador de las creencias religiosas de la humanidad,
yo le digo que el tema de los últimos días nunca ha dejado de estar
presente en la memoria popular de todas las razas que han existido
bajo el sol. Se la puede encontrar en todas las literaturas, en todas las
manifestaciones del arte, en todos los ritos conocidos y practicados
por el hombre. Las modalidades en que se ha expresado pueden
haber sido diferentes, pero es el mismo sueño el que persiste, que
nos persigue bajo nuestras almohadas en la oscuridad y que, durante
el día, toma sus formas de las nubes de tormenta que se acumulan en
el cielo o del rayo que cae, inesperado y aterrador. Usted y yo
compartimos ese mismo sueño pero cuando usted dice, en su
encíclica; "El Espíritu Santo me ha ordenado escribir para ustedes
estas palabras", entonces me veo obligado a preguntarle, como en su
momento lo hicieron sus colegas, si en este caso, está hablando de
símbolos o de hechos. Si me habla de hechos, muéstreme el escrito o
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el sello, pruébeme que el mensaje es auténtico.
—Usted sabe que no lo puedo hacer —dijo Jean Marie Barette.
—Así es —dijo Carl Mendelius.
—Pero si admite, Carl, que la catástrofe es posible y aún más,
inminente, si admite que la doctrina de los últimos días forma parte
de los sueños más auténticos de toda la humanidad, y que además
está inscrita en la más clara tradición de la doctrina cristiana, ¿por
qué debería yo callar acerca de ella, visión o no visión?
—Porque usted mismo determinó esa catástrofe —Mendelius se
mostraba implacable— usted determinó la circunstancia en que se
produciría, el tiempo aproximado en que ocurriría. Pidió preparativos
inmediatos y específicos. Cerró la puerta a toda esperanza de
continuidad y se encerró a sí mismo en una doctrina que implicaba un
margen de elecciones tan estrechas que de hecho estaba destinada a
ser rechazada por la gran mayoría de la humanidad y también por la
mitad de su propia Iglesia. Para los que estuvieran dispuestos a
aceptarla, las consecuencias serían desastrosas: pánico de masas,
desórdenes públicos y casi seguramente, una ola de suicidios…
—Felicitaciones, Carl —Jean Marie le sonrió con irónica
aprobación—. El alegato que acaba de presentar es espléndido, muy
superior aun al que presentaron mis cardenales.
—Ahí se lo dejo —dijo Carl Mendelius.
—¿Y espera que yo le responda?
—En su carta, me pidió que yo fuera, ante el mundo, testigo y
apóstol de un mensaje, que usted ya no se encontraba en condiciones
de proclamar. Pero antes, es preciso que me pruebe a mí que su
mensaje es auténtico.
—¿Cómo, Carl? ¿Qué evidencia sería capaz de convencerlo?
¿Una zarza ardiendo? ¿Un bastón de caña transformado en serpiente?
¿Nuestro Bautista de aquí emergiendo vivo de su talla de madera?
Pero antes que Mendelius tuviera tiempo para contestar, la
campana del convento comenzó a tañer. Jean Marie se deslizó fuera
del banco y sacudió el polvo de su sotana.
—Es día de fiesta, Carl. Las vísperas se rezan media hora antes
de lo acostumbrado. ¿Nos acompañará a la capilla?
—Si puedo —dijo Mendelius suavemente—. He agotado todas
las respuestas humanas.
—No hay respuestas humanas —dijo Jean Marie Barette y citó
lentamente—: Nisi Dominus aedificaverit domum… "A menos que el
Señor construya la casa, los constructores trabajarán en vano…"
El antiguo orden jerárquico continuaba prevaleciendo en la
capilla. El abad, rodeado por sus consejeros ocupaba el lugar de
honor. Jean Marie, ex-papa, estaba sentado entre los monjes más
jóvenes. Carl Mendelius se encontró colocado entre los novicios, con
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un breviario prestado en las manos. Le resultó una extraña, punzante
experiencia, como si hubiera retrocedido treinta años, hacia la
antigua vida monástica en la cual había sido entrenado. Cada
cadencia del canto gregoriano le era familiar. Las palabras de los
Salmos revivieron en su memoria, como en un caleidoscopio, las
imágenes de sus días de estudiante, clases, discusiones y, en el
período que precedió a su partida, largas y dolorosas disputas con sus
superiores. "Ad te, Domine, clamabo…" entonaba el coro "A Ti clamo,
Señor".

No guardes silencio frente a mí


porque si callas
yo seré como los que caen al abismo.
Escucha, Señor, la voz de mi súplica
cuando te ruego,
cuando levanto las manos
a Tu Santo Templo.

La invocación tenía ahora un nuevo sentido para él. Porque el


silencio que había caído entre él y Jean Marie le parecía siniestro.
Repentinamente habían dejado de ser amigos, eran como extranjeros
que se hubieran encontrado casualmente en una tierra de nadie
hablando cada uno un lenguaje incomprensible para el otro. El Dios
que había hablado a Jean Marie había permanecido
inescrutablemente silencioso para Carl Mendelius.
"De acuerdo al trabajo de sus manos…" los acordes del canto
resonaron bajo las abovedadas naves "otórgales, Señor, su
recompensa". Y la respuesta llegó, sombría y amenazadora. "Porque
ellos no comprendieron los trabajos del Señor… destrúyelos, Señor, y
no les permitas construir".
Pero… pero luchando contra el contrapunto de la melodía,
Mendelius despejó los caminos para construir su argumentación.
¿Cuál era el verdadero sentido de todo aquello? Si el gran salto de la
fe dejara de ser un acto racional, entonces se transformaría en lo
contrario, un acto insano, el acto de un loco que Mendelius de
ninguna manera cometería, aunque ello significara la ruptura del lazo
que lo unía a Jean Marie. Y era en verdad muy triste, a estas alturas
de su vida, contemplar semejante perspectiva, cuando el simple
transcurrir del tiempo se encargaba solo de borrar tantas y tan
queridas relaciones.
Se alegró cuando el servicio terminó por fin y la comunidad se
reunió para la cena de fiesta en el refectorio del convento. Descubrió
que le era posible reírse de las pequeñas bromas, aplaudir el postre
de Jean Marie, discutir con el padre archivista sobre los recursos de la
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biblioteca y con el abad sobre la cualidad del vino de los Abruzzos.
Cuando la cena terminó y los monjes comenzaron a dirigirse hacia la
sala común para el recreo de la velada, Jean Marie se acercó al abad
y le dijo:
—¿Podría excusarnos, padre? Tengo aún algunas cosas que
discutir con Carl. Después leeremos juntos las Completas en mi celda.
—Naturalmente… Pero no lo haga velar hasta muy tarde,
profesor. Estamos tratando de obligarlo a que se cuide.
La celda de Jean Marie era tan desnuda como el cuarto donde
Mendelius había sido hospedado. No había otro adorno que un
crucifijo, y los únicos libros que se veían eran la Biblia, una copia de la
Regla, un libro de Horas y una edición francesa de la Imitación de
Cristo. Jean Marie se despojó de su hábito, lo besó y lo colgó en el
armario. Luego colocó una camiseta de lana sobre su camisa y se
sentó en la cama frente a Mendelius. Dijo, con un toque de ironía.
—Y así pues, aquí estamos, Carl. Mire atentamente. En esta
celda no hay monjes. Sólo dos hombres tratando de ser honrados el
uno con el otro. Permita que yo haga ahora algunas preguntas…
¿Cree que soy un hombre cuerdo?
—Sí, lo creo, Jean.
—¿Soy un mentiroso?
—No.
—¿Y la visión?
—Creo que tuvo la experiencia que me describió en su carta. Y
creo que es totalmente sincero en la interpretación que le da.
—Pero no desea comprometerse con esa interpretación.
—No puedo. Lo más que puedo es abrir mi mente y mantenerla
abierta.
— ¿Y el servicio que le pedí?
—¿Que yo sirva de mensajero para la idea de la próxima
catástrofe y de la Segunda Venida? No puedo hacerlo, Jean. No lo
haré. Ya le he explicado algunos de los motivos que me mueven a no
hacerlo. Pero además hay otras razones. Este asunto provocó su
abdicación. Usted llevaba el anillo del Pescador. Usted ostentaba el
sello del Supremo Maestro. Y usted entregó esos signos. Se rindió. Si
como papa, no fue capaz de proclamar aquello en que creía, ¿qué
espera de mí? He dejado de ser un clérigo. Soy nada más que un
académico seglar. He sido privado de toda autoridad de enseñar en la
Iglesia. ¿Qué puede esperar que haga yo? ¿Ir por allí formando sectas
de cristianos milenaristas? Eso ya ha sido hecho, en tiempos tan
lejanos como los de Montanus y Tertuliano, y las consecuencias
siempre han sido desastrosas…
—No. No es eso lo que pretendo, Carl.
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—Eso es lo que sucedería. Le guste o no, lo único que
conseguiría sería una anarquía carismática.
—De todos modos, la anarquía será inevitable.
—Entonces yo rehúso contribuir a ella.
—Le diré algo, Carl. Llegará un día en que aceptará la misión
que hoy está rehusando. Porque algún día verá la luz que hoy no
puede ver. Llegará un día en que sentirá la mano de Dios en su
espalda y entonces caminará hacia dondequiera que ella lo dirija.
—Por el amor de Dios, Jean, ¿qué es usted? ¿Alguna especie de
oráculo? No puede amontonar profecías sobre profecías de lo cual no
resultan sino locuras. Ahora, escúcheme. Soy Carl Mendelius, ¿lo
recuerda? Usted me pidió que emitiera un juicio. Pues bien, lo haré.
Juzgo que usted nos ha dicho mucho y muy poco. Usted era el papa.
Dijo que había tenido una visión. En esa visión fue llamado por Dios
para proclamar la inminencia de la Parusía. Ahora, enfrente este
hecho: usted no lo hizo. No lo proclamó. En cambio cedió ante la
presión de un grupo de poder. ¿Por qué permitió que ellos lo
silenciaran, Jean? ¿Por qué continúa en silencio ahora? Usted renunció
a la única cátedra desde la cual hubiera podido hablar al mundo. ¿Por
qué espera que un profesor de mediana edad de Suavia rescate lo
que usted abandonó? —La furia y la frustración de Mendelius se
desataron en una última y amarga amonestación— Drexel me ha
dicho que usted se ha transformado en un místico. Ser un místico es
algo muy adecuado, muy tradicional y evita un montón de problemas
al establishment, porque aun la misma prensa huye de la locura de
Dios. Pero lo que usted escribió en su encíclica significa la vida o la
muerte para millones de seres en este pequeño planeta. ¿Fue un
hecho o una simple ficción? Necesitamos un testimonio real y pleno.
No podemos esperar mientras Jean Marie Barette juega a las
escondidas con Dios en el jardín de un monasterio.
En el momento mismo en que pronunciaba aquellas palabras se
avergonzó de su brutalidad. Jean Marie permaneció por un largo
momento silencioso, contemplando el dorso de sus manos. Cuando
finalmente habló, lo hizo con una contenida frialdad.
—Me pregunta por qué abdiqué… El conflicto entre la Curia y yo
era mucho más desesperado de lo que usted pueda imaginar. Si yo
hubiera decidido permanecer en mi cargo, eso hubiera, sin duda
alguna, producido un cisma. El Sacro Colegio me hubiera depuesto y
hubiera elegido a un rival. Y durante el medio siglo subsiguiente, el
mundo hubiera resonado con nuestras querellas por la legitimidad del
título. Papas y anti-papas son una vieja historia que en este caso se
hubiera repetido. Pero vivir y morir con eso sobre mi conciencia, no,
jamás… Hace un minuto, acaba de usar usted una metáfora terrible,
"Jean Marie jugando a las escondidas con Dios en el jardín de un
monasterio…"
—Lo siento, Jean. Realmente yo no quise decir…
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—Al contrario, Carl, quiso decir exactamente lo que dijo; pero
sin embargo se equivocó. No estoy jugando a las escondidas con
Dios. Estoy sentado aquí, muy quieto, esperando que el Señor me
hable nuevamente y me diga lo que tengo que hacer. Sé que necesito
un signo que legitime lo que digo, pero sé también que no estoy en
condiciones de dar ese signo por mí mismo. Por eso espero…
Hablamos hace poco de milagros, Carl, de signos y maravillas. Y
usted preguntó si yo alguna vez los había pedido. ¡Oh, sí! Cuando los
cardenales venían a argumentar conmigo, cuando llegaban los
médicos, graves y clínicos, yo rogaba pidiendo un milagro: "Dame
Dios, algo para enseñarles, algo que pruebe que no estoy loco, que no
soy un impostor". Antes que usted llegara, supliqué y supliqué: "Por lo
menos, haz que Carl crea en mí". Bien… —Sonrió y se alzó de
hombros en un gesto muy galo—. Parece que deberé esperar más de
lo que creía para ser legitimado… ¿Leemos ahora las Completas?
—Antes de hacerlo, Jean, déjeme decirle una última cosa. Vine
como amigo. Deseo irme como amigo.
—Y así se irá. ¿Por qué rogaremos?
—Roguemos para obtener el último pedido de Goethe: Mehr
licht, "más luz".
—Amén.
Jean Marie cogió su breviario. Mendelius se sentó a su lado
sobre la angosta cama y juntos recitaron los salmos de las últimas
horas canónicas del día.
A la mañana siguiente la conversación entre ambos amigos
resultó mucho más fácil. Las palabras más duras ya habían sido
pronunciadas. No cabían ya temores de malentendidos pues los
puntos en disputa habían sido aclarados. En el jardín de la visión, Jean
Marie Barette, ex-papa, lanzaba migajas de pan a las palomas que se
contoneaban a su alrededor, el jardinero hacía zumbar su azadón, el
padre sacristán cortaba nuevas rosas para los floreros del altar y Carl
Mendelius exponía su posición.
—…En lo referente a su revelación privada, Jean, soy un
agnóstico. No sé. En consecuencia, no puedo actuar. Pero en lo
referente a nosotros dos, viejos amigos de corazón, si bien poseo muy
poca fe, me sobra el amor. Le ruego que acepte esto.
—Lo acepto.
—No puedo aceptar una misión en la que no creo y sobre la
cual usted carece de la autoridad para enviarme a preciarla. Pero en
cambio puedo hacer algo para someter sus ideas a prueba ante una
audiencia internacional.
—¿Y de qué manera se propone hacer eso, Carl?
—En dos formas. En primer lugar puedo llegar a un acuerdo con
Georg Rainer, un periodista de mucho prestigio y autoridad, para
publicar una versión precisa y verdadera de su abdicación. En
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segundo lugar, yo mismo puedo escribir, para la prensa internacional,
algunos recuerdos personales de mi amigo, el ex Gregorio XVII. En
estas memorias puedo llamar la atención hacia algunas de las ideas
que usted expresa en su encíclica. Finalmente, puedo tomar las
medidas necesarias para asegurarme de que ambos documentos
lleguen a poder de las personas incluidas en su lista diplomática… Le
ruego que comprenda lo que le estoy ofreciendo, Jean. No es un
alegato en favor de su visión, no es una cruzada. Se trata
simplemente de ofrecer al público una honrada historia de lo que
ocurrió, un retrato simpático, una exposición clara de sus ideas tal
como yo las he entendido… con la posibilidad, para usted, de negar
cualquier aspecto que le moleste o le disguste sobre lo que yo haya
publicado.
—Es un ofrecimiento muy generoso, Carl.
Jean Marie se había conmovido. Mendelius se sintió obligado a
hacerle una advertencia.
—Es mucho menos de lo que me pidió. Por otra parte deja al
desnudo los vacíos y la debilidad de su posición. Por ejemplo, aun
para mí, en esta reunión, usted casi no ha dicho nada respecto de su
estado espiritual…
—¿Qué puedo contarle sobre esto, Carl? —El desafío implícito
en las palabras de su amigo parecía haberlo sorprendido—. A veces
me siento sumido en una oscuridad tan honda, tan amenazadora,
como si hubiera sido despojado de toda forma humana y condenado a
una eterna soledad. En otros momentos, al contrario, me siento
bañado en una calma luminosa, en una paz total y sin embargo al
mismo tiempo armoniosamente activa, como un instrumento en las
manos de un gran artista… No puedo leer lo que está escrito y no
tengo urgencia alguna en interpretarlo, tengo tan solo la serena
confianza de que cada momento que pasa contribuye a realizar en mí
el sueño del maestro. El problema es, mi querido Carl, que tanto el
terror como la calma me cogen igualmente desprevenido. Se van tan
súbitamente como aparecen y dejan mis días tan llenos de vacíos
como un queso suizo. A veces me suelo encontrar en el jardín o en la
capilla o en la biblioteca sin tener la menor idea de cómo he llegado
allí. Si eso es el misticismo, Carl, entonces, que Dios me ayude.
Preferiría mil veces caminar por el purgatorio del mundo como todos
los hombres… Ahora, cómo se arreglará usted para explicar esto a
sus lectores, ya es asunto suyo.
—Entonces, ¿está de acuerdo con la publicación que he
sugerido?
—Precisemos algunos puntos —los ojos de Jean Marie brillaban,
traviesos—. Veamos las cosas a la manera romana y diplomática. Las
especulaciones que un periodista pueda hacer sobre la historia actual
no requieren ningún permiso mío. Y si usted, mi distinguido y docto
amigo, desea escribir memorias sobre mí o sobre mis opiniones, yo
no puedo impedírselo… Y dejemos las cosas así, ¿qué le parece?
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—¡Encantado! —Mendelius sofocó una risita. En verdad se
estaba divirtiendo—. Ahora, una última pregunta. ¿Podría usted,
querría considerar la posibilidad de venir a Tübingen a pasar unas
vacaciones con nosotros? ¡Lotte estaría tan dichosa de tenerlo en
casa! Para mí, sería como si un hermano viniera a vivir conmigo.
—Gracias amigo querido, pero no. Un permiso de esa
naturaleza solicitado por mí podría traerle problemas al abad y
además habría dificultades diplomáticas que requerirían de un
manejo muy delicado… Por otra parte nunca estaremos más próximos
el uno al otro de lo que estamos en estos momentos… Ve usted Carl,
cuando yo vivía en el Vaticano, el campo de mi visión estaba
constituido por el panorama total del mundo con sus incontables
millones de seres trabajando temerosos bajo la amenaza de la nube
en forma de hongo. Aquí, al contrario, percibo las cosas en forma
reducida, pequeña. Y todo el amor y el anhelo y la capacidad de
cuidado que poseo se concentran en el rostro humano más próximo a
mí. En este momento, ese rostro es el suyo, Carl; usted es todo lo que
yo puedo amar y todo es usted. Sé que no es un sentimiento fácil de
expresar, y esa fue precisamente la agonía que experimenté en el
momento de la visión: la pura simplicidad de las cosas, la
esplendorosa, la aterrorizante unidad del Todopoderoso y de sus
designios.
Mendelius frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Desearía que me fuera posible compartir su visión, Jean. Pero
no puedo. Pienso que la humanidad tiene ya suficientes terrores sin
necesidad de agregarles éste del Dios del supremo holocausto. Y he
conocido gente muy buena que prefiere la oscuridad eterna a la
visión de Siva el Destructor.
—¿Es así como usted percibe a Dios, Carl?
—Allá en Roma —dijo suavemente Mendelius— hay asesinos
esperando para matarme. Pero debo confesarle que temo menos a
esos asesinos que a un Dios que puede cerrar de golpe la tapa de su
caja de juguetes y lanzarla al fuego. Y es por eso que no me siento
capaz de predicar su catástrofe del milenio, Jean… No, si ese horror
decretado desde la eternidad es en realidad inevitable.
—Pero el asesino no es Dios, Carl, no es Dios quien apretará el
botón rojo.
Por un largo momento Carl Mendelius permaneció en silencio.
Luego cogió las migajas de pan de las manos de Jean Marie y
comenzó a alimentar con ellas a los pájaros. Cuando finalmente
habló, fue para decir una banalidad.
—El cardenal Drexel me pidió que lo llamara a mi regreso a
Roma. ¿Qué desea usted que le diga?
—Dígale que estoy contento y bien; que no le deseo mal a
nadie; que ruego a Dios por todos ellos todos los días.
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—Ruegue también por mí, Jean. Soy un hombre árido perdido
en un oscurecido desierto.
—La oscuridad pasará. Y después verá amanecer la mañana de
la primavera y contemplará el pozo de agua dulce.
—Así lo espero. —Mendelius se levantó y estiró una mano para
ayudar a Jean Marie a ponerse de pie—. No alarguemos la despedida.
—Escríbame cuando pueda, Carl.
—Le escribiré todas las semanas. Es una promesa.
—Que Dios lo guarde, amigo mío.
Se estrecharon en un largo, fuerte y silencioso abrazo de
despedida. Luego Jean Marie se fue, frágil y oscura silueta
despertando con sus pasos los ecos del pavimento del claustro.

—Usted me hizo una pregunta, profesor —el padre abad


caminaba al lado de Mendelius hacia la puerta del monasterio— y yo
le dije que hoy le daría mi respuesta.
—Tengo mucho interés en escucharla, padre abad.
—Creo que nuestro amigo recibió en efecto la visión de la
Parusía.
—Entonces, permítame otra pregunta. ¿Siente usted al
respecto, la obligación de hacer algo?
—No, nada en especial —dijo el abad blandamente—. Después
de todo, un monasterio es un lugar donde el hombre aprende a
reconciliarse con la idea de los últimos días. Nos mantenemos en
vigilia permanente, en permanente oración; tratamos de estar
siempre prontos, tal como nos lo ordena el Evangelio, y nos
esforzamos por practicar la caridad hacia el viajero y entre nuestra
misma comunidad.
—Dicho así, todo parece muy sencillo —dijo Mendelius sin
dejarse impresionar.
—Demasiado simple, demasiado blando —el abad le lanzó una
rápida mirada de soslayo—. ¿Eso es lo que usted ha querido decir, no
es así? ¿Y qué sugiere que haga yo, amigo mío? ¿Que envíe a los
monjes a anunciar el Apocalipsis en las aldeas de las montañas?
¿Cuánta gente cree que prestaría oídos a semejante mensaje?
Cuando sonaran las trompetas del juicio final, continuarían viendo a
Lacio jugar al fútbol… ¿Qué hará usted mismo ahora?
—Terminar mis vacaciones con mi esposa. Regresar a Tübingen
y prepararme para el próximo año académico… Cuide a Jean por mí.
—Se lo prometo.
—Espero que usted me permita escribirle regularmente.
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—Le aseguro que su correspondencia será estrictamente
privada.
—Gracias. ¿Puedo dejar algún obsequio con el padre de la
recepción?
—Sería muy bienvenido.
—Estoy muy agradecido de la hospitalidad que me han
brindado.
—Permítame ofrecerle una palabra de advertencia, amigo mío.
No intente lidiar con Dios. Es un adversario demasiado grande para
usted… Tampoco intente manejar Su Universo, ocúpese más bien de
cuidar el pequeño jardín que Él le ha otorgado y goce de él mientras
pueda…

—Comprendo que esta visita ha sido muy dolorosa para usted


—Drexel echó los restos del café en la taza de Mendelius y cogió para
sí mismo el último bizcocho.
—Así es, Eminencia.
—¿Y ahora que ha terminado…?
—Ese es precisamente el problema —Mendelius se levantó de
su silla y caminó hacia la ventana—. No ha terminado en absoluto.
Para Jean Marie, en cambio sí, todo ha concluido porque él ha sido
capaz de llevar a cabo los actos definitivos de un creyente: un acto de
aceptación de su propia mortalidad, un acto de fe en la continua y
benevolente acción del Espíritu en los asuntos humanos. Yo no he
llegado a eso todavía. Y sólo Dios sabe si algún día podré llegar. Por
eso detesto haber tenido que venir al Vaticano hoy, detesto la pompa
y el poder, los históricos oropeles de la Congregaciones, de los
Tribunales, de los Secretariados, todos ellos dedicados ¿a qué? A la
más elusiva de las abstracciones: a las relaciones del hombre con un
incognoscible Creador. Me siento dichoso de que Jean haya
abandonado todo eso…
—¿Y usted amigo mío? —El tono del cardenal conservaba toda
su dulzura—. ¿Desea usted también abandonar todo eso?
—Oh sí —Mendelius se volvió para enfrentarlo—, pero no me es
posible hacerlo, del mismo modo que no me es posible despojarme de
lo que mi madre hizo de mí, o mi padre, o mis más lejanos
antecesores. No puedo abandonar la herencia que ha hecho de mí lo
que soy. No puedo introducirme en la historia de otro hombre o
fabricar para mí un nuevo mito. Aborrezco lo que esta familia a la que
pertenezco hace tan a menudo con sus hijos; pero no puedo
abandonarla y tampoco puedo calumniarla. De manera que sólo me
queda sentarme a esperar…
Se encogió de hombros confesándose derrotado y luego
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permaneció de pie, con la cabeza baja, silencioso, contemplando a
través de la ventana el plácido jardín.
—¿Usted espera? ¿Espera qué, Mendelius? —dijo Drexel
presionándolo.
—Sólo Dios sabe. El último día de primavera antes del
holocausto. Las agoreras palabras escritas por el dedo sobre el muro.
Espero y eso es todo. ¿Le conté —no, debo haberlo olvidado— que
Jean Marie hizo una profecía con respecto a mí?
—¿Y qué dijo?
—Dijo —Mendelius citó las palabras con una voz sin inflexiones
—: "…Algún día usted aceptará la misión que ahora rehúsa. Algún día
verá la luz que ahora no puede ver. Algún día sentirá sobre su
espalda la mano de Dios y caminará hacia dondequiera ella lo guíe…"
—¿Y usted lo creyó?
—Quise creerlo. Pero no pude.
—Yo le creo —dijo suavemente Drexel.
Estas últimas palabras quebraron el control de Mendelius y se
enfrentó a Drexel con un duro reto.
—¿Y entonces por qué, en nombre de Dios, no ha creído en el
resto, en la visión de Jean Marie y permitió que los demás lo
destruyeran?
—Porque no me atreví a arriesgarme —la voz de Drexel
temblaba de infinita pena—. Así como usted y tal vez más que usted,
yo necesitaba disponer de la seguridad de saber quién soy, un
hombre con un alto cargo en un antiguo sistema que ha resistido
victoriosamente la prueba del tiempo. La oscuridad me asustaba. Me
era preciso asentarme en la calmada, fría luz de la tradición. No
quería tener nada que ver con misterios, anhelaba sólo un Dios con el
cual poder entenderme, una autoridad ante la cual, en buena fe y
limpia conciencia, me fuera posible inclinarme. Cuando llegó el
momento, yo no estaba preparado. No fui capaz ni de renegar del
pasado ni de abdicar a mi función presente… No me juzgue
demasiado duramente, Mendelius. No juzgue a ninguno de nosotros.
Usted es más libre y en consecuencia más afortunado de lo que todos
nosotros hemos sido con respecto a esto.
Mendelius se inclinó ante el reproche y dijo, con mansa
humildad.
—Fui duro e injusto, Eminencia. Y no tenía derecho a serlo…
—Por favor. Nada de disculpas. —Drexel lo detuvo con un gesto
—. Por lo menos hemos conseguido ser francos el uno con el otro. Y
permítame explicarle algo más. Antiguamente, cuando el mundo
estaba lleno de misterios, era mucho más fácil creer tanto en los
espíritus que visitan los bosques como en el Dios que manda a los
truenos. Hoy, en cambio, estamos condicionados por la ilusión visual.
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Para nosotros existe sólo lo que podemos ver. Suprima usted los
símbolos visibles de una organización establecida —las catedrales, los
templos parroquiales, los obispos y su mitra— e inmediatamente,
para muchos, la Asamblea Cristiana dejará de existir. Usted puede
hablar hasta quedar afónico sobre el Espíritu que nos habita o sobre
el Cuerpo Místico; pero aun dentro del clero, usted le estará hablando
a sordos incapaces de entenderlo. Subconscientemente muchos
asocian estas cosas con los cultistas y los carismáticos. La palabra,
segura y tranquilizadora es la de disciplina; disciplina, autoridad
doctrinal y la Misa Cantada del cardenal cada domingo. En este
mundo no hay lugar para santos errantes… Mucha gente prefiere una
religión más sencilla. Una religión que permita ir al templo, presentar
su ofrenda y luego salir llevándose la salvación en un paquete bien
amarrado. ¿Cree usted que un clérigo en sus cabales está dispuesto a
ser el anunciador de una iglesia carismática, o una diáspora cristiana?
—Probablemente no —Mendelius sonrió a pesar de sí mismo—,
pero de todos modos están obligados a aceptar por lo menos un
hecho evidente.
—¿Y ese hecho es…?
—Que todos pertenecemos a la misma y amenazada especie: el
hombre del milenio.
Drexel meditó sobre la frase por algunos momentos y luego
asintió.
—Es una idea muy sensata, Mendelius. Merece que se
reflexione sobre ella.
—Me alegro de que usted piense así, Eminencia. Me propongo
incluirla en mi próximo ensayo sobre Gregorio XVII.
Drexel no demostró ninguna sorpresa. Se limitó a preguntar,
como si solo se tratara de algo de interés académico:
—¿Cree que en estos momentos, un ensayo así sería oportuno?
—Aun si no lo fuera, Eminencia, creo que se trata de un
problema de justicia elemental. Se honra la memoria del más
modesto funcionario, aunque solo sea con cinco líneas en el Diario
Oficial del gobierno… Espero que Vuestra Eminencia me concederá la
libertad de consultarlo sobre algunos hechos y tal vez incluso yo lo
engatuse para que me ofrezca su opinión sobre ciertos aspectos de
los recientes acontecimientos.
—En lo que se refiera a hechos —dijo Drexel calmadamente—
estaré encantado de ayudarlo indicándole las fuentes adecuadas. En
cuanto a mis opiniones, me temo que no son aptas para ser
publicadas. Por lo demás ello sin duda merecería la desaprobación de
mi actual jefe. De todos modos, gracias por la invitación. Y buena
suerte con su ensayo.
—Me alegro de que le agrade la idea… —Mendelius estaba
suave como la miel.
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—En ningún momento dije que me gustara —una fugaz sonrisa
iluminó el áspero rostro de Drexel—. Simplemente lo reconozco como
un acto de piedad que, moralmente, me siento obligado a
recomendar…
—Gracias Eminencia —dijo Carl Mendelius—. Y gracias también
por la protección que usted nos ha brindado a mi esposa y a mí en
este lugar.
—Desearía poder hacerla extensiva a otros lugares también —
dijo Drexel gravemente— pero mi jurisdicción no se extiende hasta
donde ustedes van ahora. Vaya con Dios, profesor.

Eran las cinco de la tarde cuando Francone finalmente lo dejó


en el apartamento. Lotte y Hilde habían ido a la peluquería. Frank no
había regresado de la Academia; de manera que disponía de tiempo
para bañarse, descansar y ordenar sus pensamientos antes de contar
a los demás sus experiencias en Monte Cassino. Un detalle lo colmaba
de satisfacción: ya no estaba obligado a guardar el secreto. Podía
discutir libre y abiertamente los problemas involucrados, probar la
verdad o fuerza de sus opciones y opiniones enfrentándolas por igual
a las de cínicos devotos, y expresar sus perplejidades en el lenguaje
corriente de todos los días y no en la pesada jerga de los teólogos.
Estaba muy lejos de sentirse satisfecho con las explicaciones
que le había ofrecido Jean Marie. La descripción de sus estados
místicos hecha por su amigo —que obviamente otros habían
presenciado— parecía demasiado suave, demasiado familiar,
demasiado —se esforzó por encontrar la palabra adecuada—
claramente derivada del vasto cuerpo de escritos piadosos. En
relación a las posibilidades de un conflicto de consecuencias
catastróficas, Jean Marie era muy preciso; pero aun en términos
visionarios, era muy vago respecto de la naturaleza de la Parusía
misma. La mayoría de los escritos apocalípticos eran, al contrario,
muy vívidos y detallados. La revelación de Jean Marie Barette era
demasiado abierta y demasiado general para prestarse a una total
credibilidad.
En términos puramente psicológicos había también una
contradicción entre la imagen que Jean Marie tenía de sí mismo como
un hombre de carrera eclesiástica y el trágico fracaso de su
capacidad para ejercer el poder en tiempos de crisis. La buena
voluntad, para no decir la verdadera ansiedad para aceptar una
defensa parcial de su acción en la prensa, resultaba casi penosa, si no
levemente siniestra por parte de un hombre que aseguraba haber
dialogado privadamente con la Omnipotencia.
Y sin embargo… sin embargo… cuando Mendelius salió a la
terraza bajo el sol del atardecer se vio forzado a admitir que era
mucho más fácil condenar a Jean Marie ausente que hacerlo estando
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frente a él. Había que reconocer que no se había retractado en nada
de su pretensión de haber sido objeto de una experiencia reveladora,
ni tampoco había abandonado su tranquila convicción de que, en
algún momento, recibiría el apoyo de un signo legitimador. A su lado
Carl Mendelius era sólo el pequeño hombrecito, el correo que lleva
secretos de estado en el cinturón de su traje, pero que carece de
otras convicciones que no sean las del conocimiento del estado de los
hechos y del costo del vino en las posadas del camino…
Estos pensamientos y varios más fueron el tema de la
vehemente conversación que Mendelius sostuvo con Lotte y los
Franks a la hora de los aperitivos. Se sorprendió al descubrir que era
sometido a la más rígida de las inquisiciones y que el más ansioso
inquisidor era Herman Frank.
—Usted nos está diciendo, Carl, que cree por lo menos la mitad
de la historia. No tome en cuenta la visión, olvídese de la Segunda
Venida, que de todos modos pertenece al orden de los mitos
primitivos; pero la catástrofe de la guerra total es algo muy próximo.
—Bueno, sí, la cosa es más o menos así, Herman.
—No, no creo que sea así —la sonrisa de Hilde tenía un dejo
más que regular de ironía—. Usted sigue siendo un creyente, Carl. De
manera que continúa obsesionado por la presencia de Dios en cada
sentencia que anuncia. Y desde que lo conocemos, usted siempre ha
sido así, medio racionalista, medio poeta. Eso es verdad, ¿no es así?
—Supongo que sí —Mendelius extendió la mano para tomar su
bebida— pero el racionalista dice que aún no tiene en su poder toda
la evidencia requerida y el poeta dice que no hay tiempo para hacer
versos cuando los asesinos están llamando a la puerta.
—Y hay algo más —Lotte se inclinó hacia él y palmeó su
muñeca—. Tú quieres a Jean Marie como un hermano. Y antes que
rechazarlo totalmente, a él y a su visión, estás dispuesto a partirte tú
mismo en dos… Le dijiste que escribirías estas memorias sobre él.
¿Estás seguro, con tu mente dividida como la tienes, de poder hacerlo
bien?
—No, no estoy seguro, schatz. Creo que Rainer hará un buen
trabajo de la parte que le corresponda. Para él se trata de una
primicia que cualquier periodista agradecería, una noticia exclusiva
que dará la vuelta al mundo. En cuanto a lo que me corresponderá, el
retrato personal, la interpretación de los pensamientos de Jean, no,
no estoy en absoluto seguro de poder hacerlo adecuadamente.
—¿Dónde piensa trabajar en eso? —preguntó Hilde—. Ustedes
son bienvenidos aquí y pueden quedarse cuanto tiempo deseen.
—Debemos regresar a Tübingen —Lotte se mostró una pizca
demasiado ansiosa—. Los niños estarán de vuelta la próxima semana.
Pero naturalmente Carl puede quedarse un tiempo más aquí, el que
necesite…
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—No es preciso —dijo Mendelius firmemente—. Gracias de
todos modos por el ofrecimiento, Hilde, pero creo que trabajaré mejor
en casa. Hablaré el viernes con Georg Rainer, y el domingo saldremos
para Tübingen. Este lugar es demasiado seductor. Necesito ahora de
una buena dosis de sólido sentido común protestante.
—Y expresado con acento suavo —dijo Herman con una sonrisa
—. Tan pronto como pase el verano, Hilde y yo partiremos a preparar
nuestra futura habitación en Toscana.
—Tómalo con calma, Herman —Hilde parecía irritada—. No creo
que nada grave pueda ocurrir tan pronto. ¿No es así, Carl?
Mendelius sonrió pero rehusó ser arrastrado a la discusión entre
los esposos.
—Yo también estoy casado, muchacha. Y nosotros los varones
tenemos que apoyarnos mutuamente. Sin embargo yo más bien me
inclinaría a tener el lugar preparado tan pronto como les sea posible.
Si hubiera anuncios de crisis, los recursos materiales y la mano de
obra doblarán de precio en cuestión de días. Además, si quieren tener
una cosecha el próximo verano, es preciso que planten este invierno.
—¿Y usted qué hará, Carl? —preguntó agudamente Hilde—. Su
amigo Jean Marie está a salvo en su monasterio. Si algo sucede,
Alemania será el primer campo de batalla. ¿Qué piensa hacer con
respecto a Lotte y a los niños?
—La verdad es que no he planeado nada al respecto.
—Tübingen está sólo a ciento ochenta kilómetros de la frontera
suiza —dijo Herman—. Sería tal vez conveniente que usted depositara
allí algunos de los derechos que recibe por sus libros.
—Rehúso seguir hablando de esto —Lotte, bruscamente,
parecía al borde de una crisis de rabia—. Estos son nuestros últimos
días en Roma. Y deseo pasarlo bien.
—Tiene toda la razón —dijo Herman instantáneamente
arrepentido-. Esta noche comemos aquí. Después iremos a oír música
folklórica en el Arciliuto. Es un lugar curioso y dicen que Rafael tuvo
allí una querida. ¿Quién sabe? En todo caso es una prueba de la
capacidad de los romanos para sobrevivir.
Hubo más detalles que finiquitar antes que Lotte y él pudieran
finalmente hacer sus maletas y abandonar Roma. Mendelius pasó
toda la mañana del viernes dictando a la grabadora su informe para
Anneliese Meissner: un relato de su visita a Monte Cassino, una franca
y abierta admisión de sus propias perplejidades y un último y directo
mensaje:

''…Usted tiene ahora en sus manos todas las


informaciones que obran en mi poder dictadas aquí tan
honestamente como me ha sido posible. Deseo que las
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someta a un cuidadoso estudio antes que yo llegue a
Tübingen… Hay mucho más que decir, pero lo hablaremos
después. La veré pronto… Esta ciudad febril y sin clase me
tiene enfermo. Carl.”

Envolvió cuidadosamente las cintas grabadas y le dio


instrucciones de Francone para que las entregara a un servicio de
correo que conectaba diariamente a Roma con varias ciudades
alemanas. Luego Francone lo llevó al almuerzo que había convenido
con Georg Rainer. A la una de la tarde, instalado en un
compartimiento privado de "Ernesto's" comenzó la esgrima verbal
ritual en estos casos. Georg Rainer demostró ser un maestro en el
arte.
—Parece haber estado muy ocupado, Mendelius. Ha sido
imposible seguirle los pasos. Ese asunto en el Salvator Mundi cuando
la policía mató a un hombre y arrestó a otros tres… ¿Estaba usted en
el hospital?
—Sí. Estaba visitando al senador Malagordo.
-Así lo supuse. Pero no publiqué nada al respecto porque me
pareció que no era prudente continuar exponiéndolo a usted.
—Muy generoso de su parte. Créame que se lo agradezco.
—Bueno, tampoco quería echar a perder mi prometida historia
de hoy… ¿Porque tiene una historia para mí, no es así?
—Tengo una, en efecto, Georg. Pero antes de entregársela
quiero ver si nos ponemos de acuerdo en algunas reglas básicas.
Rainer sacudió la cabeza.
—Las reglas ya están operando, amigo mío. Lo que usted me dé
ahora será verificado primero y luego entregado al télex. Le garantizo
una relación cabal y precisa de los hechos y de las citas que me
entregue y me reservo el derecho de hacer los comentarios que
estime adecuados para ilustrar y guiar a mis editores… No le puedo
garantizar inmunidad respecto del énfasis editorial que otros quieran
colocar a su historia o respecto de títulos dramáticos o tergiversados,
o de versiones distorsionadas por otras manos. Una vez que esta
entrevista haya comenzado, usted será solamente un testigo en el
banquillo y todo lo que diga queda grabado en los registros de la
corte…
—En ese caso —dijo Mendelius deliberadamente— me gustaría
saber si podemos ponernos de acuerdo sobre la forma en que esta
historia será presentada.
—No —dijo llanamente Georg Rainer-, porque no puedo hacer
promesas ni realizar acuerdos sobre lo que ocurrirá a mi copia una
vez que salga de mi escritorio. Tendré mucho gusto en mostrarle lo
que yo escriba y cambiar lo que a usted le parezca que no refleja la
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realidad… Pero si está pensando que existe alguna forma de controlar
las consecuencias de una noticia, olvídelo. Este negocio se parece a
la caja de Pandora: una vez que uno la ha abierto, no hay modo de
detener el vuelo de todos los diablillos que contiene… Y a propósito,
¿por qué motivo me está dando esta historia a mí?
—En primer lugar, porque usted cumplió su palabra conmigo.
Por eso estoy tratando a mi vez de cumplir con usted. En segundo
lugar porque deseo dejar claramente establecida la verdad sobre un
amigo antes que los fabricantes de mitos pongan manos a la obra. Y
en tercer lugar, porque deseo acompañar su historia con otra
publicación que tomaría la forma de unas memorias personales. Y no
puedo hacer esto último si la historia que usted cuente se sale de
ciertos límites y descarrila. De manera que permítame volver a
plantear mi pregunta de otra manera. ¿Cómo podemos arreglarnos
para encontrar una fórmula que satisfaga a la vez sus necesidades y
las mías?
—Dígame primero el nombre de la historia.
—La abdicación de Gregorio XVII.
Georg Rainer abrió la boca con indisimulado asombro.
—¿La verdadera historia?
—Sí.
—¿Posee documentos que apoyen sus palabras?
—Siempre que nos sea posible ponernos de acuerdo sobre un
adecuado uso o no uso de los documentos, sí… y para evitarle a
usted mayores problemas y preguntas, Georg, le diré que acabo de
pasar veinticuatro horas con Gregorio XVII en el monasterio de Monte
Cassino.
—¿Y él está de acuerdo en estas publicaciones?
—No se opone a ellas y, en lo referente a la elección de un
periodista para la historia exclusiva, confía en mi discreción. Hemos
sido, desde hace mucho, amigos, y amigos muy íntimos. De manera,
Georg, que usted puede ver por qué necesito estar muy seguro de
conocer muy bien las reglas del juego antes que podamos comenzar.
Un camarero se acercó presuroso con su cuaderno de apuntes y
un lápiz. Georg Rainer dijo.
—Ordenemos primero nuestro almuerzo, ¿qué le parece?
Detesto que los camareros revoloteen alrededor de mí cuando estoy
realizando una entrevista.
Se decidieron por unas pastas, saltimboca y una jarra de
Bardolini. Luego Georg Rainer colocó sobre la mesa su grabadora en
miniatura y la empujó hacia Mendelius, y dijo:
—Usted controlará el aparato. Y guardará la cinta grabada
hasta que nos hayamos puesto de acuerdo en un texto definitivo.
Trabajaremos juntos en la redacción de este texto. Y todo lo que no
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se incluya en el texto será destruido inmediatamente. ¿Le parece
satisfactorio?
—Espléndido —dijo Mendelius—. Comencemos entonces por los
dos documentos manuscritos de Gregorio XVII y que me fueron
entregados por un mensajero personal suyo. El primero es una carta
en que describe los acontecimientos que condujeron a su abdicación.
El otro es una encíclica que no fue publicada porque la Curia la
suprimió.
—¿Puedo verlos?
—A su debido tiempo, sí. Obviamente no los llevo encima.
—¿Cuál es el mensaje central, clave de esos documentos?
—Gregorio XVII fue forzado a abdicar porque declaró haber
tenido una visión que le anunciaba el fin del mundo bajo la forma de
un holocausto y de una Segunda Venida de Cristo. Consideró que esta
visión implicaba para él un llamado a ser el precursor del
acontecimiento. —Torció la boca en una sonrisa y agregó: —Ahora
comprenderá usted por qué le pedí discreción sobre la historia del fin
del mundo. Necesitaba ponerla a prueba ante una audiencia
adecuada, en este caso ante una audiencia de clérigos evangélicos,
antes de ir a Monte Cassino…
Georg Rainer saboreó lentamente su vino y se echó a la boca
un trozo de pan. Finalmente se alzó de hombros, como un jugador de
póquer que hubiera perdido su apuesta y dijo:
—Ahora, por supuesto, todo se aclara. La Curia no tenía otra
alternativa sino la de librarse de él. El hombre es un lunático.
—Ese es precisamente el problema, Georg —Mendelius sirvió
más vino e hizo señas al camarero para que retirara los platos de
pasta—. Ese hombre es y está tan cuerdo como usted o yo.
—¿Quién afirma eso? —Rainer apuntó con el dedo al pecho de
Mendelius—. ¿Usted, su amigo?
—Yo, sí. Y el cardenal Drexel y el abad Andrew que es su
director espiritual en Monte Cassino. Ellos dos lo consideran un
místico al estilo de San Juan de la Cruz. Y más aún. Drexel está
atravesando una verdadera crisis de conciencia porque en su
momento no fue capaz de defenderlo en contra de la Curia o del
Sacro Colegio.
—¿Ha hablado usted con Drexel?
—Dos veces. Y dos veces también con el abad de Monte
Cassino. Lo raro de todo el asunto es que ellos son los que creen y yo
soy el escéptico.
—Lo que tal vez es precisamente lo que ellos quieren —dijo
Rainer mordazmente—. Se han librado de un papa molesto y ahora
pueden permitirse alabar sus virtudes de obediencia y humildad…
¿Sabe usted Mendelius, que para ser un eminente académico, es
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bastante ingenuo? Incluso ha aceptado salir a todas partes en el
automóvil del cardenal manejado por el chofer del cardenal, de tal
manera que Drexel sabe todo lo que ha hecho y hace en Roma,
incluyendo este almuerzo conmigo.
—La verdad es, Georg, que me da lo mismo lo que el cardenal
sepa o no sepa de mis actividades.
—¿Sabe que usted tiene esos documentos?
—Sí, por cierto. Yo mismo se lo conté.
—¿Y?
—Nada.
—¿No cree que él podría insinuar que desearía recobrarlos o
entregarlos a la custodia de manos más ortodoxas que las suyas?
—Francamente no puedo imaginar a Drexel en el papel de jefe
de espías o de guardián de manuscritos robados.
—Eso significa entonces que usted es mucho más confiado que
yo —Rainer se alzó de hombros—. Yo también leo historia y sé
perfectamente que los modos y usos del poder se han mantenido
intactos a través del tiempo, no han cambiado ni en la Iglesia ni en
ninguna otra parte. No obstante… hablemos de su Gregorio XVII.
¿Cómo juzga usted que es él?
—Creo que es un hombre cuerdo y sincero. Cree
profundamente en sus propias convicciones.
—No hay nadie más peligroso que un visionario sincero.
—Jean Marie reconoce eso. Y abdicó para evitar una división de
la Iglesia. Y su silencio se debe a que carece de un signo que
legitimice su visión y pruebe que es auténtica.
—¿Signo que legitimice? No comprendo ni sitúo esa expresión.
—Es un término que es bastante usado en el análisis bíblico
moderno. Básicamente significa que el profeta o reformador que dice
hablar en nombre de Dios necesita mostrar alguna prueba tangible de
que tiene derecho a hacerlo.
—Ni usted ni yo estamos en condiciones de darle esa prueba.
—No, pero en cambio podemos garantizarle una honrada
publicación de los hechos y una iluminadora interpretación de su
mensaje. Podemos relatar los hechos que condujeron a su abdicación.
Los documentos mostrarán el por qué de lo que sucedió. Y podemos
también relatar lo que Jean Marie Barette me contó acerca de la
visión que dice haber tenido.
—Hasta aquí eso está muy bien. Pero esa visión se refiere a
temas muy majestuosos: el fin del mundo, la Segunda Venida, el
Juicio Final. ¿Cómo nos arreglaremos para contarles a nuestros
lectores semejantes cosas?
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—Yo puedo hablar de lo que la gente del pasado creyó y
escribió acerca de estos problemas. Puedo enfocar la atención de
nuestros lectores sobre la existencia de las sectas milenarias en el
mundo de hoy…
—¿Y nada más?
—Después, Georg, le tocará a usted. Usted es quien está
acostumbrado, porque es su oficio escribir informes diarios sobre el
estado de las naciones. ¿Cuan cerca cree que puede estar el
Armageddon? El mundo está lleno de profetas. ¿Es posible que alguno
de ellos sea El que debe venir? Si considera cuan loco y absurdo es
todo lo que está ocurriendo actualmente en el mundo, la predicción
de Jean Marie está muy lejos de ser irracional.
—Sí, estoy de acuerdo —Rainer se veía pensativo—. Pero hacer
de esta historia algo coherente y digerible va a significar un gran
esfuerzo y mucho trabajo. ¿Puede usted quedarse en Roma?
—Me temo que no. Debo preparar la iniciación del semestre
universitario. ¿Hay alguna posibilidad de que usted pueda venir a
pasar unos pocos días a Tübingen? Sería bienvenido en mi casa. Y
creo que podríamos trabajar muy bien allí. Tendríamos a mano todos
mis textos y mis sistemas de fichas.
—Tengo por costumbre trabajar muy rápidamente. Estoy
entrenado para coger la idea, probar su lógica, escribirla y enviarla al
télex todo en el mismo día…
—Yo soy sin ninguna duda mucho más lento —dijo Mendelius—,
pero en este caso tengo la ventaja de conocer el tema y estar algo
preparado a su respecto… De todos modos, nos iremos el domingo y
comenzaré a trabajar al día siguiente.
—Yo podría llegar a Tübingen el miércoles. Necesito encontrar
alguna cobertura para explicar mi presencia allá. Porque no deseo
hablar de esta historia con mi editor hasta que esté escrita y cada
una de sus frases haya sido suficientemente probada… De manera
que deberé encontrar alguna excusa para ausentarme por unos días.
—Hay algo que también deberemos aclarar —dijo Mendelius—.
Usted y yo tendremos que trabajar juntos. En consecuencia sería
conveniente que hiciéramos entre nosotros alguna especie de
convenio. Y me gustaría que mi agente de Nueva York se ocupara de
nuestros contratos con los editores de nuestra historia.
—Me parece muy bien.
—Entonces lo llamaré esta noche y le pediré que venga a
Tübingen.
—¿Puedo darle un consejo, Mendelius? Por el amor de Dios,
tenga cuidado con esos documentos. Deposítelos en el banco. Sé que
hay gente que estaría dispuesta a matarlo para apoderarse de ellos.
—Jean Marie me hizo también, en su carta, la misma
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advertencia. Me temo que no le presté suficiente atención.
—Entonces sería preferible que ahora tomara el asunto más en
serio. Porque esta historia lo hará a usted más famoso y mucho más
notorio aún de lo que ya es por su intervención en el Corso. Cuando
se encuentre de regreso en Tübingen y se crea a salvo, cuide sin
embargo cada paso que dé. No olvide que continúa siendo el testigo
clave en contra de esa muchacha y que por culpa suya, los terroristas
han perdido a cuatro de sus hombres… Esta gente tiene el brazo
largo y una implacable memoria.
—Sí. Comprendo lo de los terroristas —Mendelius estaba
genuinamente sorprendido—, Pero en lo que se refiere a los
documentos, una carta privada dirigida a mí, una encíclica no
publicada, puedo ver su valor como noticia, pero no me parece que
puedan representar el precio de la vida de un hombre.
—¿No? Pues bien, mírelo entonces desde este otro punto de
vista. La encíclica tuvo como consecuencia una abdicación papal.
Podría igualmente haber producido un cisma o Gregorio XVII, por
culpa suya, podría haber sido declarado loco.
—Cierto, pero…
—Hasta aquí —dijo Georg Rainer cortándole bruscamente la
palabra— usted ha considerado todo este asunto únicamente desde
su punto de vista personal, su reacción a él, su preocupación por su
amigo. Pero ¿qué me dice de los centenares o miles de personas con
las cuales Gregorio XVII tuvo que ver durante su pontificado? ¿Cómo
han reaccionado? ¿Cómo reaccionarían si se enteraran de los hechos
tal cual ocurrieron? Algunos de ellos pueden haber tenido muy
buenas o estrechas relaciones con él…
—Sí, así es. El me envió una lista de esa gente…
—¿Qué clase de lista? —dijo Rainer instantáneamente alerta.
—Una lista de gente que ocupa cargos importantes en diversos
lugares de todo el mundo y que, según Gregorio, podrían estar
dispuestos a recibir su mensaje.
—¿Puede darme algunos de los nombres de esa lista? Mendelius
pensó unos minutos y luego enumeró una media docena de nombres
que Rainer apuntó cuidadosamente en su libreta. Luego preguntó.
—¿Alguna de estas personas ha tratado de comunicarse con él
en Monte Cassino?
—No lo sé. No lo pregunté. De todos modos, antes de poder
llegar a ver a Jean Marie serían cuidadosamente investigados, como
lo fui yo. De hecho, nunca me fue posible hablar por teléfono con Jean
Marie. Y después hubo momentos en que creí que trataban de
alejarme de él, de impedir que lo viera. Pero Drexel fue muy claro al
respecto. No había impedimentos para mi visita. Sólo una buena dosis
de interés oficial.
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—Interés que difícilmente se disipará sobre todo cuando esta
entrevista entre nosotros sea conocida.
—Seamos honrados, Georg. Drexel no intentó averiguar lo que
yo me proponía hacer. Tampoco volvió a referirse a los documentos,
no obstante que yo me mostré bastante duro con él.
—¿Y qué prueba eso? Nada. Salvo que Drexel es un hombre
muy paciente. Y no olvide que fue la persona que los cardenales
eligieron como mensajero. Piense en eso. Ahora, en cuanto a los otros
amigos o conocidos de Gregorio XVII, le confieso que, antes de viajar
a Tübingen, tengo la intención de realizar con respecto a ellos la
investigación más completa que pueda… No. No. Yo pagaré este
almuerzo. Considerando la enorme cantidad de dinero que esta
reunión significará para mí, la cosa resulta casi obscena.
—No será tan sencillo, amigo mío. Usted deberá trabajar duro —
Mendelius reía al hablar—. Los jesuitas me enseñaron dos reglas
esenciales: la regla de la evidencia y el respeto por un buen estilo
literario. Quiero que éste sea el mejor reportaje que usted jamás haya
escrito.
En cuanto se encontró de regreso en el apartamento, Mendelius
hizo un llamado privado a Lars Larsen, su agente en Nueva York;
Larsen reaccionó inmediatamente, primero con un silbido de
excitación y luego con un gemido de angustia… La idea era
maravillosa. Valía muchísimo dinero, pero ¿por qué demonios tenía
Mendelius que compartirla con un periodista? La contribución de
Rainer al equipo se limitaba a su conexión con un gran imperio
periodístico alemán. Esta historia podía, debía ser lanzada desde
América…
Y así, por los diez minutos siguientes continuó la apasionada
defensa de su punto de vista por parte de un ansioso Larsen;
Mendelius esperó que el torrente se calmara y luego procedió, con
paciencia, a explicar que el propósito central de la historia era
presentar un relato objetivo y sobrio de los recientes acontecimientos
y orientar seriamente la atención hacia lo esencial del último mensaje
de Jean Marie. Por consiguiente, ¿querría Lars hacer el favor de venir
a Tübingen para discutir sobre el asunto con toda la seriedad que
correspondía a un caso tan importante?
Lotte que oía a su lado la mitad de la conversación musitaba
con desconsuelo:
—…Te lo advertí, Carl. Esta gente sólo piensa en sus intereses
personales que con toda seguridad entrarán en conflicto con los
tuyos. Este Larsen percibe el olor del dinero, de mucho dinero. Georg
Rainer sabe que con esto su reputación de buen periodista se irá a las
nubes. Estás abordando un tema que a través de toda la historia
humana, no ha dejado jamás de obsesionar al hombre. Y no puedes
permitir que, debido a esto, te transformen en una especie de estrella
de cine… Las cartas de triunfo están en tu poder: los documentos. No
los entregues ni los muestres hasta que hayas llegado a un arreglo
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que implique tu propia protección y la de Jean Marie.
Más tarde, acunada en los brazos de él en la inmensa cama
barroca, murmuró soñolienta.
—…En fin de cuentas hay una profunda ironía en todo esto. A
pesar de tu escepticismo le estás ofreciendo a Jean Marie
exactamente lo que él comenzó por pedirte. La presentación que
harás de su persona estará cargada con toda la simpatía que sientes
por él, precisamente porque es amigo tuyo. Y porque gozas de una
reputación internacional de académico serio y respetable, tus
comentarios no podrán ser pasto de los bufones. Si Anneliese
Meissner está dispuesta a colaborar contigo en esta publicación, será,
como es ella, cínicamente honrada… En resumen, amor mío, estás
pagando en forma principesca tu deuda con Jean Marie… Y a
propósito, hoy compré un regalo para Herman y Hilde. Resultó un
tanto caro, pero pensé que no te importaría. Ellos han sido tan
generosos con nosotros.
—¿Y qué compraste, schatz?
—Una pieza de antiguo Capodimonte. Cupido y Psyche. El
anticuario dijo que se trataba de un ejemplar muy difícil de encontrar.
Mañana te lo mostraré. Espero que les gustará, ¿qué te parece? —
preguntó Lotte.
—Oh, estoy seguro de que les encantará. —Se sentía
agradecido por el tono liviano e intrascendente de la conversación.
—Oh, olvidaba contarte que hemos recibido una postal de
Katrin desde París. No dice mucho excepto "El amor es maravilloso.
Gracias para ustedes dos de parte de nosotros dos". Hemos recibido
también una larga carta y algunos impresos de colores de Johann.
—Eso sí que es una sorpresa. Siempre pensé que una postal
entraba más dentro de su estilo.
—Lo sé. Bueno, ¿no te parece divertido? Para describir sus
vacaciones emplea un tono verdaderamente lírico. No llegaron muy
lejos, ni siquiera alcanzaron Austria. El y sus amigos descubrieron un
pequeño valle en la parte más alta de los Alpes bávaros. Hay un lago
y algunas cabañas más bien ruinosas… y ni un alma en muchas millas
a la redonda. Han estado acampando allí sin moverse, salvo para
bajar al pueblo a buscar provisiones…
—Suena maravilloso. No me vendría nada mal cambiar de lugar
con Johann. No tengo ningún deseo de volver a Roma antes de
mucho, mucho tiempo. En cuanto lleguemos a Tübingen le escribiré a
Jean… Y a propósito, deberíamos hacer algo por Francone. Creo que
un regalo en dinero sería lo más adecuado. Me parece que su sueldo
no debe de ser muy alto. Recuérdamelo ¿quieres, schatz?
—Lo haré, no te preocupes. Cierra los ojos ahora y trata de
dormir.
—Creo que en unos pocos minutos más me quedaré dormido.
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Oh. Y algo más que olvidaba. Debo enviarle una nota de
agradecimiento al cardenal Drexel por Francone y por el auto.
—Te lo recordaré… Ahora, duerme. Esta noche tienes todo el
aspecto de un hombre absolutamente agotado. Y la verdad es que no
quiero que desaparezcas de esta tierra tan pronto —le dijo
cariñosamente Lotte.
—Estoy muy bien, schatz. No debes preocuparte por mí.
—Me preocupo. Y no puedo remediarlo. Carl, si Jean Marie
tuviera razón, si hubiera una última y gran guerra ¿qué haríamos?
¿Qué sucedería con los niños? No creas que me estoy poniendo tonta.
Simplemente quiero saber lo que piensas.
¿Cómo podía él responderle? Carecía de una respuesta y lo
sabía. Se enderezó sobre un codo y se inclinó sobre ella, mirándola,
dichoso de las sombras protectoras que escondían el dolor que
inundaba sus ojos.
—Esta vez, amor mío, no habrá estandartes ni trompetas. La
guerra será corta y terrible. Y después que haya terminado a nadie le
importará el lugar donde estuvieron las fronteras. Si logramos
sobrevivir, deberemos unirnos más que nunca, como la familia que
somos; pero debes recordar que no podemos imponer a nuestros
hijos la conducta que deben seguir. Si nos encontráramos separados
de ellos, podríamos entonces reunir algunas buenas almas y tratar,
juntos, de defendernos contra los asesinos que dominarán las calles.
Eso es todo lo que puedo decirte.
—Qué extraño es —Lotte se enderezó a su vez para tocar la
mejilla de él—. Cuando por primera vez hablamos de esto, antes de
venir a Roma, yo vivía en un estado de permanente temor. Por
momentos lo único que deseaba era sentarme en un rincón y llorar,
llorar porque sí, sin motivo ni objeto alguno. Luego, mientras tú te
encontrabas en Monte Cassino, vi aquel pequeño trozo de cerámica
que te regaló el senador Malagordo, lo cogí y lo sostuve en las manos.
Leí, con los dedos, el hombre escrito en él. Recordé lo que había
sucedido en Masada, cómo aquellos trozos habían sido grabados y
echados a la suerte para ver quién moría y quién ejecutaba el acto de
matar. Y bruscamente sentí que una gran paz se apoderaba de mí,
sentí que era afortunada. Comprendí que en la medida en que uno se
aferra demasiado a algo, aunque sea a la vida, se transforma uno en
un cautivo. De manera que, como ves, no necesitas preocuparte por
mí… Bésame, deséame las buenas noches y quedémonos dormidos.
Aquella noche, mientras permanecía despierto, insomne y
vigilante oyendo sonar las horas, él se interrogó sobre el cambio que
ella había experimentado: vio el nuevo sentido de confianza, la
extraña calma con la cual ella parecía aceptar la indecible perspectiva
de la catástrofe nuclear. ¿Es que acaso el coraje de Aharon Ben Ezra
se había transmitido, en alguna forma mágica, a través de aquel trozo
de cerámica que llevaba su nombre? ¿O sería más bien aquello fruto
de un pequeño viento de gracia venido del desierto donde Jean Marie
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Barette había conversado con su Creador?
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CAPITULO 6

Qué bueno era estar de regreso en el hogar. En el campo, las


cosechas habían sido debidamente guardadas y los mirlos
picoteaban, satisfechos, los rastrojos marrones. El Neckar corría,
plateado y tranquilo, bajo el sol del verano. El tránsito de la ciudad
era aún liviano pues los veraneantes no habían regresado de las
playas y campos. Los claustros y galerías de la universidad se veían
vacíos. Los pasos de los raros cuidadores o colegas que allí se
encontraban, resonaban en el silencio. Era posible creer —asumiendo
que no se leyera la prensa ni se oyera la televisión o la radio— que
nada, nunca, sería capaz de perturbar esta paz y que los viejos
duques de Württemburg podrían dormir para siempre tranquilos bajo
el piso de piedra de la Stifskirche.
Pero aquella paz era solo una ilusión, no era más real que la
cubierta pintada de una pastoral. Desde Plisen a Rostock, los ejércitos
del Pacto de Varsovia acumulaban la densidad de sus hombres y
materiales de guerra: tropas de choque y fuertes formaciones de
tanques y, detrás de todo ello, las rampas de lanzamiento de cohetes
de cabeza atómica. Enfrente de ellas se encontraban las delgadas
líneas de las fuerzas de la NATO, preparadas para retirarse ante la
primera embestida, confiando, aunque no demasiado, en que sus
propios cohetes tácticos serían capaces de detener el avance del
enemigo el tiempo suficiente para permitir la llegada de los grandes
bombarderos provenientes de las Islas Británicas y de los I.B.M. que
serían lanzados desde sus lejanos silos de los Estados Unidos.
Sin embargo la movilización propiamente dicha no había
comenzado todavía; no se habían llamado las reservas, porque la
crisis no había madurado de manera que los gobiernos demócratas
pudieran esperar que sus deprimidas e inquietas poblaciones
estuvieran dispuestas a responder a un llamado a las armas o a la
retórica de la propaganda. La industria alemana continuaba
dependiendo de los trabajadores extranjeros, los cuales, privados
aquí de toda participación o ciudadanía difícilmente podrían sentirse
dispuestos a prestar servicios de vasallo en una causa perdida. En el
otro extremo del mundo se había formado un nuevo eje: el Japón
industrial estaba exportando a China técnicos y equipos industriales a
cambio del petróleo de las regiones norteñas y de los nuevos pozos
de los Spratleys. Desde Marruecos hasta los altos desfiladeros del
Afganistán, todo el Islam se hallaba en fermento. África del Sur era
una ciudadela armada hasta los dientes, asediada por las repúblicas
negras, sus vecinas… No existía jefe, junta o parlamento alguno que
fuera capaz de conducir o de controlar los problemas geopolíticos de
un mundo obsesionado por la disminución de sus reservas y por otra
parte, por el envilecimiento o la adulteración de todos los signos
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monetarios internacionales que hasta ahora habían servido de base
para el intercambio. La montaña elevada por las contradicciones
parecía una barrera contra la cual toda razón no podía sino
estrellarse. Las corporaciones mismas parecían petrificadas como en
un síncope de impotencia.
Después de la primera y sana reacción de dicha por encontrarse
de regreso a casa, Carl Mendelius se sintió tentado de dejarse abatir
por la desesperación. ¿Quién prestaría oídos a una minúscula voz que
resonaría apenas sobre la babel de millones de gritos? ¿Qué sentido
tenía propagar ideas que serían barridas tan pronto aparecieran como
granos de arena en medio de una tempestad? ¿De qué podría
aprovechar a nadie revolver un pasado que pronto sería tan
irrelevante como los animales mágicos de los hombres de las
cavernas?
Comprendió claramente que éste era el síndrome capaz de
producir espías, desertores, fanáticos y destructores profesionales.
"La sociedad no es sino una decrépita población a punto de hundirse,
de manera que hagámosla estallar". “El parlamento es un nido de
badulaques y de hipócritas. Destruyamos la inmunda simiente"'.
'"Dios ha muerto, arreglemos pues las estatuas de Baal y Ashtaroth,
llamemos de vuelta al Brujo de Endor y así tendremos los hechizos
que necesitamos para gobernar a los hombres".
El mejor remedio para tales pensamientos era la imagen de
Lotte, atareada y feliz, sacando el polvo, charlando con amigas por
teléfono o comenzando a tejer una tricota de invierno para Katrin.
Sintió que no tenía derecho a perturbarla con aquellos negros sueños
suyos. De manera que se retiró a su estudio y se concentró
decididamente en el trabajo que se había acumulado durante su
ausencia.
Para comenzar estaba la alta pila de libros que se le rogaba
leyera y luego recomendara. A continuación seguían los informes de
los estudiantes que era preciso asesorar, las revisiones que debía
hacer a sus libros de texto, y las inevitables cuentas que pagar.
Había una nota del presidente de la universidad invitándolo,
para el martes a mediodía, a una reunión informal con los miembros
más antiguos de la facultad. Las reuniones informales del presidente
eran muy conocidas. Se sabía que tenían por objeto revisar todos los
problemas que pudieran presentarse antes que fueran llevados a la
asamblea plenaria de las facultades que tenía lugar a mediados de
agosto. Tenían también por objeto persuadir a los crédulos de que
ellos eran miembros privilegiados de un grupo muy seleccionado… A
Mendelius no le gustaba, aunque no podía dejar de admirar, la
destreza del presidente para la intriga académica.
La carta siguiente era una comunicación del Bundeskriminalant,
la Oficina Federal de Investigaciones Criminales, en Bonn.
"…Nuestros colegas italianos nos han informado que, a
consecuencia de algunos incidentes que acaban de ocurrir en Roma,
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usted puede ser víctima de ataques, ya sea por parte de agentes
terroristas extranjeros como por parte de grupos locales afiliados a
ellos.
"Por consiguiente nos permitimos advertirle que se sirva tomar
las precauciones señaladas en el folleto que le adjuntamos y que son
de uso normal entre funcionarios de gobierno y ejecutivos antiguos o
importantes de las grandes empresas. Además le aconsejamos
ejercer una vigilancia especial en el recinto de la Universidad ya que,
debido a la alta concentración de estudiantes del lugar, es posible y
muy fácil para los activistas políticos disimular su presencia.
"Si llegara a notar cualquier tipo de actividad que le pareciera
sospechosa, ya sea en su vecindad o en la Universidad, le rogamos
comunicarse inmediatamente con la Landeskriminalant de Tübingen.
Ellos están al corriente de su situación…" Mendelius leyó
cuidadosamente el folleto que no agregó nada a lo que ya sabía; pero
el párrafo final constituía una helada advertencia del hecho de que la
violencia era tan contagiosa como la peste negra.
"…Las citadas precauciones deben ser estrictamente
observadas no sólo por el sujeto, sino por todos los miembros de su
familia, ya que ellos también están amenazados por cuanto el sujeto
es vulnerable a través de ellos. Una vigilancia concertada y común
contribuirá a disminuir los riesgos". Había una brutal ironía en el
hecho de que un acto de misericordia llevado a cabo en una calle de
Roma pudiera significar para una familia entera quedar a merced de
la violencia en una ciudad provincial de Alemania. Y todo ello traía a
la memoria la posibilidad de un corolario aún más sombrío: que unos
tiros disparados en el río Amur de China pudieran sumir al planeta en
una guerra total.
Entretanto tenía, para distraerse, otros pensamientos más
agradables. Los Evangélicos le habían escrito una carta firmada por
todos ellos en la que le expresaban sus agradecimientos por su
apertura y receptividad en la discusión y su enfática afirmación de la
caridad cristiana como elemento central de unión en la diversidad de
nuestras vidas. Había también otra carta de Johann dirigida
personalmente a él. "…Antes de salir para estas vacaciones me sentía
profundamente deprimido. Tu comprensión respecto de mi problema
religioso representó una gran ayuda para mí, pero aun así continuaba
deprimido sin podérmelo explicar. Estaba inquieto con relación a mi
carrera. No encontraba ningún sentido a lo que estaba haciendo. No
tenía interés en entrar a formar parte de una gran compañía y
comenzar a planificar la economía de un mundo que en cualquier
momento podía estallar en nuestra propia cara. Temía ser llamado
para hacer el servicio militar y participar en una guerra que no
produciría nada sino un desastre universal… Mi amigo Fritz compartía
plenamente estos sentimientos. Nos sentíamos resentidos y
descontentos con la generación de ustedes porque ustedes tenían
siquiera un pasado que recordar, y en cambio a nosotros sólo nos
habían dejado como futuro una vacía interrogación… Y luego,
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encontramos este lugar, —Fritz y yo y dos muchachas americanas
que conocimos en una bierkeller de Munich.
"Es un valle pequeño al que sólo es posible llegar por un
sendero para peatones. Está rodeado de altos picos montañosos,
cubiertos de pinos hasta la línea de las nieves eternas. Hay un viejo
pabellón de caza y unas pocas cabañas agrupadas alrededor de un
lago rodeado por frescas praderas. En los bosques vecinos hay
ciervos y en el lago muchos peces. Hay también una vieja mina con
un túnel que se adentra en la montaña.
"Fritz, que es aficionado a la arqueología dice que la mina fue
trabajada en la Edad Media para extraer de ella hematites. Hemos
encontrado allí herramientas quebradas, una chaqueta de ante sin
mangas y algunas vasijas de peltre así como un herrumbroso cuchillo
de monte…
"En nuestra última bajada al pueblo hicimos averiguaciones
sobre el lugar y descubrimos que es propiedad privada y que
pertenece a una anciana señora, Graftin von Eckstein… Su marido
solía usar el valle como coto de caza. Seguimos la pista de la señora
hasta Tegernsee y fuimos a verla… Es una viejecita muy ágil y lista,
que, después que se hubo recobrado de la sorpresa que le causó esta
invasión de cuatro jóvenes a quienes jamás había visto, nos ofreció té
y bizcochos y nos dijo que se sentía dichosa de que estuviéramos
disfrutando del lugar.
"Entonces, en una inspiración del momento, le pregunté si
acaso ella consideraría la idea de vender el valle. Preguntó para qué
lo queríamos y le contesté que pensábamos que resultaría perfecto
como sitio de veraneo para estudiantes como nosotros… Al comienzo,
pareció que se trataba de una charla como otra cualquiera, pero
luego ella comenzó a tomarnos en serio. Y pensó sobre nuestra
propuesta.
"De todos modos, el resultado final fue que ella mencionó una
cifra: un cuarto de millón de Deutschmarks. Le dije que no teníamos
ninguna posibilidad de juntar una suma como aquélla… Entonces ella
dijo que si nosotros hablábamos en serio, ella consideraría la
posibilidad de arrendarnos el lugar. Le dije entonces que lo
pensaríamos y que volveríamos a darle una respuesta.
"Me encantaría que esto pudiera resultar. El sitio es tan
tranquilo, está tan lejos del mundo de hoy, y podría perfectamente
auto-financiarse… A menudo, en clase, hemos estudiado una
posibilidad como ésta que ahora se nos presenta: un sistema
económico pequeño y auto-sostenido que proteja y mantenga una
cierta calidad de vida. A mi regreso, me gustaría hablar contigo
acerca de esto y ver lo que piensas. Por las noches, a la luz de mi
lámpara, me he esforzado en elaborar un plan. Me parece un ejercicio
infinitamente más satisfactorio que estudiar los problemas
monetarios de la Comunidad Europea o las relaciones entre los
productores de petróleo y las economías industrializadas y las
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naciones agrícolas… De alguna manera, como dice Fritz, tendremos
que volver a reducir las cosas a su escala humana, porque de otro
modo terminaremos enloqueciendo o transformándonos en
indiferentes muñecos mecánicos en un sistema que siempre seremos
incapaces de controlar… Sé que me he extendido demasiado, pero
esta es la primera vez que me he sentido libre para conversar franca
y abiertamente con un padre al que realmente quiero. Es una
sensación tan nueva como placentera…"
Más tarde, cuando se sentaron a comer, Mendelius leyó esta
última carta para Lotte que la escuchó sonriendo y cabeceando con
aprobación.
—Bien. Espléndido. Finalmente ha logrado salir de su selva
negra. Y es claro que en estos tiempos no es fácil ser joven. Me gusta
la idea, Carl, y creo que hay que alentarla, aunque al final no resulte.
No tenemos ninguna posibilidad de disponer de tanto dinero; y sin
embargo…
—Podríamos —dijo Mendelius pensativamente—. Sí, podríamos.
En septiembre debo recibir las entradas de algunos libros y creo que
serán grandes, y cuando salga este nuevo libro… Y además Johann no
es el único que alimenta un sueño privado.
Lotte le lanzó una rápida mirada de reproche.
—¿Te importaría compartir ese sueño con tu esposa?
—Vamos, schatz —dijo Mendelius riendo—, tú sabes que
detesto hablar de las cosas hasta que no las tengo muy claras en mi
mente. Hace ya algún tiempo que he estado incubando esta idea.
¿Qué sucede con los profesores que se retiran y dejan su cátedra? Sé
que puedo continuar escribiendo, pero también me gustaría continuar
enseñando, dando clases a pequeños grupos de alumnos graduados.
He considerado la idea de fundar una academia privada ofreciendo
cursos anuales para alumnos de post-grado… Los músicos suelen
hacer eso, los violinistas, compositores, directores de orquesta… Un
lugar como el que describe Johann sería ideal para ese propósito.
—Sí, podría ser —Lotte parecía dudosa—. No me comprendas
mal. Me gusta tu idea, Carl, pero creo que sería un error mezclar tus
proyectos con los de Johann. Muéstrate interesado por los planes de
él, pero no te entrometas. Déjalo que siga su propia estrella.
—Tienes razón, naturalmente —Mendelius se inclinó sobre la
mesa y besó la mejilla de su esposa—. No te preocupes. No pondré
mis grandes manos en la torta de mi hijo. Además, tenemos otro
problema…
Le contó de la carta que había recibido de la policía de Bonn.
Lotte frunció el ceño y suspiró lastimeramente.
—¿Y cuánto durará esto? ¿Por cuánto tiempo habremos de vivir
así, mirando siempre por sobre nuestros hombros para ver quién nos
sigue?
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—Sólo Dios sabe, schatz. Pero no podemos dejarnos ganar por
el pánico. Tenemos que tratar, al contrario, de transformar esto en
una rutina, como observar las luces del tránsito o cerrar la casa por la
noche o manejar dentro de las velocidades permitidas. Después de un
tiempo será solo un automatismo más en nuestras vidas. —Cambió
bruscamente de tema. —Llamó Georg Rainer para avisar que llegará
el miércoles por la tarde. Lars Larsen llega esa misma mañana desde
Frankfurt, lo que nos da la posibilidad de poner en claro algunos
puntos antes de la llegada de Rainer.
—Espléndido —Lotte manifestó su aprobación entusiasta y
vigorosamente—. Antes de dar un paso más con Rainer debes
asegurarte de que los términos del contrato sean convenientes.
—Te prometo que lo haré. ¿Necesitas alguna ayuda extra para
la casa durante estos días?
—Ya la tengo. Gudrun Schild vendrá todos los días. —Bueno…
Me pregunto lo que nuestro presidente nos tiene reservado para la
reunión del martes.
—Ese me preocupa —Lotte estaba tensa—. Es un brujo.
Siempre me hace pensar que va a sacar de su manga una copa de
vino. Y lo que uno realmente obtiene al final es…
—Sé qué es lo que finalmente obtiene, schatz —dijo Mendelius
con una sonrisa—. El truco consiste en no beber nunca lo que él te
da…
Las nociones del presidente sobre lo que él consideraba una
reunión informal databan de los tiempos del Imperio. Cada colega era
acreedor a un firme apretón de manos, a una solícita pregunta sobre
la esposa y su familia, a una taza de café y un trozo de pastel de
manzanas confeccionado por la esposa del presidente y servido por
una criada en delantal almidonado.
La ceremonia estaba cuidadosamente planeada. Con una taza
de café en una mano y el plato con pastel de manzanas en la otra, los
profesores tomaban asiento. Las sillas, cada una de las cuales tenía a
su lado una pequeña mesita, estaban dispuestas en un semicírculo
que enfrentaba el escritorio del presidente. El presidente no se
sentaba. Se limitaba a apoyarse en el borde del escritorio en una
actitud que intentaba sugerir informalidad, intimidad y franqueza
entre colegas. El hecho de que hablara a los profesores desde tres
pies por encima de sus cabezas y de que dispusiera libremente de sus
dos manos para gesticular y puntuar sus frases, era sólo una gentil
forma de recordarles el título que ostentaba. Sus discursos eran
generalmente tan untuosos como banales.
—…Necesito del consejo de ustedes en su calidad de expertos
en la materia. Las… ah… responsabilidades de mi cargo me impiden
mantener el diario contacto que considero tan conveniente con los
estudiantes y con los jóvenes profesores de esta Universidad. Recurro
entonces a ustedes para que sirvan de intérpretes entre estos
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jóvenes y yo…
Brand, de Latín, se inclinó hacia Mendelius y susurró.
—Él es el fons et origo y nosotros sólo somos los
ensangrentados acarreadores de agua.
Mendelius sofocó una sonrisa detrás de su servilleta. El
presidente continuó.
—…La semana pasada fui invitado, junto con los presidentes de
otras Universidades a una reunión privada con el ministro de
Educación y el ministro del Interior, en Bonn. La reunión tenía por
objeto conversar sobre las implicaciones académicas de la presente
crisis internacional…
Hizo una pausa para que ellos tuvieran tiempo de considerar la
solemnidad de la reunión que había tenido lugar en Bonn y también
en cuales podrían ser las… ah… implicaciones. Estas eran
suficientemente impactantes como para borrar de la audiencia todo
vestigio de tedio.
—En septiembre del año en curso el Bundestag autorizará la
plena movilización tanto de mujeres como de hombres que deberán
cumplir con su servicio militar. Se nos pidió que preparáramos los
certificados para aquellas categorías de alumnos que serían eximidos
de este servicio y que confeccionáramos listas de los alumnos
especializados en física, química, ingeniería, medicina y todas las
disciplinas anexas a ésta… Se nos pidió además que consideráramos
los tipos de cursos sobre estos temas que podrían ser acelerados de
manera de cumplir con las exigencias planteadas por la industria y las
fuerzas armadas. También es preciso que encaremos el vacío de
estudiantes y de profesores jóvenes que va a producirse como
resultado de este llamado a las armas… —La audiencia se estremeció
en ondas de sorpresa que el presidente barrió con un gesto. —Por
favor, señoras y señores, permítanme terminar. Después tendremos
tiempo para discutir. Este es un asunto respecto del cual no tenemos
otra alternativa sino la de hacer lo que hace todo el mundo, esto es
cumplir con los reglamentos. Pero hay, sin embargo, otro problema
anexo y delicado… —Hizo otra pausa. Esta vez era evidente que se
sentía embarazado y que se esforzaba por buscar las palabras
adecuadas. —…Fue presentado por el Ministro del Interior, presionado
a su vez, me imagino, por nuestros aliados de la NATO. Se trata de la
seguridad interna, de la protección contra el espionaje, la subversión
y… ah… las actividades de los elementos descontentos y marginados
del cuerpo estudiantil… —Estas últimas palabras fueron acogidas por
un silencio hostil. El presidente hizo una profunda aspiración y
prosiguió. —En resumen se nos pide que cooperemos con los
servicios de seguridad poniendo a su disposición los datos que
poseemos sobre los estudiantes y otras informaciones que
posiblemente, en resguardo de la seguridad publica se nos puedan
solicitar más adelante.
—¡No! —la violenta negación brotó, unánime, del grupo
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reunido. Alguien volcó una taza de café que se desparramó sobre el
parquet.
—Por favor, por favor —el presidente abandonó su pose sobre el
escritorio y levantó las manos en un gesto de imploración—. He
transmitido la petición del ministro. La discusión queda abierta.
Dahlmeyer de Física Experimental, grandote, hirsuto, con una
barbilla sobresaliente, fue el primero en levantarse. Se enfrentó
duramente al presidente.
—Creo, señor, que tenemos derecho a saber qué respuesta
ofreció usted a la petición del ministro.
Se oyó un coro de aprobaciones. El presidente, incómodo, trató
de evadir la respuesta.
—Le dije al ministro que si bien todos estábamos conscientes
de la necesidad de… ah… un sistema de seguridad adecuado a la
gravedad de la situación, también… ah… estábamos igualmente
preocupados de hacer lo necesario para preservar los… ah…
principios de la libertad académica.
—¡Oh, Cristo! —explotó Dahlmeyer.
Se escuchó nítidamente el gruñido de Brandt. Mendelius se
puso de pie. Estaba blanco de ira pero habló con pausada formalidad.
—Deseo hacer una declaración personal, señor. He sido
contratado para enseñar en esta Universidad. No he sido contratado,
ni aceptaré ninguna comisión ni nada que involucre cualquier tipo de
investigación sobre la vida privada de mis estudiantes. Si se me exige
hacerlo, prefiero renunciar.
—Deseo aclarar, profesor —el presidente habló fríamente —que
sólo me he limitado a transmitir a ustedes una petición del ministro,
no una orden suya que, en las presentes circunstancias al menos,
sería ilegal. Sin embargo, ustedes comprenderán fácilmente que, en
un caso de emergencia nacional, la situación sería radicalmente
diferente.
—En otras palabras —Hellman, de Química Orgánica se había
puesto también de pie— tenemos una amenaza para respaldar una
petición.
—Estamos amenazados, profesor Hellman. Pesa sobre nosotros
la amenaza de un conflicto armado y en ese caso las libertades civiles
deben necesariamente ceder el paso al interés nacional.
—Existe otra amenaza que usted debe igualmente considerar —
dijo Anneliese Meissner— y es la de la sublevación estudiantil como
expresión de una total pérdida de fe en la integridad de la facultad
académica. Me permito recordarles lo que ocurrió en nuestras
universidades en los años treinta y cuarenta, cuando los nazis
gobernaban a este país… ¿Desean ustedes que eso se repita ahora?
—¿Cree que no veremos precisamente eso cuando vengan los
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rusos?
—Ah. De manera que usted ya eligió lo que haría, ¿no es así,
señor?
—No. No he elegido —ahora el presidente estaba furioso—; le
dije al ministro que transmitiría su proposición a mi facultad y que le
informaría sobre la reacción que ella provocara.
—Lo que naturalmente nos coloca a todos en las fichas de la
computadora de nuestros servicios de seguridad. Bueno. Que así sea.
Yo estoy con Mendelius. Si esos señores desean espiar a nuestros
alumnos, pues me voy.
—Con el debido respeto para nuestro presidente y para mis
estimados colegas —un pequeño y ratonil Kollwitz de Medicina
Forense se puso de pie— sugiero que hay un medio muy sencillo de
evitar esta situación. El presidente puede informar al ministro que los
decanos de su facultad están unánimemente en contra de la medida
propuesta. No necesita dar nombres.
—Me parece una idea muy buena —dijo Brandt—. Si el
presidente se une firmemente a nosotros, nuestra posición será muy
fuerte y tal vez otras Universidades podrían animarse a seguirnos.
—Gracias, señoras y caballeros —el presidente se veía
claramente aliviado—. Como siempre me han ayudado mucho.
Pensaré en… ah… alguna respuesta apropiada para el ministro.
Después de eso ya no quedó mucho más por decir y el
presidente se manifestó ansioso por librarse de ellos. Abandonando
las tazas con los restos del café y los últimos vestigios del pastel de
manzanas, los profesores se apresuraron hacia la salida y hacia el sol.
Anneliese Meissner ajustó su paso al de Mendelius. Resoplaba,
enfurecida.
—¡Dios Todopoderoso! Qué viejo embustero… ¡Una respuesta
apropiada para el ministro…! ¡Pelotas!
—Pero ahora se encuentra con que sus pelotas están en un
cascanueces —dijo Mendelius con una agria sonrisa—; le faltan sólo
dos años para retirarse. En consecuencia es difícil reprocharle que
trate de buscar un compromiso… De todos modos tiene a una
facultad férreamente unida y que lo respaldará si actúa de acuerdo
con ella. Eso le dará, espero, algún coraje.
—¿Unida? —Anneliese lanzó, otro bufido—. ¡Mi Dios, Mendelius!
¿Cómo puede usted ser tan ingenuo? Eso fue nada más que práctica
de coro, todas nuestras nobles almas cantando al unísono "Nuestro
Dios es nuestra Fortaleza". ¿Cuántos cree usted que serán capaces de
mantenerse firmes cuando comience la presión real de los
muchachos de la seguridad? ¿No es verdad profesor Brandt que usted
ha estado jugando con la pequeña Mary Toller…? ¿Y usted
Dahlmeyer? ¿Sabe su esposa lo que hace los sábados en el Hotel del
Amor en Frankfurt…? Y en cuanto a usted Heinzl, o Willi o Traudl, si se
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niegan a cooperar nos vemos obligados a advertirles que estamos
muy al día en algunas especialidades no muy limpias como la de
científicos sanitarios o ayudantes en la casa de torturas… No se
equivoque, amigo mío. Si en la cuenta final, de diez quedamos tres,
habremos tenido una suerte de los mil demonios.
—Pero olvida a los estudiantes. En el momento en que se
enteren de esto, se levantarán como un solo hombre.
—Algunos sí. ¿Pero cuántos quedarán de pie después de la
primera carga a bastonazos, y de los gases lacrimógenos y el cañón
de agua? No serán muchos, Carl. Y serán menos aún cuando la policía
comience a usar municiones verdaderas.
—Jamás harán eso.
—¿Por qué no? No tienen nada que perder. Cuando la
maquinaria de la propaganda comience a funcionar, ¿cree que
alguien oirá los disparos de la calle? Además, no olvide que bastará
una maldita bomba atómica en Tübingen y toda la región quedará
limpiecita… ¿Quiere almorzar conmigo? Si almuerzo sola lo más
probable es que termine emborrachándome.
—¿No podemos permitir eso, no es así? —Mendelius la rodeó
con su brazo y acercó el grueso cuerpo de ella al suyo—. Pero hay sin
embargo un consuelo, muchacha: todas las Universidades del mundo
deben estar, en estos momentos, enfrentando este mismo problema.
—Lo sé. Filisteos del mundo, uníos. Las vacas sagradas serán
por fin derribadas. Mi Dios, Carl. Su Jean Marie no estaba, después de
todo, tan equivocado.
—¿Ha escuchado las cintas que le envié?
—Sí, y muchas veces. He estado leyendo mucho también.
—¿Y…?
—No diré una palabra más hasta que tenga adentro del cuerpo
una sustancial cantidad de alcohol. Soy una bruja. Carl, cínica y vieja
y demasiado fea para creer en un Dios que fabrica monstruos como
yo… Pero ahora estoy tan malditamente asustada que podría llorar.
—¿Dónde quiere almorzar?
—En cualquier parte. En el primer bierkeller que encontremos.
Salchichas y sauerkraut, cerveza y ginebra doble. Unámonos al
dichoso proletariado.
Mendelius no recordaba haberla visto nunca tan alterada.
Comió con voracidad y bebió con desesperada determinación; pero
aun después de dos enormes dosis de ginebra continuaba fríamente
sobria. Llamó a la camarera para que limpiara la mesa y trajera otra
ronda de licores y luego anunció que estaba lista para cualquier
discusión racional.
—Comencemos por usted, Carl.
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—¿Qué sucede conmigo?
—Lo comprendo mejor ahora. Y me gusta usted más.
—Gracias —Mendelius le sonrió—. Yo también la quiero.
—No se ría de mí. No estoy en ánimo de bromas. Esas
grabaciones me impresionaron muchísimo. Parecía usted tan
malditamente desesperado en su esfuerzo por adecuarse a lo
imposible…
—¿Y qué me dice de Jean Marie?
—Bueno, eso constituyó otra sorpresa para mí. El retrato que
usted hace de él es demasiado vívido para ser falso. De manera que
no tuve otro remedio que aceptarlo como auténtico… Lo vi, lo sentí.
—¿Y qué piensa de él?
—Es un hombre muy afortunado…
—¿Afortunado?
—Sí… He pasado la mitad de mi vida lidiando con mentes
enfermas. Si no tomamos en cuenta los defectos orgánicos, la mayor
parte de los casos implica y termina en una fragmentación de la
personalidad, en una pérdida de identidad. La vida, interior y exterior,
es un rompecabezas sin armar con todas las piezas dispersas sobre la
mesa… El clínico dedica su tiempo a crear las condiciones para el
auto-reconocimiento, es decir un estado en el cual aun la confusión
misma tenga algún sentido. El paciente debe llegar a darse cuenta de
que el rompecabezas tiene por objeto ser reconocido como tal y en
consecuencia incitar al trabajo de armarlo… Fuera lo que fuera lo que
ocurrió a su Jean Marie, el hecho es que tuvo el mismo efecto
salvador. Dio un sentido a todo lo que había ocurrido, conflicto,
fracaso, su propio rechazo, aun la oscuridad en que actualmente se
encuentra… ¡Dios! Si yo pudiera hacer eso con mis pacientes sería la
más grande curandera del mundo. Y si pudiera hacerlo conmigo
misma sería mucho más feliz de lo que soy en estos momentos…
—Yo diría que usted es una persona perfectamente integrada.
—¿Lo diría, Carl? Míreme ahora, medio borracha con licor barato
porque me asusta el mañana y porque odio esta gruesa rana que mi
madre trajo al mundo… He aprendido a vivir conmigo misma, pero no
he aprendido a gustar de mí. No, y tampoco aprenderé.
—Me siento muy orgulloso de conocerla, Anneliese —dijo Carl
Mendelius gentilmente—. Usted es una amiga muy querida y una
gran mujer.
—Gracias —con esta palabra ella clausuró instantáneamente el
tema—. Le he dicho que he estado leyendo mucho: religión
comparada, las bases de las experiencias místicas en varios cultos.
Estas continúan siendo para mí algo extraño a mi experiencia, pero al
menos la idea de la salvación comienza a tomar sentido. Todos
sufrimos del dolor, de la injusticia, nos sentimos confusos, morimos. Y
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luchamos, nos esforzamos por permanecer intactos y enteros a través
de todas esas experiencias. Y aun si fallamos hacemos lo posible por
rescatar nuestro yo del naufragio. Pero no podemos hacer eso solos.
Requerimos ayuda. Más aún, necesitamos un modelo o ejemplar que
nos muestre cómo es, debe ser, un ser humano realizado y
auténtico… De allí entonces la figura del profeta, del Mesías, de
Cristo. Esto se aplica igualmente a la comunidad de los creyentes. La
Iglesia, cualquier Iglesia, dice: "Aquí está la verdad; ésta es la luz;
nosotros somos los elegidos, únete a nosotros…" ¿Sí o no, profesor?
—Sí —dijo Mendelius—, pero la pregunta importante es: ¿cuál
modelo elige usted y por qué?
—Aún no lo sé —dijo Anneliese Meissner—. Lo que sí sé, es que
la aceptación final es muy sencilla, tal como lo fue para su Jean Marie.
El hecho es que para llegar a la sumisión es preciso estar
absolutamente desesperado. El paciente que está más capacitado
para recibir mi ayuda es aquél que, por estar completamente
desesperado, sabe que está enfermo… El mejor candidato para
cualquier culto es el que se halla al extremo de su cuerda.
—Lo que nos lleva directamente al problema siguiente. —
Mendelius se inclinó hacia ella y le tocó la mano. —¿Qué vamos a
hacer, usted y yo, con respecto a la situación que se ha planteado en
la Universidad? Si el presidente, como es probable que lo haga, nos
vende a los políticos, y si la mitad de nuestros colegas se rinde a los
cazadores de brujas, ¿qué haremos?
—Nos vamos a la clandestinidad —sobre este punto Anneliese
Meissner no tenía dudas—. Podemos comenzar a organizamos ahora
mismo.
—¿Ve usted? —Mendelius soltó una risita y levantó su vaso en
signo de saludo—. Aun usted, Frau Professor, está dispuesta a
esconder los pergaminos sagrados y huir a la montaña.
—No cuente mucho con eso, Carl. Es nada más que charla de
borracha.
—In vino veritas —dijo Mendelius con una sonrisa.
—¡Oh, Cristo! —Anneliese Meissner lo amenazó con el dedo—.
Hemos tenido más que suficientes "clichés" para un solo día.
Salgamos y caminemos. Se ahoga uno aquí.
Aquella tarde, caminando de regreso a su casa a través de las
plácidas calles de la vieja ciudad, Mendelius se encontró confrontado
con su nuevo dilema. En el caso de un conflicto sin sentido como el
que se preparaba, de una guerra en que se lucharía hasta la extinción
de ambos bandos, ¿en qué lado se situaban, dónde se hallaban las
lealtades de un hombre? ¿Lealtad a una arruinada y estéril tierra que
alguna vez había sido un hogar? ¿Lealtad a los hombres que
conducían el carro del apocalipsis con total indiferencia por los que a
su paso atropellaba? ¿Lealtad a la nación-estado que muy pronto
carecería de sentido tanto para los vivos como para los muertos?
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¿Lealtad a la raza, a la sangre, a la tribu, a la tradición Gott und
Vaterland? ¿Y si no hubiera lealtad para ninguno de estos valores,
entonces para quién? ¿Y cuándo llegaría el momento propicio para
comenzar a salirse de un sistema que por tanto tiempo lo había
hospedado y beneficiado?
Antes que el año terminara, Katrin y Johann serían llamados a
prestar servicio militar. ¿En qué forma podría él aconsejarles que
respondieran a este llamado? ¿Que respondieran sí al imperativo
loco? ¿O no, no serviremos porque esto sólo nos conducirá a una
catástrofe? Una vez más los recuerdos de su infancia regresaron
obsesionantes: los cuerpos de los soldados-niños colgados de los
faroles de Dresden porque, en estos últimos días del déspota
demente, habían abandonado una causa perdida.
Ahora se encontró nuevamente cogido en el circuito cerrado del
cosmos predeterminado de Jean Marie. Mientras fuera posible poner
una moneda en la ranura de la suerte y saber así que por lo menos la
mitad de las posibilidades estaban a favor de uno, era posible
conservar algunas esperanzas. Pero una vez que se descubría que la
moneda tenía dos caras, que el Creador no estaba ofreciendo ninguna
opción, que el juego estaba lleno de trampas y que cuanto antes se
retirara uno, mejor… La pregunta siguiente era: ¿Qué prefiere usted,
profesor? ¿La continuidad o el caos? Y si elegía salirse del caos, ¿en
qué lejano planeta y con qué criaturas sobrevivientes del desastre
podría construir su nueva utopía?
El razonamiento se daba vuelta sobre sí mismo como rueda de
molino y muy pronto se cansó de él. Pensó que necesitaba distraerse,
de manera que dobló hacia una estrecha calle, empujó una vieja y
gastada puerta y trepó los tres escalones que conducían al estudio de
Alvin Dolman, ex-sargento mayor del ejército de ocupación
norteamericano en el Rhin, ex-marido de la hija del alcalde, ahora
felizmente divorciado y que dedicaba su tiempo a ilustrar libros y
revistas para un editor local. Era un hombre grandote, risueño, con
enormes puños y una pierna estropeada como resultado de un
accidente en la carretera. Tenía también un ojo especial para
descubrir dibujos antiguos, y Mendelius era uno de sus clientes
favoritos a quien gustaba servir vino del Rhin, galletitas crujientes y
consejos gratuitos sobre mujeres, política y el mercado de arte.
—Llega usted en muy buen momento, profesor. El negocio anda
tan mal que estoy pensando en dedicarme a la pornografía… Mire
estos ejemplares. Los encontré en una tienda en Mannheim: tres
dibujos a pluma de Julius Schnorr de Carolsfeld… Vea. Llevan la firma
y la fecha, 1821. Es un gran dibujante, ¿no le parece? Y los modelos
también son muy bellos… ¿Qué le parece quinientos marcos por el
lote?
—¿Y qué diría usted de doscientos, Alvin? —Mendelius dichoso,
hundió los dientes en su galletita.
—Cuatrocientos, y negocio hecho.
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—Trescientos cincuenta, y de todos modos están un tanto
manchados.
—Está usted quitándome el pan de la boca, profesor.
—Los limpiaré con pan de centeno.
—Bien. Trato hecho. ¿Los quiere con marco?
—¿Al precio de siempre?
—¿Le robaría yo a un amigo?
—Le robaría su mujer, tal vez —dijo Mendelius sonriendo— pero
no su reloj. ¿Y cómo le va, Alvin?
—No tan mal, profesor, no tan mal —vertió vino en su vaso—.
¿Y cómo está la familia?
—Bien. Bien.
—Ese muchacho, el novio de su hija, tiene pasta de gran artista.
He estado dándole lecciones de grabado a punzón. Aprende muy
rápido… Es una lástima, de todos modos, pensar en lo que va a
ocurrir con estos niños.
—¿Y qué va a ocurrir, Alvin?
—Yo sólo sé lo que oigo, profesor. Mantengo siempre el
contacto con nuestros muchachos, soldados en Frankfurt, y,
ocasionalmente, cuando están lo suficientemente bebidos para
comprarlos, les vendo alguno que otro grabado. Hablan mucho sobre
la guerra. Están trayendo tropas frescas y equipos nuevos. Allá en
Detroit la industria se está reconvirtiendo a vehículos militares…
Estoy pensando en reunir mis pocas pertenencias y regresar a casa.
Es muy lindo ser un artista en residencia en una ciudad universitaria,
pero demonios, nadie quiere ver volar la propia cabeza para salvar a
algunas frauleins. En cuanto suceda algo, Tübingen se transformará,
antes que transcurra una semana, en un campo de batalla. Bueno,
pero me imagino que lo mismo ocurrirá con Detroit… Sírvase un poco
de vino. Quiero enseñarle algo.
Abrió una alacena, la registró y extrajo de ella un pequeño
paquete cuadrado cuidadosamente envuelto en un género protector.
Lo desenvolvió con infinitas precauciones y reveló a la luz del día los
retratos emparejados de un noble y su esposa, del siglo dieciséis. Los
colocó sobre el bastidor y ajustó la luz.
—Bien, profesor, ¿qué me dice de esto?
—Yo diría que son de Cranach.
—Así es. Lo son. Lucas Cranach el Viejo. Pintó esto en
Wittenburg en 1508 —afirmó complacido.
—¿Y dónde demonios consiguió esto? Dolman sonrió y llevó su
índice a su nariz.
—Lo olí, profesor, en el dormitorio de una mujer, si quiere
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detalles. Estaba tan dichosa y agradecida por mi compañía, que me lo
regaló. Naturalmente lo acepté al momento, lo limpié y listo; tengo
una póliza de seguro de vida. Pero naturalmente, no pienso vender
esto en Alemania. Vendrá a casa conmigo…
—¿Y qué me dice de la dama? ¿Va a compartir con ella sus
ganancias?
—¡Diablos, no! Es muy bella, pero sorda, y su marido tiene más
dinero del que ambos necesitan. Además fue un negocio limpio. La
hice muy feliz.
—Es usted un bribón, Alvin —dijo Mendelius riéndose.
—Así parece… Pero con esta inflación que tenemos, una
pensión del ejército apenas alcanza para comprar buñuelos.
—Si las cosas se ponen malas, tal vez lo llamen al ejército de
nuevo.
—De ninguna manera, profesor —Dolman comenzó a envolver
nuevamente su tesoro—. Estoy fuera y fuera me quedaré. La próxima
vez no habrá una guerra, sino un solo y gran disparo y ¡bingo!
estaremos todos de regreso en las cavernas, pintando búfalos en las
murallas.

