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Pa u l A u s t e r & V V. AA .

CREÍA QUE
MI PADRE ERA DIOS
El más reciente proyecto de Auster consiste en la reunión de una antología
de cuentos reales, enviados por su público radiofónico bajo la premisa de
que no hay mejor fabulador que la realidad. Ofrecemos una selección de
Creía que mi padre era Dios, libro que Anagrama publicará en breve.

Savenay

D
urante la Primera Guerra Mundial mi padre estuvo
estacionado con el ejército norteamericano en Savenay, una peque-
ña ciudad del oeste de Francia. Hace pocos años visité Savenay lle-
vando conmigo algunas fotografías que mi padre había sacado allí.
Una de ellas mostraba a mi padre acompañado de dos chicas jóvenes en un ca-
mino rural. Había una casita al fondo. Siguiendo el camino, no Suspendido debido a la lluvia
lejos de Savenay, encontré aquella casa, una pequeña cabaña de La última vez que fui al Estadio Tiger (conocido entonces co-
ladrillo, rodeada por un murete de piedra. Crucé la verja y lla- mo el Estadio Briggs) tenía ocho años. Mi padre regresó de tra-
mé a la puerta. Una anciana asomó la cabeza por la ventana del bajar y dijo que me iba a llevar al partido. Él era un fanático del
piso superior y me preguntó qué deseaba. Le mostré la fotogra- béisbol y ya habíamos ido juntos a muchos partidos, pero aquél
fía y le pregunté en mi mejor francés si la reconocía. Desapa- iba a ser el primer partido nocturno al que yo asistiría.
reció dentro de la casa y después de una larga discusión en el Llegamos con la suficiente antelación como para aparcar
interior con otra mujer, me abrió la puerta. La anciana me pre- en la Avenida Michigan sin tener que pagar. En la segunda
guntó de dónde había salido aquella foto. Le dije que era de mi manga empezó a llover, y al poco rato la lluvia se convirtió en
padre y que creía que la había tomado desde el camino frente a chaparrón. Transcurridos veinte minutos, anunciaron por los
aquella casa. Sí, por supuesto, me dijo. La fotografía había sido altavoces que el partido quedaba suspendido debido a la lluvia.
tomada desde el camino y ella y su hermana mayor (la otra mu- Anduvimos debajo de las gradas durante casi una hora es-
jer que estaba dentro de la casa) eran las dos chicas que apa- perando que amainase un poco. Cuando ya no vendían más
recían en la imagen. La anciana me dijo que su hermana recor- cerveza, mi padre dijo que tendríamos que echar una carrera
daba el día en que se hizo la foto. Dos soldados pasaban por el hasta el coche.
camino y se habían acercado para pedir agua. Yo le dije que uno Teníamos un sedán negro de 1948 cuya puerta del lado del
de aquellos soldados era mi padre (o mejor, que se convirtió en conductor estaba rota y sólo podía abrirse desde dentro. Lle-
mi padre muchos años más tarde). Desgraciadamente, dijo la gamos a la puerta del lado del acompañante chapoteando y
anciana, su madre no había permitido que les dieran agua a los empapados de pies a cabeza. Mientras mi padre buscaba la ce-
soldados. Me dijo que su hermana lo había sentido mucho. Le rradura medio a tientas, las llaves se le resbalaron de la mano
agradecí su amabilidad y me di la vuelta para marcharme. Un y cayeron dentro de la alcantarilla. Cuando se agachó para res-
instante después la mujer me llamó y dijo: “Mi hermana quie- catarlas de la corriente de agua, golpeó la manija de la puerta
re saber si no querría usted un poco de agua.” ~ con su sombrero de fieltro marrón y éste salió volando. Tuve
– Harold Tapper, que correr media manzana para atraparlo y luego regresé a to-
Key Colony Beach, Florida da velocidad al coche.

