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Básica

KENNETH J. GERGEN
REALIDADES Y RELACIONES
Aproximaciones a la construcción social
Índice

PREFACIO.......................................................................................................................................1

PRIMERA PARTE

DEL CONOCIMIENTO INDIVIDUAL A LA CONSTRUCCIÓN COMUNITARIA

1. El punto muerto del conocimiento individual..............................................................................6

2. La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social...................................29

3. El construccionismo en tela de juicio.........................................................................................58

4. Construcción social y órdenes morales......................................................................................85

SEGUNDA PARTE

CRÍTICA Y CONSECUENCIAS

5. La psicología social y la revolución errónea............................................................................105

6. Las consecuencias culturales del discurso del déficit...............................................................128

7. La objetividad como consecución retórica...............................................................................147

TERCERA PARTE

DEL YO A LA RELACIÓN

8. La autonarración en la vida social............................................................................................163

9. La emoción como relación.......................................................................................................184

10. Trascender la narración en el contexto terapéutico................................................................207

11. Los orígenes comunes del significado....................................................................................221

12. Fraude: de la conciencia a la comunidad................................................................................240

BIBLIOGRAFÍA..........................................................................................................................253
Prefacio

Prefacio

Mi compromiso con el construccionismo social experimentó un gran vuelco tras la edición


de mi libro Toward Transformation in Social Knowledge. Durante mucho tiempo había estado
compartiendo un análisis crítico de la psicología empírica, pero en este volumen observé cómo
los elementos de una alternativa construccionista social iban tomando lentamente forma. A
medida que estas ideas empezaron a impregnar las posteriores lecciones y conversaciones, acabé
encontrándome inmerso en lo que cabría caracterizar como una epifanía relaciona!. Al prolongar
los diálogos construccionistas, empecé a reparar, con una frecuencia estimulante, en originales
giros de la teoría y en formas creativas de practica. Y esta exploración perspicaz reverberaba a
través de las disciplinas, las profesiones y los continentes. Los escritos que se presentan a
continuación en gran medida surgieron de esta inmersión y son un reflejo de algunos de sus
principales derroteros. En un sentido, se trata de artefactos congelados, pero mi ferviente
esperanza es que puedan inyectar el espíritu de las conversaciones pasadas en el futuro.
Situemos ahora estos desarrollos en un contexto histórico más amplio. En su Discours de la
Méthode, Rene Descartes se hizo eco de sensaciones que resonaban desde hacía siglos. En primer
lugar, estaba la incerteza angustiosa. Si adoptamos una posición de duda sistemática, ¿existe
algún modo de establecer un fundamento? ¿Existen fundamentos sobre los que poder apoyar un
conocimiento firme y seguro? El peso de la autoridad afirma el conocimiento, sostenía Descartes,
pero las autoridades están sujetas al error, y tampoco existe una razón convincente que nos
permita confiar en las vaguedades de nuestros sentidos, ya que a menudo nos embaucan. Las
ideas que ingresan en nuestras mentes procedentes de fuentes diversas también pueden hacernos
errar. Así pues, ¿en qué podemos basar nuestra certeza? Una vez planteada la dolorosa pregunta.
Descartes pasó entonces a ofrecer la preciosa expresión de tranquilidad: no puedo dudar que soy
quien duda. Aunque mi razón puede llevarme a dudar de todo cuanto examino, no puedo dudar
de la razón misma. Y si puedo hacer descansar mi fe en la existencia de la razón, también puedo
estar seguro de mi propia existencia. Cogito, ergo sum.
El ensalzamiento de la mente individual —su capacidad para organizar los datos sensoriales,
de razonar lógicamente y especular de manera inteligente— ha servido durante siglos para aislar
la cultura occidental de los asaltos mutiladóres de la duda. Resulta alentador creer que los
individuos dotados con las facultades de la razón y atentos a los contornos del mundo objetivo
pueden trascender las ambigüedades de los avalares continuamente cambiantes y desplazarse
hacia una prosperidad autodeterminada. Y en gran medida a través de esta fe en la razón nos
vemos impelidos a buscar fundamentos racionales del conocimiento. Desde el positivismo del
siglo XIX hasta el realismo trascendental del siglo actual, los especialistas han apoyado la
tradición fundamentadora, asegurando que la razón individual sigue estando firmemente al
mando de la acción.
Examinemos, con todo, un vínculo singular en la convincente tesis de Descartes. Aunque
puede que vibremos con su declaración de la duda, ¿en qué fundamentos se basa para igualar el
proceso dubitativo con el proceso de la razón? ¡¿Sobre qué base concluye que el proceso
dubitativo es una actividad de la mente individual, apartada del mundo pero que reflexiona sobre
el mismo? ¿Por qué razón esta ecuación misma escapa al escepticismo cartesiano, pues, no es
mas evidente que la duda es un proceso que se lleva a cabo en el lenguaje? Escribir sobre las
falibilidades de las autoridades, de los sentidos, de las ideas que se reciben y otras muchas cosas
similares es tomar parte en una práctica discursiva. Que la práctica también demuestre ser una
emanación o expresión de algún otro dominio, digamos, del raciocinio, sigue siendo una
conjetura no decidida. Sin embargo, difícilmente podemos dudara del discurso sobre la duda.

1
Prefacio

Con todo; si la duda es un proceso discursivo, nos vemos llevados a la conclusión dé un tipo
muy diferente de aquellas otras que en su momento alcanzara Descartes, ya que también hallamos
que el discurso no es la posesión propia de un individuo singular. El lenguaje significativo es el
producto de la interdependencia social, exigiendo las acciones unas coordenadas formadas al
menos por dos personas, y hasta que no existe un acuerdo mutuo sobre el carácter significativo de
las palabras, no logran constituir el lenguaje. Si seguimos esta línea de argumentación hasta la
ineludible conclusión, hallamos que la certeza que poseemos no la proporciona la mente del
individuo singular, sino que más bien resulta de las relaciones de interdependencia. Si no existe
interdependencia —la creación conjunta de discurso significativo— no habrá objetos o acciones
o medios de hacer que sean dudables. Con toda corrección podemos sustituir el dictum cartesiano
por la siguiente formulación: communicamus ergo sum. Este último punto de partida proporciona
una base unificadora para una diversidad de intentos recientes, que rodean las disciplinas
especializadas, para generar una alternativa a las explicaciones de carácter fundamentador del
conocimiento humano. Estos intentos —diversamente cualificados de pos-empiristas,
posestructuráles, no fundamentadores o posmodemos— sitúan el lenguaje en la vanguardia de
sus preocupaciones. Con independencia de nuestros métodos de procedimiento, lo que damos en
llamar «exposiciones» informadas del mundo (incluyéndonos a nosotros mismos) son
esencialmente discursivas; Y dado que las disquisiciones sobre la naturaleza de las cosas se
moldean en el lenguaje, no existe fundamento de la ciencia o de cualquier otro conocimiento que
genera empresa salvo en las comunidades de interlocutores. No existe ningún recurso al espíritu o
a la materia —a la razón o a los hechos— que tome prestada su validez trascendental a las
proposiciones. (En realidad, tanto «espíritu» como «mundo» son entidades completas en el
interior del código lingüístico occidental.) Igualmente, el intento de articular los principios
universales de lo justo y del bien, que se sitúan por encima y al margen del tumultuoso
intercambio cotidiano, es también errático. Al fin y al cabo, todo cuanto es significativo proviene
de las relaciones, y es en el interior de este vórtice donde se forjará el futuro.
Aunque cambiantes en cuanto al detalle y al énfasis que muestran, una serie de suposiciones
ampliamente compartidas en el seno de estas discusiones sumamente difundidas queda bien asida
con el término «construcción social». En los capítulos que componen este volumen, intento
articular y sintetizar los principales elementos de un construccionismo social viable; responder a
diferentes desafíos que se plantean a esta perspectiva; ilustrar su potencialidad a través de la
teoría, la investigación y la aplicación; y abrir el debate sobre el futuro de los afanes
construccionistas en psicología y, de manera más general, en las ciencias humanas. En vista de
tales fines, he organizado estos ensayos en tres grupos. La primera parte proporciona una
introducción al pensamiento construccionista. El primer capítulo desbroza el camino
demostrando por qué el enfoque individualista del conocimiento, ejemplificado por la psicología
cognitiva contemporánea, ha alcanzado un impasse. El segundo capítulo, a continuación, expone
la emergencia de la alternativa construccionista social frente al enfoque individualista del
conocimiento. Subraya las críticas tajantes de las últimas décadas, destilando de ellas un conjunto
de proposiciones que nos permite ir más allá del marco de la crítica para centrarnos en las
posibilidades de una elaboración construccionista de las ciencias humanas. El tercer capítulo
recoge una diversidad de críticas del construccionismo social. Para muchos, el construccionismo
es un equivalente del nihilismo; a juicio de otros, su relativismo, tanto ontológico como moral, es
algo seriamente objetable. Al replicar a estas y otras acusaciones, espero perfilar los contornos de
la perspectiva. Las críticas de la moral y de la anemia política son tan graves que les dedico todo
el capítulo 4, donde exploro tanto cuáles son las imperfecciones de la crítica como el potencial
positivo inherente en un relativismo construccionista.

2
Prefacio

La importancia de la evaluación crítica no sólo de los avances culturales contemporáneos,


sino de los esfuerzos de la comunidad científica, es esencial para un enfoque construccionista de
las ciencias humanas. La crítica no sólo expande las posibilidades de la construcción, sino que
constituye un origen significativo para la transformación cultural. En este contexto, los ensayos
caracterizados en la segunda parte son primeramente críticos en cuanto a su enfoque.
Haciéndome eco de los temas desarrollados en la primera parte, exploro en el capítulo 5 errores
significativos en la exposición cognitiva de la acción humana y subrayo los resultados para la
psicología cuando este enfoque se ve sustituido por una epistemología social. El capítulo 6 se
centra en la producción del discurso del déficit en el ámbito de las especialidades dedicadas a la
salud mental y sus devastadores efectos en la cultura. Al construir tanto las «patologías» como las
«curas», las especialidades nos lanzan a una carrera que es tanto más devastadora cuanto
irrefrenable. El capítulo 7 presta críticamente atención a los medios a través de los cuales los
mundos científicos se hacen tangibles y objetivos. Mi propósito aquí no es sólo revelar el artificio
retórico por medio del cual los mundos objetivos se construyen, sino abrir también la discusión
sobre alternativas posibles.
En la tercera parte, el acento se desplaza de la crítica a la transformación. Estos capítulos
intentan superar el marco de lo programático y de la crítica para comprometerse en la
reconstrucción teórica. El construccionismo sustituye al individuo por la relación como el locus
del conocimiento. La significación del individuo ha cautivado tanto a la tradición occidental que
el discurso de la relacionabilidad se ha desarrollado bien poco. Estos capítulos intentan, por
consiguiente, generar los recursos para reconstruir la realidad de la relación. Tres de estos
capítulos prolongan el hincapié hecho anteriormente en la retórica, convirtiéndolo ahora en una
herramienta descriptiva. Se centran en la base narrativa de la autocomprensión. Las identidades
se construyen ampliamente mediante narraciones, y éstas a su vez son propiedades del
intercambio comunal. El acento puesto en la narración se prolonga al capítulo 9, donde retomo el
tema de las emociones, proponiendo que las emociones no son posesiones de mentes individuales
sino constituyentes de pautas relaciónales —o narraciones vividas. En el capítulo 10 la discusión
de las narraciones se efectúa en el ámbito práctico de la terapia. Tras aplicar algunos de los
argumentos precedentes a las relaciones paciente terapeuta, sostengo la trascendencia de la
realidad narrativa. Las consecuencias de esta propuesta exceden al contexto terapéutico.
Los capítulos finales extienden aún más la teorización relacional. La preocupación central
del capítulo 11 es la comunicación humana. ¿De qué modo generamos y sostenemos el
significado? El problema crítico aquí consiste en sustituir el enfoque intratable del significado
como intersubjetivo por una respuesta relacional. Aunque la teoría literaria de índole
posestructuralista parece hacer comprensible una imposibilidad, una refundición social de la
metáfora desconstructivista permite avanzar significativamente. Con el fundamento para una
teoría del significado en su sitio, el capítulo 12 se enfrenta al problema del fraude. ¿Si el
construccionismo desafía el concepto de verdad objetiva, entonces cómo hemos de entender las
construcción social de la falsedad? Una respuesta relacional a esta pregunta abre nuevos enfoques
con que hacer frente a los problemas del fraude en la vida tanto pública como privada.
Albergo la secreta esperanza de que estos ensayos puedan servir como recursos a psicólogos
y especialistas haciendo frente a los retos críticos que actualmente tienen planteados en general
las ciencias humanas. Como recursos, los capítulos puede que se dirijan a una diversidad de
públicos distintos. Los capítulos de la primera parte se dirigen de manera más directa a aquellos
que se encuentran incómodos con la ciencia conductista y se sienten interesados en posibles
alternativas. Estos capítulos también intentan hacer inteligible al científico tradicional una serie
de movimientos intelectuales, que, en conjunto, plantean un profundo desafío a las prácticas

3
Prefacio

establecidas. Estos movimientos, una vez restringidos a los pequeños sectores académicos,
deshacen sus límites y provocan una discusión estimulante en el mundo especializado. Para
aquellos científicos sociales que acaban de adentrarse por estos derroteros, estos capítulos van
más allá del profundo escepticismo fomentado por estos movimientos. Intentan sustituir los
escombros que la crítica desconstructivista ha dejado tras de sí con los esfuerzos que se hacen en
el sentido de la reconstrucción, aferrándose así productivamente a la crítica significativa.
Las partes segunda y tercera demostrarán ser más útiles para aquellos especialistas ya
comprometidos en los afanes constructivistas. En ellas exploro una diversidad de sendas
sugeridas por un punto de vista construccionista. Mi esperanza estriba ante todo en demostrar las
ventajas de romper con las fronteras disciplinares, de entrar en diálogos interrelacionados que
actualmente ponen en relación a especialistas de todo el mundo y ofrecer nuevas e interesantes
vías de partida. Además, espero contribuir sustancialmente a algunos de los diálogos todavía
vigentes en el seno de la confluencia existente y abrir así el estudio de aquello que creo que es
uno de „ los retos más importantes de toda teoría y práctica futuras, a saber, la sustitución de la
orientación individualizadora por una comprensión y acción con una valencia relacional. Estos
capítulos señalan sólo un inicio de este intento, y me siento profundamente estimulado por las
perspectivas de diálogos futuros.
Soy bien consciente de que las cuestiones abordadas en este volumen son el tema de un
cuerpo de especialización enorme y rápidamente en expansión. A fin de lograr la línea amplia e
integradora de pensamiento que a menudo ha sido uno de mis objetivos, ha sido necesario patinar
ágilmente sobre una delgada capa de hielo, a menudo pasando por alto los innumerables crujidos
que el movimiento emitía al hacerse. He intentado no suprimir las principales líneas de crítica,
pero he tenido que elaborar muchos juicios difíciles en relación «al peso de los argumentos»
hasta la fecha. Poco queda que no esté sujeto a una controversia continuada, aunque lo mismo
vale para los muchos textos que se truecan en calificación. Al mismo tiempo, para el lector que
quiera ahondar aún más, o simplemente sienta el deseo de explorar el contexto más amplio en el
que estos argumentos aparecen, he complementado este libro con un cuerpo manejable de citas.
Los ensayos que aparecen en el presente volumen se han beneficiado grandemente de las
valoraciones de amigos, editores y colegas, a los que las ideas les llegaron de una forma más
primitiva. El capítulo inicial surgió de una presentación hecha en 1983 ante el Bostón
Colloquium on the Phitosophy of Science. Las secciones del capítulo 2 se vieron estimuladas por
la presentación en 1983 de una conferencia en la Universidad de Chicago sobre las
«Potencialidades para el conocimiento en las ciencias sociales» (ulteriormente editada en Fiske y
Shweder, 1986). Las secciones del capítulo 3 se han ido perfilando a través de las discusiones en
diversas reuniones de la Society for Theoretical Psychology, donde se presentaron por primera
vez muchas de estas ideas. Los asistentes al congreso celebrado en 1991 en Georgetown sobre
«Valores en las Ciencias Sociales» dieron un gran impulso a las ideas que se presentan en el
capítulo 4. El capítulo 5 es una prolija revisión de un artículo presentado en el congreso celebrado
en 1987 en París bajo el título «El futuro de la Psicología Social», cuyas actas se publicaron en el
European Journal of Social Psychology, 19 (1989). El capítulo 6 surge de las conferencias
pronunciadas en el congreso de Heidelberg celebrado en 1991, sobre «Las dimensiones históricas
del discurso psicológico». De manera análoga, el capítulo 7 pasa revista a una serie de
argumentos desarrollados en un número especial de la revista Annals of Scholarship, & (1991), y
dedicado monográficamente al problema de la objetividad.
A Mary Gergen le debo su inestimable ayuda a la hora de generar muchos de los argumentos
presentes en los capítulos 8 y 9, algunos fragmentos de los cuales se publicaron en la revista
Advances in Experimental Social Psychology, 21 (1988). John Kaye, especialista y terapeuta,

4
Prefacio

resultó ser un inestimable aliado en el momento de producir una de las primeras versiones del
capítulo 10 (actualmente editado en McNamee y Gergen, 1992). El capítulo 11 se debe en gran
medida a las discusiones celebradas en las reuniones de 1991 de la Jean Piaget Society, en cuyo
seno se presentaron inicialmente las ideas. De manera similar, el capítulo 12 fue sometido a una
intensa crítica por parte de los asistentes a las reuniones de Bad Hamburg sobre «Psicología
social societaria», en 1988.
Estoy profundamente en deuda con algunas instituciones por proporcionarme el tiempo y los
recursos necesarios para cumplir con los empeños que dictan estos temas. Entre las más
destacadas cabe señalar la ayuda del Netherlands Instituto of Advanced Study, la Alexander von
Humboldt Foundation, la Fulbright Foundation y el Rockefeller Study Center en Bellagio. Una
excedencia del Swarthmore College como catedrático fue también inestimable, y también lo fue
el calor y el apoyo de los miembros de la facultad mientras ejercí la docencia como profesor
numerario en la Fundación Interfas de Buenos Aires. Son muchas las personas que han
contribuido a la preparación de estos capítulos. Por sus agudos comentarios, críticas, entusiasmo
o su perdurable presencia intelectual, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a Al
Aischuler, Tom Andersen, Harlene Anderson, Mick Billig, Sissela Bok, Pablo Boczkowski, Ben
Bradley, Jerome Bruner, Esther Cohén, David Cooperrider, Peter Dachier, Wolfgang Frindte,
Saúl Fuks, Gabi Gloger Tippeit, Cari Graumann, Harry Goolishian, Rom Harré, Lynn Hoffman,
Tomás Ibáñez, Arie Kruglanski, Jack Lannamann, Gerishwar Misra, Don McCIosky, Sheila
McNamee, Shepley Orr, Barnett Pearce, Peggy Penn, John y Anne Marie Rijsman, Dan
Robinson, Wojciech Sadurski, Dora Fried Schnitman, Gun Semin, Richard Shweder, Herb
Simons, Margaret y Wolfgang Stroebe. Diana Whitney y Stan Wortham. Sin la ayuda como
secretaria y bibliotecaria de Lisa Gebhart y de Joanne Bramiey, difícilmente este volumen se
hubiera materializado. Con Linda Howe, de la Harvard University Press, estoy enormemente en
deuda por su entusiasmo y destacados esfuerzos editoriales. John Shotter ha sido una fuente
continuada de apoyo e inspiración para mí. A Mary Gergen le expreso mi más sincera y profunda
gratitud, por su compañía catalizadora, infatigable aliento y capacidad de realizar la
reconstrucción positiva.