"…Por todos lados, Jean, lo único que percibo es el


temor…"
Mendelius, sentado frente a su escritorio, escribía, mientras
Lotte acomodada en un rincón, lo acompañaba en silencio, tejiendo y
oyendo un concierto de Brahms transmitido por la radio de Berlín.

"… El miedo, a la manera de esos vahos oscuros que


emergen de los pantanos, se ha derramado aquí a través de
las calles, ha penetrado en todas las casas imprimiendo su
sello hasta en las conversaciones más triviales y llegando a
formar parte de los más sencillos cálculos domésticos.
"Se ha solicitado a los miembros de nuestra facultad
que informen a los servicios de seguridad sobre las
afiliaciones políticas de los estudiantes. De esta forma, la
relación humana más primaria y elemental está amenazada
de corrupción y puede llegar a ser totalmente destruida. Ya
he comunicado que renunciaré si esa solicitud se transforma
en una orden. Pero usted sabe mejor que yo cómo trabajan
las fuerzas de la corrupción: si yo tengo que recurrir a la
policía para mi protección personal, ¿cómo puedo, a mi vez,
rehusarle mi cooperación en un caso de emergencia
nacional? La respuesta, para mí, es muy clara. Pero una vez
que los que manejan la propaganda hayan levantado lo que
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Churchill llamó los guardaespaldas de la mentira, sólo
seguirá siendo clara para unos pocos, muy pocos más.
"Pero si el miedo es una infección, la desesperación es
una peste. La visión suya del fin de todas las cosas
temporales se ha transformado, para todos nosotros, en una
obsesión; pero el resto de su visión —el acto final de la
redención, la demostración definitiva de la justicia divina y
de la misericordia— ¿en qué forma es posible expresarla, de
tal modo que ayuden a conservar viva la esperanza
humana? Privados de la posibilidad de esa esperanza, mi
querido amigo, su cosmos alienado será un lugar terrible
para vivir en él…".

Sonó el teléfono. Lotte dejó su tejido y fue a contestarlo. Era


Georg Rainer. Cuando Mendelius tomó el tubo Rainer se lanzó
inmediatamente en un apretado monólogo.
—… Estoy en Zurich. Volé hasta aquí nada más que para hacer
este llamado ya que no me es posible confiar en los circuitos
italianos. Ahora, escuche atentamente y no haga comentarios.
¿Recuerda que en nuestra última reunión hablamos sobre una lista?
—Sí.
—¿La tiene consigo?
—Arriba en mi estudio. No cuelgue.
Mendelius corrió a su estudio, abrió su vieja caja fuerte y buscó
la lista de Jean Marie. Regresó al teléfono.
—Listo. La tengo frente a mí.
—¿Está ordenada por países?
—Sí.
—Voy a mencionar cuatro nombres para cuatro países. Quiero
saber cuáles son los nombres que están en su lista, ¿Entendido?
—Adelante.
—U.R.S.S.… ¿Petrov?
—Sí.
—U.K.… ¿Pearson?
—Sí.
—U.S.A… ¿Morrow?
—Sí.
—Francia… ¿Duhamel?
—Sí.
—Bien. Eso significa que mi informante es alguien confiable.
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—Está hablando muy misteriosamente, Georg.
—Le estoy enviando una carta desde el correo central de
Zurich. Le explicará los misterios.
—Pero usted llegará el miércoles.
—Así es. Pero soy un hombre pesimista. Vivo esperando lo
mejor y preparándome para lo peor. Desde el sábado me tienen
sometido a vigilancia. Pía pensó, incluso, que había alguien
espiándonos en el aeropuerto, de manera que es muy posible que
aun en Zurich esta vigilancia continúe.
Trataremos de burlar a nuestros perseguidores usando el auto
para llegar a Tübingen en lugar del avión. ¿Puede usted recibirnos a
los dos? No querría por ningún motivo, dejar a Pía sola en Roma.
—Por supuesto. Todo esto parece muy siniestro, Georg.
—Yo le advertí que podría resultar así. Permanezca alerta y
prenda una vela por nosotros. Auf Wiedersehen.
Mendelius dejó descansar el tubo en la horquilla y comenzó a
hojear distraídamente las páginas mecanografiadas de la lista de Jean
Marie. Desde el primer momento había aceptado con respecto a ella
la despreciativa descripción de Anneliese Meissner que la había
calificado de ayuda memoria sacada de un archivo. En ningún
momento se había detenido a considerar el alcance y la fuerza que
representaba esta amistad entre hombres tan altamente colocados.
Pero Rainer había comprendido inmediatamente esta importancia que
a él se le había escapado; Rainer, en consecuencia, se había lanzado
en un nuevo campo de investigaciones y ahora, por eso, estaba en
peligro… Lotte asomó su cabeza por la puerta y preguntó.
—¿Qué quería Rainer?
—Fue bastante críptico. Deseaba confirmar la existencia de
cuatro nombres en la lista de Jean Marie. También deseaba decirme
que llegaría a Tübingen en auto y que traería consigo a Pía.
Tuvo en la punta de la lengua decir que Rainer estaba sometido
a vigilancia, pero lo pensó mejor y se calló.
—Oh Dios —Lotte se transformó instantáneamente en dueña de
casa—, eso complica las cosas. Voy a tener que cambiar los cuartos.
¿Crees que podremos acomodar a Lars Larsen aquí arriba en tu
estudio?
—Lo que a ti te parezca, schatz… ¿Hay alguna posibilidad de
más café?
—Chocolate —dijo Lotte con firmeza—. No tengo ningún deseo
de verte dando vueltas toda la noche. —Dejó su tejido y lo besó al
salir.
Mendelius regresó a su carta. Se sintió tentado de referirse al
llamado de Rainer y de pedir mayores explicaciones sobre la
importancia de la lista, pero después de pensarlo, resolvió no hacerlo.
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El correo italiano nunca había sido seguro y no deseaba tampoco ser
demasiado específico.
"De manera que, repetidas veces y con insistencia volví
a examinar tanto su carta como los anexos de modo de
familiarizarme con el problema para encontrar así la mejor
forma de presentar sus ideas al público. Me gustaría saber
algo más sobre lo que usted mismo desearía al respecto,
como por ejemplo en lo que se refiere a las personas
incluidas en su lista…
"¿En qué términos es posible discutir la Parusía con una
amplia audiencia de creyentes y no creyentes? Me
pregunto, mi querido Jean Marie, si no habremos acaso
corrompido de tal modo el sentido de este misterio que ya
no sea posible reconocerlo, es decir que se haya perdido
para siempre. Hablamos de triunfo, de juicio, del Hijo del
Hombre "que vendrá sobre las nubes del cielo, en plena
Gloria y Majestad".
"Me pregunto en qué forma el poder y la majestad y la
gloria y si acaso esa forma no será completamente distinta
de todo lo que hayamos imaginado. Recuerdo la frase de su
carta "un momento de exquisita agonía" y cómo usted me
explicaba eso como una súbita y luminosa percepción de la
total unidad de las cosas… como el moribundo Goethe, yo
clamo por más luz. Soy un hombre sensual, sobrecargado
con un exceso de conocimientos y una muy escasa
comprensión de lo real. Sé que al fin de un largo día me
siento ampliamente satisfecho con el chocolate caliente que
me sirve Lotte y con sus brazos en torno de mi cuello en la
oscuridad de nuestro cuarto… "

Lars Larsen, brusco, vivaz y voluble, llegó una hora antes de


mediodía, después de un vuelo nocturno desde Nueva York y una loca
carrera en auto desde Frankfurt. Dentro de los quince minutos
siguientes se había encerrado con Mendelius para ofrecerle una
evidente y necesaria lección sobre los hechos de la vida en el campo
de la edición literaria.
—…Sí, estoy dispuesto a ser el representante de ustedes dos,
Rainer y usted, pero no sin que antes hayan firmado entre ustedes un
contrato satisfactorio para ambos, lo cual significa que la proporción
deberá ser de sesenta-cuarenta en favor suyo. Pero aún antes de
llegar a eso Rainer deberá revelar la naturaleza y el alcance de sus
compromisos con Die Welt. Si él pertenece al equipo dirigente de la
empresa, el grupo Springer puede reclamar para sí la plena posesión
y uso de todo lo que él haga con relación a este proyecto… De
manera que, para comenzar, yo hablaré solo con Rainer, y usted
quedará fuera de la discusión hasta que hayamos arreglado eso… No,
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no me dé argumentos, Carl. Cincuenta y cincuenta no me parece
justo ni aceptable. Usted debe controlar este asunto y no puede
hacerlo a menos que posea la mayoría de los votos… Además, usted
es la persona que interesa a los clientes. He obtenido tres licitaciones
por un millón y medio en total para los derechos mundiales de la
publicación en fascículos y en libro, y el negocio se ha basado en su
nombre y su asociación con Gregorio XVII, no en Rainer. Ahora,
cuando vea lo que usted tiene aquí, podremos alzar el precio hasta
dos millones… más una cantidad de agradables agregados. Así pues,
es preciso que todo quede muy claro, Carl. Usted está transformando
a Rainer en un hombre muy rico. No tiene por qué pedirle disculpas
por los términos en que se arregle este contrato…
—No estaba pensando en Rainer —Mendelius, bruscamente, se
había ensombrecido—; estaba pensando en mí. Creo que cuando se
publique esta historia habrá mucha gente que intentará
desacreditarme así como han desacreditado a Jean Marie. Dos
millones de dólares podrán hacerme aparecer como un Judas
bastante caro.
—Si usted hiciera esto gratis —dijo Lars Larsen— todo mundo
pensaría que es un estúpido, que todo el asunto es obra de locos de
manera que nadie le prestaría fe. El dinero, en cambio, siempre huele
bien, es limpio. De todos modos, si eso lo molesta consulte con su
abogado y tal vez él pueda aconsejarle que funde una institución en
favor de las mujeres pecadoras. Bueno, pero ése es problema suyo,
no mío. El dinero que yo he conseguido para usted le garantiza que
sus editores se esforzarán por alcanzar al mayor público posible… y
eso, en fin de cuentas, es precisamente lo que usted quiere obtener,
¿no es así? Ahora, ¿podríamos ver esos documentos, por favor?
Mendelius abrió su vieja caja fuerte y extrajo de ella el sobre
que contenía la carta de Jean Marie y la encíclica. Larsen echó una
mirada a los documentos y preguntó abruptamente.
—¿Son auténticos?
—Sí.
—¿Puede dar fe de la autenticidad de esta letra?
—Por supuesto y además he verificado cada sentencia
personalmente con el autor.
—Espléndido. Deseo que haga con respecto a esto una
declaración ante notario. También deseo fotografiar algunos pasajes
significativos… pero no necesariamente los más importantes. Cuando
está en juego un volumen tan grande de dinero, los clientes exigen
ser plenamente protegidos. Y lo último que desearíamos es entrar en
conflicto con el Vaticano a propósito de declaraciones o escritos que
no sean exactos y que ellos puedan sostener que son falsos.
—Nunca lo había visto tomar tantas precauciones, Larsen.
—Sólo estamos comenzando, Carl —Larsen no parecía divertido
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—. Una vez que esta historia salga a la luz pública, su pasado y su
presente serán examinados al microscopio. Lo mismo le ocurrirá a
Rainer, y profesionalmente al menos, sería preferible que su historial
estuviese inmaculado… Ahora le agradecería que me consiguiera otra
taza de café y que me dejara solo para estudiar este asunto…
—Bien. Ya que se va a dedicar a eso —dijo Mendelius con una
sonrisa— aproveché para escribir algunas notas que puedan servirle
de evidencia interna: la letra manuscrita, el pulido estilo francés, la
calidad del razonamiento y la forma de transmitir las emociones
personales.
—Sé lo que es la evidencia interna —dijo Larsen secamente—.
Uno de mis primeros clientes fue un maestro en el arte de plagiar…
Le siguieron un juicio por un millón y lo perdió. Y tuve que volver a
trabajar en comisiones… Bueno, y ahora ¿qué hay de mi café?

Cuando bajó a almorzar, a la una y media, Larsen parecía otro


hombre, conmovido y a la vez sometido. Comió distraídamente y
habló en forma inconexa.
—…Habitualmente suelo guardar mis distancias con relación a
lo que leo. Eso es para mí una necesidad… Si no, sería imposible
sobreponerme al impacto de esas personalidades tan estudiadas y
clamando, a través de las páginas, hacia usted… Pero esa carta,
Lotte… Me hizo llorar. Jamás voy a una iglesia, excepto para los
matrimonios y los funerales. Mi abuelo, el padre de mi madre, era un
luterano sueco a la antigua usanza. Cuando yo era pequeño solía
sentarme en sus rodillas y leerme la Biblia… Allá arriba me pareció
estar oyéndolo de nuevo…
—Comprendo muy bien lo que está tratando de expresar —
Lotte parecía ansiosa por participar en la discusión—. Es por eso que
he estado insistiendo con Carl sobre la necesidad de guardar una
total fidelidad al texto de Jean Marie y creo que eso sólo puede
hacerse con mucho amor… No debe permitirse que nadie pueda
hacer de esta historia algo barato o vulgar.
—¿Qué piensa entonces de Georg Rainer?
—No lo conozco sino superficialmente. Es encantador y muy
ingenioso. Creo que sabe mucho sobre Italia y el Vaticano. Sin
embargo creo que el control del proyecto debe quedar
completamente en manos de Carl.
—Aclaremos bien este punto —Mendelius súbitamente se
molestó y habló con acrimonia e irritación—. Georg Rainer llega esta
tarde y será nuestro huésped. Es importante que él y yo podamos
trabajar juntos armónica y eficientemente. No quiero que esta
relación se eche a perder por discusiones monetarias. Y tampoco
deseo ofrecerle una bienvenida a medias.
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—Jawohl, Herr Professor! —Lotte lo miró burlonamente,
riéndose de su solemnidad.
—Confíe en mí, Carl —dijo a su vez Lars Larsen, sonriéndole—.
Soy un espléndido cirujano. Opero en forma limpia y precisa y todos
mis pacientes se reponen espléndidamente… Ahora necesito que me
preste su teléfono por un par de horas. En Nueva York, ésta es hora
de trabajo y de negocios. Y después de lo que acabo de leer, ¡oh mi
Dios! ¡Qué negocios vamos a hacer!
Más tarde, en la cocina, Lotte, comentando el almuerzo con
Mendelius, no podía evitar reírse.
—Lars es tan divertido. En cuanto comienza a hablar de dinero,
da la impresión de que se ha conectado a una corriente eléctrica. Le
brillan los ojos y uno espera a cada momento que se le ericen los
cabellos… Estoy segura de que él se asombraría si tú le contaras la
impresión que produce, pero la verdad es que me recuerda a esos
hombres gordos que están en las puertas de los circos y gritan a voz
en cuello vendiendo sus entradas para el día del juicio final.

La campaña de ventas de Larsen continuó durante toda la


tarde. A las cinco y media, en posesión de ofertas que llegaban hasta
dos millones y un cuarto, cerró el negocio. Le explicó a Mendelius que
ahora se sentía bien pues tenía una hermosa garantía en dinero
contante y sonante lo que le permitiría iniciar en un muy buen pie sus
negociaciones con Georg Rainer. Pero Georg Rainer estaba atrasado.
A las siete de la tarde llamó por teléfono de un lugar en el camino
veinte millas al sur de Tübingen. Explicó que había sido seguido
desde Zurich, que poco antes de llegar a la frontera había logrado
burlar a sus perseguidores y que desde entonces había dado vueltas
por la mitad de los caminos de Suavia para estar seguro de que había
logrado despistar a quienquiera que fuera que iba detrás de él. A las
ocho y media, acompañado de Pía, llegó, agotado y completamente
despeinado por el viento. Una hora más tarde, repuesto y relajado por
la abundante cena de Lotte, procedió a explicar el melodrama que
acababa de vivir.
—…Lo más extraordinario respecto de esta abdicación, fue el
total secreto en el que se llevó a efecto. Nadie, pero absolutamente
nadie, parecía dispuesto a hablar sobre el tema… Lo que
naturalmente nos llevó, a los chicos de la prensa, a creer que
Gregorio XVII no sólo debía de haber tenido enemigos muy poderosos
sino también que por alguna razón u otra, debía de haberse
distanciado de sus amigos tanto adentro como afuera del Vaticano. Lo
conocíamos, usted bien lo sabe Carl, como un hombre de
extraordinario encanto. Nos preguntamos entonces dónde estaban
sus amigos… Fue en ese momento cuando usted me habló de esta
lista y por eso me pareció que ella podría tener una singular
importancia… usted me había dicho que estaba mecanografiada. Eso
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significaba que había salido de algún archivo. Me pregunté a mí
mismo quién podría estar al tanto de los archivos privados de
Gregorio XVII y así llegué a su secretario privado… Yo sabía que se
llamaba monseñor Bernard Logue y que, a pesar de su nombre
irlandés, es en realidad un francés, descendiente de uno de aquellos
patos salvajes que volaron a Francia para luchar contra los ingleses…
De manera que hice averiguaciones sobre lo que había ocurrido con
este hombre después de la abdicación…
—Muy inteligente de parte suya, Georg. Logue fue el hombre
que denunció la encíclica a la Curia e inició así todo este proceso.
Nunca se me ocurrió preguntar cómo había sido premiado.
—Aparentemente no le han premiado bien. Fue retirado de la
Casa Pontificia y nombrado en el Secretariado de Comunicaciones
Públicas. Me habían dicho que a raíz de eso estaba amargado y
dispuesto en consecuencia a ventilar sus quejas… Pero resultó todo lo
contrario. Me encontré frente al perfecto ejemplar de funcionario
clerical, preciso, condescendiente y absolutamente convencido de
que el último escriba de ciudad del Vaticano obra guiado por la mano
de Dios… Era por consiguiente evidente que no iba a revelarme
ningún secreto. De manera que fui yo quien le conté que estaba
trabajando en un relato de los últimos días de Gregorio XVII en los
cuales él, monseñor Logue, había jugado un papel tan importante…
Logré impactarlo. Me pidió que definiera el rol que se suponía que él
había jugado en esos acontecimientos. Le dije que él había informado
a la Curia sobre el contenido de la última encíclica no publicada de
Gregorio XVII… Y eso sí que realmente lo asustó. Negó toda
participación en un acto semejante. Declaró que no sabía nada acerca
de ninguna encíclica. Entonces mencioné la lista y cité algunos
nombres que usted había confirmado. Quiso saber dónde había visto
yo ese documento. Le contesté que debía proteger a mis fuentes;
pero dejé entender que estaría dispuesto a negociar con él a cambio
de algunas informaciones. Me dijo que conocía la lista de nombres,
pero que nunca la había visto. Continuó explicando que Gregorio XVII
había confiado mucho en la diplomacia a nivel personal. En
consecuencia eso había hecho de él una persona muy vulnerable a
cualquier actitud amistosa. El secretario de Estado consideraba
también muy peligrosa la posición de Gregorio XVII respecto de Les
Amis du Silence…
—¿Los qué? —Mendelius prácticamente había gritado su
pregunta.
Rainer echó la cabeza atrás y rió.
—¡Ah! Yo había apostado a que eso sí lograría impresionarlo,
Carl. Porque ciertamente me impresionó a mí. ¿Quiénes eran estos
"Amigos del Silencio"? pregunté. Pero nuestro pequeño monseñor se
dio cuenta de que acababa de caer en un gran desliz y me rogó que
olvidara haber oído semejante expresión… Traté de tranquilizarlo.
Pero rehusó ser calmado. Con esto se dio por terminada la entrevista.
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Y yo quedé en posesión de cuatro nombres: Petrov y los otros y algo
llamado Les Amis du Silence… Esa noche, era sábado, llevé a Pía a
cenar a la Piccola Roma y más tarde a una discoteca. Salimos de allí
alrededor de las dos de la mañana. Las calles estaban casi vacías. Y
fue entonces cuando me di cuenta de que alguien nos seguía… Y
desde ese momento nunca hemos dejado de ser seguidos.
—¿Pero no han recibido ningún daño? —preguntó Larsen—. ¿No
han sido objeto de ninguna violencia?
—Todavía no —contestó Rainer dudoso—, pero una vez que
sepan dónde se encuentra la lista…
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Lotte.
—No tengo la menor idea. —El gesto de Rainer denotaba una
cansada perplejidad. —A diferencia de Carl, a mí no me sorprende
nada de lo que el Vaticano pueda hacer. Pero en este caso nuestro
adversario es un simple clérigo, un fanático, un conocido informador
que estuvo dispuesto incluso a derribar a su propio jefe. Puede que
esté sirviendo a otros intereses aparte de los del Vaticano. Pía tiene al
respecto su propia opinión.
—Por favor —Mendelius se dirigió a ella rogándole que
participara en la discusión—, necesitamos algunos enfoques inéditos.
Pía Menéndez vaciló unos momentos y luego explicó
suavemente.
—Mi padre era diplomático y solía decir que la diplomacia sólo
podía funcionar bien entre instituciones establecidas, ya fueran ellas
buenas o malas. Cuando la situación se torna revolucionaria, la
diplomacia no puede actuar y sólo queda el juego, la apuesta…
Ahora, según lo que me ha contado Georg, Gregorio XVII creía que
una catástrofe atómica sería seguida por una situación revolucionaria
de alcance mundial y que en esa circunstancia él u otros deberían
aprender a confiar, sin razones, en hombres de buena voluntad, tanto
de adentro como de afuera de la Iglesia. Estos hombres pueden ser
actualmente unos simples desconocidos pero capaces, no obstante,
de sobrevivir en posiciones de poder.
—Hombres actualmente desconocidos —Larsen se aferró a la
frase—, o tal vez sumidos en una especie de destierro político o aun
hombres considerados peligrosos por los regímenes existentes. Y ahí
tenemos otro motivo, para haber sacado del trono a Gregorio XVII.
—Bueno, pero todo eso no nos dice quién me ha estado
siguiendo —dijo Georg Rainer.
—A ver, razonemos un poco. —Mendelius se reintegró a la
conversación: —Monseñor Logue afirma no haber visto jamás esa
lista. Eso es muy posible. En el mismo momento en que Jean Marie
descubrió que era un delator, trató, sin duda alguna, de proteger sus
documentos. Pero Logue sabía de la existencia de esa lista… Y así,
cuando se enteró de que usted Georg, conocía la lista, ¿a quién cree
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que se apresuraría a informar? ¿A sus presentes amos en el Vaticano
o a otros interesados no especificados? La idea de una vigilancia de
veinticuatro horas sobre veinticuatro parece no calzar muy bien con
los métodos del Vaticano. Como lo ha dicho Pía, en el Vaticano
prefieren hacer las cosas a nivel institucional. De manera que yo
apostaría por los interesados externos. ¿Qué piensa usted Georg?
—Yo no quiero pensar nada hasta que no haya leído todos los
documentos. Me gustaría llevarlos conmigo esta noche a la cama.
—Pero antes que vaya a la cama —dijo rápidamente Lars Larsen
— desearía que tuviéramos una pequeña conversación sobre los
contratos.
—Le ahorraré problemas —dijo Georg Rainer con una sonrisa—.
Entre nosotros Mendelius es el jesuita. De manera que si su contrato
satisface el sentido de la justicia de Mendelius, lo firmaré con mucho
gusto.
—Iré a buscar lo que Jean Marie me envió —dijo Mendelius—
pero le advierto que lo dejará a usted insomne.
—Por una vez —dijo Pía, la hija del diplomático—, me siento
dichosa de dormir sola.
Esa noche a lo largo de aquellas cortas y siniestras horas que
siguen a la medianoche, Mendelius permaneció despierto, pensativo,
esforzándose, como se suponía debía hacerlo cualquier buen
historiador, por imaginarse a sí mismo de vuelta en las antiguas
batallas de la cristiandad: la batalla para establecer un código de
creencias, una constitución para la asamblea de los fieles y para
mantener el rebaño unido y seguro contra los asaltos de los
vendedores de ilusiones y de los embusteros.
Esas batallas habían sido siempre amargas y algunas veces
violentas. Hombres de buena voluntad habían sido sacrificados sin
misericordia en tanto que picaros complacientes florecían bajo el
amparo de la ortodoxia. Entre la Iglesia y el Estado se celebraban
matrimonios de conveniencia mientras que naciones y comunidades
se divorciaban ásperamente de la Unión de los elegidos.
La batalla continuaba. Jean Marie Barette, ex-papa, acababa de
ser una de sus víctimas. Había invocado al Espíritu: los cardenales
habían invocado a la Asamblea y, como siempre, la Asamblea había
ganado por el peso de su número y la fuerza de su organización. Esta
era la lección que los romanos le habían enseñado a los marxistas:
conserven la pureza del código y la exclusividad de la jerarquía. Con
lo primero descubren a los herejes y con la segunda los destruyen.
Y aquí, por un brusco vuelco del pensamiento, Mendelius se
encontró de regreso en la pregunta ¿quiénes eran los '"Amigos del
Silencio"? Se sintió tentado de adoptar la teoría de Pía Menéndez
sobre hombres esperando en las sombras para hacerse cargo de la
situación en un caso de revolución o de catástrofe. Por otra parte le
vino a la memoria una carta escrita por Jean Marie, hacía ya mucho
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tiempo, cuando aún era cardenal y en la que se derramaba en
invectivas contra los movimientos elitistas en la Iglesia.
"…Desconfío de ellos. Carl. Si yo fuera papa, haría todo lo que
estuviera en mi mano para impedir la formación de cualquier
movimiento que pudiera tener algún aspecto de sociedad secreta,
asociación hermética o de cuadro privilegiado dentro de la Iglesia. La
Asamblea del Pueblo de Dios debe ser, entre todas las sociedades, la
más abierta, la más fraterna. Hay suficientes misterios en el universo
para que los hombres contribuyamos a aumentarlos… Pero los
romanos disfrutan con sus murmuraciones y su chismografía de
corredores y sus archivos secretos…"
Era difícil creer que el hombre que había escrito estas palabras
pudiera después haber formado su propia sociedad secreta y luego
haberle dado este nombre tan obvio. ¿No era acaso más probable que
Les Amis du Silence fueran un grupo exterior a la Iglesia cuyo nombre
francés estuviera destinado precisamente a crear la impresión de que
había sido aprobado por un papa francés? Años atrás los españoles
habían dado el ejemplo cuando habían montado su propia y
autoritaria élite y la habían bautizado con el nombre de Opus Dei, los
Trabajos de Dios.
Inquieto e insomne, Mendelius comenzó a escarbar en su
memoria en busca de cualquier indicio que pudiera asociar con los
"Amigos del Silencio". La palabra amigos evocaba algunos curiosos
correlativos: desde la sociedad de los Amigos, hasta los amicus curiae
y los "Amigos del Hombre" del marqués de Mirabeau. La palabra
silencio originaba una variedad aún mayor de asociaciones. En la
cárcel Mamertina de Roma ardía una polvorienta lámpara en recuerdo
de la Iglesia del Silencio: la Iglesia de aquellos fieles a quienes se
negaba la libertad de practicar su credo o que eran perseguidos por
su adhesión a la antigua fe. Estaba también el "Silencio de los
Amiclae" que prohibía a los ciudadanos de Amiclae hablar de la
amenaza espartana, de tal forma que, cuando viniera la invasión, la
ciudad cayera fácilmente. Estaba el siniestro proverbio italiano: la
noble venganza es hija del profundo silencio…
Finalmente cuando comenzó a sentirse vencido por el sueño,
Mendelius decidió que ésta podría ser la ocasión para ver si Drexel
cumplía su promesa de proporcionarle las referencias que le solicitara
respecto de algunos hechos. Lotte se movió y, en la oscuridad, tendió
las manos hacia él en busca de seguridad. El se entregó entonces al
calor de ella y no tardó en sumirse en un profundo sueño.
Debido al contrato de Georg Rainer con Die Welt surgieron
problemas inesperados, de manera que inmediatamente después del
desayuno Lars Larsen partió hacia Bonn y Berlín con el fin de hablar
con los ejecutivos del grupo Springer. Estaba tan airoso y confiado
como siempre.
—Tendrán que ceder. Si no hay arreglo, no habrá noticias para
ellos. Y Georg renunciará. Déjenme esto. Ustedes dos siéntense a
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trabajar y a escribir una buena historia. Deseo llevármela
personalmente a Nueva York.
Mendelius y Rainer se encerraron en el estudio para ordenar su
material: las fichas de Rainer sobre el pontificado de Gregorio XVII, la
correspondencia privada de Mendelius con él, antes y durante su
reinado, lecturas y notas sobre tradición milenarista y, como piedras
de base del edificio, los tres últimos documentos: la carta, la encíclica
y la lista de nombres. Sobre estos últimos Georg Rainer, emitió una
opinión definitiva y tajante.
—…En el caso de que usted no sea creyente, y a mí sólo me
quedan unos leves vestigios de luteranismo, la carta y la encíclica son
pura poesía y como tal, van más allá de toda discusión racional. Uno
las siente o no las siente. Yo sentí la agonía del hombre. Sin embargo,
para mí, este hombre andaba en la luna, fuera de todo alcance
humano… En cuanto a la lista de nombres, ésa entra en otro orden de
problemas. Muchos de esos nombres me son familiares y sé lo
suficiente acerca de ellos como para reconocer algunos factores
comunes, que estoy seguro una computadora aclararía aún más.
Deseo trabajar en esta lista esta mañana antes que lleguemos a
ninguna conclusión…
—¿Cree que ellos pueden ser los "Amigos del Silencio"?
—Me parece que no hay manera de saberlo. Son en general
personas muy conocidas y públicas cuyas carreras por lo tanto han
sido investigadas pero ignoramos lo que ha ocurrido después.
—Trataré de ver qué consigo con Drexel.
Mendelius alcanzó el teléfono, marcó el número de Ciudad del
Vaticano y pidió ser comunicado con el cardenal Drexel. Su eminencia
pareció sorprendido y un tanto cauteloso.
—¿Mendelius? Comienza muy temprano sus actividades. ¿Qué
puedo hacer por usted?
—Estoy trabajando en mis memorias. Y usted fue tan
bondadoso como para ofrecerme ayuda en lo relacionado con hechos.
—¿Sí?
—¿Quiénes son Les Amis du Silence?
—Lo siento —Drexel se había vuelto súbitamente muy brusco—.
No puedo darle ninguna información al respecto.
—¿Puede entonces indicarme otra fuente de informaciones, tal
como me lo prometió?
—Me parece que no sería oportuno.
—Otros me han dicho que el tema podría ser peligroso.
—Con relación a eso me abstengo de opinar.
—Gracias, Eminencia, al menos por aceptar mi llamado.
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—Ha sido un agrado, Mendelius. Buenos días.
Rainer no se había sorprendido.
—¿No tuvo suerte?
Mendelius dio un bufido de disgusto.
—El tema es inoportuno.
—Me encanta esa palabra. La usan para enterrar toda clase de
cadáveres… ¿Por qué no llama a Monte Cassino y pide hablar con su
amigo para que le aclare el punto?
—Porque no deseo que tenga ninguna responsabilidad en lo que
estamos escribiendo. Usted es el periodista. ¿Qué más se le ocurre
que podríamos ensayar?
—Sugiero que por el momento olvidemos el asunto y
descartemos al problema de nuestros planes. Creo que debiéramos
comenzar por la abdicación misma, un acto muy importante y lleno
de consecuencias, cuyos motivos reales permanecen aún en el
misterio. Poseemos ahora evidencia suficiente para poder afirmar
esta situación. Demostraremos cómo lo hicieron. Y finalmente
llegaremos a los motivos, los por qué de todo ello, esta última parte
depende de su testimonio, de los tres documentos finales y de sus
entrevistas con Drexel en Roma y con el propio ex Gregorio XVII en
Monte Cassino. Yo relataré todo y citaré la evidencia. Los cínicos dirán
que el hombre estaba loco y que los cardenales tuvieron toda la razón
en librarse de él. Los fieles devotos se quedarán tranquilos y firmes
en la línea oficial que dice que, ocurra lo que ocurra, el Espíritu Santo
rescatará todo y las cosas al final saldrán bien. Los críticos y los
curiosos desearán saber más. Y es aquí donde entra usted con su
retrato del hombre y su examen de lo que ha dicho y escrito. Sé que
usted es habitualmente un escritor muy lúcido, pero esta vez tendrá
que llamar a cada cosa por su nombre en el lenguaje más sencillo
posible, un lenguaje al alcance de todos, aun de nuestros sub-editores
Bien, ¿qué le parece esta forma de presentar el asunto?
—A primera vista, sí, me parece bien. Veamos ahora cómo
resulta escribiéndolo… Póngase cómodo. En cuanto a mí, caminaré un
poco antes de instalarme a trabajar.
Cuando cruzaba el zaguán de entrada, sonó el teléfono. El
hombre al otro lado de la línea se identificó como Dieter Lorenz,
investigador mayor del LandesKriminalant. Acababa de ocurrir algo
importante y deseaba discutirlo con el profesor.
Llegó diez minutos después, un hombre fuerte y desarrapado,
vestido de pantalones de mezclilla y de una chaqueta de cuero.
Mientras Lotte preparaba el café, el hombre desplegó delante de
Mendelius una desaliñada hoja de papel mimeografiado que mostraba
un retrato de Mendelius trazado en pocas líneas pero fácilmente
reconocible, su nombre, dirección y número de teléfono. El papel
tenía numerosos pliegues, como si lo hubieran llevado dentro de una
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billetera. Lorenz explicó su origen.
—Hay una cervecería frecuentada por mujeres turcas que
trabajan en la fábrica de papel. Es uno de los centros del tráfico de
drogas tanto para la ciudad como para los estudiantes. La noche
pasada hubo una refriega entre algunos turcos y un grupo de jóvenes
alemanes. Un hombre resultó acuchillado, y murió antes de llegar al
hospital. Fue identificado como Albrecht Metzger, que había trabajado
un tiempo en las oficinas de la fábrica de papel y había sido
despedido bajo sospecha de hurto. En su cartera encontramos este
papel.
—¿Y qué significa eso?
—En síntesis, profesor, significa que usted está sometido a
vigilancia terrorista. Este retrato está mimeografiado, lo que significa
que ha circulado y debe estar en poder de varias personas. El papel
es alemán. El retrato fue probablemente hecho en Roma. Está
realizado en base a una de las fotografías suyas que aparecieron en
la prensa italiana… El resto de la historia no está claro. Sabemos que
algunos de estos grupos subversivos se financian con el tráfico de
drogas que se origina en Turquía. En esta Universidad hay veinte mil
estudiantes, lo que representa un mercado considerable para los
traficantes. El muerto no estaba en nuestras listas de personas
buscadas por la justicia. Sin embargo, sabemos que es frecuente que
los terroristas recurran a operadores marginales, pagados en efectivo,
lo que reduce sus riesgos y protege a su organización central. El
estado actual de la situación general, con altos índices de
desocupación e inquietud social, facilita la tarea de encontrar gente
dispuesta a realizar tareas de este tipo…
Lotte trajo el café y mientras lo servía, Mendelius explicó la
situación. Ella pareció tomar las cosas con calma, pero la palidez de
su rostro y el temblor de sus manos al manejar la cafetera,
desmentían esta forzada tranquilidad. Lorenz continuó su exposición.
—…Es preciso que comprenda la forma como trabajan estos
terroristas. Usando a gente como nuestro fallecido Metzger, les
damos el nombre de observadores, construyen un retrato de los
hábitos y movimientos de la presunta víctima. En una ciudad grande
la tarea resulta más difícil, pero en un lugar pequeño como Tübingen
y con un profesional como usted es comparativamente muy fácil.
Usted trabaja siempre en el mismo lugar, compra en las mismas
tiendas… Y no puede introducir muchas variaciones en este ritmo de
vida. De manera que se va poniendo cada vez más despreocupado,
prestando menos atención a ciertos detalles. Luego, un día, los
terroristas acuden en un grupo de choque, tres, cuatro personas con
un par de vehículos y, ¡puf!, la cosa está hecha.
—¿No es un cuadro muy lleno de esperanza, no es así? —la voz
de Lotte temblaba.
—No querida señora, no lo es. —Lorenz no ofreció ningún
consuelo. —Podemos darle a su marido un permiso de porte de
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armas; pero a menos que esté dispuesto a entrenarse debidamente
en su uso, no le servirá de mucho. Puede contratar guardaespaldas,
pero son ruinosamente caros, a menos, naturalmente, que sus
estudiantes estén dispuestos a ayudar, y asumir ellos mismos la
tarea.
—No —la negativa de Mendelius fue cortante y definitiva.
—La única respuesta posible a semejante situación es entonces
una permanente vigilancia y el constante contacto con nosotros.
Debe hacer llegar a nuestro conocimiento aun el más trivial de los
incidentes que le parezca fuera de lo corriente. Le dejaré mi tarjeta…
Llame a ese número a la hora que quiera de día o de noche. Siempre
hay allí un hombre de guardia.
—Hay algo que no entiendo —dijo Lotte—. ¿Por qué persiguen
así a Carl? Hizo en Roma las declaraciones pertinentes. La
información ya está registrada. Vivo o muerto, nada cambiará eso.
—Hay algo que se le escapa, mi querida señora —explicó
Lorenz pacientemente—. Todo el objetivo del terror es crear una
situación de miedo e incertidumbre. Si el terrorista no consigue su
objetivo, pierde su influencia… Es la vieja idea de la vendetta, que
nunca se detiene hasta que uno de los dos lados queda borrado del
mapa. En una sociedad organizada y segura nuestra labor de policías
era mucho más fácil. En cambio ahora, cada día se pone más difícil…
y más sucia.
—Hay algo que me molesta —dijo Mendelius pensativamente—.
¿Usted sabe, supongo, que es posible que se solicite a los profesores
de la Universidad que proporcionen información sobre los estudiantes
a su cargo?
Lorenz le lanzó una rápida y velada mirada y aprobó con la
cabeza.
—Lo sé… y me imagino que a usted no le agrada la idea.
—La detesto.
—Es un problema de prioridades, ¿no es así? ¿Qué precio está
usted dispuesto a pagar para garantizar la seguridad de las calles?
—Nunca ese precio —dijo Carl Mendelius—. Gracias por su
ayuda. Nos mantendremos en contacto.
Le devolvió el retrato mimeografiado. Lorenz lo dobló
cuidadosamente y lo colocó en su billetera. Dio su tarjeta a Mendelius
y repitió:
—Recuerde. A cualquier hora, del día o de la noche… Gracias
por su café, "ma'am",
—Lo acompañaré hasta el auto —dijo Mendelius—. Regresaré
pronto, schatz. Quiero caminar un poco antes de comenzar a trabajar
con Georg.
—¿Quién es Georg? —el policía se había vuelto súbitamente
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cauteloso.
—Georg Rainer. Corresponsal en Roma del Die Welt. Estamos
escribiendo juntos una historia sobre el Vaticano.
—Entonces por favor no le permita publicar su historia. Ya hay
un exceso de atención centrado en usted.
Mientras subían la Kirchgasse hacia el Viejo Mercado, Dieter
Lorenz agregó una posdata a la conversación que habían tenido.
—No quise referirme a esto delante de su esposa. Usted tiene
dos hijos. Desde el punto de vista de los terroristas el rapto de uno de
ellos es un negocio superior aún a su asesinato. Les da mucha
publicidad y además dinero. Cuando sus hijos regresen de
vacaciones, sería conveniente que les enseñara algunas reglas
básicas de conducta.
—¿Estamos realmente de vuelta en la jungla, no es así?
—Estamos viviendo en el corazón mismo de la selva —dijo
Dieter Lorenz secamente—. Esta fue alguna vez una encantadora y
tranquila ciudad, pero si usted viera algunos de los asuntos que
llegan hasta mi escritorio, se le erizaría el cabello.
—¿Cuál es la respuesta a todo eso?
—Sólo Dios sabe. A lo mejor lo que necesitamos es
simplemente una buena guerra para sacarnos de encima a estos
bastardos y recomenzar todo de nuevo limpiamente.
Era una idea extraña y triste expresada por un hombre agotado.
Y por cierto que no ayudó a Mendelius a aliviar el miedo que lo
aguijoneaba al acercarse al puesto de diarios, y que lo hizo saltar
cuando una mujer lo empujó al pasar y más tarde cuando un
motociclista pasó a su lado con el escape abierto. Aquí no había
ningún Francone para protegerlo. Por delante, por detrás, por los
costados, se sentía desnudo y expuesto a los silenciosos cazadores
que llevaban su imagen en el bolsillo como un talismán, dondequiera
que fueran.
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2005

CAPITULO 7

Rainer, entrenado para entregar relatos claros y fieles en los


plazos inmediatos y diarios exigidos por la prensa, trabajaba a gran
velocidad. Mendelius, en cambio, estaba acostumbrado al lento paso
de los autores académicos. Le gustaba pulir su estilo, discutir sobre
los matices y refinamientos de una definición, insistía en escribir a
mano y sus correcciones requerían por lo menos de dos a tres
borradores.
A pesar de esta aparente incompatibilidad, sus esfuerzos
combinados habían logrado, al cabo de cuatro días, sacar a luz la
parte primera y más importante del proyecto: una versión de veinte
mil palabras destinadas a ser publicadas al momento en diarios y
revistas. Antes de entregarla a los traductores —ya que el contrato
imponía una versión inglesa— la dieron a leer, por turnos, a Lotte, Pía
Menéndez y Anneliese Meissner. Los comentarios de las lectoras
resultaron tan francos como inesperados.
Lotte se esforzó por ser gentil y considerada, pero lo único que
consiguió fue arrasar con lo que ambos hombres habían escrito.
—…Hay algo que está mal. No puedo decir exactamente qué
es… O tal vez sí puedo. Conozco a Jean Marie. Es un hombre cálido y
complejo, siempre interesante para cualquier mujer. Pero aquí no lo
siento, no lo veo en nada de lo que han escrito. La presentación que
hacen de él es, demasiado objetiva, demasiado… No sé. La verdad es
que el personaje que aparece aquí carece de todo interés para mí, y
que lo que pueda ocurrirle me deja de hielo.
Pía Menéndez estuvo de acuerdo con Lotte pero sus
argumentos fueron más elaborados.
—…Creo que sé lo que ocurrió. Y lo sé porque conozco la forma
en que trabaja la mente de Georg… Siempre me has dicho, querido,
que tus reportajes de Roma están destinados por igual a creyentes e
incrédulos. Y naturalmente, nunca puedes darle la razón a ninguno de
ellos por temor a enemistarte con el otro. De manera que siempre
tratas de adoptar la manera cínica. Y pienso que el profesor
Mendelius ha caído en la misma trampa. Se ha esforzado tanto por
ser objetivo con respecto a su querido amigo, que más parece un
censor moralista. Y por otra parte se ha esforzado también tanto en
presentar todo lo relacionado con la Doctrina de los Últimos Días en
forma científica y académica que se diría que está tratando un
problema de altas matemáticas. No desearía ser ruda, pero…
—No se disculpe —Anneliese Meissner intervino con su
acostumbrada brusquedad—, estoy completamente de acuerdo con
usted y con Lotte. Hemos perdido al hombre que, después de todo, es
el centro, el pivote en torno al cual gira este histórico episodio. En su
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análisis de un profeta, Carl ha abandonado la poesía para dedicarse a
la pedantería… Pero otra queja adicional, Carl. Y creo que ésta es
realmente importante. Al discutir los Últimos Días, usted deja de lado
dos puntos que me parecen esenciales: la naturaleza del mal, la
presencia del mal en un cataclismo armado por el hombre y la
naturaleza misma de la Parusía. ¿Qué es lo que veremos en la
Parusía? O, para ser más precisa, ¿qué nos prometen los profetas
apocalípticos —Jean Marie entre ellos— que veremos? ¿Qué
distinguirá a Cristo del Anticristo…? Ahora, si bien continúo siendo
una incrédula, soy lectora de ustedes. Y ya que han abierto su caja de
sorpresas, me intereso, como lectora, por saber lo que hay adentro…
Mendelius y Rainer se miraron, desolados. Rainer sonrió e hizo
un gesto de rendición.
—Si no gustamos a los lectores, Carl, Estamos perdidos. Y si no
somos capaces, con un tema como este, de despertar sus emociones
de terror y compasión, merecemos estar muertos.
—De vuelta al trabajo, entonces —Mendelius comenzó a reunir
el manuscrito.
—Pero en ningún caso esta noche —Lotte se mostraba muy
firme—. He reservado una mesa para nosotros cinco en el
Hölderlinhaus. La comida es excelente y la atmósfera le hará mucho
bien a Carl. Es el único lugar en el que lo he visto animarse hasta el
punto de recitar “Empédocles en el Etna” a la hora del guiso de carne
y cantar romanzas de Schubert al postre… Debo agregar que hizo
ambas cosas muy bien.
—Es posible que esta noche me emborrache de nuevo —
advirtió Mendelius—. Me siento profundamente desalentado. Lo único
que me consuela es que Lars Larsen no haya leído esta versión.
—Permítame un consejo entonces —dijo Anneleise Meissner—.
Borre todo lo que ha escrito. Comience de nuevo por el principio. Y
deje hablar a su corazón tal como lo hizo con las cintas grabadas que
me envió desde Roma.
—Bravo —dijo Lotte—. Y si un poco de bebida ayuda a hablar al
corazón, estoy por completo a favor de la bebida.
—¿Y cuál es su receta para mí? —dijo Georg Rainer.
—Con respecto a usted la solución es mucho más sencilla —dijo
Anneleise Meisner resueltamente—: creo que lo mejor que puede
hacer es ceñirse estrechamente a la historia que cuenta, dejar toda la
interpretación a cargo de Carl y luego, al final, volver a tomar las
riendas del relato con una pregunta directa y clara que convierta a los
lectores en jueces.
Georg Rainer lo pensó por unos momentos y luego inclinó la
cabeza aprobando.
—Puede que tenga razón. Trataré de hacerlo así… Pero dígame
una cosa, Frau Doctor Meissner. Usted es una mujer sin fe que trabaja
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con los enfermos y los ilusos. ¿Por qué motivo este episodio de
historia religiosa le interesa tanto?
—Porque estoy asustada —dijo Anneliese Meissner en forma
cortante. —Cada día, al leer los diarios, leo la sentencia escrita en
ellos. Escucho el sonido de los distantes tambores y de las trompetas
locas… Creo que tendremos nuestro Armageddon. Sueño con él todas
las noches y desearía tener una fe que pudiera, en la oscuridad,
reconfortarme.

El verano parecía prolongarse en la suavidad de la temperatura


que impelía a los amantes a continuar deslizándose perezosamente
en sus barquichuelos y botes a remo por la superficie de un Neckar
que transcurría tranquilo bajo los sauces y más allá bajo las ventanas
de la Bursa y del Old May, donde en un tiempo Melanethon había
enseñado, y el gran Johannes Stoffler había dado clases en
astronomía y matemáticas y diseñado el reloj de la Alcaldía.
La Hölderlinhaus era una pequeña y antigua villa adornada con
una torre redonda que miraba a través del río hacia los jardines
botánicos. Friedrich Holderlin había muerto allí en 1843, triste y loco
genio ensombrecido por el aspecto ulano de su persona y en quien,
tal como Goethe lo había profetizado, el político se había tragado al
poeta.
Las calles estaban tranquilas pues la Universidad seguía en
receso; pero el restaurante se veía agitado y lleno de gente por las
dos grandes cenas que aquella noche se estaban realizando allí, una
del Instituto de los Evangélicos y otra de un grupo de actores de la
ciudad que ensayaban una obra para el teatro universitario.
Mendelius presentó a Georg Rainer y a Pía a sus colegas y, a medida
que transcurrían las horas y corría el vino, aumentaba el intercambio
de conversaciones entre las tres mesas.
Georg Rainer, conocido corresponsal de un famoso diario, se
había transformado, naturalmente, en centro de atención y Mendelius
notó con admiración la destreza con que Rainer se ingenió para hacer
hablar a los universitarios, manteniéndolos alertas e interesados con
retazos de noticias sobre lo que ocurría en el escenario romano.
Finalmente, preguntó con cuidadosa despreocupación.
—¿Alguno de ustedes ha oído alguna vez hablar de una
organización llamada Les Amis du Silence? —No usó la frase en el
original francés sino en su traducción alemana: Die Freunde des
Schweigens.
Estaba hablando a los académicos, pero sorpresivamente, la
respuesta vino de la mesa de los actores sentados al otro lado. Un
joven alto y cadavérico se levantó y ceremoniosamente, se presentó
a sí mismo y a su grupo.
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—Nosotros —dijo a su audiencia— somos los amigos del
silencio. Y para comprendernos es preciso que ustedes aprendan y
comprendan al silencio. Y así, mientras todos observamos un
profundo silencio, les contaré una historia de amor, miedo y
compasión…
Y allí en el viejo cuarto donde el pobre Holderlin se había
esforzado por recoger los últimos jirones de sus sueños, la pequeña
troupe representó una versión en mímica del hombre que había
perdido su sombra y de la mujer que se la había devuelto.
Resultó así uno de esos extraños, espontáneos encuentros que
transforman una apacible y vulgar noche en un acontecimiento
mágico y que continuó con vino y cantos y cuentos hasta que el reloj
de Maese Stoffler desde la torre de la Alcaldía, dio las dos de la
mañana. Cuando estaban despidiéndose un anciano colega del
Instituto sacudió la manga de Mendelius y ofreció sus sugerencias.
—…Su amigo Rainer no obtuvo finalmente la respuesta a su
pregunta. Estos jóvenes tan talentosos nos llevaron muy lejos del
tema. Usted recibe la Revista de Estudios Patrísticos, ¿no es así…? En
el número de abril hay un artículo sobre la "Disciplina del Secreto";
contiene un par de referencias que podrían ayudar a la investigación
que está realizando su amigo…
—Muchas gracias. Veré el artículo mañana.
—Oh, y hay algo más Mendelius…
—¿Sí? —Estaba ansioso por irse. Lotte y los otros ya se habían
retirado.
—Presencié lo que usted dijo sobre el problema de la vigilancia
a los alumnos. Estoy de acuerdo con usted, pero creo conveniente
advertirle que el presidente está bastante molesto y ha declarado que
se siente afrentado. Creo que lo que sucede es que está asustado por
la posibilidad de una sublevación de la facultad, que sería lo último
que él desearía tener cuando le falta tan poco tiempo para retirarse.
Bien… buenas noches, querido colega. Ande con cuidado. Es muy
fácil quebrarse las rodillas en estas malditas piedras.
Dieron las tres y luego las cuatro de la madrugada sin que
Mendelius, revolviéndose entre el sueño y la vigilia, lograra dormirse.
A las cinco, finalmente, se levantó, se preparó café y se sentó frente a
su escritorio con el número de abril de la Revista de Estudios
Patrísticos delante de él. El número había sido publicado antes de la
abdicación y se veía claramente que había estado en preparación
durante muchos meses previos a su aparición pública.
El artículo sobre la "Disciplina del Secreto" estaba fechado en
París y firmado por alguien llamado Jacques Mandel. Se refería a una
costumbre practicada por algunas comunidades cristianas primitivas
y llamada disciplina arcani. La frase misma no había sido elaborada
sino a partir del siglo XVII; pero la disciplina era de uso corriente en
las comunidades cristianas de los primeros tiempos y consistía en la
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obligatoriedad para los fieles de ocultar algunos de los ritos y
doctrinas más misteriosos de la Iglesia. Estos misterios no debían
jamás ser revelados a ningún incrédulo, ni siquiera a los aspirantes
sometidos a instrucción. Cualquier referencia necesaria debía ser
hecha en términos crípticos, enigmáticos o que de alguna manera
indujeran a error a los no iniciados. El más famoso ejemplo de
semejante lenguaje había sido descubierto en Autun en 1839: "Toma
el alimento dulce como la miel del Salvador de los Santos; come y
bebe sosteniendo en tus manos al pez". La palabra pez era un
anagrama que significaba Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. El
alimento dulce como la miel era la Eucaristía.
La primera parte del artículo de Mandel consistía en una
evaluación científica de la evidencia disponible con respecto a aquella
costumbre y la consiguiente falta de conocimientos precisos sobre
materias doctrinarias y sacramentales en los tiempos patrísticos. Sin
embargo el artículo no decía nada nuevo, aparte de dos curiosos
alcances relacionados con el Sínodo de Antioquía, donde los
ortodoxos habían condenado a los arrianos por haber admitido
catecúmenos y aun paganos al culto de los misterios. Mendelius
descubrió que estaba preguntándose qué habría podido inducir al
autor del artículo a escribir una repetición tan conocida de material
tan viejo. Y luego, súbitamente, el tono de las reflexiones cambiaba.
Quienquiera que fuera Jacques Mandel, estaba usando la disciplina
del secreto como un texto base en el cual asentar un argumento
extremadamente moderno.
Declaraba que, dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica
Romana existía un grupo muy poderoso que deseaba sofocar todo
debate sobre materias doctrinales e imponer una versión siglo veinte
de la "Disciplina del Secreto". Como ejemplo, se refería a la acción
represiva ejercida en contra de algunos teólogos católicos en el curso
de los años setenta y ochenta y las actitudes más que rigoristas de
algunos obispos contemporáneos tanto en Francia como en otros
lugares del mundo. Escribía:
"…Hemos sabido que existiría una fraternidad
clandestina de estos obispos, los que tendrían poderosos
aliados en la Curia y estarían así en condiciones de ejercer
tremendas presiones aun en el mismo Sumo Pontífice…
Hasta ahora Gregorio XVII, siendo él mismo francés, ha
sabido navegar muy bien entre los rigoristas y los
innovadores, pero no hace ningún secreto del hecho de que
desaprueba lo que llama una franc-masonería de clérigos
decanos, amigos del silencio y de la oscuridad. El autor ha
visto una carta del Pontífice a un anciano arzobispo en la
cual usa los términos de censura mencionados más
arriba…"

Para tratarse de una revista tan especializada y sobria, éstas


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eran palabras más bien torpes, pero Mendelius comprendió su
significado. Jacques Mandel estaba lanzando al aire una paloma
mensajera para ver quién le disparaba o quién al contrario, aplaudía
su perfecto vuelo. Pero era evidente que poseía información
suficiente para explicar muchos de los aspectos que subyacían tras el
problema de la abdicación.
Mucho antes que su abdicación llegara a plantearse en forma
clara, Jean había estado sometido a tremendas presiones. La
posibilidad del cisma que él había mencionado era pues, real. Los
obispos, ya fuera que pertenecieran a órdenes religiosas o que
militaran en la Iglesia secular, siempre habían ejercido mucho poder.
En el primer caso eran jefes de poderosas congregaciones, en el
segundo constituían una fuerza discreta y potente, que controlaba el
voto confesional en temas y problemas controvertidos. Y en fin de
cuentas porque los cardenales no habrían hecho lo que hicieron sin el
apoyo de una mayoría de obispos, habían demostrado que poseían la
fuerza suficiente para destronar a un papa… A la luz de estas nuevas
informaciones la historia de Georg Rainer sobre la persecución y
vigilancia de que había sido objeto adquiría un tinte siniestro. No
todos los clérigos estaban divorciados de la política contingente; no
todos eran ajenos a la práctica de la violencia en el juego político. Los
viles contubernios realizados por motivos y fines santos llenaban las
páginas de la historia. Y Jean Marie, desde aquel sitial tan alto que
había sido el suyo, sabía todo el daño que podía esconderse y ser
perdonado bajo el amparo de la "Disciplina del Secreto" o dentro de
una confraternidad del silencio.
Mendelius marcó los pasajes relevantes del artículo y anotó
algunos puntos para Georg Rainer.
"…Esto no constituye evidencia; pero sí agrega algo a la
indiscreción de monseñor Logue y representa para nosotros
un claro indicador de la naturaleza de los "Amigos del
Silencio". Mi instinto me dice que es conveniente incorporar
una referencia a esto en nuestra historia, tal como lo ha
hecho Mandel, y esperar para ver qué clase de reacción
despierta el relato. Haré también un borrador para una
pequeña sección que podría presentar otro aspecto del
fenómeno: el hecho de que en tiempos de crisis, el público
tiende siempre a inclinarse hacia los dictadores y las juntas,
así como el hombre enfermo tiende a llamar al médico que
lo tranquiliza por muy incompetente que éste sea… Si no
estoy aquí cuando usted comience a trabajar, encontrará
sobre mi escritorio todo lo que he preparado".
Colocó la nota sobre el borrador de Rainer y luego cogió su
propio ejemplar del manuscrito y, bajo el título de "Los tiempos de
Gregorio XVII", comenzó a escribir.
"En la historia del hombre, las epidemias psíquicas no
representan un fenómeno nuevo. Los gérmenes que la
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producen subyacen reprimidos pero vivos como los bacilos
del ántrax, esperando que maduren las condiciones de su
renacer. Estas condiciones están constituidas por el miedo,
la incertidumbre, la ruptura de los sistemas demasiado
frágiles para resistir las presiones que la vida moderna hace
pesar sobre ellos. Los síntomas son tan variados como las
ilusiones de la humanidad: las auto-mutilaciones de los que
se flagelan y de los castrados sacerdotes, la furia asesina de
los sicarii, las perversiones sexuales de los cazadores de
brujas, la locura metódica de inquisidores que bregan por
encerrar la verdad en una frase y quemar a todos los
rebeldes que se atreven a disentir de su definición. Pero los
efectos de la enfermedad son siempre los mismos. El
paciente se va tornando cada vez más temeroso e irracional,
es víctima de terrores nocturnos y de pesadillas; se entrega,
como contrapartida, a ilusiones tan placenteras como falsas.
De esta manera se transforman en presa fácil de los
vendedores de medicinas secretas, de encantamientos
mágicos y de toda la locura colectiva de otros afligidos como
él. Descubrir el origen y el curso de la enfermedad, es una
cosa. Sanarla es ya otra muy distinta. El remedio drástico es
sin duda la exterminación, El único problema es que uno
nunca puede estar seguro de quién emergerá vivo del
matadero: si los lunáticos o los cuerdos. La propaganda es
otra poderosa medicina. Consiste en inundar a los pacientes,
del alba hasta la noche y aun a lo largo de las horas de
sueño, con pensamientos muy claramente determinados y
dirigidos. Una y otra vez uno le repite a los pacientes que
todo lo que está haciendo es para bien de todos y de cada
uno en el más bondadoso de los mundos. Y ellos creerán
todo lo que uno les dice, contentos y agradecidos, hasta el
día en que sientan en el aire las primeras emanaciones del
fuego y vean la sangre en la piedra del altar. Entonces se
volverán contra uno y lo despedazarán, miembro por
miembro, en una maniática y ciega furia de resentimiento.
"Fue por este motivo que el Sacro Colegio decidió
silenciar a Jean Marie Barette y suprimir el relato de su
visión. Sabían que el contragolpe de una proclamación
relativa al milenio podía llegar a ser enorme. Y sin embargo,
fue por exactamente ese mismo motivo que Jean Marie
había propuesto en su encíclica una preparación del espíritu
como el mejor medio para enfrentar el inevitable período de
locura social. Deseaba que hubiera médicos y se
establecieran asilos antes que comenzara la epidemia. Y, en
principio al menos, pienso que tuvo razón.
"Desde muy antiguo, la palabra asilo ha estado
impregnada de sentido místico. Llevaba en sí una
connotación de lugar sagrado, de templo, de basílica, de
denso bosque donde los criminales o los esclavos fugitivos
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podían encontrar un santuario en el cual les fuera posible
escapar de sus perseguidores y dormir a salvo bajo el
amparo del dios residente, pero el refugio en sí mismo no
era lo único importante. Lo importante era también su
significado exterior: todo el poder, la esperanza, el instinto
de conservación que, a lo largo de las últimas millas
sostenían al acorralado fugitivo cuando ya el ladrido de los
perros resonaba cada vez más cerca de sus talones…"

Al llegar aquí Mendelius fue asaltado por un pensamiento


inesperado que lo impulsó a dejar su pluma para detenerse a
considerarlo. Todo lo que acababa de escribir sobre las causas y
síntomas de la epidemia psíquica era igualmente aplicable a Jean
Marie. Había abdicado de toda razón en favor de la más primitiva de
las revelaciones. Había abdicado del lugar, del único lugar desde el
cual le era posible ejercer poder. No ofrecía esperanzas sino sólo un
cataclismo y un juicio final para los sobrevivientes. Sus adversarios, o
como quiera que se llamaran los que lo habían depuesto, tenían de su
parte al más pragmático de los sentidos comunes. Las organizaciones
tradicionales habían resistido la prueba de los años y sobrevivido a
las largas presiones de los siglos. Las interpretaciones tradicionales
eran merecedoras de respeto, aunque sólo fuera por su antigüedad y
su duración. Cuando el techo amenazaba derrumbarse sobre la
cabeza de la humanidad, lo que se necesitaba eran tejas para poder
cubrirse y no un profeta.
Y aquí precisamente radicaba la debilidad que Lotte, Anneliese
y Pía habían detectado en su retrato de Jean Marie. Era un retrato que
carecía de toda convicción porque su autor no tenía ninguna. No
despertaba pasiones porque venía envuelto en la chata luz de la pura
razón… O tal vez ocurriera lo que Anneliese Meissner le había
advertido hacía ya tanto tiempo, que él en el fondo continuaba
demasiado atado a su formación y creencias de jesuita para soñar
siquiera en producir problemas en la Familia de su Fe revelando a la
luz del día algunas verdades impopulares. Basta, entonces. Cogió un
lápiz rojo y comenzó, salvaje y metódicamente a destrozar su copia
del manuscrito. Luego colocó delante de sí un grueso atado de hojas
limpias e inició su trabajo con un sencillo y cabal testimonio.
"Escribo sobre un hombre al que quiero. En consecuencia, soy
un testigo sospechoso. Por este motivo, si ya no por otro, ofrezco aquí
solamente los testimonios que pueden ser aceptados de acuerdo a las
más estrictas reglas de la evidencia. Cuando presente una opinión, la
llamaré por su nombre. Y expresaré mis dudas tan clara y
sencillamente como mis certezas. Pero repito que estoy escribiendo
sobre un hombre que amo, de quien soy deudor por algunas de las
mejores cosas de mi vida, que me es más próximo de lo que pudiera
serlo un hermano, y cuyas angustias presentes no he sido capaz de
compartir…"
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Súbitamente, fue como si hubiera recibido el don de la
elocuencia. Supo exactamente lo que tenía que decir sobre Jean Marie
y de qué manera tenía que decirlo para llegar a los corazones de la
gente sencilla. Cuando llegó el momento de explicar la Doctrina de
los Últimos Días y cuan importante había sido ésta para Jean Marie,
fue lúcido y persuasivo. Se había silenciado a Jean Marie sin darle
ninguna oportunidad de defender su posición. Ahora, dijo Mendelius
—abogado a pesar suyo— se le debía la justicia de un juicio público.
Pero cuando llegó el momento de contestar la pregunta que le
había hecho Anneliese sobre la naturaleza del mal y la forma que
adquiriría la Segunda Venida, se vio forzado a una conmovedora
confesión.

"…Sé que el mal existe. Me he transformado en una


víctima de su poder destructivo. Y ruego diariamente para
que se me libere de él. No sé por qué el dolor y el mal
existen en un mundo creado por un benevolente creador. La
visión de Gregorio XVII describe solamente los efectos de
ese mal, pero no ofrece ninguna explicación sobre el
misterio de su existencia. Y lo mismo ocurre con la Segunda
Venida. No nos dice nada del cómo, del cuándo, del dónde
de este acontecimiento, que, para los cristianos, está
implícita e irrevocablemente garantizado por la doctrina de
la Resurrección… De manera que es perfectamente justo
decir que la visión de Gregorio XVII no nos dice nada que no
sepamos ya. Pero no desacredita ni a la visión ni al
visionario, del mismo modo que un pintor no se desacredita
porque nos muestra la luz y el paisaje en una perspectiva
nunca vista por nosotros antes. Desearía ser capaz de
interpretar el sentido y el alcance del éxtasis de mi amigo,
Pero no puedo. Lo único y lo mejor que puedo hacer es
mostrar los motivos, buenos o malos, por los cuales se
impidió a Jean Marie Barette, papa Gregorio XVII, presentar
al mundo su propia interpretación de la verdad… ¿Somos
ahora, por eso, más ricos o más pobres? Sólo el tiempo
podrá decírnoslo".

