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“FIGURITAS REPETIDAS”

La primera vez que los ojos se me llenaron de lágrimas por amor fue a los ocho años.
Me parece que se llamaba Adriana, pienso, haciendo como que no me acuerdo.

Ella pasaba a cada rato por la puerta de mi casa del Prado con una moto azul que hacía
más ruido que mi barriga hambrienta de esos días. Por aquellos años mi papa había
perdido el trabajo y se pasaba rezongando, fumando a escondidas de mamá y
escuchando tangos que hablaban siempre del amor perdido y lo buena que era la viejita.
Yo desde la sabiduría fantaseada de mi niñez, la veía pasar a Adriana, inventándome un
romance que no calificaba ni para imposible. Nosotros éramos (somos) cinco, cuatro
varones y una nena y los cuatro nos babeábamos por la inalcanzable pebeta.

Un día cualquiera, sin aviso, con la banda sonora de mi viejo fumándose a Clarín; el
cielo bajo a la puerta de mi rancho. La diosa Adriana estaba allí en mi casa.

Todavía la veo, fea como la recuerdo ahora y sublime para mis ojos de la infancia,
parada contra el muro y apoyada en su alada motoneta. Nunca pude ponerme de acuerdo
con mis pies y mi atemorizada cobardía para ir a recibirla. Nadie reaccionaba.
Finalmente y bajo la presión de Papá, uno de mis hermanos pudo vencer el miedo y
encaró a la piba.

Quería cambiar figuritas.

“Tengo, tengo, me falta, tengo…” esa fue la charla.

Todavía me veo escondido tras las cortinas de mi casa, escuchando la radio tanguera de
papá y pensando en cómo seguir viviendo con el peso de no haberme animado a tratar
cara a cara con la vida. Me vienen a la mente otras agachadas y otros miedos y me
pregunto qué hubiera pasado si yo hubiera tenido el valor de salir a la vereda.

Finalmente me quedo tranquilo “probablemente - me dice mi hermano (el que salió)- te


hubiera enchoclado con un monto de figuritas repetidas”

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