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Mi padre ya estaba sentado al volante. Yo me metí dentro de dimos parecía un hombre callado y afable, aunque distante. La
un salto, me dejé caer en el asiento del acompañante y le entre- madre, cuyo suave acento sureño delataba sus orígenes familia-
gué su sombrero, que a aquellas alturas parecía un trapo moja- res, era una mujer amable, siempre cortés, aunque reservada.
do. Lo observé durante unos segundos y luego se lo puso. El Cuando oímos aquellas primeras notas inseguras, pensamos
sombrero soltó un chorro de agua que le salpicó los hombros que alguno de los chicos había cogido el instrumento, pero, ca-
y las piernas y después empapó el volante y el salpicadero del si de inmediato, quedó claro que aquel intérprete era mayor y
coche. Mi padre soltó un fuerte rugido. Yo me asusté porque creí experimentado. Era una música del pasado, profunda y conmo-
que aullaba de furia. Cuando me di cuenta de que estaba rién- vedora, fruto de un talento y de una pasión que jamás habíamos
dose, me sumé a él, y durante un rato nos quedamos allí dentro, sospechado. Hermosa aunque breve, la música se extinguió pron-
riéndonos juntos de un modo casi histérico. Nunca le había to. Poco después apagamos las luces de nuestra casa y nos fui-
oído reírse así y nunca más volví a hacerlo. Era como una explo- mos a la cama. Nos quedamos dormidos en medio del silencio
sión salvaje que procedía de lo más profundo de su ser, una fuer- de aquella apacible noche.
za que siempre había estado reprimida. Pero aquel silencio se vio pronto interrumpido. Antes del
Muchos años después, cuando le hablé de esa noche y de có- amanecer nos despertó el sonido de unas sirenas muy cerca
mo recordaba aquella risa suya, él insistió en que aquello no de nuestra casa y el destello de unas luces rojas y blancas que se
había sucedido jamás. ~ reflejaban intermitentemente en el empapelado con dibujo de
– Stan Benkoski hojas de nuestras paredes. Sonidos apagados, más sirenas. Des-
Sunnyvale, California pués, otra vez, el silencio.
A la mañana siguiente nos enteramos de lo que había pasa-
Buenas noches do. Los niños fueron los primeros. Nuestro vecino, el respon-
Era una de esas maravillosas noches de verano en las que los ni- sable de aquella inesperada serenata, había sufrido un infarto
ños ruegan a los padres que les dejen quedarse fuera un poqui- durante la noche y había fallecido.
to más y nosotros, recordando nuestra propia infancia, cedemos – Ellise Rossen
ante el ruego. Pero incluso esos momentos tan idílicos llegan a Mt. Shasta, California
su fin y, entonces, mandamos a los pequeños a la cama.
Estábamos sentados en el pequeño patio que quedaba justo Danny Kowalski
detrás de nuestro dormitorio, disfrutando del silencio y de una En 1952 mi padre dejó su empleo en la Ford para trasladarnos a
cálida tranquilidad. Fue entonces cuando oímos la música. Las Idaho y abrir allí su propia empresa. Sin embargo, contrajo la
notas inauditas, al principio inseguras, preparatorias, de una polio y tuvo que estar seis meses en un pulmón de acero. Des-
trompeta. Después, con más aplomo, el sonido se convirtió en pués de otros tres años de tratamiento médico, nos mudamos
una melodía dulce y sentimental, una interpretación apasiona- a la ciudad de Nueva York, donde mi padre consiguió, por fin,
da, al tiempo que muy bien ejecutada. un trabajo como vendedor en la compañía automovilística in-
Nuestra casa ocupaba una pequeña parcela situada a cierta glesa Jaguar.
distancia de la calle que, en realidad, no era más que un sende- Una de las ventajas del nuevo trabajo era que le daban un co-
ro estrecho y corto. Al otro lado había otros dos terrenos, toda- che. Era un Jaguar Mark IX en dos tonalidades de gris, el últi-
vía vacíos, junto a uno mayor, propiedad de nuestro vecino, y a mo de los modelos redondeados y elegantes. Era uno de esos
una gran extensión de nogales. Levantamos la mirada hacia la coches que parecían salidos del garaje de una estrella de cine.
casa de donde procedía la música, que estaba en la colina justo Yo estaba matriculado en el San Juan Evangelista, un cole-
por encima de nosotros, y escuchamos extrañados. gio religioso del East Side, que tenía un patio de recreo asfalta-
Era una casa antigua, de dos plantas, tal vez la primera cons- do y estaba separado de la calle por una alta valla metálica.
truida en la zona, que estaba oculta entre los árboles. Nunca ha- Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, mi padre me lleva-
bíamos entrado en ella pero nuestros hijos sí, igual que habían ba al colegio en su Jaguar. Hijo de un herrero de Parson, Kan-
venido varias veces a nuestra casa los cinco niños que vivían allí. sas, estaba orgulloso de su coche y creía que yo estaría igualmen-
Sus edades estaban intercaladas entre las de nuestros tres hijos. te orgulloso de que me llevase en él al colegio. A él le encantaba
El mayor, un chico de doce años, era el de más edad entre la aquel tapizado de piel auténtica y las mesitas de nogal empotra-
comunidad infantil que vivía y jugaba en aquel vecindario, pro- das en los respaldos de los asientos delanteros, sobre las que po-
tegido y definido por el sendero y las cercanas colinas cubiertas día acabar de hacer mis deberes.
de robles que se levantaban hacia el oeste. La única niña era la Pero a mí el coche me daba vergüenza. Después de tantos
líder entre las demás del barrio, además de femenina y atrevi- años de enfermedad y de deudas, era muy probable que no tu-
da a la vez, y siempre estaba llena de ideas. Todos los hermanos viésemos más dinero que cualquiera de los otros niños de la cla-
eran muy educados, disciplinados y tenían muy buen carácter. se trabajadora de origen irlandés, italiano o polaco que iban al
A los padres no les conocíamos bien. El padre era represen- colegio. Pero teníamos un Jaguar, y, por lo tanto, bien podría-
tante de comercio y viajaba mucho; las pocas veces que coinci- mos haber sido de la familia Rockefeller.