Tres días después, con la ayuda de cuatro mecanógrafos y dos


traductores, la cosa quedó terminada. Las versiones alemana e
inglesa fueron empaquetadas y enviadas al Correo. Las garantías y
las copias fotográficas de los documentos fueron debidamente
autenticadas. Lars Larsen hizo su último brindis antes de dirigirse a
Fankfurt para coger allí el vuelo a Nueva York.
—…Cada vez que he tenido que vender una noticia de este
volumen, me he asustado. Siento como si mi mente hubiera dejado
de funcionar. Si mi juicio ha sido errado, es decir si me he
equivocado, me quedo sin trabajo. Si el autor sólo me da un fracaso
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¿qué explicación puedo yo darle a los editores? … Pero esta vez sé
que estoy en condiciones de dejar caer mi paquete en el escritorio del
editor y de jurar, por la memoria de mi madre, que lo que le estoy
entregando vale hasta el último centavo que ha pagado por él…
Hemos obtenido un acuerdo a nivel mundial para las publicaciones
simultáneas que comenzarán a aparecer el próximo domingo.
Después de esto, siéntense a esperar los golpes que no dejarán de
venir. Pero ustedes son muchachos muy aguerridos y estoy seguro de
que podrán sobrellevarlo bien. Cuando la cosa se ponga caliente
recuerden que cada entrevista en la televisión representa dólares,
marcos y yens en la cuenta bancaria… Georg, Carl, me saco el
sombrero frente a los dos. Lotte; amor mío, gracias por su
hospitalidad. Pía, espero que su hombre la lleve a Nueva York. Y en
cuanto a usted Professor Meissner, ha sido un placer conocerla.
Cuando al final me derrumbe bajo las presiones, espero que se haga
cargo de mi tratamiento.
—Usted nunca se derrumbara, —Anneliese Meissner le ofreció
su más zorruna sonrisa— por lo menos no hasta que supriman el
dinero y vuelvan al sistema del trueque.
—Alégrense de que sea así —dijo Lars Larsen alegremente—.
Me gusta el juego, de manera que por eso lo juego bien. Espero que
ustedes, muchachos, disfruten tanto gastando ese dinero como yo he
disfrutado consiguiéndolo para ustedes. Salud…
La salida final había estado espléndida y Mendelius así lo
reconoció. La propia Anneliese ofreció sus disculpas y preguntó si
Larsen aceptaría ser su representante para las ediciones americanas
de sus libros. Georg Rainer admitió que sentirse rico era sin duda una
nueva y muy agradable experiencia. Se resistió a estar de acuerdo
con Pía respecto a que habían desaparecido los inconvenientes para
que él pudiera casarse, de preferencia con ella. El se limitó a cambiar
rápidamente de tema.
—…Hay dos o tres cosas que aún me perturban. Carl. Hemos
mencionado a los "Amigos del Silencio'". Hemos introducido la lista de
los amigos políticos de Gregorio XVII, pero no hemos ofrecido ninguna
conclusión con respecto a ninguno de estos dos puntos. Tarde o
temprano seremos pues interrogados con relación a ellos. De manera
que continuaré llevando adelante mis investigaciones en Roma y en
cuanto se presente algo nuevo, lo llamaré.
—Por el momento yo estaría más interesado en saber si, a su
regreso a Roma, usted continúa bajo vigilancia.
--Lo mismo me ocurre a mí. El más estúpido de los espías ha
tenido tiempo de sobra para seguir mi huella hasta aquí. Pero ahora
que la historia ya está escrita y hay tantas copias de ella circulando
por ahí, no veo lo que nadie pueda hacer al respecto. Llevaré a Pía a
Bonn para entregar allí un ejemplar intacto. Pero aun si lograran
robarnos eso, la noticia sería conocida. La verdad es que no estoy
preocupado… sólo curioso. Detesto los cabos sueltos.
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Después de eso sólo quedó el apresuramiento de las
despedidas y el inevitable anti-clímax. Anneliese se fue pues tenía
que cumplir algunas citas en su clínica. Lotte estaba impaciente de
poder comenzar a ordenar su casa, de manera que estuviera lista y
reluciente para la inminente llegada de sus hijos. Mendelius echó una
sola mirada a su maltratado estudio y optó por un paseo por los
jardines botánicos donde le sería posible dar de comer a los patos y a
los cisnes.
Al día siguiente llegaron los niños. Katrin, esponjada de
felicidad, llegó por la mañana. Traía de regalo para su madre un bello
y caro pañuelo de seda y para Mendelius la promesa de un cuadro de
Franz, una imagen trabajada y lo más exacta posible, de la Place du
Tertre. Luego respiró hondo y procedió a contar a sus padres la gran
noticia. Ella y Franz habían resuelto poner casa en París. Serían
independientes y gozarían de una próspera modestia. Franz había
sido tomado a su cargo por un conocido comerciante en arte. En
cuanto a ella, tomaría un empleo en una casa alemana de
importaciones y exportaciones en París. Sí, ella y Franz habían
discutido el problema del matrimonio. Ambos estaban de acuerdo en
la prudencia de esperar un poco de tiempo más, y por favor, por favor
¿podrían Mutti y Papa tratar de comprender?
Lotte, profundamente impactada, logró sin embargo guardar su
compostura. Fue Mendelius quien trató de razonar con Katrin sobre
los problemas que indudablemente no dejarían de presentarse a una
pareja no casada afincada en un país extraño en un período de
probables y tal vez inminentes trastornos sociales. Sin embargo, por
algún motivo, los argumentos de Mendelius carecían de convicción y
esto se debía al hecho de que en el fondo de su corazón él se sentía
aliviado de verla a ella a salvo de la amenaza que pesaba sobre todos
mientras permanecieran en Tübingen. El deseaba que ella pudiera
gozar de toda la dicha que la vida pudiera ofrecerle antes de la
llegada de los tiempos oscuros y del derrumbe del mundo.
Finalmente se acordó que Lotte iría con ella a París para
ayudarla a encontrar un apartamento y verla instalada y que
Mendelius tomaría las medidas para que ella dispusiera de un capital
personal que la ayudara a subsistir en el caso de que su aventura de
amor terminara mal. Los tres interlocutores estaban conscientes —
aunque ninguno se atrevía a decirlo— de que en el fondo lo que
estaban discutiendo era un problema de supervivencia fríamente
mirado y evaluado, y que se habían puesto de acuerdo sobre las
mejores condiciones posibles para permitir que la familia continuara
unida y solidaria, y para que el fermento de los viejos cariños y
tradiciones continuara trabajando en medio de esta insatisfactoria
situación.
Más tarde, mientras Katrin empacaba y se preparaba a partir,
Lotte se dejó llevar por su pena y lloró quietamente en tanto que
Mendelius se esforzaba por encontrar palabras de consuelo para ella.
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—Comprendo cuan frustrada te sientes, schatz, pero al menos,
de esta manera la familia continuará unida y si algo anda mal para
Katrin ella recurrirá a nosotros… Sé cuánto te hubiera gustado una
boda de blanco y un nieto al año siguiente. Me temo que al contrario
eso no me hubiera gustado. Y puedo decir que estoy contento de
verla aún libre y también satisfecho de tener el dinero suficiente para
hacerla independiente…
—Pero es tan joven, Carl, y París parece estar tan lejos.
—En estos momentos mientras más lejos, mejor —dijo
Mendelius con amargura—; nosotros dos podemos cuidar el uno del
otro, pero lo último que yo desearía es que nuestros hijos se
transformaran en rehenes. Seca esas lágrimas ahora y sube a hablar
con ella. Te necesita tanto como tú la necesitas a ella…
Y así cuando llegó Johann la tranquilidad había vuelto al hogar y
todos se hallaban prontos para escuchar e interesarse en los
pormenores de sus aventuras en el retiro alpino que había
descubierto. El mostró fotografías y habló entusiasmado de las
posibilidades que ofrecía el lugar.
—…La entrada al valle está escondida al final de un sendero de
leñador. Es un largo y angosto desfiladero que se abre luego en este,
extraño valle que tiene la forma de un hacha cortada en medio de la
cumbre de la montaña… el lago está rodeado de pastizales que
tienen por lo menos un metro de altura y están asentados en
excelente tierra… los bosques están llenos de ciervos, que sería
conveniente seleccionar. La caída de agua está allí… y a la izquierda
se encuentra la entrada de los boquetes hechos en la vieja mina
cuyas galerías tienen casi media milla de largo, con abundantes
pasajes naturales que no quisimos explorar, porque carecíamos de
entrenamiento y de material apropiado.
Mendelius lo dejó hablar y luego le hizo la ruda, necesaria
pregunta.
—¿Continúas interesado en adquirir el lugar y desarrollarlo?
—Interesado, indudablemente. Pero desarrollar eso costaría un
montón de dinero. Para comenzar se necesita mano de obra tanto
para la tierra como para la construcción; se necesita asesoramiento
de expertos en construcción, alcantarillado y aun en cultivo alpino. He
estudiado algunas cifras. Aunque sólo nos limitáramos a arrendar el
lugar, costaría alrededor de trescientos mil marcos transformarlo en
algo habitable. Y sé naturalmente que no tenemos ninguna
posibilidad de reunir ese dinero.
—Supongamos que podemos. ¿Qué sucede entonces?
Johann meditó sobre la pregunta de su padre y a su vez le hizo
otra.
—¿Me he perdido algo mientras estuve afuera?
—Te has perdido muchísimo —le dijo Katrin tristemente—. Estos
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padres nuestros han estado enredados en algunos asuntos de
carácter explosivo. Más vale que le cuentes todo desde el comienzo,
papá.
Mendelius se lo contó. Johann escuchó con intensa atención,
hizo pocas preguntas, en suma escondió sus sentimientos, como
siempre lo había hecho. Finalmente Mendelius llegó al agregado
último de su historia.
—Como resultado de lo que he escrito sobre la abdicación de
Gregorio XVII, he ganado una gran cantidad de dinero. En
consecuencia ahora tenemos libertad para pensar más abiertamente
en nuestro inmediato futuro. Naturalmente hay hechos que escapan a
nuestro control. Es posible que antes de doce meses estemos en
guerra… De todos modos Katrin y tú serán llamados probablemente
al servicio militar en septiembre próximo.
—Si nos llaman —dijo Johann sombríamente— no habrá mucho
futuro que discutir.
—Podría haber —dijo Mendelius con helado humor —si ustedes
están interesados en transformarse en campesinos de los Alpes.
Porque los trabajadores agrícolas y los propietarios por regla general
son eximidos del servicio militar… Si tienes un verdadero interés en
adquirir esa propiedad en Bavaria, hazlo ahora y comienza
inmediatamente con tus planes de desarrollo. Podría ser un refugio
tanto como una propiedad productiva.
—Es un precio endiabladamente alto de pagar por un refugio
contra las bombas —Johann se había quedado pensativo— para no
mencionar los costos del desarrollo. Pero sí, creo que la cosa vale la
pena pensarse. Mamá puede venir a vivir allí y Katrin y Franz. De
todos modos necesitamos gente que trabaje.
—…Cuéntale lo otro Carl, —dijo Lotte interviniendo en la
conversación. —Esto puede esperar.
—¿De qué se trata, padre?
—Hay algunas personas que desean matarme, hijo. De manera
que mientras permanezcamos aquí en Tübingen, estaremos todos en
peligro. Y es por eso que pienso que deberíamos dispersarnos y
ustedes partir de aquí. Tu madre irá a París a ayudar a Katrin en su
instalación allá. Si tú, a tu vez, aceptas mi oferta respecto de esta
propiedad, esto también te saca de aquí.
—¿Y tú, padre? ¿Quién cuidará de ti?
—Yo lo cuidaré —dijo Lotte— y he cambiado de idea respecto
del viaje a París. Si Katrin tiene edad suficiente para tomar un amante
en vez de un marido, también tiene edad suficiente para encontrar
algún lugar donde habitar y buscar sus propios muebles. Tú y yo nos
quedaremos aquí. Carl… Johann puede resolver lo que mejor le
parezca.
—La verdad, hijo, es que preferiría, con mucho, verte fuera de
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la Universidad. —Mendelius, bruscamente, estaba ansioso de
convencer a su hijo. —La situación aquí no puede sino empeorar. Las
autoridades desean tener informes secretos sobre todos los
estudiantes y se ha pedido a los miembros de la facultad que
contribuyan a proporcionar esta información. Naturalmente me he
negado y esto significa que tarde o temprano, si logro sobrevivir a los
asesinos, me encontraré bajo el fuego cruzado de los chicos de la
seguridad.
—Me parece —dijo Johann con deliberación— que todo esto se
está montando sobre la creencia en la idea de que la guerra total es
inevitable.
—Muy cierto. Así es.
—¿Y tú realmente crees que la humanidad cometerá tamaña
monstruosidad?
—La humanidad tendrá muy poco que decir al respecto… —dijo
Mendelius. —De acuerdo con la visión de Jean Marie, la guerra ya está
claramente inscrita en el libro de nuestro futuro. Y es por eso que en
Roma no pude ponerme de acuerdo con él. Por otra parte, todo lo que
veo y escucho me dice que las naciones están siendo arrastradas por
una pendiente infernal a una inevitable confrontación sobre el
petróleo y las fuentes de recursos naturales y que el riesgo de
conflicto crece con cada día que pasa. ¿Qué puedo decir entonces, a
mis hijos adultos? Vuestra madre y yo tenemos detrás de nosotros la
mayor parte de nuestra vida. Por eso quisiéramos facilitar la plena
libertad de ustedes respecto de la elección de su futuro,
—Ustedes son parte de nuestra vida. No podemos partir y vivir
lo nuestro como si no existieran… Agradezco mucho tu ayuda, padre,
pero deseo reflexionar más con relación a ella. Querría también
hablar contigo, hermanita. Hay algo que desearía arreglar con tu
Franz.
—Franz es asunto mío —Katrin se había puesto inmediatamente
a la defensiva—. No quiero peleas entre ustedes dos.
—No habrá peleas —dijo Johann calmadamente— pero quiero
estar seguro de que Franz sabe en lo que se está embarcando y que,
por solidaridad familiar, tendrá que compartir… Y a propósito, sería
muy conveniente que pudiéramos contratar entre los mismos
estudiantes alguna especie de guardaespaldas para papá y mamá.
—De ninguna manera —Mendelius se mostró enfático en su
negociación. —Eso significaría un triunfo para los terroristas.
Implicaría que han destrozado nuestras vidas, que nos han obligado a
tomar precauciones públicas. En consecuencia ellos son importantes,
poderosos y temibles. No. No. No. Vuestra madre y yo, y ustedes
mientras estén aquí, nos protegeremos mutuamente. El folleto que
nos dio la policía es muy bueno. Deseo que lo lean y…
Sonó el timbre de la puerta. Mendelius fue a abrir y Johann lo
siguió. Mendelius recitó las sencillas instrucciones.
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—…Usa siempre la mirilla de la puerta. En el caso de que no te
sea posible identificar al visitante, deja la cadena puesta al abrir la
puerta. Si recibes un paquete que no esperas, o una carta de tamaño
desusado llama al Kriminalant y solicita que sea examinada por un
experto en bombas. Si resulta que el paquete o la carta son,
inofensivos, probablemente pasarás por tonto, pero más vale pasar
por tonto que caer en una trampa estúpida que saltará en tu cara
destrozándola…
Esta vez tanto el visitante como el paquete eran perfectamente
inocentes. Alvin Dolman había venido a traer los grabados que había
hecho enmarcar. Mientras Mendelius le servía una bebida, los exhibió
orgullosamente delante de Lotte y la familia.
—…Se ven bien ¿eh? Ayer estuvo alguien en mi oficina y ofreció
por ellos tres veces el precio que usted pagó, Pero ve usted, profesor,
usted recibe el trato de la nación más favorecida.
—Con esta familia es justamente lo que necesito, Alvin.
—Alégrese de tener esta familia, profesor. Desearía tener una
parecida. Me estoy poniendo demasiado viejo para continuar cazando
en la selva. Lo que me hace recordar que anoche estuve en una
reunión en honor del conjunto de mimos. Se habló de usted. Y el
director del grupo dijo que habían ofrecido una pequeña
representación en honor suyo y de un amigo periodista con quien
usted se encontraba cenando en el Hölderlinhaus.
—Así es. Resultó aquélla una noche muy larga.
—De todos modos, mencioné el hecho de que lo conocía, a
usted y a su familia. Parece que todo el mundo está al corriente de su
aventura en Roma. Y luego esta muchacha se acercó a mí y comenzó
a hacerme preguntas.
—¿Qué muchacha? —preguntó Mendelius frunciendo el ceño—.
¿Y qué clase de preguntas?
—Se llama Alicia Benedictus. Trabaja para Schwabisches
Tagblatt. Dijo que estaba escribiendo un esbozo sobre usted para el
diario.
—¿Se identificó?
—¿Por qué habría de identificarse? Ambos éramos huéspedes
de la misma casa. Creí lo que me dijo y créame que lo decía una cara
muy bonita.
A pesar de su preocupación, Mendelius no pudo evitar reírse. La
llama de sensualidad que había iluminado los ojos de Dolman a la
mención de la muchacha resplandecía como un faro. Mendelius
insistió en saber.
—¿Qué clase de preguntas hizo ?
—¡Oh! Solamente lo usual: qué tipo de hombre era usted, cómo
se le consideraba en la ciudad, quiénes eran sus amigos más
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importantes… ese tipo de cosas.
—Que raro. Si trabaja para el Tagblatt, no habría tenido sino
que consultar al archivo completo que ellos tienen con todos esos
datos… Creo que haré verificar su identidad.
—¿Por qué, por el amor de Dios? —Dolman parecía
completamente perdido—. Fue solamente una conversación en una
reunión social. Yo pensé que usted podría sentirse interesado al saber
que alguien estaba escribiendo sobre usted.
—Estoy muy interesado, Alvin. Llamemos ahora al diario.
Hojeó la guía de teléfonos e hizo el llamado, bajo las silenciosas
miradas de Dolman y de su familia. La conversación fue breve y la
información negativa. En el diario no conocían a Alicia Benedictus y
nadie había sido asignado para hacer una semblanza de Carl
Mendelius. Mendelius colgó y comunicó la noticia. Dolman lo miró con
la boca abierta.
—Bien. ¿Y qué le parece?
—No me parece en absoluto, Alvin. Llamaré inmediatamente al
inspector Dieter Lorenz en el Kriminalant. Seguramente nos pedirá
que vayamos a verlo. Los dos.
—¿La policía? Diablos, profesor. Vivo aquí muy apaciblemente y
desearía que esto continuara, por lo menos hasta que regrese a casa.
¿Para qué necesita a la policía?
—Porque alguien se propone matarme. Alvin. Soy el testigo
clave de un crimen que tuvo lugar en Roma. Y sabemos que los
terroristas tienen observadores que cubren todas las actividades mías
y de mi familia aquí en Tübingen. Esta muchacha podría ser uno de
ellos.
Alvin Dolman sacudió la cabeza como si se esforzara por disipar
las telarañas que la cubrían. Juró por lo bajo.
—Cristo. ¿Quién lo hubiera creído? Así es que ahora la han
tomado con los profesores, y en Tübingen para peor. De acuerdo,
profesor. Llamemos a la policía y liquidemos esto.
Quince minutos después se encontraban en la oficina de Dieter
Lorenz en el Landes Kriminalant. Lorenz sometió a Dolman a una
exhaustiva interrogación y luego lo instaló en una habitación con una
taza de café, un cuaderno de dibujos e instrucciones para que
diseñara una semblanza lo más parecida posible de la muchacha que
se llamaba a sí misma Alicia Benedictus. Luego, de regreso en su
propia oficina, preguntó a Mendelius.
—¿Es usted muy amigo de este Dolman?
—No muy amigo, en realidad, pero hace años que lo conozco. A
menudo nos hemos encontrado para tomar algo juntos, pero rara vez
lo he invitado a cenar a mi casa. Le compro dibujos y de vez en
cuando me dejo caer en su estudio para conversar tomando una copa
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de vino. Lo encuentro burlón y agradable. ¿Por qué me lo pregunta?
¿Tiene algo especial contra él?
—No, nada —Lorenz se mostraba muy franco—, pero la verdad
es que es una de esas personas que siempre intrigan y molestan a los
policías de una ciudad provinciana como ésta. Con un criminal
declarado es muy sencillo entenderse. Y cuando un huésped
extranjero provoca problemas, pues bien, se le manda de regreso a
casa. Pero este tipo es distinto. No existe razón alguna para que
permanezca aquí. Es americano. Se ha divorciado de una muchacha
de aquí. Tiene un buen trabajo, pero de ninguna manera nada que
pueda producirle fama o fortuna. Es el tipo mismo del jugador.
Cuando se aburre, se puede estar seguro de encontrarlo en los bares
que son punto de cita de borrachos y en los peores centros nocturnos
estudiantiles. Las reuniones que da en su casa son tan bulliciosas que
provocan los reclamos de los vecinos. De manera que, debido a su
popularidad, al hecho de que es un pelafustán y además un
derrochador, nos preguntamos aquí en la policía si no tendría
negocios laterales como heroína o sus derivados o si no se dedicaría a
revender objetos robados. Pero no, hasta ahora, y respecto a esto por
lo menos, está limpio de polvo y paja… Pero aun así continúo
preguntándome si no tendrá algo que ver con esos misteriosos
personajes que, según usted me contó, seguían la pista del señor
Rainer…
—Me parece un tanto rebuscado como esquema —dijo
Mendelius.
—Puede que lo sea —dijo Lorenz pacientemente— pero a veces
en este negocio mío suele haber sorpresas bastante sucias. Dolman
es un artista. Hemos encontrado un retrato suyo en el bolsillo de un
hombre muerto. ¿No sería acaso muy raro si ese retrato hubiera sido
hecho por Alvin Dolman?
—Imposible. Hace años que conozco a este hombre.
Lorenz barrió la objeción.
—Lo imposible está ocurriendo a cada momento. De todos
modos, ahora está haciendo un nuevo retrato. Será muy instructivo
compararlos.
Bruscamente Mendelius se irritó.
—Me ha colocado en una posición intolerable, inspector. No
puedo continuar mi amistad con Dolman sin decirle lo que usted me
acaba de contar.
—No me importa que le diga lo que le plazca —Lorenz no
parecía sorprendido por el estallido de Mendelius—, incluso puede
ayudarme. Si es inocente hará lo posible por cooperar y es
indiscutible que tiene, en esta ciudad, contactos excelentes. Si, al
contrario, es culpable, comenzará a sentirse intranquilo y a cometer
errores.
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—¿Nunca se cansa de este juego, inspector?
—Me gusta el juego, profesor, lo que me disgusta es la gente
con la cual tengo que jugarlo… Discúlpeme ahora, debo ir a ver lo que
Dolman ha podido hacer con ese retrato…
Cuando más tarde abandonaron la central de policía, en el
camino a casa, Dolman parecía haber tomado las cosas con filosofía.
Barrió las disculpas de Mendelius con cansado humor.
—…No se intranquilice por eso, profesor. Comprendo
perfectamente la psicología de Lorenz y su gente. Yo soy un operador
marginal, siempre lo he sido, aun en el ejército. Lo único que es capaz
de sorprenderme es un acto de bondad, cuando alguien deja caer una
moneda en el sombrero extendido del ciego en lugar de golpearlo en
la mandíbula… De todos modos, entre usted y yo, puedo decirle que
no tengo ningún interés en sacarlo a usted de la circulación y que no
tengo vinculación con ningún tipo de grupo. Soy, en el sentido más
estricto de la palabra, un solitario y creo que Lorenz es lo
suficientemente inteligente para haberse dado cuenta de ello. Él se
imagina que, debido a mi manera de vivir y al hecho de que veo a
mucha gente marginal, puedo obtener de repente alguna información
útil… Y la verdad es que, por tratarse de usted, estoy dispuesto a
cooperar. Y también porque no me gusta que me usen para mamar
informaciones, que es lo que la señorita Benedictus trató de hacer
conmigo… En resumen, profesor, éste ha sido un día más bien
miserable. Y ésta era, sin embargo, una ciudad pequeña, encantadora
y familiar, tan dulce que era posible envolverse en ella como en un
brazo de reina. ¿Ahora…? La verdad es que ha dejado de gustarme.
Creo que comenzaré pronto mis preparativos para regresar a los
Estados Unidos… Váyase a casa, profesor. Por mi parte, conozco a
una muchacha que siempre guarda una botella de coñac preparada y
abierta para Alvin Dolman.
Dio media vuelta y se fue cruzando el puente, su alta y agresiva
figura abriéndose paso descuidadamente entre la muchedumbre de
peatones compradores y haraganes. Mendelius a su vez tomó el
camino que conducía a los jardines. No deseaba llegar a casa todavía.
Necesitaba tiempo y quietud para poner sus ideas en orden. Y la
familia debía disponer de mucha tranquilidad y sobre todo, soledad,
para discutir los planes tan radicales que él les había propuesto.
Era un tibio y claro día y los habitantes de Tübingen estaban
aprovechándolo para asolearse sobre los prados. Allá abajo, al borde
del lago, una pequeña multitud se había reunido para presenciar la
representación que un conjunto de actores de teatro estaba haciendo
ante un grupo de niños. La escena era encantadora: los pequeñuelos
de ojos abiertos, asombrados y completamente absortos en la historia
de un triste payaso que soplaba preciosos globos de jabón pero que
nunca lograba tomarlos en la palma de su mano. El payaso era el
cadavérico joven que los había entretenido, a Mendelius y sus
amigos, aquella noche en el Hölderlinhaus. El resto del conjunto de
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actores hacía el papel de los globos de jabón que se burlaban de sus
esfuerzos por alcanzarlos…
Mendelius se sentó en la hierba y se dedicó a contemplar la
pequeña, inocente ópera, fascinado al ver cómo los niños, tímidos al
comienzo iban poco a poco siendo impelidos a participar en la
mímica. Después de los sombríos y grandiosos debates en los cuales
se había hallado envuelto, esta simple experiencia estaba siendo para
él fuente de una extraña alegría. Inconscientemente descubrió que él
también estaba imitando las airosas reverencias y alados gestos.
El payaso notó la atención de Mendelius y pocos momentos
después había comenzado a representar una nueva historia. Reunió
en torno de él a los otros actores así como a los niños y en una muda
pantomima creó la impresión de que una extraña e inesperada
criatura había llegado súbitamente y se encontraba en medio de
ellos. ¿Sería ésta un perro? No. ¿Un conejo? No. ¿Un tigre, un
elefante, un chancho? No. Entonces era preciso cerciorarse, por
medio de una inspección personal, de la naturaleza del extraño
visitante, pero había que hacerlo con gran cuidado. Con los dedos en
los labios, caminando en puntas de pies, el payaso guió a los niños,
en fila india, a examinar a este animal extraordinario…
El grupo estalló en carcajadas cuando descubrió que el objeto
de la broma era un hombre de mediana edad que comenzaba a
engordar. Mendelius, después de unos segundos de incertidumbre,
decidió unirse a la comedia. Cuando se vio cercado por los actores y
los niños jugó con ellos así como cuando sus propios hijos eran
pequeños, había representado charadas para ellos. Finalmente, se
reveló a sí mismo como una enorme cigüeña, sostenida en una pata y
mirando hacia abajo de su largo cuello. La audiencia estalló en
aplausos y los niños rieron, excitadamente por el triunfo que había
obtenido. El payaso y su grupo, con una pantomima propia, dieron las
gracias.
Una diminuta niña cogió la mano a Mendelius y le dijo.
—Yo supe antes que nadie. Yo me di cuenta de que tú eras una
cigüeña.
—Estoy seguro de que así fue, liebehen.
Al inclinarse para hablar con la pequeñuela. Mendelius fue
asaltado por la súbita y aterradora imagen de aquella niña
transformada ¿en qué? después del primer impacto de la radiación o
de una infección letal de ántrax.
La cena familiar de aquella noche fue dominada por la
conversación de Katrin y Johann, que inesperadamente, dieron una
lección a sus padres. El argumento de Katrin era muy sencillo.
—…Mamá misma lo dijo. Tengo edad suficiente para irme con
un hombre, edad suficiente para manejar mis propios asuntos. Antes
de pensar en casarnos, Franz y yo queremos madurar nuestra
relación. Porque a pesar de sus éxitos como pintor, él se siente aún
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muy inseguro… y en cuanto a mí, también he de encontrar varias
piezas de mi persona que están faltando por ahí. Gracias a papá
estoy financieramente asegurada, de manera que a ese respecto soy
muy afortunada… En cuanto al resto, creo que podré hacerlo mucho
mejor si nadie sostiene mi mano…
—Pero Franz quiere casarse contigo —objetó Lotte—. Me dijo
que te lo había pedido varias veces.
—Sí, quiere casarse conmigo. Pero lo que él desea es una
Hausfrau, alguien que lo haga sentirse bien y a salvo, que lo alimente
y le asegure que es un genio. Yo rehúso desempeñar ese papel y
tampoco quiero llegar a ser dependiente de él. El tiene que aprender
que somos socios a partes iguales tanto como amantes.
—¿Y qué sucederá —preguntó Johann con una sonrisa— si él no
aprende tan rápido como tú lo deseas y te gustaría, hermanita?
—Entonces, gran hermano, encontraré a otra persona.
Lotte y Mendelius intercambiaron las lastimosas miradas de los
que se sienten completamente sobrepasados por la conversación.
Mendelius preguntó.
—¿Y tú, Johann? ¿Has pensado en lo que te he propuesto?
—He pensado muchísimo en ello, padre, y me temo que la idea
no resultará, en lo que a mí respecta.
—¿Por algún motivo especial?
—Uno y solamente uno. Me estás ofreciendo comprarme una
situación que yo creo que debo trabajar por mí mismo. Odio la idea
de una guerra. La veo como una enorme y horrible futilidad. No
desearía ser llamado para cargar armas, pero, por otra parte creo que
no soy nada especial ni excepcional como para no compartir el mismo
destino común de mis pares. Deseo en consecuencia, permanecer en
medio de lo que me corresponde, al menos el tiempo suficiente para
ver si pertenezco a lo establecido o a la oposición… Creo que no me
estoy explicando muy bien. Agradezco tu preocupación por mí, pero
en este caso va mucho más allá de lo que deseo o necesito.
—Me alegro de que seas tan honrado con nosotros, hijo —
Mendelius se esforzaba por ocultar su emoción—. No queremos,
nunca hemos pretendido, manejar tu vida. Creo que el mejor regalo
que podamos darte es una plena libertad y la conciencia necesaria
para usarla bien… De manera que ruego a mi familia que me permita
hacerle una pregunta. ¿Tiene alguien alguna objeción que oponer a
mi intención de comprar el valle?
—Vuestro padre tiene también su sueño propio —Lotte extendió
su mano para coger la de Mendelius—. Cuando se retire desea fundar
una academia para estudiantes graduados, un lugar donde los
académicos ya decanos puedan reunirse y compartir las experiencias
y conocimientos de toda una vida. Y si desea probar eso, bien, yo lo
apoyo.
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—Me parece que es una idea estupenda —Katrin estaba llena
de entusiasmo—; siempre le estoy diciendo a Franz que es preciso
continuar a lo largo de toda la vida arriesgándose a cosas nuevas. Si
uno se queda en la seguridad y la rutina pues se pone añejo y
mohoso.
—Tienes mi voto, padre —Johann miró a Mendelius con un
renovado respeto. Y si puedo ayudar para levantar el lugar en los
primeros tiempos, cuenta conmigo… Y si las cosas se ponen
demasiado duras en la Universidad, siempre te queda la opción de un
temprano retiro.
—Bien. Lo primero que haré por la mañana será llamar a los
abogados para que comiencen a negociar con la Grafin. La próxima
semana pienso darme una vuelta para conocer la propiedad. Me
gustaría que me acompañaras, Johann.
—Por supuesto.
—¿Y qué hay de ti, Lotte? ¿Te gustaría venir?
—Más tarde, Carl. Esta vez es preferible que vayas solo con
Johann. Katrin y yo tenemos bastante quehacer con nuestros propios
asuntos.
—Me siento realmente excitado —Mendelius comenzó a
exponer sus proyectos. —Me gustaría hablar con un buen arquitecto,
alguien bien especial que se interese particularmente por el ambiente
de la vida…
—Estamos hablando con mucha calma y mucha lógica —dijo
Lotte abruptamente— pero tengo el terrible presentimiento de que la
vida no resultará exactamente tal como la estamos planeando.
—Probablemente no, schatz; pero debemos esperar y actuar
como si fuera a ser lo que creemos. A pesar de las profecías de Jean
Marie, yo sigo creyendo que podemos influenciar el curso del
acontecer humano.
—¿A tiempo, por ejemplo, como para prevenir una guerra?
En la voz de Lotte había sonado una nota de subyacente
desesperación. Se hubiera dicho que estaba esperando que sus hijos
le fueran súbitamente arrancados de aquella misma mesa. Mendelius
le lanzó una rápida y preocupada mirada y dijo, con mucha más
confianza de la que en realidad sentía.
—Sí, a tiempo. Tengo aún la esperanza de que la publicación de
nuestro reportaje el domingo logre atraer la atención sobre la
urgencia de lanzar nuevas iniciativas de paz.
—Pero —insistió Johann— la mitad del mundo nunca verá lo que
has escrito, padre.
—Todos los jefes y personalidades del mundo lo verán —insistió
Mendelius con el secreto anhelo de arrancar a Lotte de su sombrío
estado de ánimo—, todos los servicios de inteligencia leerán el
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material y lo evaluarán… No subestimes nunca la capacidad de
difusión de una noticia, aun de la más pequeña… Bien, ahora por qué
no limpiamos la mesa y lavamos la loza. La televisión está
transmitiendo la Flauta Mágica y vuestra madre y yo desearíamos
verla…
Cuando la obra iba por la mitad, sonó el teléfono. Era Georg
Rainer, hablando desde Berlín.
—…¿Carl? Creo que he descubierto la identidad de nuestros
espías aficionados. Me parece claro, ahora, que monseñor Logue dio
la voz de que nosotros pensábamos trabajar en esta historia y pienso
que la vigilancia tuvo por objeto establecer fehacientemente que así
era. Ahora el Vaticano ha resuelto publicar su propia versión de la
abdicación. Habrá una declaración oficial de tres mil palabras que
saldrá a la luz en la edición del martes del Osservatore Romano. Eso
significa que nosotros saldremos antes y que alguien se pondrá
furioso por el error en el tiempo de la publicación… Entiendo que el
texto de la declaración del Vaticano será entregado a la prensa el
lunes por la tarde. Si hay en ella algo que afecte nuestra posición, lo
llamaré de nuevo…
—¿Qué dicen sus editores de nuestra historia, Georg?
—Están muy excitados. Lo que es interesante es que en estos
momentos hay en nuestra oficina un mercado de apuestas sobre el
tipo de reacción que la historia producirá en el público.
—¿Y qué dicen las apuestas?
—¿Quién será el héroe de la historia? ¿El Vaticano o el ex-papa?
Al escuchar las conversaciones, no sé ya que pensar… Estaré de
regreso en Roma el lunes por la mañana. Lo llamaré desde allá.
Cariños a Lotte.
—Y a Pía.
—Oh, casi me olvidaba decirle. Hemos resuelto
comprometernos. O por lo menos Pía lo resolvió y yo di mi
consentimiento un tanto renuente.
—Felicitaciones.
—Preferiría ser pobre y libre.
—Al diablo con eso, Gracias por llamar, Georg.
—¿Quiere que coloque una apuesta en su nombre en nuestro
mercado papal?
—Diez puntos en favor de Gregorio XVII. Tenemos que sostener
a nuestro propio candidato.
Una semana más tarde llegó el veredicto. El informe Rainer-
Mendelius de la abdicación había sido recibido con enorme interés por
el público, y por los sabios con calificado respeto. Había consenso —
un tanto renuente, pero consenso al fin— en que "clarificaba muchos
puntos que el relato del Vaticano diluía en una vaga diplomacia".
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También se planteaba la idea de que tal vez los autores "habían
inflado una crisis de la burocracia religiosa hasta la dimensión de una
tragedia global".
El London Times, en un artículo escrito por su Editor Católico
Romano, ofreció el compendio más equilibrado del asunto.
"…Los autores, cada uno dentro de los márgenes de su
campo propio, han escrito un honrado relato, Su historia
está cuidadosamente documentada y sus especulaciones se
basan en una lógica razonable. Han llevado la luz del día a
algunos de los más oscuros corredores de la política
vaticana. Y si han tendido a exagerar la importancia de una
abdicación papal en la historia del siglo veinte, se puede
decir, en defensa de lo que han hecho, que la ruinosa
majestad de Roma puede jugarle malas pasadas a la más
juiciosa imaginación.
"Donde no exageran, sin embargo, es en su creencia en
el perenne poder que tiene una idea religiosa para despertar
las pasiones humanas e incitar a los hombres a las acciones
más revolucionarias. La prontitud y unidad con que los
hombres que dirigen la Iglesia Católica Romana estuvo
preparada para actuar en contra de lo que ellos percibieron
como la renovación de una antigua herejía gnóstica,
constituye la mejor prueba de su sabiduría colectiva.
Constituye asimismo la mejor prueba de la profunda
espiritualidad del papa Gregorio XVII que estuvo dispuesto a
retirarse antes que permitir que la asamblea de fieles
corriera el riesgo de dividirse.
"El profesor Carl Mendelius es un académico muy sobrio
y de reputación mundial. El homenaje que rinde a su viejo
amigo, héroe de la historia, nos lo muestra como un hombre
ardiente y leal y con un toque de poeta. Es lo
suficientemente ponderado para reconocer que las políticas
humanas no pueden ser dirigidas por las visiones de los
místicos. Y es lo suficientemente humilde para saber que las
visiones pueden contener verdades que, a riesgo propio,
preferimos ignorar.
"En cuanto a Gregorio XVII, su desgracia ha consistido
en haber intentado escribir prematuramente el epitafio de la
humanidad. Así como su suerte ha estado en que la
memoria de su reino haya sido escrita con elocuencia y con
amor…"
Mendelius era demasiado inteligente para no percibir la ironía
de la situación. Con la ayuda de Georg Rainer había levantado un
monumento en honor de un viejo amigo, pero el monumento había
resultado ser una tumba, bajo la cual yacían enterrados para siempre
los últimos vestigios de la influencia y del poder que Jean Marie podría
haber conservado. Nadie podría haber prestado un mejor servicio al
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nuevo pontífice y a su política que el que le había prestado Carl
Mendelius. En consecuencia era natural que los esfuerzos que había
llevado a cabo con este fin, hubieran hecho de él un millonario y le
hubieran otorgado una reputación mundial que sobrepasaba con
mucho sus méritos académicos. Pero la más amarga nota de ironía
provino, para Mendelius, de la carta de agradecimiento que Jean
Marie le escribió desde Monte Cassino.
"… Le agradezco, desde el fondo de mi corazón lo que
ha tratado de hacer. Ningún hombre podría haber tenido
mejores abogados ni amigos más intrépidos. La verdad ha
sido relatada con comprensión y misericordia. Ahora se
puede cerrar este capítulo para que la Iglesia pueda
reanudar, tranquila, sus labores.
"De manera que usted no debe hablar como si todo
estuviera perdido. La levadura está trabajando en la masa y
las semillas, esparcidas por el viento, germinarán cuando
llegue el momento… Y en cuanto al dinero no lo mire usted
con mala voluntad y espero al contrario que gaste una parte
de él en Lotte y los niños.”
"Tenga paz, querido amigo y espere por la palabra y
por el signo.
Suyo siempre en Cristo Jesús. Jean Marie".
Lotte, que leía la carta por sobre su hombro, le revolvió el
cabello y dijo suavemente.
-Déjalo así, amor mío. No te preocupes más. Hiciste lo mejor
que pudiste y Jean lo sabe. Nosotros, los de esta casa, también te
necesitamos.
—Yo también te necesito, schatz —le cogió las manos y la dio
vuelta para que lo enfrentara. -Me he mezclado más de lo
conveniente con el ancho mundo. Soy un académico y no un
periodista… me alegro de que las clases comiencen mañana, schatz
—dijo Mendelius.
—¿Tienes ya todas tus papeles preparados?
—Casi todos —levantó un atado de hojas mecanografiadas y rió
—: este es el primer tema para este semestre. Mira el título: "La
naturaleza de la profecía".
—Hablando de profecía —dijo Lotte— te ofreceré una. El viaje
de Katrin a París con su Franz dará mucho que hablar aquí y correrán
los chismes. ¿Qué piensas hacer al respecto?
—Diles a las chismosas que se lancen al Neckar —dijo
Mendelius con una sonrisa—. La mayoría de ellas entregó su
virginidad en un barquichuelo varado bajo un sauce.
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Carl Mendelius tenía la costumbre, cada día, durante el curso
del semestre académico, de salir de su casa a las ocho y media, bajar
luego por la Kirchgasse hasta el mercado donde procedía a comprar,
a la más vieja vendedora de la plaza, —una abuela mal hablada de
Bebcnhausen— una flor para su ojal. Desde allí sólo había dos cortas
cuadras hasta el ilustre colegio al cual siempre entraba por la puerta
sudeste que se abría bajo las armas del duque Christoph y su lema
Nach Gottes Willen "De acuerdo con la voluntad de Dios'". Una vez
adentro, iba derecho a su estudio y allí permanecía media hora
estudiando sus notas y controlando los memorándums que le
llegaban de la administración de la Universidad, que hacía llegar
regularmente a sus profesores. A las nueve y media en punto se
encontraba en su cátedra en el aula con sus notas claramente
expuestas frente a él en su atril de profesor.
Aquella mañana, primer lunes del semestre, antes que
abandonara la casa, Lotte le recordó la advertencia de la policía
respecto de la necesidad de variar su ruta y sus procedimientos
habituales. Mendelius se alzó de hombros con impaciencia. Las
elecciones posibles se limitaban a tres calles. Y sus clases siempre
comenzaban a las nueve y media. Los cambios que podían hacerse no
eran, pues, muchos. De todos modos, y siquiera por aquella primera
vez, quería llevar una flor en su ojal. Lotte lo besó y lo miró alejarse
de la casa.
El rito de la llegada se realizó sin incidentes. Durante diez
minutos se detuvo en el cuadrángulo para conversar con el rector del
colegio y luego se dirigió a su estudio que, gracias al cuidado de la
encargada, estaba inmaculadamente limpio y ordenado y olía a cera
y lustramuebles. Su traje académico colgaba detrás de la puerta. Su
correspondencia estaba sobre el escritorio. El horario del semestre se
hallaba claramente prendido a la caja de despachos. Sintió un súbito
alivio, casi como una liberación. Este era su hogar. Aun con los ojos
vendados podía reconocerlo todo y guiarse, no obstante, con paso
seguro.
Abrió su portafolios, revisó el texto de su clase del día y luego
se dedicó a su correspondencia. La mayoría consistía sólo en
comunicados rutinarios, pero le llamó la atención un envoltorio
bastante voluminoso que llevaba el sello del presidente. La
inscripción era un tanto siniestra:
"Privado y Confidencial — Urgente — Entregado por
mensajero".
Desde la reunión de la facultad, el presidente había estado
estudiadamente silencioso respecto a todas las materias referentes al
debate que había tenido lugar aquel día, y no era del todo imposible
que deseara montar un escenario de batalla con cada cosa
claramente expuesta por escrito. Mendelius vaciló sin embargo antes
de abrir la misiva. Lo último que deseaba era que algo lo distrajera de
su principal objetivo que era en aquel momento la primera clase del
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año académico. Finalmente, avergonzado de su propia timidez,
deslizó un cortapapeles debajo del sello que cenaba el paquete.

Cuando sus estudiantes llegaron corriendo después de la


explosión, lo encontraron yaciendo en el suelo con la mano volada y
la cara transformada en una masa sanguinolenta.
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LIBRO SEGUNDO

"Una voz clama: En el desierto


abrid camino a Yavhé.
Trazad en la estepa una calzada recta
a nuestro Dios".
Isaías
Cap. XL, vers. 3
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CAPITULO 8

Su santidad el papa León XIV acomodó en la silla su voluminoso


cuerpo, apoyó en el banquillo bajo el escritorio su gotoso pie y, a la
manera de un águila vieja, cansada y malhumorada examinó a su
visitante al tiempo que le decía con su rudo acento natal:
—Francamente, amigo mío, usted representa una gran molestia
para mí.
Jean Marie Barette aprobó estas palabras con una helada
sonrisa.
—Desgraciadamente, Su Santidad, parece que es mas fácil
librarse de reyes sobrantes que de papas supernumerarios.
—No me gusta nada la idea de esta visita suya a Tübingen. Y
me gusta menos aún pensar que usted pueda andar dando vueltas
por el mundo a la manera de un intelectual jesuita. Recuerdo que,
cuando usted abdicó, hicimos un pacto.
—Corrijo eso —dijo Jean Marie en forma cortante—; no hubo
pacto alguno. Firmé aquel instrumento bajo coacción. Me coloqué
voluntariamente bajo la regla de obediencia al abad Andrew y él
mismo me ha dicho que el deber de caridad me obliga a visitar a Carl
Mendelius y a su familia. El estado de Mendelius es muy crítico. Puede
morir en cualquier momento.
—Sí, claro… —Su Santidad llevaba la burocracia en la sangre de
manera que, casi instintivamente rehuía toda forma de confrontación
—. No intento interferir con la decisión de su abad, pero debo decirle
que usted no está investido de ninguna misión canónica. Le está
expresamente prohibido predicar o enseñar públicamente y su
facultad de ordenar sacerdotes está asimismo suspendida aunque por
supuesto, puede continuar celebrando la santa misa y administrando
los sacramentos.
—¿Por qué tiene tanto miedo de mí, Santidad?
—¿Miedo? Qué tontería.
—¿Entonces, por qué nunca me ha ofrecido devolverme a mis
funciones de obispo y sacerdote?
—Porque no me ha parecido conveniente para el bien de la
Iglesia.
—Se da cuenta, supongo, de que en lo que concierne a mi
vocación apostólica, estoy reducido a la impotencia. Creo que tengo
el derecho de saber cuándo y en qué circunstancias esas facultades
mías podrán ser restauradas y cuándo se me dará nuevamente una
misión canónica.
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—No puedo decírselo. No hemos tomado ninguna decisión a ese
respecto.
—¿Y cuál es el motivo de esa tardanza?
—Tenemos otras preocupaciones más absorbentes e
inmediatas.
—Con gran respeto. Santidad, me permito hacerle notar, que,
cualesquiera que sean sus otras preocupaciones, ellas no lo
dispensan de ejercer la más elemental justicia.
—¿Se atreve a llamarme la atención? ¿Aquí, en mi propia casa?
—Yo también viví aquí una vez. Y nunca me sentí propietario,
sino solo un arrendatario, lo que según probaron los acontecimientos
era lo que en realidad fui.
—Volvamos al asunto que motivó su visita. ¿Qué desea de mí?
—Una dispensa para vivir en estado laical, viajar libremente y
poder ejercer mis funciones sacerdotales en privado.
—Es imposible.
—¿Cuál es la alternativa, Santidad? Seguramente es mucho
más embarazoso para usted guardarme como prisionero bajo palabra,
en Monte Cassino.
—La situación en realidad es muy conflictiva. —Su Santidad
arrugó la nariz mientras movía su gotoso pie sobre el banquillo.
—Le ofrecí una forma de resolver este problema, recuérdelo.
Mire: Rainer y Mendelius publicaron un honrado informe sobre la
abdicación. Al hacerlo, pensaron que me defendían. Pero, ¿cuál fue en
realidad el resultado de esos esfuerzos? La Iglesia trató todo el asunto
a su manera acostumbrada y usted presidió aquello, sentado fuera de
todo alcance humano, en la silla de Pedro. Si yo intentara cambiar
esta situación —lo que créame, no pretendo ni he pretendido en
ningún momento hacer— lo único que conseguiría es aparecer ante
los ojos de todos como un perfecto idiota. ¡Por favor! ¿No se da
cuenta de que, lejos de ser un problema o una amenaza puede, al
contrario, representar una ayuda para usted?
—Si se dedica a propagar esas ideas locas y lunáticas sobre los
Últimos Días y la Segunda Venida, difícilmente podrá ayudarme.
—Ahora que está sentado aquí, ¿le parecen realmente tan
lunáticas esas ideas?
Su Santidad se movió inquieto en su silla. Luego se aclaró
ruidosamente la garganta y se limpió la cara con un pañuelo de seda.
—Bueno… admito que nos estamos acercando a una situación
que sin duda es altamente crítica; pero aun así eso no me produce
pesadillas. Continúo haciendo, lo mejor que puedo, mi labor de todos
los días y… —Al llegar aquí, confundido por el helado escrutinio a que
lo estaba sometiendo el hombre que había echado, se interrumpió.
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Jean Marie no dijo nada. Finalmente, Su Santidad logró recuperar el
control de su voz. —Ahora veamos. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, esta
petición suya… Si no está contento en Monte Cassino, si desea
retornar a la vida privada, hagamos en el ínterin, in petto, un acuerdo
entre nosotros, así sencillamente sin documentos ni formalismos. Si
no resulta, entonces ambos podremos buscar otro tipo de convenio.
¿Le parece bien?
—Me parece muy bien, Santidad. —Jean Marie se mostraba
estudiadamente agradecido.
—Tomaré las medidas necesarias para que no tenga que
arrepentirse de lo que está haciendo. Presumo que este acuerdo
comienza en este minuto.
—Por supuesto.
—Entonces viajaré a Tübingen mañana por la mañana. He
obtenido un pasaporte francés de tal manera que he podido devolver
mi documento Vaticano a la Secretaría de Estado.
—Pero eso no era necesario. —Su Santidad estaba tan aliviado
que se permitía ser magnánimo.
—Pero era deseable y preferible —dijo blandamente Jean Marie
Barette—. Soy un hombre sin misión canónica alguna, de manera que
no debo producir la impresión de que tengo una.
—¿Qué se propone hacer?
—No estoy todavía muy seguro, Santidad —la sonrisa que
acompañó estas palabras fue límpida como la de un niño—,
probablemente terminaré por enseñar el Evangelio a los chicos, por
los caminos. Pero, antes que nada, debo visitar a mi amigo Carl.
—¿Cree usted…? —Curiosamente, Su Santidad parecía
avergonzado. —¿Cree usted que a Mendelius y su familia les
agradaría recibir una bendición papal?
—Mendelius está gravemente enfermo, pero estoy seguro de
que su esposa apreciaría el gesto.
—Entonces firmaré la bendición y haré que mi secretario la
envíe a primera hora mañana por la mañana.
—Gracias. ¿Puedo retirarme ahora?
—Tiene nuestro permiso.
Inconscientemente el papa había reasumido la antigua fórmula
del "nosotros". Pero en seguida, como deseando pedir disculpas por
esta innecesaria formalidad, se levantó penosamente sobre sus
gotosos pies y extendió su mano. Jean Marie se inclinó sobre el anillo
que una vez había llevado él mismo por derecho propio. Y por primera
vez en el curso de la entrevista, León XIV pareció estar genuinamente
apesadumbrado. Dijo torpemente:
—Tal vez… tal vez si nos hubiéramos conocido mejor, nada de
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esto que ha ocurrido hubiera sido necesario.
—Si esto no hubiera ocurrido, Santidad, si yo no hubiera
clamado hacia él en busca de auxilio y ayuda en mi soledad, Carl
Mendelius estaría ahora sano y salvo en su propio hogar.
Más tarde, aquella misma noche, comió con el cardenal Drexel,
pero la naturaleza de su conversación fue por completo diferente.
Jean Marie, esta vez, se apresuró en explicar, gustosa y abiertamente
lo que con tanto empeño había escondido en su entrevista con el
pontífice.
—… Cuando me enteré de lo que le había ocurrido a Carl, supe,
más allá de toda duda, que éste era el signo que había estado
esperando. Es un pensamiento terrible, Antón, pero el signo es
siempre un signo de contradicción: un hombre agónico clamando que
lo liberen. ¡Pobre Carl!¡Pobre Lotte! Fue el hijo quien me envió el
telegrama diciéndome que sentía que su padre deseaba verme y que
su madre me rogaba que acudiera. Y yo estaba aterrado de que
nuestro pontífice me negara el permiso. Habiendo llegado tan lejos en
la aceptación de la voluntad de Dios, no deseaba librar una batalla en
esta ocasión.
Ha sido muy afortunado —dijo Drexel secamente— porque él no
ha visto todavía esto que Georg Rainer me envió, esta tarde, por un
mensajero especial.
Extendió la mano detrás de él, hacia el bufete y cogió un gran
sobre color manila lleno de fotos y comentarios de prensa
provenientes de Tübingen. Mostraban una ciudad que parecía sumida
en una atmósfera de fervor medieval, con grandes arrestos de valor y
que no obstante por otra parte sólo era puro y vulgar tumulto.
Se presentaba a Mendelius en el hospital, vendado como una
momia egipcia, enseñando sólo la boca y los orificios de la nariz, con
una enfermera vigilando al lado de la cama y un policía armado
montando guardia al lado de la puerta. En la Stiftskirche y en la
Jacobskirche, se podía ver a hombres, mujeres y niños arrodillados
orando. Los estudiantes desfilaban por los campus llevando enseñas
crudamente redactadas "Fuera los asesinos extranjeros"
"Trabajadores extranjeros" "Asesinos extranjeros" "¿Quién silenció a
Mendelius?" "¿Por qué la policía guarda también silencio?"
En los sectores industriales de los suburbios, jóvenes de la
localidad aparecían luchando con trabajadores turcos. En la plaza del
mercado un político dirigía la palabra a una muchedumbre que a
aquella hora salía de oficinas y fábricas a almorzar. Detrás de él, un
enorme panel en colores proclamaba: "Si quiere seguridad en las
calles, vote por Muller…" Jean Marie Barette estudió aquellas fotos,
pero no dijo nada. Drexel habló entonces:
Es increíble, ¿no le parece? Da la impresión de que todos ellos
hubieran estado esperando la llegada de un mártir. Y en varias otras
ciudades alemanas han tenido lugar las mismas demostraciones.
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Jean Marie Barette se estremeció, como si lo hubiera tocado un
reptil.
¡Imaginar a Carl Mendelius en el papel de Horst Wessel! ¡Qué
pensamiento tan horrible! Me pregunto lo que la familia pensará de
todo esto.
—Le pregunté a Georg Rainer. Me dijo que la mujer de
Mendelius está profundamente impactada y que desde entonces ha
permanecido casi invisible. La hija cuida de la casa. El hijo dio una
entrevista de prensa en la que manifestó que su padre se sentiría
horrorizado si supiera lo que se está haciendo en su nombre. Declaró
también que la tragedia estaba siendo manejada para crear un clima
de venganza social.
—¿Manejada por quién?
—Por extremistas tanto de la derecha como de la izquierda.
—Nada de específica la declaración, ¿no le parece?
—Pero éstas —Drexel palmeó las fotografías dispersas sobre la
mesa, éstas son terribles, peligrosamente específicas. Esto forma
parte de la misma vieja, conocida magia negra de los manipuladores
y de los demagogos.
—Creo que hay algo más que eso. —Jean Marie Barette se había
vuelto súbitamente sombrío. —Es como si el demonio, que nunca deja
de acechar al hombre, hubiera encontrado un foco privilegiado para
su acción en esta pequeña ciudad de provincia. Mendelius es un
hombre bueno. Y sin embargo, en esta hora de prueba de su vida, lo
han transformado en héroe de esta fiesta de brujas. Todo esto forma
parte de un humor macabro, Antón, y me atemoriza. Drexel le lanzó
una aguda mirada de soslayo y comenzó a colocar nuevamente las
fotografías en el sobre. Luego preguntó, con cuidada indiferencia.
—Y ahora que usted ha sido liberado y puede vivir
anónimamente, ¿tiene algún plan en especial?
—Sí, planeo visitar a algunos viejos amigos, oír lo que tengan
que contarme sobre este triste mundo, pero esperando siempre el
momento en que me sea dado sentir el contacto de una mano, o
escuchar la voz que me dirá adonde debo ir y lo que debo hacer.
Comprendo que lo que le digo pueda parecer extraño, pero para mí
es perfectamente natural. Soy el junco pensante de Pascal esperando
por el viento que me doblegará al pasar.
—Pero enfrentado a este demonio —Drexel levantó y sacudió el
sobre con las fotografías que yacían sobre el escritorio—, enfrentado
a los otros demonios que sin duda seguirán a éste, ¿qué hará? No
puede inclinarse ante todos los vientos, ni tampoco dejar sin
respuesta todos los gritos llamándolo.
—Si Dios desea servirse de mi vagabunda voz, encontrará las
palabras que deberé usar.
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—Habla como un Iluminista —Drexel sonrió para quitar a sus
palabras toda intención hiriente— y me siento feliz de que mis
colegas de la Congregación no puedan oírlo.
—Al contrario, no deberá ocultar nada a sus colegas, y contarles
esto. —En la respuesta de Jean Marie subyacía una acerada e
implacable determinación—. Porque muy pronto ellos oirán el grito de
batalla del Arcángel San Miguel: Quis sicut Deus? "¿Hay alguien
semejante a Dios?" Y por muchos que sean los silogismos que sus
colegas son capaces de manejar, me pregunto cuántos de ellos
podrán enfrentar el desafío y encararse con el Anti-Cristo. ¿Alguno de
los Hermanos del Silencio ha denunciado por casualidad los excesos
que están ocurriendo en Tübingen y en otros lugares?
—Si lo han hecho —Drexel se alzó de hombros—, aquí no hemos
sabido nada. Pero no debemos olvidar que ellos son hombres
prudentes que siempre antes de hablar prefieren dejar que las
pasiones se enfríen… De todos modos, usted y yo somos ya
demasiado viejos para lamentarnos por las locuras de nuestras
ovejas, y demasiado gastados también para intentar sanarlas. Y
ahora, Jean, le ruego que me diga algo. La pregunta podrá parecerle
impertinente, pero es importante para mí.
—Pregunte entonces.
—Usted tiene sesenta y seis años y ha llegado hasta el sitial
más alto que un hombre puede llegar. Ahora se encuentra de regreso
en un punto cero. No hay llamado alguno, ni futuro para usted. ¿Qué
es lo que realmente desea?
—Lo único que deseo es que Dios me conceda la luz suficiente
para percibir el sentido divino de este mundo loco y fe suficiente para
seguir esa luz. Porque es ahí donde reside la raíz misma de todo el
problema, ¿no es así? Fe para mover las montañas, para decirle al
lisiado "Levántate y anda".
—Pero también necesitamos de algún amor para hacer
tolerable esta oscuridad.
—Amén para eso —dijo suavemente Jean Marie—. Debo irme,
Antón. Lo he hecho velar demasiado.
—Antes que se vaya… dígame como anda de dinero.
—Bastante bien, gracias. Tengo un patrimonio que actualmente
administra mi hermano, banquero en París.
—¿Dónde piensa quedarse esta noche?
—En Santa Cecilia hay un hostal para peregrinos. La primera
vez que vine a Roma me alojé ahí.
—¿Por qué no se queda aquí conmigo? Tengo un cuarto
desocupado.
—Gracias, Antón, pero no. He dejado de pertenecer a este lugar
y debo aclimatarme al ambiente del mundo. Deseo sentarme hasta
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tarde en un banco de la piazza y hablar con los trasnochadores
solitarios que se encuentren allí —agregó con un curioso y triste
humor—. Tal vez es posible que en la última y helada hora que
precede al día, El quiera hablarme… Le ruego que me Comprenda y
que ruegue por mí.
—Desearía poder ir con usted, Jean.
—Usted merece y está hecho para una compañía mejor que la
mía, viejo amigo. Mi estrella es una estrella caída. Me parece, por otra
parte, como si estuviera regresando al hogar. —Hizo un gesto hacia
las luces que señalaban los apartamentos papales. —No abandone a
nuestro amigo allá arriba. Lleva el nombre de un león, pero no es sino
un gatito doméstico muy bien entrenado. Cuando lleguen los tiempos
malos necesitará a su lado a un hombre fuerte…
Un apretón de manos, una breve despedida, y se había ido,
esmirriada y frágil figura tragada velozmente por las sombras de la
escalera. Antón Drexel se sirvió un último trago de vino y consideró
con humor el aforismo de otro Iluminista. Louis Claude de Saint
Martin: "Todos los místicos hablan el mismo lenguaje porque habitan
el mismo país".
El viaje a Tübingen sirvió para demostrar su total inadecuación
al mundo. Por primera vez en cuarenta años vistió ropas laicas y le
tomó media hora anudar su corbata sobre su camisa de verano. En el
monasterio se había introducido e instalado cómodamente dentro de
una rutina familiar. Mientras vivió en el Vaticano, cada uno de sus
gestos había sido prevenido y atendido. Ahora, en cambio, carecía de
todo privilegio. Tuvo que gritar para conseguir un taxi que lo
condujera al aeropuerto y discutir con el agitado romano que clamaba
precedencia en el llamado. Carecía de moneda suelta para pagar y el
chofer lo despidió con desprecio. No había nadie para indicarle dónde
se encontraba el mostrador que expendía los boletos para Stuttgart.
Llevaba solamente billetes grandes, la muchacha que atendía no
tenía cambio y jamás en toda su vida de clérigo, había llevado ni
poseído ninguna tarjeta de crédito.
En el Vaticano, las funciones del cuerpo del papa siempre se
habían llevado a cabo en una sagrada intimidad. Aquí, en el retrete
del aeropuerto debió hacer cola, mientras el borracho que lo precedía
mojaba sus zapatos y sus pantalones. En el bar fue empujado y su
manga salpicada con café, e, indignidad final, el avión estaba lleno y
tuvo que discutir para conseguir un asiento.
Una vez a bordo se vio enfrentado al problema de su identidad.
Su vecina resultó ser una anciana mujer de la región del Rhin,
nerviosa y voluble, que, una vez que hubo constatado que él hablaba
alemán, lo inundó en el torrente de su charla. Finalmente le preguntó
en qué trabajaba y fue solamente después de diez segundos de
vacilación que él logró coordinar la obvia respuesta.
—Soy jubilado, mi querida señora.
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—Mi marido también está jubilado y desde entonces se ha
vuelto imposible. ¿Qué dice su mujer al verlo dando vueltas por la
casa todo el día?
—Soy soltero.
—Qué raro que un hombre tan bien parecido cómo usted no se
haya casado.
—Bueno, me temo que he estado casado con mi profesión.
-¿Y que era? ¿Doctor? ¿Abogado?
—Ambas cosas —le aseguró solemnemente Jean Marie mientras
tranquilizaba su conciencia con lógica casuística. Porque él había sido
en verdad un doctor de almas y en el Vaticano había leyes en
cantidad suficiente como para emular a Justiniano.
Al llegar a Stuttgart lo esperaba Johann Mendelius ansioso por
darle la bienvenida pero mostrando en toda su persona visibles
huellas del cansancio y de las tensiones experimentadas, como si
fuera un joven oficial que regresara de su primera batalla. Se dirigió a
Jean Marie llamándolo señor y evitando cuidadosamente los títulos
eclesiásticos. Manejó con gran prudencia por los ondulantes caminos
de las colinas eligiendo la ruta más larga hacia Tübingen, porque,
según explicó, había muchas cosas que aclarar antes que llegaran a
destino.
—…El estado de mi padre sigue siendo de extrema gravedad. El
explosivo contenido en la carta-bomba estaba colocado entre placas
de aluminio e impregnado con diminutas cápsulas de balas. Algunas
de éstas se introdujeron en la cuenca de un ojo, peligrosamente
próximas al cerebro. Sabemos que ha perdido la vista de ese ojo y
que tal vez pierda la del otro. No hemos visto aún su cara, pero es
evidente que está muy mutilado y, por supuesto, ha perdido su mano
izquierda. Hay que hacerle aún varias operaciones, pero hay que
aguardar que se reponga un poco y se fortalezca. En estos momentos
tiene peligrosamente infectados tanto el ojo como la mano izquierda,
pero su tolerancia a los antibióticos es muy limitada… De manera que
sólo nos queda esperar. Mamá, Katrin y yo nos turnamos para
visitarlo… Mamá está resistiéndolo muy bien… Tiene coraje por todos
nosotros; pero no se sorprenda si se emociona al verlo. No hemos
hablado a nadie de esta visita suya, excepto a la Professor Meissner
que es la mejor amiga que papá tiene en la facultad… Tal como están
las cosas ahora en Tübingen, los chismes están a la orden del día y
cada cual tiene el suyo propio. Tan pronto como mi padre se recupere
—si es que logra recuperarse— nos iremos de aquí.
La ira y la amargura subyacentes en el tono de la voz de Johann
no pasaron inadvertidas para Jean Marie. Dijo:
—Me he enterado de las demostraciones que se han hecho.
Georg Rainer envió fotografías acerca de ellas al Vaticano. Parece que
la conmoción provocada por esto ha sido enorme.
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—Demasiado grande. —La respuesta fue abrupta. —Mi padre
era conocido, tenía prestigio y era respetado. Pero nunca fue un
hombre público. Por eso creo que estos desfiles y manifestaciones no
son espontáneos: han sido sutil y cuidadosamente organizados.
—¿En tan corto tiempo? —Jean Marie parecía dudoso—, ¿Por
quién? ¿Y por qué motivos?
—Como un efecto de propaganda para esconder a los
verdaderos autores de este atentado contra la vida de mi padre.
—Si quisiera tener la bondad de detenerse en el próximo lugar
adecuado que encontremos —dijo Jean Marie Barette firmemente—,
podremos hablar antes que lleguemos a Tübingen. A diferencia de su
padre, yo he sido un hombre extremadamente público y no deseo
encontrarme con ninguna sorpresa.
Media milla más lejos encontraron un sitio entre un pinar y una
pradera y Johann Mendelius procedió a relatar la historia del intento
de asesinato.
—…Comenzaremos en Roma. Por una simple casualidad mi
padre es testigo de un atentado terrorista. Grandes titulares en los
periódicos, muchas advertencias: podrían producirse intentos de
silenciarlo o de ejercer represalias en él o en su familia. Hasta aquí
todo es claro, simple y lógico… Padre y madre regresan a Tübingen.
La policía —sección del crimen— toma contacto con él y renueva las
advertencias. Un dibujo con el rostro de mi padre es encontrado en el
bolsillo de un hombre que resulta muerto en una riña de bar. Más
avisos sobre precauciones a tomar… Entretanto el presidente de la
Universidad reúne a sus profesores más antiguos y les advierte que
deben esperar un llamado a las armas para los estudiantes y
profesores en edad militar, y que deben aprontarse para proveer a las
fuerzas armadas con los especialistas científicos requeridos y además
se les pide cooperar con los servicios de seguridad para la vigilancia
de los estudiantes. Mi padre se opone fuertemente a la idea de
vigilancia por parte de los profesores y amenaza con renunciar si esa
sugerencia se transforma en exigencia… Para coronar esto, escribe la
historia de su abdicación y como consecuencia se da a conocer a
través de todo el mundo. El asunto adquiere un tinte político que no
pasa inadvertido para nuestros ministros alemanes. Mi padre deja de
ser un simple académico: se ha transformado en una figura
internacional. Y en los momentos en que los hombres que ejercen el
poder se esmeran por vender la idea de una guerra a un renuente y
desprevenido público, mi padre es, a todas luces, un hombre muy
peligroso.
—Y como precisamente se encuentra amenazado por un grupo
terrorista, la cobertura para su asesinato oficialmente sancionado,
está lista.
—Exactamente dijo Johann Mendelius. Y cuando se realiza el
atentado, se manipula a la ciudad y se la lanza hacia la protesta. Con
una ganancia extra. Porque las manifestaciones en contra de los
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trabajadores foráneos apresuran la llegada del día en que podrán ser
repatriados a su país o llevados a trabajos forzados con el pretexto de
un estado de guerra.
—Me ha planteado sus hipótesis —dijo calmadamente Jean
Marie—: ahora muéstreme sus pruebas.
—Carezco de pruebas. Sólo dispongo de bases para profundas
sospechas.
—¿Por ejemplo?
—Usted me ha dicho que ha visto las fotografías de las
manifestaciones estudiantiles. Yo le puedo decir que he visto a los
manifestantes y que estoy seguro de que muchos de ellos jamás han
pisado el interior de una sala de clases. Los diarios publicaron el
diagrama de la carta-bomba, aparentemente de acuerdo a
informaciones del departamento forense de la policía. Pero la bomba
real es algo completamente distinto: un aparato extremadamente
sofisticado y fabricado con una precisión de laboratorio.
—¿Dónde obtuvo esta información?
—Me la dio Dieter Lorenz, que era el policía a cargo de mi padre
en el Kriminalant. Dos días después del atentado fue promovido y
trasladado a Stuttgart, es decir, sacado del caso.
—¿Algo más?
—Cantidades de detalles que sólo adquieren su pleno sentido
en el contexto de esta pequeña ciudad nuestra. Y no soy el único que
piensa así. La Professor Meissner está de acuerdo conmigo y le puedo
asegurar que ella es una mujer extremadamente inteligente y aguda.
Esta tarde, en casa, tendrá ocasión de conocerla.
—Una última pregunta. ¿Ha hablado de esto con su madre?
—No. Tiene ya bastantes preocupaciones sin agregarle ésta y la
simpatía de la gente de la ciudad la ayuda mucho.
—Su padre, por supuesto, ¿No sabe nada?
—No tenemos la menor idea de lo que realmente sabe.
El muchacho hizo un gesto de cansancio. -Puede emitir algunos
sonidos de reconocimiento, apretar nuestra mano para demostrar que
ha entendido lo que decimos, pero eso es todo. A veces pienso que la
muerte sería una merced para él.
—Pero sobrevivirá. Porque su verdadera tarea aún no ha
comenzado.
—Desearía poder creer eso, señor.
—¿Cree en Dios?
—No.
—Eso hace que la vida sea mucho más difícil.
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—Al contrario, yo encuentro que simplifica las cosas. Por muy
brutales que sean los hechos de la realidad, no se los complica con
ficciones religiosas.
—Usted me acaba de relatar una historia que, de ser cierta,
sería lo más próximo a la maldad pura que fuera posible encontrar.
Su padre está mutilado, es posible que muera a causa de un intento
de asesinato llevado a cabo por agentes de su propio país. ¿Qué
remedio propone contra los que consideran el asesinato como un
expediente político natural y corriente?
—Si realmente desea que le conteste a eso señor, creo que
mañana estaré en condiciones de mostrarle algo… ¿Podemos irnos
ahora?
—Sí, pero antes de hacerlo, desearía pedirle un favor, Johann.
—Le ruego que lo haga.
—Usted es hijo de un amigo muy querido. Le pido que no me
llame señor. Mi nombre es Jean Marie.
Por primera vez, el muchacho se relajó y sus tensas facciones
se contrajeron en una sonrisa. Sacudió la cabeza.
—Me temo que eso no resultaría. Si me atreviera a llamarlo por
su nombre, mi padre y mi madre me matarían.
—¿Y qué me dice de tío Jean? Economizaría una cantidad de
explicaciones, especialmente cuando tenga que presentarme a sus
amigos.
—Tío Jean… —Probó el término una y otra vez, hasta que
finalmente sonrió e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. —De
manera, tío Jean, que ahora déjeme llevarlo a casa. Almorzaremos
temprano porque mamá desea ir con usted al hospital esta tarde, a
las tres.
Johann condujo el auto de nuevo hacia la carretera y se deslizó
hábilmente adelante de un gran camión cargado de troncos de pinos.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse con nosotros?
—Sólo uno o dos días, pero aun así con tiempo suficiente,
espero, para servir de algo a su padre y a su madre, y tal vez
también, para trabar conocimiento con el demonio de mediodía que
ha llegado a posesionarse de esta ciudad.
—¡El demonio de mediodía! —Johann Mendelius lo miró de
soslayo con una tolerante sonrisa. —Desde los tiempos de mis clases
de Biblia no había vuelto a oír esta expresión.
—¿Así, entonces, no tiene miedo de él?
—Sí, tengo miedo. —La respuesta había sido breve y sencilla—.
Pero no tengo miedo de demonios y de adversarios del espíritu.
Tengo miedo de nosotros mismos, mujeres y hombres, y de la terrible
locura destructora que parece haberse posesionado de todos
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nosotros… Si yo llegara a saber con seguridad el nombre de la
persona que hizo esto a mi padre, la mataría al momento y sin
pensarlo dos veces.
—¿Con qué objeto?
—Justicia, con el objeto de equilibrar de nuevo la balanza y
desanimar al futuro, eventual adversario.
—La víctima, en este caso, es su padre. ¿Sabe si él aprobaría su
acción?
—Está equivocado, tío Jean. Mi padre no es la única víctima.
¿Qué me dice de mi madre, de Katrin, de mí, de todos los habitantes
de esta ciudad que han sido infectados con toda clase de virus por
este único acto? Para todos nosotros, nada, nunca, volverá a ser
igual.
—Me parece —dijo Jean Marie con estudiada deliberación— que
usted tiene una idea bastante clara de la naturaleza del mal y del mal
como adversario. ¿Pero, qué me dice del bien? ¿Cómo percibe el
bien?
—Muy sencillamente —dijo Johann con la voz súbitamente tensa
y dura—: mi madre es buena. Es valiente y no es nada fácil para ella
serlo. Siempre piensa en mi padre y en nosotros antes que en sí
misma… Para mí, eso es bondad. Mi padre también es bueno. Cuando
se lo mira al rostro, se ve en él el "mensch", y nunca deja de haber en
él amor suficiente para acompañarlo a uno durante los tiempos
malos… Y sin embargo, vea lo que le ha ocurrido a esta gente
buena… Y estoy muy contento de que usted haya venido a vernos
como "tío Jean", porque no creo que hubiera deseado conocerlo como
papa…
—Ese es el peor raciocinio lógico que jamás haya oído —dijo
Jean Marie con una irónica sonrisa—. Usted se habría sentido muy
halagado de haberme conocido y por lo demás yo era entonces una
persona mucho más agradable de lo que soy ahora. Cuando fui
elegido, un periodista se refirió a mí como el "príncipe moderno con
mayor personalidad". Recuerde que el que hace el mal no es siempre
el príncipe, porque generalmente no es lo suficientemente inteligente
para desempeñar el papel de Satán. El verdadero adversario es el que
vierte en el oído del amo la idea maliciosa y ofrece hacer el trabajo
sucio para que él, el príncipe, pueda permanecer inmune a sus
consecuencias…
—Pero quienquiera que sea el que hace el mal, la verdad es que
sólo sufrimos del mal que merecemos. —Johann manejaba con
deliberada prudencia como si temiera que la discusión pudiera
impelerlo a hacer alguna maniobra peligrosa. Nuestro deseo es ser
inocentes y guardarnos fuera del alcance de la malicia. Mi padre tomó
las precauciones que le habían señalado, pero ninguna otra, porque
pensó que un exceso de cuidado iría en detrimento de su dignidad.
Veía las medidas defensivas como un triunfo para el terror. Yo en
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cambio no las considero así, ando con cuidado, con la atención
vigilante, presto oídos a todo lo que se dice y nunca dejo de llevar un
arma que no tengo miedo de usar. ¿Le impresiona esto, tío Jean?
—No me impresiona. Solamente me hace preguntarme cómo se
sentirá usted cuando haya matado a su primera víctima humana.
—Espero no tener que hacerlo nunca.
—Y sin embargo, está constantemente preparándose para este
único acto. El hombre que trató de matar a su padre lo hizo a
distancia, mecánicamente, como quien hace detonar una bomba en la
piedra. Pero con una pistola, usted matará frente a frente, oirá el grito
de la víctima en su agonía, mirará la muerte en sus ojos, sentirá en
sus narices el olor de la sangre… ¿está preparado para eso?
—Tal como ya se lo expliqué —dijo Johann Mendelius con helada
simplicidad—, espero que el momento no llegue jamás, pero si llega,
sí, creo que estoy preparado para afrontarlo.
Jean Marie Barette no le contestó. El problema estaba más allá
de todo razonamiento. Pero él esperaba que no estuviera más allá del
alcance de la gracia. Recordó el muerto, helado paisaje de su visión,
el planeta que la misma humanidad había devastado de tal manera
que nada ni nadie había podido sobrevivir para entregar ninguna
forma de amor.
Los primeros minutos de su encuentro con Lotte fueron
extraños porque ella acusó el impacto de verlo vestido con ropas
laicas y trató de ocultar un sentimiento casi de desilusión que la llenó
de embarazo y la llevó a retraerse aun del simple gesto de tocarle la
mano. Fue él quien hubo de tomarla por los brazos y acercarla a sí.
Por una breve fracción de segundo pareció como si ella fuera a
rechazar el abrazo, pero luego su control estalló y ella se colgó de él,
llorando como si fuera una niña.
En aquel momento llegó Katrin y Johann la presentó al tío Jean.
Siguieron unos momentos de agitada e inquieta charla hasta que
lograron calmarse lo suficiente para conversar con tranquilidad.
Katrin traía el informe de la mañana sobre el estado de su padre,
—… Vi al doctor Pelzer. La verdad es que no está muy contento.
La fiebre ha vuelto a subir. Papá no responde a las palabras tan bien
como lo hacía ayer. ¿Usted sabe cómo aprieta la mano cuando
entiende algo? Bueno, esta mañana sólo obtuve una que otra
respuesta ocasional. El resto del tiempo parecía perfectamente
inconsciente… El doctor Pelzer dijo que podía venirme. Si se produce
cualquier cambio súbito, nos llamarán.
Lotte asintió y se retiró para ocuparse de los preparativos del
almuerzo. Katrin la siguió a la cocina. Johann dijo bruscamente:
—Y esto es así todos los días. Vivimos en una montaña rusa: en
un minuto estamos en la cima, en el siguiente en el abismo. Y es por
esto que no quiero hacer nada que pueda darnos, dar a madre o a
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Katrin, falsas esperanzas. No deseo verlas suspender sus vidas de
engañosas telarañas.
—¿Usted teme que sea yo quien les dé falsas esperanzas?
—Usted me aseguró que mi padre viviría.
—Estoy seguro de que vivirá.
—Yo no estoy tan seguro, de manera que creo preferible que
mamá y Katrin aprendan a vivir en la incertidumbre. Ya sea que papá
viva o muera, el dolor que nos espera será, de todos modos, muy
grande.
—Soy su huésped. Y por supuesto, respetaré sus deseos.
En ese momento llegó Lotte trayendo un mantel y servilletas
que entregó a Johann rogándole que tendiera la mesa. Ella misma
cogió el brazo de Jean Marie y lo condujo a una habitación próxima.
—…Katrin está haciendo el almuerzo. De manera que
disponemos de unos minutos de tranquilidad… Es divertido, pero no
me puedo acostumbrar a verlo así. En Roma siempre se veía tan
majestuoso. Y me parece tan raro oír a los niños llamarlo tío Jean.
—Me temo que Johann no aprueba ni mi conducta ni mi
persona.
—Lo que sucede es que está poniendo tanto empeño en ser el
hombre de la casa, que a veces se confunde un poco. Y no puede
sacarse de la cabeza la idea de que, de alguna manera, usted es
responsable de lo que le ha ocurrido a su padre.
—Tiene razón. Soy responsable.
—Por otra parte sabe cuánto lo quiere y lo respeta Carl, pero no
puede hollar ese terreno sagrado hasta que usted o Carl mismo lo
inviten… Y eso no es nada fácil. Yo comprendo a Johann, porque al
comienzo fue muy difícil para mí también… Y si a esto agregamos el
miedo de la guerra, el resentimiento que Johann, como miles de otros
como él, siente por tener que ser llamado a luchar por una causa
perdida de antemano… Tenga paciencia, con él, Jean. Sea paciente
con todos nosotros. Nuestro pequeño mundo se está derrumbando a
nuestro alrededor y estamos buscando desesperadamente, algo
sólido a lo cual agarrarnos.
—Míreme, Lotte.
—Lo estoy mirando.
—Ahora cierre firmemente los ojos y no los abra hasta que yo
se lo diga.
El buscó en el bolsillo superior de su chaqueta y sacó de él un
pequeño joyero de cuero rojo. Lo abrió y lo depositó en la mesa al
lado del codo de Lotte. Contenía tres objetos, trabajados en oro en el
estilo florentino del siglo XVI. Había una pequeña caja redonda, una
jarra diminuta, y una copa no más grande que un dedal.
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—Abra los ojos.
—¿Que se supone que debo ver?
El señaló el estuche.
—Qué bellos son Jean. ¿Qué son?
—El papa goza del privilegio de poder llevar siempre consigo la
Eucaristía. Y ésta es la forma de hacerlo. La caja contiene la Hostia
consagrada. El frasco y la copa son para el vino. Hay además un
minúsculo pañuelo escondido ahí para limpiar los sagrados objetos…
Los feligreses de mi primera parroquia, me lo enviaron como regalo
personal en el día de mi elección al papado… Cuando me iba de
Roma para venir aquí sentí vergüenza de no tener nada para traerle
de regalo, cuando yo sabía todo lo que ustedes estaban sufriendo por
culpa mía. Partí entonces temprano a Fiumicino, ofrecí la Santa Misa
en la capilla del aeropuerto y traje conmigo la Eucaristía para usted y
para Carl. Hoy, en el hospital, les daré la comunión a ambos.
Lotte estaba profundamente conmovida. Cerró el joyero y lo
devolvió a Jean Marie.
—Esto lo dice todo, Jean. ¡Gracias! Sólo espero que Carl tenga
conciencia suficiente como para entender.
—Ya sea que duerma o que camine. Dios lo está sosteniendo en
la palma de su mano.
—La comida está servida —dijo Katrin desde el comedor.
Mientras se sentaban, Lotte explicó a sus hijos el conmovedor
regalo que Jean Marie les había traído, Johann comentó,
aparentemente sorprendido.
—Pensé que mi padre había recibido la Extrema Unción.
—Claro que la recibió dijo Lotte, pero la Eucaristía es un
alimento diario, una participación del pan. Una participación de vida.
Es así. ¿No es verdad, Jean Marie?
—Así es dijo Jean Marie. Compartir la vida con la fuente de la
vida.
—Gracias. —Johann recibió la información sin comentarios y
preguntó con estudiada cortesía:
—¿Querría bendecir la mesa, tío Jean?

En el hospital, Lotte lo presentó al doctor Pelzer, al que rogó


explicar a su viejo amigo la situación médica de su marido. Y así fue
como Jean Marie Barette vio primero a Carl Mendelius a través de una
serie de radiografías. La cabeza que había contenido la historia de
veinte siglos estaba reducida allí a un cráneo de mandíbulas
quebradas, a una división cerebral hecha añicos y a opacos
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fragmentos de bala dispersos e incrustados en la estructura ósea y en
las películas circundantes de carne y tejido mucoso. El doctor Pelzer,
un tipo alto y poderoso, de cabello gris acero y astuto ojo clínico,
comentó:
—Como puede ver, esto es el caos. Muy semejante a las heridas
producidas por estallidos de granadas durante la guerra. Pero en este
caso, y hasta que el estado de nuestro enfermo no se haya
estabilizado, la experiencia de aquellos pobres cuerpos no podrá
servirnos de guía. Y hay muchos más desechos en la caja torácica y
en el abdomen… De manera que una oración no vendría nada mal…
pero por favor no permita que la familia alimente muchas esperanzas.
Porque aun en el caso de que logremos salvarlo, necesitará una
buena dosis de terapia de apoyo…
La próxima visión de Jean Marie fue la del hombre mismo, vivo
bajo su andamiaje de bolsa de suero, máscara de oxígeno y
controlador del corazón. La cabeza estaba completamente envuelta
en vendas y los dañados ojos se conservaban misericordiosamente
ocultos. Las cavidades oral y nasales estaban abiertas y carentes de
todo movimiento, el resto de la cortada mano yacía, como un paquete
de telas, sobre el cobertor. La mano que se había salvado se movía
débilmente sobre los pliegues de las sábanas.
Lotte la levantó y se la besó.
—Carl, mi adorado, ésta es Lotte.
La mano se cerró sobre la de ella. Un indistinto murmullo se
levantó por entre la masa de vendas.
—Jean Marie está aquí conmigo. Yo saldré ahora un momento
para entregar nuestro pequeño regalo de agradecimiento a la
hermana guardiana y mientras tanto él hablará contigo. Volveré en
seguida.
Se oyeron sus pasos en el piso y luego el ruido de la puerta al
cerrarse suavemente tras ella. Jean Marie tomó la mano de Mendelius
cuyo contacto era tan suave como la seda y tan débil que parecía
como si al menor apretón fuera a romperse.
—Carl, soy Jean. ¿Puede oírme?
Recibió como respuesta una presión de la mano contra su
propia palma mientras el mismo desvalido, inarticulado sonido
emergía de la garganta de Mendelius.
—Le ruego que no trate de hablar. Usted y yo no necesitamos
de palabras. Quédese quieto y sostenga mi mano… Rogaré por
nosotros dos.
No dijo nada más. No hizo ningún gesto ritual. Simplemente, se
sentó al lado del lecho, apretando suavemente entre las suyas la
mano de Mendelius, de tal forma que parecían no formar sino un solo
órgano: el hombre que estaba entero y el que había sido mutilado, el
que estaba ciego y el que veía. Cerró los ojos y abrió su mente, como
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un barco pronto para recibir entre sus velas el viento del espíritu,
como un canal por el cual le fuera posible a este espíritu penetrar y
posesionarse de la conciencia, en estos momentos compartida con él,
de Carl Mendelius.
Era el único medio que conocía para expresar la relación entre
la criatura y su creador. No podía pedir nada. Porque todas las
peticiones estaban comprendidas, resumidas en el fiat esencial: "que
se haga Tu Voluntad". No tenía nada para negociar —vida por vida,
servicio por servicio—, porque no quedaba en él vestigio alguno de
nada propio a lo que pudiera atribuir importancia. Lo único
importante era ahora el cuerpo y el agonizante espíritu de Carl
Mendelius para quien él era, en estos momentos, el cordón umbilical
de la vida…
Cuando finalmente llegó el espíritu, todo fue tan sencillo y
extraordinariamente suave, como la huella de un perfume en el
verano de un jardín. El mensaje contenía luz y la aguda conciencia de
una armonía, como si la música no hubiera sido tocada sino que se
hallara escrita en la textura del cerebro. Y la paz que siguió a esta
vivencia fue tan poderosa que pudo sentir el afiebrado pulso del
enfermo calmarse gradualmente como se calman las olas después de
una tempestad. Cuando abrió nuevamente los ojos, Lotte estaba en el
cuarto, contemplándolo asustada y a la vez, maravillada. Ella habló
torpemente.
—No deseo interrumpir, pero son casi las cinco.
—¿Tan tarde? ¿Querría recibir la comunión ahora?
—Sí, por favor; pero no creo que Carl pueda tragar la hostia.
—Sí, lo sé, pero creo que puede tomar unas gotas del cáliz.
¿Está listo, Carl?
Una presión en la palma de la mano le dijo que Mendelius había
oído y comprendido. Mientras Lotte se sentaba al lado de la cama,
Jean Marie dispuso los pequeños receptáculos de oro y colocó una
estola alrededor de su cuello. Después de una breve oración alcanzó
a Lotte la hostia consagrada y levantó el diminuto cáliz hasta la boca
de Mendelius. Al pronunciar las palabras rituales: Corpus Domini.
Lotte dijo "Amén" y Mendelius alzó la mano en un débil saludo.
Jean Marie Barette limpió entonces el copón y el cáliz con el
pañuelo de damasco, dobló la estola, puso el pequeño joyero y su
estola dentro de su bolsillo y abandonó la habitación.
Cuando pasaba frente a los guardias armados apostados en el
corredor, fue detenido por una fea mujer de edad indeterminada, que
abruptamente se presentó a sí misma como la Professor Meissner.
—…Esta noche cenaremos juntos en casa de Mendelius, pero le
dije a Lotte que necesitaba conversar una hora a solas con usted.
¿Quiere venir a tomar un trago a mi casa?
—Me encantaría.
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—Espléndido. Tenemos mucho que hablar.
Lo cogió del brazo y lo empujó dentro del ascensor, bajaron los
tres pisos en silencio y luego, ella guiándolo, caminaron a toda prisa
bajo el sol del atardecer. Y fue solamente cuando hubieron
abandonado el recinto de la clínica que ella aminoró su paso;
mientras bajaban hacia la ciudad vieja comenzó a relajarse, pero su
conversación seguía siendo directa y áspera.
—¿Sabía usted que Carl había solicitado mi opinión y consejo
clínicos sobre su carta y su encíclica?
—Bueno, él no lo expresó así, pero sí, yo sabía que usted tenía
que ver con esto.
¿Y leyó las anotaciones que hice en el artículo que él escribió?
—Sí.
—Hubo sin embargo una anotación que no fue usada. Y es la
que le daré ahora. Creo que usted es un hombre muy peligroso que
siempre provocará disturbios dondequiera que vaya… Y comprendo
perfectamente por qué sus colegas de la Iglesia se vieron obligados a
desembarazarse de usted.
La cruda brutalidad de este ataque lo privó, por unos momentos
del uso de la palabra. Cuando recuperó la voz, lo único que pudo decir
fue:
—Bueno… ¿y qué puedo yo contestarle a esto?
—Puede decirme que soy una bruja, y lo soy. Pero eso no
cambia en absoluto ni una coma de lo que acabo de declararle: usted
es un hombre muy peligroso.
—No es la primera vez que me hacen ese cargo —dijo
suavemente Jean Marie—. Mis hermanos en el Vaticano me acusaron
de ser una bomba de tiempo en dos pies. Pero me gustaría saber en
qué forma se representa usted el peligro que dice que yo soy.
—He meditado mucho sobre ello. —Anneliese Meissner se había
dulcificado—. He leído mucho, he estado escuchando numerosas
cintas grabadas por colegas que tienen experiencia clínica en casos
de manía religiosa e influencias ejercidas por cultos extraños.
Finalmente he llegado a la conclusión de que usted es un hombre
dotado de una percepción especial de lo que Jung llama el
"'inconsciente colectivo". En consecuencia produce sobre la gente un
efecto mágico. Es como si tuviera acceso a los pensamientos, deseos,
miedos más íntimos de cada persona, lo que en realidad le ocurre a
propósito de este asunto de los Últimos Días. Porque este problema
hunde sus raíces en el más remoto subsuelo de la memoria humana.
De manera que cuando habla o escribe sobre ello, la gente siente
como si usted penetrara en su interior, como si ejerciera una función
dentro de sus propios egos… El resultado de esto es que todo lo que
usted hace o dice tiene profundas, y a veces, terribles consecuencias.
Usted es el gigante que duerme debajo del volcán. Y cuando en su
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sueño se mueve o se da vuelta, la tierra tiembla.
—¿Y qué cree que debo hacer con este poder que poseo?
—Usted no puede hacer nada —dijo atrevidamente Anneliese
Meissner— y es ahí donde sus cardenales se equivocaron. Si le
hubieran permitido permanecer en el poder, el peso mismo del cargo
y de los métodos tradicionales habrían necesariamente temperado las
manifestaciones mágicas que usted posee y está en condiciones de
producir. Lo habrían mantenido a prudente distancia de la gente
corriente. Pero ahora no hay nada que pueda temperar o atenuar lo
que haga. No hay distancia que lo separe de nadie. El impacto que
usted produce es instantáneo y puede ser catastrófico.
—¿Y no ve nada positivo en este poder que yo tengo o en mí
mismo?
—¿Positivo? ¿Bueno? Oh sí, pero es lo bueno que llega después
del desastre, como el heroísmo en el campo de batalla o la
abnegación de las enfermeras en medio de los enfermos contagiosos.
—Usted dijo que esto era magia. ¿Es el único nombre que ha
encontrado para esto? ¿No tiene acaso otro?
—Déle el apelativo que desee —dijo Anneliese Meissner—, no
importa el nombre que usted lleve: sacerdote, vendedor de ilusiones
o lo que sea, así como tampoco importa el nombre de aquél a quien
usted dice servir: "espíritu del más allá", "Dios-Hombre" o "Eterno-
Uno", de todos modos el hecho es que usted estará siempre en el
epicentro mismo de todo terremoto… Aquí vivo yo.
Habían llegado a la parte más alta del Burgsteige y se
encontraban frente a una vieja casa del siglo XVI, enteramente
construida con vigas de roble y ladrillos hechos a mano. Anneliese
Meissner abrió la puerta y lo hizo subir a través de dos largos tramos
de escalera hasta su apartamento, cuyas estrechas ventanas miraban
hacia las torrecillas del Hohentübingen y hacia los apretados pinares
de las tierras altas de Suavia. Retiró una pila de libros que se
encontraban sobre una silla e indicó con un gesto a Jean Marie que se
sentara en ella.
—¿Qué desea tomar? ¿Vino, cerveza o whisky?
—Vino por favor.
Mientras ella limpiaba un par de polvorientos vasos, destapaba
una botella de vino del Mosela y abría un tarro de nueces, él la
contemplaba conmovido por el espectáculo de aquella poderosa
inteligencia y de aquella enorme y oculta ternura encerradas en un
cuerpo tan feo. Ella le alcanzó el vino e hizo un brindis.
—¡Por la recuperación de Carl!
—Prosit!
Ella bebió la mitad del vino de un solo trago y dejó el vaso.
Luego hizo un escueto anuncio, en apariencia irrelevante: —La clínica
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posee un aparato que controla, desde un puesto central, a todos los
pacientes de cuidado intensivo.
—¿Verdaderamente? —Jean Marie se mostró cortésmente
interesado.
—Sí. Todos los signos vitales del paciente se transmiten
constantemente hacia este control central, donde hay siempre una
enfermera de turno elegida por su experiencia a la vez que
competencia… Mientras usted estaba con Carl, yo me hallaba en el
cuarto de control junto con el doctor.
Jean Marie Barette esperó. No estaba seguro de si ella deseaba
continuar con su relato o se sentía embarazada para hacerlo.
Finalmente se vio obligado a solicitarle:
—Por favor. Estaba en el cuarto de control. ¿Y entonces…?
—Cuando usted llegó la temperatura del Carl era de 38,8º; con
un pulso de 120 y una pronunciada arritmia cardiaca. Usted
permaneció a su lado cerca de dos horas. Durante todo este tiempo,
excepto por las palabras que pronunció al llegar, no dijo nada hasta
que Lotte llegó. Para entonces, la temperatura de Carl había bajado,
su pulso era casi normal y el ritmo del corazón se había regularizado.
¿Qué hizo usted?
—Bueno, en cierta forma, oré.
—¿En qué forma?
—Supongo que usted llamará a eso meditación… Pero si está
tratando de atribuir algún tipo de milagro a esta visita, por favor, no.
—No creo en milagros. Sin embargo me interesan
profundamente los fenómenos que las leyes naturales no pueden
explicar… Además… —Lo miró de soslayo, con una curiosa mirada,
como si, súbitamente temiera comprometerse, luego, bruscamente,
se decidió y se lanzó de lleno en su confesión—. Es preferible que lo
sepa. Todo lo que toca a Carl, me toca a mí. Hace diez años que estoy
enamorada de él. El no lo sabe y nunca lo sabrá. Pero ahora mismo
necesito llorar sobre el hombro de alguien y lo he elegido a usted
porque es el culpable de todo lo que le ha ocurrido… Carl siempre dijo
que usted poseía una gracia especial para la comprensión. Por eso tal
vez, creo que comprenderá que, por lo que a mí se refiere, el cuento
de hadas se ha realizado al revés. Yo no he sido la bella princesa y él
el príncipe feo. Yo he sido, al contrario, la princesa fea esperando que
el hermoso príncipe con su beso, le otorgue la belleza que le falta. Sé
que eso es un sueño imposible y he aprendido a no sufrir demasiado.
Sé que no soy una amenaza para nadie, y ciertamente no para Lotte.
Pero ahora que he visto al pobre Carl rodeado de ese andamiaje de
sistemas para mantenerlo vivo, conociendo como conozco todo lo que
le están inyectando con el objeto de disminuir sus dolores y para que
sus órganos continúen funcionando, créame que desearía poder
confiar en milagros.
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—Yo creo en ellos —dijo gentilmente Jean Marie; y todos
comienzan siempre por un acto de amor.
—Pero el amor es terrible, del mismo modo que usted es
terrible. Si uno lo comprime demasiado tiempo puede estallar y
hacerlo volar por los aires… Demonios, no lo he traído aquí para
jorobarlo o contarle mi vida amorosa —se sirvió más vino y cambió de
tema—. ¿Sabe que Johann Mendelius puede estar en graves aprietos?
—¿Qué clase de aprietos?
—Está dedicado a organizar, en forma clandestina, a un grupo
de estudiantes, para que, llegado el momento, resistan el llamado a
las armas, obstruyan la vigilancia de los servicios de seguridad y
provean rutas de escape para los desertores.
—¿Cómo se ha enterado de esto?
—Porque él me lo dijo. Su padre había mencionado que yo
estaría dispuesta a apoyar a movimientos de resistencia clandestina
entre los miembros de la facultad… ¡Pero estos muchachos son tan
ingenuos! No se dan cuenta de cuán estrechamente vigilados están,
no sospechan cuan fácil es para las autoridades penetrar estas
organizaciones juveniles con espías y provocadores. En estos
momentos están comprando y almacenando armas, lo que ya en sí
constituye un acto criminal… Sólo es cuestión de tiempo antes que la
policía comience a sospechar lo que está ocurriendo. Tal vez ya lo
sabe pero no quieren actuar hasta que el alboroto formado alrededor
del atentado de Carl disminuya y se extinga.
—Johann me prometió que me pondría al corriente de la forma
que tomaría su protesta. Tal vez esté planeando llevarme a una
reunión de su grupo.
—Es muy posible. Debido al hecho de que usted es francés, han
bautizado a su grupo con el nombre de La Jacquerie, en recuerdo de
la revuelta de los campesinos franceses después de la guerra de Cien
Años… Pero si quiere oír mi consejo, manténgase alejado de estos
muchachos.
—Desearía más bien mantener la mente abierta con respecto a
esto. Puede que me sea posible hacer entrar en razón a Johann y a
sus amigos.
—No olvide lo que le dije al comenzar. Usted es un hombre muy
especial. Sin saber cómo ni por qué, pero el hecho es que de usted
emana una magia muy potente; y la juventud es muy sensible a toda
forma de brujería… Ahora desearía que escuchara una grabación.
—¿Qué hay en ella?
—Es parte de una grabación clínica de uno de mis pacientes. Se
la estoy comunicando bajo secreto profesional, tal como Carl me
comunicó a mí el material suyo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
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—La mujer tiene veintiocho años, es divorciada y sin niños, hija
mayor de una familia muy conocida de aquí. Su matrimonio duró tres
años. Hace ya un año que está divorciada. Da muestras de agudos
síntomas depresivos e incluso ha habido algunos episodios de índole
alucinatoria, probablemente secuelas de experiencias con LSD, en las
que admite haber participado durante su matrimonio… Esta
grabación fue hecha ayer, forma parte de una sesión que duró una
hora y media.
—¿Y que podrá decirme a mí?
—Eso es precisamente lo que quiero descubrir. A mí me dice
una cosa. Tal vez a usted le diga otra.
—Mi querida profesora —se rió con auténtico buen humor—, si
lo que realmente desea tener es un perfil de mi personalidad, ¿por
qué no comienza con algo más sencillo, por ejemplo con el test de
Rorschach?
—Porque ya tengo su perfil —la respuesta fue brusca,
mostrando la irritación que esto le producía—. Hace ya semanas que
lo tengo archivado entre mis casos. Y puedo decirle que es un
fenómeno aterrador: un hombre definitivamente sencillo. Dice lo que
cree. Y cree lo que dice. Vive en un universo empapado, penetrado
por un Dios inmanente con el que mantiene una relación directa y
personal. Yo no tengo nada que ver con semejante universo, y sin
embargo, aquí estamos los dos en este cuarto con una grabación.
Deseo conocer su reacción a ella. ¿Me permite, pues, comenzar?
—Como quiera. Estoy a su disposición.
—El lugar en que se efectuó la grabación es mi consultorio. La
hora: cuatro de la tarde. El trozo que oirá comienza cuarenta minutos
después de un discursivo a la vez que defensivo relato hecho por la
paciente…
Puso en marcha el aparato. Una voz de mujer, de tonos bajos y
con pronunciado acento suavo, pareció coger lo que era, obviamente,
un nuevo tema en su narración:

"… Lo encontré una mañana en la plaza del mercado.