5
PRIMERA PARTE

DEL CONOCIMIENTO INDIVIDUAL A LA


CONSTRUCCIÓN COMUNITARIA
El punto muerto del conocimiento individual

Capítulo 1
El punto muerto del conocimiento individual

En las últimas décadas la psicología ha sufrido una de las principales revoluciones en su


enfoque del conocimiento individual. La ciencia psicológica, como pondrá de manifiesto esta
exposición, se enfrenta ahora a un impasse, se encuentra en un punto en el que han dejado de ser
convincentes tanto las cláusulas de conocimiento de la especialidad como el enfoque
individualista del conocimiento que aquéllas sostenían. Un repliegue a las presuposiciones de
tiempos anteriores parece excluido. Se precisa una concepción alternativa del conocimiento y
formas relacionadas de práctica cultural. Dedicaremos el resto del volumen a explorar una
alternativa construccionista social.
En la cultura occidental, de antiguo, el individuo ha ocupado un lugar de importancia
abrumadora. Los intereses culturales prácticamente quedan absorbidos por la naturaleza de las
mentes individuales: sus estados de bienestar, sus tendencias, sus capacidades y sus deficiencias.
Las mentes individuales se han utilizado como el lugar de explicación, no sólo en psicología, sino
en muchos sectores de la filosofía, la economía, la sociología, la antropología, la historia, los
estudios literarios y la comunicación. Su condición interior de individuo sirve también como
criterio prominente a la hora de determinar la política pública. Nuestras creencias acerca del
individuo singular proporcionan la base lógica a la mayor parte de nuestras principales
instituciones. Es el individuo quien adquiere el conocimiento, y por consiguiente invertimos en
instituciones educativas para formar y expandir la mente individual. Es el individuo quien abriga
la capacidad de libre elección, y sobre estos fundamentos erigimos tanto las practicas informales
de la responsabilidad moral y las entidades formales de la justicia. Y podemos depositar nuestra
fe en las instituciones individuales porque el individuo tiene la capacidad de razonar y evaluar;
creemos que el libre mercado puede prosperar porque el individuo está motivado a buscar el
beneficio y minimizar las pérdidas; y las instituciones del matrimonio y de la familia pueden
constituir las piedras sobre las que se asienta la comunidad porque los individuos abrigan la
capacidad de amar y entregarse.
Estas creencias e instituciones asociadas han surgido y se han desarrollado poderosamente
en el seno de un contexto cultural de relativa insularidad. Durante siglos ha sido factible
distinguir una tradición cultural únicamente occidental, dialogante con otras tradiciones pero
separada de ellas en todo el mundo. Y mientras la cultura occidental ha intercambiado bienes y
servicios, opiniones y valores, y preparó viajes hacia aquellos que estaban fuera, no ha querido
considerar a otras culturas como superiores o incluso iguales. Si había de producirse difusión
cultural, primero sería «desde Occidente al resto». Con todo, las condiciones mundiales han
cambiado espectacularmente durante el último siglo. Un torrente de nuevas tecnologías —el
teléfono, el automóvil, la radio, el transporte aéreo a reacción, la televisión, los ordenadores y los
satélites, por sólo citar algunas— lleva a que los habitantes de este planeta tengan una
familiaridad y alcancen una interdependencia mucho mayor de las que nunca se alcanzaron.
Hasta ahora nunca nos hemos planteado tan plena e intensamente los valores, las opiniones, las
inversiones y la práctica de aquellos que «no son exactamente como nosotros». De manera
progresivamente creciente las redes de interdependencia se extiende a los mundos de la política,
los negocios, la ciencia, las comunicaciones... Allí donde las alianzas, las fusiones, las
investigaciones conjuntas, y las redes todavía no están formadas, progresivamente van surgiendo
sigilosamente interdependencias más sutiles, por ejemplo, en materia de ecología, energía,
economía y salud. -A la luz de estos espectaculares cambios, no parece ya posible sostener la
insularidad, el sentido de la superioridad y las tendencias hegemónicas de siglos anteriores. No

6
Conocimiento individual y construcción comunitaria

podemos presumir sin más que las tradiciones occidentales sean las idóneas para un contexto de
globalización intensiva, que conduzcan por sí mismas al proceso de comprensión mutua,
apreciación y tolerancia que se exige cada vez más. No podemos descansar cómodamente en la
suposición de que la herencia occidental, con su énfasis en el individuo singular y sus
instituciones requeridas, pueden participar efectivamente en un mundo de plena
interdependencia. Por consiguiente, se precisa una evaluación autorreflexiva de las tradiciones,
una indagación en los beneficios y en las deficiencias de nuestras creencias y prácticas, así como
una exploración de posibilidades alternativas. No se trata con ello de optar por una
transformación radical, un salto en lo ajeno y lo desconocido. Se trata más bien de favorecer un
proceso de investigación que puede realzar la posibilidad de recuperar y absorber selectivamente:
de determinar aquello que retendríamos de estas tradiciones y de qué forma suavizar las aristas de
nuestros compromisos de manera que otros puedan ser oídos de un modo más completo.
Es en este espíritu con el que quiero reconsiderar la presuposición del conocimiento
individual, que en muchos aspectos es una piedra de toque cultural. Sin creer que los individuos
puedan reflexionar fiablemente sobre el mundo que les rodea, resulta difícil ver qué valor deriva
de la decisión individual en los ámbitos de la moralidad, la política, la economía, la vida familiar,
y demás. Si el conocimiento no es una posesión individual, entonces las elecciones individuales
en estos ámbitos pueden ser poco fiables. Las instituciones edificadas en esta confianza
simultáneamente perderían su justificación. Al mismo tiempo, existe una preocupación creciente
en muchos sectores del mundo académico de que la presuposición del conocimiento individual
está en la antesala de la bancarrota. Tan hondo ha calado la idea de que la cultura occidental corre
el peligro de andar a horcajadas por la tierra desnuda. Algunas de estas imperfecciones ocuparán
un lugar predominante en los últimos capítulos. Con todo, dado que este libro ha germinado y se
ha desarrollado primero y ante todo en el campo de la psicología, es el lugar donde quiero
considerar el status del conocimiento individual en el seno de esta disciplina. Habida cuenta del
siglo de compromiso científico en la exploración del conocimiento individual, de su adquisición
y su despliegue, ¿qué se ha conseguido? ¿Dónde se encuentra ahora la disciplina, y qué cabe
esperar del futuro?
Existe una buena razón para esta evaluación. La psicología científica, más que cualquier otra
disciplina de investigación ordenada, ha aceptado el desafío de hacer válidas y fiables las
exposiciones de los procesos mentales individuales. Con este encargo, la disciplina intenta, en la
medida de lo posible, proporcionar a la cultura intuiciones y conceptos útiles en los procesos de
adquisición de conocimiento y utilización, para dotar a la cultura con los medios más efectivos a
través de los cuales las personas pueden conseguir conocimiento de sus entornos, recoger y
almacenar información, considerar detalladamente las contingencias, recordar los hechos
necesarios, solucionar problemas, hacer planes racionales, y poner esos planes en acción. Todas
las instituciones auxiliares antes citadas, desde la educación, el derecho y la economía a la
religión y la vida familiar, deben estar alerta para beneficiarse de esas intuiciones y conceptos.
Por consiguiente, para dar cuenta de los avalares de la ciencia psicológica en el presente siglo se
ha de escrutar detalladamente en el interior del lugar sagrado de la justificación cultural. Ello
equivale a entrar en el Fort Knox del individualismo y aquilatar nuestra condición de riqueza.
Las conclusiones de esta investigación no serán optimistas. Como argüiré, un siglo de
investigación científica esencialmente nos ha dejado en un punto muerto conceptual. La
investigación psicológica ha surgido como una consecuencia de dos tradiciones principales del
pensamiento occidental: la empirista y la racionalista. La primera se expresó con mayor plenitud
en el movimiento conductista que dominó la psicología durante la mayor parte del siglo XX. La
tradición racionalista, actualmente manifiesta en los latidos hegemónicos del movimiento

7
El punto muerto del conocimiento individual

cognitivo, se enfrenta al punto de la terminación. Y cuando el impulso racionalista queda


exhausto, restan pocos recursos en el interior de la tradición. Ni el repliegue en el pasado
conductista (empirista) ni una adicional evolución de la orientación racionalista parecen posibles.
Al explorar el surgimiento de esta situación, nos encontramos en una posición mejor para
examinar concepciones alternativas del conocimiento, nuevos y frescos discursos acerca del
funcionar humano, nuevos enfoques de las ciencias humanas, así como las transformaciones de la
práctica cultural.

Saber acerca del conocimiento

Una ironía dislocante obsesiona a una disciplina comprometida en comprender la naturaleza


del conocimiento individual. Por un lado, todo se alojaba en el supuesto previo de ignorancia
acerca de los procesos y los mecanismos en juego: «puesto que ignoramos de qué modo las
personas adquieren conocimiento, nos es precisa la investigación». Por otro lado, al hacer
afirmaciones durante nuestro proceso de investigación, rebatimos nuestro estado de ignorancia.
Al afirmar que el proceso de investigación produce conocimiento, el científico afirma el
conocimiento del conocimiento. Si alguien no sabe nada del conocimiento, de su adquisición, de
su adecuación, su utilización, y similares, entonces difícilmente puede afirmar que conoce o sabe.
Si alguien afirma el privilegio del conocimiento, entonces nos vemos obligados a presumir que
esta declaración se afianza en un conocimiento del proceso de generación del conocimiento. Los
psicólogos han suavizado el impacto de esta ironía afirmando la necesidad de indagar en este
aspecto vital del funcionar humano (la declaración de ignorancia), aunque sacan la justificación
de sus exigencias del conocimiento de otras fuentes. Los psicólogos se han dirigido a justificar
sus agresiones a otras disciplinas, con pies más sólidos y con un poder de argumentación más
cautivador.
Estos cuerpos auxiliares o de apoyo del discurso han sido primariamente de dos variedades,
la primera metateórica y la segunda metodológica. En la primera, las comprensiones filosóficas
de la ciencia —y más en especial la de los empiristas lógicos— ofrecían unos medios
convenientes y convincentes de justificación. 1 Tales fundamentos filosóficos no sólo eran
consistentes con una gran parte de la comprensión propia del sentido común, sino que estaban
unidos a importantes tradiciones filosóficas (a saber el empirismo británico y el racionalismo
continental) que por sí mismas suponían un mundo de vida mental que merecía su exploración.
En segundo lugar, estas disciplinas descansaban en la lógica de la metodología empírica y, más
en especial, en el experimento de laboratorio. Dado el manifiesto éxito de las ciencias naturales y
la aparente confianza de estas ciencias en los métodos empíricos, cabría que uno razonablemente
depositara su confianza en una disciplina que empleaba tales métodos. En efecto, para lograr la
potencia discursiva, los psicólogos han unido sus explicaciones de la vida mental tanto con las
justificaciones de índole metateórica como con las de índole metodológica.
Pasemos ahora a considerar cada uno de estos cuerpos de discurso —teoría psicológica,
metateoría científica y teoría de la metodología— como constituyentes de un núcleo de
inteligibilidad. Una teoría de la vida mental, al igual que una teoría de la ciencia o una teoría del
método, idealmente, forma un conjunto de proposiciones interrelacionadas que dotan a una
comunidad de interlocutores con un sentido de la descripción y/o de la explicación en el seno de
un ámbito dado. Participar en el núcleo de inteligibilidad es «interpretar/dar sentido» mediante

1
Para una elaboración de los desarrollos que unen la psicología científica con el empirismo lógico véase Koch
(1963) y Toulmin y Leary (1985).

8
Conocimiento individual y construcción comunitaria

criterios propios de una comunidad particular. Tales núcleos puede que sean ilimitados y
totalizantes (como en el caso de las cosmologías universales o de las ontologías) o localizados y
específicos (como en la teoría del proceso educativo en la Universidad de Swarthmore); cabe que
dirijan un acuerdo amplio (como en las comprensiones comunes del proceso democrático) o
apelen a una pequeña minoría (como en una secta religiosa). Además, tales formas de
inteligibilidad están característicamente incorporadas en el seno de una más amplia gama de
actividades pautadas (artículos escritos, experimentación, votar, predicar, y otros similares). En
efecto, las redes proposicionales son constituyentes esenciales de formas de acción más
completas, un tema al que volveré en ulteriores capítulos.
Para nuestros propósitos presentes es esencial que, si bien tales núcleos de inteligibilidad
puedan existir con independencia relativa unos respecto a otros (los estrategas de la guerra, por
ejemplo, a veces hablan con consejeros espirituales), también cabe que estén relacionados. Al
nivel más elemental, puede que varíen en la medida en la que prestan apoyo a otro, o bien
actuando como plenas confirmaciones de cada uno en un extremo, o como completos
antagonistas en el otro. Ampliamente, la medida del apoyo proporcionado por un núcleo de
inteligibilidad vecino dependerá del grado en el que los constituyentes proporcionales sean
comunes a ambos núcleos. Por ejemplo, diversas sectas religiosas protestantes pueden actuar en
apoyo mutuo por razones de supuestos compartidos en este caso, pero tienden a darse más apoyo
entre sí que a la Iglesia católica, dado que el ámbito de suposiciones comunes es menos extenso.
Al mismo tiempo, en razón de las creencias compartidas en la Santísima Trinidad, las distintas
denominaciones cristianas tienden a darse más apoyo entre sí que no al islam o al budismo. 2
Situada en este contexto, la investigación psicológica en el conocimiento individual puede
justificarse mediante redes auxiliares de discurso hasta el punto en el que las suposiciones o los
supuestos se sostienen en común. Por consiguiente, los psicólogos científicos no pueden derivar
apoyo de una ontología espiritual, dado que las redes suposicionales son ampliamente
independientes o antagonistas. (No hay lugar en el mundo científico de la causa y el efecto
sistemáticos para Dios como «moviente inmóvil».) De manera similar, un compromiso con la
metodología fenomenológica (haciendo hincapié en la función organizadora de la experiencia
humana) sería perjudicial para la teoría psicológica al considerar el conocimiento individual
como un acrecentamiento de inputs.
En mi opinión, cabe sostener que durante la primera mitad del presente siglo hubo una
estrecha alianza y apoyo recíproco entre las teorías psicológicas del funcionamiento individual y
las exposiciones disponibles tanto en el nivel de la metateoría como en el de la teoría. El núcleo
de la teoría conductista era capaz de prosperar en un contexto de discursos de fuerte justificación:
metateoría empirista por un lado, y, por el otro, el discurso de la metodología experimental. Con
todo, a medida que el diálogo ha avanzado, la teoría psicológica ha sufrido una importantísima
transformación desplazando su base conductista hacia una base cognitiva. Esta transformación en
el nivel de la teoría no se ha visto acompañada por cambios en los niveles ni de la metateoría ni
de la metodología. Las transformaciones en ambos registros están bloquedas por una barrera de
crítica. Por consiguiente, las exposiciones cognitivas del conocimiento individual son
ampliamente aisladas y vulnerables; y si viven todavía, porque carecen de justificación
convincente —tanto en términos de una teoría fundacional del conocimiento como en los de la

2
Ciertamente hay muchos otros procesos que operan determinando el grado de apoyo en cualquier caso concreto. El
apoyo puede depender, por ejemplo, no sólo de los supuestos o suposiciones compartidas, sino de las similitudes en
los derivados. Esto es, si los resultados similares (implicaciones) se ven favorecidos por dos sistemas —por lo
demás, independientes (u opuestos)—, puede que operen apoyándose mutuamente.

9
El punto muerto del conocimiento individual

teoría de la metodología— lo hacen con tiempo prestado. A medida que la crítica contemporánea
se va articulando de forma más plena y no se puede ubicar, la confianza en la perspectiva
cognitiva se marchitara. La idea misma del conocimiento individual se vuelve sospechosa.

La dimensión discursiva de los cambios de paradigma

A fin de apreciar la base para estas opiniones, es necesario esbozar el amplio marco de
comprensión del cual procede este análisis. Este esbozo preliminar es doblemente importante, al
contener los ingredientes de algunos temas críticos que organizarán e influirán en el curso de los
últimos capítulos. Para mis propósitos actuales, moldearé las cuestiones en términos de la idea
familiar de cambios de paradigmas. De un modo más concreto, ¿cómo hemos de comprender la
estabilidad y el cambio en las perspectivas teóricas que se producen en las comunidades que
generan conocimiento? Actualmente la literatura que existe sobre este tema es voluminosa, y, por
otro lado, en estas líneas no estoy tratando de ofrecer ni una crítica plena ni un sustituto para las
muchas opiniones actualmente existentes; más bien, quiero centrarme en una dimensión
particular de la actividad científica poco tratada en la literatura existente hasta la fecha. Allí
donde este tipo de análisis a menudo se centran en personalidades particulares, valores,
descubrimientos, tecnologías o condiciones sociopolíticas, quisiera traer al primer plano los
procesos discursivos que operan en el seno de las comunidades científicas. Si éstas adquieren en
realidad su estatuto como comunidades en virtud del tipo de lenguajes de descripción y
explicación que comparten, entonces centrándonos en el carácter de las prácticas discursivas
podemos hacernos con intuiciones y conceptos significantes en la transformación teórica.
Por el momento retornemos al núcleo de inteligibilidad, un cuerpo de proposiciones
interrelacionadas compartidas por los participantes en los diferentes enclaves científicos.
Prácticamente, todo discurso científico propone una gama de hechos particulares (junto con
diversas proposiciones explicativas que den cuenta de su carácter). En efecto, el lenguaje crea
una ontología imaginada y una estructura para hacer inteligible cómo y por qué los constituyentes
de la ontología se relacionan. Como dominios discursivos, este tipo de sistemas de comprensión
son algo equivalente a las matemáticas o a la escatología teológica. En todos los yasos, el punto
proposicional se presenta como inteligible sin que se den los vínculos necesarios con los
acontecimientos que tienen lugar fuera del núcleo. Los niños, por ejemplo, pueden dominar
versiones de la teoría del Big-Bang acerca de los orígenes del universo o aquello que podría
aguardarles en el cielo al mismo tiempo que aprenden las tablas de multiplicar. Estos grupos de
núcleos de inteligibilidad pueden relacionarse con los acontecimientos que están fuera de ellos en
modos diversos, modos que no se dan en los sistemas mismos. Por consiguiente, uno puede
aprender dónde y cuándo aplicar las tablas de multiplicar o el concepto de Espíritu Santo. Sin
embargo, el núcleo no requiere estos vínculos a fin de ser comprendido o para ser convincente.
(La teoría darwiniana sigue viva y activa en el seno de la cultura a pesar del hecho de que hay un
escaso acuerdo acerca de cómo y a qué se aplica ahora.)
Con todo, el carácter autocorroborador del núcleo de inteligibilidad no es sólo aparente. En
importantes aspectos, la formulación misma de un núcleo discursivo simultáneamente establece
el potencial para su disolución. La ontología afirmada (junto con su red de relaciones putativas)
proporciona las razones para su propia defunción. ¿Por qué es así? Examinemos el argumento
que Kant expone en la Crítica de la razón práctica. Tal como propuso, no podemos abrirnos
camino en la sociedad sin una concepción de aquello que se «debe» hacer. Con todo, tener una
concepción de qué se debe hacer comporta también comprender que es posible actuar de otro
modo, es decir, actuar en contradicción con el «deber». La acción actúa y sólo es inteligible vista

10
Conocimiento individual y construcción comunitaria

al trasluz de su negación. Esta línea de argumentación quedó también reflejada en los escritos
sobre el ser y la negación de Hegel (1979). La comprensión misma del ser exige una comprensión
simultánea del no ser o ausencia. Comprender que se trata de algo exige darse cuenta de que
puede ser de otro modo. En una fecha más próxima, encontramos un argumento similar en la
formulación semiótica elaborada por Saussure (1983). Tal como éste nos propone, los
significantes lingüísticos consiguen su significado a través de su diferenciación de otros
significantes. El lenguaje, y por consiguiente el significado, dependen de un sistema de
diferencias. Para la semiótica más estructuralista, estas diferencias se han escogido de manera
binaria. La palabra hombre alcanza su capacidad comunicativa gracias a su oposición con la
palabra mujer, arriba porque contrasta con abajo, emoción con razón, y así sucesivamente. Para
ampliar las implicaciones de estos diversos argumentos, permítanme proponer que cualquier
sistema de inteligibilidad descansa en lo que es característicamente una negación implícita, una
inteligibilidad alternativa que se plantea como rival de sí misma. Ya se trate de religión, de teoría
política o de una perspectiva científica, todas se distinguen en virtud de aquello que no son.
Las tensiones producidas por un núcleo de inteligibilidad dado pueden apreciarse de un
modo más pleno recurriendo al concepto de «cuadrado semiótico» de A. J. Greimas (1987). En
lugar de centrarnos en la base binaria singular del significado (el objeto y la oposición), el
«cuadrado» muestra gráficamente la posibilidad de formas alternativas de diferencia.
Consideremos la estructura dibujada en la figura 1.1. Tal como se indicó antes, el término
empirista de un modo característico se contrapone a racionalista. Las grandes batallas
epistemológicas en la filosofía de siglos pasados pueden en gran medida exponerse en términos
de esta oposición binaria. Los análisis dentro de un ámbito a menudo se sostienen o afirman
mediante falacias demostrativas en otro ámbito. Con todo, además de la tensión tradicional, las
oposiciones transversales también indican posibilidades adicionales: empirista puede
contraponerse a todo cuanto es no empirista (que podría, aunque en cambio no lo precise, incluir
posiciones filosóficas), y racionalista puede contraponerse a todo cuanto es no racionalista. Existe
una última distinción que examinar, una distinción que acabara ocupando una posición central en
los argumentos que cerrarán este capítulo; a saber, uno puede amortiguar los elementos que
constituyen la tensión tradicional —al ser tanto la filosofía empirista como la racionalista
exclusivamente occidentales— y contrastarlos con la polaridad budismo-sintoísmo, amortiguada
como filosofía oriental.