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Pa u l A u s t e r & V V. AA . : C r e í a q u e m i p a d r e e r a D i o s

El coche me distanciaba de los otros chicos, y especialmen- pa hasta que mi madre me lo hizo notar. Yo estaba tan sorpren-
te de Danny Kowalski. Danny era lo que, en aquella época, dida como ella, puesto que las dos recordábamos que llevaba
llamaban un delincuente juvenil. Era delgado y tenía un pelo puesto el uniforme por la mañana. Mi madre y yo cruzamos la
rubio y abundante que se peinaba con gomina y fijador forman- calle y fuimos hasta el colegio, buscamos en las aceras y por to-
do un tupé como un tsunami. Llevaba unas botas puntiagudas do el patio y en las aulas, pero no encontramos ningún vestido
y relucientes, que solíamos llamar “trepadoras puertorriqueñas de cuadros escoceses.
de alambradas”, el cuello de la chaqueta siempre levantado y el Al invierno siguiente mis padres me compraron un abrigo
labio superior curvado en una estudiada mueca de desprecio. marrón de piel sintética y un sombrero a juego. Me encantaban
Se rumoreaba que tenía una navaja automática, quizá incluso mi abrigo y mi sombrero nuevos y me sentía como una chica ma-
una pistola de fabricación casera. yor porque no llevaba mitones a juego colgados de las mangas.
Todas las mañanas Danny Kowalski me esperaba en el mis- Hubiesen preferido comprarme un abrigo con capucha porque
mo lugar junto a la alambrada del colegio y me miraba bajar de me conocían de sobra, pero yo les rogué que no lo hicieran y
mi Jaguar gris de dos tonalidades y entrar en el patio del cole- prometí que tendría cuidado de no perder el sombrero. Lo que
gio. Nunca dijo una sola palabra, sólo me observaba fijamente me gustaba de él eran los grandes pompones de piel que tenía
con una mirada despiadada y furiosa. Yo sabía que él odiaba aquel en los extremos de los lazos.
coche y que me odiaba a mí y que algún día me iba a dar una Un día, al regresar del trabajo, mi padre me llamó para que
paliza por ello. bajase de mi dormitorio. Se agachó a mi altura, me abrazó y me
Dos meses después murió mi padre. Por supuesto que nos pidió que me pusiese mi abrigo y mi sombrero nuevos para ver-
quedamos sin el coche y enseguida tuve que mudarme a vivir me con ellos. Subí la escalera a toda velocidad, saltando los
con mi abuela a Nueva Jersey. La señora Ritchfield, una ancia- escalones de dos en dos, entusiasmada con la idea de hacer un
na vecina nuestra, se ofreció a acompañarme al colegio el día si- pase de modelos para mi padre. Me puse el abrigo rápidamen-
guiente al funeral. te pero no encontré el sombrero. Miré, nerviosa, debajo de la
Aquella mañana, cuando nos acercábamos al colegio, vi a cama y en el armario pero no lo encontré por ningún lado. Tal
Danny junto a la valla metálica, en el mismo sitio de siempre, vez no se diera cuenta de que no lo llevaba puesto.
con el cuello de la chaqueta levantado, el pelo perfectamente Bajé volando la escalera y di giros como si estuviese sobre