Yo estaba comprando uva. El tomó una de las que estaban
sobre el mostrador y la empujó dentro de mi boca y aunque
yo sé cuan malo puede ser él, sin embargo me hizo reír. Me
preguntó si me gustaría tomar una taza de té. Dije que sí y
entonces él me llevó a aquel salón de té cerca del
convento… Usted sabe… Aquel lugar en que ofrecen té de
todas partes del mundo, incluso el mate argentino… El se
mostraba muy agradable y no me sentí en absoluto
amenazada. La tienda estaba llena de gente que no hacía
sino entrar y salir. Yo accedí a tomar algo que no había
probado nunca: una infusión especial de Ceilán… Me pareció
que era buena, pero nada para entusiasmarse. Hablamos de
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una cosa y de otra: mi trabajo, mis padres, y de cómo él,
por el momento, se mantenía alejado de las mujeres… Me
pregunté si no habría cogido alguna infección de la última
que yo le había conocido, que era una pequeña prostituta
de Frankfurt. No dije nada, pero supe que él había leído mis
pensamientos… Me lanzó a la cara la taza de té que salpicó
completamente mi blusa y entonces mientras la gente en la
tienda miraba y se reía, me arrancó la blusa. Y luego todos
los que estábamos allí nos tomamos de la mano y bailamos
alrededor de la tienda cantando Boom-Boom-Boom en tanto
que los grandes tarros de té comenzaban a explotar por
todos lados. Pero no era el té lo que explotaba, eran los
fuegos artificiales, azules y verdes y rojos, montones,
montones de rojos… Luego nos encontramos en la calle. Yo
estaba desnuda y él me arrastraba tras de sí y le iba
contando a la gente… "¡Miren lo que los turcos hicieron con
mi mujer! ¡Monstruos! ¡Violadores sanguinarios…!" Pero
cuando llegamos al hospital los policías que estaban en la
puerta no me permitieron entrar, porque dijeron que yo
tenía gonorrea y los servicios secretos no emplean jamás a
personas que tengan enfermedades venéreas. Dijeron que
él podía matarme si lo quería; pero él dijo que yo carecía de
importancia y entonces comencé a llorar…
"Después de eso me llevó a su casa y me dijo que me
limpiara. Me di un largo baño caliente, me empolvé y me
perfumé y me tendí desnuda en la cama, a esperar por él.
Sólo que no era mi cama. Era otra cama, circular, suave y
confortable y oliente a perfume de lavanda. Y luego después
de un rato, él vino. Entró al cuarto de baño y cuando salió
estaba desnudo y limpio como yo. Besó mis senos y con sus
manos me excitó y luego me penetró y tuvimos un gran
orgasmo que fue igual a la explosión de los tarros de té en
aquella tienda. Cuando tengo un orgasmo yo siempre cierro
los ojos. Esta vez, cuando los abrí, él estaba tendido a mi
lado cubierto de sangre. Su mano descansaba sobre mi
pecho, pero era solamente una mano, sin brazo ni cuerpo.
Traté de aullar pero no pude. Luego le vi la cara: ya estaba
tan vacía como una gran salsera roja. Y la cama ya no era
una cama, sino una gran caja negra con nosotros adentro de
ella…"
Anneliese Meissner cortó la grabación y dijo:
—Bueno. Así es la cosa.
Jean Marie Barette permaneció por un largo rato en silencio, y
luego preguntó.
—¿Quién es el hombre del sueño?
—Su ex-marido. El vive también aquí en la ciudad.
—¿Lo conoce usted?
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—No muy bien. Pero sí, lo conozco.
Jean Marie no dijo nada. Cogió su vaso que ella volvió a llenar.
Luego ella preguntó, tentativamente.
—¿Algún comentario sobre lo que acaba de oír?
—No soy experto en descifrar sueños; pero la grabación me dijo
sin embargo algo. Esa mujer se siente culpable. Posee un secreto que
teme comunicar a nadie. De manera que lo sueña, o construye un
sueño sobre ello y así se lo cuenta a usted. Sea lo que fuere lo que
sabe, está conectado de alguna manera al atentado contra
Mendelius… ¿Cómo voy hasta aquí, Frau Professor?
—Hasta aquí, muy bien. Continúe, por favor.
—Pienso —dijo Jean Marie con deliberada intención—, que usted
tiene el mismo problema que su paciente. Hay algo que usted no está
dispuesta o no está en condiciones de comunicar.
—No estoy dispuesta porque no estoy del todo segura de las
conclusiones de mis conocimientos. Y no estoy en condiciones de
hacerlo porque en ello está involucrada mi integridad profesional. Es
un problema muy similar al que usted tiene con el secreto de la
confesión.
—Ambas razones constituyen un excelente motivo para su
reticencia —dijo secamente Jean Marie.
—Hay otros motivos además. —Ahora ella estaba irritable y
combativa.
—¡Por favor! ¡Un momento! —Jean Marie levantó la mano en
signo de advertencia—. No se altere. Usted me invitó aquí. Yo le he
dado plenas garantías respecto de todo secreto que tratáramos. Si
quiere contarme lo que en estos momentos la está perturbando,
estoy dispuesto a escucharla con toda mi atención. Si no desea
hacerlo, permítame entonces disfrutar del vino.
—Lo siento. —Era visiblemente muy duro para ella expresar
cualquier forma de disculpa—. Estoy tan acostumbradla a hacer el
papel de Dios en mi consultorio que suelo olvidar la mínima cortesía…
Tiene razón. Estoy profundamente preocupada. Y no se qué puedo
hacer respecto de lo que me atormenta sin poner al descubierto un
nido de víboras. De todos modos, he aquí el primer punto. La mujer
de la grabación es a la vez vulnerable y posesiva. En su calidad de
joven divorciada en una ciudad universitaria ha tenido más aventuras
amorosas de las que es capaz de manejar. Uno de sus romances más
serios fue el que mantuvo con Johann Mendelius que sólo terminó
este verano, poco antes que él se fuera de vacaciones. Felizmente ni
Cari ni Lotte llegaron a enterarse de nada. Pero yo lo supe, porque
ella era mi paciente y así tuve que escuchar el relato de todo el gran
drama. El punto dos es precisamente aquél que me inquieta. Su ex-
marido es un hombre —¿cómo podría explicárselo?— un hombre tan
improbable que tiene que ser auténtico. Poseo una serie de
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grabaciones sobre la relación entre ellos. El es la persona que en
estos momentos está vendiendo armas a Johann y su grupo; y si esta
grabación significa lo que dice, es decir lo que yo he descifrado y
pienso, él es también el que envió la bomba a Carl… Me doy cuenta
de que todo esto parece absurdo, pero…
—El mal es el último absurdo —dijo Jean Marie Barette—, es la
última y más triste de las bufonadas: el hombre sentado sobre las
ruinas de su propio mundo, envuelto en su propio excremento…

Cuando abandonó el apartamento de Anneliese eran ya cerca


de las seis y media. Al cerrar la puerta tras de sí, le llamó la atención
una placa colocada sobre el muro del edificio de enfrente, una
vigorosa hostería construida en la primera mitad del siglo XVI, cuando
los burgueses de Tübingen solían llegar allí para comer y beber. La
placa anunciaba, en caracteres góticos: "Cervecería del Viejo Castillo.
Aquí vivió el profesor Michael Maestling de Goppingen, maestro del
Astrónomo Johannes Kepler".
La inscripción, que mencionaba el nombre del desconocido
maestro antes que el del célebre pupilo, le agradó. Le recordó
también el temor que tanto había preocupado a su antecesor: que
Tübingen pudiera transformarse en el centro de una segunda revuelta
anti-romana. En cuanto a él mismo, jamás había alimentado
semejantes temores. Siempre le había parecido, al contrario, que
aplicar la censura eclesiástica a una herejía académica no constituía
sino un ejercicio tan estéril como exhibir las sábanas manchadas de
sangre después de la noche de bodas. Por otra parte, en aquel
momento pensó que a él debía corresponderle proveer el vino para la
cena de aquella noche. De manera que empujó la pesada puerta y
entró.
La mitad de la sala estaba llena de estudiantes dedicados a
beber y una docena de voluminosos ciudadanos se acodaba al bar.
Jean Marie Barette siempre se había dado a entender perfectamente
en alemán, pero ahora se sintió totalmente confundido ante la poco
familiar nomenclatura de los vinos que el "barman" le recitaba en el
dialecto local. Se decidió finalmente por un agradable y seco blanco
de Ammertal, compró dos botellas y buscó la salida. Pero un llamado
desde una mesa de un rincón lo paró en seco.
—¡Tío Jean! ¡Aquí! ¡Mire aquí! Venga y siéntese con nosotros. —
Johann cogió las botellas y empujó a sus compañeros a lo largo del
banco para hacer sitio para Jean Marie. Alegre y rápidamente hizo las
necesarias presentaciones: —Franz, Alexis, Norbert, Alvin Dolman.
Este es mi tío Jean. Franz es el novio de mi hermana. Alvin es
americano y un buen amigo de papá.
—Encantado de conocerlos, caballeros, —Jean Marie era la
personificación de la cordialidad—. ¿Me permiten que les pague un
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trago?
Llamó a la muchacha que atendía las mesas y ordenó una
ronda de bebidas para todos y un vaso de agua mineral para sí
mismo. Johann preguntó:
—¿Y qué andaba haciendo en este rincón de la ciudad, tío Jean?
—Había venido a ver a la Professor Meissner. Nos habíamos
encontrado en el hospital. Y la acompañé a casa.
—¿Cómo estaba mi padre hoy?
—El doctor dice que está mejor. Ha bajado su temperatura y su
pulso se ha regularizado.
—¡Qué magnífica noticia! Magnífica. —Alvin Dolman parecía
haber bebido más de la cuenta—. Te ruego que me avises en cuanto
sea posible verlo, Johann. Me parece que he encontrado algo que le
gustaría. Es una talla de San Cristóbal, gótico temprano. Y en cuanto
esté en condiciones de levantarse y tomar algún alimento, la tendrá
gratis.
Instantáneamente, Jean Marie se sintió intrigado.
—¿Es coleccionista, señor Dolman?
—No, señor, comerciante. Pero tengo buen ojo para el negocio.
Y en este campo, el ojo es muy importante.
—En verdad, parece que así es. ¿Vive aquí?
—Vivo aquí y trabajo aquí… Incluso estuve casado aquí. Fui
yerno del alcalde, sí. Pero no resultó. Los viejos perros como yo no
deben casarse. Como se suele decir, somos como loza desechada… Y
a propósito, su profesora Meissner es una gran amiga de mi mujer.
Después del divorcio, fue ella quien la ayudó a recuperarse.
—Me alegro de oírlo —dijo Jean Marie—. ¿Y en qué consiste su
trabajo, señor Dolman?
—Soy artista. Para decirlo en forma más sencilla, hago dibujos
técnicos. Trabajo para casas editoriales que se dedican a la
educación, a todo lo largo del Rhin. Por otra parte, y como trabajo
agregado, me dedico al arte antiguo… En pequeña escala, por
supuesto. No tengo dinero para la cosa grande.
—Pensé que la compañía le proveía de fondos.
—¿Cómo?
La reacción había sido infinitesimal, mínima, apenas un
imperceptible pestañeo, pero Jean Marie había conocido y había
tenido que enfrentarse a lo largo de su vida, con demasiados clérigos
y con toda clase de sutiles adversarios, de manera que la reacción no
le pasó inadvertida. Alvin Dolman sonrió y movió la cabeza.
—¿La compañía? Temo que no me ha comprendido. Trabajo
estrictamente solo. Acepto encargos y porcentajes como lo haría un
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retratista. No, señor. La única compañía por la que yo haya trabajado
alguna vez es el tío Sam.
—Perdóneme —Jean Marie sonrió al pedir disculpas—. Cuando
se habla un lenguaje extranjero se cometen errores aun sobre las
cosas más sencillas… Johann, ¿cuál es la hora de comida en la casa
de tu madre?
—Nunca más tarde de las ocho. Terminemos nuestras bebidas y
regresaré con usted. Estamos sólo a cinco minutos de casa.
—Debo irme también —dijo Alvin Dolman—. Tengo una cita en
Stuttgart. Mientras esté aquí veré lo que puedo hacer por ustedes,
muchachos. Pero recuerden. El pago será siempre al contado.
Wiedersehen para todos.
Se puso penosamente de pie y Jean Marie hubo de levantarse
para dejarlo pasar y salir de la mesa. Cuando se dirigía hacia la
puerta, Jean Marie lo siguió y al encontrarse fuera, en la desierta
calle, dijo en inglés:
—Quiero hablar una palabra con usted señor Dolman.
Dolman se dio vuelta para enfrentarlo. Ya no sonreía y sus ojos
lo miraban con desembozada hostilidad.
—¿Sí?
—Sé quién es usted —dijo Jean Marie Barette—. Sé quién es y
conozco también la compañía para la cual trabaja, así como conozco
el espíritu del mal que lo habita. Si le contara a estos muchachos lo
que sé de usted lo matarían con las mismas armas que usted les ha
vendido. De manera que cuide su vida y váyase de aquí. Vaya ahora.
Por un momento, Dolman se lo quedó mirando y luego rió.
—¿Y quién se cree usted que es? ¿Dios Todopoderoso?
—Usted sabe quién soy, Alvin Dolman. Sabe todo lo que se ha
dicho y escrito sobre mí… Y sabe que todo ello es verdad. Ahora, en
nombre de Dios, váyase.
Dolman le escupió la cara y luego giró sobre sus talones y
comenzó a descender cojeando, por la empedrada senda. Jean Marie
limpió su mejilla y regresó al interior de la "Cervecería del Castillo".

—Desháganse de esas armas. Cada una de ellas está marcada


especialmente para inculparlos. Dispersen a La Jacquerie. De todos
modos ya están al descubierto. Dolman los ha hecho caer en la
trampa clásica de los servicios de inteligencia: concentrar a todos los
disidentes en un solo grupo que sea posible golpear y deshacer de
una sola vez. Entretanto los ha estado usando para cubrir sus propios
rastros de asesino…
Era la una de la mañana y se encontraban solos en el gran
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estudio de Mendelius en el ático de la casa. Fuera, los primeros
vientos helados de un temprano otoño se enroscaban en torno del
campanil de la Stiftskirche. En el piso de abajo Katrin y Lotte dormían
pacíficamente, ignorantes por completo del misterioso juego que se
había estado tramando a su alrededor, Johann, aunque cansado y
avergonzado, no se resolvía sin embargo a abandonar la discusión.
—…Pero no logro comprender. Lo que dice parece no tener
sentido. Dolman es un revendedor muy astuto que negocia con
cualquier cosa. Es un payaso que ríe cuando una anciana señora se
cae del autobús y muestra sus calzones. Pero un asesino, no.
—Dolman es el perfecto agente —dijo Jean Marie
amonestándolo con paciencia—. Como dice la Professor Meissner, es
tan improbable que tiene que ser auténtico… Más aún. Como agente
de una potencia amiga que se siente especialmente preocupada y
concernida por la frontera Este de Alemania, es el instrumento
perfecto para las tareas más sucias así como en el caso de la bomba
destinada a su padre… Pero eso no es todo. He conocido hombres con
larga práctica de la violencia y que sin embargo no eran tan malos
como sus acciones. Simplemente estaban condicionados, inclinados
como esos arbustos que ya no es posible enderezar. En suma, en
esos casos, se trataba de personas que, habiendo perdido un
componente clave de su personalidad jamás podrían volver a ser de
otra manera que como ya eran. Pero Dolman es diferente. Dolman
sabe quién es y lo que es, y desea que las cosas continúen tal como
están. En otras palabras es verdaderamente, según el viejo dicho, el
habitáculo mismo del mal.
—¿Cómo puede saberlo? Usted sólo lo ha visto una vez. Puedo
comprender que la Professor Meissner tenga una opinión formada
sobre él porque ella ha oído todas esas historias que le ha contado su
mujer. Yo las oí también, muchas veces, mientras estaba en cama
con ella; pero nunca las creí, porque Dolman sabía que yo me estaba
acostando con ella y él mismo me alentaba a disfrutarlo y me
preparaba para terminar con el asunto en la forma mejor posible,
cuando ya me hubiera cansado. ¿Pero usted? ¿Un solo encuentro? Lo
siento, tío Jean. Lo que ha dicho carece de sentido, a menos que sepa
algo más de lo que me ha querido contar.
—Sobre Alvin Dolman mismo sé mucho menos que usted. Pero
en cambio sé mucho, mucho más sobre el demonio de mediodía. —
Juntó las manos detrás de la cabeza y se reclinó profundamente en el
sillón de Mendelius—. En los importantes lugares en que solía vivir era
un visitante muy asiduo y su compañía era siempre perturbadora.
—Eso es demasiado sencillo y fácil, tío Jean. No puedo
aceptarlo.
—Muy bien. Déjeme entonces decirlo de otro modo. Cuando
usted jugaba al amor con la mujer de Alvin Dolman ¿habría invitado a
un niño a presenciar lo que hacía?
—Por supuesto que no.
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—¿Por qué no?
—Bueno, porque…
—Porque reconoce la existencia de algo llamado inocencia, aun
cuando no pueda definirla. De la misma manera, puede reconocer al
mal; pero cierra los ojos ante él. ¿Por qué?
—Yo… supongo que debe ser porque no quiero aceptar la
realidad del mal que yo mismo llevo adentro.
—Por fin hemos llegado al meollo del problema. Ahora, ¿querrá
aceptar un consejo de su tío Jean?
—Trataré.
—Tan pronto como su padre pueda viajar, lléveselo de aquí. Si
le es posible finiquitar la compra de la propiedad alpina y hacerla
habitable, vaya allí. Trate de mantener unida a la familia: su padre y
su madre, Katrin y su joven también, si es que quiere acompañarlos…
Dolman se ha ido. Y no regresará, su compañía no volverá a usarlo en
esta región; pero la compañía sigue en el negocio, y siempre asociada
con el demonio de mediodía.
—¿Y adonde irá usted, tío Jean?
—Mañana a París a ver a mi familia y arreglar mis asuntos
financieros. Después de eso… ¿quién sabe? Estoy esperando el
llamado.
Johann continuaba inquieto e irritable. Objetó.
—¿De manera que estamos de vuelta en la revelación privada y
en la profecía y en todas esas cosas?
—¿Bien?
—No creo en nada de ello. Eso es todo.
—Pero cree en un hombre que trató de matar a su padre. Y no
cree la verdad que la esposa de ese hombre le contó mientras estaba
en cama con ella. No sabe cómo distinguir el bien del mal. Y todo eso
¿no le dice nada acerca de sí mismo, Johann?
—Verdaderamente usted sabe cómo atacar directamente a la
garganta, ¿no es así?
—Despiértese, muchacho, y madure —Jean Marie se mantenía
implacable—, estamos hablando de la vida, de la muerte y de lo que
viene después. Nadie puede escaparse de la realidad.
Aquella noche, Jean Marie tuvo un sueño. Estaba caminando en
la plaza del mercado de Tübingen. Se detuvo en un escaparate de
frutas que vendía bellas uvas negras. Probó una: era dulce y
satisfactoria. Pidió a la mujer que las vendía que le diera un kilo. Ella
lo miró horrorizada, levantó las manos frente a su rostro y huyó de él.
La gente, que colmaba la plaza del mercado no tardó en imitar a la
vendedora, hasta que él se encontró, con un racimo de uvas en la
mano, aislado de todos, en medio de un círculo de personas hostiles.
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Trató de hablar tranquila y pacíficamente, preguntando cuál era el
motivo de lo que ocurría. Pero nadie le contestó. Caminó entonces,
acercándose a la persona más próxima. Pero fue interceptado por un
hombre muy grande armado con un cuchillo de carnicero. Se detuvo
entonces y gritó:
—¿Qué ocurre? ¿Por qué tienen miedo de mí? El hombre grande
le contestó:
—Porque tú eres un pesttrager, portador de la peste. Vete de
aquí antes que te mate.
La multitud comenzó entonces a cercarlo, forzándolo
inexorablemente hacia la entrada de la calle y él sabía que cuando
llegara a ella debería volverse y correr por su vida…
Por la mañana, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño,
desayunó temprano en compañía de Lotte y luego la acompañó al
hospital para despedirse de Carl Mendelius. Y ahí, en un último
momento de íntima quietud, dijo a ambos:
—…Volveremos a encontrarnos. De eso estoy seguro. Pero sólo
Dios sabe cuándo y dónde será. Lotte, querida mía, no se amarre ni
aferre a nada de aquí. Cuando Carl se encuentre pronto, empaque y
váyase. Prométame que lo hará.
—Se lo prometo, Jean. Y créame que no será difícil irse de aquí.
—Espléndido. Cuando el llamado llegue, Carl, usted estará listo
para escucharlo. Por el momento, resígnese a una larga
convalecencia. Ayude a Lotte para que ella pueda ayudarlo a usted. Y
dígale que lo hará.
Carl Mendelius levantó su mano sana y palmeó la mejilla de
ella. Ella llevó la mano de él a sus labios y la besó. Jean Marie
permaneció de pie. Con el pulgar trazó el signo de la cruz sobre la
frente de Mendelius y luego hizo lo mismo con Lotte. Al hablar le
temblaba la voz.
—Odio las despedidas. Los amo a los dos. Rueguen por mí.
Mendelius se prendió a su muñeca para detenerlo. Se esforzó
por hablar. Esta vez, penosa, pero claramente, logró articular unas
pocas palabras.
—La higuera, Jean. Ahora sé. La higuera.
Lotte intentó rogarle.
—Por favor, mi adorado, no trates de hablar.
Jean Marie dijo, esforzándose también por calmarlo:
—Querido Carl, recuerde lo que acordamos. Nada de palabras,
nada de discursos. Dejemos que los árboles crezcan en el tiempo
escogido por Dios.
Lotte le sostuvo la mano y lentamente Mendelius comenzó a
relajarse, Jean Marie besó a Lotte y sin agregar nada más, abandonó
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la habitación.
Se encontraba en la mitad de su camino hacia París, con el
avión abriéndose paso a través de tempestuosos nubarrones, cuando,
bruscamente, las palabras de Mendelius cobraron todo su sentido
para él. Eran el eco del texto del Evangelio de Mateo que él había
encontrado abierto sobre su falda el día de la visión.

"… De la higuera, aprended esta parábola: cuando ya


sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en cuenta
de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando
veáis todo esto, caed en cuenta de que Él está cerca, a las
puertas…"

Sintió que lo invadía un extraño alivio, casi un júbilo, como una


exaltación. Si Carl Mendelius creía, al fin, en la visión, entonces Jean
Marie Barette había dejado de estar totalmente solo.
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2005

CAPITULO 9

En París aquel sueño en que él era portador de un contagio


mortal, se transformó en realidad. Su hermano Alain Hubert Barette,
cabellos y lengua de plata, pilar de la sede bancaria del Boulevard
Haussmann, que quería mucho a Jean Marie, se sintió, no obstante,
impactado de pies a cabeza, incluidas las suelas de sus zapatos
hechos a medida, por la solicitud que éste le presentó. Estaba
dispuesto, claro está, a tomar las medidas financieras adecuadas,
pero abrir un conglomerado bancario que ya tenía cuarenta años de
exitosa vida, desmantelar los complicados convenios internacionales
que sostenían esta vida, ni pensarlo: pas possible. Jean había llegado
en el momento más inoportuno. Sería muy difícil alojarlo en casa de
la familia. La estaban redecorando. Y Odette vivía en un estado
permanente muy cercano a la histeria. Y en cuanto a los sirvientes,
¡oh Dios! Sin embargo, el banco estaría más que dispuesto y dichoso
de que él usara el apartamento del Lancaster hasta que le fuera
posible hacer otros arreglos.
Fuera de la histeria, ¿cómo estaba Odette? Bien, bastante bien,
pero impresionada, verdaderamente devastada por la abdicación. Y,
naturalmente, cuando el cardenal Sancerre, arzobispo de París había
regresado del consistorio y habían comenzado a circular aquellas
historias tan raras, bueno, todo ello había sido fuente de profunda
zozobra para toda la familia.
¿Contactos políticos? ¿Encuentros diplomáticos? En tiempos
normales Alain Hubert Barette se habría sentido dichoso de
propiciarlos y ofrecer su casa para tales reuniones, pero en estos
precisos momentos… eh… él aconsejaba más bien una gran
discreción. No era conveniente arriesgarse a recibir un desaire y esto
era lo que podría ocurrir si se intentaba un contacto demasiado
directo con estos caballeros del Ministerio de Relaciones Exteriores y,
con mayor razón aún, con el Presidente. ¿Por qué, mejor, no venir a
cenar mañana con Odette y las niñas para discutir juntos el
problema? Entretanto, veamos el asunto económico. Hasta que fuera
posible reconstituir los convenios actualmente vigentes, el banco
estaba dispuesto a abrirle a Jean Marie un crédito substancial, crédito
naturalmente garantizado por el mismo trust.
—…Ahora, ocupémonos de firmar estos documentos, de
manera que puedas entrar inmediatamente en posesión de tus
fondos. Sugiero —estrictamente entre hermanos que se quieren—
que el primer requisito para una vida decente es un buen sastre y un
camisero experto. Después de todo tú sigues siendo un Monseñor y
aun tus ropas de seglar deben insinuar esta oculta dignidad tuya.
Esta última pequeña idiotez colmó la medida, provocando en
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2005
Jean Marie una gálica, helada furia.
—¡Alain, eres un tonto! Eres además un snob absolutamente
carente de buen gusto, un minúsculo, afanoso y mezquino
comerciante en dinero. No iré a tu casa. No aceptaré el apartamento
en el Lancaster. Me darás inmediatamente el dinero que necesito.
Citarás a los fideicomisarios a una reunión a las diez, mañana por la
mañana y allí discutiremos en detalle su pasada administración y sus
futuras actividades. Tengo poco tiempo y mucho que hacer por
delante. Y no permitiré que las tonterías burocráticas de tu banco me
inhiban y perturben. ¿Me he expresado claramente
—Jean, ha habido un malentendido. Yo nunca quise…
—Tranquilo, Alain. Mientras menos digas, mejor. ¿Cuáles son los
documentos que tengo que firmar para entrar inmediatamente en
posesión del dinero que necesito?
Quince minutos después, todo había quedado arreglado. Un
Alain completamente dominado había hecho el último llamado para
citar al último fideicomisario a la reunión del día siguiente. Limpió sus
manos con un pañuelo de seda y se entregó de lleno a un
cuidadosamente elaborado discurso de excusas.
—¡Por favor! Somos hermanos. No debemos pelear. Tú debes
tratar de comprender: actualmente vivimos sometidos a una enorme
tensión. Los mercados del dinero parecen haber enloquecido.
Tenemos que defendernos como si estuviéramos luchando en el
campo raso contra bandidos. Sabemos que habrá guerra. De manera
que el problema es: ¿cómo proteger los haberes del banco y los
nuestros propios? ¿Qué medidas tomar respecto de nuestras vidas?
Hace tanto tiempo ya que tú estás lejos de todo esto, tu vida ha sido
tan protegida…
A pesar de su ira, Jean Marie no pudo evitar reírse, una
saboreada risa de auténtica diversión.
—¡Eh, eh, eh, hermanito! Mi corazón sangra por ti. Un cuanto a
mí, no sabría qué hacer con todas esas cajas inertes y bóvedas de
seguridad llenas de papel y moneditas y oro en barras. Pero a pesar
de todo tienes razón. Es muy tarde ya para pelear y también es muy
tarde para ese estúpido afán de moda. ¿Por qué no tratas de ponerte
en contacto con Vauvenargues por teléfono…? Querría hablar con él.
—¿Vauvenargues? ¿El ministro de Relaciones Exteriores?
—El mismo.
—¡Como quieras! —Alain se encogió resignadamente de
hombros y consultó el libro de direcciones que tenía sobre el
escritorio. Conectó el teléfono a su línea privada y marcó el número.
Jean Marie escuchó, fríamente divertido esta mitad de diálogo.
—¡Aló! Habla Alain Hubert Barette, Director de Halévy Frères et
Barette, banqueros. Comuníqueme con el ministro, por favor… Se
trata de un amigo mío, un viejo amigo, que acaba de llegar a París y
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2005
que desea hablar con él… El amigo es monseñor Jean Marie Barette,
que fue Su Santidad el Papa Gregorio XVII… ¡Oh, sí! ¡Ya veo!
Entonces, tal vez, tendría la bondad de darle el mensaje al ministro
para que él pueda llamar de vuelta a este número… Gracias.
Colgó el teléfono e hizo una mueca de disgusto.
—El ministro está en conferencia. Le darán el mensaje… Tú has
vivido esto, Jean. Conoces la rutina en estos casos. Cuando te ves
obligado a explicar los motivos de tus llamados y tu presente
identidad, la verdad es que estás, diplomáticamente al menos,
muerto. Oh, estoy seguro de que el ministro te llamará, pero ¿que
pretendes hacer con un insípido apretón de manos y un comentario
sobre el tiempo…?
—Haré yo mismo el próximo llamado. —Jean Marie consultó su
libreta de bolsillo y marcó el número del más importante consejero
presidencial, un hombre con el cual, durante su pontificado, había
mantenido la más constante y amistosa de las relaciones. Le
respondieron al momento.
—Aquí, Duhamel.
—Pierre, habla Jean Marie Barette. Estoy en París por unos
pocos días por asuntos personales. Me gustaría verlo a usted y a su
patrón.
—Y a mí me gustaría verlo a usted. Pero tendrá que ser en
privado. En cuanto a mi patrón, lamento decírselo, pero no será
posible. La consigna oficial es: "fuera". Usted se ha transformado en
un indeseable.
—¿De dónde viene esa consigna?
—De su jefe a mi jefe. Y los Amigos del Silencio han estado muy
ocupados trabajando en los niveles secundarios. Dónde se aloja?
—Todavía no lo he decidido.
—Es preferible que lo haga fuera de la ciudad. Tome un taxi y
hágase conducir a la Hostellerie des Chevaliers. Queda más o menos
a tres kilómetros por este lado de Versalles. Telefonearé
inmediatamente para que le tengan preparado el alojamiento… Firme
como el señor Grégoire. No le pedirán ningún documento. Y en
camino a casa, alrededor de las ocho pasaré a verlo. Ahora debo
irme. Hasta pronto.
Jean Marie colgó. Había llegado su turno de pedir disculpas.
—Tenías razón, hermanito. Diplomáticamente estoy muerto y
enterrado. Bueno, ya es tiempo de que me vaya. Transmite mi cariño
a Odette y las chicas. Trataré de arreglarme para que podamos cenar
juntos mañana, antes de mi partida.
—¿No has cambiado de opinión respecto del Lancaster?
—Gracias, pero no. Si soy portador de una peste, prefiero no
contagiar a mi familia. Mañana a las diez, ¿eh?
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2005

La Hostellerie des Chevaliers, conjunto de viejas casas de


campo transformadas en un agradable y discreto hotel, resultó una
grata sorpresa. Los edificios estaban rodeados de prados
meticulosamente mantenidos, de rosedales y, más allá, de una
cortina de sauces entre los que se deslizaba un arroyo de molino.
La patrona era una guapa mujer de poco más de cincuenta
años, que le dispensó de todos los formalismos del registro en el hotel
y lo condujo inmediatamente a un confortable apartamento cuyas
ventanas abrían sobre un prado privado y un estanque de nenúfares.
Le explicó que podría hacer cuantos llamados telefónicos quisiera con
plena seguridad, que el refrigerador estaba provisto de licores y
bebidas, y que, como amigo del señor Duhamel, sólo tendría que
levantar un dedo para que la Hostellerie completa se pusiera a su
servicio.
Al deshacer su maleta, se divirtió, y al mismo tiempo se
sorprendió de constatar cuan liviano era su equipaje: un traje, un
impermeable, una chaqueta deportiva y un par de pantalones, una
camiseta de lana, dos pares de pijamas y media docena de camisas,
ropa interior y calcetines, constituían todo su ajuar. El resto de su
impedimenta consistía en artículos de tocador, el estuche
conteniendo los objetos necesarios para celebrar la misa, un
breviario, un misal y un libro de bolsillo… Dinero suelto, un libreto de
cheques de viajero y una carta circular de crédito de Halévy Frères et
Barette formaban su base económica. Por la carta de crédito y hasta
que los fideicomisarios liberaran algunos de los fondos que
correspondían a su patrimonio, era, momentáneamente, deudor del
banco. Por lo menos, pensó, era libre de moverse donde y como
quisiera, lo que le permitía estar preparado para responder
rápidamente al llamado así como siglos antes lo había estado Juan,
hijo de Zacarías, en el desierto.
Lo que ahora había comenzado a inquietarlo era la creciente
conciencia de su aislamiento y de su precaria dependencia de la
buena voluntad de sus amigos. Sin embargo, a pesar de todo, en el
centro de sí mismo existía un gran remanso de paz, un lugar, un área
por decirlo así, donde todos los contrarios se habían reconciliado; y
por otra parte, seguía siendo un hombre sometido a las variaciones
químicas de la carne y a las inestabilidades físicas de la mente.
El arma de la separación, del rechazo hacia las tinieblas
exteriores, había sido usada contra él en los oscuros y amargos días
de su abdicación. Ahora se estaba usando una vez más con el objeto
de reducirlo a la impotencia en la arena política. Pierre Duhamel,
antiguo y avezado consejero del presidente de la república, no era un
hombre dado a la exageración. Si él afirmaba que uno se estaba
muriendo, eso quería decir que ya era tiempo de llamar al sacerdote,
y si decía que uno estaba muerto, eso significaba que los talladores
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de piedra ya estaban labrando el epitafio.
El hecho mismo de que Pierre Duhamel hubiera fijado una cita
para tan pronto, era en sí indicativo de crisis. En todos los años que
Jean Marie lo conocía y era su amigo, siempre había visto a Duhamel
ceñirse al mismo y espartano código: "Tengo una esposa: la mujer
con quien me casé. Tengo una querida, la república. Nunca me
cuente nada que yo no pueda, a mi vez informar. No trate nunca de
comprarme. No patrocino ni apoyo a nadie y sólo aconsejo a aquéllos
que me pagan para que los aconseje. Respeto todas las formas de fe.
Pido que se respete mi propia y privada forma de fe. Si confía en mí,
nunca le mentiré. Si me miente, comprenderé, pero nunca más
volveré a confiar en usted".
En los días de su pontificado, Jean Marie había tenido
numerosos contactos con este hombre tan extrañamente atractivo,
de apostura de campeón, de capacidad para razonar tan
elocuentemente como Montaigne y que cada tarde llegaba a su hogar
para adorar a una mujer que una vez había sido la reina de París y
que ahora se había transformado en la víctima de una esclerosis
múltiple.
Tenían un hijo en Saint Cyr y una hija, algo mayor, que había
ganado una buena reputación como productora de programas de
televisión. Respecto del resto, Jean Marie no sabía nada y tampoco
había investigado. Pierre Duhamel era lo que su presidente
proclamaba que era: "un buen compañero de viaje: un hombre
bueno".
Jean Marie cogió su breviario y salió al jardín para leer las
vísperas del día. Era éste uno de sus hábitos más queridos; la oración
de un hombre que, al término de la jornada, camina por el jardín de la
mano con Dios. Los salmos del día comenzaban con uno de sus
cánticos preferidos: Quam Dilecta: "Qué amables tus moradas, oh
Yahveh Sebaot — Anhela mi alma y languidece — tras los atrios de
Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría — hacia el Dios vivo
— Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, — y para sí la golondrina
un nido — donde poner sus polluelos…"
Era la perfecta oración para una tarde de verano como ésta,
con las sombras que se alargaban y el aire todavía lánguido con el
perfume de las rosas. Al doblar por un sendero empedrado buscando
el verdor de otro prado, oyó voces de niños y momentos después vio
a un grupo de pequeñuelas uniformadas en delantales de tela de
cuadros jugando con un par de maestras. En un banco cercano una
mujer de más edad dividía su atención entre el juego y un bordado
que tenía en la mano.
Al pasar Jean Marie por el pedregoso sendero una de las niñas
se salió del grupo y corrió hacia él. Pero al hacerlo resbaló por el
borde del camino y vino a caer casi a sus pies. La niña rompió a llorar
y entonces él la levantó y la llevó en brazos hasta el banco donde se
encontraba la mujer de más edad que la acarició, limpió suavemente
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su sucia rodilla y le ofreció un dulce para consolarla. Y fue solamente
en aquel momento que Jean Marie se dio cuenta de que la niña era
mongólica, como por lo demás lo eran todas las otras niñas del grupo.
Al constatar la impresión que el descubrimiento le había producido, la
mujer le alcanzó la niña y le dijo, con una sonrisa:
—Somos del Instituto que está allí, al otro lado de la calle. Esta
pequeña nos acaba de llegar. Echa mucho de menos a su familia y
piensa que todo hombre que ve es su papá.
—¿Y dónde está su papá? —Había en la voz de él, un dejo de
censura.
La mujer sacudió la cabeza.
—¡Oh no!, no es lo que cree. El acaba de enviudar y considera,
con razón, que la chica está mucho mejor aquí, con nosotros. En el
Instituto tenemos alrededor de cien niños. La patrona del hotel nos
permite que los traigamos aquí a jugar. Ella tuvo una sola hija,
mongólica y que murió muy joven.
Jean Marie extendió los brazos. La niña se refugió en ellos y lo
besó. Luego se sentó en su falda y comenzó a jugar, feliz, con los
botones de su camisa. El dijo:
—Parece muy afectuosa.
—La mayoría lo son —le contestó la mujer—. La gente que
puede guardar a estos niños en la familia no tarda en darse cuenta
que tenerlos es como tener constantemente un bebé en casa… Pero,
claro, la tragedia comienza cuando el niño llega a la adolescencia y a
la madurez y los padres envejecen. Los varones suelen tornarse duros
y violentos. Las niñas son víctimas fáciles de la invasión sexual. Y así
el futuro es siempre muy negro tanto para los padres como para los
hijos… Es triste. ¡Yo los quiero tanto!
—¿Cómo mantienen el Instituto?
—El gobierno provee los fondos. Y a los padres que pueden
hacerlo, se les pide una contribución. También solicitamos la caridad
privada. Felizmente tenemos algunos benefactores generosos como
el señor Duhamel que vive cerca de aquí. Llama a las niñas les
petites bouffonnes du Bon Dieu…, "los pequeños bufones de Dios…"
—Es un pensamiento muy dulce.
—¿Conoce a monsieur Duhamel tal vez? Es un hombre muy
importante; dicen que es la mano derecha del Presidente.
—De reputación —dijo cuidadosamente Jean Marie. La niña se
deslizó de sus rodillas y comenzó a tironear de su mano para invitarlo
a caminar con ella. El preguntó.
—¿Puedo llevarla al estanque a ver los peces?
—Por supuesto. Yo también iré.
Al levantarse Jean Marie, el breviario que llevaba en el bolsillo
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cayó sobre el banco. La mujer lo recogió, echó una mirada al título y,
dejando de lado su bordado, libro en mano, siguió tras él.
—Dejó su breviario, padre.
—¡Oh! Gracias.
El aceptó el libro y lo guardó nuevamente en su bolsillo. La
mujer tomó la mano de la niña y acordó su paso al de Jean Marie.
Dijo.
—Tengo la curiosa impresión de haberlo visto en alguna parte.
—Pero yo estoy seguro de que no hemos podido encontrarnos.
He estado mucho tiempo ausente de Francia.
—¿Es misionero, tal vez?
—En cierto sentido, sí.
—¿Dónde sirvió usted?
—Oh, en varios países, pero sobre todo en Roma. Ahora estoy
retirado. Y he venido a casa a pasar las vacaciones.
—Yo creía que los sacerdotes jamás se retiraban.
—Digamos que mi retiro es sólo temporal… Ven, pequeña.
Vamos a ver a los peces dorados.
Levantó a la niña, colocándola sobre sus hombros y, al tiempo
que se dirigía al estanque con ella, comenzó a cantar una canción
venida de su propia infancia. La mujer se detuvo y desde allí, a la
distancia, permaneció observándolos. El parecía ser un hombre muy
agradable, que obviamente amaba a los niños, pero, pensó para que
un sacerdote tan vigoroso como éste se hubiera retirado tan
temprano en la vida, tenía que haber algún motivo muy poderoso.
A las ocho, muy puntualmente, Pierre Duhamel golpeó a la
puerta del apartamento. Tenía que irse antes de las nueve, pues
nunca dejaba de cenar con su esposa. Entretanto aprovecharía para
tomar un Campari-soda con Jean Marie, a quien parecía considerar —
no sin un leve dejo de diversión— como un memorable sobreviviente,
algo así como un mamífero de tiempos prehistóricos.
—¡Dios mío…! ¡La verdad es que lo echaron fuera sin
miramientos y luego le lanzaron encima una aplanadora!
Francamente debo decirle que estoy asombrado de verlo tan
saludable… ¿Qué ha hecho para que se hayan encarnizado de tal
forma sobre usted? Claro está que esa gran historia en la prensa no
ha ayudado a hacerlo popular con la jerarquía de la Iglesia francesa.
Los Amigos del Silencio son muy poderosos en estos lugares… Y
luego me enteré de que su amigo, Mendelius, había sido víctima de
una bomba terrorista…
—Sí, en efecto, de un ataque por medio de una bomba. Pero no
de un ataque terrorista. La cosa fue planeada y ejecutada por un
agente de la C.I.A., Alvin Dolman.
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—¿Por qué la C.I.A.?
—¿Por qué no? Dolman era su agente en Tübingen. Pienso que
todo ello fue parte de un limpio trabajo hecho por los americanos
para sus amigos de la Bundesrepublik. Su objetivo era
desembarazarse de un académico muy influyente que podía causar
problemas cuando llegara el momento del llamado a las armas.
—¿Alguna prueba?
—Para mí, suficientes. Sin embargo, no suficientes para una
declaración pública.
—Muy pronto —Pierre Duhamel batió el licor con su dedo— muy
pronto uno podrá hervir a su madre sobre el Pont Royal sin que nadie
pestañee siquiera. Lo que se ha hecho con usted es sólo una pálida
sombra de lo que se tiene planeado para la represión de las personas
y la supresión de todo debate. Los jefes de la nueva maquinaria de
propaganda harán que Goebbels parezca un colegial aficionado… Su
retorno al mundo es demasiado reciente de manera que usted no
conoce aún el impacto de los métodos de esta gente pero, por Dios
que son efectivos.
—¿Lo que implica que usted está de acuerdo con ellos?
—Por penoso que me resulte confesarlo, sí, estoy de acuerdo.
Ve usted, amigo mío, sobre la premisa de que una guerra atómica es
inevitable —y ése es nuestro pronóstico militar y su propia profecía,
recuérdelo— las grandes masas solo pueden ser protegidas a través
de un intenso programa de condicionamiento psicológico y físico. No
poseemos ningún medio capaz de defender al pueblo de París de los
estallidos de las bombas, de las radiaciones o de los gases que
afectan al sistema nervioso o de los virus letales. Si nos limitáramos a
anunciar el puerco hecho, tout court, se produciría un inmediato
pánico. De manera que, a cualquier costo, y mientras nos sea posible,
debemos mantener a la gente trabajando. Si eso implica barrer las
calles con los tanques dos veces al día, pues lo haremos. Si eso
implica redadas al amanecer sobre los disidentes o los idealistas
parlanchines, pues los sacaremos de sus camas en pijamas y ropas
de noche, fusilaremos a unos pocos y eso servirá de advertencia para
los demás. Y si luego necesitamos de algunas diversiones —pan, circo
y orgías en las escaleras del Sacré Coeur— también recurriremos a
ellas… Y nadie discutirá lo que hagamos. Porque para entonces todos
nos habremos transformado en Amigos del Silencio; y que Dios se
apiade del que se atreva a abrir su boca en el momento inapropiado…
Este, amigo mío, es el escenario. Y créame que no me gusta más de
lo que le gusta a usted, pero, de todos modos, es el que recomendé a
mi Presidente.
—¡Entonces, por piedad! —dijo Jean Marie en un esfuerzo de
persuasión—. ¿No cree que debería considerar también el escenario
que yo sugiero? Cualquier cosa seguramente será mejor que la
brutalidad primitiva y las bacanales que usted está preparando para
ofrecer.
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—Estamos llevando a cabo esta tarea a conciencia —le contestó
Duhamel con helado humor—. Las mejores autoridades en psiquiatría
nos han asegurado que la táctica de oscilación entre la violencia y la
indulgencia báquica producirá en el pueblo una mezcla de
desconcierto y de docilidad a las directivas del gobierno, con tanta
mayor razón cuanto que los hechos serán conocidos sólo por
informaciones de persona a persona, ya que nada pertinente será
publicado en la prensa o en la televisión…
—¡Eso es monstruoso! —dijo Jean Marie Barette que se había
puesto furioso.
—Por supuesto que es monstruoso. —Pierre Duhamel se alzó
expresivamente, de hombros—. Pero considere la alternativa. Aquí la
tengo conmigo.
Sacó de su billetera y extrajo de ella un recorte de diario
cuidadosamente doblado, que extendió ante Jean Marie. Continuó:
—Estas son sus propias palabras, creo, como Gregorio XVII,
citadas por Mendelius en su artículo sobre usted. Debo presumir que
la cita es auténtica. Esto es lo que dice:

"…Es evidente que en estos días de calamidad


universal las estructuras tradicionales de la sociedad no
serán capaces de sobrevivir. Se desatará una lucha a
muerte en torno de las necesidades más elementales de la
vida como comida, agua, combustible y abrigo. La autoridad
será usurpada por los más fuertes y los más crueles. Las
grandes sociedades urbanas se fragmentarán en grupos
tribales, cada uno hostil al otro. Las áreas rurales serán
objeto de pillaje. Y las personas serán consideradas como
bestias de presa, así como los animales que hoy llevamos al
matadero para que nos alimenten. La razón se oscurecerá
de tal modo que el hombre buscará fortaleza y consuelo en
las más primitivas y violentas formas de la magia. Aun para
aquellos que más fuertemente fundan su vida en la Promesa
del Señor, será muy difícil mantener su fe y continuar dando
hasta el fin, el indispensable testimonio… ¿Cómo deberán,
entonces, comportarse los cristianos, en estos tiempos de
prueba y terror?
"…Desde el momento en que ya no será posible para
ellos mantenerse unidos en grandes grupos, deberán
dividirse en pequeñas comunidades, cada una de las cuales
deberá ser capaz de sostenerse a sí misma por el ejercicio
de la fe común y de una verdadera y mutua caridad…"

—Ahora veamos lo que usted nos enseña aquí. Desórdenes y


caos a escala mundial en todos los niveles de las relaciones sociales.
Y contra eso, ¿qué alternativa? ¿Cuál es su receta? Pequeñas
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comunidades de elegidos llevando a cabo experimentos seminales en
el ejercicio de la caridad y de otras virtudes cristianas. ¿He resumido
bien?
—Tal como usted lo presenta, sí.
—Cualquiera que sea el gobierno o el tipo de jefatura que exista
aún en ese momento, deberá tener en cuenta en primer término a los
bárbaros. Y ¿de que otra manera podrá llevar a cabo la tarea sino a
través de las medidas violentas que hemos contemplado? Después de
todo sus elegidos —y no hablemos de los elegidos de otros cultos—
cuidarán de sí mismos, o Dios Todopoderoso cuidará de ellos…
Miremos las cosas de frente, amigo mío y comprenda que la razón por
la que su propia gente se desembarazó de usted, es porque sabe que
es imposible argumentar contra el principio que usted sustenta. Es un
hermoso principio: el pueblo de Dios cultivando su jardín de gracias,
tal como los monjes y las religiosas lo hicieron en la edad oscura de
Europa. Pero en el fondo sus obispos son hombres fríamente
pragmáticos. Saben que si de verdad usted quiere que prevalezcan la
ley y el orden, debe comenzar por demostrar cuan terrible puede ser
el caos. Si desea que reine la moralidad, entonces deberá primero
permitir que Satán se desate por las calles, amplio y poderoso como
la vida, de tal forma que le sea posible dispararle y matarlo allí mismo
enfrente de un aterrorizado populacho… Y en todos los países del
mundo, esta misma historia se repite; porque ninguna nación puede ir
a la guerra si su pueblo no está conforme con ella. Por lo demás, esta
mentalidad de ciudadela sitiada ha sido adoptada incluso por su
propia Iglesia: nada de debates, regresemos a una moralidad de
cocina y dejemos que todos vayan a Misa el domingo de manera de
poder ofrecer un testimonio público en contra de los infieles… lo
último que la Iglesia desea es un profeta errante anunciando
desastres entre las tumbas…
—¿Aun si sabe que el desastre viene?
—Justamente porque sabe que viene. Precisamente porque
sabe que viene. No es capaz —así como tampoco somos capaces
nosotros— de enfrentar lo inenarrable antes que suceda. Y ésa es la
única razón de la existencia de los Amigos del Silencio y de sus
equivalentes en el gobierno secular. —Repentinamente se echó a reír
—. Amigo mío, no se impresione tanto. ¿Qué esperaba de Pierre
Duhamel? ¿Un tranquilizante y una cucharada de jarabe
adormecedor? Los católicos romanos no son los únicos que poseen
bienes y tiene fieles aquí en la república, han dado al gobierno
garantías de lealtad en caso de emergencia nacional… Y el motivo
por el cual se están aferrando ahora a los viejos modelos de la
experiencia y de la cultura es porque saben que carecen de tiempo
para forjar nuevos moldes o acostumbrar a su gente a vivir con ellos.
Jean Marie permaneció, por un largo momento, en silencio.
Luego habló suavemente.
—Acepto lo que me dice, Pierre. Ahora, le ruego que me
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conteste a una pregunta. ¿Qué preparativos ha hecho personalmente
para el día en que se lancen los primeros cohetes?
Duhamel había dejado de sonreír. Se tornó su tiempo para
coordinar su respuesta.
—Ese es el día que nuestro escenario ha bautizado con el
nombre de Día R, por Rubicón. Si cualquiera de las grandes potencias
toma ese día cualquiera de una media docena de acciones posibles,
entonces la química de los acontecimientos será irreversible. La
guerra será declarada. Y seguirá un conflicto a escala mundial. En el
Día R me iré a casa. Bañaré a mi mujer. Le cocinaré su comida
favorita, abriré una botella del mejor vino de mi bodega y me tomaré
el tiempo necesario para beberlo con calma. Luego llevaré a mi
esposa a la cama, me tenderé a su lado y administraré para ambos el
veneno preparado. Ambos estamos de acuerdo. Nuestros hijos lo
saben. No les gusta la idea. Por otros motivos, tienen otros planes,
pero respetan nuestra decisión… Mi mujer ha sufrido ya bastante. No
quiero que tenga que sufrir ahora los horrores de lo que seguirá. Y
enfrentar esos horrores sin ella, sería para mí un masoquismo sin
sentido.
Había sido desafiado y lo sabía. Era el mismo desafío que Carl
Mendelius le había lanzado en los jardines de Monte Cassino: "He
conocido gente que prefiere la eterna nada a la visión de Siva el
Destructor". Pierre Duhamel era un inquisidor aún más formidable,
porque carecía de las inhibiciones de Mendelius. Ahora esperaba su
respuesta. Jean Marie Barette dijo, calmadamente:
—Creo en el libre albedrío, Pierre. Creo que todo hombre es
juzgado de acuerdo con las luces que ha recibido. Si elige terminar
con una situación intolerable por un medio estoico, puedo condenar el
acto, pero no juzgo al actor. Más bien lo encomendaré como me
encomiendo a mí mismo, a la misericordia de Dios… Sin embargo,
tengo aún una pregunta.
—Hágala —dijo Pierre Duhamel.
—Para usted y para su esposa, todo termina en el Día del
Rubicón. Pero ¿qué ocurrirá con los desamparados, con sus pequeñas
payasos de Dios por ejemplo? ¡Oh, sí! Las vi esta tarde en el jardín.
Hablé con su gouvernante que me contó que usted era uno de sus
más importantes benefactores. De manera que, cuando lleguen los
tiempos malos, ¿qué hará usted? ¿Dejarlos que mueran como pollos
en el tostador o entregarlos como juguetes a los bárbaros? Pierre
Duhamel terminó su bebida y dejó el vaso sobre la mesa. Sacó un
pañuelo y se limpió los labios. Luego habló, con triste formalidad.
—Es usted un hombre muy inteligente, monseñor, pero no ha
previsto todo el futuro. Me he ocupado de mis pequeños payasos. Una
serie de directivas políticas secretas ha dispuesto que todas las
personas que por razones de insania, enfermedad incurable u otro
tipo de impedimento físico, puedan significar en un caso de guerra,
un peso para el estado, serán, desde el primer momento de las
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hostilidades, discretamente eliminadas. Hitler nos ha provisto de
todos los modelos para el caso. Y hemos mejorado el prototipo al
incluir en nuestros proyectos medios compasivos y no brutales, de
exterminación… ¿Esto lo impresiona, no es así?
—Lo que me impresiona es el hecho de que usted pueda
continuar viviendo con semejante secreto.
—¿Qué puedo hacer? Si tratara de hacer público lo que sé, me
considerarían loco, así como le ocurrió a usted con su visión de
Armageddon y de la Segunda Venida. Así es que, como usted ve
ambos estamos embarcados en la misma y triste galera.
—Entonces, amigo mío, veamos la forma de salimos de ella.
—Para comenzar —dijo Duhamel— consideremos su problema.
Tal como ya se lo dije, usted es un indeseable. Cada día le será más
difícil circular. Algunos países incluso vacilarán antes de otorgarle una
visa de entrada. Donde llegue, será molestado y perseguido. Se
examinará su equipaje y tendrá que sostener largas y agotadoras
sesiones con los custodios de las fronteras… Se sorprenderá al
descubrir cuan incómoda puede ser la vida. De manera que,
considerando todo eso, creo preferible que lleve un pasaporte con
otro nombre.
—¿Puede hacer eso?
—Lo hago constantemente para la gente que envío en misiones
especiales. Usted no está en misión especial, pero constituye, a todas
luces, un caso muy especial… ¿Tiene alguna fotografía reciente suya?
—Tengo una docena de copias de la de mi último pasaporte…
Me dijeron que algunos países las exigían para otorgar la visa.
—Déme tres de ellas. Tendré listo su pasaporte nuevo mañana
por la mañana.
—Es un buen amigo, Pierre. Gracias.
—¡Por favor! —Pierre Duhamel lo miró con una súbita y pícara
sonrisa. Mi patrón, el Presidente, quiere que usted abandone cuanto
antes este país y he recibido instrucciones de hacer todo lo posible
para facilitarle el camino de salida.
—¿Por qué se preocupa tanto por mí?
—Porque comprende el teatro —dijo secamente Pierre Duhamel
—. Ver a un hombre caminando sobre el agua es un milagro, pero que
dos lo hagan resulta completamente ridículo.
La imagen los divirtió. Rieron y la risa compartida alivió la
tensión. Pierre Duhamel abandonó su rol de defensiva ironía y habló
más libremente.
—…Cuando uno ve los planes de batalla, parece estar frente a
una visión del infierno. El esquema no escatima horrores. Todos están
presentes. Hay bombas de neutrones, gases venenosos, rociadores
de enfermedades mortales. Teóricamente, por supuesto, todo ello
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está basado en la idea de una acción limitada, de tal forma que los
grandes horrores se guardan en reserva como amenazas. Pero en el
hecho, una vez que se hayan llevado a cabo los primeros disparos, no
habrá límites para la escalada. Cundo se ha cometido el primer
asesinato, todo el resto resulta muy fácil, porque se tiene una sola
vida para pagar al verdugo.
—¡Basta! —Jean Marie Barette detuvo bruscamente la
conversación. —Usted con su cuadro de horrores, ha llevado a su
esposa y se ha llevado a sí mismo a un pacto suicida. Pero yo rehúso
rendirme y entregar este planeta a la libre acción del mal. Si
logramos conservar aunque solo sea un rincón para la esperanza y el
amor, entonces habremos ganado… Pierre, usted odia lo que se está
perpetrando. Detesta su propia impotencia ante la invasión de la
sinrazón… ¿Por qué no hacer un último acto de fe y colocarse
conmigo en la línea de fuego?
—¿Para hacer qué? —preguntó Pierre Duhamel.
—Impresionemos al mundo obligándolo a que nos escuche. Para
comenzar, hablemos de los pequeños payasos de Dios y de lo que les
ocurrirá cuando llegue el Día del Rubicón. Usted se hace cargo de
tener listo el documento probatorio. Yo hablaré con Georg Rainer para
que arregle la conferencia de prensa y enfrentaremos la cosa juntos.
—¿Y entonces?
—¡Dios santo! ¡Despertaremos la conciencia del mundo! Los
pueblos siempre están dispuestos a levantarse en contra del daño
que se hace a los niños.
—¿Lo están realmente? Estamos casi al final del siglo y aún
quedan zonas de Europa donde sigue existiendo el trabajo infantil,
para no mencionar lo que ocurre en el resto del mundo. No hay aún
legislación efectiva contra el abuso que los padres y custodios
cometen con los niños a su cargo, y las mujeres continúan peleando
entre ellas y contra sus legisladores sobre la matanza de los fetos…
No, no mi querido Jean. Confíe en Dios, si quiere, pero nunca confíe
en el hombre. Si yo hiciera lo que sugiere, la prensa silenciaría lo que
dijéramos y la policía nos tendría, antes que transcurriera media hora,
encerrados en las más profundas y secretas celdas, cachots del país…
Lo siento. Soy un servidor de lo que existe. Cuando lo que existe se
torne intolerable, prepararé todo para salirme del escenario. La
comedie est finie… Déme esas fotografías. Mañana por la mañana
tendrá su nuevo pasaporte y su nueva identidad.
Jean Marie tomó las fotografías y se las pasó. Al hacerlo cogió
firmemente la mano de Duhamel.
—No lo dejaré irse así. Lo que está haciendo es terrible. Está
cerrando sus oídos y su corazón a un llamado muy evidente. Y tal vez
sea, para usted, el último llamado.
Duhamel se deshizo de la mano que lo tenía cogido.
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—Se equivoca, monseñor —había en su voz, una subyacente,
lejana tristeza—. Hace ya mucho tiempo que respondí a mi llamado.
Cuando mi mujer cayó enferma y el doctor dio su diagnóstico y la
prognosis de la enfermedad, caminé hasta Notre Dame y me senté
solo frente al santuario. No oré, sino que presenté un ultimátum al
Todopoderoso. Le dije: "Eh bien. Si ella tiene que sobrellevar esto,
quiere decir que lo sobrellevaré yo también. Por todo lo que dure su
vida, la haré tan feliz como sea posible. Pero comprende que con esto
basta. Si nos empujas aunque no sea sino un poco más, si nos exiges
más, te devolveré las llaves de la casa de la vida y nos iremos de ella
los dos…" Bueno, Él esta haciendo precisamente eso, ¿no es así? Aun
cuando habló con usted no le dijo: "Dígale al mundo que se reforme o
en caso contrarío, verá lo que sucede". Usted recibió en síntesis el
mismo mensaje que yo recibo todos los días en los despachos que
llegan a la oficina del Presidente: "El día del Juicio nos está esperando
a la vuelta de la esquina". No hay esperanzas. No hay escape posible.
De manera que, en lo que a mí respecta, los dados están echados. Lo
siento por mis pequeños payasos, pero yo no los traje al mundo, ni
tampoco andaba por allí en el día de la creación. Nada tengo que ver
con este desorden explosivo y sangriento que es nuestro actual
universo, ¿comprende, monseñor?
—Comprendo todo —dijo Jean Marie Barette—, excepto una
cosa. ¿Por qué se toma tanta molestia por mí?
—Sólo Dios sabe. Probablemente porque admiro el coraje de un
hombre que puede tomar la vida y todo lo que ella contiene y
aceptarla sin condiciones. Mis pequeños payasos son así. Pero
solamente porque carecen de la inteligencia que les permitiría saber
lo que está en juego. Por lo menos, morirán felices. —Escribió un
número en la libreta del teléfono—. Este es el número de mi casa. Si
me necesita, llámeme. Si no estoy disponible, pregunte por Charlot.
Es mi mayordomo y un hombre excelente para improvisar
operaciones tácticas. De todos modos, aquí estará a salvo por uno o
dos días por lo menos. Después de eso, tenga cuidado. La gente aún
no lo ha visto, pero los asesinos ya están en la calle.
Después de la partida de Duhamel, se sintió singularmente solo,
campo propicio para todos los temores invernales: la aguda tristeza
del viajero solitario que oye, a lo lejos, desde la línea del tren, el
aullido del lobo. No se halló capaz de comer en la soledad de su
habitación de manera que bajó al restaurante, donde la patrona se
esmeró en colocarlo en una mesa situada en un apacible rincón,
desde donde le fuera posible ver al resto de la gente. Ordenó un
pedazo de melón, un pequeño entrecotte, media botella de vino de la
casa y se instaló a disfrutar de su cena.
Por lo menos allí, por el momento, no se cernía amenaza
alguna. La iluminación del aposento era suave y había flores frescas
en cada una de las mesas, los manteles eran inmaculados y el
servicio discreto. A primera vista los clientes conformaban un
representativo catálogo de acaudalados hombres de negocios y
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burócratas acompañados por sus respectivas esposas e hijos. Cuando
se encontraba haciendo este juicio interno se vio repentinamente
reflejado en un espejo y comprendió que él, que una vez había
llevado la púrpura cardenalicia y el manto blanco de papa, no era
ahora sino un hombre más, de cabellos grises, que vestía el uniforme
de la burguesía.
La absoluta vulgaridad de su propia imagen le recordó una de
las primeras clases de Mendelius —a la que él había asistido— en la
Universidad Gregoriana. Carl estaba explicando la naturaleza de las
parábolas del Evangelio. Muchas de ellas, dijo, eran recuentos de las
diarias que Jesús mantenía con sus discípulos durante las comidas.
Las metáforas de amos y servidores nacían espontánea y
naturalmente de la cotidiana sencillez del ambiente circundante.
Luego Mendelius había agregado una acotación a la sentencia… "Sin
embargo, estas historias tan familiares no eran sino un campo
minado lleno de trampas. Todas ellas contenían contradicciones,
elementos alienantes que obligaban al oyente a revisar todos sus
conceptos y abrían nuevas perspectivas en el acontecimiento más
banal, implicaban una infinidad de nuevas posibilidades, ya sea para
bien o para mal…"
En su propio encuentro con Pierre Duhamel, él había sido
cogido por sorpresa por la finalidad de la desesperación de aquel
hombre, que resultaba tanto más terrible por cuanto carecía
totalmente de pasión y podía servir de marco, sin temor, a las más
monstruosas perversidades, pero que no tenía cabida para la menor
esperanza o para la más sencilla de las alegrías. Era una locura de tal
manera racional que era imposible sanarla ni tampoco argumentar
contra ella. Y sin embargo, sin embargo… ¡había más de una trampa
en aquel campo minado! Pierre Duhamel bien podía desesperar de sí
mismo, pero Jean Marie Barette jamás desesperaría de Pierre
Duhamel. Mantenía su firme creencia en que, mientras siguiera con
vida, Pierre Duhamel estaría siempre al alcance de la infinita
misericordia. Jean Marie podía continuar orando por la salvación de
esa alma, podía aún extender sus manos para deshelar aquel
empecinado corazón.
La carne estaba tierna y el vino a la temperatura debida pero
aun cuando disfrutó saboreándolos, Jean Marie continuó preocupado
por el nuevo desafío con que se enfrentaba. Lo que estaba en juego
ahora no era su credibilidad como visionario sino su simple capacidad
de ser portador de la buena nueva de Dios para el hombre. Había
acusado a Duhamel de rechazar la buena nueva. Pero ¿no era acaso
más bien Jean Marie Barette que una vez fuera papa y servidor de los
servidores de Dios el que había fallado en presentar esa buena nueva
con todo el amor y toda la fe necesarios? Una vez más sintió la
imperativa urgencia de abrirse a una nueva ola de fuerza y autoridad.
Su ensoñación fue interrumpida por la patrona que se detuvo frente a
su mesa para preguntar si estaba disfrutando con su comida. Él, con
una sonrisa, la felicitó.
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—Me han atendido como a un rey, madame.
—En Gascogne diríamos más bien "alimentado como a la mula
del Papa".
—Había en los ojos de ella un resplandor de diversión, pero él
no se sentía en ánimo de seguirle la broma. Preguntó:
—¿Puede decirme si la casa del señor Duhamel se encuentra
lejos de aquí?
—En auto, más o menos diez minutos. Si quiere ir allá mañana,
puedo hacer que alguien de aquí lo conduzca. Pero debería telefonear
primero, porque el lugar está guardado como una fortaleza, por los
hombres de la seguridad y por perros especialmente entrenados.
—Estoy seguro de que el señor Duhamel me recibirá. Y desearía
ir allá inmediatamente después de la comida.
—En ese caso, llamaré a un taxi. El chofer podrá llevarlo y
esperar para traerlo de regreso.
—Gracias, madame.
—Por favor. Es un placer. —Limpió con grandes aspavientos,
unas migas de la mesa y dijo suavemente:
—Por supuesto, prefiero con mucho alimentar al papa que a su
mula.
—Estoy seguro de que él estará encantado de visitarla,
madame, sobre todo cuando yo le haya dado plenas seguridades
sobre su absoluta discreción.
—Respecto de eso —dijo madame dulcemente— todos nuestros
clientes tienen plena confianza en nosotros. El señor Duhamel nos ha
enseñado que el silencio es oro… Como postre, le recomiendo las
frambuesas. Vienen de nuestro propio jardín…
Terminó de comer sin prisa. Pensó que era semejante a un
atleta que estuviera compitiendo provisto de una ayuda secreta que,
en el momento dado, le haría triunfar en la carrera. Su consciente
atención se desvió ahora de Duhamel para concentrarse en su
inválida mujer. Sintió como si ella estuviera extendiendo su mano en
un intento por alcanzarlo. Bebió el último sorbo de su café, caminó
hacia la cabina del teléfono y marcó el número privado que Duhamel
le había dado. Contestó una voz de hombre.
—¿Quién habla, por favor?
—Aquí monsieur Grégoire. Me gustaría hablar con monsieur
Duhamel.
—Me temo que no es posible.
—Entonces le ruego que le diga que estaré en su casa dentro
de quince minutos.
—Creo que no sería conveniente. Madame está muy enferma. El
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doctor está aquí con ella ahora y monsieur Duhamel está en
conferencia con un visitante extranjero,
—¿Por favor, puede decirme su nombre?
—Charlot.
—Charlot, hace dos horas el señor Duhamel lo mencionó como
un hombre de confianza a quien yo podría recurrir en un momento de
emergencia. Ahora se trata de una emergencia, de manera que hará
exactamente lo que le dije y dejará que el señor Duhamel decida por
sí mismo si mi visita es conveniente o no. Estaré allí en quince
minutos.
El taxi llegó en la mitad de una tormenta. El conductor era un
hombre lacónico que anunció sus condiciones para este tipo de
servicio y luego se refugió en un decidido silencio. Jean Marie Barette
cerró los ojos y se concentró en disponer su ánimo para lo que le
sería pedido en el inminente encuentro.
La casa de Pierre Duhamel era una amplia mansión edificada en
el estilo del segundo Imperio, e inserta en un pequeño parque
escondido detrás de una alta verja de hierro forjado. La entrada
principal estaba cerrada y un automóvil de la policía con dos hombres
de guardia se encontraba estacionado allí. Inmediato dilema. En el
teléfono se había identificado como el señor Grégoire. Si la policía
solicitaba ver sus papeles, se revelaría que era en realidad Jean Marie
Barette, un visitante muy comprometedor. Decidió recurrir a una
pequeña estratagema. Bajó la ventanilla del auto y habló al policía
más próximo.
—Soy el señor Grégoire. Tengo una cita con el señor Duhamel.
—Espere un minuto —el policía cogió una radio de bolsillo y
llamó a la casa.
—Un cierto señor Grégoire está aquí. Dice que tiene una cita.
Jean Marie no logró oír la respuesta, pero aparentemente satisfizo al
policía, que asintió y dijo.
—Lo esperan. Su identificación, por favor.
—He recibido instrucciones de no llevarla conmigo en esta
ocasión. Podrá comprobarlo con el señor Duhamel.
El policía llamó de nuevo. Esta vez, antes que la voz de pase
fuera por fin enviada, el intervalo fue más largo. Luego los portales se
abrieron automáticamente, el policía le indicó que pasara y la entrada
volvió a cerrarse tras él. El taxi no había alcanzado a llegar al pórtico
de la casa cuando la puerta de enfrente fue abierta por el propio
Pierre Duhamel que se estremecía de contenida ira.
—¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué es esto? Paulette ha
tenido un colapso. Hay un hombre de Moscú en mi salón. ¿Qué
demonios quiere?
—¿Dónde está su esposa?
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—Arriba. El doctor está con ella…
—Lléveme donde ella.
—Vea. Ella está muy enferma.
—Lléveme donde ella.
Pierre Duhamel se quedó mirándolo como si fuera un extraño, y
luego hizo un leve, cansado gesto de rendición.
—Muy bien. Sígame, por favor.
Lo condujo escaleras arriba y empujó la puerta del dormitorio.
Paulette Duhamel, pálida y contraída, apoyada por todos lados por
almohadones, yacía en el enorme lecho de columnas. El médico a su
lado verificaba su pulso. Duhamel preguntó.
—¿Algún cambio?
El galeno sacudió la cabeza.
—La paraplejia se ha extendido. Los reflejos son más débiles.
Hay fluido en ambos pulmones porque los músculos del sistema
respiratorio están comenzando a fallar. Podríamos tal vez ayudarla
algo más en el hospital, pero no mucho… ¿Quién es este caballero?
—Un viejo amigo. Un sacerdote.
—¡Ah! —El doctor pareció obviamente sorprendido, pero se
mostró lleno de tacto. —Entonces lo dejaré con ella. Ella oscila entre
la conciencia y la inconsciencia. Si hay cualquier cambio notorio, le
ruego que me llame al instante. Estaré en la habitación de al lado.
Con estas palabras, abandonó el cuarto. Pierre Duhamel dijo,
con helada ira:
—No quiero ritos, nada de mumbo-jumbo. Si ella pudiera hablar,
también los rehusaría.
—No habrá ritos —dijo gentilmente Jean Marie Barette—. Me
sentaré a su lado y tomaré su mano. Si quiere, puede esperar, a
menos que su visitante se impaciente.
—Será paciente —dijo rudamente Pierre Duhamel—. Me
necesita. Este invierno, se encuentra amenazado por el hambre.
Jean Marie no dijo nada. Acercó una silla a la cama, se sentó en
ella, cogió la delgada y caída mano de la mujer y la sostuvo entre las
suyas. Pierre Duhamel, de pie junto al lecho presenció entonces una
curiosa transformación. El cuerpo de Jean Marie se puso rígido, los
músculos de su rostro se tensaron de tal forma que, en la media luz
de la habitación parecían tallados en madera. Y algo comenzó a
suceder, que resultaba imposible traducir en palabras. Fue como si
toda la vida del hombre sentado al lado de la cama se hubiera
retirado de las periferias de su cuerpo para refugiarse en algún lugar
secreto situado en el centro de sí mismo. Y durante todo este tiempo
Paulette yacía ahí, triste y encogida muñeca de cera, con los ojos
cerrados, la respiración superficial y llena de estertores, de tal
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manera que Duhamel llegó a desear con todo su corazón que el
suplicio cesara por fin y que aquella mujer —esa mujer esencial y
especial que durante toda su vida él nunca había dejado de amar—
pudiera por fin liberarse y escapar, como un pájaro de su jaula, de
aquella prisión.
Este deseo fue tan intenso que pareció detener el tiempo.
Duhamel nunca supo, después, si se había quedado allí durante
segundos, minutos u horas. Miró una vez más a Barette. Y vio que,
una vez más su aspecto estaba cambiando; los músculos se habían
suavizado, las marcadas facciones se relajaron en una momentánea
sonrisa. Luego abrió los ojos y se dio vuelta hacia la mujer en la
cama. Dijo con sencillez:
—Ahora puede abrir los ojos, madame.
Paulette Duhamel abrió los ojos e instantáneamente los enfocó
en su marido al pie de su lecho. Habló claramente, con voz débil pero
firme.
—Hola, querido. Parece que nuevamente he estado haciendo
tonterías.
Levantó los brazos para abrazarlo y lo primero que Duhamel
notó fue que el constante temblor que había sido característico de las
últimas fases de la enfermedad, había cesado. Se inclinó para
besarla. Cuando se desprendió de ella, Jean Marie Barette estaba en
la puerta, conversando tranquilamente con el médico; éste avanzó
hacia el lecho, tomó el pulso de Paulette y auscultó una vez más su
pecho. Cuando se enderezó, sonreía con incertidumbre.
—¡Bien! ¡Bien! Creo que ahora podremos descansar un poco,
especialmente usted, madame. Parece que, por el momento, lo peor
ha pasado. De todos modos es conveniente que no se mueva. Por la
mañana veremos el medio de arreglar este problema respiratorio.
Pero por ahora, Grâce à Dieu, la crisis ha sido superada. —Al retirarse,
caminando por el vestíbulo acompañado por Duhamel y Jean Marie, el
galeno se tornó más expansivo y voluble—. Con estas enfermedades,
nunca se sabe. Los colapsos súbitos no son demasiado comunes, pero
suelen ocurrir, como ha sucedido esta noche. Luego, con igual
brusquedad, cesan. El paciente regresa a un estado de euforia y la
degeneración provocada por la enfermedad disminuye su ritmo… He
comprobado que a menudo una intervención religiosa, como la suya
esta noche, padre, o la administración de los últimos sacramentos, es
susceptible de producir en el paciente una gran paz, lo cual
constituye en sí mismo una terapia… Tal vez recordarán que en la
antigua isla de Cos…
Pierre Duhamel lo llevó diplomáticamente hasta la puerta y
luego regresó donde Jean Marie. Daba la impresión de un sonámbulo
caminando en un país extraño. Al mismo tiempo se mostraba
curiosamente humilde.
—Ignoro lo que hizo o cómo lo hizo, pero creo que le debo una
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vida —dijo Duhamel.
—No me debe nada. —Jean Marie habló con espartana
autoridad—. Usted está en deuda con Dios; pero desde el momento
en que está en desacuerdo con Él, ¿por qué no le paga a través de
sus pequeños payasos?
—¿Qué le impelió a venir esta noche?
—A veces, así como les ocurre a los locos, oigo voces.
—No se ría de mí, monseñor. Estoy cansado, y mi noche está
muy lejos de haber terminado.
—Ahora me voy.
—Espere. Me gustaría que se encontrara con mi visitante.
—¿Está seguro de que él desea verme?
—Preguntémosle a él —dijo Pierre Duhamel, conduciéndolo
hacia la biblioteca para encontrar en ella a Sergei Andreivich Petrov,
ministro de Agricultura de la U.R.S.S.
Era un hombre bajo, voluminoso como un tonel, medio
circasiano, medio georgiano, que, habiendo nacido dentro de la
autosubsistente economía del Cáucaso comprendía no obstante, casi
como por un instinto animal, los problemas de alimentar a un
continente que se extendía desde Europa hasta las fronteras chinas.
Saludó a Jean Marie con un apretón de manos propio a quebrar
huesos y una tosca broma.
—De manera que Su Santidad se ha quedado sin trabajo. ¿Qué
está haciendo ahora? ¿Asumiendo el papel de eminencia gris para
nuestro amigo Duhamel?
La sonrisa que acompañó estas palabras intentaba borrar la
intención que comportaban, pero Duhamel se encaró bruscamente
con él.
—Eso está fuera de lugar, Sergei.
—Sí, es una mala broma. Lo siento. Pero necesito obtener
algunas respuestas para Moscú. ¿Comeremos este invierno o
deberemos contentarnos con raciones de hambre? Nuestra discusión
fue interrumpida, de manera que no estoy de muy buen humor.
—Es culpa mía —dijo Jean Marie—. Llegué sin ser invitado.
—Y me regaló un milagro privado —dijo Pierre Duhamel—. La
crisis de mi mujer ha sido superada.
—Tal vez querrá hacer otro milagro para mí. Dios sabe cuánto
lo necesito. —Petrov giró en redondo para enfrentar a Jean Marie
Barette. —Para Rusia, dos malas cosechas seguidas significan una
catástrofe. Donde falta el cereal hay que matar al ganado. Donde no
hay reservas de granos nos vemos obligados a racionar a los civiles
con el objeto de poder alimentar al ejército. Ahora los canadienses y
los americanos han suspendido sus envíos de trigo, porque el trigo se
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ha transformado en material de guerra clasificado. Los australianos
están vendiendo todos sus excedentes a China, de manera que aquí
me tienen dando la vuelta al mundo para trocar barras de oro por
trigo… ¿Y me creerá que a pesar de eso me ha sido casi imposible
encontrar siquiera una fanega?
—Y si nosotros le vendemos trigo —añadió Duhamel coronando
con un doloroso comentario las palabras del otro—, nos
transformamos inmediatamente para nuestros vecinos y amigos, en
los pérfidos franceses que rompen la solidaridad de Europa
Occidental y al mismo tiempo nos exponemos a las sanciones
económicas de los americanos.
—Si no consigo en alguna parte el alimento que busco, nuestro
ejército tendrá la excusa final que necesita para precipitar una
guerra. —Se rió sin humor y dejó caer los brazos en un gesto de
desesperación—. De manera que he aquí un desafío para el hacedor
de milagros.
—Hubo un tiempo —dijo Jean Marie— en que mi intervención
significó algo y pudo ayudar al entendimiento entre las naciones. Pero
ese tiempo pasó. Porque si tratara ahora de inmiscuirme en asuntos
de Estado, se apresurarían en eliminarme, por loco.
—No estoy tan seguro de eso —dijo Sergei Petrov—. En estos
momentos, el mundo entero es una verdadera casa de locos. Y usted
es lo suficientemente original para representar la posibilidad de una
oportunidad diferente… ¿Por qué no me llama mañana a la
Embajada? Me gustaría conversar con usted antes de regresar a
Moscú.
—En ese caso —dijo Pierre Duhamel—, ¿por qué no lo llama
usted mejor a la Hostellerie des Chevaliers? A la central telefónica de
su Embajada yo no le confiaría ni siquiera mi lista del lavado, y estoy
tratando por todos los medios a mi alcance de proteger a mi amigo…
Y ahora, Jean, le ruego que nos excuse… tenemos por delante una
larga noche.
Agitó el cordón de una campanilla que estaba cerca de la
chimenea y unos minutos más tarde Charlot estaba en la puerta, listo
para acompañar al huésped hasta el taxi. Jean Marie estrechó las
manos de ambos hombres. Petrov dijo, con una sonrisa:
—Si usted fuera capaz de multiplicar los panes, mañana mismo
le daría mi cargo.
—Mi querido camarada Petrov —dijo Jean Marie Barette—, no
puede esperar que, habiendo borrado a Dios de su Manifiesto
Comunista, Él se haga presente cada vez que ustedes tienen una
mala cosecha.
—Usted se la buscó, Sergei —Pierre Duhamel rió y luego se
dirigió a Jean Marie—. Pasaré mañana a verlo llevando los
documentos… Y tal vez para entonces haya encontrado las palabras
para darle las gracias.
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—Mañana por la mañana tengo una reunión en el banco de mi
hermano. Espero estar de regreso temprano después del almuerzo.
Buenas noches, caballeros.
El impasible Charlot lo acompañó hasta la puerta. El taxista
dormitaba. El coche de la policía continuaba estacionado en el portal
de entrada del parque. A lo lejos, más allá del jardín, oyó el ahogado
ladrido de los mastines y los hombres de la seguridad, que revisaban
el perímetro, espantaron a un zorro fuera de su guarida.