Figura 1.1. Posibilidades en el contraste de inteligibilidades

Tal como podemos percibir, la elaboración de cualquier núcleo dado de inteligibilidad


depende, en cuanto a su significado y significancia, de aquello que no es, inclusive sus contrarios,
sus ausencias, y aquellas posiciones que sus diversas apariciones han hecho posibles. Del mismo
modo que se establece la ontología dentro del núcleo, también son múltiples las posibilidades
para la negación. Proponer una teoría del funcionar humano, una filosofía del conocimiento o una
teoría de la metodología equivale al mismo tiempo a establecer múltiples razones para la

11
El punto muerto del conocimiento individual

recusación. En muchos casos los sistemas de inteligibilidad se pueden sostener sin que pese la
amenaza de antagonismo. Las comunidades que comparten un sistema dado de inteligibilidad a
menudo se apartan de aquellos que «aguan la fiesta» al rebelarse contra las convenciones
prevalentes. Por ejemplo, la estructura de los sistemas de comunicación profesional (periódicos,
sistemas de correo electrónico), junto con el perfil físico de la universidad característica
(ubicando cada uno de sus departamentos en sedes separadas), prácticamente garantiza que en
raras y contadas ocasiones los miembros de las comunidades constituyentes que generan
conocimiento entrarán en conflicto. Los dispositivos sancionadores en sus variedades informales
y formales (como, por ejemplo, la promoción y el sostenimiento de talentos del «pensamiento
correcto» o la concesión de ayudas a los investigadores «prometedores») funcionan también para
conservar la santidad de los paradigmas existentes.
Expresándolo en los términos de M. Foucault (1980), existe una conexión estrecha entre
saber y poder. Las estructuras de poder (aquí los núcleos de inteligibilidad) son fundamentales
para la ordenación de los diversos enclaves culturales y, por consiguiente, para la distribución de
los resultados en los que algunas personas se ven más favorecidas que otras. Los discursos de una
disciplina son rasgos constitutivos de sus estructuras de castigo y de concesión de prerrogativas.
Al mismo tiempo, del mismo modo que se establecen jerarquías de privilegio, asimismo se
pueden poner en marcha discursos de negación. El discurso dominante, por el hecho mismo de su
dominación, puede activar las polaridades, algo que puede ir en ascenso a medida que cualquier
discurso dado se codifica y canoniza; en su composición más ambigua y permeable, los órdenes
discursivos incorporan más fácilmente los márgenes. De manera general, su institucionalización
formal servirá para excluir. Una tendencia hacia la negación puede que se exacerbe a medida que
se encuentren los medios dentro de enclaves marginales que puedan generar una expresión
coherente. A medida que los grupos marginales encuentran vías para fundamentar lo que de otro
modo sólo serían inteligibilidades dispares, la voz de la crítica puede verse amplificada. 3

De la crítica a la transformación

Establecido este punto, podemos pasar a examinar la posibilidad de transformación teorética


en el interior de las ciencias. Existen muchos recursos disponibles en la lucha contra los discursos
hegemónicos —honestos y deshonestos, taimados y toscos—. Con todo, para las comunidades
generadoras de conocimiento que se han desarrollado en el suelo sembrado por el pensamiento de
la Ilustración, los principales motivos para la recusación son racionales o, expresado en términos
contemporáneos, guiados por convenciones discursivas. Es el intercambio discursivo el que debe
revelar la promesa y el peligro de cualquier posición, teoría u ontología. Las reglas de este
intercambio —las definiciones de aquello que constituye un argumento ganador— son objeto de
un debate continuo. 4 Pero si consideramos el asunto en términos de los núcleos de inteligibilidad,
cuanto menos una conjetura resulta clara: los intentos para contener, reducir o anular el poder de
cualquier estructura discursiva dada tienen que llegar óptimamente en términos que estén fuera de
la propia estructura. Utilizar los términos de una ontología contra esa misma ontología es o bien

3
El caso más preclaro de expulsión en el ámbito de la psicología tal vez sea la parapsicología. La psicología de la
religión, la psicología existencia!, la psicología humanista, así como la fenomenológica, han pululado en los
márgenes de la aceptabilidad. Y cada vez más, a medida que sus vínculos con los apoyos dominantes de la
metateoría y el método se ven cortados, la psicología clínica también se está volviendo sospechosa como
constituyente de una «psicología propiamente dicha».
4
En cuanto a la esquematización de las reglas para este tipo de intercambio, véase Van Eemeren y Grootendorst
(1983).

12
Conocimiento individual y construcción comunitaria

autocontradictorio o bien logra sólo restablecer los términos de la ontología. En el ejemplo


anteriormente expuesto, el empirismo no puede demostrarse que sea no verdadero recurriendo a
la vía de la investigación empírica, ni la fenomenología puede ser desacreditada recurriendo a la
experiencia personal. En uno y otro caso, ganar el argumento al mismo tiempo equivaldría a
perderlo.
Por consiguiente, y volviendo a las alternativas esbozadas en el cuadrado semiótico,
observamos que las contrariedades efectivas frente a un núcleo de inteligibilidad dado tienen que
descansar de manera óptima en las suposiciones contenidas en el seno de núcleos alternativos —o
bien vinculados por oposición dual, proporcionados por contraste o derivados de nuevas
distinciones. Para resistir el empuje hegemónico del discurso empirista, por ejemplo, uno puede
desarrollar argumentos en términos de una filosofía racionalista (en cuanto dual), una
fenomenología (como diferencia), o un budismo (como no occidental). Consideremos cada una
de estos elementos contrarios como convenciones de negación, básicamente estrategias
argumentativas propuestas para desplazar un sistema de inteligibilidad dado. Sostener un estado
de cosas dado es, por consiguiente, como una invitación a bailar. Otros pueden unirse al baile a
través de la afirmación, pero la invitación por sí misma no sólo activa sino que legitima un
cuerpo de convenciones de negación.
A continuación entraremos de pleno en la capacidad de las convenciones de negación para
desplazar una forma de inteligibilidad dada. En las primeras fases del intercambio, las
convenciones de negación acrecientan su influencia mediante sus ataques críticos al discurso
dominante: al apuntar a factores o procesos que dicho discurso excluye, demostrando las
deficiencias y defectos según diversos criterios, censurando los diversos efectos opresivos,
condenando los motivos subyacentes, por citar sólo algunos. En este punto cabe hablar de una
fase crítica del cambio de paradigma, en la que se emplean las convenciones de negación para
socavar la confianza en la forma de inteligibilidad dominante. Durante esta fase, sin embargo, la
crítica empleará de modo necesario fragmentos de lenguaje procedentes de un núcleo alternativo,
de la gama de proposiciones que hacen factible criticar la inteligibilidad. La justificación de una
negación exigirá fragmentos que no están dados en el núcleo que se ataca. En efecto, la crítica
admite en el diálogo términos presentes en un núcleo de inteligibilidad superpuesto o en
contraste. Por consiguiente, criticar una teoría de la cognición porque no da cuenta de las
emociones no es sino presumir y justificar simultáneamente una ontología en la que las
emociones son esenciales. Reprobar una teoría científica apoyándose en las razones de sus
sostenes ideológicos es condenar la presuposición tradicional de que los hechos son
ideológicamente neutros. Estas interposiciones de una realidad alternativa son anticipos
significativos de una fase transformacional en el cambio de paradigmas discursivos. Al persistir
en la mera crítica, los términos de la inteligibilidad alternativa siguen siendo esquemáticos. El
impacto pleno de la crítica sólo se alcanza con la articulación de un subtexto tácito, aquel cuerpo
de discurso del cual depende la crítica en relación a su coherencia pero que por sí permanece no
especificado en el seno de la crítica. Efectivamente cabe argumentar contra las teorías cognitivas
dada su insensibilidad a las emociones. Con todo, el enfoque cognitivo sólo se sustituye cuando
la plena «realidad de las emociones» se hace tangible (por ejemplo, dividiendo la mente en
ámbitos cognitivos y emocionales, así como demostrando la prioridad biológica de este último).
Así la plena transformación en comprensión teórica depende de que se deshaga de las
implicaciones de la «crítica de las emociones» de tal modo que un «mundo alternativo» sea

13
El punto muerto del conocimiento individual

palpable. 5
En una forma esquemática, empezamos con un sistema dado de inteligibilidad
(Inteligibilidad A en la figura 1.2) que contiene una gama de proposiciones interrelacionadas
relativas a un ámbito dado (por ejemplo, una teoría de la astronomía, del razonamiento humano,
del gusto estético, y demás). Esta gama de proposiciones en el caso ideal es coherente e
independiente; es decir, sus proposiciones son no contradictorias y no justifican otros mundos. La
fase crítica empieza con diversas convenciones de negación. Una o más de una de las
proposiciones que contiene el sistema A se ven recusadas por argumentos que recurren a
términos que no están incluidos en A. La fase crítica da cabida a la transformacional cuando se
elaboran las consecuencias discursivas de las formas críticas. A medida que la red inferencial se
articula progresivamente, emerge un sistema alternativo de inteligibilidad (B). A medida que este
sistema se utiliza cada vez más en la «ontología» del mundo (por ejemplo, en nombrar e
interpretar lo que hay), su credibilidad rivaliza gradualmente con la de la inteligibilidad A; se
aproxima a la condición de habla corriente o de sentido común. Por consiguiente, en el seno de
las ciencias, aunque la inteligibilidad alternativa puede asignarse a productos que logran triunfar
(como son las predicciones, la tecnología, o los remedios), lo herético puede que lentamente dé
paso a lo plausible, y lo plausible a lo cierto. El sentido del conocimiento en proceso se hace
tangible.

Figura 1.2. Fases en la transformación de la inteligibilidad

Desde luego, estoy discurriendo aquí de un rumbo idealizado de la transformación teórica y


no de las desordenadas y disyuntivas transacciones de la vida erudita. Esta idealización
demostrará su utilidad, sin embargo, a la hora de comprender la bitácora vital de las teorías en la
psicología contemporánea. Antes de llevar a cabo esta aplicación, puede ser útil una breve
comparación de las exposiciones alternativas que se dan acerca del tema del cambio de
paradigmas. Apenas me atrevo a proponer el esquema antes mostrado como una exposición
general de la transformación teórica, pero su alcance y consecuencias bastan para evidenciar la
utilidad de estas comparaciones. Ante todo hay que reconocer las deudas que este análisis contrae
con los argumentos de Quine (1960) y Kuhn (1970), que hacen hincapié en la relación
problemática existente entre las explicaciones del mundo y sus objetos putativos. Siguiendo a
Quine, las teorías científicas no están «determinadas por los datos» ni pueden estarlo, un tema en

5
Una cuestión interesante es la de saber si todas las modalidades discursivas son potencialmente contenciosas, de
modo que una exposición —por ejemplo, de la historia malasia— pudiera desacreditar una teoría del movimiento
estelar. Para que un argumento sea significativo y relevante es precisa una gama de supuestos mutuamente aceptables
o susceptibles de coincidir. Así, por ejemplo, la oposición en la historia de la filosofía entre racionalistas y empiristas
se debe en primer lugar a la creencia compartida en el conocimiento individual y en la importancia que le concedían
en los asuntos culturales. Si no hubiera un acuerdo sustancial en la ontologia, y/o en los valores, la argumentación
estaría ampliamente prohibida. De un modo más general, por consiguiente, la diferencia puede que dependa de la
similitud, la negación de la afirmación.

14
Conocimiento individual y construcción comunitaria

el que entraré más a fondo en el capítulo siguiente. Siguiendo a Kuhn hay pocas razones para
sostener que la revolución científica vaya de la mano en un sentido profundo de la aplicación
sistemática de reglas para la comprobación de las hipótesis y su modificación. La presente
exposición difiere de la mayoría de análisis sociológicos e históricos, con todo, en el mayor
hincapié hecho en los procesos de argumentación como opuestos, digamos, a las cuestiones del
contexto económico, del poder, de la motivación personal o de las influencias sociales. Aunque
las cuestiones de la economía, del poder, y similares, puedan transformarse en representaciones
discursivas y ser así tratadas en el proceso de argumentación, el presente análisis se ve de modo
necesario restringido en su importancia.
A mi entender, la presente exposición ayuda también a compensar determinadas deficiencias
de la formulación kuhniana. Para Kuhn, la fuerza rectora del cambio de paradigma es la intrusión
de lo anómalo: hechos que son independientes de los sistemas de inteligibilidad. Tal como Kuhn
propone, empiezan a surgir las anomalías tácticas que no son inteligibles en términos del
paradigma prevalente, o no pueden ser predichas por éste. En cierto punto, a medida que se
acumulan estas anomalías, un cambio de «Gestalt» se produce en la perspectiva teórica. Surge
una nueva teoría que puede dar cuenta de la gama de anomalías, así como, de ser verdaderamente
efectiva, de todos los hallazgos generados en el seno del paradigma previamente existente. Con
todo, este enfoque kuhniano adolece de algunas contrariedades. En primer lugar, no hay modo de
explicar la génesis de las anomalías. Kuhn caracteriza las anomalías como «fenómenos
inesperados», «novedades fundamentales de carácter tactual» y «episodios extendidos con una
estructura regularmente recurrente» (pág. 52), concretamente como formas de datos brutos que
hacen que el científico reconozca «que la naturaleza de algún modo ha infringido las expectativas
inducidas del paradigma que gobiernan la ciencia normal» (págs. 52-53). Con todo, si los
paradigmas de la comprensión determinan (como el propio Kuhn también sostiene) de qué modo
construimos, interpretamos o traducimos un hecho, entonces ¿cómo los «fenómenos inesperados»
infringen o desafían las comprensiones aceptadas? 6 En efecto, un paradigma de la inteligibilidad
tiene que preceder al descubrimiento de una anomalía y no al revés. Desde este punto de vista, la
anomalía como fuerza rectora se ve sustituida por una tensión entre inteligibilidades, es decir, por
negaciones que se plantean contra afirmaciones. Tales tensiones son un resultado inevitable del
hecho de nombrar y explicar, y prácticamente garantizan una inestabilidad en las comprensiones
teóricas.
Tal como este enfoque hace patente, los cambios de paradigma en la ciencia son en grados
relevantes asuntos de evolución en formas socialmente negociadas de significado. Los hechos, las

6
Una problemática similar en la exposición de Kuhn es la misteriosa metáfora del cambio de «Gestalt» en la
comprensión. La metáfora la toma prestada de los estudios de las ilusiones visuales en las que una única figura
conduce a dos sentidos mutuamente exclusivos de interpretar la realidad (la figura se convierte en fondo y el fondo
se vuelve figura). Con todo las teorías son construcciones inherentemente lingüisticas. Así, pues, se plantea la difícil
pregunta de cómo afectan al lenguaje los cambios a nivel perceptivo (o viceversa). ¿Los cambios en la percepción
visual necesitan alteraciones de las exposiciones que se hacen del mundo? ¿Los cambios en los sonidos y las marcas
que denominamos lenguaje cambian nuestras percepciones sensoriales? Se trata de proposiciones difíciles de
justificar. Tampoco soy optimista en lo que respecta a las últimas refundiciones de Kuhn (1977) de su explicación
social, en la que sustituye la corriente fundamentadora empirista recurriendo a una gama de lo que da en llamar
«valores epistémicos». Tal como Kuhn propone, en la evaluación de la teoría unos criterios tradicionales como la
exactitud predictiva, la comprensión explicativa y la consistencia interna pueden justificarse en términos del valor
puesto en los resultados, a saber, el perfeccionamiento en la explicación y la predicción. Aunque se guarda mucho de
reafirmar los fundamentos racionales para la ciencia, esta explicación sigue estando abierta a la critica sobre las
razones de su base individualista (el actor individual como aquel que elige los valores), y su alojarse en un enfoque
de la referencia en la que la exactitud descriptiva es posible.

15
El punto muerto del conocimiento individual

anomalías o la tecnología pueden desempeñar un papel significativo a la hora de alterar las


formas de comprensión científica que las constituyen. Los criterios de la lógica, la exhaustividad
y similares no hacen que la ciencia sea racional; tales criterios son en esencia movimientos en el
seno de diversos dominios de discurso: dispositivos retóricos para conseguir eficacia discursiva.
Ello no significa que cualquier cosa funcione, al menos en la práctica. Las convenciones de
discurso están a menudo sedimentadas, son restrictivas y están unidas a la práctica social de
maneras irresistibles. Sin embargo, desde esta perspectiva se nos invita a examinar con detalle las
convenciones justificadoras de cualquier época. Se ha de ser perpetuamente sensible a las
consecuencias tanto opuestas como potencialmente debilitadoras de las convenciones y
obligaciones existentes.

La transformación teórica en la ciencia psicológica

Durante el último siglo los psicólogos profesionales han formulado un impresionante, si no


asombroso, abanico de perspectivas teóricas. Al mismo tiempo, muchas de estas teorías caen en
clusters que se solapan —ejemplos de inteligibilidad compartida— y estos clusters varían
grandemente en su centralidad respecto a la profesión (por ejemplo, su presencia en los manuales,
su representación en las estipulaciones vigentes o la solicitud de fondos de investigación). Tal
como se reconoce generalmente, durante la mayor parte del presente siglo un determinado cluster
de teorías conductistas dominó el paisaje científico. En la práctica, todas las perspectivas teóricas
ocupaban posiciones de significado marginal. Con todo, en las últimas décadas, la teoría
conductista ha perdido buena parte de su capacidad arrolladora. Se ha visto sucedida por un
cluster de teorías cognitivas. De hecho, se ha producido una transformación discursiva de enorme
alcance. La labor inmediata consiste en elucidar esta transformación en términos del proceso
discursivo que ya he descrito: ¿cuál es la relación entre las inteligibilidades conductistas y las
cognitivas?, ¿de dónde procede su apoyo discursivo? y, ¿por qué era necesaria la transformación?
Como espero poder mostrar, en virtud del carácter de esta transformación, la empresa cognitiva
—juntamente con todas las exposiciones individualistas del conocimiento humano— se vacía de
toda justificación. Un vacío se crea para el surgimiento de una nueva perspectiva sobre el
conocimiento.

El período conductista: simbiosis y sonoridad

Ante todo, debemos considerar la enorme popularidad de la perspectiva conductista durante


la primera mitad de este siglo. Aunque uno puede explicar esta ascendencia de diversas maneras,
el enfoque que a continuación expondré sensibiliza respecto a los aspectos del contexto
discursivo. ¿Qué otras inteligibilidades, cabría preguntarse, estaban en ascenso durante ese
período? Y, ¿de qué modo el movimiento conductista fue racionalizado o apoyado por estos
enfoques? Lo más chocante en este caso es que cabe reconocer un elevado grado de
superposición entre la teoría conductista y la exposición prevalente de la metodología
experimental, junto con la perspectiva metateórica articulada por los filósofos del empirismo
lógico. Durante estas décadas los tres cuerpos de discurso se apoyaban y sostenían mutuamente.
Las exposiciones teóricas del funcionamiento humano se podían justificar recurriendo tanto a las
inteligibilidades de orden metodológico como a las de carácter metateórico. El cuerpo de
verdades acerca del comportamiento humano se podía sostener a través de discursos auxiliares,
uno justificando la base tactual de las afirmaciones («los experimentos demuestran las relaciones
causales entre estímulos y respuestas») y, otro, la probidad filosófica del esfuerzo científico («la

16
Conocimiento individual y construcción comunitaria

ciencia descansa en fundamentos racionales»).


A fin de ampliar esto, podemos considerar de entrada la relación existente entre la recepción
en psicología del enfoque del empirismo lógico y la teoría conductista. La metateoría científica
afirma primero una independencia fundamental entre el mundo natural y el observador científico.
La labor del científico consiste en desarrollar la teoría que cartografía con fidelidad los contornos
del mundo dado: «la labor esencial del científico consiste en identificar los hechos con la mayor
precisión posible, ya que forman los elementos sobre los que descansa todo su trabajo» (Brown y
Ghiselli, 1955). El enfoque recibido también dota al científico con algunas capacidades
importantes mediante las que se puede adquirir el conocimiento objetivo. Entre las más
importantes están las capacidades para la observación minuciosa y la lógica. La observación
inicial se considera que facilita al científico una rudimentaria familiaridad de trato con los
fenómenos que centran su interés. Un tipo de observación como éste, cuando se combina con los
cánones de la lógica inductiva, permite al científico formular una serie de hipótesis provisionales
relativas a las condiciones en las que se producen los diversos fenómenos. Idealmente el
científico debería derivar, de la observación un conjunto de proposiciones (normalmente de la
variedad, «si X es el antecedente... entonces y es el consecuente» que den cuenta de las
regularidades en la relación entre los acontecimientos observados. En el caso de la psicología el
centro de interés es la conducta del individuo. La conducta individual, por consiguiente, hace las
veces de consecuente para el que las condiciones del mundo real funcionan como antecedentes.
Dadas las proposiciones generales similares a leyes relativas a las relaciones entre antecedentes y
consecuentes —junto con las explicaciones hipotéticas de la relación que mantienen—, el
científico entonces ha de emplear la lógica deductiva para derivar las predicciones acerca de las
pautas que sigue la naturaleza y que todavía no se han observado. Estas predicciones se enuncian
a continuación en la forma de proposiciones del tipo «Si..., entonces...».
Sobre la base de estas hipótesis derivadas deductivamente, el científico una vez más se
adentra en el mundo de la naturaleza, utilizando la observación controlada para poner a prueba la
validez del conjunto inicial de proposiciones. Los resultados de este nuevo conjunto de
observaciones sirven para sostener, modificar o invalidar las proposiciones inicialmente
presentadas. Así, a través del conjunto observacional, los científicos toman confianza, rectifican o
descartan las proposiciones que han adoptado inicialmente. Esta exposición esquemática de lo
que suele llamarse el proceso hipotético-deductivo se representa mediante diagramas en la figura
1.3. De manera ideal el proceso de observación-proposición-someter a prueba-afinar se puede
seguir de manera indefinida, redundando en una red cada vez más precisa, bien diferenciada y
bien validada de proposiciones interrelacionadas. Estas proposiciones, se dice, son portadoras o
transmisoras del «conocimiento objetivo» en tanto en cuanto es obtenible, y debe facilitar la
predicción y el control de la actividad humana. En la terminología de Brown y Ghiselli, «el
objeto del científico consiste en comprender el fenómeno con el que [sic] trabaja. Éste considera
que lo ha comprendido cuando logra predecir sus expresiones... o cuando su conocimiento le
permite controlar su expresión para conseguir determinadas metas» (1955, pág. 35).
Dado este esbozo de la orientación hipotético-deductiva del conocimiento, podemos pasar a
considerar ahora sus relaciones con las concepciones conductistas del funcionamiento humano.
Tal como demostraré, el relato esencial del conocimiento progresivo descrito en la metateoría se
ve encarnado en las exposiciones y explicaciones conductistas del aprendizaje humano. Cuando
los psicólogos se proponían «observar» y «descubrir» la naturaleza de la conducta humana, con
sus sentidos libres de compromisos de orden teórico —o por lo menos, eso creían— de hecho
«derivaban de la naturaleza» la misma teoría del conocimiento que racionalizaba sus actividades
como científicos.