peinado y las botas bien afiladas. Pero esa vez, al pasar a su la- una pasarela, posando y sonriendo, desfilando con mi abrigo
do en compañía de aquella frágil viejecita y sin ningún coche nuevo para mi padre, que me miraba con atención y me decía
elitista inglés a la vista, sentí como si el muro que nos separaba lo guapa que estaba. Pero entonces me dijo que quería que tam-
se desplomase. Ahora era más parecido a Danny, más parecido bién me pusiese el sombrero. “No, papá, sólo quiero enseñarte
a sus amigos. Por fin éramos iguales. el abrigo. ¡Tú fíjate cómo me queda!”, dije mientras seguía con-
Aliviado, entré en el patio del colegio. Y ésa fue la mañana toneándome por el vestíbulo e intentaba evitar el tema del som-
en la que Danny Kowalski me dio una paliza. brero perdido. Yo sabía que aquel sombrero había pasado a la
– Charlie Peters historia. Él se reía y yo me creí adorable y querida porque esta-
Santa Mónica, California ba jugando y riéndose conmigo. Volvió a sacar el tema del som-
brero un par de veces más y entonces, sin dejar de reírse, me
Una lección no aprendida abofeteó. Me dio una bofetada fuerte en toda la cara y yo no en-
Yo lo perdía todo. Mejor dicho, lo perdía o lo destrozaba. Joyas, tendía por qué. Al oír el sonido seco de la mano sobre mi cara,
muñecas, juegos. Todo lo que llegaba a mis manos lo mastica- mi madre gritó: “¡Mike! Pero, ¿qué estás haciendo? ¿Qué estás
ba, lo destrozaba hasta hacerlo irreconocible o lo enviaba a una haciendo?” Mi madre estaba atónita y apenas podía hablar. La
muerte prematura. Comía papel, y una vez me zampé un libro furia de mi padre nos había herido a ambas. Yo seguía allí de
entero. Al Pobre George, el niño curioso no le duró mucho la curio- pie, llevándome la mano a mi ardiente mejilla y llorando. En-
sidad a mi lado. Fue engullido. Mamá y papá decían que yo re- tonces mi padre sacó mi sombrero nuevo del bolsillo de su
presentaba un “desastre inmediato” para los objetos. Y, debido abrigo. Lo había encontrado tirado en la calle y, mirándome por
a mi torpeza, durante las cenas siempre me sentaban junto a los encima de sus gafas, me dijo: “Tal vez ahora aprendas a no ser
invitados que sabían que no volverían a visitarnos. tan descuidada y a no perder las cosas.”
Un día, cuando estaba en segundo de primaria, volví a casa Ahora soy una mujer y sigo perdiendo cosas. Sigo siendo des-
después de clase y mi madre me miró sorprendida, nada más cuidada. Pero lo que mi padre me enseñó aquel día no fue una
entrar por la puerta. “Carol”, comenzó diciendo con tono tran- lección de responsabilidad. Lo que aprendí fue a no confiar en
quilo pero con una expresión de incredulidad en el rostro, “¿dón- su risa. Porque hasta su risa podía hacer daño. ~
de está tu vestido?” Miré hacia abajo y vi mis zapatos con – Carol Sherman-Jones
hebilla, mis leotardos blancos, desgarrados a la altura de las ro- Covington, Kentucky
dillas, y mi camisa de algodón de cuello vuelto blanca (aunque
sucia). No me había dado cuenta de que no llevaba toda mi ro- – Traducción de Cecilia Ceriani

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