Cuando finalmente terminó sus oraciones y sus preparativos


para acostarse, era ya más de la una de la madrugada. Se sentía
desesperadamente cansado pero no obstante permaneció largo rato
tendido, despierto, tratando de comprender la extraña transcendente
lógica de los acontecimientos de la tarde. Dos veces —la primera con
Carl Mendelius y ahora con Paulette Duhamel— había experimentado
esta infusión del espíritu, esta capacidad de ofrecerse a sí mismo
como elemento conductor de este espíritu, de manera de procurar a
otros este regalo de la seguridad y de la paz.
La sensación era completamente diferente de aquélla que se
asociaba con el éxtasis y las revelaciones de la visión. En aquel caso
él había sido, por decirlo así, prácticamente arrebatado fuera de sí
mismo, sujeto a una iluminación, dotado de un conocimiento que no
había ni deseado ni solicitado. El efecto de todo ello había sido
instantáneo y permanente y lo había marcado para siempre.
La infusión del espíritu era al contrario un fenómeno transitorio
Se originaba en un impulso de piedad o de amor o aun en la simple
comprensión de la profunda necesidad de alguien. Se producía
entonces una empatía, más aún, un cierto modo de identidad entre él
y la persona necesitada. Era él quien imploraba, en virtud de los
méritos del Hijo Encarnado, la merced del Padre invisible, y era él
mismo quien se ofrecía como el vehículo a través del cual pudieran
pasar los dones del Espíritu. No había en todo ello nada de milagroso,
nada de magia o de taumaturgia. Era solo un acto de amor, instintivo
e irrazonado que hacía posible la renovación del don.
Pero a pesar de que el acto implicaba una libre entrega de sí
mismo, el impulso que lo originaba venía de otra parte. No podía
explicar por qué, por ejemplo, se había ofrecido como mediador por
Paulette Duhamel y no por Sergei Petrov, que, objetivamente
considerado era más importante, ya que de él dependían vastas
consecuencias: hambre, pestilencia y guerra. Petrov hacía bromas
sobre los milagros, pero la verdad era que necesitaba
desesperadamente el milagro mismo del que se reía. Si se le ofreciera
tan sólo la mitad del equivalente de la ración de invierno estaría
dichosamente dispuesto a cantar la Doxología con el Patriarca de
Moscú.
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De manera que ¿de dónde venía la diferencia? ¿Por qué la
irresistible, inmediata atracción hacia la persona frágil, y la fácil,
espontánea negativa a la otra? La acción no correspondía a ningún
juicio previo, a un acto consciente, sino por el contrario, se trataba de
una respuesta irrazonada: la varilla inclinándose al viento, el ganso
migratorio respondiendo al extraño llamado ancestral que lo hacía
partir hacia mejores cielos antes de la llegada del invierno.
En una ocasión, hacía ya mucho tiempo, cuando no era aún sino
uno de los miembros más jóvenes del Sacro Colegio, había caminado
con Carl Mendelius en el jardín de una villa que miraba hacia el lago
Nemi. Era uno de aquellos días mágicos, en que el aire vibraba con el
zumbido de las cigarras, las vides se inclinaban colmadas de futuro
vino, el cielo resplandecía sin nubes, y los pinos levantaban sus
apretados batallones a lo largo de las lomas. Mendelius lo había
impactado con una extraña proposición:

"… Todas las idolatrías surgen de una búsqueda, de un


deseo por el orden. Queremos ser limpios como los
animales. Marcamos nuestro territorio con almizcle y
excrementos. Organizamos una jerarquía, como las abejas,
y una ética, como los antes. Y elegimos dioses que coloquen
sobre nuestras creaciones el sello de su aprobación… Lo
único que no podemos dominar es el desorden del universo,
el aspecto lunático de un cosmos cuyo término no se divisa,
cuyo origen es desconocido y que, a pesar de su estridente
dinámica parece carecer de sentido… La monstruosa
indiferencia que manifiesta ante nuestros temores y
nuestras agonías nos resulta intolerable… Los profetas nos
ofrecen esperanzas, pero sólo el hombre-dios es capaz de
reconciliar la paradoja haciéndola tolerable y es por eso que
la venida de Jesús constituye un acontecimiento salvador y
curativo. Porque nos sobrepasa. Librados a nuestros propios
medios, habríamos sido incapaces de crearlo.
"Y, precisamente porque es signo de contradicción, es
verdaderamente signo de paz. Su carrera no es sino un
breve y trágico fracaso. Muere deshonrado, pero entonces,
extrañamente, vive. Él no es sólo ayer, es también hoy y
mañana. Está disponible para el humilde y para el
poderoso… Pero contemple lo que los hombres hemos
hecho con Él. Hemos inflado su sencilla enseñanza con las
burbujas de jabón de la filosofía, hemos transformado su
familia de creyentes en una burocracia imperial, justificada
solamente porque existe y porque desmantelarla provocaría
un cataclismo. El hombre que se proclama a sí mismo
guardián de su Verdad vive en un palacio rodeado por
varones célibes —como usted y yo, Jean— que jamás han
ganado un céntimo con el trabajo de sus manos, que nunca
han secado las lágrimas de una mujer o se han sentado
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junto al lecho de un niño enfermo esperando toda la noche
por la llegada del alba… Si alguna vez, Jean, lo hacen a
usted papa, guarde una parte de sí mismo, aunque sea
pequeña, para un amor privado. Si no lo hace, lo convertirán
en un faraón, momificado y embalsamado en vida…"

El paisaje de verano de los montes Albanos se disolvió en los


contornos de la región soñada. El sonido de la voz de Mendelius se
fue desvaneciendo detrás del canto de los ruiseñores en el jardín de
la Hostellerie. Jean Marie Barette, dispensador de misterios que lo
sobrepasaban, cayó en un profundo sueño.
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CAPITULO 10

Despertó sintiéndose renovado e inmediatamente lamentó


haber contraído ese compromiso con esos agentes del dinero.
Extendió la mano hacia el teléfono para llamar a Alain y cancelar la
cita con los fideicomisarios pero luego lo pensó mejor y resolvió
mantenerla. Recién llegado al mundo y ya puesto en cuarentena
como portador de contagio, no podía darse el lujo de perder ninguna
línea de comunicación.
En esta última década del siglo los banqueros eran, de todos los
grupos humanos, el mejor equipado para llevar la bitácora de los
progresos de la enfermedad mortal de la humanidad. Al final de cada
día sus computadoras contaban la historia y no había caudal de
retórica capaz de influir en el sombrío y helado texto: el oro que
subía, el dólar que bajaba, los metales raros cuyo valor se inflaba, las
previsiones futuras sobre los precios del petróleo, de los cereales y de
la cebada subiendo hasta perforar los techos de los niveles conocidos
y aceptados, las acciones bailando sin control y la lenta erosión
semanal de la confianza pública caminando inexorablemente hacia el
instante del pánico.
Jean Marie Barette recordó sus largas sesiones con los
financistas del Vaticano y el desolado cuadro que emergía de sus
cabalísticos cálculos. Compraban oro y vendían acciones de minas,
porque, decían, era lo que aconsejaba el mercado. La verdad era que
las guerrillas negras de África del Sur eran fuertes, bien entrenadas y
bien armadas. Y si eran capaces de hacer volar refinerías de petróleo,
con mayor razón aún podían hacer estallar las galerías de los
profundos túneles de las minas. De manera que uno compraba el
metal y se libraba de los valores amenazados. Uno de los más
poderosos argumentos que se había opuesto a la publicación de su
encíclica era aquél que afirmaba que ella provocaría pánico en los
mercados de capitales del mundo y expondría así al mismo Vaticano
a una enorme pérdida financiera.
Jean Marie había emergido de cada una de aquellas reuniones
con la conciencia desgarrada, porque sus expertos financieros —
todos ellos clérigos— así como todos los que operaban en aquel
mismo campo, se veían forzados a especular sin hacer distinciones
entre lo moral y lo inmoral. Este era uno de los pocos aspectos de la
vida de la Iglesia en que él había aprobado el secreto, aunque sólo
fuera porque no había forma de justificar, a veces ni siquiera de
explicar, las manchas de sangre que conllevaba cada balance, ya sea
que éstas provinieran de la explotación de los trabajadores, de
despiadadas negociaciones en el mercado o del dinero de un villano
reformado que compraba su pasaje al cielo.
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El complejo financiero que su padre había levantado para
preservar la fortuna que había acumulado para su familia, era
bastante considerable. La parte de acciones que correspondía a Jean
Marie se administraba en una forma especial. El capital inicial no
podía ser tocado, pero los dividendos e incrementos estaban a su
disposición. Durante el tiempo en que él se había desempeñado como
párroco y más tarde como obispo, aquellas rentas se habían
destinado íntegramente a las obras relacionadas con el bienestar de
su feligresía. Al transformarse en papa había usado este dinero para
ayudar a hacer donaciones a gente que se encontraba en situación de
crisis personal. El siempre había creído y continuaba creyendo, que si
bien las reformas sociales sólo podían ser llevadas a cabo por
organizaciones efectivas y sólidamente financiadas, no existía
ninguna clase de sustituto para el acto de compasión, para la secreta
afirmación de hermandad con los afligidos. Ahora había llegado el
momento en que él mismo debía reclamar lo que necesitaba para
mantenerse. Tenía sesenta y cinco años, carecía de empleo,
estadísticamente no era empleable y necesitaba de un mínimo de
libertad para dar a conocer la palabra que le había sido confiada.
Los fideicomisarios con los que tendría que enfrentarse eran
cuatro. Cada uno de ellos formaba parte del más antiguo y selecto
grupo de un importante banco. Alain los presentó con la ceremonia
apropiada al caso: Sansom, del Barclays, Winter del Chase; Lambert
del Crédit Lyonnais, madame Saracini del Banco Ambrogiano
All'Estero.
Todos mostraron mucho respeto y algo de cautela. Estas casas
en que habitaba el dinero eran en verdad muy extrañas, así como era
curiosa la forma en que el poder era controlado a veces por las
manos más inesperadas. Además sentían que habían sido llamados
para dar cuenta de su administración de fondos y se estaban
preguntando cuan grande —o pequeña— sería la capacidad de este
ex-papa para leer un balance y discernir a través de sus líneas las
pérdidas o las ganancias.
Madame Saracini habló en nombre de todos: era una mujer alta,
cercana a los cuarenta, de piel cetrina, vestida de lino azul con
encajes en el cuello y en las mangas. Su única joya consistía en un
anillo de boda y un broche de oro con aguamarinas prendido en la
pechera. Hablaba francés con un dejo de acento italiano. Poseía
también un agudo sentido del humor y parecía preparada para
ejercitarlo. Preguntó inocentemente:
—Le ruego que me perdone, pero ¿cómo debo dirigirme a
usted? No puedo darle el título de Santidad. ¿Será entonces
eminencia o monseñor? Porque tampoco puede ser padre Jean.
Jean Marie rió.
—Dudo que pueda existir al respecto ningún tipo de protocolo.
Celestino V fue forzado a abdicar y más tarde, después de muerto,
fue canonizado. Aún no he muerto, de manera que eso no se aplica
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ahora a mí. Y ciertamente soy menos que una eminencia. Por otra
parte siempre he pensado que el título de monseñor es una
innecesaria reliquia de la monarquía. De manera que, puesto que
estoy viviendo como una persona privada, sin ningún tipo de misión
canónica, ¿por qué no llamarme simplemente monsieur?
—No estoy de acuerdo, Jean. —Alain estaba claramente
impactado por la sugerencia de su hermano. —Después de todo…
—Después de todo, querido hermano, tengo que vivir en mi
propia piel y deseo vivir cómodamente… Ahora, madame, usted
tendrá la bondad de explicarnos los misterios del dinero.
—Estoy segura —dijo madame Saracini sonriendo— de que sabe
muy bien que en esto no hay misterio alguno, sino sólo los problemas
relativos a mantener intacto el capital de base y una renta que se
adelante a la inflación… Esto implica una administración a la vez
vigilante y activa. Felizmente para usted, tiene ambas cosas, ya que
su hermano es un excelente banquero… El capital existente al final
del último año financiero oscila alrededor de los ocho millones de
francos suizos. Como puede ver, el capital está dividido en porciones
eminentemente estables: el treinta por ciento está invertido en
propiedades, urbanas o rurales, veinte por ciento en acciones, veinte
por ciento en bonos de primera clase, diez por ciento en obras de arte
y antigüedades, y el restante veinte por ciento líquido en oro y dinero
a interés a corto plazo… Como puede ver es una distribución bastante
razonable y que además es susceptible de ser alterada con relativa
facilidad. Si tiene algún comentario, le ruego que lo haga.
—Tengo una pregunta —dijo brevemente Jean Marie—. Estamos
amenazados por una guerra. ¿Cómo intentamos proteger nuestros
haberes?
—En lo que se refiere a los títulos comerciales —dijo el hombre
del Chase—, tenemos el sistema más moderno de almacenaje y
recuperación, triplicado y a veces cuadruplicado en áreas
estratégicamente protegidas. Hemos erigido un código común —
como parte de una práctica interbancaria— que nos permite proteger
a nuestros clientes contra la pérdida de documentos. El oro, por
supuesto está siempre destinado a ser almacenado en bóvedas. La
tierra rural constituye un valor perenne. Los desarrollos urbanos
serán arrasados, pero, aquí, una vez más, los seguros de guerra
tienden a favorecer a las grandes compañías. Las obras de arte y las
antigüedades, así como el oro, son un problema de adecuado
almacenamiento. Tal vez le interesará saber que, durante estos
últimos años, hemos estado comprando minas abandonadas y
transformándolas en bóvedas de seguridad…
—Me siento muy confortado con esta noticia —dijo Jean Marie
Barette con seca ironía—. Me pregunto por qué no ha sido igualmente
posible invertir la misma cantidad de imaginación y de dinero para la
protección de los ciudadanos contra las bombas y los gases
venenosos. Me pregunto por qué nos sentimos tan preocupados con
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la recuperación de los títulos comerciales y tan poco en cambio con
los proyectados asesinatos en masa de los inválidos y de los
incompetentes.
En la sala reinó un momento de espantado silencio, hasta que,
con helada furia, Alain Barette contestó a su hermano.
—Te diré por qué, hermano Jean. Es porque nosotros, al revés
de lo que hacen tantos otros, guardamos fidelidad a nuestros clientes
y mantenemos vivo el pacto que hicimos con ellos; y no olvides que
tú eres uno de nuestros clientes. Otros podrán hacer las cosas mal,
monstruosamente mal, pero no nos culpes por hacerlas bien. Creo
que nos debes, a mis colegas y a mí, una excusa por lo que has dicho.
—Tienes razón, Alain —dijo Jean, contestando gravemente al
reproche de su hermano—. Te ruego que me perdones y ustedes
también, madame, caballeros… Confío en que me permitirán que les
ofrezca una explicación. Ayer recibí un impacto muy fuerte, que me
impresionó hasta los mismos huesos. Me enteré de que aquí, en mi
patria, se están haciendo planes para eliminar, en cuanto estalle la
guerra, a todos los impedidos… ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre
esto?
El hombre del Crédit Lyonnais apretó los labios como si un ácido
le estuviera quemando la lengua.
—Hay una gran cantidad de rumores circulando. Algunos están
basados en hechos, pero los hechos no siempre pueden ser
claramente comprendidos. Si se calcula que una simple bomba
atómica matará a un millón de personas y contaminará al mismo
tiempo una periferia mucho mayor que el lugar destruido por la
bomba misma, entonces es preciso pensar en alguna forma de
muerte misericordiosa para los sobrevivientes sin esperanza… En el
caos general ¿quién trazará las líneas divisorias entre el bien y el
mal? Será preciso dejar la decisión en manos de aquél que esté a
cargo del área, quienquiera que sea.
El hombre del Barclay fue algo más sutil y también más cortés:
—Mi querido señor, el escenario del caos que describe tan bien
en sus propios escritos, guarda una notable semejanza con aquél que
han preparado nuestros gobiernos. La diferencia está en que nuestros
gobernantes han sido elegidos y en consecuencia están llamados a
proveer los remedios prácticos para el caso, de manera que no
pueden darse el lujo de moralizar con respecto a este caos. Usted
mismo, si se encontrara en la primera línea de recepción de heridos
en un hospital de guerra, no estaría en condiciones de moralizar
sobre las prioridades en la atención que se les puede conceder. El
cirujano que camina a lo largo de la fila de heridos, es, en este caso,
el único dueño de la vida y de la muerte. Operen a este porque
sobrevivirá; este otro, segundo de la lista, puede sobrevivir, y a este
tercero, que se le dé un cigarrillo y una inyección de morfina, porque
morirá. Y ahora, a menos que usted se encuentre aún bajo la
tremenda tensión de semejante adjudicación, considero que no tiene
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nada que decir ni que hacer en este caso inmediato…
Antes que Jean Marie alcanzara a rebatir este último
argumento, madame Saracini acudió en su ayuda. Dijo, con suave
humor:
—Mi querido monsieur Barette, como puede ver, hasta este
momento usted ha llevado una vida muy protegida. Pero debe
comprender que hace ya algunos millones de años que Dios dejó de
fabricar nuevas tierras. De manera que si tiene alguna propiedad que
defender, defiéndala. El petróleo, así como todos los combustibles
fósiles, se está acabando. Rembrandt ha muerto y también Gauguin.
No hay más cuadros de ellos que los que pintaron. Pero nosotros, los
seres humanos, la verdad es que ¡puf! ¡Somos demasiados! Estamos
preparados y casi implorando por un genocidio, y si la matanza es un
tanto exagerada, pues bien, muy pronto comenzaremos a reverdecer
de nuevo, con la ayuda de algunas espermas bancadas que para eso
mismo están guardadas en las bóvedas de nuestros bancos.
Había logrado transformar la discusión en esta comedia negra
con tanto acierto, que no tuvieron otra alternativa sino la de reírse;
luego, cuando la tensión se hubo relajado, ella se sumió en la
explicación del informe que dejaba muy en claro que Jean Marie podía
vivir como un rey con las rentas de que disponía. El agradeció su
cortesía, pidió disculpas por su falta de modales y les comunicó que
sólo sacaría el dinero necesario para sus necesidades personales y
dejaría que el resto se multiplicara a sí mismo hasta el día del juicio
final.
Los hombres del Barclay y del Chase se despidieron. Madame
Saracini se quedó. Alain la había invitado para que formara el cuarto
en el almuerzo con Odette, Jean Marie y él mismo. Mientras
esperaban a Odette, Alain sirvió cherry y los dejó solos para hacer un
llamado a Londres. Madame Saracini levantó su vaso en un silencioso
brindis y luego le administró un frío reproche:
—Se mostró realmente muy desagradable con nosotros.
¿Porqué?
—No lo sé. Repentinamente fue como si estuviera viendo, en
una pantalla dividida, dos imágenes al mismo tiempo: todas esas
computadoras muy protegidas en sus cavernas subterráneas y,
arriba, los cuerpos de los niños quemados frente a una heladería.
—Mis colegas no le perdonarán. Usted los hizo sentirse
culpables.
—¿Me perdonará usted?
—Sucede que yo estoy de acuerdo con usted —dijo Madame
Saracini— pero yo no puedo hacer ataques frontales. Soy la
muchacha que primero los hago reír y sólo en seguida les muestro la
verdad. Así, su virilidad no se siente amenazada.
—La información que les comuniqué ¿es verdadera o falsa?
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—¿Acerca de la eutanasia para los incompetentes? Verdadera,
por supuesto, pero jamás estará en condiciones de probarlo, porque,
en alguna forma extraña y subconsciente, toda Europa está
participando de esta conspiración. Cuando las cosas se pongan
demasiado horribles queremos tener alguna puerta de salida, alguna
forma de escape para nosotros y para los que amamos.
—¿Tiene hijos, madame ?
—No.
—¿Y su marido?
—Murió un año después de nuestro matrimonio.
—Perdóneme. Nunca fue mi intención entrometerme en lo suyo.
—No se preocupe. Me alegro al contrario de que se haya
interesado lo suficiente como para preguntar por mi vida. Y a
propósito, creo que conoció a mi padre.
—¿Lo conocí?
—Se llamaba Vittorio Malavolti. Está en la cárcel, cumpliendo
una sentencia de fraude bancario. Según mis recuerdos, gestó una
serie de transacciones para el Vaticano y les costó a ustedes una
buena cantidad de dinero también…
—Sí, recuerdo. Espero que usted haya podido olvidar.
—Por favor. No sea formal conmigo. No quiero olvidar. Amo a mi
padre. Era un genio financiero y fue manipulado por unos cuantos
hombres a los que aún continúa protegiendo. Yo trabajé con él. Y él
me enseñó todo lo que sé sobre negocios bancarios. El me dio la
limpia base de donde partir, con dinero limpio. Compré el Banco
Ambrogiano All'Estero en el momento en que no era, en Chiasso, sino
un barco que hacía agua por todos lados. Lo refloté, lo puse en orden,
hice algunas alianzas importantes y cada año pago un cinco por
ciento de las deudas personales de mi padre, de manera que cuando
salga de prisión, si es que llega a salir, pueda caminar por la calle
como un hombre…
“Y esto me recuerda que debo decirle que no se atreva a
sentirse superior a su hermano. El me ayudó a partir, él me colocó en
este cargo de confianza de su complejo financiero. Si a veces se
comporta como un tonto es porque está casado con la mujer
inadecuada. Pero papa o no papa, esta mañana él lo puso a usted en
su lugar. Eso merece el respeto de cualquiera.
La vehemencia de ella lo impresionó. Le temblaba la mano y un
hilillo de licor se derramaba por el borde de su vaso. El le ofreció su
pañuelo para limpiar el vaso y preguntó blandamente:
—¿Por qué está tan enojada conmigo?
—Porque no tiene idea de lo importante que usted es,
especialmente ahora que ha dejado su cargo. Esos artículos que se
publicaron sobre usted en los diarios, le han granjeado el cariño de la
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gente. Aun los que no están de acuerdo lo respetan y lo escuchan.
Sansom, el hombre del Barclay, le citó esta mañana sus propias
palabras, y créame que él escasamente lee algo que no sean las
páginas financieras de los diarios adecuados… De manera que
cuando usted dice algo desagradable, hace que mucha gente se
sienta desilusionada.
—Trataré de recordarlo —dijo Jean Marie. Y agregó con una
sonrisa—. Hace ya mucho tiempo que nadie me pegaba en los
nudillos.
Ella enrojeció como una colegiala y se disculpó.
—Tengo una lengua demasiado viva y además una especie de
interés de propietario.
—¿Lo tiene, realmente?
—Por allá por el siglo XIV la familia de mi marido y la mía eran
amigos y corresponsales de los Benincasa y de la misma Santa
Catalina. Ellos la ayudaron en los esfuerzos que ella hizo para obtener
que su homónimo Gregorio XI regresara de Avignon… ¡Ocurrió hace
tantos años! Pero nosotros, los de Siena, hemos sido siempre muy
celosos de nuestra historia, y a veces, incluso algo místicos en lo que
a ella se refiere —dejó el vaso sobre la mesa, buscó en su cartera y
extrajo de ella una libreta de notas—. Déme su teléfono y su
dirección. Quiero hablar de nuevo con usted.
—¿Sobre algo en particular?
—¿Sería mi alma inmortal un tema suficientemente importante?
—Con toda seguridad. —Con una sonrisa él reconoció la derrota
y le dio la información pedida.
Y, por el momento al menos, ese fue el fin de su conversación.
Alain llegó acompañado de Odette, elegante, cara, dejando caer
nombres como gotas de lluvia de verano. Alain dio una mirada
cómplice a Jean Marie y luego lo dejó a cargo de soportar el monólogo
de Odette hasta que llegaron al restaurante. El almuerzo transcurrió
en un ambiente desasosegado e incómodo. La charla fue
completamente dominada por Odette, con esporádicas y débiles
intervenciones de Alain para impedir o atenuar algunas de las más
evidentes manifestaciones de la vanidad de su esposa. Madame
Saracini se fue antes del café. Odette dio un respingo y emitió un
desdeñoso comentario.
—Extraordinaria mujer. Bastante atractiva. A la manera italiana,
por supuesto. Me pregunto cómo habrá arreglado su vida doméstica y
privada desde la muerte de su marido.
—Lo que ella haga con su vida no te concierne en absoluto —
dijo Alain—. Concentrémonos más bien en ser una familia reunida.
¿Qué planes tienes, Jean, de aquí en adelante? En el caso de que te
dispongas a quedarte en Francia, necesitarás algún sitio de residencia
permanente, un apartamento, una dueña de casa…
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—Cualquier arreglo de ese tipo sería ahora prematuro. Todavía
soy una figura pública y obviamente, comprometedora para mis
antiguos amigos. Al menos por un tiempo creo preferible continuar
viajando.
—Creo que también es preferible que, por el momento, guardes
silencio —dijo Alain caprichosamente—. Estabas acostumbrado a las
grandes declaraciones hechas desde la cima de la montaña, pero ya
no te es posible continuar haciéndolas. Lo que dijiste en nuestra
reunión de esta mañana será esta noche el comentario de la ciudad.
Y es por eso que te ataqué como lo hice. No puedo correr el riesgo de
verme asociado a ningún tipo de charla subversiva… Es mucho más
peligroso de lo que tú crees.
Odette intervino, positiva y omnisciente como siempre.
—Alain tiene toda la razón. Justamente la noche pasada estaba
conversando con el ministro de Defensa, que es un hombre muy
atrayente, aunque su mujer sea imposible. Dijo que lo que
necesitábamos ahora no era controversia sino mucho trabajo
razonable y sensato, del orden, de mucha diplomacia y negociaciones
tranquilas, mientras las fuerzas armadas se preparan.
—Entendámonos —dijo firmemente Jean Marie Barette—: yo me
hice sacerdote con el objeto de predicar y dar a conocer la palabra de
Dios, la buena nueva de la salvación. Y eso no es algo que pueda ser
manejado de manera prudente o segura o aun bondadosa. Y debo
darles a ustedes el mismo mensaje que intento predicar al resto del
mundo. La batalla entre el bien y el mal ya ha comenzado, pero el
hombre bueno es mirado como un tonto, en tanto que el mal se
esconde tras el rostro de un hombre prudente y sabio y justifica el
asesinato con estadísticas impecables.
—No es eso precisamente lo que dice nuestro cardenal. —
Odette, como siempre, estaba lista para la controversia—. El domingo
último dio por televisión un sermón sobre el dinero que había que
pagar al César. Explicó que era un problema de prioridades.
Obedecemos a la ley como una forma de servir a Dios, y si al hacerlo,
cometemos errores, pero en toda buena fe, Dios comprende.
—Estoy seguro de que Dios comprende, querida mía —dijo Jean
Marie— y estoy asimismo seguro de que el cardenal tiene sus propios
y poderosos motivos para ser tan blando, pero eso no basta. No es ni
siquiera la mitad de lo que se necesita.
—Debemos irnos —dijo Alain diplomáticamente—. A las dos y
media tengo una reunión con el ministro de Finanzas. Desea nuestras
recomendaciones e ideas sobre la mejor forma de lanzar una emisión
de Bonos de la Defensa.

Se había prometido a sí mismo que se ofrecería una tarde de


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agrados sencillos y privados, una hora registrando libros a lo largo de
los muelles, una pequeña caminata entre los artistas de la Place du
Tertre. Hacía mucho tiempo que estaba ausente y este era su hogar.
Y el hecho de que su propia familia se mostrara difícil no era motivo
suficiente para impedirle disfrutar de lo que pudiera ofrecerle su
propia patria.
Su exploración de los libreros del Sena resultó todo un éxito.
Encontró una primera edición de las Fêtes Galantes de Verlaine, con
un cuarteto autografiado en el interior de la cubierta. Siempre se
había sentido atraído por Verlaine cuya imagen, evocada, despertaba
en él dormidos fantasmas: el triste y perdido borracho que escribía
cantos dignos de un ángel y vivía con Rimbaud en el infierno y quien,
si en el mundo existiera alguna justicia, debería más bien encontrarse
sentado en un escaño a los pies del Altísimo cantando himnos de
gozo.
La Place du Tertre comenzó por ser una desilusión. Los pintores
necesitaban comer y los turistas tenían que llevar a casa algún
recuerdo de París. La consecuencia se reflejaba en las pinturas, que
eran cínicamente vulgares. Pero en el último y menos favorecido
rincón de la plaza dio con una novedad: una muchacha de unos
veinte años, enana y contrahecha, vestida de pantalones y camisa,
dibujaba sobre un plato con una punta de diamante. En una mesa, a
su lado, reposaban algunos ejemplares de su trabajo: un copón, un
espejo, una fuente redonda. Jean Marie cogió el copón y lo examinó.
La muchacha le advirtió ásperamente.
—Si se le cae y lo quiebra, deberá pagármelo.
—Tendré mucho cuidado. Es muy hermoso. ¿Qué representa el
dibujo? —preguntó Jean Marie.
Ella vaciló un momento, como temerosa de una burla, y luego
explicó.
—Lo llamo la copa del cosmos. La copa misma tiene forma de
círculo, símbolo de la perfección. La parte de abajo representa el mar,
olas y peces; la de arriba significa la tierra, trigo y vino. Es así una
representación del cosmos…
—¿Y dónde están los hombres en este cosmos?
—Los hombres beben de la copa.
La imaginación demostrada por la muchacha le gustó. Se
preguntó hasta qué punto sería ella capaz de embellecer su propio
cuento. Volvió a interrogarla.
—¿Figura también Dios en este dibujo?
Ella le lanzó una rápida, suspicaz mirada.
—¿Es importante?
—Por lo menos, es interesante.
—¿Es usted cristiano? —Jean Marie rió.
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—Sí, lo soy, aunque no lo parezca.
—Entonces debe saber que el pez, el vino y el pan son símbolos
de Cristo y de la Eucaristía.
—¿Cuánto vale esta copa?
—Seiscientos francos. —Luego agregó defensivamente: —Ese
dibujo representa mucho trabajo.
—Sí, me doy cuenta. Bueno, lo llevaré. ¿Podría envolverlo para
que no se quiebre?
—Sí. No será muy elegante, pero sí bastante seguro.
Dejó el trabajo que estaba haciendo y comenzó a empacar la
copa en una sucia caja de cartón llena de desechos plásticos. Jean
Marie, mirándola trabajar, observó cuan delgada se veía, y cómo al
menor esfuerzo, el sudor perlaba sobre sus sienes; notó que sus
manos temblaban al manejar el frágil objeto. En el momento de
pagarle, él dijo:
—Soy un coleccionista muy sentimental. Siempre me ha
gustado celebrar mi compra con el artista. ¿Querría acompañarme a
beber algo y a comer un emparedado?
Ella le lanzó de nuevo aquella cautelosa mirada de soslayo y
dijo, cortante:
—Gracias, pero ya ha pagado un buen precio. No tiene por qué
hacerme ningún favor.
—Al contrario, yo le estaba rogando a usted que me hiciera el
favor a mí —dijo Jean Marie Barette—. He tenido una mañana muy
dura y un almuerzo bastante incómodo. Estoy muy contento de tener
a alguien con quien hablar. Además, el café está sólo a tres pasos de
aquí.
—¡Oh! Muy bien.
Depositó el paquete en las manos de él, llamó a un pintor
vecino para que vigilara su mesa durante su ausencia y caminó al
lado de Jean Marie hasta el café de la esquina de la Place. Tenía una
curiosa manera de andar a saltos por lo que, a cada paso que daba,
prácticamente giraba sobre sí misma. La curva de su espina dorsal
era muy pronunciada y su cabeza, bella como la de un elfo, no
calzaba con el resto de su cuerpo, como si fuera obra de un escultor
borracho que la hubiera dejado inconclusa.
Ordenó café, un cognac, jamón y un huevo duro. Comió con
voracidad en tanto que Jean Marie jugaba con un vaso lleno de agua
de Vichy y se esforzaba por mantener la conversación.
—Esta tarde tuve un golpe de suerte. Encontré una primera
edición de las Fêtes Galantes de Verlaine.
—¿Colecciona libros también?
—Me gustan las cosas bellas; pero éstos son regalos para otras
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personas. Su copa está destinada a una señora que vive en Versalles
y que sufre de esclerosis múltiple. Le escribiré y le explicaré el
simbolismo del diseño…
—Puedo ahorrarle el esfuerzo. He escrito yo misma algo
explicando mi diseño. Se lo daré antes que se vaya…
Extraño que me preguntara cuál era, en mi diseño, el lugar de
Dios.
—¿Por qué extraño?
—Porque mucha gente encuentra que el tema es embarazoso.
—¿Y usted qué piensa?
—Oh, yo hace mucho tiempo que dejé de avergonzarme.
Acepto el hecho de que soy una extravagancia de la naturaleza. Dar
por sentado que soy una rareza facilita las cosas tanto para mí como
para la gente. Pero a veces, no deja de ser duro. Porque a la Place
llegan, naturalmente, toda suerte de personas extrañas. Y no falta
quien desea acostarse con una mujer contrahecha. Es por eso que
comencé siendo algo cortante con usted. Algunos de los tipos raros
tienen aún más edad que usted.
Jean Marie echó la cabeza atrás y rió hasta que las lágrimas
corrieron por sus mejillas. Finalmente se controló lo suficiente para
balbucear.
—¡Dios santo! ¡Y pensar que tuve que regresar a Francia para
oír esto!
—¡Por favor! ¡No se ría de mí! Las cosas pueden ser muy duras,
aquí, créamelo.
—Le creo. —Jean Marie se reponía poco a poco de su ataque de
risa—. Ahora, ¿le importaría decirme su nombre? —Está firmado en la
pieza que le vendí: Judith.
—¿Judith qué?
—Judith solamente. En la comunidad sólo usamos nombres de
pila.
—¿La comunidad? ¿Es usted entonces una monja?
—No exactamente. Somos una docena de mujeres que vivimos
juntas. Todas tenemos algún defecto que, de alguna manera, hace de
nosotras impedidas, aunque no se trate en todos los casos de
impedimentos físicos. Compartimos lo que ganamos. Nos ayudamos
mutuamente. Constituimos también una especie de refugio para
muchachas jóvenes del sector que se encuentran en apuros. Todo
parece muy primitivo y lo es. Pero resulta muy satisfactorio y nos
acerca —por lo menos así lo sentimos— a la idea de una comunidad
cristiana primitiva. —Por primera vez una sonrisa iluminó la cara de la
muchacha. —Por el precio que usted ha pagado hoy, merece ser
recordado a la hora de la oración de la cena. ¿Cómo se llama usted?
Me gusta llevar una lista de las personas que han comprado mis
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obras.
—Jean Marie Barette.
—¿Es usted alguien importante?
—Sólo le pido que me recuerde a la hora de la oración de la
cena —dijo Jean Marie Barette—. Pero dígame algo más: ¿cómo
comenzó esta comunidad de ustedes?
—Fue en realidad algo muy curioso. ¿Recuerda que hace
algunos meses el papa abdicó y se nombró a otro en su lugar?
Normalmente eso no habría importado mucho. Nunca hemos
conocido a nadie más arriba del párroco vecino. Para mí, sin
embargo, aquél había sido un período muy malo. Nada me salía bien.
Parecía como si hubiera alguna conexión entre ese acontecimiento y
mi vida. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Lo comprendo muy bien —dijo emocionado Jean Marie
Barette.
—Poco después de eso, estaba yo un día trabajando en mi
estudio en una pequeña mansarda no muy lejos de aquí. Una
muchacha que conozco, que hace de modelo para varios pintores,
entró tambaleándose. Estaba completamente borracha, había sido
violada, la habían herido y su conserje la había echado. La calmé, la
llevé a la clínica para que la curaran y luego la traje de vuelta a mi
cuarto. Aquella noche ella se volvió muy extraña: lejana y hostil y
¿cómo explicarlo? desconectada de todo. Yo me asusté y no me atreví
ni a estar cerca de ella ni a dejarla. De manera que, nada más que
para tratar de interesarla en algo, comencé a tallar una muñeca en un
pedazo de madera de un colgador de ropa. Hice así tres muñecas;
nos sentamos e hicimos vestidos para ellas como si fuéramos las
madres y ellas nuestras hijas… Aquella noche ella durmió en mi
cama, muy tranquila, con su mano en la mía. Al día siguiente,
conseguí que dos amigas vinieran a acompañarla durante el día y así
continuó hasta que ella recuperó su normalidad. Para entonces ya
habíamos formado un pequeño grupo y nos dio pena deshacerlo. Nos
dimos cuenta de que podíamos ahorrar dinero y vivir en forma más
confortable si nos uníamos para habitar juntas, como si fuéramos una
familia… ¿En cuanto a lo religioso? Bueno, eso resultó solo, muy
naturalmente. Una de las muchachas había estado en la India y había
aprendido técnicas de meditación. Yo había sido educada en un
convento y me gustó la idea de reunimos para una oración en común.
Un día otra de las muchachas trajo a casa un sacerdote obrero que
había encontrado en una cervecería. Nos habló, nos prestó libros.
Además, cuando, por la noche, nos sentíamos aburridas, lo
llamábamos por teléfono y él llegaba con un par de amigos de la
fábrica. Y créame que eso sí que era una ayuda. Bueno, después de
un tiempo, nos arreglamos para organizar un modelo de vida que nos
conviniera a todas. Casi ninguna de nosotras era virgen. Ninguna
tampoco se siente madura para mantener una larga relación con un
hombre. Es posible que alguna llegue a casarse. Pero todas somos
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creyentes y nos esforzamos por vivir según el Libro… Y aquí estamos.
Estoy segura de que nada de esto significa mucho para usted, pero,
para nosotras, es fuente de mucha paz…
—Estoy muy contento de haberla conocido —dijo Jean Marie
Barette—, y muy orgulloso de tener su copa-cosmos. ¿Querría aceptar
que le hiciera un regalo?
—¿Qué clase de regalo? —dijo ella con la vieja mirada suspicaz.
El se apresuró en disipar sus temores.
—El Verlaine que encontré hoy. Hay aquí una línea que el poeta
podría muy bien haber escrito especialmente sobre usted. Está
trazada por su propia mano. —Sacó de su bolsillo el pequeño volumen
y leyó el cuarteto inscrito dentro de la tapa—: "Votre ame est un
paysage choisi… " —Preguntó humildemente—: ¿Querría por favor,
aceptarlo?
—Siempre que me lo dedique.
—¿Qué clase de dedicatoria?
—Oh, la usual. Solamente unas palabras y su autógrafo.
El pensó un momento y luego escribió.

"Para Judith, que me mostró el universo en una copa de vino.


Jean Marie Barette, ex papa Gregorio XVII".

La muchacha permaneció mirando, incrédulamente, la clásica


caligrafía. Levantó la vista, esperando ver la burla en la sonriente faz
de él. Dijo, temblorosamente.
—No comprendo… yo…
—Yo tampoco lo comprendo —dijo Jean Marie Barette— pero
creo que usted acaba de darme una lección de fe.
—No sé lo que quiere decir —dijo la pequeña jorobada.
—Significa que ha llevado a cabo, en una mansarda de París, lo
que yo he estado tratando de explicar al mundo desde la colina del
Vaticano. Permítame tratar de explicarle…
Y cuando terminó de contarle la extensa, completa historia, ella
extendió hacia él una larga, extenuada mano que los utensilios de su
trabajo habían tornado muy áspera y la colocó suavemente sobre la
mano de él. Dijo, con una traviesa sonrisa:
—Espero que podré contar esto a las muchachas en la misma
forma en que usted me lo ha contado a mí. Si fuera capaz de hacerlo
sería una gran ayuda para todas nosotras. De vez en cuando nuestra
pequeña familia nos da la impresión de carecer de sentido, nos
encontramos desorganizadas y nos cansamos. Pero yo siempre
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sostengo que es muy bueno, haber llegado al fondo del abismo
porque el único lugar hacia el cual se puede ir desde allí es hacia
arriba. —Su sonrisa se desvaneció y agregó gravemente: —Usted
ahora está abajo, de manera que sabe de qué se trata. ¿Querría venir
a comer con nosotras?
—Gracias, pero no me es posible. —Trató cuidadosamente de
no desilusionarla. —Ve usted, Judith querida, lo que ocurre es que no
me necesita. Su propio corazón le ha enseñado mucho más de lo que
yo nunca podría enseñarle. Y ustedes ya tienen a Cristo viviendo en
medio de ustedes.
El tránsito de aquella tarde era bárbaro, asesino. Pero él cruzó a
través de París y regresó a la Hostellerie envuelto en una blanca nube
de serenidad. Hoy, tal vez más que en ninguna otra ocasión de su
vida, había sido testigo de la forma en que el Espíritu —más allá y no
obstante los planes de los poderosos de la tierra— lleva a cabo sus
propios planes. Este diminuto grupo de mujeres, solteras y
amenazadas, se había organizado para formar una familia. No habían
pedido credenciales, no habían pensado en las devoluciones. Tenían
amor para compartir y lo habían compartido. Necesitaban pensar y
pensaban. Habían sentido la necesidad de orar y oraban. Habían
descubierto un maestro en un bar de obreros y las jóvenes en apuros
acudían a ellas porque presentían el calor de este corazón de fuego.
Era posible que el grupo no fuera muy estable. No existían
garantías de continuidad para él. Carecía de constitución o de
sanciones que le otorgaran identidad legal. Pero ¿qué importaba? Era
como el fuego del campamento en el desierto, que se prendía al
llegar la noche y se apagaba al amanecer; pero mientras duraba
constituía un testimonio de habitación humana para el Dios que
visitaba al hombre en sus sueños. Una vez más, la voz de Carl
Mendelius se introdujo en las reminiscencias de Jean Marie.
"… El reino de Dios es un lugar para que lo habite el hombre. Y
no significa otra cosa que la condición para que la existencia humana
no sólo sea tolerable sino llena de gozo, porque está abierta para
recibir al infinito…" ¿Y qué mejor forma de expresar este fenómeno
que una pequeña, contrahecha muchacha que grababa el cosmos en
una copa de vino y constituía una familia para mujeres heridas en una
mansarda de París?
En cuanto llegó a la Hostellerie su primer acto fue telefonear a
Tübingen. Lotte estaba en el hospital, pero Johann se encontraba en
casa. Tenía buenas noticias.
—El estado de papá se ha estabilizado. La infección está
controlada… Aún no sabemos nada sobre su vista, pero al menos
sabemos que sobrevivirá. ¡Oh! Y otra noticia más. Acerca de ese valle
nuestro. Hoy se firma el contrato de compra. Iré allá la próxima
semana para hablar con los contratistas, arquitectos e ingenieros. Y
debido a la compasión que inspira el caso de papá, me han eximido
del servicio militar. ¿Y cómo van sus cosas, tío Jean?
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—Bien, muy bien. ¿Puede transmitirle un mensaje a su padre?
Pórtese bien y escríbalo por favor.
—Adelante.
—Dígale de parte mía: "Hoy he recibido otro signo. Y vino de
una mujer que me mostró el cosmos en una copa de vino". Repita
eso, por favor.
—Hoy recibió una vez más un signo. Provino de una mujer que
le mostró el cosmos en una copa de vino.
—Si alguna vez recibe algún mensaje que diga venir de mí,
deberá llevar esa identificación.
—Comprendido. ¿Y cuáles son sus próximos movimientos, tío
Jean?
—No lo sé, pero posiblemente tendrán que ser apresurados.
Recuerde lo que le he dicho. En cuanto pueda saque a su familia de
Tübingen. Mi cariño para todos ustedes.
—Y el nuestro para usted. ¿Cómo está el tiempo en París?
—Amenazante.
—Lo mismo que aquí. Hicimos lo que nos indicó y dispersamos
el club.
—Y se libraron del equipo que habían reunido.
—Sí.
—Espléndido. Cada vez que pueda, me mantendré en contacto.
Mis mejores recuerdos para la profesora Meissner. Auf Wiedersehen.
Acababa de colgar el teléfono cuando llegó Pierre Duhamel con
el nuevo pasaporte, la tarjeta de identidad, inscrita como J. M.
Grégoire, pasteur en retraite. Explicó a Jean Marie los usos y
limitaciones de ambos documentos.
—… Todo es auténtico, ya que usted realmente llevó el nombre
de Gregorio. Es ministro de una religión, está retirado. Los números
de los documentos pertenecen a una serie que se usa para categorías
especiales de agentes del gobierno de manera que ningún oficial de
inmigración francés le hará ninguna pregunta. En cuanto a los
consulados extranjeros no tendrán problema en otorgar una visa a un
pastor retirado que viaja por motivos de salud… De todos modos,
trate de no perder estos documentos, trate de no verse mezclado en
nada que lleve a nadie a cuestionarlos. Eso podría resultar muy
embarazoso para mí. Y a propósito de eso, monseñor, usted habló
más de la cuenta en la reunión de esta mañana con los banqueros.
De manera que cuando esta gente llegó a sus oficinas las líneas
telefónicas comenzaron a zumbar… Una vez más, está siendo
considerado como un peligroso aguijón volante.
—¿Y usted, mi querido Pierre, piensa también lo mismo de mí?
Duhamel ignoró la pregunta. Dijo sencillamente:
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—Mi mujer le manda dar las gracias. Su mal se ha calmado y se
siente mejor ahora de lo que se ha sentido desde hace mucho. Lo
curioso del caso es que, aunque cuando usted vino ella estaba en
apariencia inconsciente, recuerda perfectamente su visita y describe
muy vividamente lo que hizo como amor por la existencia. En
cualquier otra circunstancia yo podría haberme sentido muy celoso.
Jean Marie hizo caso omiso del diminuto dardo.
—Compré un pequeño regalo para ustedes dos.
—No era necesario —Duhamel se conmovió—, somos nosotros
quienes estamos en deuda.
Jean Marie le alcanzó la caja de cartón y se disculpó.
—No fue posible envolverlo adecuadamente, Puede abrirlo, si lo
desea.
Duhamel cortó la amarra del envoltorio, abrió la caja y sacó la
copa, que procedió a examinar con el cuidado de un experto.
—Es en verdad muy bella, ¿Dónde la consiguió?
Jean Marie le contó entonces su encuentro con Judith la
jorobada, en la Place du Tertre. Le dio asimismo el papel de la curiosa
pequeña comunidad de mujeres. Pierre Duhamel le escuchó en
silencio y al final hizo un solo y escueto comentario.
—Veo que está esforzándose cuanto puede por convertirme.
—Por el contrario —dijo Jean Marie firmemente—, he sido
llamado para ser testigo, para ofrecer los dones de la fe, de la
esperanza y del amor. Lo que usted haga con esos dones es un
asunto totalmente privado y suyo… —Su tono cambió y se hizo
implorante, como quien intenta desesperadamente persuadir a otro
de una verdad evidente. —Pierre, amigo mío, usted me ha ayudado. Y
yo, a mi vez, quiero ayudarlo. Lo que su esposa llamó amor por la
existencia es algo muy real. Lo sentí hoy cuando esta muchacha, que
no parece sino una caricatura de la feminidad, puso su mano en la
mía y me invitó a penetrar con ella en el mundo especial que ella se
ha construido… Este gran coraje suyo me parece, tan desolado, tan
desesperadamente triste.
—El negocio que me ocupa es desesperadamente triste —dijo
Pierre Duhamel con ácido humor—. Soy el jefe de una empresa
funeraria que prepara el entierro de la civilización. Y eso debe ser
llevado a cabo en gran forma… lo que a propósito me recuerda…
Mañana se me pedirá que firme un documento requiriendo vigilancia
grado A sobre un cierto Jean Marie Barette.
—¿Clasificado como qué?
—Como agitador anti-gubernamental.
—¿Y lo firmará?
—Por supuesto. Pero lo detendré en mis manos por algunas
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horas, de manera de darle tiempo para que haga lo arreglos que
estime convenientes.
—Me iré de aquí mañana por la mañana.
—Antes de irse —Duhamel le entregó una hoja de papel— llame
a este número. Petrov desea hablar con usted.
—¿Respecto de qué?
—Pan, política, y unas pocas fantasías particulares suyas.
—Cuando lo conocí en Roma, hace un tiempo, el hombre me
gustó. ¿Cree que puedo confiar en él?
—No tanto como confía en mí. Pero lo encontrará, sin duda,
mucho más agradable que yo.
Por primera vez, durante esta entrevista, Pierre Duhamel se
relajó. Tomó en sus manos la copa-cosmos y le dio vueltas y más
vueltas, estudiando cada detalle del grabado. Finalmente dijo—:
Paulette y yo beberemos en ella y al hacerlo pensaremos en usted y
en la pequeña jorobada de la Place du Tertre. ¿Y quién sabe? El teatro
es lo suficientemente bueno como para suspender nuestra
incredulidad… Pero, compréndalo, estos son tiempos malos que
aseguran la primacía de los negros batallones. Si cae en sus manos,
yo no podré hacer nada por ayudarlo.
—¿Qué piensa su presidente acerca de todo esto?
—¿Nuestro presidente? ¡Por el amor de Dios! Él es igual a
cualquier otro presidente, primer ministro, jefe de partido, duce o
caudillo. Lleva la bandera tatuada en su espalda y el manifiesto del
partido inscrito en su pecho. Si uno le pregunta por qué hemos de ir a
la guerra, él contestara que la guerra es un fenómeno cíclico, o que
es imposible hacer una tortilla sin quebrar huevos, o —¡Dios lo
maldiga!— que la guerra no es otra cosa sino el orgasmo arquetípico:
agonía, éxtasis y luego un largo, largo después… Muy a menudo me
he preguntado si acaso, antes de matarme a mí mismo, no tendría
primero, que matarlo a él…
—¿Y entonces, por qué permanece donde está?
—Porque, si yo no estuviera allí, ¿quién habría obtenido el
pasaporte que le he dado y quién podría contarme cómo van las
cosas en este manicomio? Ahora debo irme. Arréglese para dejar
Francia antes de mañana al mediodía.
Jean Marie Barette se adelantó y colocó dos firmes manos en las
amplias espaldas de Duhamel.
—Al menos, amigo mío, déme tiempo para agradecerle.
—No me agradezca nada —dijo Pierre Duhamel—, solo ruegue
por mí. Creo que he llegado al límite de mi capacidad de resistencia.
En cuanto Duhamel hubo partido, Jean Marie marcó el número
de Sergei Petrov. Contestó, en francés, una voz de mujer y segundos
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después Petrov estaba en el teléfono.
—¿Quién es?
—Duhamel me dijo que lo llamara.
—¡Oh sí! Gracias por llamar tan rápido. Querría que nos
encontráramos y conversáramos. Tenemos intereses en común.
—Sí, creo que los tenemos. ¿Dónde sugiere que nos
encontremos? Creo que estoy bajo vigilancia. ¿Le molesta eso?
—No demasiado —la noticia no pareció sorprenderle—. A ver,
déjeme pensar. Mañana a las once ¿le parece bien?
—Sí.
—Entonces encontrémonos en el hotel Meurice, cuarto 580,
Llegue directamente. Estaré esperándolo.
—Muy bien. Así lo haré. Hasta mañana, entonces.
Pero después de aquella hora de mañana y por el resto de los
días que seguirían, el interrogante quedaba planteado. Antes que
comenzara la vigilancia debía encontrar un rincón donde refugiarse,
un lugar en el cual le fuera posible dormir en seguridad, y además
comunicarse y moverse libremente. Alain podría haberlo ayudado
pero la relación con su hermano no había sido fácil y Odette no era
precisamente un modelo de discreción. Se encontraba así, rumiando
su problema, cuando sonó el teléfono. Madame Saracini estaba al
otro lado de la línea, llena de entusiasmo y brusca en sus modales.
—Le dije que quería hablar otra vez con usted. ¿Dónde y
cuándo podremos encontrarnos?
Jean Marie vaciló unos minutos y luego se decidió. Le dijo:
—He sido informado, de fuente segura, de que a partir de
mañana, estaré sometido a vigilancia grado A en mi calidad de
agitador anti-gubernamental.
—Pero eso es una demencia.
—De todos modos, es un hecho. De manera que necesito algún
lugar seguro donde poder residir por un tiempo. ¿Puede ayudarme?
—Por supuesto, ¿En cuánto tiempo puede estar listo?
—En diez minutos.
—Bien. A mí me tomará cuarenta y cinco minutos llegar adonde
está usted. Haga su maleta. Pague su cuenta. Y espéreme a la
entrada de su hotel.
Antes que hubiera tenido tiempo de agradecerle, ella había
colgado. El empacó sus escasas pertenencias, explicó a la patrona
que un súbito cambio de su situación personal lo obligó a dejar el
hotel antes de lo previsto, pagó su cuenta, y se sentó a leer su
breviario hasta la llegada de madame Saracini. Se sentía lleno de paz
y de confianza. Paso a paso estaba siendo llevado hacia el lugar de su
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prueba. Por una curiosa cadena de asociaciones —Saracini, Malavolti,
Benincasa, nosotros los de Siena— se le estaba haciendo presente la
frase que aquella muchacha de veinticinco años, Catalina, había
escrito a Gregorio XI, en Avignon: "Ha pasado el tiempo de dormir,
porque el tiempo nunca duerme, sino que pasa, como el viento… Para
poder reconstruirlo todo, es necesario primero, destruir lo viejo,
destruirlo hasta sus fundamentos mismos…"
La mujer que pasó a recogerlo a la entrada de la Hostellerie
parecía diez años menor que madame Saracini, presidenta del Banco
Ambrogiano All'Estero. Llevaba pantalones, una blusa de seda, un
pañuelo en la cabeza y conducía un convertible hecho a mano por el
más famoso de los diseñadores italianos. Antes que ningún huésped
del hotel, o algún ocasional curioso alcanzara siquiera a darse cuenta
de la existencia del auto o de su dueña, ella había colocado la maleta
de él dentro del baúl y había partido con un chirrido de ruedas. Pero
una vez que se encontraron en camino, condujo con gran cuidado y
un agudo sentido de las posibles trampas de la policía, mientras
procedía a contarle los planes que había hecho para él.
—…El lugar más seguro de París, en estos momentos, es mi
casa, precisamente porque es una casa. No hay otros arrendatarios,
ni conserje y puedo garantizarle la absoluta lealtad de mi
servidumbre. Yo recibo mucho, por lo que siempre hay muchas idas y
venidas de tal manera que nadie notará si alguien viene a verlo.
Usted tendrá su propio apartamento: dormitorio, estudio y sala de
baño. Tendrá también un teléfono directo y una escalera privada para
bajar al jardín. Mis servidores no tienen nada que hacer. De tal forma
que les será muy fácil cuidar de usted.
—Madame, su proposición es muy generosa, pero…
—Nada de "peros". Si el arreglo no le agrada, se va. Tan sencillo
como eso. Y le ruego que me llame por mi nombre, Roberta.
Jean Marie sonrió en la oscuridad y dijo.
—Entonces, Roberta, déjeme explicarle que, al recibirme corre
unos cuantos riesgos.
—Me siento feliz de correrlos. Ve usted, yo sé que tiene una
tarea por delante. Y quiero ser parte de esa tarea. Créame que puedo
ayudarlo mucho más de lo que ahora se da cuenta o siquiera
sospecha.
—¿Por qué quiere ayudarme?
—Ésa es una pregunta que no estoy preparada para contestar
mientras estoy manejando, pero se la responderé en cuanto
lleguemos a casa.
—Ensayemos entonces esta otra pregunta. ¿Cree que es
conveniente para su reputación albergar a un hombre en su casa?
—He tenido otros huéspedes, mucho más escandalosos —le
contestó ella crudamente—. Hace ya veinte años que murió mi
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marido. Y créame que durante todo este tiempo no he vivido como
una monja… Pero han sucedido cosas que me han hecho cambiar. Mi
padre fue a la cárcel. Y pasé un muy mal momento con alguien a
quien quería mucho y que una noche se volvió loco en mis brazos y
prácticamente trató de matarme. Luego estuvo usted. Cuando era
papa yo sentí hacia usted lo mismo que había sentido mi padre hacia
el buen Papa Juan. Usted tenía estilo, tenía compasión. No se paseaba
por allí hablando de disciplina y de condenación. Aun en aquel
tiempo, cuando yo estaba viviendo de manera loca y desordenada,
siempre sentí —como me ocurría con mi padre cuando era niña— que
había un camino de regreso al bien, una posibilidad de enmienda.
Luego usted abdicó y yo, a través de su hermano Alain, me enteré de
algunos detalles de la historia real y me puse furiosa. Pensé que lo
habían destrozado, hasta que su amigo ¿cómo se llama? escribió ese
artículo maravilloso.
—¿Mendelius?
—Eso mismo… Y luego alguien le envió esa carta-bomba. Fue
entonces cuando me di cuenta de cómo las cosas encajaban unas con
otras, cómo en alguna forma, se encadenaban. Comencé a ir
nuevamente a la Iglesia a leer la Biblia, volví a ver a los amigos que
había dejado de lado durante mis días locos, porque me parecían
entonces formales o sofocantes en su manera de ser… Pero nos
hemos salido del tema. Primero permítame instalarlo en su
apartamento, luego le daré de comer. Después de eso podremos
hablar del futuro y de lo que necesita hacer.
El estuvo tentado de embromarla, de decirle, que, si bien era
cierto que necesitaba ayuda, no quería ser manejado. Pero lo pensó
mejor y cambió de tema.
—Me han provisto de un nuevo pasaporte y de un carnet de
identidad con el nombre de Jean Marie Grégoire. Tal vez sea
preferible, que use ese nombre para su servidumbre.
—Me parece bien. Mi servicio se compone de tres personas: un
hombre y su esposa y una chica para el diario. Hace ya muchos años
que están conmigo… Bueno, casi hemos llegado. Mi casa está justo
detrás del Quai d'Orsay.
Tres minutos después se detuvo frente a un gran portón
provisto de una puerta de acero, que se abrió a una señal de radio. El
garaje se encontraba a la izquierda de la entrada y una escalera
interior conducía a los pisos superiores. Su apartamento consistía en
un par de habitaciones con un baño entre medio. Los cuartos daban a
un balcón desde el cual se disfrutaba de la vista del patio central, que
había sido convertido en un jardín rocoso con una fuente en el medio.
—Esto no es como el Vaticano —dijo Roberta Saracini—, pero
confío en que se sentirá cómodo. La comida será servida en treinta
minutos más. Enviaré a alguien a buscarlo.
Vino ella en persona, vestida con una elegante bata de casa,
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hecha de algún riquísimo brocato tieso como capa de bendición. Lo
condujo hasta el comedor que resultó ser una habitación pequeña
pero de hermosas proporciones con un cielorraso artesonado y
muebles de caoba española. La comida era sencilla pero
exquisitamente elaborada, un paté de campagne, filetes de lenguado
y flan de frambuesas. Él le comentó que el vino era excesivamente
bueno para derrocharlo en monsieur Grégoire, pastor retirado,
pasteur en retraite, a lo cual ella replicó que el pastor había
abandonado su retiro y que había llegado el momento de hablar de lo
que él deseaba hacer.
—…Sé lo que tengo que hacer: difundir la palabra y el
conocimiento de que los Últimos Días están próximos y que todos los
hombres de buena voluntad deben prepararse para este
acontecimiento. Sé también lo que no debo hacer: crear confusión o
provocar disensiones entre los creyentes honestos o minar el
principio de legítima autoridad en la comunidad cristiana… De
manera que he aquí mi primera pregunta: ¿Cómo resuelvo este
problema?
—Me parece que ya ha encontrado una solución y una nueva
identidad. Después de todo lo importante en esto es el mensaje
mismo y no el hombre que lo proclama.
—Bueno, no completamente. Porque, ¿cómo puede el
mensajero autentificar, establecer su autoridad?
—No debe tratar de hacerlo —dijo Roberta Saracini—. Debe
simplemente dar a conocer la palabra, tal como lo hicieron los
primeros discípulos y confiar en que Dios hará germinar la semilla.
Las palabras de ella revelaban algo más que un simple sentido
religioso. Revelaban una confianza total, como si ella misma fuera
una viviente prueba de esa proposición. El le dijo:
—Estoy de acuerdo con el principio, pero, ¿de qué manera
podría yo, rechazado en mi propio país, privado de toda misión
canónica, predicar la palabra sin que ello implicara una ruptura de la
obediencia que debo a mi iglesia?
Roberta Saracini vertió café en la taza de él y se la alcanzó a
través de la mesa. Le ofreció coñac. El lo rechazó. Ella explicó
cuidadosamente:
—Como sabe, soy banquera. Y como tal tengo acciones en una
multitud de empresas muy diversas: minas, fábricas, agencias de
viaje, empresas de publicidad, de diversiones, de comunicaciones. De
tal forma que una vez que se sienta seguro de lo que tiene que
decir…
—Siempre he estado seguro de lo que tengo que decir.
—Entonces podemos encontrar cien maneras diferentes, mil
veces distintas para dar a conocer la noticia.
—Pero eso le costará una fortuna.
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—¿Y si es así qué más da? ¿Quién se preocupa por lo que
ocurrirá a las cuentas corrientes después del Día R?
—¿Y qué sabe usted del Día R?
—Tengo mis fuentes. ¿O cree que yo me muevo a ciegas en el
mercado?
—No, supongo que no.
Pero él, a pesar de que la explicación le pareció sensata,
continuaba, no obstante inquieto. Personalmente, él jamás nombraría
sus fuentes, ni aun ante un amigo muy querido y próximo.
—Hay muchos fondos disponibles para cualquier cosa que
intente hacer. Desearía presentarlo a algunas personas que trabajan
conmigo en asuntos de publicidad, televisión y anuncios. Considérelos
como altoparlantes para su voz. Dígales lo que desea decir. Y se
sorprenderá de las ideas que verá emerger… Pero parece dudar. ¿Por
qué? ¿Dónde estaría el papado moderno sin la televisión? O, para el
caso, ¿dónde estaría la presidencia americana? ¿No es acaso un
deber moral usar todos los medios que se ponen a nuestra
disposición?
Una vez más, y con mayor fuerza en esta ocasión le vino a la
mente el recuerdo de aquella muchacha de Siena que, en el siglo XIV
le había escrito a Pietro Roger de Beaufort-Turenne, Gregorio XI…
Siatemi uomo, virile e non timoroso… " Sea para mí un hombre, viril y
no cobarde".
Por unos minutos, permaneció silencioso, considerando la
decisión a tomar.
—¿Cuándo podría ver a sus expertos?
—Mañana por la mañana.
—¿Hasta qué punto puedo confiar en ellos?
—En los que yo siente a esta mesa podrá confiar como confía
en mí.
—Entonces le ruego que conteste a la pregunta que le hice
cuando veníamos hacia acá: ¿por qué motivo desea ayudar a un
hombre que está anunciando el fin del mundo?
Ella no jugó con su respuesta, ni la adornó sino que se la
entregó directa y sencilla.
—Porque es un hombre y nada más que por eso. Toda mi vida
he estado esperando por alguien que sea capaz de enfrentar la
tormenta y de gritar contra el viento. Esta mañana, en el banco, lo
observé. Estaba tan enojado que pensé que iba a estallar allí mismo,
pero en cambio tuvo la gracia de pedir disculpas por sus malos
modales. Y para mí, esa es una razón suficiente.
—No para mí —dijo Jean Marie Barette—. Nadie puede ser tan
fuerte sin vacilar. Nadie dura tanto tiempo… No construya nada sobre
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mí, Roberta. Construya sobre sí misma. Usted no es una devota
cualquiera en la mitad de su menopausia. Y yo no soy un inquieto e
inestable sacerdote que se pregunta por qué ha derrochado su vida
en la soledad de la soltería.
—Dígame entonces quién es usted —dijo Roberta Saracini con
súbita ira—. Dejemos de ser buenos jesuitas y definamos los
términos.
—He recibido un llamado para proclamar que los últimos días
están próximos y en consecuencia la Segunda Venida del Señor. He
respondido a ese llamado. Y ahora busco los medios para hacer esa
proclamación. Usted me ha ofrecido un asilo y los medios y los
expertos capaces de ayudarme. Lo he aceptado con gratitud, pero no
tengo nada para darle a cambio de lo que me ha ofrecido.
—¿Es que acaso le he pedido yo algo?
—No, pero debo advertirle —y créame que hacerlo es un acto
de amor— que nunca debe esperar poseer nada mío, ninguna parte
de mí ni tampoco manejarme de ninguna manera.
—¡Por el amor de Dios! ¿Y por qué cree necesario advertirme
eso?
—Porque la primera vez que conversamos, afirmó que se sentía
muy mística acerca de su propio pasado, acerca de la conexión de su
familia con Santa Catalina de Siena. Me pareció que era aquel un
preludio muy significativo. Me estaba ofreciendo la misma clase de
ayuda que ella le había ofrecido a Gregorio XI para traerlo de regreso
de Avignon a Roma. Pero la historia no puede repetirse, así como
tampoco pueden duplicarse las relaciones personales. Gregorio era
un hombre superficial, vacilante y cobarde. Yo tengo muchos
defectos, pero no soy un hombre de ese tipo. Y he sido llamado a
caminar en el desierto. —Ella quiso protestar, pero él la detuvo con un
gesto. —Hay mucho más, de manera que permítame decirlo. Conozco
la vida y los trabajos de su pequeña Santa. Mi tesis para el doctorado
versó precisamente sobre las grandes mujeres místicas. He leído el
Diálogo y el Epistolario. Catalina escribió mucho, y muy bellamente,
sobre el amor humano y divino. Sin embargo, hay momentos de su
vida que ninguno de sus biógrafos ha explicado plenamente. Para mi
gusto, ella es demasiado exótica, tal vez porque soy francés y a ella
nunca le gustaron los franceses. Pero creo que en una o dos
ocasiones, ella llevó demasiado lejos a los muchachos de su cenacolo.
Ella soñaba con el amor divino cuando ellos luchaban todavía para
dar un sentido a las variedades del amor humano, y es por eso que
ocurren las tragedias. De manera que… —sonrió y se encogió de
hombros— nos hemos portado como buenos jesuitas: hemos definido
los términos y delimitado las reglas del juego. ¿Estoy perdonado?
—Sí. Pero no crea que tan fácilmente. —Levantó su copa en un
silencioso brindis y bebió el resto del vino. —Es tarde. Debo
levantarme mañana temprano para trabajar.
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—Yo también tengo que salir. Tengo una reunión con el ministro
de Agricultura de Rusia.
—¿Petrov? He tenido que tratar con él algunos asuntos
bancarios. Es duro pero decente. De todos modos, ahora se encuentra
en una situación desesperada. Si no logra reunir el alimento necesario
para el invierno, es un hombre perdido.
—Y en ese caso nuestro mundo se encontrará una hora más
cerca de la medianoche.
Se levantó y retiró la silla de ella. Cuando ella a su vez se puso
de pie, se dio vuelta, cogió la mano de él y se la besó a la antigua
usanza.
—Buenas noches, monsieur Grégoire.
Él aceptó el gesto sin comentarios.
—Buenas noches, madame, y gracias por el techo que me ha
ofrecido en su casa.
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CAPITULO 11

En la habitación 508 del hotel Meurice, Jean Marie Barette, ex-


papa, conversaba con Sergei Andreivich Petrov, ministro de
Agricultura de la U.R.S.S. Petrov se veía cansado y sobre todo
desastrado, como si la noche anterior hubiera dejado caer sus ropas
en el suelo y a la mañana siguiente se hubiera limitado a echárselas
encima recogiéndolas allí donde se encontraban. Tenía los ojos
enrojecidos y húmedos, la voz ronca y áspera y su piel exhalaba un
leve vaho de licor. Aun su sentido del humor parecía estar en
decadencia.
—…¿Piensa que parezco un despojo humano? Pues lo soy.
Durante semanas y por doce, quince horas al día he estado viajando,
hablando, rogando, gritando como un papagayo hambriento para
tratar de obtener algún alimento para mi país. Pero nadie quiere
venderme nada. De manera que ahora desciendo un nivel y comienzo
la fase dos de mi operación. ¿Qué pido ahora? Intervención,
mediación, lo que en los negocios se suele llamar buenos oficios. Y se
me ha ocurrido que en este plano tal vez esté dispuesto a ayudarme.
—Dispuesto, claro que estoy —contestó Jean Marie sin vacilar—.
La utilidad de mi intervención es ya otro asunto muy distinto. En las
democracias la voz del jefe de la oposición es siempre muy fuerte y
muy grande su capacidad de negociación. Pero conmigo la cosa es
diferente. Soy nada más que un pasteur en retraite. Digámoslo de
otra manera. ¿Cómo reaccionaría usted si yo llegara a Moscú
solicitándole favores?
—Mejor de lo que usted cree. Es usted una persona
generalmente muy respetada. ¿Querría tratar de ayudar? La posición
nuestra es desesperada. El hambre es un horror que nadie
comprende hasta que sucede. Mire lo que ha ocurrido en África. Y sin
embargo las señales de advertencia estaban allí desde hacía mucho
tiempo, pero nadie les prestó atención… Desde el Sahara hasta el
Sachel y hasta el Horn, bruscamente miles de hombres, mujeres y
niños comenzaron a morir. Es el mismo tipo de amenaza que ahora
está suspendida sobre nosotros con la diferencia de que para
nosotros ocurrirá en invierno. Sobreviviremos como podamos, pero en
cuanto lleguen los deshielos, yo le prometo que los cohetes partirán
de sus rampas de lanzamiento, que nuestros ejércitos avanzarán
hacia el sur, hacia los campos petroleros del golfo, hacia el oeste a
través de las llanuras húngaras, y por el mar hacia la India, las
Filipinas y Australia. Es como un axioma matemático. La única forma
de disciplinar los desórdenes que amenazan en el interior es marchar
hacia el enemigo en el exterior… Las potencias occidentales y China
se han dedicado a ese peligroso juego que los ingleses llaman
brinkmanship y que es un juego de equilibrio y de destreza que no se
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puede jugar con un estómago vacío. De manera que, una vez más se
lo pido: ¿querría ayudarme?
—Sí, por supuesto, trataré de hacerlo, pero no puedo trabajar
sin alguna base de donde partir. Necesito que me informen. Necesito
una lista de lo que su gente está dispuesta a conceder a cambio de
los alimentos más urgentes. Ustedes también gustan de jugar sobre
el borde del precipicio y pueden llegar a ser tan estúpidos como los
occidentales. De manera que necesito un informe escrito, aunque sea
elemental, que me otorgue la autoridad suficiente para actuar como
corredor en el mercado.
—Eso podría ser difícil.
—Sin eso, no obstante, el resto es imposible. Vamos, camarada
Petrov. Puedo hacer declaraciones a la prensa, sermones, llamados
de auxilio. Lo hice cada domingo en la Plaza de San Pedro. En cada
una de mis giras nunca dejé de hacer discursos diplomáticos. Pero
eso sería lo mismo que los discursos que ustedes pronuncian en el
Primero de Mayo sobre la ideología marxista leninista y la solidaridad
de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. No agrega nada a nada. En
cambio, si yo tuviera en mi poder un documento que me otorgara a la
vez información y representación, un documento que usted podría
repudiar si la cosa no resultara, bien, por lo menos me permitiría ser
recibido con respeto en mi calidad de emisario.
—¿Estaría preparado a ir a Moscú?
—Sí, siempre que fuera invitado al más alto nivel y en forma
amistosa de manera de no sufrir la agotadora vigilancia de los
hombres del K.G.B.
—Le prometo que eso no sucederá.
—¿Cuándo desea que vaya?
—Tan pronto como sea posible, pero mientras tanto debo
mantener mis pies en el agua para tener la certeza de que no hay
cangrejos dispuestos a morderme. ¿Cómo podré ponerme en contacto
con usted?
—A través de mi hermano Alain, en el Banco Halévy Frères et
Barette. —Garabateó la dirección en un papel y se la pasó a Petrov. —
Alain no sabrá dónde me encuentro, pero me mantendré en contacto
con él.
Petrov dobló el papel y lo colocó en su cartera. Dijo:
—¿Quiere beber algo conmigo?
—Gracias, pero es un poco temprano para mí.
—Yo necesito un trago. En las últimas semanas he recibido
golpes muy duros y ¿qué puede hacer un hombre al final de otro
piojoso día gastado dando vueltas por ahí con la canasta de las
limosnas en la mano? En este negocio no hay medallas ni
recompensas, lo único que se consigue son ojos enrojecidos y algunas
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palabras, "tut-tut camarada, después de todo debe ser posible hacer
algo constructivo". Yo sé que nada se puede hacer y ellos también lo
saben; pero ellos están a salvo en el Kremlin dando vueltas a sus
papeles mientras que yo gasto mis zapatos y mi paciencia.
—Pensé que había alguna esperanza para ustedes, con Pierre
Duhamel.
—Hasta aquí eso es todo lo que hemos obtenido: esperanzas. El
está tratando de ayudarnos con un esquema muy complicado en el
cual nosotros compramos algunos barcos ya cargados en tránsito en
alta mar y los desviamos hacia los puertos bálticos. Lo que dificulta
las cosas es el tamaño de la operación; a menos, claro, que Duhamel
esté jugando sucio… ¿Qué opinión tiene de él?
—Creo que está tratando de jugar limpio en un juego sucio.
—Podría ser. ¿Y qué me dice de ese trago?
—Una sugerencia —dijo Jean Marie Barette.
—Veamos de qué se trata.
—Olvide el trago. Ordene café para dos. Déme sus medidas y
bajaré a comprarle una camisa nueva y ropa interior. Luego envíe su
traje a planchar y mientras espera que se lo tengan listo, toma un
largo, largo baño caliente.
Petrov se quedó mirándolo incrédulo y estupefacto.
—¿Me está diciendo que estoy sucio?
—Le estoy diciendo, querido camarada, que si yo me
encontrara con el revólver al pecho como está usted me cambiaría de
ropa dos veces al día, no bebería nunca nada hasta el atardecer y
haría saber que quienquiera se considerara capaz de hacer mi trabajo
mejor que yo sería bienvenido por mí y le daría plenas facilidades
para que intentara hacerlo.
—Esa receta tiene, no obstante, un grave inconveniente.
—¿Cuál es?
—Quienquiera que asuma mi cargo deseará también mi cabeza
y la verdad es que prefiero, por el momento, conservarla, sobre, mis
hombros. En cuanto al resto, tiene razón. Mi talla es el 40. Vaya a
comprar la ropa. Yo ordenaré el café. De todos modos el servicio
siempre se demora.
—Pensé que estaría alojado en la embajada —dijo Jean Marie
Barette.
—Estoy alojado allí —dijo Sergei Petrov—, pero guardo esta
habitación para mis contactos privados.
—¿Y está seguro de que son privados?
—Tan seguro como se puede estar seguro de algo. Por lo menos
sé que este cuarto no tiene micrófonos escondidos… Por otra parte, el
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hecho de no ser vigilado me asusta terriblemente.
—¿Por qué?
—Porque significa que a nadie le importa nada de lo que yo
hago. Lo mismo podría yo ser un pato sentado esperando que alguien
le corte la cabeza… No es que, por otra parte, eso tenga mucha
importancia. Porque la verdad es que la raza humana tiene un futuro
muy limitado.
—¿Cuan largo es ese futuro, tal como usted lo ve?
—Veamos. Estamos ahora en septiembre. Si no logro conseguir
alimentos antes del invierno, el ejército se pondrá en marcha
inmediatamente después de los deshielos de primavera. Si obtengo
los cereales y el trigo, eso significará una pequeña tregua, que de
ninguna manera será demasiado larga porque el problema del
combustible y de la energía continuará vivo y candente y cada gran
nación ha trazado sus planes que contemplan ataques preventivos
para el caso en que los campos petrolíferos se encuentren
amenazados… La estimación más pesimista nos da de seis a ocho
meses y la más optimista, dieciocho. No es un pensamiento
agradable.
—Iré a comprar la ropa —dijo Jean Marie—. ¿Alguna preferencia
especial con respecto a colores?
Sergei Andreivich Petrov rompió a reír.
—Desearía que los camaradas pudieran verme ahora. Desde
que comenzó nuestra Revolución, el Vaticano no ha dejado de ser una
molestia, por decir lo menos, para nosotros. Y ahora tengo a un papa
comprando mi ropa interior.
—¿Y qué tiene eso de raro? —preguntó Jean Marie con suave
inocencia—. El primero de mi serie vendía pescados en Israel.
Mientras se ocupaba en la sencilla tarea de comprar calcetines
y ropa interior, se sintió impactado, no solamente por la situación de
comedia en que se hallaba, sino por la macabra indiferencia que
implicaba. El había nacido en la mitad de los años veinte, y en
consecuencia, cuando llegó la guerra era demasiado joven para
alistarse en el ejército francés; más tarde se había visto obligado —
para burlar el llamado a los trabajos forzados en Alemania— a huir a
las montañas y a unirse al maquis; en cuanto su ingreso al seminario,
había tenido lugar un año después del término de las hostilidades.
Pero uno de los recuerdos que más vividamente permanecían en su
memoria era el de aquella época de pesadilla cuando los alemanes
comenzaron su evacuación y todo el edificio de la ocupación comenzó
a derrumbarse. Aquello había sido como una inmensa feria de
borrachera, crueldad, heroísmo y muchas complicadas formas de
locura.
Lo que ahora estaba presenciando era como la repetición de
todo aquello: la misma clase de desórdenes en Tübingen, el asesinato
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por decreto, Pierre Duhamel fiel servidor de la república aceptando y
contribuyendo a la perpetración de horrores secretos en la vana
esperanza de prevenir así el advenimiento de otros mayores y
finalmente Sergei Petrov esforzándose por romper el bloqueo del
mercado de granos y mientras tanto ahogando en vodka su
impotencia y su desesperación. Esta forma de locura en pequeña
escala era tal vez la manifestación más siniestra de la demencia.
¿Hambre en el Horn de África? ¿Y, qué era eso? La eliminación natural
de la población sobrante de una tierra marginal, sí, era eso hasta que
uno cogía en brazos a un niño con el vientre inflado como un balón,
brazos como palillos de fósforos y el ritmo de la respiración
escasamente suficiente para echar un poco de aire en sus pulmones.
Entonces uno se ponía a maldecir a Dios y a maldecir al hombre y
echaba mano de las bombas para mandar todo al diablo. Entretanto,
con total incoherencia con sus pensamientos, decidió que su hermano
Alain tenía razón. Necesitaba ropa nueva. Y ya que estaba comprando
para Petrov, ¿por qué no preocuparse al mismo tiempo de sí mismo?
No había motivo alguno que le impidiera a uno llegar bien vestido al
propio funeral.
Aquella noche Roberta Saracini tenía tres invitados para la
cena. Llegaron en ropas de trabajo y trajeron consigo
portadocumentos, grandes folios de artistas y una máquina
grabadora de video. Llevaban además consigo el aire resuelto de los
profesionales que conocen muy bien su tarea y no necesitan para
nada del consejo de los advenedizos sin entrenamiento. El de más
edad de los tres era un hombre grandote, de tez rubicunda, amplia
sonrisa y mirada sagaz. Roberta lo presentó como Adrian Hennessy.
—…Ninguna relación con el coñac del mismo nombre. Es
americano, habla siete lenguas y se expresa muy bien en cada una
de ellas. Llegó de Nueva York esta mañana. Si llegan a un acuerdo, él
dirigirá nuestra operación.
El segundo huésped era una muchacha de aspecto masculino,
cuyas facciones le parecieron a Jean Marie vagamente familiares. Y en
verdad resultó ser la sorpresa del momento.
—…Natalie Duhamel, nuestra experta en películas y en
televisión. Creo que conoce a su padre.
—Sí, lo conozco.
El encuentro no resultó grato para Jean Marie. La joven le
otorgó una fría sonrisa y una definición muy bien ensayada.
—Mi padre y yo mantenemos una excelente relación. El no
produce los actos que yo presento en televisión o cine y yo no escribo
los informes que él envía al Presidente. En asuntos privados, él no
pregunta, yo no cuento y viceversa.
—Es un arreglo muy preciso y claro —dijo Jean Marie Barette.
—Y éste —Roberta Saracini presentó a su tercer huésped, un
cimbreante joven que podría muy bien haber servido de modelo para
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el carretero délfico— es Florent de Basil. Dibuja, pinta, escribe bellas
canciones.
—En resumen, un genio. —Tenía la sonrisa inocente y pronta de
un niño. Tomó la mano de Jean Marie y la besó. —No puedo decirle
cuánto he estado deseando que llegara el momento de conocerlo.
Espero que me dará un poco de tiempo para hacerle un retrato.
—Lo primero es lo primero, amor —dijo Roberta Saracini—.
Falta media hora para la comida. Mientras tomamos los combinados
podríamos comenzar a trabajar.
Adrian Hennessy abrió su portadocumentos y sacó una cinta
grabadora. Florent de Basil puso ante sí un cuaderno de dibujos.
Natalie Duhamel permaneció sentada plácidamente, observando.
Hennessy bebió un sorbo de su licor y declaró en forma categórica:
—Comenzaremos por la grabación. Si no logramos ponernos de
acuerdo en los términos de referencia, entonces consideraremos que
el día ha terminado y nos dedicaremos a gozar de la comida. Si, en
cambio, llegamos a un acuerdo, comenzamos inmediatamente a
trabajar. Primer punto: ¿Cómo llamaremos al sujeto? Ese es usted
señor. Recuerde que algunos objetos como las notas y las cintas
grabadas deben ser transportadas de un lugar a otro y en
consecuencia pueden perderse. De manera que preferimos no usar
nombres reales.
—Mi nombre es Jean Marie…
—Cambiémoslo entonces por un nombre americano: John Doe.
En segundo lugar, nombre del proyecto. Tal como nos lo ha explicado
Roberta, usted posee un mensaje que tiene que transmitir al mundo.
Pero no obstante, desea que no haya confusiones y que la difusión de
este mensaje no pueda ser atribuida a usted en tanto que maestro
oficial de la Iglesia Católica.
—Es un resumen muy preciso. Así es, en efecto.
—Pero está aún incompleto. Ignora el corazón mismo de
problema. El hecho es que en su calidad de ex-papa, usted continúa
llevando el aura de su oficio. No existe ninguna forma en que le sea
posible hacer una declaración pública sin que ello implique entrar en
conflicto con el actual poseedor del título que fue suyo, quien, entre
paréntesis, es el menos inspirado de los oradores que me haya
tocado escuchar. Así pues, la pregunta es: ¿hasta qué punto está
dispuesto a llegar arriesgándose a un conflicto?
—No estoy dispuesto a dar ni siquiera un solo paso en ese
sentido —dijo Jean Marie Barette.
—Me agrada un hombre que sabe lo que quiere —dijo Hennessy
con una sonrisa—. Pero alguien tiene que encargarse de dar a
conocer el mensaje, y ese alguien tiene que poseer cierta autoridad.
Después de todo, las cartas que puede escribir "John Doe" no se leen
en las iglesias… Lo que se lee es a San Pablo, San Pedro y Santiago…
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—No estoy de acuerdo —dijo Jean Marie—. Lo siento, pero he
discutido sobre eso hasta la náusea y casi he terminado creyéndolo.
Pero no ahora. Nunca más. Escuchen… —Repentinamente pareció
encenderse por dentro de tal forma que sus oyentes quedaron
prendidos de cada palabra, de cada gesto suyo. Hennessy se inclinó y
abrió la grabadora… —Si cada uno de nosotros se encontrara
encerrado en un cuarto silencioso, privado de toda referencia
sensorial, no tardaríamos en sentirnos desorientados y finalmente nos
volveríamos locos. La persona que sería capaz de resistir más tiempo
sería aquella para quien la meditación y el aislamiento hubieran
constituido un ejercicio diario y cuya vida hubiera transcurrido en
referencia a Dios. Durante mi pontificado tuve ocasión de conocer a
algunas personas —tres hombres y una mujer— que habían sido
encarcelados como agitadores religiosos y luego torturados con
privación sensorial… El hecho es que para vivir necesitamos
mantenernos en comunión, no sólo con nuestro presente sino
también, con nuestro pasado y nuestro futuro. En nosotros habita y
canta toda una poesía de la vida, el arrullo de algunos recuerdos
medio olvidados; el evocador silbido de los trenes por la noche y el
olor de la lavanda en el verano de un jardín. Pero también nos habitan
y rondan el dolor y el miedo y las imágenes de nuestros terrores
infantiles y las macabras disoluciones que trae la edad… Estoy seguro
de que es precisamente en este espacio en que diariamente soñamos
despiertos, donde el Espíritu Santo establece con nosotros su propia
comunión. Y es así como se nos da ese don que llamamos la gracia: la
súbita iluminación, el agudo pesar que conduce a la penitencia o al
perdón, la apertura del corazón a los riesgos del amor… En este
campo la autoridad carece de toda relevancia. La autoridad no es
aquí sino como un tuerto en el reino de los ciegos. Yo puedo mandar
a hacer cualquier cosa, excepto amar y comprender… ¿Qué estoy
entonces tratando de decirles? —Les sonrió con humildad. —Pedro ha
muerto y Pablo ha muerto y Santiago también, el hermano del Señor.
El polvo de sus huesos ha sido barrido por el viento de los siglos.
¿Fueron hombres de elevada estatura, pequeños, rubios o morenos?
¿Quién lo sabe? ¿Y a quién le importa? Pero el testimonio del espíritu
que pasó a través de ellos, aún perdura. —Citó quedamente—:
"Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no
tengo caridad soy como el bronce que suena o címbalo que retiñe…"
La habitación se había quedado silenciosa y así permaneció por
un largo momento. Jean Marie miró a cada uno de los presentes,
buscando una respuesta. Pero los rostros estaban vacíos y los ojos
bajos. Finalmente habló Hennessy. Cerró la grabadora. Y se dirigió, no
a Jean Marie, sino a sus colegas.
—…No necesito ver al hombre que dijo eso. Puedo leerlo, oír lo
que dijo y construir a partir de ello, una imagen propia. ¿Natalie?
—Completamente de acuerdo. Con juegos de luces y un
adecuado montaje mecánico se puede sugerir lo que se quiera. Y con
todo el respeto debido, monseñor, parecerá ahí como una prostituta
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haciendo de virgen. ¿Qué piensa usted Florent?
El muchacho parecía curiosamente subyugado. Dijo:
—Ciertamente que imágenes no. Me veo a mí mismo oyendo
música, algo muy sencillo, como una vieja balada de aquéllas que
relatan hazañas de caballeros andantes y hablan de amor… Dije que
no veía imágenes, pero tal vez haya que modificar eso. La imagen
podría ser no del que habla sino de su audiencia. ¿Podríamos dejar
que esta idea se decante y pensar en ella más tarde?
—Soy banquera —dijo Roberta Saracini—, pero usted me dio
una idea, Adrian. Usted dijo: "no se leen en las iglesias las cartas de
John Doe. ¿Pero, leería usted una carta de este John Doe? ¿Escucharía
usted si él le enviara un mensaje grabado?
—Por todos los diablos, que sí la escucharía. —Garabateó unas
notas en su libreta. En seguida se dio vuelta hacia Jean Marie, le
manifestó su pesar y le pidió disculpas.
—Sé que todo esto debe parecerle muy impertinente, porque lo
estamos tratando como una especie de muñeco que puede ser
manipulado.
—Estoy acostumbrado a eso —dijo Jean Marie con ecuanimidad
—. Nuestra gente del Vaticano es experta en teatro de alto nivel y
algunos de nuestros maestros de ceremonia son verdaderos tiranos.
No se preocupe. Cuando me canse se lo haré saber…
—Cartas —dijo Natalie Duhamel—. Siempre han sido una de las
formas de la literatura que nunca pasan de moda.
—Y siguen estando de moda —dijo Hennessy —: cartas de
Junius, Lettres de mon Moulin, cartas al Times. El problema estriba en
encontrar al editor con agallas suficientes para desafiar la actual
censura y publicarlas. Por otra parte creo que los editores de libros se
interesarán en publicar el material que les entreguemos en forma de
serial… ¿Podría usted escribirlas, monseñor?
—Durante toda mi vida de clérigo no he hecho otra cosa sino
escribir —dijo Jean Marie—. Cartas pastorales, encíclicas, cartas a los
clérigos y a las monjas de los conventos. Acepto agradecido un
cambio de estilo.
—¿Podría también grabar algo?
—Por supuesto.
—Tengo miedo —dijo Natalie Duhamel—. ¿Quién escuchará
esos sermones?
—¿Fue eso un sermón? —el joven señaló dramáticamente a la
grabadora.
—No… ¿pero le sería posible mantener ese estilo…?¿Puede
hacerlo, monseñor?
—No sé nada sobre estilos —Jean Marie habló con viveza y en
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forma definitiva como queriendo dar por terminado aquel asunto—.
Tengo cosas que decir sobre la vida y sobre la muerte. Y deben ser
dichas de corazón a corazón.
—Si escribe cartas —dijo Hennessy llanamente—, ¿a quién
piensa dirigirlas? Y es aquí donde volvemos al problema de la
autoridad. El editor pregunta: ¿Quién es este personaje? El público
pregunta: ¿Y qué diablos sabe él de lo que está hablando?
—Y tal vez sus clientes no sean en último término los editores
—dijo Natalie Duhamel—. Tal vez tenga que recurrir a los samizdat y
a la prensa clandestina o aun incluso a los carteles en las murallas de
China. Pero Adrian tiene razón. Una carta comienza: Querido X… ¿En
este caso, quién será el X?
—Pero si lo que está escribiendo se refiere al término de todas
las cosas —dijo Florent de Basil—, una carta resultaría un ejercicio sin
sentido y a la vez contradictorio. ¿Quién puede hacer nada con
respecto al acontecimiento final?
—Tiene toda la razón —concedió Jean Marie con aparente buen
humor—. Desde el punto de vista humano la cosa carece totalmente
de sentido.
—¿Y a quién le escribiría entonces? ¿A Dios?
—¿Por qué no? —Por un momento, Jean Marie saboreó la idea—.
¿Y adonde más podemos volvernos cuando el mundo está por
terminar? Es lo que haría un niño: escribir cartas a Dios y colocarlas
en el hueco de un árbol. Podrían llamarse: "Ultimas cartas desde un
pequeño planeta".
—Deténganse aquí. —La orden de Hennessy estalló como un
latigazo. Miró a la pequeña asamblea. —Nadie hablará ahora hasta
que yo se lo indique. El título es muy bello y me gusta. —Se dio vuelta
hacia Jean Marie y preguntó—: ¿Puede escribir esas cartas?
—Por supuesto. No es difícil. —Se permitió una pequeña broma.
—Después de todo, hablo con Dios todos los días. No tendré
necesidad de aprender un nuevo idioma.
—¿Cuándo puede comenzar a escribir?
—Esta misma noche, mañana, en cualquier momento.
—Entonces, por favor. Hasta nuevo aviso, una carta al día, mil a
mil doscientas palabras. Y déjenos a nosotros la tarea de encontrar el
hueco en el árbol y una distribución internacional.
—Una pregunta elemental —Natalie Duhamel planteaba ahora
este nuevo punto—: ¿Quién será el autor de estas cartas? ¿Qué
personaje y bajo qué nombre? Eso es absolutamente básico para la
posibilidad de nuestra promoción.
Jean Marie ofreció una sugestión, medio en broma, medio en
serio.
—No puedo volver a ser un niño; pero muy a menudo me he
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sentido muy pequeño. ¿Por que no firmar con mi nombre en
diminutivo, Jeannot… Juanito…?
—Tiene un aspecto de bufonería que no me gusta —dijo
Roberta Saracini.
—Entonces completemos la cosa. Admitamos que existe algo
así como la locura divina. Y firmaré: Jeannot le Bouffon. Juanito, el
payaso.
—¿Por qué se desprecia a sí mismo? —Roberta continuaba
sintiéndose infeliz. —¿Por qué disimular de tal manera su
personalidad que nadie sabrá quién es usted?
—Porque así nadie podrá acusarme de ser ambicioso o
rebelde… y por otra parte ¿quién, sino un niño o un payaso se
atrevería a escribirle cartas al Todopoderoso?
—Estoy de acuerdo con él —dijo Hennessy—. Y si no somos
capaces de hacer de "Juanito el payaso" un nombre que resuene en
todos los hogares del mundo, me volaré los sesos por incapaz. ¿Qué
dice usted, Natalie?
—Me parece que podría visualizar todo el asunto siempre que
Florent sea capaz de producir un modelo.
—Un modelo y también la música, amor mío, e incluso un tema
en contrapunto: "Juanito el payaso es tan sencillo. ¿Por qué somos
nosotros tan complicados…?"
—Bueno, no hablemos en el aire —dijo Hennessy— y no
distraigamos al autor. Porque de él tiene que venir toda la inspiración.
Nosotros somos solamente los técnicos… ¿Cuánto falta para la
comida, Roberta?

Casi no podía creer que fuera tan fácil escribir aquellas cartas.
Cuando era pontífice se había visto obligado a pesar cada palabra,
pues no se podía correr el riesgo de desviarse, aunque sólo fuera por
el espesor de un cabello, de las definiciones de los antiguos concilios:
Calcedonia, Nicea, Trento. No podía tampoco desacreditar, por mucho
que disintiera de ellos, los decretos de sus antecesores. No podía
especular, sólo podía confiar en su capacidad de iluminar las formas
tradicionales de la fe. Él era la fuente misma de la autoridad, el
arbitro final de la ortodoxia, el que podía atar y desatar, siendo él el
que más atado estaba de todos, esclavo hasta la tumba del Depósito
de la Fe.
Y ahora, repentinamente, descubría que era libre. Había dejado
de ser Doctor et Magister para transformarse simplemente en Juanito
el payaso, con los ojos abiertos, inocentes y asombrados ante los
misterios del mundo. Ahora podía sentarse y gozar del olor de las
flores, observar las fuentes y, bufón de Dios, a salvo en sus ropajes
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de payaso, discutir con su Creador.