17
El punto muerto del conocimiento individual

Consideremos lo siguiente: al principio la teoría conductista posee un fuerte sesgo


medioambientalista. Desde la perspectiva medioambientalista se considera la actividad humana
como una serie de «respuestas» guiadas, controladas o estimuladas por inputs de carácter
medioambiental. Por consiguiente, encontramos «inputs de estímulos» a nivel de la teoría que
sirven de sustituto para el «estado de naturaleza» al nivel de la metateoría. Los inputs de
estímulos como determinantes preeminentes de la actividad humana son prácticamente idénticos
en su función al estado de naturaleza (como estímulos para la construcción de la teoría) en el seno
de la metateoría (véase figura 1.3). En relación con los procesos de observación y la lógica (fase
II), debemos distinguir entre los dos paradigmas prominentes en el seno del conductista
movimiento conductista.

Figura 1.3. Estadios paralelos en el avance del conocimiento científico y el aprendizaje

Conductistas radicales como Watson y Skinner habían asimilado tan a fondo la «cultura de la
ciencia» y su preocupación por lo observable que evitaron enunciados acerca del dominio
hipotético de los estados psicológicos. Por consiguiente, con el conductismo radical, la
rehabilitación del segundo estadio del proceso hipotético-deductivo no es fácilmente evidente.
Las equivalencias con los procesos psicológicos como son la «observación» y la «lógica»
resultan difíciles de asignar. Sin embargo, el segundo estadio se manifiesta de hecho, no en los
enunciados acerca del funcionar interno de los organismos sino como descripciones de los fines a
los que esa conducta sirve. Aunque nada se dice acerca de los procesos internos del pensamiento
racional, la especie humana actúa como si maximizara su capacidad adaptativa, es decir, actúa de
un modo racional. Watson (1924) lo describió así: «Aunque nace más desprotegido que la
mayoría de los demás mamíferos, [el hombre] aprende rápidamente a aventajar a los demás
animales gracias al hecho de que... adquiere hábitos» (pág. 224). Y como Skinner (1971)
avanzara: «El proceso del conocimiento operante... suple a la selección natural. Las importantes

18
Conocimiento individual y construcción comunitaria

consecuencias de la conducta que no podrían desempeñar un papel en la evolución en razón de su


carácter de rasgos insuficientemente estables del entorno se hacen efectivos a través del
condicionamiento operante durante la vida del individuo cuya capacidad para tratar con el mundo
se ve por consiguiente ampliamente acrecentada» (pág. 46). De hecho, aunque no se identifica
proceso mental específico alguno, los conductistas radicales describen la conducta humana como
racional y solucionadora de problemas en relación a sus efectos. Por consiguiente, de manera
disimulada, se alcanza la segunda etapa del proceso hipotético-deductivo.
En deuda ampliamente con la liberalización de la metateoría del empirismo lógico (Koch,
1966), el conductismo radical fue lentamente sustituido por la teoría neoconductista (E-O-R). Los
primeros dogmas empiristas, que daban gran importancia a la correspondencia precisa entre los
términos teóricos y lo observable, fueron considerados demasiado constrictivos. Como se
argumentó, las ciencia maduras, de hecho, tienen un lugar para los términos teóricos que no se
refieren directamente a lo observable. Términos como «gravedad», «campo de fuerza» y
«magnetismo» son todos altamente útiles en el contexto de las ciencias de la naturaleza, y con
todo carecen de referente observable inmediato. Esta liberalización del nivel metateórico permitió
a los psicólogos desarrollar el concepto de «constructos hipotéticos» (MacCorquodale y Meehí,
1948), términos que se referían a los estadios psicológicos hipotéticos que intervienen entre
estímulo y respuesta. Con la puerta abierta para dar entrada al hablar sobre «la mente», los
conductistas tenían las manos libres para desarrollar términos que estuvieran en correspondencia
funcional con los procesos de observación y aquella lógica tan esencial para la metateoría. Así,
para Clark Hull (1943), términos como «resistencia al hábito», «fuerza incentiva» y «potencial
inhibidor» operaron de consuno para producir respuestas adaptativas a circunstancias dadas. Con
formulaciones de valor de expectación (Rotter, 1966; Ajzen y Fishbein, 1980), el término
expectativa proporcionaba un paralelo al nivel teórico para las «hipótesis» al nivel metateórico.
El teórico del aprendizaje social Albert Bandura (1977) emplea el concepto de «expectación» del
mismo modo, pero aporta al arsenal de la psicología procesos adicionales a la «solución de
problemas disimulados» y «verificación a través del pensamiento».
Allí donde la metateoría científica apela ahora a la comprobación de hipótesis como la
siguiente etapa en el avance del conocimiento (figura 1.3), los teóricos del aprendizaje introducen
el concepto de refuerzo. Para teóricos como Skinner (1971), Thorndike (1933) y Bandura (1977),
el refuerzo selecciona y sostiene determinadas pautas de respuesta mientras desalienta o
«extirpa» otras. Las pautas de la primera variedad a menudo se denominan «adaptativas»
mientras que aquellas pertenecientes a la última son «inadaptativas». En este sentido, los
resultados de la puesta a prueba de las hipótesis cumplen la misma función que el refuerzo: son
medios de la naturaleza que informan de la adecuación de las propias acciones. De este análisis se
sigue que la cuarta etapa del modelo hipotético-deductivo, la extensión y/o revisión de la teoría
no es sino una etapa posterior del proceso de «afirmación de conducta» para los seguidores del
enfoque de Skinner o una etapa individual en un proceso de «expectación de la confirmación»
para los teóricos del aprendizaje más orientados en la línea cognitiva. En ambos casos el
funcionamiento mental del individuo se vuelve cada vez más adecuado a los contornos
medioambientales.
Tal vez no haya mejor conclusión para el presente argumento que un par de citas sacadas de
Principies of Behavior de Clark Hull. Al hablar primero de la naturaleza de la ciencia, Hull recita
la letanía hipotético-deductiva (las etapas se numeran con cifras romanas al margen):
I. La observación empírica, complementada con la conjetura prudente, es la fuente principal de
los primeros principios o postulados de una ciencia. Tales formulaciones, al ser tomadas en
diversas combinaciones junto con condiciones antecedentes relevantes,

19
El punto muerto del conocimiento individual

II. conducen a inferencias o teoremas, de los que algunos puede que estén de acuerdo con el
resultado empírico de las condiciones en cuestión, y algunos puede que no. Se retienen aquellas
proposiciones primarias que conducen a deducciones lógicas que están de acuerdo de manera
consistente con el resultado empírico observado,
III. mientras que aquellas que no lo están se rechazan o bien se modifican. A medida que se
prosigue la criba llevada a cabo mediante este proceso de prueba y error, surge de manera gradual
una serie limitada de principios primarios
IV. cuyas consecuencias acompañantes es más probable que estén de acuerdo con las
observaciones relevantes. Las deducciones hechas a partir de los postulados que sobreviven al
proceso, aunque nunca son absolutamente ciertas, de hecho, finalmente se vuelven altamente
fidedignas.
(Hull, 1943, pág. 382).
Las similitudes entre esta exposición de la ciencia y la teoría del aprendizaje de Hull son
asombrosas. En cuanto a esta última, Hull resume sus opiniones como sigue (de nuevo, los
paralelismos con las etapas del modelo hipotético-deductivo se señalan al margen): i
I. La sustancia del proceso elemental de aprendizaje tal como la ponen de manifiesto la mayor
parte de los experimentos realizados parece ser así: una condición de necesidad existe... a la que
ha dado inicio la acción de energías medioambientales estimulantes. Esto... activa diversos
II. potenciales de reacción vagamente adaptativa... dictados por la evolución orgánica. En el caso
de que una de estas respuestas aleatorias, o una secuencia de ellas, dé como resultado la
reducción de una necesidad dominante en el momento, se sigue un efecto indirecto una secuencia
de ellas, dé como resultado la reducción de una necesidad dominante en el momento, se sigue un
efecto indirecto
III. al que se denomina refuerzo. Este efecto consiste en 1) un refuerzo de las relaciones
particulares del receptor-emisor que originalmente media la reacción y 2) una tendencia para
toda(s las) descarga(s) del receptor que se producen casi al mismo tiempo a adquirir nuevas
relaciones con los emisores mediando la respuesta en cuestión. El primer efecto se conoce como
aprendizaje primitivo por prueba y error; el segundo se conoce como aprendizaje por reflejo
condicionado. Como resultado, cuando la misma necesidad surge de nuevo en esta u otra
situación similar, los estímulos activarán los mismos emisores de un modo más cierto, más rápido
y más vigoroso que en la primera ocasión. Tal acción,
IV. aunque en absoluto es adaptativamente infalible, a largo plazo reducirá la necesidad de un
modo más seguro que no lo haría una muestra aleatoria de tendencias de respuestas no
aprendidas... Por consiguiente, la adquisición de esas relaciones receptor-emisor contribuirá a la
supervivencia: es decir, será adaptativa (Hull, 1943, págs. 386-387).
Tanto la ciencia como los procesos de aprendizaje humano, por consiguiente, operan de una
manera análoga y tienden hacia fines similares. La teoría del aprendizaje humano es una réplica
de la teoría de la ciencia.
A lo largo de las primeras décadas de este siglo, tanto la metateoría como la teoría se
mantuvieron en sincronía con la concepción de metodología prevalente. Desde luego, los
métodos observacionales y la experimentación controlada en particular se vieron favorecidos por
la filosofía empirista. Para los psicólogos, las propiedades del mundo real («los antecedentes
materiales» para los empiristas lógicos, «mundo de estímulos» para el conductista) fueron
captados en el lenguaje metodológico por medio del concepto de la «variable independiente». De
hecho, las condiciones experimentales existen con independencia del organismo y son anteriores
lógicamente a su conducta en estas condiciones. Las manipulaciones del científico de las

20
Conocimiento individual y construcción comunitaria

variables independientes liberan las fuerzas que dirigen o limitan la conducta del organismo. La
«actividad resultante» del organismo es captada por el concepto de «variable dependiente» —
causado por, y dependiente de, la manipulación de la variable independiente. La variable
dependiente en términos metodológicos pone en paralelo los conceptos de «consecuente
material» en la metateoría del empirismo lógico y «respuestas conductistas» en la teoría
conductista. En efecto, el hecho de dar cuenta de lo que sucede en un experimento, junto con la
elección de la terminología que describe los particulares de carácter experimental, está en plena
consonancia con las perspectivas metateóricas y teóricas de aquel período. La metateoría suponía
un mundo ordenado de entidades mecánicamente relacionadas, el método prometía un trazado
preciso de los vínculos causales, y la imagen resultante del funcionamiento humano era aquella
en la que la conducta dependía de sus condiciones antecedentes. La metateoría, la teoría y el
método, todo se desenvuelve en una sonora armonía. 7

La fase crítica: deterioro de las inteligibilidades

Actualmente es muy poco lo que resta del optimismo y del sentido de misión que
impregnaron ese período de discursos que se apoyaban mutuamente. Cada uno de los cuerpos
interdependientes de discurso ha soportado una extensa crítica. La fase crítica del proceso de
transformación ha sido amplia e irresistible en los tres niveles. Primero, a nivel de la metateoría,
el empirismo lógico siempre había tenido más predicamento en su traducción a otras disciplinas
que en el seno mismo de la filosofía. Hubo un debate filosófico que se prolongó en el tiempo
relativo al lugar de la experiencia personal en la ciencia, la relación de los acontecimientos
materiales con la experiencia, la posibilidad de vincular lo observable con el lenguaje, y más
cosas. Sin embargo, a partir de mediados de siglo, la filosofía de la ciencia se vio dominada por
una gama cada vez más articulada e incisiva de críticas. Se formularon argumentos efectivos
contra toda la gama de supuestos empiristas, incluyendo la separación tradicional entre
proposiciones analíticas y sintéticas (Quine, 1953), la inducción como método para desarrollar la
teoría (Hanson, 1958; Popper, 1959), la lógica de la verificación (Popper, 1959), la posibilidad de
definiciones opcracionales (Koch, 1963), la correspondencia mundo-objeto (Quine, 1960), la
interdependencia de la comprensión teórica y la predicción (Toulmin, 1961), la
conmensurabilidad de las teorías en competencia (Kuhn, 1962), la separación entre hecho y valor
(Macintyre, 1973), la posibilidad de hechos teóricamente no saturados o brutos (Hanson, 1958;
Quine, 1960), la racionalidad fundacional de los procedimientos científicos (Barrett, 1979;
Feyerabend, 1976), la posibilidad de una teoría falsadora (Quine, 1953), el carácter no partidista
del conocimiento científico (Habermas, 1971) y la aplicabilidad del modelo de cobertura de ley a
la acción humana (White, 1978). Como muchos filósofos concluyen ahora, la filosofía del
conocimiento científico ha entrado en una etapa posempirista (Thomas, 1979). Salvo unos pocos
supervivientes más bien extraños, el intento de basar la ciencia en una racionalidad fundacional
agoniza en todas partes. 8

7
A fin de apreciar los efectos de apoyo mutuo de los discursos metateóricos, teóricos y metodológicos de aquella
época, resulta útil contrastar la exposición predominante de lo que ocurre en un procedimiento experimental con
otras posibilidades. Por ejemplo, afirmar que «variables independientes» tienen efectos «causales» es un compromiso
metafísico de cierta magnitud. Por un igual cabe considerar las «condiciones de estimulo» como «disponibilidades»,
«percibidas» como opuestas a las «condiciones reales» o como «invitaciones a una danza ritual». Afirmar que los
experimentos «demuestran las relaciones causales» es poco más que una comodidad retórica.
8
En cierto sentido, la crítica que Feyerabend (1976) hace del empirismo, aunque es potente, también sirve para
sostener su fundamentación. Al basar su crítica —orientada a informar al lector acerca de cómo se alcanza realmente

21
El punto muerto del conocimiento individual

En el nivel de la teoría, los psicólogos han llevado a cabo también un asalto a gran escala a
la teoría conductista. Buena parte de la primera crítica fue articulada u orquestada por Sigmund
Koch (1963). Los problemas que planteaba la explicación variable intermedia (o E-O-R), la
vinculación de los constructos con lo observable, preparar «experimentos decisivos» y la
generalidad de las leyes conductistas se contaban entre algunos de sus objetivos. Críticas
posteriores desafiaron las suposiciones conductistas de generalidad transespecífica en leyes del
aprendizaje, la contingencia histórica de los principios conductistas, y los puntales ideológicos de
la teoría del conductismo. Más espectacular en lo penetrante de su impacto ha sido la
proliferación de los argumentos innatistas similares a los planteados por los psicólogos de la
Gestait a finales de la década de 1930, que afirmaban que no se puede dar cuenta de la actividad
humana sólo en términos de inputs de estímulo. Como demostró efectivamente Chomsky (1968),
las capacidades para el uso hábil del lenguaje no podían, en principio, derivarse del refuerzo
medioambiental. Para Piaget (1952) y sus colaboradores, las capacidades para el pensamiento
abstracto no se aprendían a través del aprendizaje sino que se desplegaban a través del desarrollo
natural del niño. De una manera más general, el organismo parece tener sus propias tendencias
inherentes —para buscar y procesar información, formular hipótesis y orientarse por metas, entre
otras. Con la aparición de estos argumentos, la cadena unidireccional de la causalidad —desde el
mundo estimulador a la respuesta conductista— se rompe. En muchos aspectos, se argumentó, el
organismo alberga sus propias causas autónomas.
Finalmente, acompañando el deterioro del compromiso con la metateoría empirista y la
teoría conductista se extendió un amplio descontento en relación al método experimental. Las
primeras críticas hacían hincapié en el grado en el que los hallazgos experimentales estaban
sujetos al sesgo propio del experimentador o las características exigidas que establece el
experimentador (véase el resumen de Rosnow, 1981). Los críticos también expresaban su
preocupación por la ética de la manipulación experimental (Smith, 1969; Kelman, 1968), la
actitud manipulativa de los experimentadores hacia sus temas (Ring, 1967), la validez ecológica
de los experimentos y el grado en el que los resultados experimentales se alcanzaban gracias a
una hábil puesta en escena (McGuire, 1973). Había aún otros, entre los que cabe contar a
psicólogos críticos y las feministas, que plantearon cuestiones ideológicas, argumentando que los
experimentos eran una réplica del sistema de dominación y control inherente a la sociedad
capitalista, o de la personalidad masculina, o de ambas cosas (Hampden-Turner, 1970; Reinharz,
1985). Segmentos con un peso específico importante de la comunidad científica buscan ahora
alternativas que sean viables a la metodología experimental (incluyendo la investigación de
campo, la investigación cualitativa con métodos de casos, métodos dialógicos, por sólo citar
algunos).
La fase transformacional: cognición sin consenso

Como vemos, la tupida tela característica de la época anterior —la metateoría, la teoría y el
método— empieza a deshacerse. La metateoría empirista, la teoría conductista y la metodología
experimental, todas ellas han sufrido el impacto de una amplia crítica. La fase crítica de la
transición discursiva está, por consiguiente, plenamente madura. Con todo, ¿no se ha producido
una fase transformacional en la que se ha forjado un nuevo conjunto de inteligibilidades
entrelazadas? ¿Cuál es nuestra situación actual y qué cabe anticipar del futuro? A fin de explorar
estas preguntas resulta útil volver al cuadrilátero semiótico (véase la figura 1.3). En esta figura

el progreso científico— en lo que significa una gama de hechos históricos, implícitamente socava el ataque que hace
al uso de la observación como justificación científica.