"Querido Dios,
"Me gusta este mundo tan divertido, pero acabo de
enterarme de que parece que estás dispuesto a destruirlo;
o, peor aún, que lo que piensas hacer es sentarte allá en el
cielo y contemplar como nosotros, imitando en esto a los
cómicos que destrozan un gran piano en el cual alguna vez
tocó Beethoven, destruimos nuestro propio mundo.
"No puedo discutir Tus voluntades ni lo que Tú haces.
Este es Tu universo. Tú regulas las estrellas y te las arreglas
para mantenerlas circulando por el espacio. Pero, antes que
llegue la última y enorme bomba, ¿podrías explicarme, por
favor, algunas cosas? Sé que esta tierra nuestra es nada
más que un diminuto planeta, pero es el planeta en que vivo
y antes de dejarlo, me gustaría comprenderlo un poquito
mejor. Me gustaría poder comprenderte a Ti también, tanto
como Tú me lo permitas, pero, por tratarse de Juanito el
payaso tu explicación tendrá que ser muy sencilla.
"…En mi propia mente nunca he comprendido muy bien
cuál es tu papel aquí abajo. Créeme que no intento faltarte
el respeto. Pero, ves Tú, en los circos donde yo trabajo
siempre hay, por un lado un auditorio, y por el otro,
nosotros, los actores, los que hacemos los malabarismos y
juegos de manos y también naturalmente están los
animales. En este recuento no los podemos dejar de lado,
porque nosotros dependemos de ellos y ellos cuentan con
nosotros.
"Ahora bien, el público es maravilloso. La mayor parte
de las veces todos los espectadores están tan felices y son
tan inocentes que el gozo que emana de ellos parece algo
palpable; pero a veces también es posible oler la crueldad,
como si desearan que el tigre atacara a su domador o que
los trapecistas cayeran desde las alturas. De manera que
realmente no puedo creer que Tú te encuentres presente
entre ellos. Luego estamos nosotros, los actores. Debo
reconocer que constituimos un grupo bastante mezclado,
compuesto de payasos como yo, de acróbatas, de hermosas
muchachas amazonas, de la gente que se equilibra en la
cuerda floja, de las mujeres con los perros amaestrados y
los elefantes y los leones y ¡ah! todo el conjunto. En
general, somos bastante grotescos: bien intencionados, sí,
pero a veces lo suficientemente locos como para matarnos
unos a otros. Si supieras las historias que te podría contar…
Bueno, pero Tú las conoces, ¿no es así? Tú nos conoces así
como el alfarero conoce las vasijas a las que ha dado forma
con su propia rueda.
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"Hay gente que sostiene que Tú eres el dueño del circo
y que echaste a andar el espectáculo para recrearte
privadamente con él. Puedo aceptar eso. Me gusta ser
payaso. Porque la verdad es que gozo con el goce que doy.
Pero lo que no puedo entender es por qué el dueño quiere
cortar las sogas que sostienen el techo y sepultarnos a
todos bajo los escombros. Una persona loca, un villano
vengativo podría ciertamente hacer algo semejante. Y no
puedo creer que Tú estés loco y seas sin embargo capaz de
hacer una rosa, o que seas vengativo y crees un delfín… De
manera que, como ves, hay mucho que explicar…"

A medida que escribía, aumentaban sus deseos de continuar


escribiendo y de escribir más. No se trataba de un ejercicio literario.
No le estaba enseñando nada a nadie. Simplemente se encontraba
entregado de lleno al más primitivo de los pasatiempos, la
contemplación de la paradoja, el razonamiento de un hombre sencillo
enfrentado al Misterio Final. Se estaba expresando con el vocabulario
de un campesino, completamente diferente del de los teólogos o de
los filósofos. No tenía necesidad de inventar nuevos símbolos o
nuevas cosmogonías, como la de los Marcianos o de los
Valentinianos. Era un hombre enamorado de las cosas más antiguas y
a la vez más sencillas: el grano cosechado escurriéndose a través de
las manos, las manzanas recién cogidas de los árboles, el primer y
dulce paladeo del amor primaveral. Y éstas eran las cosas más
preciosas y preciadas, porque estaban destinadas a desaparecer muy
pronto en el caos general que se avecinaba. En cuanto papa, había
escrito a las mujeres, les había entregado mandatos, consejos,
recetas. Pero nunca antes en toda su carrera de clérigo, había escrito
sobre ellas con tanta ternura…

"… Precisamente porque soy un payaso, con enormes


botas y pantalones flotantes, ellas no temen contarme sus
secretos y también porque saben que siempre estoy
asustado de algo, conmigo ellas no tienen vergüenza en
admitir que también están asustadas. Y aunque hayan
hecho mil locuras y todo el ridículo del mundo por un
hombre, no se sienten ridículas al contármelo. Con mi
enorme boca y mis inmensos ojos llorones de bebé parezco
mucho más tonto de lo que ellas nunca podrán ser. Lo único
que ellas desean es amar y ser amadas y hacer su nido,
como los pájaros y dar a luz a hermosos niños… Pero
escuchan en la noche la cabalgata de los jinetes fantasmas
—la guerra, las enfermedades, el hambre— y se preguntan
por qué habrían de criar niños destinados a morir ante
senos estériles o a ser quemados por el resplandor do las
bombas. No pueden caminar tranquilas por las calles; de
manera que han aprendido a luchar como los hombres y a
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llevar consigo armas para defenderse de las violaciones. Las
danzas guerreras de los hombres les han enseñado a
despreciarlos. Y cuando los hombres se enojan, los
desprecian aún más, y lo que es amante se torna ácido o,
más aún, extraño.
"Ellas quieren saber cuál es la causa que ha echado a
perder este mundo Tuyo… y por qué ya no te ven en las
esquinas de las calles donde, hace algunos siglos, se paseó
Tu Hijo, hablando con los que pasaban, y contando, a través
de historias, la verdad. ¿Qué puedo decirles? Soy nada más
que Juanito el payaso. Lo más que puedo hacer por ellas es
hacerlas reír cayendo de bruces o tropezando sin darme
cuenta, con una torta…
"¿Podrías hacerme el favor de pensar sobre esto que te
he dicho y tratar de darme alguna respuesta? Sé que hemos
hablado muy a menudo. A veces he comprendido lo que me
dices. A veces no he comprendido nada. Pero ahora mismo
estoy tan asustado que estoy sacándome las botas para
correr más rápidamente a esconderme en algún lugar más
seguro.
"Colocaré esta carta en la encina hueca que está al
final de la pradera, justo al lado del lugar donde guardamos
los caballos del circo.
"Continuaré escribiéndote porque tengo aún muchas
preguntas que hacerte. Estas tal vez sean las últimas cartas
que Tú recibirás desde este pequeño planeta; de manera
que te ruego que por favor no destruyas al mundo antes
que yo alcance a comprender algo de lo que ocurre, de
manera que las cosas adquieran sentido para mí.
"Tu confundido amigo "Juanito el payaso".

Cuando llegó la tarde había escrito cinco cartas, veinte páginas


en total y fue sólo la pura fatiga física lo que lo obligó a detenerse.
Era aún temprano. Pensó que sería agradable salir a caminar por los
muelles. Pero entonces, con un pequeño temblor de miedo, recordó
que ahora estaba sometido a vigilancia grado A y que los perros de
presa andarían dando vueltas por ahí buscando su olor. No podía
arriesgarse por el simple deseo de darse gusto, a comprometer a
Roberta Saracini. Así es que, en vez de salir, llamó a Adrian Hennessy.
—Si tuviera tiempo esta tarde, me gustaría que viera lo que he
escrito.
—¿Cuánto ha escrito?
—Cinco cartas. Algo más de seis mil palabras. …
—¡Mi Dios! ¡Qué trabajador es usted! Estaré allí en veinte
minutos.
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—¿Querría hacerme un favor? Al venir hacia acá, compre en
alguna parte un gran ramo de flores y una tarjeta para acompañarlas.
Me habría gustado hacer eso yo mismo, pero se supone que no debo
salir de casa.
—Mejor aún. Hagámoslas enviar por el mismo florista. ¿Qué
desea decir en la tarjeta?
—Solamente: "Quiero decirle gracias: Jeannot le Bouffon" —le
dijo Jean Marie Barette.
—Arreglado. Voy hacia allá.
Diez y ocho minutos más tarde, jovial, rudo y luciendo cien por
ciento como el técnico que era y se creía, Hennessy había llegado.
Pero antes de comenzar a leer una sola línea del manuscrito, dejó en
claro algunas reglas de juego adicionales:
—Esto va en serio y puede ser importante. De manera que nada
de cumplidos y ninguna concesión. Si es bueno, lo digo. Si es malo, lo
quemamos. ¿Si es más o menos? Bien, en ese caso, lo pensaremos.
—Muy adecuado —dijo plácidamente Jean Marie—. Excepto que
usted no puede quemar algo que no le pertenece.
Hennessy hojeó rápidamente el manuscrito.
—Bien. Para comenzar, es legible. ¿Por qué no enseñarán
caligrafía como antes? Ahora deseo media hora de soledad. Eso le
dará tiempo para leer las vísperas en el jardín. Cuando llegue al
Domini Exaudi, acuérdese de mí.
—Con mucho gusto lo haré.
No había alcanzado a llegar a la puerta cuando ya Hennessy se
había sumido en su lectura. Jean Marie rió quedamente para sí
mismo. Le pareció que era semejante a aquellos hombres que en el
teatro japonés se vestían de negro —como él— con el objeto de pasar
inadvertidos en su rol de tramoyistas de muñecos. Sin embargo,
cuando llegó al Domini Exaudi, no olvidó rogar por Hennessy. Dijo:
"Por favor, permíteme ser capaz de confiar en él… Ya no creo en el
valor de mis propios juicios".
El juicio de Hennessy sobre el manuscrito fue tan breve como
definido.
—Esto es lo que usted prometió. Tengo el corazón enchapado
en acero y sin embargo logró conmoverme.
—¿Y qué sucede ahora?
—Me llevo estos originales, los hago copiar y le envío un par de
las copias que obtenga. Yo guardo los originales para el caso en que
sea necesario autentificarlos. Natalie y Florent los leerán a
continuación y darán ideas para el tratamiento audiovisual.
Entretanto yo me ocuparé del área de las publicaciones, ya sea en
revistas, diarios o libros, en todos los idiomas. Usted continuará
escribiendo, y quiera Dios seguir guiando su pluma. En cuanto tenga
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alguna proposición concreta, se la presentaré para su aprobación…
Sus flores ya han sido ordenadas. ¿Hay algo más que pueda hacer por
usted?
—Estoy bajo vigilancia grado A como agitador político o por lo
menos lo estaré en cuanto se sepa dónde estoy. Me gustaría sin
embargo poder salir, estirar las piernas, comer en algún restaurante.
¿Tiene alguna sugerencia al respecto?
—Es la cosa más simple del mundo —Hennessy consultó su
libreta e hizo un llamado telefónico—. ¿Rolf? Adrian Hennessy. Tengo
un trabajo para usted… Inmediatamente. El mejor precio. Déjeme
ver… Se lo describiré. Edad: sesenta y cinco, cabello gris,
razonablemente abundante; tez clara, facciones delgadas de huesos
finos, ojos azules, muy esbelto. El problema es que está recluido en
una casa y que muy pronto comenzará a mascar la alfombra… Sí, es
muy conocido, de manera que se trata de una transformación
completa… pero por el amor de Dios, no el Jorobado de Notre Dame.
El desea poder sentarse y comer en un lugar público… ¿Tiene un
lápiz? Le leeré la dirección… ¿Cuánto demorará en llegar…? Bien,
esperaré… Eso es. Es de los míos, y muy cercano además. —Colocó el
teléfono en la horquilla y se volvió hacia Jean Marie. —Rolf Levandow,
judío ruso, el mejor maquillador del mundo. Estará aquí en media
hora más con su caja de sorpresas. Cuando haya terminado ni su
propia madre —salvo con una impresión de su voz— será capaz de
reconocerlo.
—Usted me deja atónito, Adrian Hennessy.
—Soy lo que usted ve. Doy aquello por lo que me pagan:
servicio total. Y ahí va la línea divisoria claramente señalada. Y que
nadie se atreva a cruzarla a menos que yo se lo indique, ni aun usted,
Jeannot le Bouffon.
—¡Por favor! —Jean Marie levantó las manos en señal de
protesta—. No estaba pidiendo oír su confesión.
—De todos modos ya lo oyó —dijo Adrian Hennessy con una voz
súbitamente extraña y lejana—. Conozco los secretos que me
permiten hacer cualquier cosa que pueda pedirme, desde la
promoción de un lápiz de labios hasta una liquidación. Sé que a
menudo bailo sobre una cuerda floja, pero jamás traiciono a mis
clientes y nunca me he entregado a nadie de tal manera que en
cualquier momento puedo devolver el contrato y marchar libremente
hacia la salida… Pero hablemos más bien de usted. Hace sólo un par
de meses era uno de los hombres más importantes del mundo, jefe
espiritual de medio billón de personas, monarca absoluto del rincón
más pequeño y sin embargo más importante del planeta. Eso
representa una enorme base de poder. Agreguemos a eso una
organización a nivel mundial de clérigos, monjes, religiosas y
comunidades parroquiales. Y sin embargo, entregó todo eso. Y ahora,
mírese. No puede ni siquiera salir a dar unos pasos por la calle sin
tomar antes la precaución de disfrazarse. Es el huésped de una
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señora reputada por ser cazadora de leones. Y depende de ella para
comprar el espacio impreso que necesita y el tiempo de las
comunicaciones del que antes dispuso en forma gratuita. Por eso me
pregunto a mí mismo si todo esto tiene sentido.
Jean Marie consideró por unos momentos la pregunta y luego
movió la cabeza.
—No juguemos a la dialéctica, señor Hennessy. Un águila puede
hablarle a un canario y la conversación tener sentido para ambos,
pero jamás un canario podría hablar de nada que tenga sentido para
un pez dorado. Porque en este último caso viven de diversos modos
en diversos elementos. Yo he sufrido una experiencia que me ha
cambiado por completo; si ha sido para mejor o para peor es ya otro
problema. Lo que ha ocurrido simplemente es que ahora soy
diferente.
—¿Cómo? ¿Y en qué aspectos? —Hennessy, fríamente presionó
a su interlocutor. —Necesito conocer al hombre a quien estoy
sirviendo.
—Sólo me es posible responderle por medio de un ejemplo —
dijo quietamente Jean Marie—. ¿Recuerda aquel relato del Evangelio,
cuando Jesús levanta de la tumba a su amigo Lázaro?
—Sí, lo recuerdo.
—Piense acerca de los detalles de ese relato: las hermanas
llorosas y apenadas, temerosas de lo que la tumba, al ser abierta,
podría revelar. Iam foetet, decían. ¡Ya huele! Luego la tumba fue
abierta. Jesús llamó, Lázaro apareció, envuelto aún en el sudario con
que lo habían enterrado. ¿Ha pensado alguna vez cómo debe haberse
sentido, de pie allí, parpadeando enceguecido por la luz del sol,
mirando de nuevo a un mundo que había abandonado por
completo…? Después de lo qué me sucedió en el jardín de Monte
Cassino, yo me siento como Lázaro. Y nada nunca más podrá ser para
mí como fue.
—Creo que puedo comprender —dijo Hennessy dubitativamente
—. Pero aun si usted ha cambiado, el mundo continúa igual. Nunca lo
olvide.
—¿Por qué llamó a Roberta Saracini cazadora de leones?
—Porque estoy tratando de ser educado —Hennessy se había
vuelto súbitamente mordaz—. En mi país, las mujeres que se dedican
a perseguir a hombres célebres son llamadas por un nombre mucho
más sucio que ese. Pero no equivoque el sentido de mis palabras. Ella
es una buena clienta para mí, y usted la necesita. Pero soy, sin
embargo, un irlandés chapado a la antigua y detesto ver a un
sacerdote uncido a los tirantes del delantal de una mujer.
—Sus modales son decididamente malos y su boca es muy
sucia. —Jean Marie se había enojado y su voz se endureció. —
¿Presumo que dijo todo esto a madame Saracini antes de comenzar a
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aceptar su dinero?
—Así lo hice —dijo Hennessy sin conmoverse—. Porque detectar
y señalar los campos minados antes de poner el pie en ellos forma
parte de mi trabajo. Desde que su padre está preso, Roberta se metió
con la religión. Trabaja en ello así como trabaja en todo lo que hace.
Eso la ayuda y me alegro por ello. Pero antes que la religión
comenzara —y créame que lo sé— los combinados por la tarde en
casa de Roberta incluían igualmente el desayuno en la cama… De
manera que es muy fácil, monseñor, que usted sea atrapado en la
corriente del pasado de nuestra anfitriona. La vigilancia grado A que
se ejerce sobre usted significa que el gobierno está buscando los
clavos con los que sellará su ataúd. Y si piensa que mi boca es sucia,
espere a ver y oír los ejemplares de pornografía que es capaz de
manejar el gobierno… Simple ejemplo. Usted ordenó flores para
Roberta. Gesto natural de caballero hacia su anfitriona; nada de malo
en ello. Pero, ¿qué pensaría si alguien publicara el siguiente chisme:
"un dignatario católico le ha enviado flores a dama de la alta Banca
cuyo padre en una ocasión estafó al Vaticano por quince millones…" Y
ése es solamente uno de los riesgos que usted está corriendo.
—Le agradezco mucho su preocupación —dijo Jean Marie con
suave ironía—, pero sugiero que, contra la malicia y las
murmuraciones del diablo no hay defensa posible.
—No me haga sermones —contestó Hennessy que súbitamente
se había dejado también invadir por la ira—. Sucede que sí, me
importa y me preocupa usted. Creo lo que me ha dicho. Creo
importante que la gente lo escuche. Pero no quiero que mi Iglesia sea
vilipendiada en la plaza pública.
—Perdóneme —Jean Marie se disculpó humildemente—. Se lo
advertí. Mi cambio no ha sido para mejor.
—Por lo menos tiene agallas de hombre —dijo Hennessy con
una acida sonrisa—. La próxima vez elegiré mis palabras con gran
cuidado.
El hombre del maquillaje llegó por fin. Alto, moreno, barbudo,
parecía un profeta del Antiguo Testamento y tenía, como ellos, la
misma perentoria elocuencia. Explicó largamente que un disfraz era
nada más que un juego de ilusiones. El maquillaje complicado estaba
destinado únicamente para el escenario del teatro o la pantalla de
cine. Muy pocas mujeres sabían aplicárselo debidamente, aun cuando
lo usaban todos los días. Rolf Levandow estaba seguro de que un
anciano caballero de sesenta y cinco años era por completo incapaz
de maquillarse exitosamente… De manera que… vamos viendo.
Mueva la cabeza para acá, muévala para allá. Una lástima tener que
cambiar ese cabello. Sería una especie de mutilación. Presumía que
Jean Marie no intentaba competir en un concurso de elegancia. Por
otra parte, con esas angostas espaldas, achatado abdomen y suaves
manos era imposible hacerlo pasar por un trabajador. ¡Bien entonces!
Un profesor retirado, un crítico literario, algo relacionado al mundo
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del arte… La idea general era la de crear una identidad local, de tal
manera que el hombre detrás del bar, la muchacha en el puesto de
diarios y el camarero de la cervecería pudieran jurar que lo conocían
y que se trataba de alguien inofensivo y tranquilo. Finalmente Jean
Marie se encontró mirando en el espejo a un académico que no había
renunciado aún a todas las pretensiones y llevaba una boina vasca,
anteojos de pinza de marco dorado y cinta de damasco y un par de
engomadas patillas que le daban un aspecto de conejo. El hombre del
maquillaje explicó que una revista literaria bajo el brazo ayudaría a
completar el cuadro, un bastón barato podría ser opcional; también
se recomendaba un cierto aire parsimonioso, algo así como contar
cuidadosamente las monedas que se llevaban en una pequeña bolsa
de cuero. La práctica podía ir sugiriendo algunos perfeccionamientos
adicionales.
—Debía tratar de disfrutar con ello como si se tratara de un
juego. Si, por algún motivo, deseaba cambiar, eso podía arreglarse.
Frecuentemente sucedía que el sujeto de un disfraz se aburriera de
mantener siempre la misma identidad. Le dejaría su tarjeta.
—Termínala, Rolf —dijo Hennessy—. Mi amigo y yo tenemos
mucho trabajo por delante. Te acompañaré hasta la estación de taxis.
Cuando regresó, Jean Marie estaba aún contemplándose en el
espejo. Hennessy se rió.
—Resulta. ¿No le parece? Le aseguré que era lo mejor en su
género. Además, y por motivos que nada tienen que ver con el
maquillaje, a usted le convendría mantenerse en contacto con él.
—¿Oh?
—Es un agente israelí, un miembro del Shin Beth. Este trabajo
suyo representa una cobertura muy conveniente. Viaja mucho con
gente de cine y trabaja regularmente para la televisión francesa. Lo
reconoció inmediatamente. Dice que los israelíes están muy bien
dispuestos hacia usted. Comprenden muy bien a los profetas en exilio
y, ¿quién sabe? puede que él le resulte útil. Bueno, ya es hora de que
me vaya.
—¿Cuándo tendré noticias suyas?
—Tan pronto como haya algo para informar. Mientras tanto,
continúe trabajando en sus cartas.
—Así lo haré. ¿Puedo pedirle un pequeño servicio?
—Ciertamente.
—Déjeme caminar con usted hasta el Quai. Tengo que
acostumbrarme a este nuevo personaje de anteojos de pinza y boina.

Caminar a lo largo del río era el más sencillo de los placeres, así
como observar a los esperanzados pescadores y a los enamorados
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cogidos de la mano y a los turistas en los bateaux-mouches; así como
también deleitarse en los esplendores del atardecer derramándose
por las piedras grises de Notre Dame. El disfraz resultaba tan
divertido como un juego de niños. Por unos pocos francos compró un
desastrado ejemplar de Los Trofeos y un bastón con una empuñadura
tallada en cabeza de perro. Y así protegido como por un manto de
invisibilidad vagabundeó dichoso como cualquier caballero de la
literatura, que, si bien podía estar un tanto resentido por los efectos
de la inflación, aún estaba en condiciones de sacar mucho partido de
sus años otoñales.
Durante el resto de la tarde se dejó llevar por esta agradable
fantasía hasta que al final, realizó la última ceremonia, que consistió
en sentarse bajo los laureles de un bar instalado en la acera, ordenar
un café y pasteles y dividir su atención entre los paseantes y los
lapidarios versos de José María de Heredia. Descubrió que el antiguo
hombre del Parnaso había sabido envejecer y que aun él mismo podía
todavía conmoverse por el último y punzante momento vivido por
Antonio y Cleopatra en la víspera de la batalla de Actium.
"E inclinado sobre ella, el ardiente emperador
"Veía en sus ojos claros estrellados de puntas de oro
"Todo un mar inmenso donde fulguraban las galeras".
La grave y predestinada belleza de la imagen se acordaba muy bien a
su propio y elegíaco estado de ánimo. En momentos como éste,
pensar en la ruina de París, esta ciudad tan humana, contemplar la
extinción de toda esta serena belleza, parecía una verdadera
blasfemia… Y sin embargo, cuando llegara el día del Rubicón, esta
sentencia sería irrevocable y todo hombre que hubiera vivido en
Roma sabía cuan frágil es el tejido que sostiene a los imperios y cuan
quietos se quedan los muertos en sus urnas y catacumbas.
Y entonces oyó aquella voz. Estaba muy próxima a él, a su
izquierda, una saludable voz de barítono americana explicando el arte
del bouquinage.
—…No se llega allí como si se estuviera tratando de poner
patas arriba el desván de la abuelita. Se decide primero cuál es, en
realidad, el grupo de grabados que se desea llevar. Y si se trata de
algo tan escaso como dientes de gallina, eso no debe importar. Pero
eso es nada más que el punto de partida. De esta manera se le está
diciendo al hombre que uno es persona seria, que tiene dinero para
gastarlo y que si se toma el trabajo de mostrar lo que tiene escondido
debajo del mostrador, recibirá su recompensa. Esta es la forma en
que yo trabajé la cosa en Alemania y…
Jean Marie dejó que el monólogo continuara, buscó el dinero en
su cartera y, lentamente, dio vuelta la cabeza como si estuviera
buscando al camarero. Recordó la sentencia de Rolf Levandow. El
disfraz era un juego de ilusiones. Aun si alguien creía reconocerlo, se
desconcertaría, a primera vista, por el aspecto no familiar. Era preciso
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capitalizar eso, obligar al otro a bajar la mirada, y si llegaba a saludar,
mirarlo con desprecio.
En la mesa al lado de la suya estaba sentado Alvin Dolman,
completamente absorto en una conversación con una mujer joven
vestida de un alegre algodón veraniego. Cuando Jean Marie alzó su
mano pidiendo la cuenta, Dolman levantó la cabeza. Sus ojos se
encontraron. Jean Marie recordó que llevaba gafas y que, muy
probablemente, Dolman no podía ver sus ojos. Se volvió
pausadamente, luego, como si se encontrara impaciente por irse
pronto, deslizó un billete de diez francos bajo la salsera, reunió su
libro, y su bastón y se abrió camino hacia la calle pasando junto a la
mesa de Dolman. Gracias a Dios, Dolman no había detenido su
monólogo.
—… Ahora es conveniente que recuerde la clase de cosa que
generalmente es la que primero aparece en las librerías. Hoy
precisamente encontré a un tipo —el que estaba sentado en la mesa
próxima a la nuestra— que se especializa en diseños de ballet. Esto
no cae dentro de mi campo, pero…
…Pero el demonio de mediodía estaba en París y Jean Marie
Barette se permitió algunas perturbadoras suposiciones sobre sus
presentes actividades. Diez pasos más allá del café, dejó que su libro
cayera sobre el pavimento y al agacharse para recogerlo, miró hacia
atrás. Alvin Dolman continuaba intensamente concentrado en su
conversación con la muchacha. Parecía haber hecho algunos
progresos con ella. Porque ahora le sostenía la mano. Jean Marie
Barette confió en que ella le respondería lo suficiente como para
mantenerlo interesado, por lo menos hasta que él estuviera a salvo
en su propio escondite.
En casa lo esperaba un mensaje. Madame llegaría tarde. El
podía ordenar lo que más le gustara para la cena. Se decidió por un
emparedado de pollo y una taza de café servidos en su cuarto. Luego
se bañó, se puso el pijama y la bata y comenzó a trabajar en otra
carta. Ahora estaba lidiando con el más litigioso de los temas: las
divisiones que, en materias de fe, se producían entre hombres y
mujeres de buena voluntad.

"Querido Dios:
"Si es verdad que Tú eres el principio y el fin de todo
¿por qué no nos das a todos las mismas posibilidades? En el
circo, como bien lo sabes, nuestra vida depende de eso. Si
el que maneja las sogas comete un error, el trapecista
muere. Si el hombre de los fuegos artificiales no los usa
bien, yo pierdo mis ojos.
"Parece que Tú no miras las cosas de la misma manera.
Un circo viaja mucho y así nos acostumbramos a ver cómo
viven los demás y yo he aprendido a entender a la gente
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buena, la que se ama mutuamente y ama a sus hijos y
merece Tu aprobación.
"Ahora, he aquí lo que no alcanzo a comprender. Tú lo
sabes todo. Tú lo hiciste todo. Pero cada hombre Te ve de
manera diferente. Y sin embargo Tú has permitido que Tus
hijos se maten unos a otros solamente porque cada uno de
ellos tiene de Ti en la ventana de su alma, una imagen
distinta… Por qué cada uno de nosotros usa formas tan
diversas para significar que somos Tus hijos? Porque soy
cristiano fui rociado con agua; a Louis, el domador de
leones, le cortaron un pequeño trozo de su pene, porque es
judío; Leila, la muchacha negra que maneja a las serpientes
lleva un collar de amonitas alrededor de su cuello porque la
amonita es la piedra mágica de las serpientes… Y sin
embargo cuando la representación ha terminado y nos
sentamos a la mesa para cenar, cansados y hambrientos,
¿notas Tú alguna diferencia entre nosotros? ¿Te importan
esas diferencias? ¿Y Te sientes realmente muy
impresionado cuando Louis, que es viejo y tiene miedo se
desliza en el lecho de Leila en busca de compañía y tibieza y
Leila, que en verdad es bastante fea, se siente dichosa por
tenerlo ahí?
"Me parece recordar que Tu hijo disfrutó comiendo,
bebiendo y conversando, con gente como nosotros. Amaba
a los niños. Parecía comprender a las mujeres. Es una
lástima que nadie se haya preocupado por anotar sus
conversaciones con ellas; lo único que nos queda son unas
pocas palabras que dijo a su madre, porque el resto se
dirigió principalmente a unas jóvenes que ocasionalmente
se cruzaban con él a su paso por los pueblos.
"Lo que estoy intentando decirte es que Tú estás
liquidando al mundo sin habernos dado una verdadera
oportunidad de sobreponernos al peso y a las pruebas que
Tú mismo colocaste sobre nuestras espaldas… Tenía que
decirte esto. Porque no sería honrado de mi parte dejar de
decir lo que me parece que debo decir. En alguna parte, allá
arriba, en el Polo Norte hay una anciana sentada afuera,
sobre un hielo flotante. Ella no sufre. Lentamente, se va de
la vida. Su familia la colocó allí para que se fuera. Ella está
satisfecha porque ésta es la forma en que la muerte
siempre ha llegado para los viejos de su pueblo. Tú sabes
que ella está allí. Y estoy seguro de que la estás ayudando
para que el paso hacia la muerte sea fácil para ella, más
fácil en todo caso, que para muchos otros viejos que están
muriendo en costosas clínicas. Pero nunca nos has indicado,
de ninguna manera, cuál de las situaciones prefieres
verdaderamente. Quiero creer que es aquélla donde hay
más amor.
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"Deseo contarte también —no puedo dejar de
contártelo— que hoy me senté en un café. Cerca de mí
había un hombre del cual puedo decir que está plenamente
habitado por el espíritu del mal. Es traicionero. Es
destructor. Es un asesino. ¿Cuál será Tu juicio sobre él? ¿Y
cómo podremos nosotros conocer ese juicio? Porque creo
que tenemos derecho a saberlo. No tengo hijos, pero si los
tuviera y ellos no fueran simples juguetes sino personas,
¿no tendrían ellos también derecho a saber? Por sí misma la
vida confiere derechos, por lo menos así es de acuerdo a las
pequeñas y limitadas normas por las que nos guiamos.
Detestaría pensar que Tus normas de vida son inferiores a
las nuestras.
"Por favor, entonces —sé que te estoy presionando,
pero estoy cansado y tengo miedo de ese demonio de
hombre de sonrisa alegre y voz suave—, Te ruego pues que
me digas cuándo y dónde Te vas a decidir a escuchar el
caso del Creador versus la criatura. ¿O tal vez debería ser al
revés? ¿O preferiblemente terminarás con todo eso y
transformarás el juicio en una gran fiesta de amor?
"Qué raro es que nunca hasta ahora se me haya
ocurrido preguntarlo. ¿Puedes Tú, Dios, cambiar de
pensamiento? Si no puedes, ¿Por qué no lo puedes? Y si
puedes, ¿por qué no lo has hecho antes de permitirnos caer
en esta terrible confusión? Si he sido rudo, créeme que lo
lamento. Y créeme que en ningún momento he intentado
serlo…"

…Y una vez más, sin aviso previo, se encontró solo en aquella


cima, entre las montañas negras de un planeta muerto. Una vez más
se encontró vaciado de todo, solo, penetrado de una pena
insostenible, de una vergüenza infinita, como si él y solamente él
fuera el autor de aquella vasta desolación que lo rodeaba. No existía
allí suspensión alguna de juicio, ni llamado, ni perdón. No habría
tampoco éxtasis, ni fieros vientos, ni exquisita agonía en unión con el
Otro. El mismo era el centro muerto de un cosmos extinguido. No
podía llorar. No podía sentir ira. Sólo tenía conciencia de que esto era
todo lo que le era dado conocer: él mismo anclado a una desnuda
roca en el desierto de la eternidad.
Súbitamente sintió que alguien lo tocaba, tocaba su carne,
tiraba de sus lacios dedos. Miró hacia abajo. Era la niña del Instituto,
el pequeño bufón de Dios, con su sonrisa vacía y confiada. Su corazón
voló hacia ella. La agarró y la estrechó contra sí. Ella era su chispa de
vida, su última protección contra el vacío de un helado planeta.
Pero no podían quedarse aquí en esta cima. En alguna parte
debería haber cavernas donde les fuera, posible refugiarse. Comenzó
a caminar, tropezando al bajar por la negra, pedregosa pendiente.
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Sentía muy próxima a la suya, la mejilla de la niña y su tibio aliento,
como una suave brisa, enroscaba su cabello. Al caminar sintió que
una primavera de emociones comenzaba nuevamente a surgir de él.
Y de nuevo se llenó de una conciencia de compasión y de temor y de
ternura y al mismo tiempo de una ira fiera contra el Otro que se había
atrevido a abandonar a esta diminuta e indefensa criatura en un lugar
que carecía de existencia.
Finalmente llegó a la boca de una caverna en la cual,
extrañamente, divisó una pequeña luz, como una estrella que se
reflejara en las negras aguas de una laguna de montañas. Aferró
firmemente a la niña acercándola a él, como para protegerla con el
escudo de su propia piel y caminó resueltamente hacia la luz. Esta
fue creciendo y tornándose cada vez más brillante y fuerte hasta que
finalmente lo deslumbró y se vio forzado a cerrar los ojos y a
permanecer inmóvil como un ciego que llegara a un lugar
desconocido. Luego escuchó la voz, fuerte, calmada y gentil.
—Abre los ojos.
Así lo hizo y vio, sentado en una saliente de la roca, cerca de un
pequeño fuego a un joven extraordinariamente apuesto. Salvo un
taparrabos y unas sandalias, iba desnudo. Su abundante y dorado
cabello estaba recogido detrás de la nuca por una cinta de lino.
Detrás de él, sobre la roca, había un plato de pan y una copa de agua.
El joven extendió los brazos y dijo:
—Yo tomaré a la niña.
—No. —Jean Marie sintió un súbito espasmo de terror y
retrocedió contra la muralla rocosa. Buscó un sitio donde sentarse y
allí se acomodó, meciendo en sus brazos a la pequeñuela. El joven se
puso de pie y ofreció el pan y la copa de agua. Cuando vio que Jean
Marie rehusaba, comenzó a dar a la niña pequeños pedazos del pan y
diminutas gotas del líquido. De vez en cuando le acariciaba la mejilla
y despejaba sus ojos del cabello que los cubría. Pidió una vez más:
—Te ruego que me dejes tomarla. No sufrirá daño alguno.
Cogió a la niña y bailó con ella hasta que ella rió, acercó su
rostro al de él con ternura y lo besó. Y bruscamente dejó de ser una
mongoloide para transformarse en una perfecta y preciosa niña, tan
bella como la muñeca de una princesa.
El joven la levantó para que todos la admiraran. Sonrió a Jean
Marie y le dijo:
—Como puedes ver, doy nueva vida a todas las cosas.
—¿Y dónde está el resto de la creación? ¿Las flores, los
animales, la gente?
Levantó a la niña sobre su cabeza. Ella abrió los brazos.
Entonces las murallas de la caverna se disolvieron en una perspectiva
de praderas, huertos y riachuelos que brillaban al sol. El joven dijo, en
tono de reproche.
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—Es preciso que comprendas. El principio y el fin son una sola y
misma cosa. Los vivos y los muertos forman una sola unidad porque
la vida está permanentemente renovada por la muerte.
—¿Por qué entonces, la muerte es tan terrible?
—Es el hombre el que comete sus propios errores, pero esos
errores no son míos.
—¿Quién es usted?
—Yo soy el que soy.
—Yo nunca fui capaz de comprender eso.
—Tampoco debes tratar de comprenderlo. ¿La flor, se enfrenta
acaso al sol? ¿O el pez se encara con el mar? Es por eso que tú eres
un bufón que rompe cosas que luego yo debo tratar de componer.
—Lo siento. Sé que solo he servido para confundir las cosas.
Ahora me iré.
—¿No quieres, antes de irte, besar a tu hija?
—Por favor. ¿Puedo hacerlo? …Pero cuando extendió las manos
para coger a la hermosa niña, ella no estaba allí. El hombre, la niña y
la cueva mágica habían desaparecido. Estaba de regreso en su propia
habitación. Roberta Saracini estaba al lado del escritorio con una
bandeja en la mano.
—Vi luz debajo de su puerta y pensé que podría gustarle tomar
algún chocolate caliente antes de acostarse. Cuando entré vi que se
había quedado dormido frente a su escritorio.
—He tenido un día excelente desde todo punto de vista. ¿Qué
hora es?
—Acaban de dar las diez.
—Gracias por el chocolate. ¿Cómo estuvo su tarde?
—Muy interesante. Hemos sido invitados a participar en el
financiamiento de un nuevo gran complejo industrial en Shangai. La
delegación financiera china nos agasajó en la embajada. El nuestro es
un grupo bastante heterogéneo: británicos, suizos, americanos y,
naturalmente, un consorcio de banqueros de la Comunidad
Económica Europea. Los chinos son muy sagaces. Quieren que la
inversión sea lo más amplia posible. Creen también que la guerra es
inevitable y tienen programas especiales para las empresas que
puedan dedicarse a los materiales militares… Cuando hablábamos de
la guerra, su nombre fue mencionado.
—¿Cómo?
—Déjeme ver si puedo recordar exactamente lo que se dijo. Oh
sí… Los americanos estaban hablando de los períodos peligrosos y de
los incidentes inesperados que podían desencadenar la guerra —en
suma el día Rubicón— y no pretendían ocultar el hecho de que
consideran a los chinos como sus aliados naturales. Estoy casi segura
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de que uno o dos miembros de la delegación pertenecían a los
servicios de inteligencia. De todos modos, un hombre llamado
Morrow, que fue secretario de Estado y que ahora trabaja con la
Morgan Guaranty, mencionó sus profecías y los artículos sobre su
abdicación. Preguntó a los chinos qué grado de exactitud atribuían
ellos a esas profecías. Uno de ellos —el director del Banco de China—
rió y dijo: "Si es amigo de los jesuitas, entonces lo que ha dicho es
muy exacto".
Nos recordó que fue el jesuita Mateo Ricci el primero que
introdujo en China el uso del reloj de sol, el astrolabio y el método
para calcular raíces cuadradas y cúbicas a partir de números enteros
y de fracciones… Cuando le dije que yo lo conocía, se mostró muy
interesado especialmente cuando le revelé que yo era fideicomisario
en el banco en el cual usted tenía sus bienes.
Jean Marie se lamentó interiormente por aquella indiscreción.
Quiso decir algo, pero la leche ya había sido derramada. Roberta
Saracini continuó.
—Morrow manifestó mucho interés en verlo. Parece que cuando
usted estaba en el Vaticano ustedes dos trataron algunos asuntos de
interés común. Le conté que yo me mantenía, de cuando en cuando,
en contacto con usted, y que le haría llegar el mensaje.
—Mi querida Roberta —tenía que hablar ahora y le era
imposible disminuir la dureza de las palabras que tenía que decir—,
estoy profundamente agradecido por la ayuda que me ha prestado;
pero acaba de cometer una monumental tontería. Los franceses
desean tenerme bajo vigilancia. Esta tarde estuve sentado a unos
pocos pasos del hombre de la C.I.A. que trató de matar a Mendelius.
Todavía no estoy demasiado seguro de que no me haya reconocido. Y
ahora usted en una reunión diplomática, anuncia que forma parte del
directorio de mi banco y que —citó sus propias palabras— "se
mantiene de cuando en cuando en contacto conmigo". Desde mañana
esta casa será vigilada y su teléfono intervenido… Tengo que irme de
aquí. Esta misma noche. ¿Cuánto tiempo me tomará llegar al
aeropuerto?
—A esta hora, cuarenta minutos. ¿Pero adonde…?
—No lo sé y es preferible que usted también lo ignore. Mañana
por la mañana lo primero que hará será llamar a Hennessy y a mi
hermano Alain. Dígales que, tan pronto como me sea posible, me
pondré en contacto con ellos. Ahora tengo que empacar.
—Pero las cartas, todo el proyecto…
—…Confíe en mí. Lo que necesito ahora es un lugar donde
pueda estar a salvo y disponer de la seguridad de mis
comunicaciones. ¿Querría llevarme al aeropuerto? Es muy fácil seguir
la pista de los taxis.
—Al menos déjeme decirle cuánto lo siento.
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Ella estaba a punto de llorar. El le tomó el rostro entre las
manos y la besó levemente en la mejilla.
—Sé que no tuvo ninguna mala intención. Yo la he envuelto en
un juego muy peligroso y no podía esperar que conociera todas las
reglas. Cuando esté instalado encontraré la manera de comunicarme
con usted. Continúo necesitando su ayuda.
—Sacaré el coche. Apresúrese con su maleta. Los últimos
aviones salen a medianoche.

A primera vista, este viaje de medianoche a Londres parecía


una pura tontería emanada de la desesperación, pero si conseguía
llegar sin que lo detectaran, podría sentirse a salvo por un tiempo,
por lo menos mientras escribía sus cartas y hacía una encuesta entre
viejos amigos susceptibles de creer en su misión y, en consecuencia,
dispuestos para ayudarlo y cooperar con ella.
Aunque nunca había logrado comprenderlos por completo
siempre había admirado a los británicos. Las sutilezas de su humor se
le escapaban. Y su afectación de superioridad lo irritaba. Los hábitos
dilatorios tan usuales en sus relaciones comerciales, jamás dejaban
de sorprenderlo. Y sin embargo, por otra parte, eran tenaces tanto en
sus amistades como en sus lealtades. Poseían un profundo sentido de
la historia y mucha tolerancia hacia los tontos y los excéntricos.
Podían ser ambiciosos de tierra, tacaños con su dinero y capaces de
una extraordinaria crueldad, pero al mismo tiempo dispuestos a
mantener a sus expensas grandes obras de caridad; con los fugitivos,
sabían ser humanos, y para ellos el derecho de cada uno a su propia
vida privada era eso, un derecho, y no un privilegio. Si se les
entregaba una causa que pudieran comprender, si veían en peligro
las libertades que tanto valoraban, llenarían las calles con el
estruendo de su protesta o caminarían, solos y dignos hasta la casa
del jefe.
Por otra parte —y tenía que admitirlo con renuente humor—
mientras había sido Gregorio XVII jamás había llegado a tener éxito
en Gran Bretaña. A través de los siglos los ingleses habían
desarrollado relaciones comerciales y de trabajo con los italianos,
cuyo arte compraban, cuyas modas imitaban y cuyo talento para la
alta retórica y el tranquilo compromiso era muy parecido al suyo
propio. Y nunca habían dejado de considerar a los franceses sino
como un pueblo peleador, engreído, envarado, políticamente inmoral
que por lo demás vivían demasiado cerca para resultar agradable y
estaba poseído de un molesto apego a la grandeza y una cínica
destreza para perseguirla constantemente.
De manera que, muy a su pesar y, no obstante la irritación que
ocasionalmente ello le causaba, Jean Marie había ejercido muy poca
influencia en las Islas Británicas, pero en cambio se había hecho allí
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de algunos buenos amigos. A la postre se había sentido más que
satisfecho de entregar la conducción de la iglesia local al cardenal
Hewlett que, tal como lo había sintetizado tan claramente uno de sus
colegas de la curia, es probablemente el hombre que menos riesgos
presenta para este cargo. Cumple su tarea con todo el celo necesario,
pero sin ardores inútiles; tiene inteligencia, pero no talento; nunca, si
puede evitarlo, entra en una discusión y carece de vicios que deban
ser redimidos. Hewlett nunca había querido formar parte de los
Amigos del Silencio; pero en aquel aciago consistorio había votado
por la abdicación y había justificado su gesto con un comentario muy
característico de él: "Si nuestro pontífice está loco, mejor librémonos
de él. Si es un santo, de ninguna manera lo perderemos. No veo en
esto problema alguno. Y mientras más pronto salga, mejor…"
Tomando en cuenta todos estos factores, el cardenal Mattheu
Hewlett no era precisamente un hombre que se pudiera llamar a las
dos de la mañana para solicitarle abrigo y alimento. De manera que,
con la ayuda de un taxista, Jean Marie Barette encontró alojamiento
en un hotel razonable de Knightsbridge y durmió sin soñar hasta el
mediodía.
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2005

LIBRO TERCERO

"… No os fiéis de cualquier espíritu,


sino examinad si los espíritus vienen de Dios,
pues muchos falsos profetas han salido al mundo".

Primera Epístola de San Juan Cáp., IV, v. 3


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2005

CAPITULO 12

Los pavos reales paseaban por el prado, los cisnes nadaban en


el lago y el oro de un temprano otoño iluminaba los bosques
acompañando, por los jardines de aquel castillo, el paso de Jean Marie
Barette y del hombre en quien tanto había confiado durante su
papado, que ahora sería su primer editor para la lengua inglesa:
Waldo Pearson, viejo católico, por un tiempo ministro de Relaciones
Exteriores del gobierno conservador y ahora presidente de la
Greenwood Press.
Adrian Hennessy se encontraba también allí, con su carpeta de
ilustraciones, copias de las cartas tanto en inglés como en francés y
un conjunto perfectamente orquestado de cintas grabadas sobre el
tema de "Juanito el payaso", compuesto por Florent de Basil. Había
traído también consigo un documento certificado del Banco
Ambrogiano All'Estero, garantizando una suma inicial de medio millón
de libras esterlinas destinadas a gastarse en la promoción y
explotación de las "Últimas cartas desde un pequeño planeta". Jean
Marie aventuró el mordaz comentario de que tal vez el dinero era, en
este caso, más elocuente que el autor. Waldo Pearson lo desmintió
con un helado rechazo.
—…Nos acercamos rápidamente al momento en que el dinero
dejará de tener sentido alguno. En el caso de un conflicto nuclear, lo
probable es que perezcan los dos tercios de la población de estas
islas. Ningún gobierno estará en condiciones de enfrentar semejante
catástrofe, ni tampoco, como usted mismo ha podido constatarlo, la
Iglesia. De manera que han preferido ignorar el problema. Usted, con
sus cartas, ha descubierto una forma de hablar del terror con qué nos
veremos enfrentados, pero sin crear pánico ni abrir debate. Usted
será juzgado como profeta y no como banquero.
—Y yo me siento muy feliz de oír lo que acaba de decir, Waldo
—terció Hennessy en su jerga más meliflua—, porque yo soy quien
represento a los banqueros y juro que ustedes no verán ni un maldito
dólar hasta que hayan probado la calidad de su promoción y de sus
publicaciones.!
—Ya se lo he dicho. —Pearson estaba resuelto a dejar
estampadas todas sus reservas al respecto—. Confiamos en que la
distribución será excepcional y eso está perfectamente reflejado en
las sumas que hemos adelantado. Las seriales que aparecerán en los
diarios también ayudarán y naturalmente el dinero para propaganda
que ustedes están proveyendo. Pero ustedes continúan insistiendo en
que yo dé esta pelea con una mano atada detrás de la espalda. Nada
de televisión, ni de entrevistas de prensa, ni tampoco ninguna
revelación de la identidad del autor. Creo que todo esto carece de
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sentido.
Antes que Hennessy alcanzara a contestar, Jean Marie se había
sumado a la discusión con su propio argumento.
—Por favor, se lo ruego. Detrás de esta decisión hay excelentes
motivos. La revelación de mi identidad podría colocarme en situación
de conflicto con el actual pontífice, lo que por ningún motivo deseo
que ocurra. Pero hay más aún. Estoy escribiendo en respuesta a lo
que considero una orden divina. Debo contentarme con este acto de
fe y dejar que el árbol se reconozca por sus frutos. Y finalmente, el
único aspecto de todo esto que yo puedo controlar totalmente es la
integridad del texto. No quiero entregarlo a merced de los
entrevistadores que pueden muy fácilmente distorsionar el mensaje
con reportajes falsos, incompetentes o incompletos.
—En suma, Waldo —Hennessy rió feliz—, no hay nada que
hacer.
Waldo Pearson se encogió de hombros.
—Bueno, valía la pena ensayar. ¿Cuándo podemos esperar
tener el manuscrito terminado?
—Dentro de dos semanas.
—Espléndido. ¿Está satisfecho el autor con la traducción
inglesa?
—Sí, muy satisfecho. Es fluida y exacta… ¿Podemos cambiar de
tema ahora por unos minutos? Hay algo más sobre lo que desearía
tener la opinión de ustedes.
—Por favor.
—Hay aquí en Inglaterra varias personas a las que tuve ocasión
de recibir en el Vaticano. ¿Podría organizar algunas entrevistas con
ellas y sería posible que estas reuniones tuvieran lugar aquí en su
casa? —Antes que Pearson alcanzara a contestarle, continuó
explicando. —Vivo en un hotel muy modesto bajo un nombre que no
es el mío. Resulta difícil invitar a algunos personajes a semejante
lugar, pero sigo creyendo que, ante la crisis que se aproxima, puedo
ser útil. Por ejemplo, Sergei Petrov me pidió que lo ayudara en este
problema del embargo de granos contra su país. Sin embargo no
tengo manera alguna de saber si mi mediación sería aceptable para
las otras partes interesadas. Usted señor Pearson, que fue ministro,
¿cómo reaccionaría ante una intervención mía ahora?
—Difícil decirlo. —Pearson, el político, era un animal mucho más
agudo que Pearson el editor. Comenzó a razonar en voz alta. —
Consideremos las columnas deudoras y acreedoras. Usted es un líder
derrotado, un clérigo católico romano, francés por añadidura, profeta
autoproclamado, todo lo cual representa una suma de hechos
negativos para un negociador político que intente tener éxito en el
mercado de hoy.
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Jean Marie rió, pero no hizo ningún comentario. Pearson
continuó con su enumeración.
—Si consideramos ahora el aspecto positivo, ¿qué tenemos?
Usted es un diplomático con mucha práctica, carece de ambiciones
personales; su buena conducta después de la abdicación es un
excelente punto a su favor. Es un agente completamente libre. La
historia que Rainer y Mendelius escribieron sobre usted ha
contribuido a despejar un poco el aura de misticismo que lo envolvía.
—Rió de su propia broma de escolar—. Resumamos lo dicho: si yo
fuera ministro de Relaciones Exteriores, con toda seguridad lo
recibiría. Si me dijera que los rusos le han pedido que haga de
mediador con mi gobierno, me mostraría bastante escéptico. Y mi
razonamiento sería el siguiente: a primera vista, usted aparece como
un intermediario honesto. En consecuencia y precisamente por ese
motivo, o tal vez por el motivo opuesto, me preguntaría qué ha
movido a los rusos a usarlo como su emisario y por que motivos no
han buscado a alguien con más músculos para negociar. El resultado
de mis consideraciones sería, naturalmente, que la situación de ellos
tiene que ser muy desesperada puesto que han salido de su campo
corriente de transacciones para buscar a una persona ajena a todo
ello. Y en ese caso sería posible negociar con ventajas para Inglaterra.
De manera que, en conjunto, creo que lo recibiría con mucho interés
y que luego, lo dejaría de lado tan pronto como pudiera.
—Su razonamiento me parece muy sensato —dijo Jean Marie—.
Ahora volvamos a mi primera pregunta. ¿Estaría dispuesto a arreglar
algunas entrevistas aquí, para mí?
—Por supuesto. Dígame solamente a quién quiere ver y lo
invitaré inmediatamente. Y recuerde también que usted es siempre
bienvenido aquí.
—Hay algo más que no debemos olvidar —Hennessy parecía
inquieto— Si no desea revelar su existencia como autor de las
"Ultimas cartas", ¿cómo se las arreglará para explicar su presencia en
la casa de un prominente editor inglés?
—No explicaremos nada —cortó vivamente Pearson—. Dejaré
simplemente caer la información de que estamos discutiendo algún
posible libro… Y ciertamente que aprovecharía la oportunidad para
plantear el tema de la autobiografía.
—Me temo —dijo Jean Marie— qué ese es un proyecto para el
que no me siento ni con la disposición ni con el tiempo suficiente.
—Pero hay otros proyectos que tal vez puedan interesarle. Hace
ya años que estoy tratando de encontrar a alguien que sea capaz de
escribir un libro claro y nada retórico sobre la naturaleza de la
experiencia religiosa. Aquí en Inglaterra estamos actualmente
presenciando un fenómeno que merece más atención de la que se le
está prestando. Mientras las iglesias tradicionales pierden clérigos y
fieles a un ritmo impresionante, los cultos más diversos están en
pleno florecimiento… Permítame enseñarle algo. —Los condujo por la
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esquina de la casa hacia un lugar donde los bosques se abrían para
dar paso a una vista de verdes colinas, al final de las cuales, sobre un
pequeño montículo, se levantaba una mansión construida en estilo
neoclásico. El comentario de Pearson fue inspirado pero su voz estaba
llena de melancolía.
—…Por ejemplo, ese lugar. Perteneció a un buen amigo mío.
Ahora se ha transformado en el cuartel general de un grupo que se
denomina a sí mismo la "Familia de los Únicos Santos". Mantienen un
culto, al estilo de los Moonies, de los Soka Gakkai, del Hare Krishna.
Realizan un activo proselitismo. Se someten a un régimen
extremadamente duro, basado en un exceso de trabajo y en una
constante vigilancia del neófito. Atraen a mucha gente joven. Son
muy ricos… Y ahora, a semejanza de muchos otros grupos, están
dedicados a almacenar grandes cantidades de comida, medicina y
armas en espera del día del Armageddon. Si llegan a sobrevivir, ellos
y otros como ellos pueden fácilmente transformarse en los barones
de los tiempos post nucleares… Y ése es el motivo por el cual la
jerarquía católica se asustó cuando usted quiso publicar su encíclica.
Matt Hewlett trajo una copia de Roma y vino especialmente a verme
para mostrármela y conversar sobre ella. Se detuvo ahí mismo donde
ahora está y dijo: "Y allá es —lo entienda él plenamente o no—
adonde Gregorio XVII intenta llevarnos. Cristianismo de los tiempos
de Cromwell, con calzadas reales, mosquetes y todo".
—¿Y le creyó usted? —preguntó suavemente Jean Marie.
—En ese momento, sí.
—¿Y qué ha sucedido desde entonces para que cambiara de
idea?
—Varias cosas. Habiendo vivido por tanto tiempo en la arena
política y constatado lo difícil que resulta hacer funcionar a una
democracia, me he sentido a menudo tentado por alguna forma de
dictadura. Como editor he visto asimismo cuan fácil es condicionar al
pueblo a adoptar ciertos hábitos y ciertos puntos de vista. Muy a mi
pesar fui, en varias ocasiones, seducido por la posibilidad de la
manipulación y participé en ejercicios de esa naturaleza tanto en la
política como en el comercio… Y luego, un día Hennessy me trajo sus
primeras cartas. Hay, en la cuarta, un trozo completo que he
aprendido de memoria… "Cuando un hombre se transforma en
payaso hace al auditorio el don de sí mismo. Con el fin de poder
regalar a los demás la salvadora gracia de la risa, acepta ser objeto
de burlas, ser empapado, clavado, traicionado en el amor. Tu Hijo,
cuando aceptó ser coronado como un rey de escarnio, aceptó que las
tropas le escupieran y le lanzaran vino al rostro, llevó a cabo el
mismo tipo de total sumisión… Alimento la esperanza de que, cuando
Él regrese, conservará la humanidad suficiente para enjugar las
dulces lágrimas derramadas por los payasos sobre los juguetes
destrozados que fueron un día mujeres y niños…"
Pearson se detuvo, como avergonzado y permaneció por un
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largo rato mirando a través de las colinas y los verdes prados hacia la
mansión de los "Únicos Santos". Finalmente, con una curiosa
emoción, admitió: —Supongo que eso podría llamarse el momento de
mi conversión. Siempre he sido un cristiano participante, pero tal vez
he podido serlo porque, en forma sistemática, he mantenido mi
mente cerrada ante algunas de las aterradoras consecuencias de la
fe: amar a un universo donde los animales, para sobrevivir, se
devoran unos a otros, los torturadores forman parte de la
administración pública y lo mejor que se puede ofrecer a una
agonizante humanidad es la invitación: "Toma tu Cruz…" Pero en
alguna forma, sus palabras consiguieron liberarme de esa
desesperación y cambiaron mi visión de este trastornado mundo al
que he aprendido a interrogar con ojos diferentes.
Adrian Hennessy no dijo nada. Alcanzó su pañuelo y comenzó a
limpiar vigorosamente sus anteojos. Jean Marie Barette dijo entonces,
con grave gentileza.
—Sé lo que siente, pero es una alegría muy frágil. No se apoye
demasiado en ella, porque si lo hace, puede ceder bajo su peso.
Pearson lo miró agudamente, con una escudriñadora mirada.
—Me sorprende usted. Más bien hubiera pensado que usted
estaría pronto a compartir cualquier gozo, por frágil que éste fuera.
Jean Marie alzó una mano en un gesto de humildad.
—Le ruego que no me interprete mal. Cuando alguien recibe
esa iluminación interior que le da un nuevo sentido a su vida y a su
fe, me siento colmado de dicha. Simplemente me permití advertirle,
basado en mi propia experiencia, que el consuelo y la fuerza que ha
recibido pueden no durar. La fe no depende de la lógica y el momento
de la intuición puede no repetirse. Es preciso esperar y estar
preparado para largos períodos de oscuridad y a menudo, para una
destructora confusión.
Waldo Pearson permaneció en silencio por un momento, y de
pronto, con sorprendente rudeza, dijo a Hennessy.
—Adrian, querría hablar privadamente con nuestro amigo.
¿Podría dejarnos solos por un rato?
—Ningún problema —dijo Hennessy sin perturbarse—. Tomaré
el coche y manejaré hasta Nag's Head para tomar un trago con la
gente del lugar. Hablen de lo que quieran, excepto de contratos. Este
punto me pertenece exclusivamente.
Waldo Pearson caminó con Jean Marie hasta el borde del lago,
donde un par de cisnes blancos flotaba serenamente, deslizándose
entre los cañaverales. Luego, con cierta torpeza, se confesó.
—Se está iniciando ahora entre nosotros una… ¡bien…! una
relación cuya naturaleza se define por la intimidad que crea. Un autor
y su editor no pueden vivir satisfactoriamente si se encuentran
distanciados, por lo menos no un autor como usted y un editor como
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yo. Y ahora mismo siento —no sé si con razón o sin ella— que algo
muy importante no ha sido aún dicho entre nosotros… Me parece, por
ejemplo, muy raro que usted haya sentido la necesidad de lanzarme
una advertencia sobre mi… mi salud espiritual.
—Estoy igualmente preocupado por mi propia salud espiritual —
dijo Jean Marie—. En estos momentos no costaría nada convencerme
de que me encuentro sufriendo los efectos de una monstruosa ilusión.
—Me parece difícil creer eso. Sus convicciones parecen tan
inconmovibles. Ha dado tanto y escribe con una emoción tan
profunda.
—Y sin embargo es cierto. —Jean Marie cogió una caña de las
que crecían en el borde del lago y comenzó nerviosamente a
desmenuzarla a medida que hablaba—. Llevo ya tres semanas en
Inglaterra. He vivido en un hotel muy cómodo situado enfrente de una
antigua plaza con un jardín al medio, donde los niños juegan y las
jóvenes madres traen a sus bebés. Dedico las mañanas a trabajar, y
por las tardes salgo a caminar. En las noches leo y rezo y me acuesto
temprano. Me siento libre, relajado. Me he hecho, incluso, de algunos
amigos. Así ha sucedido por ejemplo con un anciano caballero judío
que trae su nieto a jugar a la pelota en el jardín. De acuerdo a la
tradición rabínica, es un excelente académico. Cuando descubrió que
conocía el hebreo, estuvo a punto de bailar de alegría. El viernes
pasado asistí a la cena sabática en su casa. Luego está el conserje,
que es italiano y muy hablador, siempre listo para cualquier chisme…
De manera que usted puede ver que mi vida es muy agradable y que
casi he llegado a ser convertido por esta extraordinaria ecuanimidad
de los británicos… algunos de los cuales realmente están convencidos
de que Dios es un caballero inglés de gusto impecable que jamás
permitiría que las cosas fueran más allá de un punto conveniente… Y
bruscamente me he dado cuenta de que ésa es, precisamente, la más
insidiosa de las tentaciones. Puedo ser silenciado, no por mis
enemigos, no por la autoridad, sino por mi propia y cómoda
indiferencia. Puedo pensar que, precisamente porque acabo de
escribir unas pocas páginas que serán ampliamente difundidas, he
dado mi testimonio público y me he ganado el derecho a soñar
tranquilo en mi rincón hasta el día del Juicio Final. Ese es un lado de la
medalla. El otro, aunque diferente, es igualmente siniestro. Al escribir
las "Últimas cartas desde un pequeño planeta" he expresado mis
sentimientos más personales, mis relaciones con Dios y con la familia
humana. No he intentado enseñar ninguna doctrina ni he planteado
argumentos teológicos. No soy un pastor interesado en el bienestar
espiritual de su rebaño. Carezco de todo cargo, soy en verdad un
semilaico. He llegado a celebrar la Eucaristía para mí solo, lo que
realmente tiende a restarle sentido a este acto sacramental… Y
ahora, sin aviso previo, un abismo parece abrirse bajo mis pies.
Porque en el momento mismo en que me encontraba escribiendo las
líneas que tanto lo han conmovido, pensaba, "¿Es esto verdad? ¿Es
esto lo que yo realmente creo…? Puedo ver el fin de la civilización
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como algo muy próximo y posible. Pero ¿qué sucede con la Parusía,
con la Segunda Venida que renovará todas las cosas? No sé de qué
manera arreglármelas con este concepto del Dios-hombre, levantado
y glorificado, presidiendo desde una eterna calma la agónica
disolución de nuestra habitación terrestre. Y me ocurre que ahora,
cualquiera que sea la forma en que trato de razonar sobre ello, lo
único que huelo es la sangre y lo único que veo son los rostros del
demonio, tal como los muestran los antiguos templos. A veces,
créame, desearía olvidarme de todo y poder conversar tranquilo con
mi rabino mientras miramos jugar a los niños…
—Y sin embargo —dijo Waldo Pearson suavemente— eso no es
lo que escribió. Lo que aparece en esas páginas suyas es la
conversación de un confiado niño con su amante padre.
—Entonces, ¿quién soy yo? —preguntó Jean Marie con un raro,
semihumorístico pesar—. ¿El equilibrado inglés, el incrédulo Tomás, el
ilusionado profeta o el payaso que, en su corazón, sigue siendo un
niño? O tal vez no soy ninguno de esos, sino alguien completamente
diferente.
—¿Quién, por ejemplo?
Jean Marie terminó de destruir los últimos pedazos de la caña
que aún conservaba en las manos, lanzó los restos dentro del agua y
los miró mientras flotaban arrastrados en la estela del lento ondular
de los cisnes. Y por un largo momento, permaneció inmóvil y
silencioso, antes de responder a la pregunta que le había sido hecha.
—Me dispuse a mí mismo a no ser sino la caña pensante, pronta
para plegarse ante el viento del Espíritu; pero una caña es también
un tubo hueco dentro del cual otros hombres pueden tocar una
música ajena a mí.
Waldo Pearson tomó su brazo y lo condujo lejos del lago hacia
un invernadero que se apoyaba sobre la muralla del jardín patinada
por el tiempo.
—Nuestra uva está madura y estoy muy orgulloso de ella. Me
gustaría que la probara.
—¿Hace su propio vino?
—No. La nuestra es uva de mesa. —Y tan casualmente como se
había salido del tema, Pearson volvió á él—. Me parece que lo que ha
estado tratando de explicarme corresponde a los síntomas de una
crisis de identidad. Comprendo eso, porque yo he sufrido la misma
experiencia. Después de doce años en el Parlamento, cinco de ellos
formando parte del Ministerio, me sentí perdido, desorientado, vacío,
y entonces, supongo, abierto y ofrecido para todas las
manipulaciones. Es bastante aterrador; pero no me pareció, como le
parece a usted, que esa situación tuviera nada que ver con el
demonio.
—¿Dije eso? —Jean Marie se dio vuelta para enfrentarlo. Se veía
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confundido y preocupado. Pero Pearson no se conmovió ni se retractó
en nada de lo que acababa de afirmar.
—No lo dijo en esas mismas palabras, pero de hecho, lo implicó.
Dijo "una música ajena a mí".
—Tiene razón, eso fue lo que dije. Y ahí reside, precisamente, la
raíz del problema. Toda la literatura apocalíptica hace referencia a los
falsos profetas que engañan al elegido. ¿Puede comprender el horror
de semejante idea…?
¿Y si, después de todo, yo fuera uno de ellos?
—Rechazo totalmente semejante pensamiento —dijo
firmemente Waldo Pearson— porque si así fuera, no publicaría su
libro.
—Yo tampoco creo ser un falso profeta —dijo Jean Marie—, pero
lo que sí sé es que en estos momentos se libra en mí una batalla
cuyos resultados no están claros. Me siento atraído hacia una
salvadora indiferencia. Me siento tentado de perder toda fe en una
Deidad amante. Y temo ver a mi frágil y recién adquirida identidad
explotar y disolverse en diminutos fragmentos.
—Me pregunto —dijo Waldo Pearson al tiempo que abría la
puerta de cristales del invernadero- si la rigidez de su obediencia no
constituye un error; el debate es saludable y necesario aun en la
Iglesia, mientras que el silencio auto-impuesto puede ser muy
desmoralizador. Por lo menos eso fue lo que descubrí cuando estuve
en el Ministerio. A veces es preciso hablar, si no se quiere morir.
—Pero hay una diferencia —Jean Marie se había relajado y había
recuperado su habitual buen humor—. En el Ministerio uno no tiene
que enfrentarse con Dios.
—Está más equivocado que el demonio —dijo Waldo Pearson—.
Dios está sentado ahí mismo, en el lugar del diputado.
Ambos rieron. Pearson cortó un racimo de grandes uvas negras,
lo dividió y ofreció un puñado de ellas a Jean Marie, que las paladeó e
indicó, con un movimiento de cabeza, su aprobación.
—Tengo una proposición que hacerle. —Decididamente,
Pearson era aficionado a los súbitos cambios de tema—. Usted
necesita de un foro donde hacerse oír y al mismo tiempo de un
acceso fácil a los hombres que toman las decisiones en este país. Yo
necesito de alguien que hable en lugar mío en la comida del Carlton
Club. Había conseguido al Primer Ministro, que desgraciadamente
tiene en ese mismo momento, una reunión cumbre en Washington.
Necesito alguien que sea a la vez importante e interesante. Faltan
tres semanas. Para entonces, probablemente habrá terminado con las
cartas. Se trata de una reunión privada y todo lo que se dice allí es
privado también. Hasta ahora, nunca se ha quebrado esa regla… Los
miembros del Club pertenecen a lo que en Francia llaman Le Pouvoir,
aunque el ejercicio que se hace de ese poder es menos drástico de lo
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que la gente imagina. Me haría un favor y además le serviría para
propagar su mensaje.
—¿Y de qué debería hablar?
—De su abdicación. Los motivos que la produjeron y lo que
ocurrió después. Quiero ver la cara de mis colegas cuando les cuente
que conversó con Dios. No estoy bromeando. Todos ellos lo invocan.
Pero usted es el único hombre que conozco que proclama haber
recibido una revelación privada y que ha puesto su cabeza en el
patíbulo para dar testimonio de lo que afirma. Ellos estarán
preparados a oír a un santurrón de ojos saltones y enloquecidos.
Dígame que aceptará.
—Muy bien. Pero si debo hablar en inglés tendré que escribir el
texto. ¿Querría revisarlo?
—Por supuesto. No puedo decirle lo dichoso que me siento… ¿Y
estamos de acuerdo en que el motivo de su presencia aquí es la
discusión y preparación de los planes para un libro, posiblemente
varios libros?
—De acuerdo.
—Espléndido. Ahora dígame lo que piensa de esta uva. El
parronal proviene de cepas originales del "Great Vine" de Hampton
Court…
Todo ello era tan británico y sub-entendido que el significado de
semejante invitación pasó completamente inadvertido para Jean
Marie. Y por otra parte, estaba tan interesado en las particularidades
y la originalidad de la propiedad de Pearson, que olvidó contarle a
Adrian Hennessy lo del Carlton Club y sólo vino a recordarlo cuando
se hallaban a mitad de camino de regreso a Londres. Hennessy quedó
tan impactado que estuvo a punto de estrellar el auto.
—¡Mi Dios! La inocencia de este hombre. ¿Comprende lo que le
ha sucedido?
—He sido invitado a hablar en una cena en un Club de
caballeros —dijo amablemente Jean Marie—. Le aseguro que puedo
estar a la altura de la ocasión. De ninguna manera creo que sea nada
tan formidable como dirigirse a una audiencia en la plaza de San
Pedro o hacer una visita papal a Washington.
—Pero puede tener una importancia del demonio para usted —
dijo Hennessy con irritación—. Pearson es un viejo zorro muy sagaz.
Lo invita al Carlton Club, que es la fortaleza de la política
conservadora. Lo presenta como el orador sustituto del Primer
Ministro en una de las tres comidas políticas más importantes del
año. Eso es casi como ser canonizado por los ingleses. Si hace un
buen discurso —y si entretanto no cae bebido bajo la mesa, o le lanza
huesos de pollo al presidente del Club— su reputación está hecha.
Desde ese momento puede levantar el teléfono y hablar con quien
desee y cuando lo desee en Whitehall o en Westminster y será
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naturalmente la mitad de vulnerable de lo que es ahora. Por todas las
cancillerías del mundo correrá la voz de que usted forma parte de los
privilegiados de Inglaterra. Eso tendrá en Francia un efecto
inmediato, porque todo lo que ocurre en el Carlton Club es estudiado
y muy cuidadosamente, al otro lado del canal. Petrov también se
enterará de ello y los americanos. Los miembros del Carlton gustan
de educar a los huéspedes que invitan.
—Hennessy, amigo mío, si alguna vez me reeligen papa, lo
nombraré mi cardenal camarlengo.
—¡No! A menos que cambie usted las leyes del celibato. En el
Renacimiento no lo hubiera hecho mal, pero no en estos tiempos… Lo
que me hace recordar. ¿Qué piensa ponerse para la cena en el
Carlton?
La pregunta cogió por sorpresa a Jean Marie.
—¿Me está preguntando por la ropa que voy a llevar esa noche?
—Precisamente. Todos los otros caballeros irán vestidos de
etiqueta. ¿Cómo, pues, se presentará usted? ¿Como clérigo de su
rango? ¿Una cruz pectoral, un corbatín rojo? Si va como laico espero
que no se atreverá a ir con un traje arrendado. Veo que se ríe,
monseñor, pero le aseguro que el asunto es importante. El protocolo
francés es muy claro y preciso: "tic-tac" y usted sabe inmediatamente
cuál es el orden de precedencia. Pero los ingleses —Dios bendiga sus
calcetines de algodón— hacen las cosas de manera muy diferente.
Usted puede ser aquí elegante y despreciado, andrajoso y admirado,
excéntrico y respetado. Si es un genio, puede incluso ostentar en su
solapa los restos de su sopa del año pasado. Pero en todo momento
ellos estarán observándolo para ver cómo se comporta dentro de sus
hábitos de escena. —Dio un brusco viraje para adelantarse a un
camión de bebidas—. La suerte de las naciones bien pudiera
depender del corte de su smoking.
—Bien, entonces démosle toda la atención que merece —dijo
alegremente Jean Marie Barette—. ¿Puede encontrar para mí un buen
sastre italiano? Necesito a alguien que posea en un muy alto grado el
sentido del teatro.
—El mejor —dijo Hennessy—. Angelo Vittucci. Es capaz de hacer
que un gordo Baco se asemeje a Mercurio en calzoncillos. Lo llevaré
mañana a verlo. Sabe, monseñor… —enderezó el auto hacia la
entrada de la autopista y empujó el acelerador a fondo— estoy
comenzando a quererlo. Para un hombre de Dios tiene usted un
sentido muy mundano del humor.
—Usted sabe lo que dijo Pascal: "Diseur de bons mots mauvais
caractère".
—¿Por qué? —preguntó Adrian Hennessy con impresionante
seriedad— ¿Por qué la compañía de la gente de mal carácter es una
agradable compañía?
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—Somos la mostaza que sazona la carne —dijo Jean Marie con
una sonrisa—, si no hubiera nada que componer y si nadie necesitara
salvarse, este mundo sería muy aburrido. Usted y yo estaríamos
cesantes.
—Si me disculpa la expresión —Hennessy con la ruta despejada
frente al automóvil se preparó para disfrutar de la conversación—, el
que está cesante es usted. Yo al contrario me estoy esforzando por
encontrarle un trabajo de tiempo completo… Ahora siéntese bien y
escuche de nuevo este canto. Creo realmente que puede ser un gran
éxito. —Deslizó una cinta grabada dentro de la grabadora y
momentos después estaban oyendo la canción que sobre el tema de
Juanito el payaso había compuesto Florent de Basil. La cinta había
sido dispuesta para demostrar las diversas formas en que el canto
podía ser expresado y bajo todas ellas había mantenido su plenitud.
Las palabras eran muy sencillas y el ritmo contagioso, pero sobre
todo la melodía tenía una rara, nostálgica cualidad que resonaba
directamente en el corazón.

"Grandes botas, lacias ropas,


Rostro pintado, nariz de botón,
Este es Juanito el payaso.
Juanito, Juanito, golpeado y humillado,
Juanito, Juanito, zurrado y desplomado,
Juanito pateado y Juanito remendado,
Juanito cazado y Juanito derrotado,
Por tanta risa ¿quién da las gracias?
¿Quién da abrazos y besos después?
¿Está solo Juanito también?
Sonrisa cómica, ojo saltón
¿Quién sabe si es risueño o llorón?
Sólo Juanito, Juanito el payaso".

Al apagarse las últimas notas de la canción, Hennessy cerró el


contacto de la grabadora y preguntó:
—Bien. ¿Qué le ha parecido?
—Siempre encantador —dijo Jean Marie—. Evocador, también.
¿Cómo piensa utilizarlo?
—En estos momentos estamos discutiendo los términos de un
contrato con una de las más grandes compañías de grabación y
distribución de canciones. Ellos se encargarán de hacer grabar la
canción por uno de sus cantantes de mayor cartel y la lanzarán al
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mercado justo antes de la publicación del libro. Entonces, si mis
previsiones son justas, otros cantantes comenzarán a su vez a
cantarla hasta que se transforme en un éxito sin precedentes. Y eso
proveerá inmediatamente una relación audiovisual con la publicidad
del libro.
—Nuestro amigo Florent tiene mucho talento y es muy
atrayente; tal vez, sería preferible que fuera él en lugar mío al Carlton
Club y cantara allí.
—La primera lección que hay que aprender en este negocio —le
advirtió Hennessy— es que jamás hay que ceder a otro una buena
invitación como ésta que ha recibido. Puede que nunca se la vuelvan
a hacer.
Dos días después, alertado por teléfono sobre el cambio
producido en la situación de Jean Marie, el hermano Alain llegó a
Londres. Como siempre, estaba lleno de solicitud y de preocupaciones
casi todas ellas irrelevantes. ¿No sería acaso el hotel de Jean Marie un
poquito demasiado modesto? ¿No sería conveniente que agasajara a
algunos nobles de antigua raigambre católica como los Duques de
Arundel y Norfolk? Si el embajador de Francia pudiera ser invitado al
Carlton Club, el clima de París cambiaría inmediatamente.
Jean Marie escuchó pacientemente y estuvo de acuerdo en
darle la debida consideración a todos los problemas planteados por su
hermano. Lamentaba saber que Odette había caído víctima de la
gripe, y estaba encantado de enterarse de que una de sus sobrinas
no tardaría en comprometerse en matrimonio y que la otra estaba
comenzando a salir con un joven de excelentes perspectivas que
trabajaba en el Ministerio de Defensa. Fue solamente cuando había
transcurrido más de la mitad de la comida —los hermanos estaban
cenando en "Sophie's", un pequeño lugar en un rincón de Sloane
Street— que Alain comenzó a hablar con mayor soltura de sus
inquietudes personales.
—…No puedo negarte, Jean, que el mercado monetario parece
haber enloquecido. En las bóvedas suizas hay una gran cantidad de
oro atesorado y el precio mismo del oro se ha ido a las nubes.
Estamos respaldando acuerdos comerciales sobre toda clase de
materias primas en todo el mundo: metales básicos, metales raros,
aceites minerales, aceites vegetales, azúcar de caña, azúcar de
betarraga, madera y carbón coke… No hay barcos en cantidad
suficiente para transportar esta enorme masa de productos de
manera que estamos arrendando barcos de desecho que hubieran
debido ser retirados de la circulación hace ya muchos años y las
compañías aseguradoras están cobrando sumas astronómicas para
asegurar los barcos y sus cargamentos. Y aun así, ¿cómo es posible
pagar nada con monedas que sufren, una inflación del diez por ciento
al día…? Dios no debería oír lo que voy a decir, Jean, pero la verdad
es que necesitamos una guerra, aunque solo para poner fin, de una
vez por todas, a esta locura.
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—No temas, hermanito —le contestó un desolado Jean Marie—.
Tendremos una. Y París será un blanco prioritario. ¿Has pensado en lo
que harás con Odette y las niñas?
La pregunta lo impactó a Alain.
—¡Nada! Seguiremos viviendo como siempre.
—¡Bravo! —dijo Jean Marie—. Estoy seguro de que ustedes
morirán con el corazón puro y la mente en blanco, convencidos de
que el calor que bruscamente los ha envuelto era solo aire caliente
proveniente de un secador de cabello. Por piedad, vete fuera de París,
aunque eso signifique arrendar una cabaña en la Alta Saboya.
Alain personificaba la imagen misma de la dignidad ultrajada.
—No me parece necesario que todos nos unamos al pánico de
los puercos endemoniados gadarenos.
Una vez más Jean Marie se reprochó por la parte que le cabía
en la vieja rivalidad.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Pero te quiero, hermanito, y me preocupa tu
seguridad y la de tu familia.
—Entonces debes tratar de comprender cuáles son nuestras
verdaderas preocupaciones. Odette y yo atravesamos, hace algún
tiempo, por una época muy mala. Llegó un momento, incluso, en que
estuvimos pensando seriamente en separarnos.
—No lo sabía.
—Porque yo tomé las precauciones necesarias para que lo
ignoraras. Bueno, pero de alguna manera, Odette y yo nos
arreglamos. Ahora estamos sólidamente unidos. Las niñas han
madurado y se han comprometido con un par de muchachos
decentes. Eso, aunque no represente ningún triunfo, de todos modos
es una satisfacción. En lo que a Odette y a mí se refiere, no tenemos
mayor interés en llevar una vida de refugiados en las montañas.
Preferimos disfrutar de lo que tenemos y correr la suerte de París
compartiendo lo que quede de la ciudad.
Jean Marie se encogió de hombros asintiendo.
—Sí, parece sensato. De todos modos no trataré de inmiscuirme
en las vidas de los demás.
—Creo que debes interesarte por la vida de Roberta.
Dijo esto de manera tan precisa y perentoria que Jean Marie se
sobresaltó.
—¿A que tipo de interés te refieres?
—Para comenzar, compasión. Su padre acaba de morir, hace
tres días, en su prisión.
—No lo sabía. ¿Por qué nadie me lo ha dicho?
—Yo mismo me enteré de ello sólo dos horas antes de salir de
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París. Y no quise decírtelo así, bruscamente, en el momento en que
llegué. Lo terrible del asunto es que fue asesinado, acuchillado por un
compañero de prisión. Se presume que el asesinato fue organizado
desde afuera, probablemente por cómplices en el fraude bancario.
—¡Dios santo…! ¿Y cómo lo ha tomado ella?
—De acuerdo con lo que dice su asistente, muy mal. Porque ella
había construido toda su vida sobre el hecho de que estaba pagando
las deudas de su padre y ofreciéndole así una oportunidad de poder
llevar, al salir de la cárcel, una vida honrosa y respetada. Creo que tú
debes llamarla y si puedes, convencerla de que venga a Londres por
unos días.
—Me parece que sería bastante inapropiado.
—¡Al infierno con lo apropiado! —Alain estaba lleno de ira—.
¡Tienes una deuda con ella! Te recibió en su casa. Está financiando
este proyecto tuyo con su propio dinero. ¡Adora el suelo que pisas…!
Si no eres capaz de levantarla del abismo en que se encuentra, de
secar sus lágrimas y de hacer, por unos días, el papel de Santa Claus
para ella, entonces, francamente, hermano Jean, eso querrá decir que
eres un fraude. En cien ocasiones te he oído afirmar que la caridad no
es colectiva. ¡La caridad es el tú y yo… uno para uno! ¡Y si temes que
se produzca algún escándalo sexual con los sesenta y cinco años que
llevas encima, entonces la verdad es que podría decirse que eres
mucho más afortunado que yo!
La respiración de Jean Marie se detuvo mientras contemplaba a
su hermano en un estado de total incredulidad.
Luego, sin decir una palabra, se levantó y caminó hacia la
ventanilla del cajero. Allí depositó un billete de diez libras y preguntó
si podía hacer un llamado telefónico a París. La joven le alcanzó el
teléfono. Marcó el número de Roberta. Un momento después
contestaba la voz de un criado. Lamentaba profundamente, pero
madame se sentía indispuesta, y no podía venir al teléfono.
—¡Por favor! —rogó Jean Marie—. Habla monsieur Grégoire.
Estoy llamando desde Londres. Ruéguele, por favor, que venga a
hablar conmigo.
Hubo un largo, ominoso silencio y finalmente la voz de Roberta
Saracini, débil y distante, se oyó por el teléfono. El le dijo:
—Alain está aquí a mi lado. Acaba de darme la noticia de lo que
ha ocurrido a su padre… Imagino que su teléfono está intervenido. Me
da lo mismo. Sé lo que debe estar sintiendo. Deseo que se venga a
Londres… Inmediatamente. Esta misma noche, si puede. Le reservaré
una habitación en mi hotel… Sí, la misma dirección que le dio
Hennessy… No, no estoy de acuerdo. Este no es el momento de estar
sola y conmigo por lo menos, no necesitará hablar… Bien. Estaré
esperándola… A tout à l'heure!
Colocó el teléfono en su horquilla y luego llamó a su propio
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hotel para reservar un cuarto. La cajera le entregó su vuelto. Caminó
hacia la mesa y respondió a la muda pregunta de Alain.
—Llega esta noche. Le he reservado una habitación en mi hotel.
—Bien —dijo Alain con brusquedad—. Y no gastes mucho
tiempo en recuerdos funerarios. Muéstrale la ciudad. Le encantan los
cuadros. Y también parece que aquí hay un teatro excelente…
—¿Por qué no me dejas planificar lo que deseo hacer,
hermanito?
Alain Barette parecía haberse transformado súbitamente en un
sabio lleno de ingenio. Levantó su copa en un irónico saludo.
—Bueno, no estás muy acostumbrado a andar por ahí sin un
chaperón, ¿no es así?
Jean Marie rompió a reír.
—Tú y yo tenemos mucho que aprender el uno del otro.
—Y no nos queda ya mucho tiempo para hacerlo —dijo Alain,
nuevamente pensativo—. Hay algo que debo decirte. Petrov vino a
verme. Quería hablar contigo. Le informé que no estabas en París y
que cualquier reunión tendría que llevarse a cabo fuera de las
fronteras de Francia. Me ofrecí de mensajero, y esto es lo que me
comunicó. Los jerarcas de la U.R.S.S. están examinando, al más alto
nivel de deliberaciones, el proyecto de tu viaje a Rusia. Hasta ahora
las reacciones parecen ser favorables. Cuando se haya llegado a una
decisión, él tomará contacto conmigo y yo te transmitiré el mensaje.
—¿Cómo está Petrov?
—¡Andrajoso! Ha estado sometido a tensiones tremendas.
—Me pregunto cuánto tiempo más podrá resistir —dijo
pensativamente Jean Marie—. Cuando regreses, trata de arreglar una
entrevista personal con él. Cuéntale de mi proyectado discurso en el
Carlton Club. Explícale que me dará una oportunidad para explorar la
situación del embargo de granos con la gente más influyente de Gran
Bretaña. Por lo menos podrán decirme cuáles son las posibilidades de
reabrir un diálogo… ¿Cómo le ha ido a Petrov con Duhamel?
—Cree que Duhamel tal vez consiga hacer desviar de su ruta a
un carguero canadiense que transporta un millón de fanegas de trigo
originalmente destinadas a Francia. Eso no es sino una gota en el mar
y por otra parte el barco se encuentra en este momento en la mitad
del Atlántico. Así es que es imposible saber si esto constituye o no
una táctica dilatoria. Duhamel es un verdadero campeón en estas
materias.
—¿Has hablado con Duhamel?
—Brevemente, pero le he hecho saber que venía a verte. Me
hizo llegar inmediatamente una nota que me pidió te entregara en
manos propias.
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Le pasó un sobre a través de la mesa. Jean Marie lo abrió y
encontró una nota garabateada por la impaciente mano de Duhamel.

"Amigo mío:
"Cada día que pasa nos aproxima más al Rubicón. Y si
bien el estado de Paulette se mantiene estacionario y bueno
y podemos disfrutar de muchas cosas juntos, nuestros
planes para ese día no han cambiado. Lo que no obsta para
que no encontremos palabras suficientes para agradecer el
privilegio de que ahora estamos gozando. Sin embargo, no
podemos aceptar este privilegio como una forma de pago
por un acto de sumisión que no nos encontramos aún
preparados para hacer.
"Usted continúa en la lista de vigilancia grado A en
Francia. Los americanos también han comenzado a
interesarse y nuestra gente ha recibido peticiones de
informes por parte de un miembro de la C.I.A. llamado Alvin
Dolman. Salió la semana pasada con destino a Inglaterra.
Lleva como cobertura el cargo de asistente personal del ex-
secretario de Estado, Morrow, que ahora trabaja para la
Morgan Guaranty. "He pedido a un amigo mío de la
Inteligencia Británica que haga una investigación sobre
Dolman, porque pensamos que puede ser un agente doble.
Sabemos que no lo es, pero en este caso, revolver un poco
las aguas podría ayudar.
"Paulette le envía su cariño. Cuídese.
"Pierre".

Jean Marie dobló la nota y la guardó en el bolsillo delantero de


su chaqueta mientras Alain lo observaba con ojos sombríos y
pensativos. Le preguntó:
—¿Malas noticias?
—Me temo que sí. El hombre que trató de matar a Mendelius
está en Londres. Se trata de un agente de la C.I.A. llamado Dolman.
Ahora lo han colocado al lado de Morrow, de la Morgan Guaranty.
—Llamaré a la gente de Morrow Guaranty y les contaré lo que
ocurre. —Anunció esto con un tono tan pomposo que casi parecía un
actor representando una mala comedia. Jean Marie notó, con cierta
sorpresa, que Alain parecía estar beodo. Dijo, riéndose:
—Hermanito, en verdad no te recomiendo que lo hagas. —Alain
se sintió herido.
—No quiero correr el riesgo, en la próxima conferencia bancada,
de encontrarme sentado al lado de un asesino.
—Me pregunto cuántas veces te habrá ocurrido eso sin que te
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des cuenta.
—Touché! —Alain reconoció, con un saludo, este punto a favor
de su hermano y luego hizo señas al camarero para que trajera más
vino. Preguntó: - ¿Y qué has pensado hacer con respecto a este
Dolman, Jean?
—Contaré el caso a Hennessy y a Waldo Pearson, y en seguida
olvidar el asunto.
—En la esperanza de que uno u otro te darán la protección
necesaria o sacarán de la escena a Dolman.
—Bueno, de alguna manera, sí.
—Entonces, pues, cuando se lo encuentre muerto en su
apartamento o atropellado por un automóvil, ¿cuál será tu parte de
culpa? ¿O te limitarás a darte vuelta para otro lado, como Pilatos, y a
lavarte las manos?
—Estás muy duro esta noche.
—Estoy tratando de descubrir cómo eres. Porque después de
todo, en estos últimos treinta años no hemos pasado mucho tiempo
juntos. —Estas palabras fueron una sorpresa para Jean Marie, ya que
hasta ahora sabía que Alain tenía, como se dice, "el vino triste"—. De
nosotros dos, tú has sido siempre el importante: cura párroco, obispo,
cardenal, papa. Aun ahora, en recuerdo y consideración de lo que has
sido, la gente tiende a inclinarse ante ti. Por lo demás, siempre he
observado que eso es moneda corriente en el mundo de hoy. El
príncipe Cul de Lapin que no ha trabajado un solo día en toda su vida
recibe un trato muy superior al que obtiene un exitoso comerciante
cuya cuenta corriente bancada arroja un saldo favorable de medio
millón de francos. —Alain se estaba expresando con una dificultad
creciente—. Lo que quiero decir es que esto se parece al culto de los
antepasados. El bisabuelo es un hombre sabio, porque está muerto.
Tú no estás muerto, pero, ¡por Dios!, dices palabras y un montón de
cosas que en realidad ni tú mismo comprendes.
—En este momento diré algunas palabras sobre ti, hermano
mío. Tu es soûl comme une grive. Estás bebido como un tordo. Te
llevaré de vuelta al hotel.
Mientras Jean Marie pagaba la cuenta y se apresuraba en
sacarlo de allí, Alain oscilaba al borde del completo derrumbe.
Caminaron dos cuadras antes que Alain consiguiera que sus pasos se
adecuaran a algún ritmo coherente. De regreso en el hotel, Jean Marie
lo acompañó hasta su habitación, lo desvistió dejándolo en paños
menores, lo hizo rodar sobre la cama y procedió a cubrirlo con la
colcha. Alain se sometió a todo el proceso sin pronunciar una sola
palabra, pero en el momento en que Jean Marie se disponía a irse,
abrió los ojos y anunció, a propósito de nada:
—Estoy borracho, en consecuencia lo estoy. Las únicas veces
en que puedo probar que estoy borracho es cuando me encuentro
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lejos de Odette. ¿No te parece que eso es muy curioso, Jean?
—Demasiado curioso para discutirlo a medianoche. Duérmete
ahora. Hablaremos por la mañana.
—Solamente una cosa más…
—¿Qué cosa?
—Tienes que comprender el problema de Roberta.
—Lo comprendo.
—No. No lo comprendes. Ella necesita creer que su padre era
una especie de santo, pagando las culpas de otros. El hecho real es
que era un perfecto bastardo que nunca pensó en nadie sino en sí
mismo. Arruinó a un montón de gente, Jean. No permitas que, desde
el otro lado de su tumba la arruine también a ella.
—No lo permitiré. Buenas noches, hermanito. Mañana
amanecerás con el cuerpo débil y un tremendo dolor de cabeza.
Salió en puntas de pies y bajó a la recepción del hotel para
esperar a Roberta Saracini.
Al verla llegar quedó impresionado por el aspecto que ella
presentaba. Tenía la piel seca y opaca, los ojos enrojecidos y la
tensión de los rasgos de la cara delataba la estructura ósea dándole
un aspecto cadavérico. Se movía espasmódicamente y hablaba con
volubilidad como si el silencio fuera una trampa que había que evitar
a cualquier costo.
El había reservado para ella un conjunto de dos habitaciones en
el mismo piso suyo. Ordenó café para dos y esperó en el salón
mientras ella pasaba al tocador para refrescarse de los efectos del
viaje. Ella no tardó en regresar, envuelta en una nueva marea de
incesante charla.
—… Tenía toda la razón, por supuesto. Es una locura encerrarse
en una casa tan grande como la mía. Es increíble la cantidad de gente
que usa estos vuelos nocturnos. ¿Dónde está Alain? ¿Cuánto tiempo
más se quedará aquí? Ha estado muy preocupado por estas
fluctuaciones en el mercado monetario. Supongo que le ha contado
que…
—Sí me contó —dijo gravemente Jean Marie— que su pena era
muy profunda y veo que es así. Quiero ayudarla. ¿Me hará el favor de
permitírmelo?
—Mi padre ha muerto. Asesinado. No puede cambiar ese hecho.
Nadie puede. Tengo que acostumbrarme a la idea, eso es todo.
Habló en forma desafiante, no fuera él a atreverse a tener
compasión de ella. Estaba tensa como cuerda de violín, pronta para
saltar al menor roce. Jean Marie sirvió el café y le pasó la taza. Habló
suavemente, calmándola, haciéndola abandonar poco a poco aquel
estado cercano a la histeria.
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—Le agradecí tanto que aceptara venir, porque ahora sí creo
que está dispuesta a confiar en mí. Y también porque me da la
oportunidad de darle las gracias por todo lo que está haciendo por mí
y al mismo tiempo me permite compartir algunas cosas muy
interesantes y excitantes: los últimos preparativos para "Cartas", el
discurso que tengo que pronunciar en el Carlton Club y los nuevos
amigos que he hecho en Londres… Deseo llevarla a la Tate Gallery, a
la Royal Academy of Arts y a la Torre de Londres; me gustaría que
visitáramos el palacio del cardenal Wolsey en Hampton Court y
tantos, tantos otros lugares. Podríamos hacer todo esto juntos…
Ella lo miró con cansada extrañeza.
—Me habla como si yo fuera una niñita. No lo soy. Soy una
mujer crecida y madura, cuyo padre ha sido acuchillado en el
corredor de una prisión. Eso hace de mí una mala compañía para
cualquier hombre.
—Está herida y además sola —dijo firmemente Jean Marie—. En
cuanto a mí carezco por completo de toda práctica en el trato con
mujeres, de manera que es muy probable que haga todo al revés. No
tengo la menor intención de darle golpecitos protectores en la cabeza
como si fuera un obispo o de ofrecerle mi bendición papal, lo que por
lo demás ya no tengo ningún derecho a hacer. Lo único que le estoy
ofreciendo es un brazo para que se apoye al cruzar las calles y un
hombro para que llore cuando tenga deseos o necesidad de llorar.
—Desde que supe la noticia no he derramado una sola lágrima
—dijo Roberta Saracini—. ¿No cree que eso es propio de una mala
hija?
—No, creo que no es así.
—Pero me alegro de que haya muerto. Espero que se esté
quemando en el infierno.
—Dice eso porque lo ha juzgado —dijo Jean Marie con tajante
autoridad— y no tiene ningún derecho para hacerlo. En cuanto a lo de
quemarse en el infierno, eso es algo que siempre me ha molestado,
como una piedra en el zapato. En los periódicos suelen aparecer
relatos sobre padres que maltratan a sus pequeños hijos, que les
quiebran los huesos o los meten adentro del horno y todo esto por
faltas insignificantes reales o ilusorias. Nunca he podido imaginar a
Dios nuestro Padre, o a su Hijo que asumió nuestra humanidad,
condenando a sus hijos al fuego eterno. Si su padre fuera ahora
sometido a juicio y su suerte dependiera de usted, ¿qué decidiría con
respecto a él, desde hoy y para siempre?
Roberta Saracini no dijo nada. Permaneció sentada, con los
labios apretados y los ojos bajos, estrujando sus manos una contra
otra a fin de evitar que temblaran. Jean Marie insistió:
—Piense en los peores crímenes que alguna vez se hayan
llevado a cabo, las masacres del Holocausto, el genocidio de
Kampuchea… ¿Cree que es posible expiarlos, aun sometiendo a los
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que los cometieron a una infinidad de terrores similares? No, no
pueden serlo. Las cárceles de este mundo y del otro no alcanzarían
para contener a todos los malhechores. Creo —y eso que sólo se me
ha permitido echar una brevísima ojeada sobre lo que vendrá— que la
Ultima Venida y el Juicio Final mismo serán actos de amor.
Si no lo fueran significaría que somos los habitantes de un
mundo caótico creado por un espíritu demente, y en ese caso,
mientras más pronto nos liberemos de él y regresemos a la nada,
mejor.
Pero ella continuaba muda, negándose a responder. Entonces él
vino a sentarse a su lado en el suelo. Tomó su mano y la sostuvo
firmemente entre las suyas diciéndole:
—No ha estado durmiendo muy bien ¿no es así?
—No, no he dormido bien.
—Ahora debe ir a acostarse. Nos encontraremos para el
desayuno y comenzaremos inmediatamente después nuestro plan de
vacaciones…
—No estoy muy segura de querer quedarme.
—¿Querría decir conmigo una pequeña oración?
—Trataré. —La respuesta vino en voz baja y trémula.
Jean Marie se recogió un momento y luego, con la mano de ella
firmemente apretada entre las suyas, recitó la oración por los
muertos.

"Dios, Padre Nuestro,


Creemos que Tu Hijo murió y resucitó a la vida.
Rogamos por nuestro hermano Vittorio Malavolti,
Que ha muerto en Cristo.
Resucítalo en el último día
Para que participe en la gloria de Cristo Resucitado.
El descanso eterno dale Señor
Y que la luz perpetua luzca sobre él".

—Amén —dijo Roberta Saracini y comenzó a llorar con


silenciosas, salvadoras lágrimas.
En el curso de los cinco días que siguieron a esta primera
noche, jugaron a ser turistas gozando en su plenitud de los sencillos
placeres de Londres. Caminaron a lo largo del Serpentine,
presenciaron el cambio de guardia en el palacio de Buckingham,
pasaron toda una mañana paseando por las salas de la Tate Gallery,
una tarde en el British Museum, una noche oyendo un concierto de
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Beethoven en el Albert Hall. Hicieron una excursión por el río hasta
Greenwich y otra hasta Hampton Court. Caminaron mirando vitrinas
por Bond Street y pasaron otra mañana completa con Angelo Vittucci
que prometió hacer para Jean Marie un traje tan discreto como para
no escandalizar ni siquiera a un querubín y sin embargo tan hermoso
como para sugerir que le había nacido una nueva piel.
Al comienzo el humor de Roberta Saracini oscilaba
continuamente de una infantil alegría en un momento hasta la más
honda depresión en el instante siguiente. El no tardó en darse cuenta
de que las conversaciones lógicas y razonadas no influían para nada
sobre ella y que las distracciones y alguna que otra broma ocasional
constituían el mejor remedio para levantar su estado de ánimo.
Descubrió también algunas cosas sobre sí mismo: cuánto había
madurado desde que se alejara del Vaticano y qué inmensidad de
pequeños goces habían pasado a su lado sin que él se diera cuenta,
cuando era el perplejo pastor de un rebaño sin rostro. Las "Cartas",
en las cuales continuaba trabajando por las noches, se volvieron así
cada vez más emotivas en la misma medida en que el transcurrir de
esos días de la Arcadia hacían del tiempo, de la ternura y de las
lágrimas las cosas preciosas que siempre habían sido.
Roberta había decidido que se quedaría toda la semana, y que
dejaría Londres el domingo por la noche para así poder estar de
vuelta en el trabajo el lunes por la mañana. La oficina meteorológica
prometía la continuación del buen tiempo —una breve extensión del
lndian Summer— antes que llegaran las primeras heladas. Roberta
sugirió hacer un pic-nic. Arrendaría un auto y colocaría todo su
equipaje en el baúl. Esto les permitiría disfrutar así de un día entero
en el campo. Al regresar a Londres, Jean Marie podría, de paso,
depositarla en el aeropuerto. Y así fue acordado.
El domingo por la mañana, temprano, Jean Marie ofreció la Misa
en una capilla lateral de la Oratory Church, donde el sacristán había
llegado a conocerlo simplemente como el padre Grégoire, un anciano
sacerdote francés, que llevaba boina y tenía todo el aspecto de un
benevolente conejo. Más tarde, con Roberta al volante y un canasto
de pic-nic preparado por el hotel, salieron rumbo a Oxford, Woodstock
y más allá hacia la región de los Cotswold.
Era temprano aún y el tránsito del día domingo no había
comenzado a tomar su pleno ritmo; de manera que les fue posible
salirse de la supercarretera y vagabundear por las pequeñas aldeas
que comenzaban apenas a despertar, cruzando campos dorados por
los rastrojos de la siega u oscurecidos por el paso del arado. Su placer
nacía de la contemplación de las pequeñas maravillas de la
naturaleza: la estela de niebla matinal que aún corría a lo largo de la
colina, la torre gris de una aldea normanda destacándose por entre
los techos de un diminuto villorrio, un manzano que se inclinaba al
borde del camino ofreciendo sus frutos al caminante, una niña
trepada sobre un viejo muro de piedra, meciendo a una muñeca.
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De alguna manera, parecía como si fuera más fácil conversar
mientras uno de ellos manejaba. No necesitaban mirarse. Y siempre
había a mano alguna distracción para colmar los traidores silencios
que solían producirse. Roberta Saracini le tocó el brazo y le dijo:
—Me siento mucho mejor que el día en que llegué. Las cosas
están comenzando nuevamente a adquirir sentido para mí. Puedo
manejarlas mejor. Y es a usted a quien debo agradecer esto.
—Usted ha sido muy buena conmigo también y me ha ayudado
mucho.
—No sé cómo; pero de todos modos me alegro de que lo diga.
—¿Cómo se siente ahora con respecto a su padre?
—No estoy muy segura aún. Todo forma parte de una confusión
muy triste. Pero sé que no lo odio.
—¿Qué la detiene? —dijo él presionándola—. Usted lo ama. No
importa ya lo que haya sido o lo que haya hecho, pagó su precio,
cualquiera que fuere y le dio lo necesario para que pudiera comenzar
de nuevo. Dígalo. Diga que lo ama.
—Lo amo. —Se resignó a enunciar aquella proposición con una
sonrisa y un gesto que bien pudiera haber sido de alivio o de lástima.
Luego agregó su propia acotación—. También lo amo a usted
monsieur Grégoire…
—Y yo la amo a usted —dijo gentilmente Jean Marie—. Eso es
muy bueno. Es lo único importante. "Hijos míos, amaos los unos a los
otros".
—Espero —dijo Roberta Saracini— que no ame porque se lo
hayan ordenado.
—Por el contrario… —dijo Jean Marie y dejó la frase sin
terminar.
—¿Cómo se siente con relación a las mujeres? No hablo
necesariamente de mí en particular, sino en general. Quiero decir que
ha sido célibe durante todos estos años y…
—Tengo una práctica en esto —dijo Jean Marie con mucha
dulzura pero también con mucha firmeza— y una parte de la práctica
consiste en no coquetear, en no participar en juegos peligrosos y
sobre todo, y esto es lo más importante, en no mentirse a sí mismo.
Con respecto a usted siento lo que todo hombre sentiría frente a una
mujer atrayente. Me he sentido feliz en su compañía y muy halagado
de pasear llevándola del brazo. Nuestros caminos están separados y
llevan rumbos diferentes. Nos hemos encontrado, y muy
agradablemente, en un cruce. Y cuando nos separemos, cada uno de
nosotros se sentirá más rico.
—Eso es todo un sermón, monseñor —dijo Roberta Saracini—.
Querría poder creer la mitad de lo que ha dicho.
El le echó una mirada de soslayo. Ella iba manejando muy
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envarada con los ojos fijos en el camino, pero las lágrimas corrían por
sus mejillas. Se dio vuelta hacia él y preguntó ásperamente.
—¿Qué fue lo que al comienzo lo decidió a hacerse sacerdote?
—Esa es una larga historia.
—Tenemos todo el día por delante.
—¡Bien…! —Inmediatamente él pareció recogerse y se mostró
renuente a continuar. —La única persona a quien le he contado esto
es mi confesor. Es un tema que sigue siendo muy doloroso para mí.
—Fue una falta de tacto el hacer esa pregunta. Lo siento.
Durante la siguiente media milla avanzaron en silencio, y de
repente, sin previo aviso, Jean Marie comenzó a hablar lentamente
como en un murmullo, parecía como si estuviera tratando de
reconstituir para sí mismo un rompecabezas disperso.
—… Cuando por primera vez ingresé al maquis, era muy joven:
recién había alcanzado la edad militar. No era lo que se pudiera
llamar un hombre religioso. Había sido bautizado, había hecho la
primera comunión y después había sido confirmado en la Iglesia, pero
mi vida religiosa se había detenido allí. Luego vino la guerra. La vida
era un continuo jugar al pillarse. Cuando me uní al maquis, de la
noche a la mañana me encontré transformado en hombre. Cargaba
rifle, pistola y un cuchillo muy mortífero. A diferencia de los
compañeros de más edad que solían de vez en cuando bajar a la
ciudad, yo me vi forzado a permanecer en las colinas y en el campo,
porque si llegaban a cogerme en alguna redada urbana, de las que
constantemente hacían, me embarcarían al momento para los
campos de trabajos forzados en Alemania. Por las noches
naturalmente hacía de correo, ya que mi juventud me permitía
moverme con rapidez y escapar así de las patrullas nocturnas… Antes
de llegar al maquis había tenido algunas experiencias sexuales, justo
lo necesario para encender en mí el deseo de conocer más al
respecto. Ahora me encontraba aquí sin mujer y mis compañeros se
burlaban de mí, como suelen hacerlo los hombres de más edad con
los muchachos jóvenes, y me llamaban virgencita o niño de coro…
Todo ello formaba parte de un juego muy antiguo, algo sucio, pero sin
mala intención, que no obstante hacía las cosas muy difíciles para un
joven que recién se iniciaba en la vida y que sabía que tal vez no
alcanzaría a vivir para disfrutar de los goces de la edad viril…
"Bueno, un día, una de mis rutas regulares como correo me
llevó hasta una casa de campo que estaba situada cerca del camino
principal. Todos los movimientos de tropas que se realizaban en el
sector tenían que utilizar aquel camino, de manera que la mujer del
campesino tenía siempre una lista que cada tres días pasábamos a
recoger y que luego hacíamos llegar a los servicios de Inteligencia de
los Aliados. Nunca entré en aquella casa. Media milla más allá, en una
saliente de la colina, había una cabaña de pastor y al lado un refugio
para ovejas. Me tendí allí y amarré un trapo como señal en el más
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joven de los retoños cercanos. Después de anochecer llegaría la
mujer con los mensajes y la comida para mí y para los compañeros de
allá arriba. Se llamaba Adéle, andaba cerca de los treinta años y no
tenía hijos, su marido había desaparecido desde los primeros días de
la blitzkrieg… Ella manejaba la propiedad con la ayuda de dos
ancianos y de un par de robustas muchachas vecinas…
Aquel día llegué tarde. Estaba asustado y muy impresionado.
Había una cantidad desusada de patrullas alemanas en el área y en
dos ocasiones había estado a punto de que me cogieran. Para
empeorar las cosas, me había herido la pierna en unos alambres de
púas y temía a la siempre posible infección de tétanos. Una hora
después de la puesta del sol, llegó Adéle. Nunca en mi vida había
estado tan contento de ver a alguien. Ella también había tenido un
día malo, con tres incursiones de tropas dejando sus huellas por todas
partes y dando vueltas y más vueltas por el lugar. Lavó mi pierna con
vino y la vendó con tiras que hizo con su enagua. Luego bebimos el
resto del vino, cenamos juntos y después hicimos el amor sobre el
lecho de paja.
"Recuerdo aquellas horas como las de la más maravillosa
experiencia de mi vida: la unión de una apasionada y madura mujer
con un aterrado muchacho en una única y extática hora, en medio de
un mundo lleno de monstruos. Desde entonces, cada vez que he
tenido que hablar sobre la caridad, sobre el amor de Dios por el
hombre y del hombre por Dios y de la mujer por el hombre, lo he
hecho a la luz de lo que conocí en aquella única hora. Desde que me
ordenaron sacerdote hasta que me eligieron papa, no he dejado
nunca, en cada misa matinal que he celebrado a lo largo de todos
estos años, de recordar a Adéle. Y cada vez que me siento en un
confesionario y oigo a la gente hablar de los pecados de amor de sus
vidas, la recuerdo y trato de ofrecer a mis penitentes el don de ese
conocimiento que ella me regaló.
Jean Marie calló. Roberta Saracini hizo girar el automóvil y lo
guió hacia una pequeña explanada a un costado del camino, desde
donde era posible observar, a lo lejos, las tierras de labranza, los
dispersos matorrales y algunas murallas de toscas piedras pulidas por
el tiempo. Bajó la ventanilla y permaneció mirando el tranquilo
paisaje. No se atrevió a mirar a Jean Marie, sino que se limitó a
preguntar, con singular humildad:
—¿Desea contarme el resto? ¿Dónde está Adéle ahora?
—Muerta. Se fue antes de medianoche. Cuando llegó a su casa
descubrió que estaba llena de alemanes, que una vez más, habían
vuelto. Se habían emborrachado con su vino. La violaron, la
desnudaron y la clavaron en la mesa con un cuchillo de cocina… Y es
así como la encontré cuando, ansioso por renovar nuestra noche de
amor, rompí todas las reglas y, a las seis de la mañana, bajé de la
colina para verla. Fue entonces, fue ese mismo día, cuando sentí que
había contraído una deuda y que tenía que pagarla. Pero fue más
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tarde, mucho más tarde, cuando decidí que el ejercicio del sacerdocio
era la mejor forma de hacerlo. La pasión de Cristo se transformó para
mí en algo muy real, como un drama de brutalidad, de amor, de
muerte y de nueva vida. Y nunca he lamentado la elección que hice,
así como tampoco, a pesar del horror de lo que siguió, he podido
lamentar la maravilla que Adéle y yo llegamos a compartir. En esto mi
confesor, que era un hombre lleno de sabiduría y de dulzura, me
ayudó muchísimo. Me dijo: "El único verdadero pecado es ser tacaño
con el amor. Dar demasiado es una falta que puede ser fácilmente
perdonada. Lo que usted llegó a conocer en aquellos momentos, su
Adéle también lo conoció: la certeza de haber compartido una hora de
rara gracia. Estoy seguro de que ella, al final, también lo recordó…"
Míreme, Roberta.
Ella sacudió la cabeza. Estaba sentada, con el mentón en las
manos, los ojos desviados, mirando fijamente el abigarrado y soleado
paisaje. El extendió la mano e hizo que ella volviera hacia él su rostro
inundado de lágrimas. Los ojos de él estaban llenos de ternura y su
voz de compasión mientras, suavemente la amonestaba.
—Tengo edad suficiente para ser su padre, de manera que me
puede adoptar como el Tío holandés, si así quiere. En cuanto al resto,
recuerde lo que le dije cuando recién nos conocimos. "On ne badine
pas avec l'amour". No se puede jugar con el amor. Es demasiado
maravilloso y terrible…
Le alcanzó su pañuelo para que secara sus lágrimas y ella lo
aceptó, pero al hacerlo lo enfrentó con una última y ruda pregunta:
—Después de todo eso ¿cómo es posible que Carl Mendelius, su
mejor amigo, sea alemán?
—¿Cómo es posible —preguntó Jean Marie— que, debido a que
su padre estafó al Vaticano en diez y siete millones y fue muerto a
consecuencia de ello en el corredor de una prisión, usted y yo
estemos sentados aquí…? El más grande error que a través del
tiempo nunca hemos dejado de cometer es tratar de explicar a los
hombres los caminos de Dios. Nunca debiéramos hacerlo.
Debiéramos limitarnos a anunciarlo a Él. El siempre termina
explicándose muy bien.

En la víspera de la cena en el Carlton Club, acompañado de


Adrian Hennessy, fue a hacer entrega de los manuscritos de las
"Últimas cartas desde un pequeño planeta". Los depositó sobre el
escritorio de Waldo Pearson y dijo:
—Y aquí están. Está hecho. Buenas o malas, son un grito venido
del corazón. Espero que alguien lo escuche.
Waldo Pearson sopesó en sus manos el paquete de cartas y dijo
que estaba seguro, sí, muy seguro, de que alguien oiría aquel grito
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del corazón. En seguida puso en manos de Jean Marie la versión
inglesa de su discurso del Carlton Club. Jean Marie le preguntó:
—¿Qué le parece? ¿Cree que tiene sentido, que significa algo?
—Creo que tiene un sentido aterrador. Y creo que tiene un
maravilloso significado. Pero no puedo predecir lo que el auditorio
pensará de él.
—Lo he leído —dijo Adrian Hennessy— y me gusta. También me
asusta. Todavía hay tiempo de hacer algunos cambios, siempre que
usted esté de acuerdo, claro.
Echó una mirada a Jean Marie, que inclinó la cabeza asintiendo.
—Sé que estoy hablando a gente nueva para mí en un idioma
nuevo para ella. Les ruego que sean honrados conmigo. Soy su
huésped en el Club. Si me he sobrepasado, en la forma que sea a lo
que la ocasión precisa debo saberlo ahora.
—No hay nada en ese texto que vaya contra la paz o contra la
decencia —dijo Waldo Pearson—. Aténgase al texto.
—¿Después que termine, habrá preguntas?
—Puede haberlas. Generalmente las autorizamos.
—Le ruego que se asegure de que las he comprendido bien,
antes de permitirme contestarlas. Hablo corrientemente el inglés,
pero a veces, en momentos de tensión, pienso en francés o en
italiano.
—No tema. Estaré a su lado para ayudarlo. Será muy
interesante.
—¿Tiene una lista de los asistentes? —Era Hennessy quien hacía
la pregunta.
—Me temo que no. Cuando se espera una gran concurrencia,
como en esta ocasión, los miembros se someten a elección para
obtener asientos para sus huéspedes. Sin embargo, he invitado al
embajador soviético y a Sergei Petrov para el caso en que se
encuentre en Londres. Si aparece, eso significará que aún es
políticamente viable. También he invitado a Morrow, porque fue
colega mío —ministro de relaciones como yo y al mismo tiempo que
yo— en Washington. Sugerí que si lo deseaba podía traer consigo
algún colaborador, lo que deja abierta para él la posibilidad de venir
con Dolman. En cuanto al resto, la lista es impresionante: miembros
del gobierno, diplomáticos, jefes de industria, barones de la prensa.
De manera que tendrá delante de usted un verdadero espectro de
religiones, nacionalidades y también de moralidades.
Hennessy añadió una irónica postdata:
—Quiera el Espíritu Santo otorgarle el don de las lenguas.
—Solíamos hablar de eso con Mendelius —Jean Marie cogió al
vuelo la broma y la embelleció— y a él le gustaba afirmar que ése era
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probablemente el menos útil de todos los dones del Espíritu. Porque si
un hombre es un mentecato en una lengua, nunca se conseguirá que
sea cuerdo en veinte… Esto provocó la hilaridad general. Waldo
Pearson sacó champagne y todos bebieron a la salud de las "Últimas
cartas desde un pequeño planeta" y a la de un ex-papa que estaba a
punto de ser lanzado a los leones del Carlton Club.

Jean Marie Barette asió los bordes de su pupitre de orador y


observó a su auditorio reunido en el comedor principal del Carlton
Club. Sólo había alcanzado a conocer a unos pocos entre ellos, los
privilegiados a quienes Waldo Pearson había invitado a una copa de
cherry en el salón del comité. Descubrió que Waldo gobernaba esta
fortaleza conservadora con mano de hierro, y no estaba dispuesto a
permitir que su huésped más exótico fuera maltratado o recibiera
ningún tipo de imposición durante los ociosos preámbulos de las
bebidas que preceden a las cenas. Se había declarado encantado con
la elección del traje hecha por Jean Marie: chaqueta negra abotonada
hasta el cuello con un levísimo ribete blanco en torno a éste —su
alzacuello romano— y una sencilla cruz pectoral de plata. La
vestimenta calzaba perfectamente con las palabras que iniciaron su
charla.
"…Me encuentro aquí delante de ustedes en calidad de persona
privada. Soy un clérigo ordenado para ser ministro de la palabra en la
Iglesia Católica Romana. Carezco de misión canónica, de manera que
lo que diga en esta reunión representa solamente mi opinión personal
y no puede ser atribuido a ningún tipo de enseñanza oficial de la
Iglesia ni tampoco a ninguna declaración del Vaticano".
Una sonrisa y un simpático gesto galo acompañaron estas
palabras, como restándoles importancia.
"No creo necesario insistir sobre este punto. Todos ustedes son
hombres políticos, y, ¿cómo lo dicen en inglés?, un movimiento de
ojos y un movimiento de cabeza dicen lo mismo a una mula ciega".
Las pequeñas risas que acogieron estas palabras llegaron hasta
él en cálidas ondas tentadoras. Si él fuera lo suficientemente tonto
como para confiar en este auditorio, mañana todo el mundo habría
dejado de prestarle atención. Por eso sus siguientes frases
destruyeron toda forma de complacencia en que el público pudiera
haberse sumido. "Porque soy hombre he tenido la experiencia del
miedo, del amor y de la muerte. Porque he sido, como ustedes un
hombre político, comprendo los usos del poder y también sus
limitaciones. Porque soy un ministro de la Palabra, sé que lo que
estoy lanzando a la plaza del mercado es sólo una locura y que por
ello corro el riesgo de ser lapidado… Y ustedes también, amigos,
están lanzando locuras —monstruosas insanias en realidad— capaces
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de acarrear la destrucción de todos nosotros".

Un silencio de muerte reinaba en la habitación. En este preciso


minuto había conseguido hipnotizarlos. Porque ellos eran duchos en
las artes del foro y ahora sabían que este hombre era un maestro en
esas artes; pero si su pensamiento no estaba a la altura de su talento
de orador, entonces ellos estarían dispuestos a destruirlo como a un
ladronzuelo. Jean Marie prosiguió enlazando su argumento.

"La locura o la tontería de ustedes ha consistido en prometer el


advenimiento de una posible perfección en los asuntos humanos: una
distribución equitativa de los recursos, un acceso equivalente a todas
las rutas marítimas, aéreas y terrestres estratégicas, en suma un
mundo en el cual todos los problemas son susceptibles de ser
resueltos ya sea por un mercader honesto, por un jefe inspirado, por
el poder de un partido. Esas promesas han constituido para ustedes
un elemento indispensable en su camino de acceso al poder. Han
preferido ignorar que estaban jugando con dinamita.
"Porque con eso, han dado pie a vanas esperanzas y han
provocado expectaciones que son incapaces de colmar. Entonces,
cuando ven que el frustrado pueblo se vuelve contra ustedes, en
seguida echan mano de la nueva solución: ¡una guerra de limpieza! Y
ahora, súbitamente, han dejado de ser dispensadores de dones y se
han transformado en jenízaros cuya única tarea es la de imponer los
edictos del sultán. Si el pueblo se muestra reacio a obedecer las
órdenes, entonces ustedes tomarán las medidas para que esas
órdenes sean obedecidas. Y comenzarán a podar al pueblo, miembro
por miembro, como Procusto, hasta hacerlo calzar debidamente,
mediante las violencias de la tortura, en el lecho destinado para él.
Pero el pueblo nunca llegará a adaptarse a las exigencias de ustedes.
La edad de oro prometida por ustedes no llegará jamás.
"Ustedes lo saben. Y en un acto de terrible desesperación se
han resignado a ello, incluso han calculado el costo: tantos millones
en Nueva York, en Moscú, en Tokio, en China, en Europa. Y han
preferido cerrar los ojos a la perspectiva del desierto que vendrá a
continuación, a esto que llevará el nombre de paz, porque, ¿quién
quedará vivo para preocuparse por ello? Dejemos que los bandidos
tranquilicen al populacho, dejemos que los heridos mueran.
Sobrevendrá una nueva Edad Oscura, una nueva Muerte Negra. En
algún distante futuro habrá, tal vez, un Renacimiento; pero ¿a quién
le importa? Sabemos que esas maravillas están más allá de nuestra
posibilidad de contemplarlas algún día.
"¿Creen que exagero? Saben que no. Si no se levanta el
embargo de granos, la Unión Soviética en este invierno que se
aproxima llegará al borde de la hambruna general y, en el primer
deshielo, sus ejércitos se levantarán y marcharán contra todos sus
adversarios del exterior. Y aun si no lo hacen, cualquier movimiento
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de cualquier potencia hacia los campos petrolíferos del Oriente Medio
o del Lejano Oriente precipitará Igualmente un conflicto global.
Algunos conocen el orden, las prioridades de la batalla, que yo
ignoro… Esto que digo no es un ruego. Porque si su propio sentido
común, el clamor de sus propios corazones cuando miran a sus hijos
o a sus nietos no los impulsa a moverse en el recto sentido para
evitar el holocausto, entonces sólo resta decir "Amén". Dejemos que
las cosas sean. Ruat coelum, dejemos que el cielo se derrumbe.
"Hasta ahora he tratado solamente de definir la locura de
ustedes que consiste en creer que el hombre es capaz, por sí mismo,
de construir un perfecto habitat y que cada vez que falla puede
destruir lo que ha hecho como se destruye un castillo de arena, y
comenzar de nuevo… Pero ocurre que en fin de cuentas, el impulso
constructivo es arrollado por el destructor. Y mientras tanto, sin
cesar, la marea continúa avanzando insensiblemente, ganando
terreno, erosionando el pequeño saliente de playa en el cual estamos
jugando…"

Hasta aquí no alcanzaba a darse cuenta de la reacción de su


auditorio, ignoraba si aprobaban o desaprobaban. Todo lo que sabía
era que reinaba el mismo profundo silencio y que sus oídos —si no
sus corazones— permanecían abiertos a él. Continuó, más tranquila y
persuasivamente.

"Ahora permítanme contarles sobre mi propia locura, que es el


reverso de la de ustedes, pero que de alguna manera forma parte de
ella. Cuando fui elegido papa me sentí a la vez penetrado de
humildad y pleno de gozo. Creí que me había transformado en
depositario de un gran poder, el poder de cambiar las vidas de los
fieles, de reformar a la Iglesia, incluso tal vez de servir de mediador
en las diferencias entre las naciones, de manera de ayudar a
preservar la precaria paz de que disfrutamos. Todos ustedes conocen
esa sensación porque la han experimentado cuando fueron elegidos
por primera vez para algún cargo público, cuando recibieron su
primera Embajada, su primer nombramiento de ministro, o cuando
compraron su primer diario o su primera cadena de televisión. Es un
momento que se le sube a uno a la cabeza, ¿no es así? Y los dolores
de cabeza están todos escondidos en el futuro".

Hubo una pequeña risa de asentimiento. Estaban contentos y


agradecidos por este pequeño entreacto. El hombre era algo más que
un retórico. Poseía la salvadora gracia del humor.

"Naturalmente en todo esto hay un error, una trampa en la cual


todos caemos. Porque lo que tenemos no es precisamente el poder,
sino la autoridad, lo que viene siendo harina de otro costal. El poder
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implica que tenemos la capacidad y la posibilidad de realizar lo que
planeamos. La autoridad en cambio significa que podemos mandar
que se haga lo que hemos planeado. Damos nuestro ¡fiat! ¡que la
cosa sea hecha! Pero el tiempo que la orden toma para filtrarse hasta
el campesino en el arrozal, el minero en la galería subterránea del
carbón, el sacerdote obrero que trabaja en la favela le permite ir
perdiendo por el camino gran parte de su fuerza y también de su
sentido. Hemos definido nuestros dogmas y nuestras reglas morales y
les hemos levantado templos que constituyen el cimiento mismo de
nuestra ortodoxia, y ya se trate de papas, ayatollahs o ideólogos de
partido, nadie se atreve a tocarlas; pero la relevancia que esta
ortodoxia suele tener para el hombre que se halla en el extremo del
dolor o de la angustia, es mínima. ¿Qué teología puedo enseñarle a
una niña que está muriendo por la septicemia provocada por un
aborto? Lo único que puedo darle es compasión, consuelo y
absolución. ¿Qué puedo decirle al muchacho revolucionario de El
Salvador cuya familia ha sido fusilada por los soldados en la plaza de
la aldea? No puedo ofrecerle otra cosa que amor, misericordia y la no
probada definición de la existencia de un Creador capaz de darle
sentido a esta locura y capaz de transformar este dolor en alegría
eterna… De manera que, como ven, mi locura consistió en creer que
era posible para mí ejercer a la vez la autoridad que había aceptado y
la misericordia que mi corazón me exigía. Lo que, por supuesto, era
clara y definitivamente imposible, tan imposible como sería, para un
ministro de relaciones exteriores denunciar las obscenidades de un
dictador que provee a su país de las materias primas que necesita.
"Es en este contexto donde deseo explicar mi abdicación, que,
por dolorosa que en el momento fuera para mí, ha dejado de ser
motivo de lamentación o de duelo. En el curso de una experiencia
que vino a mí inesperada y espontáneamente, recibí una revelación
de los Últimos Días. Y con ella la orden de anunciar que el fin del
mundo era inminente. Personalmente estuve y estoy absolutamente
convencido de la autenticidad de esta experiencia pero no he tenido
ni tengo los medios para probarlo. De manera que mis hermanos los
obispos resolvieron que yo no podía continuar legítimamente,
desempeñando el cargo de pontífice y al mismo tiempo asumiendo el
rol de profeta y proclamando una no autentificada revelación privada.
Nada digo sobre los medios de que se valieron para obtener mi
abdicación, porque éstos, sólo constituirán a lo más, notas
marginales en una historia que tal vez nunca llegue a escribirse.
"Sin embargo, ahora deseo dejar constancia de esto: que me
siento dichoso de carecer de autoridad, dichoso de no tener que
defender fórmulas o definiciones, porque la autoridad es tan limitada
y las fórmulas tan estrechas que sin duda se revelarán incapaces de
contener y de sostener ayudándola, la agonía de la humanidad en los
Últimos Días o la magnitud de la Parusía, la prometida Segunda
Venida.
"Es posible que entre ustedes exista alguien que, como yo,
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haya llegado a tener plena conciencia de las limitaciones del poder y
de la locura de los asesinatos en masa. Es para los que así piensan y
sienten que yo…"

Súbitamente se dio cuenta de que las palabras que estaba


diciendo habían dejado de ser palabras y se habían transformado en
simples sonidos infantiles, repetidos una y otra vez: "ma… ma… ma…
ma". Sintió que algo tiraba de su pantalón y al mirar hacia abajo vio
que su mano izquierda golpeaba, sin poderlo evitar, contra su muslo.
Su visión se nubló y dejó de ver a su audiencia. Luego toda la
habitación pareció darse vuelta y cayó de bruces sobre la mesa.
Después todo se confundió para él, perdió toda noción de tiempo y
espacio hasta que oyó el sonido de dos voces muy próximas. Una de
ellas era la de Waldo Pearson.
—Fue bastante aterrador. Parece ser dislalia. Y ayer solamente
habíamos estado hablando del don de las lenguas.
—Creo que son síntomas típicos de A.C.V.
—¿Y qué es A.C.V.?
—Accidente cerebro-vascular. ¡Qué ataque ha tenido este pobre
tipo…! Y esta ambulancia que no llega nunca.
—Se debe al tránsito del mediodía —dijo Waldo Pearson—.
¿Cómo evalúa sus posibilidades de recuperación?
—Pregúntemelo en tres días más.
Las palabras trajeron a la mente de Jean Marie la idea de la
resurrección. Pero en vez de resucitar se sumió en la oscuridad.
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2005

CAPITULO 13

Ahora era un hombre diferente y habitaba un extraño país. El


país era muy pequeño. Consistía en cuatro paredes blancas, dos
puertas y dos ventanas. Había también una cama, sobre la cual yacía
él, una pequeña mesa contigua a la cabecera de la cama, una silla,
una cómoda sobre la cual había un espejo que reflejaba la imagen del
hombre en la cama. Este presentaba un curioso aspecto de algo
desmochado, de algo que sugería el "antes" y el "después" de un
anuncio para sales hepáticas. Uno de los costados de su rostro estaba
inmóvil y levantado, en tanto que el otro se deslizaba levemente
hacia abajo en una expresión que no se sabía si era de dolor o de
disgusto. Una de las manos yacía, carente de todo movimiento, sobre
la blanca colcha. La otra se movía incansable, explorando contornos,
texturas y distancias.
Este nuevo país contenía por lo menos a otro habitante: una
mujer joven y bastante desabrida vestida de enfermera que aparecía
a menudo a tomar su pulso, su presión sanguínea y a escuchar los
latidos de su corazón. Hacía siempre las mismas y sencillas
preguntas: "¿Cómo se siente? ¿Cómo se llama? ¿Quiere beber algo?".
Lo curioso era que si bien él comprendía perfectamente lo que ella
decía, ella no parecía comprender en absoluto ni una sola palabra
suya; aunque no por eso dejaba de darle de beber, sosteniéndolo
para que pudiera enderezarse y tragar el líquido a través de un tubo
plástico. También acercaba una botella a su pene para que él pudiera
evacuar su líquido. Cuando lo hacía, ella sonreía y decía:
"Bien, muy bien" como si él fuera un bebé aprendiendo el arte
de hacer pipí. Al salir de la habitación nunca dejaba de decir lo
mismo: "Pronto vendrá el doctor a verlo". Trató de recordar quién era
el doctor y a qué se parecía; pero el esfuerzo le resultó excesivo, así
es que cerró los ojos e intentó descansar.
Estaba demasiado perturbado para poder dormir; no perturbado
por nada concreto ni particular, sino simplemente ansioso, como si
hubiera perdido algo muy preciado y estuviera buscándolo en medio
de la niebla. De vez en cuando sentía que estaba a punto de
encontrarlo y también a punto de saber lo que era. Pero el momento
de la revelación y del encuentro nunca llegaba. Por ratos se sentía
como un hombre encerrado en una bodega con la puerta de trampa
aherrojada sobre su cabeza. Finalmente llegó el doctor, un delgado
personaje de cabellos grises, que desplegó todo un arte para
mostrarse sólo levemente preocupado por su estado.
—Soy el doctor Raven. ¿Puede repetirlo para mí? Raven.
Jean Marie se esforzó, se esforzó con ahínco pero sólo logró
articular: "Ra… ra… ra…". El doctor dijo:
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—No se preocupe. Muy pronto estará mejor. Limítese a mover la
cabeza para mostrar que ha comprendido lo que digo. Estoy hablando
inglés. ¿Sabe lo que estoy diciendo?
Jean Marie asintió.
—¿Puede verme?
Un movimiento afirmativo de la cabeza.
—Sonríame. Déjeme ver su sonrisa.
Jean Marie trató de hacerlo. Pero se alegró de no poder ver el
resultado. El doctor examinó sus ojos con un oftalmoscopio, verificó
sus reflejos con un pequeño martillo de goma, tomó su presión
sanguínea y auscultó su pecho. Terminadas estas tareas se sentó en
el borde de la cama y echó su pequeño discurso de advertencias y
recomendaciones, que hizo recordar a Jean Marie el discurso con que
el rector del Seminario solía dar la bienvenida a los grupos que recién
ingresaban.
—…Es usted un hombre muy afortunado. Está vivo. Conserva su
razón y ha guardado intactas algunas de sus facultades. Es todavía
demasiado temprano para saber cuál es la real extensión del daño
que ha sufrido su cerebro. Tendremos que esperar tres o cuatros días
antes de saber si este ha sido un episodio aislado o si será seguido
por otros de la misma naturaleza. Tiene que confiar en nosotros y
aceptar el hecho de que, por el momento al menos, es un inválido.
Este es el Hospital de Charing Cross. Sus amigos y parientes saben
que se encuentra aquí pero saben igualmente que no puede recibir
visitas y no debe ser perturbado por nada ni por nadie hasta que su
actual condición no se haya recuperado y estabilizado. ¿Ha
comprendido?
—Cas… ca… cas. Casi —dijo Jean Marie y se sintió
absurdamente complacido consigo mismo.
El doctor le sonrió y le dio unas palmaditas de aprobación.
—Bueno. Eso es muy promisorio. Regresaré a verlo mañana por
la mañana. Y le daré algo para que pueda dormir bien esta noche.
Jean Marie trató de dar las gracias, pero descubrió que había
olvidado las palabras inglesas del "gracias". En cuanto al francés, no
logró llegar más allá del "mer…". Luchó contra su impotencia hasta
que terminó llorando de frustración y llegó una enfermera a
inyectarle opio en las venas.
Al cabo de cuatro días pareció que sus progresos eran lo
suficientemente importantes como para ser iniciado en las reglas del
juego del nuevo país. Para comenzar, sin embargo, fue preciso
encontrar un ayudante que hablara francés y pudiera así introducirlo
en las nuevas pautas de conducta. Tenía ya bastantes problemas con
su revoltillo de fonemas y su bloqueo de palabras para agregar a esto
la confusión que implicaría una mezcla de idiomas.
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2005
El asistente, un apuesto joven que escasamente sobrepasaba
los treinta años, era delgado como un atleta, con la piel olivácea de
los ribereños del Mediterráneo y una incongruente cabellera dorada,
que parecía heredada de algún lejano antepasado nórdico que
hubiera descendido al sur en tiempos de las cruzadas. Provenía de lo
que describió vagamente como el Oriente Medio. Confesó que
hablaba corrientemente inglés, francés, árabe, hebreo y griego. Había
logrado hacer una modesta carrera en los círculos médicos de
Londres actuando de intérprete, de enfermero y fisioterapista entre
los grupos políglotos que poblaban la metrópoli. El neurólogo lo
presentó como el señor Atha. Inmediatamente se entregaron juntos a
una serie de juegos destinados a trazar el mapa de los daños que
había sufrido el sistema sensorial, y a delimitar la parte del cerebro
que percibía sensaciones. Para un hombre que había sido, por
definición dogmática, el intérprete infalible de los mensajes que Dios
enviaba al hombre, resultaba muy impactante comprobar cuan falible
podía ser y sobre todo, en materias tan elementales.
Cuando se le pidió que cerrara los ojos y levantara los dos
brazos horizontalmente frente a sí, se asombró al darse cuenta de
que sólo uno de sus brazos obedecía la orden en tanto que el otro se
detenía, como un reloj que se hubiera quedado parado faltando
veinticinco minutos para la hora. Cuando se le pidió que identificara
los lugares donde había sido pinchado con las dos puntas de un
compás, descubrió que algunas de sus identificaciones estaban
completamente erradas. Peor aún, fue incapaz de tocar con su mano
izquierda la punta de su nariz.
Pero no obstante hubo algunos signos alentadores. Las
cosquillas en la planta de los pies provocaban movimientos en sus
talones. Esto, explicó el señor Atha, mostraba que los reflejos de
Babinski estaban funcionando. Cuando la cosquilla se llevó a efecto
en el interior de su muslo, su bolsa escrotal se contrajo. Esto, le
explicaron, era también muy bueno porque su reflejo cremáster
respondía debidamente.
A continuación llegó el momento más desgraciado en aquella
secuela de experimentos. El señor Atha le pidió que repitiera para el
neurólogo las palabras de la antigua canción infantil.

"Sur le pont, sur le pont Sur le pont d'Avignon."

Entonces, con profundo horror, vio que su boca estaba llena de


melaza y que lo que lograba emitir era sólo un borbotón de fonemas
inconexos.
Una vez más comenzó a llorar en vista de lo cual fue
severamente amonestado por el neurólogo. Estaba vivo y eso era
algo muy afortunado. Era doblemente afortunado por haber sufrido
tan pocos daños profundos. La prognosis era muy positiva, siempre
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que él estuviera dispuesto a ser paciente, cooperador y valeroso,
virtudes que por el momento estaban mucho más allá de sus
posibilidades.
El señor Atha tradujo todo esto en un tranquilizador francés y
ofreció quedarse con él hasta que se hubiera calmado. El neurólogo
aprobó la idea, palmeó la mano sana de Jean Marie y salió para
atender a sus otros quehaceres, los cuales, explicó el señor Atha,
incluían algunos pacientes cuyo estado era mucho peor que el de
Jean Marie.
—…Yo los atiendo también, así es que sé de lo que estoy
hablando. Usted puede tragar. No tiene doble visión. Controla sus
intestinos y su orina… Eh, piense en lo que todo esto significa. Su
lenguaje mejorará porque usted y yo comenzaremos a practicar
juntos. Lo que ocurre es que, frente al doctor, usted trata de probar
que está bien y determina hacerlo con un súbito arranque oratorio.
Cuando no lo consigue, se desespera. Ahora vamos a partir del hecho
de que usted es un inválido. Vamos a esforzarnos, juntos los dos, por
reparar el trauma…
No sólo era persuasivo, sino que poseía además una enorme
capacidad de transmitir paz. Jean Marie sintió que lentamente, su
cabeza comenzaba a aliviarse del peso que la oprimía y que la niebla
que invadía su cerebro iba, poco a poco, disipándose. El señor Atha
habló muy suavemente.
—Me dijeron que usted había sido papa. Entonces recordará las
palabras de la Escritura: "El que no reciba el Reino de Dios como niño,
no entrará en él". Bueno, ahora usted ha vuelto a ser un niño. Debe
comenzar desde el principio, aprendiendo las cosas más sencillas.
Porque tiene que admitir que, por un largo tiempo todavía, no es ni
será capaz de manejar nada complicado. Pero al final crecerá, tal
como crece un niño. Ahora está en el jardín infantil y a medida que
pasen las semanas irá subiendo de grado. Aprenderá a vestirse, hará
que su brazo malo se mueva y sobre todo, volverá a hablar. Ahora
mismo puede hablar si lo hace lentamente, sin apresuramientos.
Comencemos por algo muy elemental: " mi nombre es Jean Marie".
Bien. Una sola palabra a la vez…
De alguna manera, en el transcurso de aquellas largas noches,
durante las cuales los únicos sonidos que percibía eran los pasos de
la enfermera y la única luz el resplandor de su linterna enfocada hacia
su rostro, aprendió otra lección. Descubrió que cuando trataba de
recordar algo, lo que buscaba le eludía. Si, en cambio, permanecía
quieto, sin hacer ningún esfuerzo, las cosas venían a él, se le subían
encima y se sentaban a su alrededor como los animales de madera
de un libro infantil.
Los recuerdos no venían siempre en el orden adecuado. Drexel,
por ejemplo, se encontraba al lado de la pequeña mongoloide.
Mendelius se confundía con alguna conferencia de obispos en México:
Roberta Saracini bebía en la copa del cosmos, y la joven contrahecha
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2005
vendía grabados a Alvin Dolman. Pero al menos, todos estaban allí.
No los había perdido como si fuera amnésico: eran partes de un
diseño dentro de un caleidoscopio. Y algún día cada uno de ellos
encontraría su lugar dentro de un orden familiar.
Pero había algo más. En forma similar a lo que le había ocurrido
en el jardín del monasterio él estaba consciente de eso y de una
manera tal que desafiaba toda posibilidad de expresión verbal. En
algún lugar arraigado en el centro más profundo de su ser —esa triste
fortaleza tan acosada, bombardeada y arruinada— existía un hogar
de luz habitado por el Otro, donde, cuando le era posible retirarse allí,
podía sumirse en una comunión de amor tan bendita cuanto breve.
Era como si —¿a qué se parecía eso en realidad?— él fuera el sordo
Beethoven con su cabeza llena de melodías o como Einstein privado
de los conocimientos matemáticos que le permitieran expresar las
verdades que había comprendido y dominado como nadie antes que
él. Pero este hecho maravilloso no era el único que le ocurría. Había
otros. Era incapaz de ordenar a su débil mano o a su entorpecida
pierna o incluso a veces a su vacilante lengua que obedecieran a su
voluntad, pero en este reducido lugar de luz y de paz, era dueño de sí
mismo, disponía libremente de sí mismo como amante del amado. Y
era aquí, donde, precisamente, se había llevado a cabo el pacto:
"Acepto todo lo que quieras hacer conmigo. Sin preguntas. Sin
condiciones. Pero Te ruego que cuando llegue el día del Rubicón
otorgues a mi amigo Duhamel y a su mujer la luz suficiente para que
pueda amar la alegría. Es un buen hombre y ha sido mezquino
solamente consigo mismo".
El neurólogo le dijo que el primero y más grave de los peligros
que lo acechaban había sido sobrepasado, que "cru-za-ra-los-dedos-y-
ro-gara-un-poquito" para que ésta resultara finalmente una
enfermedad de un solo episodio y la recuperación sería buena. Por
supuesto, siempre quedarían secuelas y alguno que otro tipo de
problemas e inhibiciones, pero en general las perspectivas se
mostraban excelentes y podría volver a la vida normal. ¡Pero no
todavía! ¡No todavía! Debía entrenarse y hacerlo más dura y
tenazmente de lo que lo haría cualquier atleta. El señor Atha estaría a
su lado, no sólo para explicarle sino para conducirlo a través de todos
los ejercicios, hora por hora, día tras día. ¿Visitantes? Bueno, ¿no
sería tal vez preferible esperar un poco, para que le fuera posible
enseñar sus adelantos? Solía suceder que los visitantes se
emocionaban mucho más que los pacientes.
—… Y además —el señor Atha agregó sus propios y excelentes
motivos—, usted es un hombre importante y yo desearía sentirme
orgulloso de usted desde el momento mismo en que se presente ante
la gente. Deseo que lo vean bien vestido, hablando bien, moviéndose
con soltura… con panache ¿no le parece?
—Panache! —dijo Jean Marie y la palabra salió de sus labios tan
clara como una campanada.
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—¡Bravo! —dijo el señor Atha—. Ahora llamemos a la
enfermera. Lo primero que tenemos que hacer es enseñarle a
sentarse en el borde de la cama y en seguida a ponerse de pie por
sus propios medios.
Parecía tan sencillo que le costó creer el esfuerzo y la
humillación que aquel acto representó para él. Una y otra vez lo único
que obtuvo fue derrumbarse como una muñeca de trapo en los
brazos del señor Atha y de la enfermera. Pero cada vez, ellos lo
levantaban y lentamente, fueron disminuyendo el apoyo que le
prestaban hasta que él logró mantenerse de pie, erecto, por unos
pocos minutos. Cuando se encontró demasiado cansado para
continuar, lo sentaron en el borde de la cama y le enseñaron a rodar
sobre sí mismo para recostarse y a adoptar solo, las posiciones
susceptibles de evitar las heridas que la larga permanencia en cama
no dejaba de provocar.
Cuando esta obertura estuvo completamente dominada,
comenzaron a enseñarle la ópera misma: la manera de andar con
diminutos y arrastrados pasos, la manera de ejercitar su mano
izquierda con una pelota de goma y luego una serie de operaciones
con elementos mecánicos en un amplio gimnasio. Fue en este último
lugar donde llegó a comprender plenamente lo que el señor Atha le
había dicho al comentar cuan afortunado era. Y allí también tomó
conciencia de la infinita paciencia del señor Atha con este abigarrado
grupo y cuán rápidamente todos respondían a su sonrisa y a sus
palabras de aliento.
Atha lo hizo participar en la pequeña y desmembrada vida
comunitaria del gimnasio, incitándolo a lanzar una pelota a uno, a
detenerse para una conversación con otro, demostrando a un tercero
algún movimiento que él mismo hubiera aprendido a dominar. Pero,
por breves que fueran, estos interludios lo dejaban exhausto, no
obstante lo cual Atha se mantuvo inconmovible.
—…Usted renovará sus recursos solamente en la medida en
que sea capaz de compartirlos. No puede esperar que todo el tiempo
de su curación transcurra en un mundo hermético del cual emergería
transformado en un animal social. Si hablar lo cansa, limítese a tocar
a la gente, a sonreír, a compartir su conciencia de las cosas que lo
rodean, por ejemplo el espectáculo de un par de palomas
arrullándose en el alféizar de una ventana. Es posible que no se
sienta particularmente preocupado con su actual estado, pero la
mayoría de las personas que está aquí sufre del terror de pensar que
ha dejado de ser atrayente para aquellos que lo aman, o que tal vez
se ha vuelto sexualmente impotente e incluso, al final, que terminará
siendo una carga para su familia.
—Lo siento —Jean Marie consiguió formar la frase completa—,
trataré de hacerlo mejor.
—Bien —dijo el señor Atha con una sonrisa—. Ahora puede
descansar. Ha llegado la hora de su masaje.
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Había un cierto tipo de juegos que le causaba un real placer. El
neurólogo los llamaba pruebas de la sensibilidad del conocimiento.
Consistían en el reconocimiento, por simple tacto, de texturas y
pesos, de formas chatas y sólidas. El placer de este juego residía para
él en la conciencia de que su sensibilidad se agudizaba a medida que
pasaba el tiempo y que cada vez reconocía con mayor exactitud los
objetos que producían la sensación.
Su capacidad de atención comenzó asimismo a aumentar y
extenderse de manera que pudo gozar con la masa de cartas y
tarjetas que se habían acumulado, sin que él hubiera podido leerlas,
en el primer cajón de su cómoda. Cuando su caudal de concentración
se agotaba, el señor Atha le leía las cartas y lo ayudaba a ordenar
alguna sencilla respuesta. Pero no la escribía él. Jean Marie tenía que
hacerlo él mismo. El señor Atha se limitaba a proveerle las palabras o
frases que se ausentaban momentáneamente de su vocabulario o se
montaban unas sobre otras en una especie de cortocircuito.
Había comenzado a recibir diarios —en inglés y en francés— y
disfrutaba hojeándolos, aunque, lamentablemente retenía muy poco
de lo que había leído. En estos casos, el señor Atha, con sus suaves y
tranquilos modales, lo calmaba.
—… ¿Qué le interesa recordar? ¿Las malas noticias de que el
hombre está dedicado a desmantelar, piedra por piedra, la civilización
que ha construido? Las buenas noticias están aquí, debajo de su
nariz. Los ciegos ven, los inválidos andan. E incluso a veces, los
muertos regresan a la vida… y si escuchara con suficiente atención,
oiría ecos de la Buena Nueva…
—Usted… usted es… un hombre distinto —dijo Jean Marie
tartamudeando.
—Usted quiere decir extraño.
—Eso dije.
—Dígamelo ahora.
—Extraño —dijo Jean Marie cuidadosamente—. Usted es un
hombre muy extraño.
—También traigo buenas noticias —dijo el señor Atha—. La
próxima semana podrá comenzar a recibir visitantes. Si me dice a
quién desea ver, haré una lista y me pondré en contacto con ellos
para avisarles que puede recibirlos.

Alain recibió la primera invitación porque Jean Marie consideró


que los lazos familiares merecían la prioridad y que ahora ya no había
motivos para ningún tipo de celos. Debido al brazo paralizado de Jean
Marie, ambos se abrazaron torpemente. Después del primer
intercambio verbal. Jean Marie dejó claramente establecido que
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prefería escuchar y no hablar; de manera que Alain se lanzó
velozmente a dar noticias de la familia, hasta que al fin se sintió
liberado para hablar de lo que realmente interesaba a su corazón: la
Bolsa con todas sus transacciones y rumores.
—Ahora estamos embarcados de lleno en el negocio de
trueque. Petróleo por granos, frijoles por carbón, tanques por barras
de hierro, carne por polvo amarillo de uranio, oro por cualquier cosa.
Si eres poseedor de cualquier tipo de materia prima, te puedo
encontrar comprador al momento… ¿Pero, por qué te estoy contando
todo esto? ¿Cuánto tiempo más te quedarás en este lugar?
—Ellos no me lo han dicho. —Jean Marie había descubierto que
se expresaba mejor por medio de cortas y sencillas sentencias,
cuidadosamente fabricadas de antemano—. No pregunto, espero.
—Cuando salgas de aquí, serás bienvenido en casa.
—Gracias, Alain. No. Hay lugares de… de… —se esforzó por asir
las palabras y casi lo consiguió—, rehab… re-hab…
—¿Rehabilitación?
—Sí. El señor Atha me encontrará uno.
—¿Quién es el señor Atha?
—Trabaja aquí con las víctimas de los ataques.
—¡Oh! —No es que fuera insensible o indiferente. Era
simplemente un extraño en un extraño país. —Roberta te envía su
cariño. En unos pocos días más vendrá a verte.
—Bueno. Estaré contento de verla.
Su capacidad de conversar terminó aquí. Alain también se sintió
contento de que la visita no se prolongara. Después de unas pocas
palabras más y de algunos largos silencios, los hermanos se
abrazaron y se separaron, cada uno de ellos preguntándose a qué
podía deberse el hecho de que tuvieran tan poco que decirse.
Al día siguiente llegó Waldo Pearson. Venía acompañado por un
sirviente con los brazos cargados de inesperados tesoros: los seis
ejemplares de "Ultimas cartas desde un pequeño planeta", propiedad
de su autor, uno de ellos encuadernado en cuero y destinado al autor
mismo, una cinta grabada y las dos versiones más exitosas de
"Juanito el payaso", una realizada por un cantante varón y la otra por
una mujer acompañada de un coro. Traía también una botella de
champagne "Veuve Cliquot", un balde de hielo, un juego de copas de
champagne, una jarra de caviar fresco y el texto completo del
discurso de Jean Marie en el Carlton Club, también encuadernado en
cuero. Waldo estaba en su mejor esto-es-lo-que-pasa-y-qué-contento-
estoy estado de ánimo.
—Mi padre sufrió dos ataques, en aquellos días no se les
llamaba accidentes-cerebro-vasculares, de manera que sé de lo que
se trata. Hable cuando quiera y si siente la necesidad de permanecer
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en silencio, pues hágalo. ¿Le agrada el libro…? ¡Qué bello es! ¿No le
parece? Las suscripciones caminan estupendamente. Esto es lo más
sensacional que hayamos tenido en los últimos veinte años. Nos
hemos asegurado las revistas de segundo orden y las grandes
también. Lo único que lamento es que usted no pueda estar presente
en nuestro almuerzo de inauguración. Hennessy me llamó para
decirme que la reacción de las Américas y en el continente es la
misma que en Inglaterra. Dice que telefoneará y se dejará caer por
aquí en su viaje de regreso a Nueva York. Realmente parece que
usted ha sabido tocar un punto muy sensible… Y todo el mundo está
cantando la canción. Yo la canto hasta en el baño… ¿Champagne?
¿Puede también comer el caviar…? Espléndido. Realmente se las
arregla muy bien. Yo estaba resuelto a que bebiera champagne y
comiera caviar aunque hubiera tenido que dárselo yo mismo con
cuenta gotas…
—Me siento muy conmovido ¡Gracias! —Jean Marie se
sorprendió de su propia fluidez. —Lamento la escena que hice en el
Club.
—Sucedió allí algo muy curioso —dijo Pearson con instantánea
gravedad—. En el auditorio, algunos eran hostiles, y otros, muchos,
en cambio, se conmovieron profundamente. Pero nadie pudo
permanecer neutral. Envié el texto completo de su discurso a todos
los miembros y a sus huéspedes. Las respuestas que hemos recibido,
ya sean en favor como en contra, han resultado muy iluminadoras.
Algunas expresan miedo, otras hablan de un impacto religioso, otras
destacan el contraste entre la fuerza de su mensaje y la modestia de
su conducta. Y a propósito ¿ha tenido noticias de Matt Hewlett? Dijo
que le escribiría. Pensó que una visita suya podría significar para
usted más un embarazo que un agrado.
—Me escribió. Dijo que había ofrecido nueve días de misa por
mí. También el pontífice envió un cable y asimismo algunos miembros
de la Curia. Drexel escribió un largo… largo… largo… Discúlpeme. A
veces olvido las palabras más sencillas.
—Relájese —dijo Waldo Pearson—. Le tocaré la canción. Por mi
parte prefiero la versión de la mujer. Veamos lo que le parece a
usted.
—¿Podría conseguirme una copia para el señor Atha? —Por
supuesto. ¿Pero, quién es él?
—Es un ter… terapista. No puedo darle una idea de todo lo que
hace por cada uno de nosotros. Es un hombre enviado por Dios.
Quiero regalarle un libro con una dedicatoria. ¿Tiene ahora alguna
importancia que se sepa que soy el autor?
—Creo que eso ya dejó de tener importancia —dijo Waldo
Pearson—. La gente buena encontrará a Dios en el libro, los hipócritas
mojigatos creerán que usted ha sido castigado por sus pecados. De
manera que todos quedarán contentos.
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—¿Petrov… obtuvo sus cereales?
—Algo así, pero no lo suficiente.
—He perdido la cuenta del tiempo. No puedo recordar muchas
cosas que han ocurrido…
—Alégrese de ello. El tiempo perdió sentido. Y los
acontecimientos se han escapado de las manos. Ya no podemos
controlarlos.
Jean Marie extendió su mano para coger la de su amigo.
Necesitaba sentir el aliento que da un contacto humano. Y finalmente
la idea que durante semanas había estado tratando de asir se volvió
súbitamente muy clara para él. Con un desesperado cuidado trató de
formularla para su amigo.
—El me permitió ver los Últimos Días. Me ordenó que anunciara
la Parusía. Yo lo di todo para cumplir lo que me pidió. Y me esforcé
por hacerlo. De veras me esforcé. Pero antes que pudiera decir lo que
me había ordenado, Él me golpeó imponiéndome silencio… Y ahora
no sé lo que Él espera de mí. Me siento muy confuso.
Waldo Pearson tomó entre las suyas la frágil mano de Jean
Marie. Dijo suavemente.
—Yo también me sentía confundido. E iracundo. Me descubrí a
mí mismo levantando el puño contra Su Rostro y exigiendo saber por
qué, ¿por qué? Luego leí las "Últimas cartas desde un pequeño
planeta" y me di cuenta de que ellas eran su testimonio. Todo lo que
usted tenía que decir estaba allí, en blanco y negro. Lo que alcanzó a
decir o no pudo decir en el Carlton Club era solamente una post-data
y podía ser suprimido sin pérdida alguna… También recordé otra
cosa. El primer Precursor, Juan, llamado el Bautista, murió de una
manera muy extraña. Mientras que el Mesías a quien él había
anunciado, caminaba libremente por Judea, él fue asesinado en una
mazmorra de Herodes y su cabeza fue presentada en un plato como
obsequio a una bailarina. Todo lo que recibió de su Mesías fue un
elogio que se transformó en su epitafio: "Entre los hombres nacidos
de mujer, ninguno hay más grande que Juan el Bautista…"
—Había olvidado eso —dijo Jean Marie Barette—, pero ahora
olvido tantas cosas.
—Tome un poco más de champagne —dijo Waldo Pearson— y
escuchemos la música.
Al día siguiente se vio enfrentado a nuevas calamidades. Estaba
sentado en su silla de ruedas, revisando las noticias de los periódicos
matinales, cuando entró el señor Atha y anunció que se veía obligado
a ausentarse por un tiempo con el fin de atender a los asuntos de su
padre en el exterior. En consecuencia venía a despedirse. Las
sesiones de terapia de Jean Marie quedarían a cargo de una asistente
femenina.
—…Y cuando regrese —dijo el señor Atha— quiero ver a un
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hombre vigoroso expresándose perfectamente.
Jean Marie se sintió presa de un súbito pánico.
—¿Dónde… dónde va usted?
—Oh, a varias capitales. Los intereses de mi padre son muy
variados y extensos… Llevaré su libro para leerlo en el avión. Vamos.
No se aflija tanto.
—Tengo miedo.
Dejó escapar la palabra sin poder evitarlo. Pero el señor Atha
permaneció inconmovible ante el llamado.
—En ese caso, enfréntese con el miedo. El trabajo que hemos
hecho en común tiene un solo objeto: obtener que usted sea capaz de
andar, hablar, pensar y trabajar por sus propios medios. No se
amilane pues ahora.
Pero en el mismo momento en que el señor Atha desapareció
detrás de la puerta, todo el valor que había logrado acumular
desapareció también. Y la depresión, negra como la medianoche, se
enseñoreó en él. Aun su secreto rincón de luz parecía haber sido
borrado de la existencia. Le fue imposible encontrar un camino para
llegar hasta él. A medida que transcurría el día se fue hundiendo más
y más en una condición cercana a la desesperación. Nunca mejoraría.
Nunca podría abandonar este hospital. Y aun cuando pudiera hacerlo,
¿adonde iría? ¿Qué podría hacer? ¿Cuál era el sentido de todos sus
esfuerzos, si el resultado final a que ellos podrían conducirlo era el de
colocarse correctamente la chaqueta, hablar vacuidades elementales,
arrastrar los pies sin salirse de la línea recta en un pavimento de
concreto?
Por primera vez comenzó a considerar a la muerte no
únicamente como un alivio de la miseria humana, sino como un acto
personal determinado a poner fin a una situación intolerable. Este
pensamiento le produjo una extraordinaria sensación de tranquilidad
y al mismo tiempo aclaró su mente dejándola transparente y
luminosa, como la fría luz de las latitudes nórdicas. Pasar en seguida
de la contemplación del acto a la especulación sobre los medios para
llevarlo a cabo resultó una simple cuestión de lógica. Y fue solamente
cuando más tarde entró la enfermera que tomó conciencia con
repentino y profundo sentido de culpa, de cuan lejos había sido
arrastrado por su mórbida ensoñación.
La experiencia lo impactó lo suficiente como para mencionarla
al doctor cuando éste llegó a hacerle su acostumbrada visita de todas
las tardes. El médico se trepó sobre el borde de la cama y se extendió
sobre el tema.
—Había comenzado a creer que usted había sido lo bastante
afortunado para escapar de esta particular crisis. Todos aquí
teníamos conciencia de que su trasfondo religioso le ha otorgado una
cantidad de recursos de los que carece la gente normal… Pero la
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verdad es que las depresiones nerviosas son tan imprevisibles que
nunca se puede estar seguro de cómo ni cuándo harán su aparición.
—¿Me está diciendo que tengo ahora otra enfermedad?
—Quiero decir —explicó pacientemente el neurólogo— que
acaba de describirme los síntomas clásicos de una depresión aguda.
Si dejamos pasar estos síntomas sin tratarlos, la depresión corre el
riesgo de llegar a ser crónica, agravada en su caso por su presente
invalidez. La partida del señor Atha fue nada más que el detonante
que desencadenó el proceso… De manera que intervendremos antes
que el fenómeno se amplifique. Lo trataremos primero con dosis
moderadas de una droga que produce euforia. Si resulta, magnífico.
Si no resulta, pues usaremos otros medios. De todos modos, si puede
derrotar a sus demonios sin tener que recurrir a un exceso de
medicamentos, mucho mejor, pero no intente ser demasiado valiente
o arriesgado. Si se siente con ganas de llorar, incapaz de seguir
adelante, dígaselo inmediatamente a la enfermera, dígamelo a mí.
Prométame que lo hará.
—Lo prometo —dijo Jean Marie firme y claramente—. Pero
créame que sentirme tan dependiente resulta muy duro para mí.
—Ese es también uno de los problemas mayores a que me veo
enfrentado como médico. El paciente no se encuentra bien consigo
mismo. —Vaciló y ofreció a continuación una curiosa pregunta—.
¿Cree que el hombre tiene un cuerpo y un alma que se separan en el
momento de la muerte?
Antes de contestar Jean Marie reflexionó un momento sobre la
pregunta pues temía que una nueva niebla pudiera oscurecer su
cerebro y dañar la respuesta que tan esforzadamente estaba tratando
de elaborar, pero, gracias a Dios, su cerebro se mantuvo lúcido. Dijo,
con sorprendente fluidez:
—Esa fue la forma en que los griegos definieron al hombre
espíritu y materia, dual y divisible. Como módulo, resultó por un largo
tiempo bastante útil. Pero después de esta experiencia, realmente no
sé que pensar… No tengo conciencia de mí mismo como de dos
elementos separados: como un músico que tocara un piano al que
faltaran algunas notas —o al revés— como un violín Stradivarius
tocado por un niño. Yo soy yo, uno e indiviso. Una parte de mí está
medio muerta; una parte de mí está totalmente muerta y nunca más
podrá volver a funcionar. Soy un hombre… def… def…
—Defectuoso —dijo el neurólogo.
—Sí —dijo Jean Marie—, defectuoso.
El doctor alcanzó la pequeña pizarra colgada a los pies de la
cama y escribió en ella la receta de un remedio contra los demonios
negros. En un relámpago de su antiguo buen humor, Jean Marie dijo:
—¿No ofrece también algunos pases mágicos para acompañar a
la medicina?
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Contra lo que le ocurrió a continuación, de nada valieron ni las


artes mágicas ni las medicinas. Dos días después de la partida del
señor Atha, una hora antes de mediodía, Waldo Pearson y Adrian
Hennessy llegaron a verlo. Se informaron solícita, pero brevemente,
acerca de sus progresos. Waldo Pearson se disculpó.
—Había confiado en salvarlo a usted de esto, pero ha sido
imposible. Tenemos que intentar una acción judicial en Gran Bretaña,
en el Continente, en Estados Unidos y en todas partes donde nos sea
posible hacerlo. Necesitamos su firma para las presentaciones
correspondientes.
Jean Marie, profundamente sorprendido, miró alternativamente
a sus dos amigos. Preguntó:
—¿Y sobre qué versan las solicitudes que estoy presentando?
Adrian Hennessy abrió su portafolios.
—Vea usted mismo, monseñor.
Depositó sobre la cama un álbum de recortes y un libro
encuadernado en papel. El libro llevaba como título El Fraude. El autor
era un tal Luigi Marco. La cubierta llevaba estampadas las palabras:
"Copia de prueba sin corrección". La casa editora era Veritas S.A.
Panamá. Hennessy levantó el libro y lo sostuvo entre las manos.
—Este bocadito ha sido distribuido a todas las agencias de
prensa internacionales. Su publicación está programada a escala
mundial, en veinte idiomas, para aparecer, en cada país, el mismo día
en que las "Ultimas cartas" salgan a luz. Necesitamos una prohibición
judicial para detener estas publicaciones. Sin embargo —y esto es lo
malo— una parte de la prensa amarilla ya ha comprado los derechos
de las series y ha comenzado a publicar las secciones más jugosas de
la historia. Los diarios más serios así como los canales de televisión,
no pueden ignorar el hecho de estas publicaciones. Y están en su
derecho al comentar este material. Para evitar la propagación del
escándalo no tendremos más remedio que querellarnos por calumnia,
para lograr el cese de toda esta publicación.
—¿Pero cuál es el escándalo?
Waldo Pearson tomó sobre sí el peso de la explicación.
—Este libro, muy apropiadamente titulado “El Fraude”, afirma
ser la verdadera historia de su carrera, desde su juventud hasta
ahora. Es una mezcla muy cuidadosa y muy hábil de hechos, ficciones
y viles insinuaciones. El nombre del autor es, por supuesto, un
seudónimo. El asunto en su totalidad lleva la marca de una tarea
hecha por profesionales avezados, y pertenece al mismo tipo de esos
mal llamados documentales que se escriben sobre espías, defectores
o escándalos políticos que las agencias rivales sacan a luz con el
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objeto de desacreditarse mutuamente. La casa editora es una
corporación fantasma registrada en Panamá. La impresión fue hecha
en Taiwan por una de las imprentas que hacen este tipo de cosas en
virtud de cualquier contrato. Ejemplares del libro, iguales a éste, han
sido distribuidos por avión a los países más importantes… Alguien ha
tenido que gastar una incalculable cantidad de dinero en
investigación, en pagar al autor, en traducción y en la manufactura
del libro mismo… Algunas de las fotografías han sido tomadas con
teleobjetivos, lo que indica que desde hace ya mucho tiempo usted
ha estado sometido a vigilancia.
—¿Qué clase de fotografías? —Jean Marie explotó con las
palabras correctas ignorando su bloqueo de fonemas.
—Muéstreselas —dijo Waldo Pearson.
Hennessy, con obvia renuencia, buscó entre los recortes de
prensa del álbum y comenzó por mostrar una foto de Jean Marie con
la muchacha contrahecha de la Place du Tertre. El ángulo desde el
cual había sido tomada la fotografía mostraba el rostro de Jean Marie
muy próximo al de la muchacha, de tal manera que era muy fácil
inferir que eran amantes ensimismados en un tierno tête à tête.
Había también varias instantáneas de Roberta Saracini y de él mismo,
tomados del brazo, en Hyde Park, en el barquito del río, y caminando
por los jardines de Hampton Court. Había asimismo una foto de él y
de Alain emergiendo de su cena en Sophie's con un evidente aspecto
de viejos borrachos. La vista de todo esto provocó en él una negra
furia que lo hizo trastabillar en la pregunta.
—¿Qué… qué dice el texto?
Waldo Pearson se alzó de hombros con desamparada
resignación.
—Lo que cabe esperar. Han llevado a cabo una exhaustiva
investigación y luego, muy hábilmente han desparramado su
porquería para mostrarlo a usted no solamente como un tipo
esencialmente malo sino también como algo loco… Sobre este último
punto lograron apoderarse de los informes de dos de los médicos que
lo examinaron antes de su abdicación. Hay también varios otros
detalles exóticos.
—Por ejemplo —dijo Hennessy hojeando el libro—, encontraron
a alguien que sirvió con usted en el maquis. Hubo una historia sobre
usted y la mujer de un campesino que más tarde fue encontrada
violada y muerta. Por supuesto, la gente de la localidad le echó la
culpa de lo ocurrido a los alemanes, pero… Esta gente es excelente
para manejar los "peros". Su mejor amigo es Carl Mendelius de
Tübingen, pero aquí se sugiere que usted ayudó a obtener que él
fuera desligado de algunos de sus votos sacerdotales porque entre
usted y él había una asociación homosexual. Y el hecho de que usted
asumiera su defensa contra el cargo de herejía que se levantó contra
él y que más tarde lo casara, sólo ha servido para reforzar la
insinuación… Y eso es lo horrible en este tipo de asuntos. El que
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provoca el escándalo no tiene que probar nada, le basta con sembrar
la sucia idea. Si uno besa a su madre en la estación antes de su
partida tiene que ser incesto.
—¿Qué dicen sobre Roberta? Hennessy arrugó el ceño con
disgusto.
—Su padre estafó el Vaticano por diez y siete millones y nunca
se encontró rastro alguno de ese dinero. Se sabe que su patrimonio
es muy importante y también que Roberta Saracini es fideicomisario
del conglomerado donde está depositado su dinero. En Francia la
tarea de los fideicomisarios es de dominio público. Cuando usted
estuvo en París se alojó en casa de Roberta. Después de eso fue
fotografiado caminando con ella del brazo por el parque y además
está viviendo aquí bajo un nombre supuesto… ¿Desea que le dé más
detalles?
—No… ¿Quién hizo esto? ¿De quién fue la idea? ¿Cómo
obtuvieron toda esta información? ¿Por qué?
—Trataremos de razonar calmadamente —dijo Waldo Pearson
esforzándose por apaciguarlo—. Adrian y yo hemos estado
conversando con mucha gente muy bien informada y creemos que
hemos logrado encontrar una explicación que calza perfectamente
con toda la evidencia acumulada. ¿Está seguro de que podrá resistir
que continuemos con esto?
—Sí. —Jean Marie estaba claramente sufriendo los efectos de
una enorme tensión, pero se esforzó por hablar con firmeza. —No se
preocupen por mí. Simplemente, hablen.
Waldo Pearson habló en el monótono tono de un hombre que
trae malas noticias.
—Desde el momento mismo en que usted proclamó que había
recibido una revelación privada sobre los Últimos Días y se movió
para comunicar el hecho en una carta a sus fieles, se transformó en
un hombre peligroso. Sabe lo que ocurrió en la Iglesia y conoce el
resentimiento que desde entonces sienten por usted los Amigos del
Silencio. Pero fuera de la Iglesia, donde las naciones se encontraban
ocupadas en preparar su guerra nuclear, la cosa fue muchísimo peor.
Usted con sus visiones de horror y de juicio, se transformó, para los
manipuladores de mitos, en una tremenda amenaza.
"Porque ellos estaban preparando al público para participar en
una competencia de destrucción nuclear, en un juego diabólico, en el
curso del cual cada bando lleva a cabo la misma clase de masacre
con la misma ausencia de motivos.
"Su visión, que lo llevó a ser considerado como un loco, era, de
hecho, la única cosa sensata en medio de esta locura. Usted vio el
horror con sus propios ojos. Dijo lo que había visto y por eso antes
que el público alcanzara a darse cuenta de lo que decía y asimilarlo,
era imprescindible silenciarlo. "Pero no era fácil. Usted era un hombre
activo y batallador. En Alemania descubrió e hizo añicos la cobertura
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del operativo de la C.I.A., uno de sus más importantes agentes. En
Francia, su patria, cayó inmediatamente en la Lista Negra y fue
sometido a vigilancia grado A. Aquí en Inglaterra también fue
seguido, pero yo representaba una protección bastante respetable y
me ofrecí de garantía por usted ante nuestro gobierno.
"Durante todo este tiempo, sin embargo, usted no había dejado
de ser un tropiezo, por decir lo menos, en los planes de los poderosos,
porque en el momento preciso en que comenzaba el redoble de los
tambores de guerra, podía ponerse a gritar que el rey estaba desnudo
y que después de la primera bomba, se quedaría, además, sin
súbditos.
"Adrian y yo nos hemos enterado, por fuentes muy diversas, de
que en un momento dado, se habló de liquidarlo y que la
recomendación para hacerlo fue casi unánime. Pero cuando se supo
que su libro estaba en preparación, la decisión de liquidarlo se
rescindió y se trazaron nuevos planes para desembarazarse de usted:
estos consistían en obtener su total, absoluto descrédito. Acaba de
ver cómo lo han hecho.
—¿Pero cómo les ha sido posible reunir este material tan
completo en un tiempo tan breve?
—Dinero —dijo Adrian Hennessy con brusquedad—. Coloque un
número suficiente de personas a trabajar sobre el mismo asunto al
mismo tiempo; largue todo el dinero necesario y tendrá los secretos
de quien sea en menos de un mes. Si a eso añade la hostilidad de
muchos elementos de la Iglesia hacia usted, y la cooperación tan
gustosamente dispensada desde los niveles más altos de muchos
gobiernos, la tarea resulta tan fácil como hervir un huevo.
—¿Pero quién organizó todo esto?
—Dolman fue el chico que montó el aparato y tenía sus
importantes motivos privados para que la cosa funcionara. Usted
sabía que él había sido el autor del atentado contra Carl Mendelius.
—Todo eso parece bastante coherente.
—Pero también plantea un problema.
—Por favor —dijo Jean Marie con voz muy clara—, por favor no
me oculten nada.
—Aun en el caso de que obtengamos las prohibiciones
judiciales, aunque sea en forma restringida, el alivio que esto
significará será solo temporal. Tendremos que llevar adelante una
serie de juicios en los tribunales de todas las grandes potencias. Eso
costará un montón de dinero. Usted tendrá que pagar la mayor parte
de ellos de su propio bolsillo… Y como estamos de regreso en la Edad
de Piedra y muy pronto nos encontraremos viviendo bajo leyes de
emergencia, no tenemos ninguna garantía, ni aun en Inglaterra, de
obtener un juicio limpio tanto de parte de los jueces como de los
jurados.
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Jean Marie pensó unos momentos y luego dijo, lentamente:
—Tengo el dinero. Y aunque gaste en ello hasta mi último
centavo, creo que tenemos que dar la pelea contra esta obscenidad
en cada lugar en que sea posible darla. No soy tan inocente como
para esperar que podamos ganar, pero es preciso que se sepa que
luchamos. Y lucharemos con mi dinero y con el de nadie más. Waldo,
lo único que espero es que esto no dañe a su publicación de las
"Últimas cartas".
—No —dijo Waldo Pearson—. Al contrario, si para algo ha
servido esto, es para darnos mayores espacios en la prensa para
generar mayores y más ardientes controversias. Al final todo
terminará en el juicio privado que cada cuál hará dentro de su propio
corazón: ¿es posible que el autor de estas Cartas y el bribón pintado
en este pedazo de basura, sean una sola y misma persona?
—Entretanto creo conveniente que firme los documentos —dijo
Hennessy extrayéndolos de su portafolios—. A menos que quiera leer
esta montaña de documentos legales, tendrá que confiar en nuestra
palabra y aceptar que estos papeles han sido escritos por los mayores
talentos que, en materia de Derecho, existen en estos momentos en
Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.
—Confío en la palabra de ustedes —dijo Jean Marie que ya había
comenzado a firmar las primeras páginas—, pero mire: la información
contenida en este libelo ha tenido que ser proporcionada por gente
que me conoce muy bien.
—Obviamente así ha sido —dijo Waldo Pearson—, pero el hecho
de que ofrecieran información a quienes los entrevistaron no hace
necesariamente de los informantes enemigos suyos. Usted ignora qué
ficciones o engaños se utilizaron para hacer hablar a la gente. Incluso
puede haber quien haya pensado que le estaba haciendo un favor.
Hay muchas cosas que entran en el dominio de la chismografía. El
Vaticano está lleno de rumores. Hennessy y yo somos sus aliados.
Pero hablamos de usted. Estoy seguro de que en más de una ocasión
he dejado caer opiniones y frases que han debido encontrar su
camino hacia toda ésta falsedad… Me temo que no tiene otra
alternativa que la de aceptar lo que ha sucedido, dar la mejor pelea
posible y decirles a los bastardos que se vayan al infierno. No puede
darse el lujo de volverse paranoico.
—Soy un hombre defectuoso —dijo Jean Marie—, no soy un
paranoico. A la escala de la Última Catástrofe soy una cantidad
mínima. Lo que me ha ocurrido es un no-acontecimiento. No obstante
me preocupa la situación de algunas personas, como Roberta que
sufrirá las consecuencias de haber visto su nombre ligado al mío en
este libelo. Cuando era papa, todo aquel a quien yo tocaba, se sentía
bendito. Ahora me he transformado en verdad en un portador de
peste, capaz de contagiar aun a mis amigos más próximos…
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2005