22
Conocimiento individual y construcción comunitaria

podemos intentar situar inteligibilidades alternativas sobre las que se forman las premisas de las
críticas actuales, y examinar la posibilidad de una fructífera transformación.
Examinemos primero la posibilidad de transformación al nivel de la metateoría. Con el acta
de defunción de los fundamentos empiristas, ¿qué filosofía de la ciencia alternativa se puede
generar a partir de la penumbra de las comprensiones sobre las que se basaban las críticas? A mi
entender, la mayoría de los argumentos antiempiristas pueden agruparse en tres categorías
principales. Existe, en primer lugar, crítica dentro del paradigma, es decir, intentos de revisar
determinadas suposiciones en la metateoría existente sin que con ello se sacrifique la presunción
de la racionalidad fundacional del esfuerzo científico. Se trata a todas luces del intento de Popper
(1963) cuando condenaba las presuposiciones inductivistas del empirismo tradicional, pero, con
todo, Popper las sustituyó por un enfoque igualmente fundacional caracterizado como
«racionalismo crítico». Aunque es sostenible en algunos aspectos, yo pondría también las
principales obras de Lakatos (1970), Laudan (1977) y Bhaskar (1978) en una categoría similar.
Es decir, aunque abandonando algunos de los dogmas de la corriente fundamentadora del
empirismo, conservan todavía determinadas suposiciones clave (como la independencia sujeto-
objeto) y sostienen, de manera simultánea, la búsqueda de una base lógica trascendente. De
hecho, tal crítica no consigue provocar lo que yo consideraría como una transformación radical
en la perspectiva.
En segundo lugar, hay hebras de crítica dual tejidas en la fase crítica, es decir, argumentos
que derivan en gran medida del punto de vista tradicionalmente más antagonista del empirismo, a
saber, el racionalista. Como se acostumbra a sostener, la historia de las teorías del conocimiento
que se dan en Occidente puede escribirse ampliamente en términos de un movimiento pendular
entre las exposiciones del conocimiento humano como un depósito de inputs experienciales y
aquellas otras exposiciones y explicaciones que sostienen que la mente es una fuente originaria
de conocimiento. Por consiguiente, para los principales filósofos de la tradición del empirismo
clásico (Locke, Hume, los Mili) el conocimiento individual se construye ampliamente a partir de
la experiencias de los acontecimientos medioambientales. El individuo llega a conocer a través de
la observación; sin contacto experimental con el mundo, poco es cuanto el individuo puede decir
que sabe o conoce. Al contrario, para los filósofos que con mayor asiduidad se identifican con la
tradición racionalista (Descartes, Spinoza, Kant), el carácter inherente de la mente humana es
esencial para el desarrollo del conocimiento. Sin una capacidad innata para la racionalidad o para
organizar el mundo de determinados modos, difícilmente podríamos acreditar que poseemos
conocimiento. En estos términos, la filosofía empirista-lógica de la ciencia significa en gran
medida un refinamiento característico del siglo XX de las concepciones empiristas tradicionales.
Por consiguiente, dada la historia del debate a lo largo de la dualidad, las críticas de tipo
racionalista se habían de anticipar. A fin de poner ejemplos de ello, en algunos aspectos las
criticas tanto de Hanson (1958) como de Kuhn (1962) han recurrido al uso de suposiciones que se
originan en el dominio de la tradición racionalista. Para Hanson, los conceptos mentales tienen
que preceder a la identificación de los hechos; para Kuhn, las transformaciones de paradigma
están emparentadas con los cambios de la Gestait, es decir, están dirigidas no por los datos sino
por tendencias mentales inherentes.
Las consecuencias e implicaciones discursivas de las críticas racionalistas ¿pueden
desarrollarse y formar una teoría alternativa del conocimiento científico? Resulta interesante el
hecho de que ningún filósofo se haya pronunciado en el sentido de extender las suposiciones
subyacentes a una teoría hecha y derecha del conocimiento. A mi juicio, esta posibilidad queda
prácticamente imposibilitada por los últimos tres siglos de debate filosófico. Los problemas del
solipsismo, del conocimiento innato, de la separación mente-materia, y el conservadurismo

23
El punto muerto del conocimiento individual

político, por sólo citar algunos (véase para más detalles el capítulo 5), han desalentado
efectivamente este empeño. En efecto, la sustitución del empirismo por una corriente
fundamentadora racionalista es improbable.
Finalmente, y discurriendo al nivel metateórico, se distingue entre crítica y modalidades
alternativas, es decir, aquellas perspectivas que difieren tanto de la explicación empirista-lógica
como de la racionalista, y las reducen a una única unidad que por sí misma se convierte en un
polo de la nueva polaridad. Tales críticas son a la vez las menos y las más efectivas. Son
inefectivas al punto de que simplemente no se dirigen a aquellos que están dentro de los sistemas
dominantes de inteligibilidad de un modo que sea compatible con sus preocupaciones. En efecto
a menudo aparecen como «críticas hechas desde lo inmediato», tangenciales, o fuera del diálogo.
Al mismo tiempo, tales críticas son las más efectivas, en la medida que 1) aquellos que reciben el
ataque tienen pocos medios con que defenderse, y 2) las razones de la argumentación empiezan a
ofrecer alternativas significativas a los enfoques existentes. Para los empiristas, las críticas del
tipo racionalista son en la práctica rituales; los argumentos y contraargumentaciones han sido
como un flujo y reflujo durante siglos con una reiteración tal que «un nuevo asalto» apenas es
desasosegador. La inteligibilidad alternativa se comprende bien y sus deficiencias se hacen
evidentes. Sin embargo, en el caso de las críticas que se ejercen desde el exterior de la dualidad,
ninguna de estas condiciones las incumbe. Las refutaciones no han sido bien preparadas, y los
problemas inherentes a las alternativas se encuentran fuera del alcance de la comprensión.
A mi juicio, dos de las principales líneas de la crítica antiempirista encuentran sus raíces en
una modalidad alternativa. Se trata de los tipos de crítica ideológica y la de tipo social. Las
críticas de la variedad ideológica se centran en los sesgos morales y políticos inherentes al
enfoque empirista. Tanto Macintyre (1981) como Habermas (1971), por ejemplo, apuntan en el
sentido de que las concepciones empiristas del conocimiento son contrarias al bienestar humano.
De hecho, no consiguen valorarse mediante estándares morales y políticos. Los empiristas no
disponen de medios bien desarrollados para demostrar que carecen de sesgos morales y políticos;
de hecho, han evitado de manera sistemática entrar a participar en el diálogo sobre los bienes
morales o políticos. En gran medida lo mismo cabe decir de la crítica social, es decir, la crítica
que apunta a los diversos procesos sociales que operan en la generación de inteligibilidades
científicas. Por consiguiente, al hacer hincapié en la base comunitaria del compromiso de un
paradigma, Kuhn (1962) sostiene esencialmente una explicación social del conocimiento
científico. El mismo resultado se ve favorecido por el examen que Feyerabend (1976) hace de la
racionalidad como forma de tradición cultural. De nuevo, el empirista no está listo para la
refutación; los procesos sociales son inefectivamente declarados como no interesantes,
interfirientes o irrelevantes y las condiciones están maduras para que el proceso social se
convierta en la base para una teoría alternativa del conocimiento. En el capítulo siguiente,
combinaré la crítica ideológica con la social y, con recursos adicionales, sentaré los preliminares
para un proyecto alternativo hecho y derecho: construccionismo social. En este caso, tanto el
empirismo como el racionalismo formaran el polo rechazado de una nueva dualidad —ambos
sostienen que el conocimiento es una posesión individual, mientras que la nueva polaridad
tomará el conocimiento como un producto resultante de las relaciones comunitarias.
En marcado contraste con la incapacidad de los filósofos para montar una alternativa
convincente al de la corriente fundamentadora del empirismo, los psicólogos se han trasladado
rápidamente a un período de transformación teórica. En gran medida la razón se encuentra en que
las críticas de la teoría conductista estaban incluidas en el interior de la polaridad tradicional
empirista-racionalista y descansaban en diversas suposiciones surgidas de la tradición
racionalista. Estas críticas sostienen la incapacidad de la teoría conductista para tomar en

24
Conocimiento individual y construcción comunitaria

consideración las propensiones racionalistas inherentes, para considerar el dominio de los


procesos de pensamiento, o para abarcar cuestiones como la conciencia y la intencionalidad,
todos ellos argumentos compatibles con el marco racionalista. Y lo que es más importante para
nuestros propósitos, los psicólogos empiezan a vaciar la preestructura de tales críticas,
transformando así la crítica en una ontología alternativa. Así pues, por ejemplo, cuando Chomsky
(1968) sostuvo que la producción del lenguaje (y, en consecuencia, más en general la acción
humana) no puede entenderse en términos de refuerzo medioambiental, estaba haciendo una
contribución importante a la literatura de la crítica. Cuando pasó a dar cuenta de la enorme
flexibilidad del niño a la hora de construir frases bien formadas en términos de tendencias
inherentes (la «estructura profunda» del conocimiento gramatical), la ontología positiva de una
teoría racionalista estaba en curso. La floración de la ontología positiva constituye lo que ahora
vemos como «la revolución cognitiva». En el énfasis puesto en los esquemas, en el
procesamiento de la información, la exploración medioambiental, la memoria dirigida por
esquemas, por ejemplo, todo ello inherente a la mente individual, el movimiento cognitivo
representa una reaparición contemporánea de la tradición filosófica racionalista. En el caso de la
teoría psicológica, por consiguiente, las transformación en inteligibilidades teóricas es
prácticamente completa.
Poniendo nuestra atención en la exposición predominante de la metodología, encontramos
una trayectoria similar a la de la metateoría empirista. Aunque reduciendo efectivamente la
confianza en el método experimental, la crítica no ha logrado producir una alternativa de amplia
credibilidad. 9 La principal razón por la que la transformación ha fracasado es que la mayoría de
las críticas existentes se han dado «dentro del paradigma». Es decir, atacar el experimento por su
falta de validez externa, el hecho de que están presentes el sesgo del experimentador y las
características exigidas, así como por sus impropiedades éticas, no es concluir que los
experimentos son en principio problemáticos. Nada se dice en este caso que impugne su potencial
de producción de conocimiento. Por consiguiente, la invitación del crítico no consiste en
abandonar la experimentación como un programa que fracasa, sino en asignar los medios de
mejorar su eficacia (por ejemplo, a través de la experimentación de campo, procedimientos
double-blind, grupos de investigación ética). Además, aquellos que intentan una transformación
en la metodología se enfrentan a un problema común: el concepto mismo de metodología como
dispositivo garantizador va unido a la tradición empirista y el hincapié que la caracteriza en «la
verdad a través del método». Por consiguiente, feministas, fenomenólogos, interpretativistas y
demás que buscan una alternativa genuina a los métodos empiristas se encuentran luchando por
demostrar que sus métodos son adecuados a los estándares empiristas de rigor (como son la
validez, la fiabilidad, la neutralidad y demás). Al no lograr demostrar su adecuación a estos
fundamentos (empiristas), les ha resultado difícil convencer a la comunidad científica de que, de
hecho, están llevando a cabo una investigación científica. Por ejemplo, la metodología dialógica
(que intenta generar nuevas aportaciones conceptuales a través del diálogo entre el sujeto y el
científico) no parece ser creíble como instrumento de investigación «científica». Y, desde luego,
los intentos de demostrar una igualdad con los métodos empiristas característicamente apenas
culminan. En realidad, el mismo intento de demostrar, por ejemplo, que los métodos cualitativos
son tan rigurosos como los métodos observacionales o de cuestionamiento, sólo da una sanción

9
Como examinaré en el siguiente capítulo, durante la última década ha surgido una amplia gama de alternativas
metodológicas: feministas, dialógicas, reflexivas. Sin embargo, no se trata de ofertas en el interior del esquema dual
existente. Más bien, son intentos por realizar una concepción alternativa tanto de las personas como de la ciencia, y,
por consiguiente, abandonando en su conjunto la dualidad tradicional.

25
El punto muerto del conocimiento individual

tácita a la concepción empirista de la ciencia.


Igualmente, no ha habido florecimiento de lo que cabría llamar «métodos de investigación
racionalistas». Nadie ha explorado los tipos de métodos que resultarían si el enfoque de que el
individuo es algo inherentemente racional, que busca información y sustentador de conceptos se
extendieran al nivel de la práctica científica. En la era conductista, los psicólogos dieron forma al
individuo en el mismo molde que al científico. La persona común era simplemente un científico
que operaba menos sistemáticamente o menos rigurosamente que el profesional. La psicología
humana y la ciencia formaban un todo coherente. Pero no hubo intento en la época de la
revolución cognitiva para generar tal coherencia: ninguna deliberación sobre la naturaleza del
conocimiento científico tomaría en serio el enfoque prevalente del funcionar humano. El
resultado es una disyunción peculiar entre la metodología contemporánea (que congenie con un
enfoque empirista de la ciencia y un enfoque conductista de la persona) y la teoría cognitivista
prevalente.
Esta disyunción entre el método contemporáneo y la teoría alberga una irónica incoherencia.
El teórico cognitivo conceptualiza el funcionar humano de un modo que esencialmente destruye
la garantía de los métodos empiristas, al punto que los teóricos afirman que los procesos
cognitivos se encuentran fijados genéticamente y operan de «arriba abajo», con el individuo
tamizando y ordenando la información sobre la base de requisitos inherentes y estructurales. El
individuo pierde su capacidad para afirmar un conocimiento exacto de un mundo independiente.
En este caso, las representaciones que el individuo tiene del mundo no están determinadas por la
experiencia —qué hay «allí fuera»— sino por los requisitos del propio sistema cognitivo. 10
Aplicando este enfoque del funcionar humano al nivel de la practica científica, encontramos que
el científico pierde credibilidad como una «autoridad sobre la naturaleza». Los métodos
experimentales no podrían «corregir la tendenciosidad cognitiva» porque el experimentador
inevitablemente conduciría la investigación en aquellos sentidos exigidos por las demandas del
sistema cognitivo, como son, por ejemplo, emplear los experimentos al servicio de esquemas a
los que ya se ha adherido e interpretar todos los datos precisamente del modo exigido por las
propias proclividades en cuanto al procesamiento de la información. Además, el experimentador
pierde justificación para hablar de manipulación experimental y control. Mas bien, desde la
perspectiva de la teoría cognitiva, los sujetos llevan a los experimentos procesos que
determinaran qué deben desechar y derivar de las condiciones; los experimentadores a su vez
harán interpretaciones consistentes con sus propios esquemas iniciales y problemáticamente
relacionados con las actividades de sus sujetos. Así, pues, toda la lógica de as variables
«dependientes» e «independientes» queda obviada. En efecto los psicólogos cognitivos se
encuentran en una posición incómoda para abarcar las teorías que niegan la posibilidad de que

10
La focalización de la atención en los procesos cognitivos activos (opuestos a pasivos) o determinativos, que
poseen sus propias tendencias o requisitos, ha sido el sello del movimiento cognitivo desde sus primeros pasos. En
Miller, Galanter y Pribram (1960), por ejemplo, la conducta individual se- retraía a planes internos que ordenaban
jerárquicamente la estructura de actividad. Los procesos de emparejar plantillas, detectar rasgos, esperar
selectivamente, construir modelos mentales y procesar la información han desempeñado todos un papel central en las
formulaciones cognitivas desde esa época; todos estos tipos de procesos son tratados como originarios, en el sentido
de que no están exigidos por los contornos del mundo tal como es. El concepto ampliamente utilizado del esquema
cognitivo funciona típicamente en este mismo sentido, Un esquema que ha sido igualado con «un plan, un esbozo,
una estructura, un marco, un programa. En todos estos significados la suposición es que los esquemas son cognitivos,
planes mentales abstractos y que sirven de guías para las acciones, como estructuras para interpretar la información,
como marcos organizados para la resolución de problemas» (Reber, 1985).

26
Conocimiento individual y construcción comunitaria

estén sujetas a evaluación empírica. Y descansar en métodos empíricos es, por consecuencia
lógica negar las concepciones mismas del funcionamiento humano sobre las que se ha basado la
revolución cognitiva.

¿Adonde nos lleva el conocimiento individual?

Este capítulo empezó expresando la preocupación por la presuposición de larga duración de


que el conocimiento es una posesión individual ¿Puede sostenerse este enfoque, y, a la luz del
cambio de las condiciones globales, seguirá siendo sólido? Esperamos comprender mejor estas
materias explorando la condición de la psicología científica, disciplina en su mayor parte
comprometida sistemáticamente en generar un conocimiento firme sobre las capacidades del
individuo para generar conocimiento. Tal como hemos visto, en la línea central de este siglo la
posición de la psicología sobre las cuestiones del conocimiento ha cambiado marcadamente. Se
ha producido una importante transformación en la sustitución de la teoría conductista por la teoría
cognitiva. Sin embargo, como demuestra la figura 1.4, esta transformación se cumplió pagando
un coste enorme.
La teoría conductista surgió en un contexto discursivo plenamente compatible con sus
principales dogmas. Estuvo ampliamente apoyada por la fiosotia dominante de la ciencia y
reforzada por un oportuno discurso sobre los métodos. Tanto la filosofía fundacional como la
confianza predominante en los métodos se han erosionado en la actualidad, aunque no tienen
sucesores significativos que diluyan el apoyo que tiene la concepción individualista del
conocimiento. Así, pues, la teoría cognitiva actual existe, pero lo hace en una posición de
precariedad. Se trata de una perspectiva sobre el conocimiento que adolece de la falta de apoyo
de una filosofía de la ciencia (metateoría) y que emplea una metodología antitética para sus
suposiciones básicas.

Figura 1.4. Teoría cognitiva sin apoyo auxiliar

En efecto, los psicólogos cognitivistas están desprovistos de dos formas principales de sostener el

27
El punto muerto del conocimiento individual

discurso: una filosofía de la ciencia que justifique la racionalidad de la teoría cognitiva, y una
metodología que garantice propiamente sus pretensiones de verdad.
A la luz de esto podemos anticipar que la psicología cognitiva, al igual que le sucediera a su
predecesor el mentalismo del siglo XIX, pronto seguirá su rumbo. Desde luego, es posible que,
incluso desprovisto del apoyo de una base racional, el movimiento cognitivo pueda seguir
sosteniéndose. A mi juicio, la vitalidad presente del movimiento puede atribuirse a su alianza con
los ordenadores, tanto como metáfora para la construcción de la teoría como en calidad de una
base para la puesta a prueba tecnológica. Al igualar los procesos cognitivos con el
funcionamiento computacional, utilizando el ordenador como un medio para la modelización de
la toma de decisiones y concluir que los modelos por ordenador que logran fructificar demuestran
que la mente opera precisamente de este modo, los cognitivistas han desarrollado un medio
efectivo, aunque a veces de una circularidad viciosa, de prestar credibilidad a sus empeños.
Entonces, también, el paisaje académico está cubierto de enclaves autónomos que siguen
aprovechándose de iconos que están ausentes desde hace mucho del intercambio común.
La posibilidad de una hegemonía parece dudable. Basándonos en los análisis precedentes,
las afirmaciones de modalidad cognitiva establecen las condiciones para la negación, y a medida
que estas negaciones van siendo progresivamente articuladas, son pocos los recursos existentes
para la resistencia: ningún hecho inflexible, ninguna filosofía fundacional, y unas pocas
suposiciones que pueden sostenerse ante los argumentos filosóficos generados por los siglos
anteriores. Incluso ahora la metáfora del ordenador estimula un abanico de críticas y, como
subrayaré en el capítulo 5, el cuerpo de la literatura autocrítica está haciendo que el paradigma se
aproxime a una situación de implosión.
A medida que esta nueva fase sigue su curso, ¿podemos anticipar una vuelta a cierta forma
de conductismo? Tal retorno podría ser anticipado a través de la historia precedente de la
psicología, moviéndose como lo hizo desde el mentalismo del siglo XIX al conductismo del siglo
XX y luego dejando espacio al cognitivismo. También cabría anticiparlo en términos de los
debates en la filosofía entre los partidarios del empirismo y los del racionalismo, debates que se
han ido repitiendo a lo largo de siglos sin que hayan llegado a una solución. ¿Qué hay que evitar
si no otra oscilación del péndulo intelectual? A mi entender, tal oscilación está contraindicada.
Ante todo, sería esencial asignar modos de trascender la panoplia de críticas a la que se ha
expuesto hasta ahora al conductismo —desde el interior del paradigma, desde el polo racionalista
de la dualidad y desde los sectores ideológicos y sociales. Además, tal como sugiere el presente
análisis no habría ninguna filosofía de la ciencia como base de justificación sólida sobre la que
hacer descansar tales enfoques del funcionar humano. Finalmente, sería necesario desviar la
creciente indignación del cambio intelectual, corrientes que favorecen en conjunto la sustitución
del enfoque individualista del conocimiento por una formulación comunitaria. En el momento
presente nos enfrentamos a la posibilidad de trascender la herencia de la Ilustración y su dualidad
empirismo-racionalismo. Y a este empeño volveremos en los capítulos siguientes.