Esa noche, por primera vez, pidió una droga que le permitiera
dormir. Despertó a la mañana siguiente más tarde que de costumbre,
pero fresco y con las ideas claras. A la hora de la sesión de terapia,
descubrió que estaba caminando con mucha mayor confianza, que su
brazo inválido estaba respondiendo bastante bien a los mensajes del
centro motor. Su lenguaje había comenzado a conservar una
consistente claridad y rara vez encontraba ahora tropiezos en su
elección de las palabras. El terapista lo alentó.
—…Esto suele suceder así en los casos en que la prognosis es
buena. La mejoría sobreviene rápidamente; luego, las cosas parecen
arrastrarse por un tiempo, pero en seguida hay un nuevo repunte de
mejoría que generalmente continúa esta vez sin interrupciones hasta
la plena recuperación. Entonces… Bien, no apresuremos el proceso.
Ahora todo el arte consiste en gozar de lo adquirido, pero sin intentar
esforzarse demasiado por adelantar el proceso. Todavía no está en
condiciones de jugar fútbol, pero a propósito de eso puede comenzar
a nadar…
Jean Marie regresó a su habitación sin ayuda. Al llegar allí se
sentía cansado, pero triunfante. Cualesquiera que fueran los terrores
que lo esperaban, por lo menos podría afrontarlos afirmado sobre sus
propios pies. Deseó que el señor Atha estuviera allí para saborear
juntos ésta su primera, su real victoria. Se tendió en la cama e hizo
una serie de llamados telefónicos para participar a todos de las
buenas noticias. Pero todos los llamados terminaron en nada. El
teléfono de Carl Mendelius estaba desconectado; Roberta Saracini
estaba en Milán; Hennessy había regresado a Nueva York, Waldo
Pearson había ido a pasar unos días al campo. El único con el que
logró comunicarse fue su hermano Alain, que llegó hasta el teléfono
pero estaba sumido en preocupaciones. Se alegraba —dijo— de saber
que Jean Marie estaba progresando. La familia también se sentiría
dichosa con las noticias. Por favor, por favor, no perdamos el
contacto…
Todo esto tuvo como consecuencia volcar el pensamiento de
Jean Marie hacia la consideración de los problemas que debería
enfrentar en su futuro personal. Por mucho que mejorara, por muy
pequeñas que fueran las secuelas que le dejara su enfermedad, él
seguía siendo un hombre de sesenta y cinco años, víctima de un
accidente del cerebro, lo que implicaba que, en cualquier momento,
estaba expuesto a otro accidente similar.
Por otra parte, y fuera cual fuera el resultado de los juicios en
que se iba a ver envuelto, emergería de ellos desacreditado, más aún
que si fuera realmente culpable de la mala conducta y los malos
hechos que se le atribuían. El mundo amaba a los bribones, pero
carecía de paciencia para los incompetentes. El resultado de esto
sería que Jean Marie Barette sería exactamente lo que decía su
pasaporte: pasteur en retraite, sacerdote retirado, cuya mayor
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esperanza podría residir en obtener el cargo de capellán de un
hospital o una pequeña casita en el campo donde podría entretenerse
con sus libros y su jardín. Cuando llegó la noche, los demonios negros
habían vuelto a apoderarse de él y el doctor tuvo que leerle un trozo
completo sobre las oscilaciones de ánimo de los maníaco-depresivos
y la forma de manejarlas. La lectura terminó con una sorpresa.
—…He ordenado un encefalograma para pasado mañana. Si
revela lo que creo que debe revelar, entonces podremos pensar en
darlo de alta dentro de los próximos días. Aquí no hay mucho más
que podamos hacer. Continuará necesitando controles cada quince
días, deberá mantener sus ejercicios en forma regular y, por lo menos
al comienzo, alguna ayuda doméstica. Le ruego que piense sobre
esto. Mañana volveremos a hablar. ¿Qué le parece?
Cuando el doctor lo dejó, comprobó la fecha en el calendario de
su libreta de apuntes. Era el quince de diciembre. En diez días más
sería Navidad. Se preguntó dónde la pasaría y cuántas Navidades
más vería el mundo, porque Petrov no había conseguido todo el
alimento que necesitaba y los ejércitos soviéticos comenzarían a
avanzar en cuanto llegaran los primeros deshielos.
Se hizo reproches a sí mismo. No hacía cinco minutos que el
doctor le había dicho que no debía sentarse ahí, solo, rumiando
pensamientos tristes. Había llegado la hora de las visitas. Se arregló
con mucho cuidado, se cambió de pijama, aunque no fuera sino para
probarse que sus nuevas destrezas no eran ilusiones, se colocó la
bata y las zapatillas, y cogiendo su bastón comenzó una ostentosa
aunque precavida marcha por el corredor saludando al pasar a sus
compañeras de las sesiones de terapia.
¿Qué era lo que el señor Atha había dicho? Que debía tener
panache. Los ingleses siempre traducían aquella palabra por "estilo",
pero la palabra francesa tenía algo más que simple estilo, algo como
"alarde". Alarde. ¡Qué bien! Ahora estaba coordinando su
pensamiento en dos idiomas. Debía tratar de recuperar su alemán
también, para así estar en las mejores condiciones para su
reencuentro con Carl Mendelius: La última carta de Lotte, ¿qué fecha
llevaba? ¿Qué decía con respecto a sus próximos planes? Este último
pensamiento lo hizo volverse por el corredor hacia su habitación,
recibiendo al pasar las felicitaciones de la enfermera nocturna:
"¡Caramba! ¡Es usted un hombre listo!" y el saludo del asistente
jamaicano: un brinco, un paso, un deslizamiento del pie y una
invitación: "Venga a bailar, hombre".
Revolvió los papeles de su escritorio hasta encontrar la carta de
Lotte —lo que implicó una serie de pequeños movimientos que llevó a
cabo sin problema alguno— después de lo cual se sentó en su silla de
ruedas para leerla. Estaba fechada el uno de diciembre.
"…Nuestro querido Carl se fortalece día a día. Ha desarrollado
una gran habilidad en el manejo del aparato que reemplaza su mano
izquierda y son muy pocas las cosas que no es capaz de hacer por sí
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mismo. Desgraciadamente ha perdido la vista de un ojo y lleva, en
ese lugar, un parche negro. Esto, sumado al daño que sufrió ese lado
de su cara, le da todo el aspecto de un siniestro pirata, lo que ha
dado base para una pequeña broma familiar. Cuando necesitemos
dinero podremos presentar a papá en una serie de televisión del tipo
de la Isla del Tesoro o del Violento Español.
"Johann, Katrin y un pequeño grupo de amigos están en el valle
desde hace ya un mes. Están trabajando en los edificios principales
para hacerlos habitables y abastecerlos de todo lo necesario antes de
la llegada del invierno. Carl y yo pensamos ir a reunirnos con ellos la
semana entrante. Hemos vendido la casa de aquí, con todo lo que
contiene y sólo hemos conservado, para llevar con nosotros, los libros
de Carl y algunos objetos personales que aún significan algo para
nuestra vida. Siempre había pensado que dejar Tübingen después de
tantos años pasados aquí sería una especie de desgarramiento, pero
no lo ha sido. El lugar donde vayamos a vivir ahora —Bavaria o Los
Mares del Sur— carece de real importancia.
"¿Y cómo está usted, amigo querido? Hemos recibido todas sus
tarjetas y vamos siguiendo sus progresos a través de su letra, y por
supuesto, a través de los mensajes de su buen amigo en Inglaterra,
Waldo Pearson. Nos estamos consumiendo de impaciencia por poseer
un ejemplar de su libro y Carl perece de ganas de conversar con
usted sobre él, pero comprendemos muy bien que por el momento
prefiera no usar el teléfono. A mí me ocurre lo mismo, especialmente
cuando se trata de comunicaciones con el exterior. Balbuceo,
tartamudeo y termino gritando para que venga Carl.
"¿Cuándo lo dejarán salir del hospital? Carl insiste —y yo
también— para que venga directamente a nuestro hogar en Bavaria.
No olvide que somos su familia. Además Anneliese Meissner afirma
que es indispensable que cuando salga del hospital pueda refugiarse
en algún lugar seguro. Ella pasará con nosotros, en Bavaria, sus
vacaciones de invierno. Está muy unida a Carl y su amistad es
mutuamente beneficiosa, de manera que he aprendido a no tener
celos de ella así como antes aprendí a no tener celos de usted. Tan
pronto como sepa la fecha en que lo darán de alta en el hospital,
envíe un telegrama a la dirección que le estoy incluyendo aquí. Vuele
directamente a Munich y nosotros pasaremos a recogerlo al
aeropuerto y lo llevaremos al valle.
"Carl suele inquietarse con respecto a su llegada. Teme que
puedan cerrar las fronteras antes que usted esté listo para viajar. La
tensión crece en todas partes. Tropas y más tropas americanas e
inglesas han comenzado a situarse en toda la región del Rhin. Se ven
muchos convoyes militares, el tono de la prensa es francamente
chauvinista y la atmósfera de la Universidad se ha vuelto muy
extraña, Se están contratando muchos especialistas y por supuesto,
se está montando todo el aparato de vigilancia que Carl y Anneliese
tanto temieron. Lo más increíble de esto es que muy pocos
estudiantes han manifestado su disconformidad con lo que se está
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haciendo. Ellos también parecen haber sido afectados por la fiebre
guerrera y de una manera que jamás hubiéramos esperado. Es
verdaderamente chocante oír de nuevo todos los viejos clichés y
gritos de combate. Agradezco a Dios que Johann y Katrin estén lejos
de todo esto… Porque la locura nos infesta a todos por igual, hasta el
punto que a menudo Carl y yo nos encontramos usando expresiones
que hemos oído en la radio o en la televisión. Da la impresión de que
todas las antiguas deidades teutónicas hubieran abandonado sus
cavernas… pero supongo que cada nación tiene su propia galería
subterránea de dioses guerreros…"
Una cruda voz transatlántica interrumpió su lectura.
—Buenas tardes, Santidad.
Levantó la vista y vio a Alvin Dolman apoyado contra la puerta
sonriéndole. Dolman, como él, llevaba pijama, una bata y sostenía en
las manos un paquete envuelto en papel marrón.
La sardónica insolencia del hombre, dejó por un momento
atónito a Jean Marie, pero en seguida este sentimiento dejó lugar a
otro de inextinguible furia. Luchó contra esta furia en una breve y
desesperada oración implorando que su lengua no le fallara y lo
dejara avergonzado e inerme frente al enemigo. Dolman entró al
cuarto y trepó ostentosamente sobre el borde de la cama. Jean Marie
no dijo nada. Había recuperado el control de sí mismo. Esperaría que
Dolman declarara sus intenciones.
—Luce muy bien —dijo Dolman amablemente—. La enfermera
me informó que muy pronto lo darán de alta. Jean Marie continuó en
silencio.
—Vine a traerle una copia de El Fraude —dijo Dolman—,
adentro encontrará una lista de la gente que estuvo realmente feliz
de ayudar a su descrédito. Me pareció necesario que conociera esos
nombres. Claro que no le servirá de mucha ayuda en los Tribunales,
pero en realidad, en un caso como éste, nada sirve de ayuda.
Cualquiera que sea el veredicto de los jueces, la mugre siempre
habrá salpicado. —Depositó el paquete en la mesa de noche, pero en
seguida lo cogió de nuevo y lo abrió parcialmente—. Nada más que
para probarle que no contiene ninguna trampa como el que envié a
Mendelius. Por lo demás, en su caso ya no es necesario ¿no es así?
Usted ha quedado definitivamente fuera del juego.
—¿Por que ha venido? —la voz de Jean Marie era tan helada
como la escarcha blanca.
—Para compartir una broma con usted —dijo Alvin Dolman—.
Pensé que podría apreciarla. El hecho es, que mañana seré operado.
Y éste era el único hospital de Londres que podía recibirme y
atenderme así, de improviso, inmediatamente. Tengo un cáncer en el
intestino mayor, de manera que cortarán una parte de él y me darán
una pequeña bolsa que deberé llevar conmigo por el resto de mi vida.
En estos momentos estoy considerando si realmente la cosa vale la
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pena. Por eso he tomado la precaución de proveerme de los medios
para un fin rápido e indoloro. ¿No le parece que es muy divertido?
—Me pregunto qué lo ha hecho vacilar —dijo Jean Marie—. ¿Qué
hay en su vida o en usted mismo que pueda encontrar tan valioso
como para haber vacilado?
—No mucho —dijo Dolman con una sonrisa—, pero hemos
estado preparando todo para este infernal gran drama, el gran
estallido que borrará todo nuestro pasado y tal vez todo nuestro
futuro también. Y he pensado que tal vez valdría la pena esperar un
poco para tener un asiento en primera fila. Me quedaría siempre la
posibilidad de irme después. Usted es el hombre que profetizó lo que
ocurrirá. ¿Qué piensa de todo esto?
—Por poco que importe mi opinión —dijo Jean Marie— esto es lo
que pienso: usted está aterrado, tan aterrado que se ha sentido
obligado a representar este pequeño acto de tonta burla. Desea que
yo me asuste también con usted, de usted. Pero no, no tengo miedo…
Más bien estoy triste, porque sé lo que está sintiendo en estos
momentos, cómo todas las cosas carecen de sentido y cuan inútil
respecto de sí mismo y del mundo puede verse un hombre. Esta es
solamente la segunda vez que nos encontramos. Ignoro todo del resto
de su vida y lo que pueda haber hecho a otros hombres Pero, ¿cómo
se siente por lo que hizo con Mendelius y ahora conmigo?
—Indiferente —la respuesta había sido rápida y muy clara—.
Eso pertenece al orden de las tareas diarias. Es aquello para lo que
me entrenaron y es en consecuencia lo que hago. No cuestiono las
órdenes que recibo y sean ellas cuerdas o locas, malas o buenas, no
hago sobre ellas juicio alguno. Si alguna vez lo hubiera hecho, hace
ya tiempo que estaría encerrado en una jaula para bobos. La
humanidad es solo una tribu demente. No hay esperanzas para ella.
Yo encontré una profesión en la cual me fue posible aprovechar esta
demencia colectiva. Trabajé para lo que hay, con lo que hay. Cumplí
con todos mis contratos. Lo único con lo que nunca he tenido que ver
es con el amor y también la resurrección. Pero en fin de cuentas, me
encuentro tan bien como está usted. Hace dos mil años que usted ha
estado negociando con la salvación a través del Señor Jesús y mire
adonde eso lo ha llevado.
—Usted también está aquí —dijo blandamente Jean Marie— y
vino por propia voluntad. Eso indica que hay en usted algo más que
indiferencia.
—Curiosidad —dijo Alvin Dolman—. Quería ver cómo estaba
usted. Y debo decir que parece haberlo sobrellevado muy bien.
—Pero aún no me satisface.
—Bien. Aquí va. —Dolman inclinó la cabeza a un lado, así como
un ave de presa acechando a su próxima víctima—. Cuando todo esto
comenzó, yo fui el que recomendó matarlo. Para ello presenté una
docena de planes muy sencillos. Pero nadie se atrevió, excepto los
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franceses. Esta gente siempre ha creído en la eficacia de las
soluciones rápidas e indoloras. Sin embargo, no se pudo hacer porque
Duhamel intervino. Le dio un pasaporte especial e hizo saber que
destruiría a quien se atreviera a destruirlo a usted. Cuando llegó a
Inglaterra, la liquidación dejó de ser una solución provechosa y
cuando sufrió este ataque resultó claramente innecesaria. En ese
momento pareció evidente que lo adecuado era desacreditarlo y no
transformarlo en un mártir.
"Yo nunca estuve de acuerdo con esto último. Cuando ayer me
enteré de que debía ser operado y que por el resto de mi vida me
vería obligado a acarrear siempre, conmigo mis propios excrementos,
pensé ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro, usted primero y yo
después?
"Recuerdo aquella noche en Tübingen cuando me dijo que me
conocía y que conocía el espíritu que me habitaba. No creo haber
odiado nunca a nadie como lo odié a usted en aquel momento. —
Registró el bolsillo de su bata y extrajo de él una estilográfica de oro
que enseñó a Jean Marie—. Esto contiene la muerte en uno de sus
más elegantes ropajes: una cápsula de gas letal capaz de matarnos a
los dos, a menos que yo cubra mi nariz mientras le lanzo el gas a
usted. Cubrió su nariz con un pañuelo y enfocó la punta de la
estilográfica hacia el rostro de Jean Marie. Jean Marie continuó
sentado, muy quieto, mirándolo. Dijo suavemente—. Hace ya mucho
tiempo que me reconcilié con la muerte. Usted me está haciendo un
gran favor, Alvin Dolman.
—Lo sé. —Dolman colocó nuevamente en su bolsillo el pañuelo
y la estilográfica e hizo un cómico gesto de resignación—. Supongo
que lo que yo necesitaba era probarme a mí mismo. —Estiró la mano
y cogió el paquete semiabierto que estaba sobre la cama. Dijo, con un
encogimiento de hombros—: De todos modos, la broma era mala.
Ahora regresaré a mi cuarto.
—Aguarde —dijo Jean Marie levantándose de su silla—, lo
acompañaré hasta el ascensor.
—No se moleste, puedo encontrar mi camino solo.
—Hace ya mucho tiempo que perdió su camino —dijo Jean
Marie sombríamente— y por sí mismo nunca será capaz de
encontrarlo.
El rostro de Dolman se transformó súbitamente en una pálida
máscara de furia.
—Dije que encontraría mi propio camino.
—¿Por qué se molesta tanto por una simple cortesía?
—Usted debería saberlo. —Dolman sonreía ahora, con un rictus
de silenciosa alegría que resultaba mucho más terrible que su risa—.
Usted me dijo en Tübingen que sabía el nombre del espíritu que me
habita.
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—Sí, lo conozco. —Jean Marie habló con tranquila autoridad y
con un raro, caprichoso humor—. Su nombre es Legión. Pero no
sobrevaluemos este drama, señor Dolman. Usted no está poseído por
el demonio. Es usted simplemente una casa donde moran los
demonios, demasiados demonios en realidad para que un hombre
que comienza a envejecer pueda sobrellevarlos a todos.
La altiva, sonriente máscara se quebró y en su lugar apareció el
cansado rostro de un hombre de mediana edad, el rostro de un
clochard que había jugado todas sus cartas y que ya no tenía lugar
alguno en el mundo donde refugiarse.
—Siéntese, señor Dolman —dijo gentilmente Jean Marie—.
Tratemos de entendernos como seres humanos.
—Usted no comprende —dijo cansadamente Alvin Dolman—,
pedimos auxilio a nuestros propios demonios porque no podemos
vivir con nosotros mismos.
—Pero usted está vivo y por lo tanto abierto al cambio y a la
merced divina.
—Usted no me está escuchando. —La altiva, torcida sonrisa
había vuelto al rostro de Dolman—. Puedo parecerme al resto de la
gente, pero de hecho soy diferente. Pertenezco a otra raza… Somos
perros de presa y si tratan de cambiarnos, de domesticarnos, nos
volvemos locos y destruimos a los que intentan hacerlo. Ha sido
mucha suerte para usted que yo no lo haya matado esta noche.

Abandonó el cuarto sin una sola palabra de despedida. Jean


Marie llegó hasta la puerta y lo observó mientras se alejaba por el
corredor, cojeando, con el paquete de papel marrón debajo del brazo.
El aspecto de Dolman trajo a su memoria el recuerdo del antiguo
cuento sobre el diablo cojuelo que recorría la ciudad por las noches,
levantando los techos de las casas para descubrir y revelar al diablo
que moraba en ellas. Nunca, que él recordara por lo menos, el diablo
cojuelo había encontrado nada bueno en ninguna parte. Jean Marie se
preguntó tristemente si aquel diablo había sido cegatón o si era su
vista demasiado aguda la que le impedía ser feliz. A menos que uno
creyera en la existencia de un benevolente Creador y en alguna
forma de gracia salvadora, el mundo era un lugar en el cual era
preferible no estar, especialmente si uno era un asesino de mediana
edad con un cáncer al intestino.
Aquella noche ofreció el oficio de Completas por Alvin Dolman.
Al mediodía siguiente llamó por teléfono a la enfermera a cargo de
Dolman quien le informó que, debido a un inexplicable paro cardíaco,
el señor Dolman había muerto durante la noche y que se llevaría a
cabo una autopsia para determinar las causas de aquel extraño
deceso. Sus papeles y efectos personales ya habían sido retirados por
un miembro de la Embajada norteamericana.
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Pero Jean Marie Barette, a diferencia del hospital, no pudo
desembarazarse tan sencilla y rápidamente de un hombre, que, por
muy mala que hubiera sido su vida, formaba parte de la economía de
la salvación. Algunas vidas habían sido dañadas, otras interrumpidas
en su curso normal, otras tal vez y aunque sólo fuera
momentáneamente, habían sido enriquecidas por la presencia de
Alvin Dolman en el mundo. Pero eso no bastaba para rendir sobre
Alvin Dolman el juicio sin amor de los puritanos: "el perdón le fue
ofrecido, pero él rechazó el perdón y sus pasos lo llevaron,
inevitablemente, hacia el árbol de Judas".
Jean Marie Barette —que había sido papa— poseía una
experiencia demasiado vasta y demasiado profunda de la realidad de
las paradojas para creer que la justicia del Todopoderoso se
dispensaba de acuerdo a leyes rígidas y someras capaces de separar
con exactitud lo bueno de lo malo. Porque no obstante lo que
afirmaba la Escritura, no era posible dividir el mundo en dos partes,
blanca la una, negra la otra. El mismo había sufrido las experiencias
contrastantes de haber sido objeto de una revelación divina y de
haber contemplado fríamente la eventualidad de un suicidio. Había
recibido la misión de proclamar el advenimiento de los Últimos Días y
en el momento mismo en que se disponía a anunciar lo que le habían
ordenado, lo habían reducido al silencio… De manera que,
considerando todo esto, tal vez no era del todo extraño ver en el
suicidio de Dolman un acto de arrepentimiento y en su visita, una
victoria sobre el asesino que llevaba adentro. No otra cosa era lo que
contaban las historias del viejo abuelo Barette sobre aquellos
hombres que habían sido mordidos por perros rabiosos. Sabían que la
muerte, para ellos, era inevitable. Y así, en vez de contagiar a sus
familias, se destapaban los sesos con una escopeta de caza o se
encerraban en alguna inaccesible cabaña de las montañas para que
la muerte llegara y los cogiera.
Jean Marie se encontró así, una vez más, confrontado al oscuro
y aterrador misterio del dolor y del mal y de quién se salvaba y de
quién se condenaba y de quién era, en fin de cuentas, responsable
por todo aquello. ¿Quién engendraba al hombre que entrenaba a los
perros de presa? ¿Y qué cósmico emperador contemplaba desde la
altura, con eterna indiferencia, al bebé que los perros destrozaban?
Sólo era el mediodía, pero sintió que la oscuridad de una negra
medianoche lo envolvía por todos lados. Deseó que el señor Atha
estuviera allí, para acompañarlo al gimnasio y llevarlo, con sus
palabras, desde estas tinieblas hasta el centro de la luz.
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CAPITULO 14

El señor Atha regresó a su vida en la misma forma casual en


que había salido de ella. Aquella tarde, cuando Jean Marie se
encontraba cenando, entró a la habitación, examinó a Jean Marie de
arriba abajo, como si éste fuera una flor en una exposición, sonrió con
aprobación y depositó sobre la bandeja un pequeño paquete.
—Veo que sus progresos son espléndidos. Esta es su
recompensa.
—¡Lo eché de menos! —dijo Jean Marie extendiendo las manos
para darle la bienvenida—. Vea, las dos funcionan. ¿Tuvo un buen
viaje?
—Fue un viaje muy ocupado. —El señor Atha, como siempre, se
mostraba muy evasivo en todo lo que se relacionara con él—. Viajar
ahora es muy difícil. En casi todos los aeropuertos se producen
inesperadas demoras y se ve mucha intervención de la policía y de
los militares. La gente está desconfiada y temerosa… Vea su regalo.
Jean Marie desenvolvió el paquete y descubrió una bolsita de
suave cuero en el interior de la cual había una pequeña caja de plata
con la superficie cubierta de un intrincado grabado. El señor Atha
explicó:
—El dibujo representa una invocación a Allah. Hay en Aleppo un
anciano que solía hacer estos grabados. Ahora está ciego. Esta caja
fue grabada por su hijo. Ábrala.
Jean Marie abrió la cajita. Adentro, sobre un forro de seda
blanca, descansaba un anillo antiguo. Era de oro, con una pálida
esmeralda labrada en forma de cabeza de hombre a la manera de un
camafeo. La piedra se veía gastada y rasguñada como si hubiera
sufrido por la acción del mar. El señor Atha le contó la historia de la
joya:
—Me la regaló un amigo que tengo en Estambul. Me aseguró
que es del siglo primero y que probablemente proviene de
Macedonia. El revés de la piedra lleva una inscripción semiborrada, en
griego. Se necesita tener muy buenos ojos o una lente de aumento
para leer lo que dice, pero es así: "Timoteo a Silvano. Paz". Mi amigo
cree que puede tener alguna conexión con el Apóstol Pablo y sus dos
compañeros Silvano y Timoteo… ¿Quién sabe? Y he pensado,
caprichosamente, que puesto que usted devolvió su anillo de
Pescador, tal vez le gustaría tener éste en cambio.
El regalo y las palabras conmovieron hondamente a Jean Marie.
Detrás del capricho del señor Atha había todo un mundo de afecto y
de gentil preocupación por él. Jean Marie deslizó el anillo en su dedo.
Calzaba perfectamente. Se lo sacó y lo volvió a colocar en la cajita de
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plata. Dijo:
—¡Gracias, amigo mío! Si mis bendiciones cuentan para algo,
las tiene usted todas. —Luego, tras una incierta y breve risita
continuó—: Supongo que lo que uno necesita es una cierta cantidad
de fe, pero ¿no sería realmente maravilloso que este anillo fuera en
verdad un regalo de Timoteo a Silvano? Estuvieron juntos en
Macedonia. Eso se desprende muy claramente de la carta de Pablo y
los Tesalonicenses. Déjeme ver si puedo recordarla… "Pablo, Silvano
y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses en Dios Padre y en el
Señor Jesucristo". —Frunció el ceño, esforzándose por encontrar las
palabras siguientes—. Lo siento, para el resto, estoy completamente
bloqueado.
—"… A vosotros gracia y paz". —El señor Atha completó la cita.
—"Damos gracias a Dios por todos vosotros". Jean Marie se quedó
mirándolo, sorprendido. Dijo:
—Yo sabía que usted era creyente. Tenía que serlo. Usó la
palabra francesa croyant. Pero el señor Atha sacudió la cabeza.
—No, no soy creyente. Sucede que fui educado en la tradición
judía. Pero el acto de fe es algo que personalmente me es imposible
hacer. En cuanto al trozo de los Tesalonicenses lo conozco porque,
cuando mi amigo me contó el origen del anillo, lo busqué
expresamente. Me pareció tan apropiado. "… Gracias para ti y paz…"
Ahora hablemos de usted. Ha pasado todas las pruebas y los
resultandos son buenos.
—Sí, gracias a Dios. Los médicos dicen que me pueden dar de
alta inmediatamente, pero sin embargo, prefieren que permanezca
aquí uno o dos días más. Me está permitido salir durante el día, pero
debo regresar aquí por la tarde. De esta manera pueden controlar mis
primeras reacciones a las tensiones tanto físicas como psicológicas…
—Y se sorprenderá al constatar todo lo que es capaz de
absorber —dijo el señor Atha.
—¿Quiere quedarse conmigo? ¿Acompañarme en las salidas
que tenga que hacer en Londres y tal vez, incluso volar conmigo a
Munich y entregarme en manos de mis amigos? Deseo pasar la
Navidad con ellos. Y estoy seguro de que estarán dichosos de
recibirlo. No quisiera, por cierto, separarlo de otras personas que
pudieran necesitarlo, pero la verdad es que carezco de práctica para
realizar las tareas más sencillas.
—Con eso basta —dijo el señor Atha—. Disponga de mí. Por lo
demás, siempre tuve la intención de quedarme con usted hasta que
se hubiera recuperado por completo. Es un cliente muy especial a
pesar de su mala reputación.
—Eso significa…
—Sí, significa que he leído también el otro libro —dijo el señor
Atha—. Entiendo que, debido a ciertos mandatos expresos, ha sido
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suprimido en algunos países; pero donde yo estuve se podía obtener
sin ningún problema y se estaba vendiendo bien.
—¿Le gustó mi libro?
—Sí. Me gustó muchísimo, sobre todo porque conozco tan bien
el autor. El otro es una deshonrosa caricatura.
—Pero aun así, hará daño a mucha gente —dijo tristemente
Jean Marie—, especialmente a Roberta.
—No demasiado —dijo el señor Atha—. Antes que el año
termine, todo eso habrá sido olvidado.
—Desearía compartir su confianza.
—No se trata aquí de confianza, sino simplemente de hechos.
Antes del Año Nuevo estaremos en guerra.
Jean Marie espantado se quedó mirándolo con la boca abierta.
—¿Cómo puede decir eso? Todas las estimaciones que he oído
hasta ahora hablan de la próxima primavera, tal vez incluso del
próximo verano.
—Porque —explicó pacientemente el señor Atha— todas las
estimaciones están basadas en evaluaciones lógicas, textuales:
primero una guerra convencional por tierra, mar y aire que iría
escalando hasta un uso limitado de armas nucleares tácticas mientras
las armas importantes se guardarían en reserva para negociar. La
lógica de la historia dice que una guerra así no debe ni puede
comenzar en el invierno, ciertamente no entre Rusia y Europa o entre
Rusia y China. Pero me temo, amigo mío, que la lógica de la historia
ha sido echada por la ventana. Esta vez las potencias iniciarán la
guerra con los grandes voladores de luces, sobre la premisa de que el
primero que ataque tiene todas las posibilidades de ganar y que se
tardará más de una semana en conocer los resultados… ¡Qué poco
saben en realidad!
—¿Y cuánto sabe usted? —En la cortante pregunta de Jean
Marie subyacía una súbita sagacidad—. ¿Y que pruebas puede ofrecer
de lo que está afirmando?
—Ninguna —dijo calmadamente el señor Atha—. Pero, ¿qué
pruebas puede ofrecer usted sobre su visión o por lo que escribió en
las "Últimas cartas desde un pequeño planeta"? Crea en lo que le
digo. Sucederá y sin aviso ni advertencia alguna. Lo que ahora
estamos presenciando, movimientos de tropas, ejercicios de defensa
civil, reuniones de ministros, todo eso pertenece a la gran ópera que
se está representando. Es la tradición. El pueblo espera que las cosas
ocurran así, de manera que los gobiernos están ofreciendo al pueblo
lo que éste pide. Pero la realidad es muy distinta: hombres
escondidos en cavernas de concreto hundidas en las profundidades
de la tierra, hombres encerrados en cápsulas suspendidas muy por
encima de la tierra, esperando todos el momento de la última orden…
¿Escuchó las noticias de la tarde?
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—No, las perdí.
—El presidente francés llega aquí mañana, para una reunión de
emergencia en Downing Street. Su amigo, Duhamel viene con él.
Jean Marie dejó caer estruendosamente su tenedor.
—¿Cómo sabe que Duhamel es amigo mío?
—Se menciona el hecho en El Fraude.
—¡Oh! —dijo Jean Marie, confuso—, nunca he leído el libro… Me
pregunto si Duhamel estaría de acuerdo con su interpretación de los
acontecimientos.
—No creo que eso tenga ninguna importancia.
—Tiene importancia para mí —dijo Jean Marie con testarudez.
Pero instantáneamente se disculpó—. Perdone, fue grosero decir eso.
Entre Duhamel y yo media una larga historia con la que no desearía
aburrirlo.
—Nunca me aburro —dijo el señor Atha—. Amo demasiado a
este pequeño mundo. Cuénteme lo de Duhamel.
Le tomó mucho tiempo contarle todo, desde el momento de su
primer llamado desde la oficina del hermano Alain hasta la resolución
de Duhamel de terminar con su vida y la de su esposa en el día del
Rubicón y la copa-cosmos que era el símbolo del lazo que los unía.
Cuando la historia hubo terminado, el señor Atha añadió esta
postdata.
—…De manera que lo que usted desearía es que todo fuera
ordenado y atado con una cinta rosada: Duhamel y su esposa a salvo
en las manos de la Eterna Misericordia. ¿No es así?
—Sí —dijo llanamente Jean Marie—. Sería muy bueno saber que
algo está muy ordenado en la economía de la salvación.
—Me temo que nada es muy ordenado allí —dijo el señor Atha
—. Las matemáticas son demasiado complicadas para ser manejadas
por los hombres… Debo dejarlo ahora. Mañana vendré a buscarlo a
las diez y media y espero encontrarlo vestido y con la mente clara.
Era extraordinario constatar cómo, bajo la suspendida amenaza
evocada por la predicción del señor Atha, los placeres más sencillos
se transformaban en algo infinitamente precioso: los niños jugando
en el parque, los rostros de las mujeres mirando escaparates, el
tintineo y el resplandor de las decoraciones de Navidad, aun el mismo
helado viento gris que los obligó a buscar refugio en la comodidad de
un pub inglés.
Entre el señor Atha y él se había producido el mismo tipo de
fácil camaradería que había caracterizado los primeros años de su
amistad con Carl Mendelius. Sin embargo, había una diferencia. Con
Mendelius subyacía siempre la posibilidad de una explosión, ya fuera
de ira ante una injusticia, de excitación ante una nueva idea que
pugnaba por nacer, de emoción ante el resplandor de alguna belleza
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escondida. El señor Atha, por el contrario, conservaba siempre la
misma inexorable calma, como una gran roca en un mar turbulento.
No comunicaba la emoción, pero la comprendía plenamente,
absorbiéndola por decir así. Lo que daba en cambio era una sensación
casi física de paz y de reposo. Si Jean Marie se sorprendía de algo,
Atha, de alguna manera ensanchaba esta sorpresa hasta
transformarla en algo maravilloso y luego en serena iluminación. Si
Jean Marie se entristecía —como por momentos le ocurría— ante la
vista de un inválido, de un niño dando pruebas de mal trato o de
negligencia, el señor Atha transmutaba esa tristeza en una esperanza
que, aun bajo la amenaza de Armageddon, no parecía sin embargo,
incongruente.
—… En países más pobres y más sencillos que éste respetamos
a los mendigos y honramos a los dementes. Los mendigos nos
recuerdan nuestra buena suerte y los dementes son hombres
honrados por Dios con visiones negadas a otros. Un cataclismo es
para nosotros signo de continuidad más que de término de algo… Lo
extraño es que el hombre que ha revelado los secretos del átomo y
de la hélice usará ahora estos secretos para destruirse a sí mismo…
—¿Qué hay en nosotros que nos lleva inevitablemente hacia el
precipicio?
—Cuando usted era niño le enseñaron eso. El hombre fue
creado a imagen de su Creador… Eso significa que es una criatura de
recursos casi increíbles o de aterradoras potencialidades.
—Las que siempre usamos mal.
—Porque el hombre no quiere adaptarse y aceptar su propia
mortalidad. Siempre está creyendo que puede burlar a la muerte.
—Pensé que me había dicho que no era creyente.
—No lo soy —dijo el señor Atha—. La fe es imposible para mí.
—¿Relativa o absolutamente? —La pregunta teológica de Jean
Marie hubiera podido ser molesta.
—Absolutamente —dijo el señor Atha—. Ahora tomemos un taxi.
Waldo Pearson quiere que usted esté en el Carlton Club a las doce
cuarenta y cinco en punto.
—Usted también está invitado.
—Lo sé y me siento debidamente halagado; pero estoy seguro
de que Pearson y Duhamel desearán disfrutar de su compañía
tranquilos y solos.
—¿Duhamel? No sabía que estaría también allí.
—Yo sugerí la idea —dijo el señor Atha amablemente—.
Después de todo se trata de un almuerzo de despedida… Pasaré a
buscarlo a las dos treinta.
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Era muy extraño estar de regreso en la sala donde había sufrido


el ataque, y un tanto embarazoso intercambiar saludos o comentarios
de bienvenida con los hombres que habían presenciado su colapso.
Este almuerzo era un nuevo testimonio, un respaldo ofrecido a la
manera inglesa, como restándole importancia y sin embargo
constituía, para quienquiera estuviera familiarizado con los rituales
del reino, la más clara y resonante de las declaraciones. Waldo
Pearson estaba diciendo ante todos: este hombre sigue siendo mi
amigo; lo que ustedes han leído sobre él son sólo mentiras; si alguno
de ustedes piensa de otra forma, que levante la voz y me lo diga.
La presencia de Pierre Duhamel era también otro poderoso
testimonio rendido a su honorabilidad. El presidente de la República
estaba almorzando en Downing Street. Su consejero de mayor
confianza estaba ahí, muy visible, en el Carlton Club, desmintiendo el
libelo lanzado contra Jean Marie Barette. Pero Duhamel, cuando
comenzaban recién a almorzar y tomaban la sopa, descartó el asunto
con desprecio.
—…¡Pouf…! ¡Nada! Una obscenidad escrita en unas ruinas
donde no quedará nadie para leerla. ¿No piensa lo mismo, Waldo?
—Desgraciadamente sí —dijo Waldo Pearson—. Nos esperan
unas Navidades tristes y un Año Nuevo muy dudoso. Podría usted
haber sido tan villano como los Borgias, Jean, y créame que a nadie le
importará nada.
—Me han dicho —dijo Jean Marie cuidadosamente— que tal vez
no veamos el Año Nuevo.
Pearson y Duhamel intercambiaron ansiosas miradas. Duhamel
preguntó, con seca ironía.
—¿Otra visión?
—No —dijo Jean Marie encogiéndose de hombros con humildad
—, esta vez ha sido el señor Atha, mi terapista.
—En ese caso —dijo Waldo Pearson con evidente alivio—
podemos disfrutar del almuerzo. Recomiendo la pierna de cordero y
una botella del borgoña del club. Es lo que yo escogí y no creo que en
la mesa del Presidente tengan nada mejor.
Pero Jean Marie no estaba dispuesto a permitir que su pregunta
fuera descartada con tanta facilidad, aun por el mismo Waldo
Pearson. Dirigiéndose a Pierre Duhamel, le planteó la espinosa
interrogante:
—¿Cuánto falta para el día del Rubicón?
—No falta mucho —contestó Duhamel sin vacilar—. En Europa
las tropas del Pacto de Varsovia ya han comenzado a movilizarse y a
lo largo de las fronteras de China, Irán, Irak y Turquía los ejércitos
soviéticos también se están desplegando en profundidad. Las
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disposiciones y las fuerzas corresponden a lo que sabemos sobre su
orden de batalla para el nivel dos de la disponibilidad de combate.
—¿Y qué significa lo del nivel dos?
—Básicamente implica que ellos están preparados para
rechazar cualquier ataque durante el invierno y que pueden ser
rápida y fácilmente reforzados para una ofensiva mayor en cuanto
llegue la primavera. Lo que, por lo demás, es lo que todos estamos
esperando.
—Están actuando de acuerdo a los manuales —dijo Waldo
Pearson—, siguiendo a los manuales al pie de la letra.
—Pero supongan que hay otro manual que no conocemos —dijo
suavemente Jean Marie—. Supongamos que el orden de la batalla se
invierte y que las bombas grandes se lanzan primero.
—La forma en que los rusos se están preparando indica
claramente que no harán eso—. Waldo Pearson habló con la
convicción de un sólido John Bull.
—Bien. ¿Y qué pasa si, al contrario, somos nosotros los que nos
ceñimos a un texto diferente?
—Sin comentarios —dijo Pierre Duhamel.
El camarero trajo el vino, Waldo Pearson lo olió, lo probó,
anunció que continuaba mereciendo su reputación y ordenó que lo
sirvieran. Levantó su copa en un brindis a Jean Marie:
—Que se conserve tan bien como está ahora y que el libro
continúe su carrera de éxitos.
—Gracias.
—Lo leí. —Pierre Duhamel estaba ansioso de ofrecer sus
felicitaciones—. Paulette también. Las reflexiones de su pequeño
payaso la hicieron llorar y reír. ¿En cuanto a mí? Comencé por
admirar la astucia de su invención y la elegancia de su estilo.
Después de eso descubrí que me había engarzado en una discusión
con Juanito, a veces a favor de él, a veces en contra. En fin de
cuentas, bueno —¿cómo decirlo?—, el libro no soluciona los
problemas de este miserable siglo veinte, pero deja un buen sabor en
la lengua… Como su vino, Waldo.
—Gracias a ambos por todo. —Jean Marie levantó su propia
copa—. He sido bendecido en mis amigos.
—El cordero —dijo Waldo Pearson—. Obtuvimos el primer corte,
Es por eso que me gusta llegar aquí temprano. Jean Marie estaba
completamente desconcertado. La forma en que Pearson había
insistido en hablar de las trivialidades de la comida le parecía fuera
de carácter en un hombre tan enérgico e inteligente. Pero más tarde,
cuando Pearson se levantó para hacer un llamado telefónico,
Duhamel explicó, en una confidencia muy parisiense, la actitud de su
amigo:
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—¡Tan británico! Sabe que esto es una despedida y no
encuentra la forma de decirlo. De manera que habla sobre los cortes
del cordero. ¡Dios del cielo! ¡Qué gente!
—Soy un idiota —dijo Jean Marie y para ocultar su embarazo se
apresuró en preguntar—: ¿Qué ha oído de Roberta?
—Nada. Sigue fuera de Francia.
—Si la ve, le ruego que le transmita todo mi afecto.
—Lo haré.
—Lo mismo que a Paulette.
—Jean, amigo mío, permítame ofrecerle un último consejo.
—Adelante.
—Piense un poco más en sí mismo. No se preocupe tanto por
mí, Roberta, Paulette o quien sea. Todos nosotros tenemos nuestras
líneas privadas para comunicarnos con Dios, no importa de qué Dios
se trate. Y si Él está realmente aquí, en un momento dado nos
hablará. Si no nos habla, todo el juego no es sino una blague. ¡Ya!
Ahora tomemos otro poco de vino…
—…¿Fue un buen almuerzo? —preguntó el señor Atha.
—Fue una despedida —dijo Jean Marie Barette—. Salimos del
recinto del club, nos dimos la mano. Yo dije: "Gracias por un almuerzo
muy agradable". Waldo dijo: "Encantado de haber podido estar con
usted mi querido amigo". Duhamel dijo: "Qué horribles líneas finales",
con lo cual los tres nos reímos y nos fuimos cada uno por su lado.
—Sin embargo parece muy apropiado —dijo el señor Atha—.
Pasé a recoger nuestros pasajes y contraté un auto para que nos lleve
al aeropuerto. El vuelo sale a las once. Si calculamos la acostumbrada
hora de retraso, estaremos en Munich a las dos de la tarde. Cuando
regresemos esta tarde al hospital tendrá que firmar los cheques para
pagar la atención médica y otros de regalo para las personas que lo
atendieron. De esta manera no habrá prisas de última hora.
—Y luego todo esto habrá terminado. Se cerrará otro capítulo
de mi vida. Así, tan simplemente.
El señor Atha se encogió de hombros.
—Partir es siempre morir un poco y morir es algo muy sencillo.
La gente del desierto suele decir: "Nunca digas adiós a una caravana,
porque muy pronto la seguirás…" Ahora tenemos que comprar alguna
ropa de invierno, porque de otro modo, se helará en ese valle Alpino.
Cuando desembarcaron en Munich nevaba copiosamente y el
de ellos era el último avión que aterrizaba antes que cerraran el
aeropuerto. Una larga cola se había formado frente al control de los
pasaportes y todos los extranjeros estaban siendo cuidadosamente
revisados por la policía fronteriza. Jean Marie se preguntó si su
nombre se hallaría en la lista negra de los indeseables, pero
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finalmente pudo cruzar sin problemas la barrera y se encontró en la
sala de la aduana junto a grandes grupos de agotados pasajeros. El
señor Atha lo acompañó hasta la salida y luego regresó a esperar el
equipaje. Momentos después se sintió cogido en un fuerte abrazo por
Johann Mendelius.
—¡Tío Jean! ¡De manera que lo logró! ¡Luce maravillosamente
bien! Papá y mamá hubieran querido venir, pero los caminos están
muy malos, de manera que tuve que traer el jeep y cadenas para
pasar a través de la montaña. Jean Marie lo cogió por los hombros y lo
alejó de él para contemplarlo mejor. El niño había desaparecido.
Ahora estaba frente a un hombre, todo músculo y fortaleza, de rostro
curtido por el aire y de manos duras y callosas. Jean Marie aprobó con
satisfacción.
—Sí, ha conseguido lo que se propuso: parece un verdadero
campesino.
—Oh, lo soy. Campesino hasta las suelas de mis zapatos. Para
que la casa estuviera lista para el invierno, tuvimos que trabajar duro,
pero lo conseguimos. No espere, sin embargo, encontrar nada muy
grandioso. Lo único que podemos garantizarle es comida y abrigo
contra el frío.
—Ya descubrirán que soy muy fácil de contentar —dijo Jean
Marie.
—Toda su gente llegó y está muy bien.
—¿Mi gente?
—Usted sabe, los que usted envió con su contraseña "el cosmos
es una copa de vino". Vinieron en tres grupos, nueve personas en
total. Están instalados y muy contentos.
Un instinto elemental retuvo a Jean Marie de continuar
preguntando. En cuanto llegara al valle el misterio se aclararía solo.
Se limitó pues a asentir diciendo.
—Me alegro de que no significaran ningún problema.
—Por el contrario.
—¿Cómo se encuentran su madre, su padre y Katrin?
—Oh, están espléndidos. Madre ha encanecido, pero le sienta
bien. Padre se pasea de arriba abajo como un capitán sobre su
alcázar, inspeccionando todo con su único ojo bueno y aprendiendo a
manejar herramientas con el aparato mecánico que le hace las veces
de mano. Katrin está embarazada de dos meses y decidieron con
Franz que lo aguardarían a usted para que los casara.
El señor Atha salió en ese momento, abriéndose paso a través
de los grupos con un carro cargado de equipaje. Johann se quedó
mirándolo con la boca abierta y luego estalló en una carcajada.
—¡Lo conozco! Es el que… Tío Jean, esto es realmente
extraordinario. Este hombre…
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—No se lo diga ahora —dijo el señor Atha—. Espere un poco
aún. Las sorpresas son muy convenientes para él.
—De acuerdo —dijo Johann riendo de nuevo mientras cogía el
brazo de Jean Marie—. Realmente creo que vale la pena esperar.
Los dos jóvenes abrieron camino a Jean Marie entre la multitud
hasta que llegaron a la zona de embarque. Mientras Johann corría a
buscar el jeep, Jean Marie miró al señor Atha con velado reproche.
—Creo, amigo mío, que me debe algunas explicaciones.
—Lo sé —dijo el señor Atha con su encanto acostumbrado—.
Pero estoy seguro de que encontraremos un lugar y un momento más
apropiado para hacerlo que ahora y aquí… Es un esplendido
muchacho.
—¿Johann? Sí, en efecto. Ha madurado mucho desde la última
vez que lo vi. —Un súbito pensamiento lo asaltó. Gimió en voz alta—.
Es la víspera de Navidad. Y yo he estado tan concentrado en mí
mismo que me olvidé por completo de comprar regalos para la
familia, o para usted. Me siento muy avergonzado.
—Yo no necesito regalos y usted me paga precisamente para
que recuerde. De manera que, antes que partiéramos, compré
algunas cosas. Ahí las tengo, muy bien empaquetadas. Lo único que
tiene que hacer es escribir las tarjetas. —Sonrió y agregó—: Espero
haber elegido bien.
—Estoy seguro de que sí, pero esta vez preferiría no tener
sorpresas. ¿Qué compró?
—Para Frau Mendelius, pañuelos de cabeza y pañuelos de
bolsillo, para el joven, una camiseta de lana para hacer esquí; para la
joven, un perfume y para el profesor, unos prismáticos de aumento
que le faciliten la lectura. ¿Está bien?
—¡Magnífico! Soy su eterno agradecido… Pero eso no lo
dispensa de las explicaciones que me debe:
—Le prometo que las tendrá y espero que comprenderá —dijo
el señor Atha—. Aquí está Johann.
Ayudaron a Jean Marie a subir al jeep, lo envolvieron en una
manta y una chaqueta de piel de oveja y partieron rumbo a la
autopista que conducía a Garmisch, con Johann charlando
animadamente sobre la pequeña comunidad del valle.
—…Nuestras intenciones, al comienzo, fueron más bien vagas.
Papá tenía su idea respecto de la fundación de una academia para
postgraduados; en cuanto a mí, lo veía más bien como un lugar
donde mis amigos y yo pudiéramos escondernos en caso de conflicto
con las autoridades. Eso fue, como recordará, en aquellos días
cuando nos encontrábamos organizando un grupo clandestino en la
Universidad y comprándole armas a Dolman… Luego, naturalmente,
todo cambió. Era preciso ayudar a papá a rehacer su vida y este lugar
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parecía ideal para eso.
"Ocho de nosotros vinimos pues aquí y comenzamos a trabajar
en la habilitación de los edificios. Acampamos en el pabellón y
trabajamos de sol a sol. Como podrá ver, el lugar queda bastante
alejado de las grandes vías de comunicación, de manera que no
esperábamos recibir muchas visitas. Sin embargo la gente comenzó a
llegar poco a poco, casi toda gente joven, pero también algunas
personas de más edad. Atribuimos esto al hecho de que en el otoño
Bavaria se llena de turistas. Está el Festival de la Cerveza, la Opera y
las grandes colecciones de la moda. Debido a eso llegó toda clase de
gente: italianos, griegos, yugoeslavos, vietnamitas, polacos,
americanos, japoneses. Muchos dijeron que querían quedarse y
ayudar. Fue estupendo porque nos hacía falta mano de obra. Así es
que implantamos una ley muy sencilla: trabaje y participe. Es
sorprendente lo que se ha obtenido. Hasta aquí y a pesar de que
somos una comunidad muy heterogénea, nos hemos mantenido
unidos, como no tardará en constatarlo.
—¿Dio esa gente alguna razón especial para unirse a ustedes?
—No hacemos preguntas —dijo Johann—. Simplemente si
alguien quiere hablar, lo escuchamos. Supongo que podría decirse sin
faltar a la verdad que muchos de ellos llevan heridas ocultas.
—Y les gustaría nacer de nuevo sin ellas —dijo el señor Atha.
—Sí, es una buena forma de expresarlo —dijo Johann
pensativamente.
Cuando alcanzaron los primeros contrafuertes de los Alpes,
Johann dobló al sur y comenzó una larga ascensión por un retorcido
camino rural, densamente hundido en la nieve. En el preciso lugar en
que el camino terminaba para transformarse en un sendero de
leñador que cruzaba a través de los pinos, había un pequeño templo,
erigido a la vera del camino que consistía en el acostumbrado
crucifijo tallado en madera y protegido por un pequeño techo. Johann
disminuyó la velocidad del jeep.
—Este fue el lugar donde encontramos por primera vez al señor
Atha cuando mis amigos y yo caminábamos por aquí rumbo a Austria.
Le preguntamos si conocía algún buen lugar para acampar y nos
señaló el sendero que ahora estamos tomando… Afírmese tío Jean, de
aquí en adelante la cosa se pone fea.
De hecho fueron quince minutos de bamboleo, sacudidas y
brincos tan violentos que parecían amenazar con arrancar las
dentaduras, hasta que cuando finalmente emergieron del bosque,
vieron delante de ellos un negro muro de roca con las hendiduras
blancas de nieve. A través de este muro, claro y nítido, como cortado
por el hacha de un gigante, se abría un desfiladero de más o menos
cien metros de largo cuya extremidad más lejana se hallaba cerrada
por una empalizada formada por troncos cortados a lo largo y
armados en grandes ejes de hierro forjado a mano. Johann saltó del
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jeep, abrió la empalizada y condujo hacia una larga depresión en
forma de plato cuyos bordes de negros peñascos se abrían, de trecho
en trecho para dar paso a los pinares y las plantas silvestres que
crecían en las tierras bajas que rodeaban al lago. Johann detuvo el
jeep. El señor Atha se bajó a cerrar la empalizada. Johann señaló
hacia los remolinos de nieve que se divisaban allá abajo.
—A través de esta oscuridad no es mucho lo que podrá ver. El
lago es bastante más grande de lo que parece visto desde aquí. Las
luces que se divisan a través de los árboles vienen de la habitación
principal y de las cabinas situadas a cada uno de sus costados. La
caída de agua se encuentra en aquel lugar más alejado y la entrada
de la vieja mina cincuenta yardas hacia la izquierda… ¡Hay tanto que
mostrarle! Pero primero lleguemos a casa. Padre y madre deben estar
mordiéndose las uñas de impaciencia…
El señor Atha se trepó al jeep y volvieron a sacudirse a través
del sendero para ciervos en dirección a las dispersas luces amarillas
que los aguardaban en la lontananza.
—Hasta la hora de la cena usted nos pertenece enteramente —
le dijo una radiante Lotte—. Carl instauró unas leyes tan severas
como las de los Medos y los Persas. Nada de comité de recepción.
Nada de visitantes. Ninguna interrupción hasta que hubiéramos
podido disfrutar de nuestro propio tiempo con nuestro propio Jean
Marie. Johann prometió hacerse cargo de su señor Atha. Los demás
están muy ocupados decorando el árbol de Navidad y cocinando la
comida de esta noche… Todos hemos tenido que acostumbrarnos a
disponer de menos espacio y también de una menor vida privada;
pero en esta época de Navidad es bastante agradable pertenecer a
una tribu.
Se hallaban sentados alrededor de una antigua estufa de
porcelana en lo que un día había sido la sala de los sirvientes del
lugar. El moblaje consistía en una pequeña mesa de pino cubierta por
pilas de libros, un piso de madera y tres desvencijados sillones.
Tomaban café al que se había agregado un poco de coñac y
mordisqueaban unos bizcochos recién salidos del horno.
En aquellos cortos meses Lotte había envejecido visiblemente.
Los últimos rastros de juventud habían desaparecido y ahora ella no
era sino una señora de cabellos plateados, de rasgos suaves y
maternales y la pronta sonrisa de una mujer en paz consigo misma y
con el mundo. Mendelius se veía también disminuido por la edad y la
enfermedad, pero continuaba siendo un hombre sólido y vigoroso.
Uno de los lados de su cara había sido destruido, herido y manchado
por los diminutos fragmentos que habían provocado la ruptura de su
sistema capilar, pero el parche negro que llevaba sobre el ojo le daba
un cierto aspecto de truhán y su desmochada sonrisa conservaba
todo su humor. Demostró no hallarse del todo insatisfecho con Jean
Marie Barette.
—…La cojera no tiene ninguna importancia. Al contrario es justo
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lo suficiente para darle el aspecto de un distinguido veterano de
guerra. ¿El rostro? Bien, la verdad es que yo no me habría dado
cuenta de que había sufrido de una hemiplejia. ¿Lo habrías notado tú,
Lotte? De todos modos, al lado mío parece el David de Donatello… De
manera que, a pesar de todo, mi viejo querido, ¡seguimos siendo dos
hombres muy vitales! ¿Qué le parece este lugar? Por supuesto, ahora,
con esta tempestad de nieve es imposible ver nada, pero es muy
estimulante. En este momento somos cuarenta aquí, incluidos cuatro
niños. Ya los conocerá, antes de la cena. Y le aseguro que será una
buena cena. Johann y sus amigos lograron almacenar, durante el
pasado mes, alrededor de cincuenta toneladas de pertrechos
diversos. Los bosques están llenos de ciervos. Tenemos cuatro vacas
en el granero. Ya tendrá esta noche ocasión de olerlas porque su
habitación está precisamente encima de los establos… Naturalmente
usted celebrará la misa de medianoche para nosotros, aunque no
todos los que están aquí sean cristianos. Solucionamos ese punto
estableciendo lo que llamamos la "comunión de amigos" y cuyo
centro es la comida de la noche. El que no se sienta bien y no quiera
participar tiene el recurso de llegar tarde a cenar. El resto de nosotros
se sienta y se toma de las manos en silencio. Si alguien desea decir
una oración, la dice, si alguien quiere ofrecer un testimonio o
preguntar por algún detalle o por un relato de nuestro día común,
este es el momento para hacerlo. Terminamos con la recitación del
Padre Nuestro. La mayoría de la gente se une a la oración. Luego
cenamos… Parece que la cosa está dando resultados. Pero hay algo
más que debe saber. —Mendelius se enderezó en su silla y su tono se
hizo más formal—. Las acciones del valle están a nombre mío y al de
Lotte, con los niños como herederos naturales. Sin embargo hemos
comprendido que, puesto que la mayoría de la gente que hay aquí es
joven, ya no resultaba apropiado que yo fuera el jefe, de tal suerte
que, por común acuerdo, Johann es ahora el guía de la comunidad.
—Ha resultado muy bien —dijo alegremente Lotte—. Ya cesó
toda rivalidad entre Carl y Johann. Se respetan mutuamente. Johann
recurre constantemente al consejo de Carl y al mío también. Escucha
con mucha atención, pero en fin de cuentas, él toma la decisión. Nos
gustaría no obstante, que usted ocupara el lugar de honor, presidiera
la mesa, en fin, cosas así.
—No, mi querida Lotte —dijo Jean Marie extendiendo la mano
para tocarle la mejilla—. Están equivocados. Yo soy el servidor de los
servidores de Dios. Ocuparé mi lugar entre Carl y usted, como viejos
amigos, y tendré la prudencia suficiente para dejar que los jóvenes
hagan solos sus propias experiencias.
Bruscamente, como si hubiera estallado un cohete, la afectuosa
charla pareció haberse agotado. Mendelius extendió su mano sana y
agarró la muñeca de Jean Marie. Dijo sombríamente:
—Este cuadro que hemos pintado es demasiado dulce, Jean. Y
ambos lo sabemos. Es el mismo tipo de charla que escuchamos aquí
todos los días entre nuestra gente. Todo no es sino dulzura y luz.
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¡Dios nos ayude! Usted podría pensar que somos jóvenes
enamorados construyendo la casa que hemos soñado.
—Carl, eso no es justo —dijo Lotte indignada—. Hablamos de
temas sencillos para olvidarnos de los temas terribles sobre los que
no tenemos control alguno. ¿Y por qué no disfrutamos de lo que
estamos haciendo aquí? Hay mucho sudor en este lugar, pero
también mucho amor. Sólo que a veces tú eres demasiado caprichoso
para verlo en su justa luz.
—Lo siento, schatz. No era mi intención demostrar mal humor.
Pero Jean entiende lo que estoy tratando de decir.
—Los comprendo a ambos —dijo Jean Marie—. La respuesta
más directa consiste en decir que todas las noticias son malas. La
mayor esperanza es que las hostilidades no comiencen hasta la
primavera. La peor predicción hecha por mi amigo el señor Atha e
implícitamente confirmada por el "sin comentarios" de Pierre
Duhamel es que los americanos planean llevar a cabo algunos
ataques preventivos con bombas grandes antes de Año Nuevo.
Hubo un largo momento de silencio. Lotte extendió su mano
para tocar a su esposo. Carl Mendelius dijo:
—Si eso sucede, Jean, entonces la caldera de las brujas hervirá
con todos los horrores del arsenal bélico: gases paralizantes,
gérmenes, rayos láser…
—Cierto —dijo Jean Marie—, pero aun en ese caso ustedes
estarán a salvo aquí por mucho tiempo más.
—Pero no se trata de eso, ¿no es así, Jean? La idea de este valle
no comenzó así, como un simple plan para sobrevivir. Porque si así
fuera, ni Lotte ni yo nos hubiéramos tomado el trabajo de venir. Ni
tampoco creo que se lo hubiera tomado usted. La Hermana Muerte es
alguien muy familiar para nosotros y no es ni la mitad de lo terrible
que la pintan. Todo esto comenzó con su visión y el mensaje que no
le permitieron proclamar: centros de esperanza, centros de caridad
para lo que vendrá después. Bien, y ahora que usted está aquí ¿qué
haremos?
—Carl, acaba de llegar —visiblemente las frustraciones de Carl
Mendelius no eran nada nuevo para su esposa—. Pero podemos en
cambio contarle lo que hemos estado haciendo. Tú mismo lo has
dicho mil veces: no puedes ofrecer agua si tu cántaro está vacío. De
manera que cada uno de nosotros se está preparando para ofrecer el
servicio en el área en que es más capaz por insignificante que ésta
sea. Anneliese Meissner está entrenando a un grupo de jóvenes y
muchachas en algunas técnicas de medicina práctica, aun en
remedios homeopáticos que aquí pueden obtenerse de algunas
plantas locales. Los ha encendido de entusiasmo con sus relatos
sobre los médicos de pies descalzos que trabajan en algunas áreas
rurales de China. Uno de los amigos que vino con Johann es un joven
ingeniero que está estudiando un esquema para usar la caída de
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agua para generar energía… En cuanto a mí, he comenzado a dar
clases a los niños y Carl está examinando la manera de ir
conservando un archivo de todo lo que hacemos aquí y los problemas
con que nos encontramos… Sé que todo esto es pequeño y muy
elemental, pero es… es posible compartirlo. Aun si el mundo se
derrumba, tarde o temprano tendremos que tratar de ponernos en
contacto con los que hayan sobrevivido.
Y cuando lo hagamos, tendremos algo para ofrecer; de otro
modo la esperanza muere y la caridad se vacía de sentido. Era el
discurso más largo que Jean Marie jamás le hubiera oído y la mejor
afirmación de lo que ella había madurado y asumido como mujer.
—¡Bravo, Lotte! Debiera sentirse orgullosa de esta muchacha,
Carl.
—Lo estoy —dijo Carl Mendelius con su buen humor restaurado
—. Sólo que me pongo muy celoso, porque ella es mucho más útil que
yo. Y lo digo de veras. Soy un tipo con muchos conocimientos
intelectuales. Pero, ¿de qué sirven comparados con los de una mujer
que puede fabricar remedios con hierbas o un hombre que puede
transformar en electricidad una caída de agua?
—Oh, estoy segura de que debe haber algo para lo que puedas
servir. —Lotte se levantó y besó la frente de Mendelius. —Iré a ver los
progresos que están haciendo en la cocina.
Cuando quedaron solos, Jean Marie hizo a su amigo una
pregunta:
—¿De dónde diría que proviene el nombre de Atha?
—¿Atha? —Mendelius repitió el nombre unas cuantas veces y
luego sacudió la cabeza. —La verdad es que no tengo la menor idea.
¿Se trata del amigo que vino con usted?
—Sí. Siempre ha sido muy vago en todo lo que se relaciona
consigo mismo y sobre muchas otras cosas también. Dice que
proviene del Medio Oriente. Fue educado en la tradición judía y no es
creyente… Pero Carl, es un hombre único… Como ve, es joven. No
puede tener más de treinta y tantos años. Y sin embargo hay en él
una tan profunda madurez, una innata tolerancia. Cuando yo me
encontraba en el punto más depresivo de mi enfermedad, me aferré a
él como se aferraría un ahogado a una tabla de salvación. Sentía
como si él me estuviera llevando sobre sus hombros hacia un lugar
seguro. Todo ha sido muy extraño. Entró en mi vida tan fácilmente
que me parece haberlo conocido siempre. Tratándolo se tiene la
impresión de estar frente a alguien dotado de conocimientos infinitos
y de una vastísima gama de experiencias. Y sin embargo jamás
demuestra nada de lo que sabe. Me interesaría muchísimo saber cuál
será su reacción frente a él.
—Atha… Atha… —Carl Mendelius continuaba jugueteando con
el nombre. —Ciertamente no es hebreo. Pero me recuerda levemente
algo… No sé qué, pero la verdad es que desde que estuve enfermo mi
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memoria ya no es ni la mitad de lo que era.
—La mía tampoco está muy buena —dijo Jean Marie—. El único
consuelo es que en realidad hay una cantidad de cosas que es
preferible olvidar.
Carl Mendelius se levantó de su silla y estiró la mano para
ayudar a Jean Marie a levantarse también.
—Demos una vuelta y veamos quién anda por ahí. Y así, a la
hora de la comida, no tendrá que enfrentar a una larga fila de puros
desconocidos.
En la chimenea de lo que una vez había sido el comedor del
pabellón, ardía un gran fuego de troncos y los cirios de adviento en
sus verdes palmatorias se alineaban a lo largo del alféizar de las
ventanas. El tradicional Nacimiento se desplegaba en una de las
esquinas de la habitación: figuras de madera de la Virgen, José y el
Cristo-niño con los pastores y los animales observando alrededor. En
el rincón opuesto había un enorme pino navideño adornado con
lentejuelas y chucherías. El resto del cuarto estaba lleno de bancos y
mesas colocadas sobre caballetes sobre los cuales un bullicioso grupo
de muchachas y de jóvenes se afanaba en disponer los cubiertos.
Mendelius, luchando por recordar nombres, se decidió por una
presentación general.
—Amigos, éste es el padre Jean Marie Barette… Más tarde
estará disponible para confesión, consejo, o simplemente agradable
compañía. Tendrán todo el tiempo que quieran para llegar a
conocerlo mejor… —Llevándose a un lado a Jean Marie le susurró—:
Sé que, esto, para usted es un "venir a menos", pero somos una
comunidad demasiado pequeña para darnos el lujo de tener con
nosotros a un papa o aun siquiera a un obispo. Y no queremos
espantar a los clientes.
Jean Marie terminó por él la antigua broma en uso entre los
clérigos:
—Por lo menos no mientras no recojamos los regalos de
Navidad.
La cocina resplandecía con su antiquísimo horno de madera y
de su media docena de ansiosas cocineras preparando aves,
vegetales y pastelería. Una de ellas era Katrin, hundida hasta los
codos en harina. Levantó el rostro para recibir un beso e hizo una
broma sobre su estado:
—¡Parece increíble! ¡Que algo así me haya caído a mí! Al
comienzo estaba aterrada pero ahora me siento realmente dichosa.
También Franz está feliz. Ya lo verá. Está cortando leña en el granero.
¿Nos casará, tío Jean?
—¿Quién más hay aquí?
—Bueno, si usted no hubiera venido, habríamos cambiado
nuestra promesa en una especie de ceremonia pública.
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—De todos modos es lo mismo —dijo Jean Marie—. Excepto que
yo aporto la presencia de un clérigo.
En el rincón más alejado de la habitación, Anneliese Meissner
preparaba un revoltijo de licores en una gran fuente de cobre. Jean
Marie la saludó y hundió en la fuente un dedo para probar.
—Ponche —le dijo ella—, según mi propia receta. No apto para
menores de dieciocho ni para personas carentes de seguro de vida. —
Le alcanzó el cucharón para que él probara—. Bien. ¿Qué le parece?
—Letal —dijo Jean Marie.
—Tendrá derecho sólo a un pequeño vaso y nada más. Espero
que esté haciendo todo lo que le han prescripto.
—Lo examinó con su sagaz ojo profesional. —Luce muy bien…
sólo le queda un leve rastro de la parálisis facial. Déme su mano
izquierda. Apriete fuerte… ¡Y lo hace! Mañana lo examinaré más a
fondo, una vez que me haya recobrado de la borrachera que voy a
coger esta noche. Estoy muy contenta de verlo.

Continuaba nevando pero Carl Mendelius estaba ansioso por


continuar su paseo. Proveyó a Jean Marie con un abrigo de piel de
cordero y un par de botas de nieve y salió con él para una rápida
visita a los alrededores del minúsculo establecimiento: el lago helado
y cubierto de nieve, con los botes volcados en la orilla, la caída de
agua con el agua siempre derramándose pero salpicada de pequeños
trozos de hielo, la entrada de la antigua mina.
—Es un túnel muy largo que se adentra profundamente en la
montaña —explicó Mendelius—. Aún pueden verse muchos
ejemplares de hematites. Actualmente la usamos para almacenar
nuestros pertrechos: conservas, semillas, herramientas. La mina
provee la mejor protección posible contra los efectos de la explosión o
de la radiación directa… La caída de las partículas radioactivas
depende, por supuesto, del viento. Imagino que Munich es el blanco
próximo más importante… ¿Le gustaría ver a los niños? Están aquí,
en esta cabina al cuidado de algunas mujeres. No queremos echar a
perder para ellos la sorpresa del árbol de Navidad.
Pero cuando Mendelius empujó la puerta y se hizo a un lado
para dejarlo entrar, Jean Marie se encontró con su propia enorme
sorpresa. El señor Atha estaba sentado en una silla con la espalda
hacia la puerta sosteniendo sobre sus rodillas a una pequeñuela. Los
otros tres niños estaban sentados en el suelo frente a él y detrás de
ellos se encontraban cuatro mujeres, todos absortos en la historia que
el señor Atha estaba contando. Uno de ellos hizo con la mano un
ademán pidiendo silencio. Mendelius y Jean Marie entraron en puntas
de pies cerrando suavemente la puerta tras de ellos. El señor Atha
continuó su relación.
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—…Ustedes no han estado allá, pero yo he estado. El lugar en
que los pastores guardaban sus rebaños es una colina, muy desnuda
y fría. No tiene árboles, como los que tienen aquí, sino solamente
piedras y una hierba muy gruesa y áspera, que apenas alcanza para
alimentar a las ovejas. Los pastores son gente muy solitaria. Yo he
vivido algún tiempo en el desierto y puedo decirles que por las
noches suele dar mucho miedo. Para combatir el miedo, un pastor
canta algo y el otro, allá a lo lejos coge el tono de la canción y canta a
su vez y luego el otro y el otro hasta que todos se encuentran
cantando juntos como los coros de los ángeles. Y fue en un momento
como aquél cuando vieron la estrella. Era grande, tan grande como
un melón y estaba tan abajo en el cielo que daba la impresión de que
era posible ir a cogerla y sacarla del cielo. Era brillante también, pero
suavemente brillante, de manera a no herir los ojos de nadie. Y
colgaba justo encima de la caverna donde acababa de nacer el niño.
Y entonces los pastores siempre cantando caminaron hacia el lugar
donde estaba la estrella y fueron así los primeros visitantes que la
pequeña familia de Jesús, María y José tuvieron en Belén de Judá…
Por unos breves momentos, los niños quedaron en silencio y
luego al ver que la historia había terminado, prorrumpieron en un
largo "¡Ah!" Entonces el señor Atha se volvió para saludar a los recién
llegados. La pequeña que sostenía en los brazos era la niña
mongólica del Instituto de Versalles. Una de las mujeres era la dueña
de la Hostellerie des Chevalliers; otra era Judith, la muchacha
jorobada que había hecho la copa-cosmos.
El impacto de la sorpresa había hecho enmudecer a Jean Marie.
Tartamudeó y balbuceó tal como lo había hecho cuando recién se
recuperaba de los efectos de su ataque.
—¿Cómo… cómo han llegado aquí?
—Usted nos mandó buscar —dijo Judith—. El señor Atha trajo el
mensaje.
Jean Marie se dio vuelta hacia el señor Atha.
—¿Cómo sabía la contraseña? La única persona que la conocía
era Johann.
—Coja, a la niña —dijo el señor Atha—. Ella lo necesita.
Entregó la niña en brazos de Jean Marie e inmediatamente ella
comenzó a acariciarlo gorjeando de placer. El reencontró su voz
canturreando para ella.
—¡Eh!, mi pequeño payaso.
Sólo entonces pudo saludar a los demás y abrazarlos como un
padre que los azares de la vida y un largo tiempo han separado de su
familia. A la patrona le dijo:
—Ahora, madame, sí que de veras tendrá a la tonta mula y no
al papa.
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La voz del señor Atha lo ayudó a controlar el despliegue de su
emoción.
—Estas personas son mi regalo de Navidad para usted. También
invité a otros, en la misma forma. Más tarde los verá pero no los
conocerá. Son clientes míos, todos necesitados de ayuda. Espero que
mi pequeña estratagema no lo haya molestado, profesor Mendelius.
—Es Navidad —dijo Mendelius riendo del dichoso desconcierto
de Jean Marie—. Este lugar está siempre abierto para todos.
—Gracias, profesor.
—Su nombre me interesa, señor Atha. No es hebreo. ¿Cuál es
su origen?
—Sirio —dijo el señor Atha.
—¡Oh! —dijo Carl Mendelius y era demasiado cortés para forzar
otra respuesta de un huésped tan lacónico.
La cena comenzó con la ceremonia de los niños. Jean Marie,
llevando en brazos a su pequeña payaso le mostró el árbol de
Navidad, el establo del Nacimiento y el chisporroteo de los grandes
leños de la chimenea. Ella no aceptó que la separaran de él, de
manera que antes que comenzara la cena su alta silla infantil hubo de
ser colocada contigua a la de Jean Marie.
Johann presidía la mesa, con su madre a su derecha y Anneliese
Meissner a su izquierda. Carl Mendelius ocupó el lugar al lado de su
esposa y Jean Marie se sentó entre Anneliese y la niña mongólica. Al
frente suyo, al otro lado de la mesa, estaba el señor Atha, con Judith a
un lado y Katrin Mendelius al otro. Johann inició la cena con un pedido
muy formal.
—¿Querría bendecir la mesa, tío Jean?
Jean Marie se santiguó y recitó la acción de gracias, notando al
hacerlo que el señor Atha a diferencia de varios otros no hacía el
signo de la cruz, pero que sin embargo se unió al "Amén" con que
finalizó la oración.
En seguida comenzó la fiesta, amplia, animada, bullanguera con
participación de todos en el ponche de Anneliese y en el vino del
Rhin. Se había arreglado todo —según le había comunicado Johann a
Jean Marie— para que el café fuera servido a las diez y media, de
manera que los niños pudieran acostarse y que los adultos
dispusieran de un lapso de tiempo para recuperarse de los efectos de
la comida antes de la misa de medianoche. A esta hora la reunión
había comenzado a ponerse sentimental. Johann Mendelius se levantó
y golpeó su vaso para llamar la atención. Aun después de los efectos
del vino, resplandecía de confianza y autoridad. Dijo:
—Amigos míos, familia mía. Estas palabras serán breves. Para
comenzar les deseo a todos lo mejor en estas Navidades y lo mejor
también después, para nuestra vida en el valle. Agradezco los
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esfuerzos y el trabajo de cada uno que ha permitido que nos
encontremos preparados para el invierno. En seguida quiero dar la
bienvenida a tío Jean y decirle cuan dichosos estamos de tenerlo
entre nosotros. La última vez que estuve con él, hace unos meses
tenía fuertes reservas sobre las cosas que el consideraba esenciales.
Ahora desearía que él supiera que tengo mucho menos reservas y
convicciones mucho más firmes sobre lo que constituye a un hombre
cabal. Finalmente desearía dar las gracias al señor Atha que fue el
primero que me enseñó el sendero que conducía al valle y que ahora
nos ha traído no solo a nuestro más distinguido, sino a nuestro más
amado ciudadano—. Hizo un gesto indicando a Jean Marie y a la niña
sentada a su lado. El gesto fue seguido de un breve estallido de
aplausos. El continuó—: Por una observación que hizo al pasar, he
sacado la conclusión de que el señor Atha es una de aquellas
infortunadas personas cuyo cumpleaños coincide con Navidad.
Normalmente eso significa que en lugar de dos regalos al año, recibe
solamente uno. Bien, por esta vez nos aseguraremos de que tenga
dos regalos. —Levantó una botella de vino blanco y otra de vino tinto
y se las pasó a través de la mesa con un saludo—: Feliz cumpleaños,
señor Atha.
Sus palabras fueron saludadas con vivas y aplausos y gritos
urgiendo una respuesta. El señor Atha se levantó. A la luz de las velas
y del danzante fuego semejaba una de esas figuras de los antiguos
mosaicos, que bruscamente revelan su esplendor de bronce y oro.
Abruptamente, se produjo un silencio. El habló en tonos muy bajos,
pero su voz llenó la habitación. Aun la pequeñuela estaba inmóvil,
como si comprendiera cada palabra.
—Debo comenzar por dar las gracias. Mañana en realidad es mi
cumpleaños y me siento agradecido y dichoso de poder celebrarlo
aquí con ustedes. He prometido a mi amigo Jean Marie explicarle
algunos hechos que considera misteriosos y me parece propio que
ustedes escuchen también estas explicaciones, porque son
participantes del mismo misterio… Primero, deben saber que no
están aquí porque lo hayan resuelto así. Fueron traídos aquí, paso a
paso, a través de rutas diferentes, y de varios accidentes aparentes,
pero siempre, en cada caso, fueron llamados por la mano de Dios.
"Ustedes no constituyen la única comunidad que ha sido
reunida así. Hay muchas otras a lo largo y a lo ancho de toda la tierra:
en las selvas de Rusia, en las junglas del Brasil, en lugares que jamás
han soñado. Todas estas comunidades son diferentes, porque las
necesidades de los hombres y sus hábitos difieren. Y sin embargo,
son todos muy semejantes porque todas han obedecido al mismo
llamado de Dios y están unidas en el mismo amor. No han hecho esto
en virtud de sus propias fuerzas, ni por propio impulso porque no les
hubiera sido posible, de la misma manera que ustedes tampoco
habrían podido, sin una ayuda especial de la gracia.
"Esta incitación de la gracia que han recibido se debe a un
motivo. Ahora mismo mientras hablo, el Adversario ha comenzado a
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pasearse orgullosamente sobre la tierra, vanagloriándose de poder
destruirla. De manera que, en los tiempos de predominio del mal que
se avecinan, ustedes han sido escogidos para mantener viva la llama
del amor, para nutrir las semillas del bien en este pequeño lugar
hasta el día en que llegue el Espíritu y los envíe a otros lugares a
encender otras luces en las tinieblas del mundo y a plantar nuevas
simientes en un planeta devastado.
"Estoy con ustedes ahora, pero mañana habré partido.
Quedarán solos y probablemente tendrán miedo. Pero dejo con
ustedes mi paz y mi amor. Y se amarán unos a otros así como yo los
he amado.
"¡Por favor, se lo ruego! —Los urgió a levantar los ánimos—. ¡No
deben entristecerse! Porque el don del Espíritu Santo es la alegría del
corazón. —Sonrió y toda la habitación pareció resplandecer. Bromeó
con ellos—. El profesor Mendelius y mi amigo Jean Marie están muy
intrigados con mi nombre. ¡Así son los académicos, mi querido
profesor! ¡Y qué rápidamente los papas olvidan su Libro Santo!
Ustedes buscaban un nombre. Pero son dos. Y lo sabrán cuando yo se
los recuerde. Maran Atha… El Señor viene.
Jean Marie se había puesto de pie. Su voz era desafiante.
—Usted me mintió. Me dijo que no era creyente.
—No le mentí. Usted ha olvidado. Me preguntó si era creyente.
Le dije que no lo era. Y en otra ocasión afirmé que el acto de fe era
imposible para mí. ¿Verdad?
—Verdad.
—¿Y aun así, no comprende?
—No.
—¡Basta! —Carl Mendelius airadamente acudió en defensa de
Jean Marie—. Este hombre esta cansado. Ha estado enfermo. No está
en condiciones de resolver adivinanzas. —Se volvió hacia Jean Marie
—. Lo que está diciendo, Jean, es que no puede creer, porque conoce.
Es lo que enseñan en primer año de teología. Dios no puede creer en
sí mismo. Se conoce a Sí Mismo así como conoce toda la obra de Sus
Manos.
—Gracias, profesor —dijo el señor Atha.
Jean Marie quedó en silencio mientras poco a poco iba
asumiendo el pleno sentido de aquellas palabras. Por segunda vez
desafió al hombre sentado al otro lado de la mesa.
—Usted se ha dado el nombre de señor Atha. ¿Cuál es su
verdadero nombre?
—Es usted quien debe decírmelo.
Nuevamente la habitación se llenó de aquel raro, abrupto
silencio del cual surgió la voz de Jean Marie.
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—¿Es usted el Esperado?
—Sí, lo soy.
—¿Cómo podremos saberlo?
—Siéntese, por favor.
El señor Atha se sentó primero. Sin decir una sola palabra
acercó a él un plato de pan y vertió vino en una copa. Rompió un
trozo de pan y lo levantó con ambas manos sobre la copa de vino.
Dijo:
—Padre, bendice este pan, fruto de tu tierra, el alimento por el
cual vivimos. —Hizo una pausa y comenzó de nuevo—. Este es mi
cuerpo…
Jean Marie se levantó. Se había calmado y se mostraba muy
respetuoso, pero permanecía, no obstante inconmovible.
—Señor, usted sabe que estas son palabras familiares, sagradas
para todos nosotros. Y conoce lo suficientemente la Escritura como
para saber que los primeros discípulos reconocían a Jesús cuando
éste partía el pan. Usted puede estar usando lo que sabe para
engañarnos.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Y por qué es tan desconfiado?
—Porque fue Nuestro Señor Jesús mismo quien nos advirtió: "Se
levantarán falsos Cristos y falsos profetas que mostrarán grandes
signos para engañar aun a los elegidos…" Soy un sacerdote. La gente
me pide que les enseñe a Cristo. Si usted es Él, entonces debe darme
lo que dio a sus primeros discípulos, un signo legitimador.
—¿No basta con esto? —El gesto abarcó la habitación y el valle
—. ¿No me legitima acaso esto?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque hay comunidades que se llaman a sí mismas
comunidades de Dios, pero que explotan al pueblo y siembran el odio.
No hemos sido probados aún. No sabemos si el don que hemos
recibido es verdadero o al contrario, destinado a traicionarnos.
Hubo un largo silencio. Luego el hombre que se llamaba a sí
mismo Jesús extendió las manos.
—Déme a la niña.
—No. —En el momento mismo en que retrocedía, asustado,
Jean Marie se dio cuenta de que todo ello había sido anunciado en su
sueño.
—Le ruego que me permita tenerla. No sufrirá daño alguno.
Jean Marie miró alrededor de el los rostros de los comensales.
Pero no halló en ellos ninguna respuesta. Levantó a la niña de su alta
silla y se la pasó al señor Atha a través de la mesa. El señor Atha la
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besó y la sentó sobre sus rodillas. Remojó un trozo de pan en el vino
y, bocado por bocado, fue dando de comer a la niña, mientras
hablaba, suave y persuasivamente.
—Sé lo que está pensando. Necesita un signo. ¿Qué mejor signo
puedo yo darle que hacer de esta niña una persona nueva y sana?
Podría hacerlo, pero no lo haré. Porque soy el Señor y no un mago. A
esta niña le he regalado algo que ninguno de ustedes posee: la
eterna inocencia. Para ustedes puede ser imperfecta, pero para mí
está sana y entera, como el capullo que muere sin haberse abierto o
el pajarillo que cae del nido y es devorado por los insectos. Ella nunca
me ofenderá, como lo hacen ustedes. Nunca pervertirá o destruirá la
obra de mi Padre. Ustedes la necesitan, porque ella siempre evocará
la bondad que los ayudará a ser cada día más humanos. Y su
invalidez provocará en ustedes un sentimiento de gratitud por su
propia buena suerte.
"…Más aún. Ella servirá para recordarles diariamente que soy el
que soy, que mis caminos no son los de ustedes y que ni la más
insignificante partícula de polvo que gira en las tinieblas del espacio
cae fuera de mi mano… Yo soy el que los ha elegido a ustedes. No
son ustedes los que me han elegido a mí. Les dejo, como signo, a esta
niña. Cuídenla como a un tesoro.
Levantó a la niña de su falda y la devolvió a Jean Marie a través
de la mesa. Dijo suavemente:
—Ha llegado el momento en que debe dar testimonio, amigo
mío. Dígame: ¿Quién soy yo?
—Aún no estoy seguro.
—¿Por que no?
—Soy un tonto —dijo Jean Marie Barette—. Soy un payaso
herido en la cabeza… De verdad. Miró a su alrededor a la pequeña
reunión y golpeó sus sienes. —Una pequeña parte de mí, aquí arriba,
ha dejado de funcionar. Cojeo, así como Jacob después de su lucha
con el Ángel. Mis manos dejan caer los objetos que toman. A veces
abro la boca pero ningún sonido inteligible sale de ella. Cazo palabras
así como los niños cazan ma… ma… —finalmente acertó con la
palabra— mariposas. De manera que tiene que decirme las cosas con
mucha sencillez. Dígame. ¿Puede cambiar de pensamiento?
—¿Por qué pregunta eso?
—Abraham negoció con Dios por Sodoma y Gomorra. Dijo a
Dios: "¿Si en la ciudad hubiera cien, o veinte o diez justos, perdonaría
a la ciudad?" Y Dios, así por lo menos lo asegura la Escritura, se portó
en forma muy razonable. Nuestro Jesús, que es de la misma raza de
Abraham, dijo que nos daría lo que le pidiéramos. Sólo tenemos que
golpear a la puerta y gritar para que nos oiga. Pero nada se saca con
llamar cuando no hay nadie adentro o si el que está adentro es solo
un espíritu loco girando sin rumbo por las galaxias.
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—Pida entonces —dijo el señor Atha—. ¿Qué quiere?
—Tiempo —dijo Jean Marie Barette acercando la niña a sí e
implorando como nunca había implorado nada en su vida—. Tiempo
suficiente para esperar, orar, trabajar, para razonar unos con otros.
¡Por favor! Si usted en verdad es el Señor, ¿quiere caminar por su
mundo a la manera de los antiguos bárbaros, sobre una alfombra de
cadáveres? ¿Vale la pena semejante triunfo…? Esta niña es un gran
regalo, pero necesitamos a todos los niños y necesitamos tiempo para
merecerlos. ¡Por favor!
—¿Y qué me ofrece a cambio de lo que pide?
—Muy poco —dijo Jean Marie con descarnada simplicidad—.
Ahora estoy muy disminuido. Sólo puedo pensar en cosas pequeñas,
pero tal como soy, soy suyo.
—Acepto —dijo el señor Atha.
—¿Cuánto tiempo más nos dará?
—No mucho, pero suficiente.
—¡Gracias! ¡Gracias por todos nosotros!
—¿Está ahora pronto a dar testimonio?
—Sí, estoy pronto.
—¡Aguarde! —Esta vez fue Carl Mendelius quien lanzó el último
desafío. A pesar de la devastación de su cuerpo y de sus heridas,
seguía siendo el esforzado y viejo escéptico de Roma y Tübingen—.
No ha prometido nada, Jean. Se ha limitado a pronunciar palabras que
por siglos nos han sido familiares. Puedo darle las listas de las fuentes
donde ha ido a buscarlas. Habla como si dispusiera del tiempo a su
antojo. Usted abdicó porque carecía de alguna forma en que legitimar
su profecía. ¿Por qué acepta de este hombre lo que otros no
aceptaron de usted?
De la pequeña asamblea se levantó un murmullo de
aprobación. Todos miraron primero al señor Atha sentado en su sitio,
siempre tranquilo y seguro, luego a Jean Marie balanceándose en su
silla con la niña siempre fuertemente apretada contra sí. Lotte
Mendelius se levantó para retirar a la niña de los brazos de Jean
Marie. Dijo, tan suavemente que sólo él pudo oírla:
—No importa lo que decida. Nosotros lo amamos.
Jean Marie la palmeó afectuosamente y le entregó a la niña.
Miró a Carl Mendelius con aquella vieja sonrisa de costado que
reconocía y recordaba todo lo que ambos habían compartido en los
tiempos malos en Roma. Dijo:
—Carl, amigo querido, la evidencia no es nunca suficiente.
Usted lo sabe. Ha pasado su vida buscándola. Tenemos que aceptar
lo que tenemos. De este hombre yo sólo he recibido bondad. ¿Qué
más puedo pedir?
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—La respuesta, por favor. —El señor Atha lo urgió, con firmeza,
a responder—. ¿Quién soy yo?
—Creo —dijo Jean Marie Barette y oró para que su lengua se
afirmara— que usted es el Ungido, el Hijo de Dios Vivo… Pero… —
Tropezó y comenzó lentamente a recuperarse—. …Carezco de misión,
carezco de autoridad. No puedo hablar por mis amigos. Tendrá que
enseñarles como me ha enseñado a mí.
—No —dijo el señor Atha—. Mañana me habré ausentado pues
tengo que atender a los otros asuntos de mi Padre. Será usted quien
deberá enseñarles, Jean.
—¿Cómo… cómo podré hacerlo con este impedimento de mi
voz?
—Usted es un hombre fuerte y anclado como una roca —dijo el
señor Atha— y sólo usted es capaz de construir un pequeño lugar
habitable para mi pueblo.
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EPILOGO

Pierre Duhamel estaba de pie frente a la ventana del estudio


del Presidente mirando la nieve caer sobre París. Sus dedos hurgaron
el bolsillo de su chaqueta y se cerraron sobre la minúscula
bombonera que contenía dos cápsulas de gelatina: el pasaporte al
vacío y al olvido para Paulette y él. El contacto de su talismán le
otorgó una suerte de gastado consuelo. Por lo menos Paulette dejaría
de sufrir y él mismo se salvaría de tener que presenciar el
espectáculo de París después de aquello. En este momento su único
anhelo era poder terminar con esta larga, desesperanzada vigilia de
muerte e irse a la cama a dormir.
El hombre a quien había servido durante los últimos veinte años
estaba sentado detrás de él frente al gran escritorio, con la barbilla
apoyada en las manos mirando sin ver los documentos que tenía
adelante. Preguntó:
—¿Qué hora tiene?
—Faltan cinco minutos para la medianoche —dijo Pierre
Duhamel—. Y ésta es una endemoniada forma de celebrar
Nochebuena.
—El presidente prometió llamarme desde la Casa Blanca en el
momento mismo en que tomara la decisión.
—Pienso que ya tomó la decisión —dijo Pierre Duhamel— y sólo
nos llamarán cuando haya apretado el botón.
—Pero nada podemos hacer —dijo el presidente.
—Nada —dijo Pierre Duhamel.
En el silencio que siguió se oyó el agudo chillido de la
campanilla del teléfono, que el hombre del escritorio se apresuró en
agarrar. Duhamel se volvió nuevamente hacia la ventana. No deseaba
oír la sentencia de muerte. Escuchó el sonido del fono colocado en su
horquilla y el largo suspiro de alivio de su patrón.
—Han resuelto suspenderlo. Creen que hay una posibilidad de
arreglo con Moscú.
—¿Y para cuándo se ha fijado el próximo ultimátum?
—Aún no lo han decidido.
—¡Gracias a Cristo! —dijo Pierre Duhamel—. ¡Gracias a Cristo!
Y de alguna manera, aquello sonó como una oración.
FIN

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