28
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Capítulo 2
La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social

En la medida en que el enfoque del conocimiento como posesión individual entra en un


punto muerto, las transformaciones han ido tomando cuerpo en otros ámbitos de especialización.
Estos cambios de sensibilidad comparten determinados temas, que sugieren una alternativa a la
concepción individual del conocimiento, a saber, el enfoque del conocimiento como residiendo
en el seno de la esfera de la conexión social. Este capítulo ante todo bosqueja estos diálogos
emergentes y sus consecuencias para el enfoque construccionista social de las ciencias humanas.
Prestaré especial atención al deterioro de las creencias tradicionales en la representación
verdadera y objetiva del mundo. Las críticas ideológicas, literario-retóricas y sociales pasan a
primer plano. Tras destilar de estas críticas una serie de suposiciones construccionistas
esenciales, exploraré los contornos de la investigación a la que invita ese tipo de suposiciones.
Como propondré, el construccionismo no precisa del abandono de las empresas y empeños
tradicionales. Más bien, los sitúa en un marco diferente, con un cambio resultante en el acento y
las prioridades. Y lo que es aún más importante, el construccionismo invita a nuevas formas de
investigación, expandiendo sustancialmente el alcance y la significación de los empeños de las
ciencias humanas.
La misión de las ciencias socioconductistas ha sido tradicionalmente proporcionar
explicaciones objetivas de la conducta humana y explicar su carácter, preocupaciones que se
extienden a las acciones de todas las personas de todas las culturas y a través de la historia. Las
ciencias ofrecen explicaciones tanto del amor como de la hostilidad, del poder y la sumisión, de
la racionalidad y la pasión, de la enfermedad y el bienestar, del trabajo y el juego, junto con
explicaciones de amplio alcance de su funcionamiento. Y, cuando están adecuadamente seguros
de sí mismos, los científicos, a menudo, aventuran predicciones, sugiriendo cómo se
desarrollarán los niños, cómo se reducirán los prejuicios, cómo prosperará el aprendizaje, se
deterioraran las intimidades, cómo se acrecentará el producto nacional bruto, etc... Al igual que
otros colegas en las ciencias naturales, los científicos socioconductistas se comunican estas
exposiciones entre sí y a la sociedad primero a través del lenguaje. Al lenguaje las ciencias
confían el deber de pintar y reflejar los resultados de sus investigaciones. Y si es el lenguaje el
que transporta la verdad a través de las culturas y al futuro, cabría concluir razonablemente que la
supervivencia de las especies depende del funcionamiento del lenguaje.
Aunque esto parece casi cómodamente convencional, detengámonos a examinar las
obligaciones que tradicionalmente se asignan al lenguaje. ¿Puede el lenguaje soportar la gravosa
responsabilidad de «representar» o «reflejar» cómo son las cosas? ¿Podemos estar seguros de que
el lenguaje es el tipo de vehículo que puede «transmitir» la verdad a otros? Y cuando está
impreso, ¿podemos adecuadamente anticipar que «almacenará» la verdad para generaciones
futuras? ¿Sobre qué razones sustentamos estas creencias? La duda nos asalta cuando examinamos
las descripciones cotidianas de la gente. Las describimos como «inteligentes», «cálidas» o
«deprimidas» mientras sus cuerpos están en estado de movimiento continuo. Sus acciones son
proteicas, elásticas, siempre cambiantes y, con todo, nuestras descripciones siguen siendo
estáticas y gélidas. ¿En qué sentido, pues, el lenguaje representa nuestras acciones? ¿O si
utilizamos el término «hostil» para referirnos a la expresión facial de Sarah, al tono de voz de
Eduardo y la relación entre los católicos y los protestantes irlandeses, exactamente de qué es una
imagen el término «hostil»? Las fotografías reales de los acontecimientos no tendrían ninguna
similitud entre sí. ¿En qué sentido, pues, el término es mimético?
Disyunciones semejantes entre la palabra y el mundo se pueden discernir a nivel profesional.

29
La crisis de la representación

En el psicoanálisis, por ejemplo, quienes lo ejercen demuestran tener una capacidad


extraordinaria para aplicar un léxico restringido de descripción a un abanico de acciones insólito
y siempre cambiante. A pesar de las vicisitudes de las trayectorias vitales, todos los sujetos
analizados se pueden caracterizar como «reprimidos», «conflictivos» y «defensivos». De manera
similar, en el laboratorio conductista, los investigadores son capaces de retener un compromiso
teórico dado con independencia de la gama y la variabilidad de su observación. Desde los
cobayas a los estudiantes de segundo año de universidad, el teórico sostiene que todos realizan la
misma respuesta (como es eludir) las pautas de castigo. Y a pesar de los métodos rigurosos de
observación utilizados en esos laboratorios, apenas podemos encontrar una teoría conductista que
ha sido abandonada porque ha sido desmentida por las mismas observaciones.
Nuestra preocupación inicial es, pues, la relación existente entre el lenguaje descriptivo y el
mundo que proyecta representar. El problema no carece precisamente de consecuencias, ya que,
como filósofos de la ciencia, desde hace tiempo somos conscientes de que una teoría se aquilata
con el valor que tiene en el mercado de la predicción científica en la medida en que el lenguaje
teórico corresponde a los acontecimientos del mundo real. Si el lenguaje científico no comporta
ninguna relación determinada con los acontecimientos externos al propio lenguaje, su
contribución a la predicción se vuelve problemática, y la teoría científica no puede perfeccionarse
mediante la observación. La esperanza de que el conocimiento puede ser superior a través de la
observación sistemática resulta ser vana. De un modo más general, cabe poner en entredicho la
objetividad fundamental de las exposiciones científicas. Si este tipo de exposiciones explicativas
no se corresponde con el mundo, entonces ¿qué proporciona su garantía? Esta pregunta es crítica,
dado que la pretensión de objetividad ha venido proporcionando la base principal para la amplia
autoridad que durante el siglo pasado han afirmado las ciencias.
En esta multiplicidad de aspectos, los filósofos del empirismológico ansiaban establecer una
estrecha relación entre lenguaje y observación. En el corazón del movimiento positivista, por
ejemplo, se encuentra el «principio de la verificabilidad del significado» (denominado «realismo
del significado» en su versión revisada), sosteniendo que el significado de una proposición
descansa en su capacidad de ser verificado a través de la observación; las proposiciones que no
están abiertas a la corroboración a la enmienda a través de la observación carecen del valor
necesario para entrar a participar en una ulterior discusión. Con todo, el problema consistía en dar
cuenta de la relación entre proposiciones y observaciones. Russell (1924) propuso que el
conocimiento objetivo podía reducirse a conjuntos de «proposiciones atómicas», cuya verdad
descansaría en hechos aislados y discriminables. En cambio, Schiick (1925) propuso que el
significado de las palabras individuales en las proposiciones debía establecerse a través de
medios ostensivos («mostración»). Carnap (1928) propuso que los predicados de cosas
representaban «ideas primitivas», reduciendo así las proposiciones científicas a informes de
experiencia privada. Para Neurath (1933), las proposiciones habían de verificarse a través de
«proposiciones protocolarias» que estaban, a su vez, directamente vinculadas a los procesos
biológicos de percepción. Todos estos enunciados en este enfoque son reducibles al lenguaje de
la física. Efectivamente, existía una unidad fundamental entre todas las ramas de la ciencia.
Aun así, estos intentos de establecer relaciones seguras y determinadas entre las palabras y
los referentes del mundo real dejan una diversidad de problemas esencialmente irresueltos. ¿Las
proposiciones que toman parte en el principio de verificabilidad están a su vez sujetas a
verificación? En caso negativo, ¿en qué medida son significativas o fidedignas? Si el objeto al
que se refiere una proposición está en un estado de cambio continuo, o deja de existir, ¿la
proposición es sólo momentáneamente verdad? Las proposiciones tienen significado durante y
por encima de la capacidad referencial de las palabras individuales que las constituyen. ¿Cómo

30
Conocimiento individual y construccion comunitaria

hay que entender ese significado? ¿Las proposiciones están sujetas a verificación, o sólo los
términos individuales? ¿La verificación es un estado mental, y de serlo, en qué sentido las
proposiciones sobre estados mentales son a su vez verificables? ¿Sobre qué bases se han de
distinguir los átomos tactuales entre sí? Estas y otras preguntas irritantes han seguido siendo
recalcitrantes a una solución ampliamente convincente.
Para muchos, los argumentos de Popper (1959) y de Quine (1960), en particular, justificaban
reexaminar la base empírica de las declaraciones científicas en cuanto a la descripción. El
primero sostuvo que no había medios lógicos para inducir enunciados teóricos generales de la
observación, es decir, de desplazarse de un modo lógicamente fundamentado desde una
explicación lingüística de lo particular a una explicación general o universal de las clases. Esto
condujo a que Popper abrazara la distinción de Reichenbach entre un «contexto del
descubrimiento» y un «contexto de la justificación». El contexto del descubrimiento —ese
espacio en el que el científico establece sus pretensiones iniciales de correspondencia— era, para
Popper, «irrelevante para el análisis lógico del conocimiento científico» (pág. 31). De hecho, los
medios con los que un científico establece las afirmaciones ontológicas que han de someterse a
estudio no están a su vez racionalmente justificados. La crítica de Quine (1960) causó estragos
incluso a la posibilidad de una sólida fundamentación en el contexto de justificación. ¿Qué es, se
preguntó, la posibilidad de una definición ostensiva, es decir, de definir los términos científicos a
través de la designación pública de los referentes materiales? ¿Los términos de una ontología
científica pueden fundamentarse a través de las características del estímulo al que se refieren? En
su célebre ejemplo gavagai (págs. 26-57), Quine demostró la imposibilidad de hacerlo. Si un
término como «gavagai» lo utilizan los indígenas para referirse a un conejo que corre, a un
conejo muerto o a un conejo en una olla, o simplemente los signos de la presencia de un conejo,
entonces ¿cuál es la configuración de estímulos que garantiza la traducción del término en tanto
que «conejo»? En el caso extremo, cada vez que el indígena utiliza el término puede que se esté
refiriendo al conejo como un todo. Entonces, no encontramos los medios para vincular
ostensivamente los términos y precisar así las características del mundo. La definición ostensiva
puede ser operativa para muchos propósitos prácticos, pero la descripción científica no puede
fundamentarse o afirmarse mediante el significado-estímulo. Para Quine, la teoría científica se
encuentra «notoriamente subdeterminada» por cómo son las cosas.
Actualmente se ha aceptado en general que el modo en el que se logra la representación
objetiva en cuestiones de descripción y de explicación sigue estando insatisfactoriamente
explicado (Fuller, 1993; Bames, 1974). Mientras tanto, fuera de las filas de la filosofía de la
ciencia, con insistente intensidad han venido sonando redobles de tambor con otro ritmo. Estos
movimientos, a menudo adjetivados como posempiristas, posestructuralistas o posmodernos, ya no
buscan una base lógica racional para una vinculación precisa de la palabra y el mundo; más bien,
en cada caso, los argumentos plantean un desafío más fundamental a la suposición de que el
lenguaje puede representar, reflejar, contener, transmitir o almacenar el conocimiento objetivo.
Tales críticas invitan a una reconsideración completa de la naturaleza del lenguaje y cuál es su
lugar en la vida social; y lo que aún es más importante, empiezan a formar la base de una
alternativa a la presuposición del conocimiento individual. En el capítulo anterior, hallamos que el
trabajo crítico en la filosofía de la ciencia producía simplemente una nueva iteración en un debate
cíclico que ha durado siglos. Tampoco la crítica de la metodología produjo alternativas viables.
Las formas presentes de crítica, sin embargo, surgen de las inteligibilidades discursivas que caen
ampliamente fuera de los ámbitos filosófico-científicos. Cuando sus consecuencias se elaboran y
sintetizan, sientan las bases para una completa transformación de nuestro enfoque del lenguaje, así
como de los conceptos aliados de verdad y racionalidad. De un modo más específico,

31
La crisis de la representación

proporcionan medios para revisar la psicología y las ciencias humanas con ella relacionadas.

La critica ideológica

Durante la mayor parte del presente siglo se ha hecho un intenso esfuerzo —tanto por parte
de los científicos como de los filósofos empiristas— para apartar a las ciencias del debate moral.
La meta de las ciencias, se ha dicho en general, consiste en proporcionar unas exposiciones
precisas de «cómo son las cosas». Las cuestiones relativas a «cómo deberían ser» no son una
preocupación científica principal. Cuando la explicación y la descripción teórica se ven
recubiertas de valores, se dice, dejan de ser fidedignas o pasan a ser directamente perjudiciales;
distorsionan la verdad. Que las tecnologías científicas deban utilizarse para diversos propósitos
(como hacer la guerra, controlar la población o la previsión política) tiene que ser una
preocupación vital para los científicos, pero tal como se ha dejado claro con frecuencia, las
decisiones acerca de estos temas no pueden derivarse de la ciencia en cuanto tal. Para muchos
científicos sociales, el ultraje moral de la guerra de Vietnam empezó a socavar la confianza en
este enfoque existente desde hacía mucho tiempo. De algún modo la neutralidad de las ciencias,
como medusas en un océano, parecía ser algo moralmente corrupto. No sólo no había nada acerca
del aspecto científico que diera razón al rechazo de la brutalidad imperialista, sino que el
establishment científico a menudo entregaba sus esfuerzos a mejorar las tecnologías de la
agresión. Había una ampulosa razón para restaurar y revitalizar el lenguaje del «deber ser».
Para muchos especialistas esta búsqueda de reforma moral despertaba el interés por una
forma mortecina de análisis filosófico: la crítica moral de la racionalidad de la Ilustración. En la
década de 1930 los escritos de la Escuela de Francfort —Horkheimer, Adorno, Marcuse,
Benjamín y otros— fueron especialmente catalizadores. En primer lugar, estos teóricos salían de
un linaje intelectual significativo: del acento puesto por Kant en el primado de la libertad
individual y de la responsabilidad moral sobre el mundo científicamente concebido de
contingencias materiales, el enfoque hegeliano de la razón y la moralidad como incrustadas en las
prácticas culturales y la demostración que Marx hiciera de los sentidos en los que las formas de
racionalidad estaban influidas por los intereses de clase. De un modo más inequívoco, estos
escritos trazaron efectivamente un amplio espectro de males de la búsqueda ilustrada de una
racionalidad histórica y culturalmente trascendente. El compromiso con la filosofía positivista de
la ciencia, el capitalismo y el liberalismo burgués —manifestaciones contemporáneas de la visión
ilustrada— se prestaba a males como la erosión de la comunidad (Gemeinschaft), el deterioro de
los valores morales, el establecimiento de las relaciones de dominio, la renuncia al placer y la
utilización de la naturaleza. Esta forma de análisis, denominado «teoría crítica», estaba dirigida al
cuerpo de creencias o ideología que apoyaba o racionalizaba estas instituciones. El propósito de
este tipo de análisis era la emancipación ideológica. Las pretensiones de verdad científica, por
ejemplo, propiamente podían evaluarse en términos de los sesgos ideológicos que revelaban. La
apreciación crítica por consiguiente nos liberaba de los efectos perniciosos de las verdades
mistificadoras. 1
Aunque los escritos de la escuela crítica eran —y son— predominantemente marxistas en su
orientación, ya que buscan emancipar a la cultura de la esclavitud de la ideología capitalista, esta
forma de argumentación ha roto sus amarras marxistas. Para cualquier grupo preocupado por la

1
Las contribuciones clásicas incluyen Adorno (1970), Horkheimer y Adorno (1972), y Mareuse (1964). En cuanto a
las prolongaciones de esta perspectiva en fecha más reciente, véanse, por ejemplo, Parker (1992), Sullivan (1984) y
Thomas (1993).

32
Conocimiento individual y construccion comunitaria

injusticia o la opresión, la crítica ideológica es un arma poderosa para socavar la confianza en las
realidades que se dan por sentadas propias de las instituciones dominantes: la ciencia, el
gobierno, lo militar, la educación entre otras. Como forma general, la crítica ideológica intenta
poner de manifiesto los sesgos valorativos que subyacen a las afirmaciones de la verdad y la
razón. En la medida en la que se demuestra que estas afirmaciones representan intereses
personales o de clase, ya no pueden calificarse de objetivas o racionalmente trascendentes.
Por ejemplo, actualmente existe un enorme cuerpo de crítica feminista que eclipsa la obra
marxista en extensión e interés. A fin de ilustrar su potencial desconstructivo, basta examinar el
análisis de Martin (1987) de los sentidos en los que la ciencia biológica caracteriza el cuerpo de
la mujer. La preocupación particular de Martín se ciñe al sentido en el que los textos biológicos,
tanto en el aula como en el laboratorio, representan o describen el cuerpo femenino. Tal como la
autora muestra, el cuerpo de la hembra es característicamente tratado como una forma de fábrica
cuyo propósito primario es el de reproducir la especie. De esta metáfora se sigue que los procesos
de menstruación y de menopausia son un despilfarro, si no disfuncionales, ya que, se trata de
períodos de «no reproducción». Examinemos los términos negativos en los que el texto de
biología típico describe la menstruación: «el hecho de que pasen a la sangre la progesterona y los
estrógenos priva al revestimiento endometrial de su soporte hormonal»; «la constricción de los
vasos sanguíneos lleva a una disminución del aporte en oxígeno y nutrientes»; y «cuando
empieza la desintegración, todo el revestimiento empieza a deshacerse, y se inicia el flujo
menstrual». «La pérdida de estimulación hormonal causa decrosis» (muerte del tejido). Según un
texto, la menstruación es como «el útero que llora por la falta de un bebé» (cursivas nuestras).
Tal como Martín las considera, estas descripciones científicas lo son todo menos neutrales.
De manera sutil informan al lector de que la menstruación y la menopausia son formas de colapso
o fracaso. Como tales tienen implicaciones peyorativas de amplia consecuencia. Para una mujer,
aceptar estas exposiciones es alienarse de su cuerpo. Las descripciones proporcionan razones para
el autoenjuiciamiento, tanto sobre la base mensual para la mayor parte de los años de la vida
adulta de la mujer, y luego permanentemente, una vez que sus años de fertilidad han quedado
atrás. Además, estas caracterizaciones podrían ser de otro modo. La «f adicidad del cuerpo de la
mujer» no requiere este sesgo negativo, sino que resulta del ejercicio de la metáfora masculina de
la mujer como fábrica de reproducción. Para Martín, como para muchos otros científicos, la
ciencia es la continuación de la política por otros medios. 2 O, como Butler lo expresa, «la
ontología no es... un fundamento sino una inyunción normativa que opera insidiosamente
instalándose en el discurso político como su fundamento necesario» (pág. 148).
Esta forma de análisis crítico —orientado a revelar los propósitos ideológicos, morales o
políticos en el seno de explicaciones aparentemente objetivas o desapasionadas del mundo— está
floreciendo ahora en las humanidades y las ciencias. Está siendo utilizado por los negros, por
ejemplo, para desacreditar el racismo implícito en sus miríadas de formas, por los homosexuales
para poner de manifiesto las actitudes homofóbicas en el seno de las representaciones comunes
del mundo, por los especialistas de área preocupados por el sutil imperialismo de la etnografía
occidental, por los historiadores incomodados por el uso de la escritura histórica para valorizar la
situación presente («historia presentista»), y por los especialistas preocupados por las
consecuencias morales y políticas de una amplia variedad de teorías sociales y psicológicas.3 En
lo que a nuestros propósitos atañe, la consecuencia más importante de este conjunto concatenado

2
Véanse, por ejemplo, Butler (1990), Fine (1993), Harding (1986) y Haraway (1988).
3
Véanse, por ejemplo, Clifford y Marcus (1986), Fabián (1983), Mitchell (1982), Rosen (1987), Said (1979, 1993),
Schwartz (1986) y Stam (1987).

33
La crisis de la representación

es su amenaza para la presunción de que el lenguaje puede contener la verdad, que la ciencia
puede proporcionar descripciones objetivas y exactas del mundo. Estas formas de crítica alejan la
pretensión de verdad de la aseveración al cambiar el emplazamiento de la consideración en la
afirmación misma a la base motivacional o ideológica de la que se deriva. Apuntan al intento
subyacente, de quien dice la verdad, de suprimir, ganar poder, acumular riqueza, sostener su
cultura por encima de todas las demás, etc., y con ello socavando el poder persuasivo de la
verdad como se presenta. Efectivamente, reconstituyen el lenguaje de la descripción y la
explicación como lenguaje del motivo, piden que las pretensiones de neutralidad sean
consideradas «mistificadoras», que la charla tactual sea indexada como «manipulación», y así
sucesivamente. Al hacerlo destruyen el estatuto del lenguaje como portador de la verdad.

La crítica literario-retorica

Una segunda amenaza a la capacidad reflectora de la descripción y de la explicación ha ido


madurando en un terreno diferente, a saber, el de la teoría literaria. En lugar de destruir la base
semántica de la descripción y la explicación demostrando sus orígenes valorativos, los teóricos de
la literatura intentan demostrar que tales exposiciones están determinadas no por el carácter de
los acontecimientos mismos sino por las convenciones de la interpretación literaria. Para apreciar
la fuerza del argumento resulta útil volver a las críticas que Kuhn (1962) y Hanson (1958) hacían
de los fundamentos tácticos de las teorías científicas. Tal como Kuhn razonaba, una teoría
científica es una amalgama de creencias a priorí que funcionan para «hablar al científico de las
entidades que la naturaleza contiene o no» (pág. 109). No son los hechos los que producen el
paradigma, sino el paradigma el que determina lo que se tiene por un hecho. De manera similar,
para Hanson el origen de las exposiciones tácticas en las ciencias descansa en la perspectiva del
observador. Efectivamente, tanto Kuhn Como Hanson consideran que el marco a priori de la
observación es de carácter cognitivo: el científico literalmente ve el mundo material a través de
las lentes de la teoría. Para Kuhn, los cambios de paradigma, por consiguiente, son análogos a los
cambios de la Gestait en la percepción (pág. 111). Para Hanson, «el observador... apunta sólo a
que sus observaciones sean coherentes respecto a un trasfondo de saber ya establecido. Este ver
es la meta de la observación» (pág. 20).
Con todo, a pesar de su peso específico, estas críticas de la ciencia como portadora de la
verdad pervierten, de hecho, los aspectos fundamentales de un enfoque individualista del
conocimiento. La disposición cognitiva del científico individual (punto de vista, perspectiva,
construcción) sirve para organizar el mundo de modos particulares. ¿Cómo, entonces, puede
sostener la fuerza de estos argumentos sin que con ello se rehabilite simultáneamente el marco
individual? La respuesta a esta pregunta se encuentra en una reconsideración de lo que se
considera como a priori. Hay pocas razones para creer que literalmente tenemos experiencia o
«vemos el mundo» a través de un sistema de categorías. En realidad, como demostrare en el
capítulo 5, no existe una explicación viable en cuanto a cómo podría establecerse el a priori
cognitivo. Sin embargo, ganamos sustancialmente si consideramos el proceso de estructuración
del mundo como un proceso lingüístico y no cognitivo. Establecemos límites y fronteras
alrededor de lo que consideramos «lo real» a través de un compromiso a priori hacia formas
particulares de lenguaje (géneros, convenciones, códigos de habla, entre otras). Nelson Goodman
sugiere esta opinión en Ways of Woridmaking: «Si pregunto sobre el mundo, mi interlocutor
puede ofrecerse a contarme cómo es bajo uno o diversos marcos de referencia; pero si insisto en
que me cuente cómo es aparte de estos marcos, ¿qué puede decirme? Estamos confinados a
modos de describir cualquier cosa que se describe» (pág. 3). En la terminología de Goodman es

34
Conocimiento individual y construccion comunitaria

la descripción y no la cognición lo que estructura el mundo factual.


Esta afirmación allana el camino para la crítica literario-retórica de la función del lenguaje
como portador de la verdad. En la medida en que la descripción y la explicación son requeridas
por las reglas de la exposición literaria, el «objeto de la descripción» deja de quedar grabado en el
lenguaje. Cuando los requisitos literarios absorben el proceso de dar cuenta científicamente, los
objetos de tales exposiciones —como independientes de las exposiciones mismas— pierden
estatuto ontológico.
El caso más fuerte de absorción textual es el que se da dentro del cuerpo de la teoría literaria
postestructuralista. Para apreciar su significado, resulta útil examinar brevemente los diálogos
estructuralistas de los que surgió esta obra. En relación a nuestros propósitos actuales el
movimiento estructuralista en las ciencias sociales y las humanidades pueden verse como una
recusación temprana de la presuposición del lenguaje como espejo, el principio de un argumento
para el que los escritos posestructuralistas más recientes son la conclusión extrema. El
estructuralismo como orientación general soporta una focalización dual entre un exterior (lo
aparente, lo dado, lo observado) y un interior (una estructura, una fuerza o proceso). Como se
sostiene a menudo, el exterior adquiere su figura o forma a través del interior y sólo cabe
entenderlo relativamente a sus influencias. Al considerar de este modo el lenguaje hablado o
escrito, podemos distinguir entre discurso (como un exterior) y las estructuras y fuerzas que
determinan sus configuraciones. En este sentido, la mayor parte de la teoría estructuralista
subvierte el enfoque del lenguaje como conducido por el objeto, donde un inventario de un
lenguaje objetivo sería un inventario del mundo tal como es. Para el estructuralista, la atención
primordial se dirige hacia el modo en que las representaciones lingüísticas están influidas por
estructuras y fuerzas distintas al mundo representado. Para el lingüista estructural Ferdinand de
Saussure la dualidad se da entre la langue, «un sistema gramatical que... existe en la mente de
cada hablante» (1983, pág. 14) y la parole, la exteriorización del sistema en términos de la
combinación de sonidos o marcas necesarias para la comunicación del significado.
Efectivamente, los desparramados, efímeros y variados actos de comunicación abierta son
expresiones de conjuntos más fundamentales y estructurados de disposiciones internas. Desde
este punto de vista, la labor del lingüista es ir más allá de la superficie de la expresión lingüística
para descubrir el sistema generativo o la estructura en su interior.
La mayor parte de la investigación en las ciencias humanas es compatible con la empresa
estructuralista. El intento de Freud de utilizar la palabra hablada (el contenido «manifiesto») para
explorar la estructura del deseo inconsciente (contenido «latente») es en este sentido ilustrativo.
Los escritos marxistas a menudo se consideraron estructuralistas por el hincapié que hacían en los
modos de producción material que subyacían a las teorías capitalistas de la economía, del valor, y
del individuo. 4 Más directamente vinculada con el movimiento estructuralista está la obra de
Lévi-Strauss (1969), que intentó reducir las formas culturales y artefactos a amplia escala a una
lógica dual fundamental. Análogos son los intentos de Chomsky (1968) para determinar una
estructura gramatical «profunda» a partir de la cual pueden derivarse todas las oraciones bien
construidas («estructura superficial»). El temprano concepto de episteme en la obra de Foucault
(1972) compartía buena parte del proyecto estructuralista en su suposición de la existencia de una
configuración de relaciones o condiciones a partir de las cuales cabría derivar las diversas formas
de saber en una misma época histórica.
Para aquellos que sostienen que el lenguaje puede servir de vehículo para la transmisión de

4
Esta relación la hicieron explícita Althusser y Balibar (1970).

35
La crisis de la representación

la verdad, el pensamiento estructuralista empieza a suponer un desafío. En la medida en que las


llamadas «exposiciones objetivas» están conducidas no por acontecimientos, sino por sistemas
estructurados (sistemas internos de significado, fuerzas inconscientes, modos de producción,
tendencias lingüísticas inherentes, y similares), resulta difícil determinar en qué sentido las
exposiciones científicas son objetivas. La descripción parece estar dirigida por la estructura y no
por el objeto. Resulta interesante que este desafío lanzado a los conceptos de verdad y de
objetividad se desarrollara escasamente en los círculos estructuralistas. La mayoría de los
estructuralistas deseaban afirmar una base racional y objetiva para su conocimiento de la
estructura. Querían establecer afirmaciones objetivas aceroa de la estructura determinante —el
inconsciente, la gramática universal, las condiciones materiales o económicas, y así
sucesivamente. Lentamente, sin embargo, el vínculo teórico se ha vuelto contra esta
presuposición. Tal vez el punto central en el giro hacia el posestructuralismo provino del hecho
de darse autorreflexivamente cuenta de que las exposiciones de la estructura eran en sí mismas de
naturaleza discursiva. Si el discurso no está dirigido por objetos en el mundo sino por estructuras
subyacentes, y si las exposiciones de estas estructuras también están fraguadas en el lenguaje,
entonces, ¿en qué sentido esas exposiciones cartografían la realidad de las estructuras? Si son
imágenes de las estructuras, entonces los enfoques empirista o realista del lenguaje son correctos
y las pretensiones estructuralistas de la verdad están circunscritas; si no son representaciones
exactas, ¿cuál es su status? Esta toma de conciencia invita no a la rehabilitación de una teoría
gráfica del lenguaje sino al abandono de la dualidad estructuralista: un lenguaje de superficie
versus un interior determinante. Dicho de un modo más específico, dado que nuestro estar
alojados en el discurso parece innegable, entonces la presunción de una «estructura subyacente» -
de una fuerza oculta que opera detrás del lenguaje— pierde su atractivo
Los partidarios de la semiótica han flirteado durante mucho tiempo con las consecuencias
radicales de esta última conclusión. Por ejemplo en su «autobiografía», maliciosamente titulada
Roland Barthes, Roland Barthes procedió a infringir prácticamente toda regla para la
representación de una vida. Al evitar la cronología, al hablar de sí mismo en tercera persona al
insertar aleatoriamente opiniones sobre diversos temas, al hacer poca referencia al pasado, intentó
demostrar que aquello que consideramos «una historia vital real» es un producto del artificio. Sin
embargo, más consecuente desde el punto de vista filosófico es la obra de Jacques Derrida y del
movimiento de la desconstrucción. Para Derrida la empresa estructuralista (y en realidad, toda la
epistemología occidental) estaba infectada por una infortunada «metafísica de la presencia.» ¿Por
qué, preguntaba, hemos de suponer que el discurso es una expresión externa de un ser interno
(pensamiento, intención, estructura o similares)? ¿Sobre qué bases suponemos la presencia de
una subjectividad invisible que habita o está presente en las palabras? Las inquietantes
consecuencias de tales preguntas son puestas de relieve por el análisis derridiano de los medios
con los que las palabras adquieren significado. Para Derrida, el significado de la palabra no sólo
depende de las diferencias entre las características visuales o auditivas de las palabras (bocado,
tocado, hojear y ojear, por ejemplo, todas ellas soportando significados diferentes en virtud de los
cambios de consonantes), sino también de un proceso de diferición, en el que las definiciones son
suplidas por otras palabras -orales y escritas, formales e informales- proporcionadas en diversas
ocasiones a lo largo del tiempo. Así, un término como bocado se puede utilizar al poner los arreos
al caballo, al recibir una parte importante de responsabilidad o dinero -«menudo bocado te ha
tocado»- hablando de teatro «tiene un pequeño bocado», al referirse a pequeñas secciones o
elementos -«este bocado es el más divertido de todos»- Con todo el significado de cada una de
estas palabras o frases depende de todavía otros procesos de diferirlas a otras definiciones y
contextos. Un bocado en teatro es un «pequeño» papel, y en los términos de Derrida, «pequeño»

36
Conocimiento individual y construccion comunitaria

lleva consigo trazas de usos en otros incontables marcos.


Al ir en busca del significado de una palabra, uno encuentra una ininterrumpida y creciente
expansión de las palabras. Determinar qué significa una expresión dada es retroceder a una gama
enorme de usos del lenguaje o textos. Una prelusión no nos proporciona, pues, pálidos simulacros
de las ideas presentes en la cabeza de la gente; más bien nos invita a entrar en el «juego infinito
de los significantes». Derrida acuña el término différance para referirse simultáneamente a
diferencia y a diferición y, por consiguiente garantiza que el significado del término mismo queda
apropiadamente oscurecido. A través de este análisis la presencia del autor (intención o
significado privado) es olvidado. El significado interno se sustituye por la inmersión en los
sistemas de unos procesos inherentemente oscuros e indecidibles de significación.
La distancia que media entre la desconstrucción de la intención del autor y la desaparición
del objeto del lenguaje es también corta. La intención del autor deja de ser un lugar importante de
significado, al igual que el mundo tuera del discurso. Como Derrida intentó demostrar en el caso
de diversas comentes de filosofía, una escritura así es sólo eso, una forma de escritura. Adquiere
su significado no de lo que supone que existe, o de aquello a lo que putativamente se refiere
(lógica, representación mental, ideas a priori y similares), sino a través de su referencia a otros
textos filosóficos Para la filosofía nada hay fuera del mundo de los textos. La disciplina puede
seguir existiendo indefinidamente como una empresa autorreferente. Esta línea de argumentación
conduce, a su vez, al análisis de los textos filosóficos en términos de estrategias literarias por
medio de las cuales se logran sus resultados. Se ha demostrado que diversas líneas de
argumentación filosófica dependen, por ejemplo, de la adopción de determinadas metáforas Si la
metáfora se extirpa del argumento, queda poco argumento u objeto de discurso con que
proseguir. Esta línea argumentativa dota de fuerza al ataque que Rorty (1979) hace de la historia
de la epistemología occidental Toda la historia, sugiere Rorty, resulta de la desafortunada
metáfora de la mente como espejo, una «esencia etérea» que refleja los acontecimientos en el
mundo externo. En efecto, el perenne debate entre empiristas y racionalistas no trata de un remo
que existe fuera de los textos, sino de un combate entre tradiciones literarias en competencia.
Eliminadas las metáforas esenciales el debate se hunde.
Muchos otros autores han puesto de relieve los dispositivos literarios con los que se
construyen los textos en los que se basa la autoridad. Las palabras de Nietzsche siempre marcan
un hito: «¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias,
antropomorfismos... que tras un prolongado uso parecen firmes, canónicas y obligatorias para la
gente- las verdades son ilusiones que hemos olvidado que son ilusiones» (1979 pág 174). De esta
manera, encontramos exploraciones de las bases literarias de "rea lldadhistórica (white> 1973;
1978), de la racionalidad legal (Levinson, 1982), del debate filosófico (Lang, 1990) y de la teoría
psicológica (Sarbin 1986; Leary 1990). Los antropólogos culturales se han interesado especial
mente por las practicas literarias que guían la inscripción etnográfica sosteniendo que las
convenciones occidentales de la escritura obstruyen nuestro enfoque de las mismas culturas que
queremos comprender (Clifford 1983-Tyier, 1986).
Aunque el análisis literario puede tener potentes efectos catalizadores muchos lo ven como
limitado por su preocupación por el propio texto A menudo en este tipo de análisis falta una
preocupación por el texto como comunicación humana, y particularmente, en cuanto a su
capacidad de conmover o persuadir al lector. Este tan necesario suplemento es aportado por los
estudios retóricos. Como muchos sostienen, estamos experimentando ahora un renacimiento de
esta tradición de 2.500 años de antigüedad. Un estudio así se ha preocupado durante mucho
tiempo de los medios a través de los cuales el lenguaje adquiere su poder de persuasión.
Tradicionalmente, sin embargo, se ha venido haciendo una separación entre el contenido de un

37
La crisis de la representación

mensaje dado (su sustancia) y su forma (o modo de presentación). En el seno de la tradición


empirista esta distinción también se ha utilizado para desacreditar el estudio de la retórica. La
ciencia, se sostenía en esa tradición, se preocupa por la sustancia, por comunicar el contenido
puro. La forma en la que viene presentado (su «empaquetado») sólo tiene un interés marginal,
pero en la medida en que la persuasión depende de ella, el proyecto científico queda subvertido.
Es el contenido y no la mera retórica lo que se debe satisfacer en el debate científico. 5 Sin
embargo, cuando la capacidad de transmitir la verdad propia del lenguaje se ve amenazada por la
teoría literaria posestructuralista, la pretensión de contenido —un retrato verídico y objetivo de
un objeto independiente— cede. Todo cuanto era contenido queda abierto al análisis crítico como
forma persuasiva. En efecto, los desarrollos en el estudio retórico son paralelos a aquellos propios
de la crítica literaria: ambos desplazan la atención del objeto de representación (los «hechos», la
«racionalidad del argumento») al vehículo de la representación.
A título ilustrativo, examinemos el caso de la «evolución humana», un hecho aparente de la
vida biológica. Como propone Landau (1991), las exposiciones de la evolución humana no están
regidas por acontecimientos del pasado (y su manifestación en diversos fósiles) sino por formas
de narración o de relatar. En particular, todas las principales exposiciones paleoantropológicas —
desde Julián Huxiey a Elliot Smith— «se aproximan a la estructura de un héroe de cuento,
siguiendo los esquemas propuestos por Vladimir Propp en su ya clásico Morfología del Cuento
popular» (pág. 10). La narración heroica proporciona la necesaria preestructura para la
articulación de la teoría evolutiva. En ausencia de la forma narrativa in situ, la teoría evolutiva
sería esencialmente ininteligible. Los diversos fósiles y artefactos recogidos por los científicos no
servirían de prueba, porque no habría forma de inteligibilidad para aquellos objetos que vendrían
a ser como ejemplificaciones.
Al afirmar el contenido, los científicos han establecido una marcada distinción entre un lenguaje
literal (reflejo del mundo) y otro metafórico (que altera la reflexión de modo artístico);
nuevamente se privilegia el literal sobre el metafórico. Con todo, si se elimina un lenguaje literal
del campo, entonces todo el corpus científico queda abierto al análisis como metáfora. En este
contexto, por ejemplo, es donde la crítica feminista ha evidenciado los sentidos en los que las
metáforas machistas guían la construcción de la teoría en la biología (Hubbard, 1983; Fausto-
Sterling, 1985), en la biofísica (Keller, 1985) y en la antropología (Sanday, 1988). Los psicólogos
se han preocupado especialmente de la amplia dependencia del campo respecto de las metáforas
mecanicistas (Hollis, 1977; Shottter, 1975). Tal como se argumenta, las metáforas no se derivan
de la observación, sino que más bien sirven como preestructuras retóricas a través de las cuales se
construye el mundo observacional. Una vez que un teórico se ha comprometido con la metáfora
del ser humano como máquina, por ejemplo, la exposición teórica queda limitada de modo
importante. Con independencia del carácter de las acciones de la persona, el teórico mecanicista
está prácticamente obligado a segmentarse del entorno, a definir el entorno en términos de
estímulos o inputs, a construir la persona como algo que responde a estos inputs, a teorizar el
dominio mental como estructurado (constituido de elementos interactuantes), a segmentar la
conducta en unidades, y así sucesivamente. Existen otras metáforas alternativas a la mecanicista.
Por ejemplo, las metáforas organicistas, del mercado, las dramatúrgicas y las del seguimiento de
reglas, todas ellas son susceptibles de una explicación inteligible (Gergen, 1991a). Cada una de
ellas lleva consigo determinadas ventajas y limitaciones, cada una de ellas favorece determinados
modos de vida sobre otros, y, lo que es más importante para nuestro propósito, cada una de estas

5
Véase Pinder y Bourgeois (1982) para una expresión ejemplar de este enfoque.

38
Conocimiento individual y construccion comunitaria

metáforas construye una ontología diferente.


Se han emprendido importantes investigaciones para comprender las bases retóricas de la
economía (McCIoskey, 1985), de la psicología (Bazerman, 1988; Leary, 1990) y, más en general,
de las ciencias humanas (Nelson, Megill y McCIoskey, 1987; Simons, 1989, 1990).

La crítica social

La fuerza de los asaltos ideológicos y retórico-literarios a la verdad la y la objetividad se ve


acrecentada por un tercer movimiento especializado de importancia esencial para el surgimiento
del construccionismo social. Se puede hacer remontar uno de los inicios de esta historia a una
linea de pensamiento que surge de las obras de Max Weber, Max Scheler. Kari Mannheim y otros
pensadores que estudiaron la génesis social del pensamiento científico. Cada uno de ellos estaba
preocupado por el contexto cultural en que diversas ideas van tomando forma y en los modos en
que es as ideas a su vez dan forma tanto a la práctica científica como a la cultu^9ÍlTT e
Mannheim (1929)- traducido como Ideología y utopía (1951), el que transmite el esquema más
claro de las suposiciones de mayor eco. Tal como propuso Mannheim: 1) es útil hacer remontar
los compromisos teóricos a orígenes sociales (en oposición a orígenes de tipo empírico o
trascendentalmente racionales); 2) los grupos sociales a menudo se organizan alrededor de
determinadas teorías; 3) los desacuerdos teóricos son por consiguiente, cuestiones de conflictos
de grupo (o políticos); y 4) lo que consideramos como conocimiento es, pues, algo cultural e
históricamente contingente.
Los ecos y las complicidades que se anudaron con estos primeros temas tuvieron una amplia
resonancia. En Polonia y Alemania, Génesis y desarrollo de un hecho científico de Fleck —
publicado por primera vez en 1935— desarrollaba la idea de que en el laboratorio científico «se
debe saber antes de poder ver» y hacía remontar este saber a marcos sociales. En Inglaterra, el
título influyente del libro de Winch, La idea de una ciencia social (1946), ponía de manifiesto los
modos en que algunas proposiciones teóricas son constitutivas de los «fenómenos» de las
ciencias sociales. En el área francesa, la obra de Gurvitch, Los marcos sociales del conocimiento
(publicada por primera vez en 1966), retrotraía el conocimiento a marcos particulares de
comprensión, a su vez resultado de comunidades específicas. Y en los Estados Unidos, La
construcción social de la realidad (1966) de Berger y Luckmann efectivamente eliminaba la
objetividad como piedra fundamental de la ciencia, sustituyéndola por una concepción de la
subjetividad institucionalizada e informada socialmente.
Las profundas consecuencias de estos enfoques empezaron a aflorar, sin embargo, sólo en el
seno del contexto de la convulsión de finales de los años 1960. Tal vez en razón de los
paralelismos que estableciera entre la revolución política y la científica. La estructura de las
revoluciones científicas de Kuhn (1962) hizo las veces de principal catalizador para lo que se
convertiría en una discusión de consecuencias espectaculares. (En cierto sentido el libro de Kuhn
fue el texto más ampliamente citado en los Estados Unidos.) Las propuestas de Kuhn no eran
distintas de aquellas que Mannheim avanzó unos treinta años antes, al hacer hincapié en la
importancia de las comunidades científicas en la determinación de qué se tiene en cuenta como
problemas legítimos o importantes, qué sirve como evidencia y cómo se define el progreso. Sin
embargo, demostraron con claridad los problemas que conllevaba utilizar los criterios empiristas
tradicionales para decantarse entre afirmaciones teóricas concurrentes cuando los paradigmas
teóricos mismos definen el abanico de hechos relevantes. Y al derivar todo el espectacular
potencial del problema de la «inconmensurabilidad del paradigma», Kuhn declaraba que, en
realidad, el enfoque científico de la búsqueda de la verdad podía ser un espejismo. Y lo expresaba

39
La crisis de la representación

con estas palabras: «Cabe que tengamos que renunciar a la noción, explícita o implícita, de que
los cambios de paradigma llevan a los científicos y a aquellos que aprenden de ellos,
progresivamente más cerca de la verdad» (pág. 169).
Los diálogos rápidamente se expandieron en muchas direcciones significativas. El cáustico
volumen de Feyerabend, Contra el método, aportó una fuerza significativa a la postura kuhniana.
Tal como demostró este autor, los criterios tradicionales de racionalidad científica a menudo son
irrelevantes (si no ofuscantes) para los avances científicos. Mitroff, en El lado subjetivo de la
ciencia (1974), examinó la vertiente emocional de los compromisos científicos, explorando los
modos en que los diversos juicios científicos se basan en la personalidad y el prestigio. Fue así
como a mediados de la década de 1970, los sociólogos Barnes (1974) y Bloor (1976) pudieron
bosquejar las posibilidades para un «programa fuerte» en sociología del conocimiento.
Propusieron que prácticamente todas las exposiciones científicas están determinadas por intereses
sociales de orden politicoeconómico, profesional, etc. En efecto, eliminar lo que hay de social en
lo científico no dejaría nada que pudiera valer como conocimiento.
Aunque el «programa fuerte» sigue estimulando el debate, la mayor parte de la investigación
actualmente adopta una postura algo más circunspecta. En relación a la aparición del
construccionismo social son particularmente significativas las elaboraciones de los procesos
microsociales a partir de los que se produce el significado científico. Es en esta veta donde los
sociólogos han explorado los procesos sociales esenciales para crear «hechos» en el interior del
laboratorio (Latour y Woolgar, 1979), las practicas discursivas de autolegitimación en el seno de
las comunidades científicas (Mulkay y Gilbert, 1982), las afirmaciones del conocimiento
científico como capital simbólico (Bourdieu, 1977), las práctica sociales que subyacen a la
inferencia inductiva (Collins, 1985), las influencias de grupo en el modo de interpretar los datos
(Collins y Pinch, 1982), y el carácter localmente situado y contingente de la descripción científica
(Knorr-Cetina, 1981).
La investigación llevada a cabo en estos diversos dominios ha demostrado ser también
altamente compatible con el campo en desarrollo simultáneo de la etnometodología. Para
Garfinkel (1967) y sus colegas, los términos descriptivos tanto dentro de las ciencias como en la
vida cotidiana son fundamentalmente indexantes: es decir, su significado puede variar a través de
contextos de uso divergentes. Las descripciones indexan los acontecimientos con situaciones
particularizadas y están desprovistos de significado generalizado. La inviabilidad esencial (o el
carácter indefinible) de los términos descriptivos queda demostrada por los estudios de amplio
alcance sobre cómo la gente se ocupa de determinar lo que se considera un problema psiquiátrico,
el suicidio, la criminalidad juvenil, el sexo, el estado mental, el alcoholismo, la enfermedad
mental y otros constituyentes putativos del mundo que se da por sentado (véase Garfinkel, 1967;
Atkinson, 1977; Cicourel, 1974; Kessier y McKenna, 1978; Coulter, 1979; Scheff, 1966). En
cada caso, se sostiene, las reglas localizadas concernientes a aquello que cuenta como una
instancia o ejemplo del acontecimiento en cuestión se desarrollan en el seno de relaciones. Tal
como en la actualidad se acepta ampliamente, la búsqueda filosófica de fundamentaciones
inatacables para la metodología científica y la generación de la verdad agoniza. La «filosofía de
la ciencia» ha quedado en la actualidad prácticamente eclipsada por los «estudios sociales de la
ciencia».

El conocimiento como posesión comunitaria

Cada una de las líneas de crítica precedentes constituye una poderosa recusación planteada
al enfoque tradicional que hace del lenguaje un transmisor de la verdad. De manera simultánea,

40
Conocimiento individual y construccion comunitaria

cada una arroja ciertas dudas sobre las afirmaciones empiristas y realistas de que la ciencia
sistemática puede producir exposiciones culturalmente descontextualizadas de lo que hay: lo que
es verdad independientemente de las organizaciones humanas del significado. Estas formas de
argumentación han evocado un intercambio amplio y a veces airado en la filosofía (véanse por
ejemplo, Trigg, 1980; Grace, 1987, Krausz, 1989; Harris, 1992). Y estas reverberaciones son
indicativas del modo en que este tipo de argumentos ha puesto trabas a las fronteras de las
disciplinas tradicionales, provocando el diálogo, invitando a la innovación y generando un
presentimiento vertiginoso y optimista de exploración de lo desconocido. En realidad, el supuesto
mismo de las disciplinas académicas —construidas alrededor de clases circunscritas y naturales
de fenómenos, exigiendo métodos especializados de estudio, y privilegiando sus propias lógicas y
analogías— ha sido puesto de relieve. Como muchos creen, esta efervescencia constituye la base
del giro posmoderno en el mundo erudito. 6
Aun a pesar de la similitud en cuanto a sus conclusiones revolucionarias, para nosotros los
jmálisis mismos se desarrollan siguiendo trayectorias bastante diferentes. El vínculo semántico
entre palabra y mundo, significante y significado, se rompe de modos diferentes e incluso
conflictivos. Para la crítica de la ideología no es el mundo como es sino especialmente el
autointerés lo que dirige el modo en que el autor da cuenta del mundo. Las exigencias de verdad
se originan en compromisos ideológicos. La crítica literaria también elimina «el objeto» en
cuanto piedra de toque del lenguaje, sustituyéndolo no por la ideología sino por el texto. El
sentido y la significación de las exigencias o las declaraciones de verdad derivan de una historia
discursiva. La crítica social ofrece una exposición opuesta del lenguaje. No es ni la ideología
subyacente ni la historia textual lo que moldea y da forma a nuestras concepciones de la verdad y
del bien. Más bien, se trata de un proceso social.
Estas exposiciones no sólo difieren en aspectos importantes, sino que, además, existen
tensiones significativas entre quienes las proponen. La mayor parte de los críticos de la ideología
ve el valor de su obra como emancipatorio y no quiere renunciar a la posibilidad de alcanzar la
verdad a través del lenguaje. Las afirmaciones del saber, saturadas como están de intereses
ideológicos, bien merecen la crítica, aunque es algo arriesgado, porque confunden al público
inconsciente. La emancipación se produce, sin embargo, cuando se comprende la verdadera
naturaleza de las cosas: por ejemplo, la opresión de clase, de sexo y racista. Con todo, tanto para
el analista literario como para el social queda poco espacio para una exposición «no sesgada».
Toda narración está dominada, en el primer caso, por tradiciones retórico-textuales y por el
proceso social, en el último. No existe ninguna descripción «verdadera» de la naturaleza de las
cosas. Los críticos de la ideología se enfrentan a las acusaciones de que las posiciones textuales y
sociales son política y/o moralmente insolventes, y son el producto de intereses ideológicos (por
ejemplo, del liberalismo burgués disfrazado). 7 De un modo similar, los analistas literarios están a
6
Para un tratamiento más profundo de la distinción entre modernidad y posmodernidad véanse Lyotard (1984),
Harvey (1989) y Turner (1990). Para una discusión del giro posmoderno en las ciencias sociales, véanse Rosenau
(1992), Kvale (1992), y Seidman y Wagner (1992). Para un tratamiento de la relación entre la erudición posmoderna
y las transformación de la vida cultural, véase Connor (1989) y Gergen (1991b).
7
El volumen Constructing Knowledge: Authority and Critique in Social Sciences, compilado por Nencel y Peis
(1991), demuestra la intensidad de estas polémicas. Por ejemplo, como réplica al acento textual emergente en la
antropología, el antropólogo neomarxista Jonathan Friedman (1991) escribe: «La experimentación textual es el lujo
de la minoría posmoderna... todos cuantos se encuentran en posiciones de 'poder institucional', o por lo menos,
aquellos que pertenecen a grupos que controlan esas posiciones, es decir hombres y gente de raza blanca... Nos
encontramos, llegados a este punto, con la voz de los ocupantes cansados y aburridos de una torre de marfil del
poder... un cinismo elitista que pone de manifiesto el componente de narcisismo personal y disciplinar» (pág. 98). En
la voz feminista de Annelies Moors (1991): «Lo que nos importa a las mujeres es si la aceptación posmoderna de la

41
La crisis de la representación

punto para desconstruir la exposición social, considerándola el producto de una tradición textual
occidental. Igualmente, el analista social puede fácilmente extender el foco del análisis
incluyendo a los gremios literarios. La teoría desconstructivista ¿es el producto del proceso
social? Efectivamente, ambas orientaciones son capaces de despojar a la otra de su autoridad
ostensible.
Llegados a este punto nos enfrentamos a una doble problemática. La primera es evidente a
partir de lo que precede: ¿Existe algún medio de mitigar estas tensiones y desplazarse hacia un
punto de vista unificador? La segunda problemática es más sutil, aunque igualmente esencial:
¿Existe algún medio de retener la fuerza de estos intentos combinados? ¿Podemos evitar el
problema de una desesperación incipiente? Aunque estos movimientos constituyen de hecho un
enorme y poderoso antídoto para el empuje hegemónico del empirismo y la teoría a él asociada
del conocimiento individual —y en realidad, de cualquier pretensión de tener la última, superior e
incorregible palabra—, con todo, estos movimientos nos dejan también enredados en la duda,
sumidos en la acritud y paralizados en relación a toda acción futura. Como críticas, esencialmente
parasitan las afirmaciones prevalentes de la verdad. Si, en su conjunto, la comunidad de
especialistas en la «transmisión de la verdad» se cansara de hacer el tonto y resaltara el elevado
fundamento intelectual de la crítica, no quedaría ninguna razón superior: no habría nada más que
decir. Si queremos parar en seco de abandonar todo esfuerzo en las ciencias humanas, hemos de
osar ir más allá del impulso crítico. El estadio crítico tiene que ceder el paso a un estadio
transformativo: de la desconstrucción debemos pasar a la reconstrucción. Deseamos, por
consiguiente, una síntesis que pueda abrir posibilidades más positivas.
A mi juicio, es la tercera de estas formas de crítica, la social, la que abre el camino más
prometedor hacia una ciencia reconstruida, y de manera más particular, a una práctica científica
comprendida como construcción social. Es así a causa de determinadas imperfecciones en las
alternativas y de las ventajas únicas ofrecidas por una exposición social. Examinemos primero los
problemas de la crítica ideológica. De entrada, no hay modo de reivindicar este tipo de crítica. Si
la diana de la crítica (el empresario, el macho, el hombre blanco) afirmara que sus críticas no
tienen servidumbres particulares, sino que se hacen en el interés de todos, no hay modo de que el
crítico pueda ser concluyente. ¿Ha de afirmar el crítico una comprensión más penetrante del actor
que la detentada por el propio actor? O bien: ¿es el crítico simplemente la víctima de una
desconfianza alienadora? Y, ¿cómo afirmará el crítico su lucidez, el hecho de estar en posesión
de percepciones que no estén a su vez saturadas de ideología? ¿Las exposiciones del crítico son
exactas y objetivas? ¿Sobre qué fundamentos pueden hacerse tales afirmaciones? Y en el caso
que lo sean, ¿no se rehabilita con ello la posibilidad de que el lenguaje pueda, de hecho, reflejar
la realidad? Si la conclusión es afirmativa, entonces la crítica de la ciencia empírica como
generadora de conocimiento queda destruida. El crítico ideológico tiene que asumir en cierta
forma la misma orientación empirista que característicamente intenta subvertir.
En tanto que discurso unificante, el punto de vista literario es también defectuoso. Su
principal problema es su incapacidad para escapar de la autogenerada prisión que es el texto. En
este punto la respuesta al dilema cartesiano de la duda es un momento singular de certeza: existe
el texto. Este momento, sin embargo, rápidamente deja su lugar a una duda renovada de que la
conclusión es en sí misma una estrategia textual. Al final, nada hay fuera del texto, y, lo que es
más lógico, ninguna promesa de algo que pudiéramos llamar ciencia. Como científico de las

diferencia comporta, como su programa oculto y su consecuencia última, una indiferencia por parte de aquellos que
están en el poder respecto a la exigencia de justicia que plantean las mujeres» (pág. 127).

42
Conocimiento individual y construccion comunitaria

ciencias humanas difícilmente podría uno interesarse por la pobreza, el conflicto, la economía, la
historia, el gobierno, y demás, ya que no se trata sino de términos que están incrustados en una
historia retórico-textual. No hay crítica social a hacer, nada a lo que resistirse, nada por lo que
luchar y, en realidad, ninguna acción que adoptar, ya que la idea misma de la «acción a adoptar»
es una prolongación de la convención lingüística. Además del torpor inimitigable al que invita
esta conclusión, el análisis retórico-literario en su pura forma no puede dar cuenta de la
comunicación humana. No sólo la duda aparece engarzada en la idea misma de comunicación (se
trata simplemente de un término en los textos), pero si comprendemos sólo a través de la
convención lingüística, no hay medio de comprender a nadie que no participe de esas mismas
convenciones.
De hecho, la comprensión auténtica sólo puede tener lugar con alguien que es idéntico a uno
mismo. 8
Examinemos lo que sigue: ¿Qué quiere decir afirmar que el lenguaje (el texto, la retórica)
construye el mundo? Las palabras son, al fin y al cabo, algo pasivo y vacío simplemente sonidos
o marcas sin consecuencia. Con todo, las palabras están activas en la medida en que las emplean
las personas al relacionarse, en la medida en que son un poder garantizado en el intercambio
humano. Requerimos la existencia de una relación entre el autor y el lector para que hablemos de
la construcción textual de lo social. Si lo hacemos no sólo restauraremos la crítica retórico-textual
de la inteligibilidad sino que daremos con una salida de la mazmorra del texto. Con todo,
podemos retener la preocupación por la construcción retórico-textual de la realidad y
beneficiarnos de las concepciones que se derivan de este tipo de análisis.
Además, como descubriremos, muchos conceptos utilizados en el análisis literario y retórico
pueden enriquecer el espectro teórico y práctico del científico humano. Conceptos como, por
ejemplo, narración, metáfora, metonimia, posicionamiento del autor, y similares, abren nuevos
panoramas al científico que trabaja en el campo de las ciencias humanas en términos tanto de
teoría como de las diversas formas de trabajo práctico (como investigación, terapia, intervención
en la comunidad). Al mismo tiempo, el análisis literario puede enriquecerse en términos de
posibilidades abiertas a la comprensión de los textos tal como funcionan en el seno de un medio
social más amplio, tanto reflejando como contribuyendo a los procesos culturales. En realidad, es
precisamente ésta, la dirección tomada por muchos análisis literarios a partir del primer devaneo
con la teoría de la desconstrucción (véanse, por ejemplo, Bukatman, 1993; DeJean, 1991;
Laqueur, 1990; Weinstein, 1988).
Así como un compromiso con el proceso social puede acoger la mayor parte de la crítica
retórico-literaria, se puede también abrir un camino para sostener la fuerza de la crítica
ideológica. Esto puede cumplirse mientras que simultáneamente se evitan las tendencias
problemáticas al reduccionismo psicológico o a las concepciones clarividentes de lo real. Tal vez
la obra de Michel Foucault (1978, 1979) sea la que proporciona los medios más efectivos para
asegurar el vínculo necesario entre el análisis social y el crítico. Para Foucault, existe una íntima
relación entre lenguaje (incluyendo todas las formas de texto) y proceso social (concebido en
términos de relaciones de poder). En particular, a medida que las diversas profesiones (como el
gobierno, la religión, las disciplinas académicas) desarrollan lenguajes que a la vez justifican su
existencia y articulan el mundo social, y a medida que estos lenguajes se ponen en práctica,

8
En algunos aspectos se trata de la misma conclusión que se alcanzaría desde un enfoque específicamente
psicológico (o cognitivo) de la comunicación, como aquel que sostiene que la comprensión del otro debe realizarse
sobre la base de los procesos internos a uno. Una alternativa construccionista para los enfoques textual y psicológico
queda perfilada en el capitulo 11.

43
La crisis de la representación

también los individuos pasan a estar (incluso alegremente) bajo el dominio de estas profesiones.
En Surveiller et punir (Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión), Foucault se sentía
particularmente preocupado por «el complejo científico-legal en el que el poder de castigar toma
su apoyo, recibe sus justificaciones y reglas, a partir de las que extiende sus efectos y por medio
de las que enmascara su exorbitante singularidad» (1979, pág. 23). De una manera más
pertinente, Foucault señala la subjetividad individual como el emplazamiento en el que muchas
de las instituciones contemporáneas —incluyendo las especialidades y profesiones de la salud
mental— se insinúan en la vida social en marcha y extienden su dominio. «La "mente"», escribe,
«es la superficie de inscripción para el poder, cuyo instrumento es la semiología» (1977, pág.
102).
En este contexto, es a través de una apreciación crítica del lenguaje como podemos alcanzar
una comprensión de nuestras formas de relación con la cultura y, a través de él, abrir un espacio a
la consideración de las alternativas futuras. En lugar de considerar la crítica como reveladora de
los intereses sesgados que acechan en la proximidad del lenguaje, podemos ahora considerarla
como aclaradora de las consecuencias pragmáticas del propio discurso. En este caso se eliminan
de toda consideración las cuestiones problemáticas de la falsa conciencia y de la veracidad, y la
atención pasa a centrarse en los modos como funciona el discurso en las relaciones que se dan.
Dejando a un lado las cuestiones del motivo y la verdad, ¿cuáles son las repercusiones societales
de los modos existentes de discurso?
La crítica social de este tipo adolece del mismo subterfugio reflexivo que la crítica
ideológica y la textual: su propia verdad se ve socavada por su propia tesis. La crítica de la
génesis social de cualquier exposición es algo en sí mismo derivado socialmente. Sin embargo, el
resultado de esta réplica no es una cárcel de ideología infinita o texto: cada crítica ideológica es
una expresión de ideología, cada desconstrucción textual es en sí misma un texto. Más bien, con
cada reposición reflexiva uno se desplaza a un espacio discursivo alternativo, lo que equivale a
decir, a otro dominio de relación. La duda reflexiva no es un deslizamiento en una regresión
infinita, sino un medio de reconocer otras realidades, dando así entrada a nuevas relaciones. En
este sentido, los construccionistas puede que utilicen la desconstrucción autorreflexiva de sus
propias tesis, declarando así, simultáneamente, una posición, pero eliminando su autoridad e
invitando a otras voces a conversar (véase especialmente Woolgar, 1988).
Recordemos aquí la exposición que dimos en el capítulo 1 de los cambios de paradigma.
Ahora vemos que la elaboración de la ontología implícita de la crítica social nos sirve aquí de
fundamento para el cambio en el desarrollo discursivo desde un estadio crítico a otro
transformacional. Proporciona, además, una oportunidad para dialogar sobre el potencial del
aspecto de construccionismo social que revisten las ciencias humanas. Este diálogo se refleja
ahora en una extensa gama de escritos —que atraviesan las ciencias sociales y las humanidades—
que representan, creo, el surgimiento de una conciencia común de cómo podemos desplazarnos
desde la críti-ca a una ciencia reconstituida. 9

9
Aunque existe ahora un enorme cuerpo de literatura compatible con la exposición anteriormente dada, y un grupo
de eruditos que contribuyen a «la especialidad del construccionismo social», los estudios del «sucesor
construccionista» de la ciencia tradicional son menos frecuentes. Especialmente útiles para este proyecto, sin
embargo, son los trabajos de Astiey (1985) Edwards y Potter (1992), Lincoln (1985), Longino (1990), Shotter
(1993b) y Stam (1990)

44
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Supuestos para una ciencia del construccionismo social

¿De qué modo ha de caracterizarse esta comprensión en ascenso? Si explicamos con más
detalle los supuestos clave que derivan de la crítica social, ¿cuáles son los componentes del
enfoque construccionista social del conocimiento y cuáles son sus promesas de cara a la practica
científica? Aunque no todas las personas que trabajan con un idioma construccionista estarían de
acuerdo con las premisas, y aun cuando hay otros más que por completo eludirían este gélido
diálogo, hay no obstante algunas que otras ventajas en el hecho de una solidificación
momentánea de la perspectiva. En estos momentos atisbamos la posibilidad de una afinidad
colectiva, para hacer acopio de colaboración y prudencia, y traer a primer plano los topoi para
una deliberación ulterior. Examinemos, pues, los siguientes supuestos como algo esencial para
dar cuenta del conocimiento característico del construccionismo social:

Los términos con los que damos cuenta del mundo y de nosotros mismos no están dictados por
los objetos estipulados de este tipo de exposiciones.
Nada hay en realidad que exija una forma cualquiera de sonido, marca o movimiento del
tipo utilizado por las personas en los actos de representación o comunicación. Este supuesto de
carácter orientativo se deriva en parte de la incapacidad de los especialistas para cumplir una
correspondencia de la teoría del lenguaje o una lógica de la inducción por medio de la cual se
pueden derivar proposiciones generales a partir de la observación. Este supuesto está
especialmente en deuda con la elucidación que hace Saussure (1983) de la relación arbitraria
entre significante y significado. Se aprovecha directamente de las diversas formas de análisis
semiótico y de crítica textual que demuestran cómo los diferentes modos de dar cuenta de los
mundos y las personas dependen, en cuanto a su inteligibilidad e impacto, de la confluencia de
los tropos literarios que los constituyen. También esta informado por el análisis centrado en las
condiciones sociales y procesos en la ciencia que privilegian determinadas interpretaciones del
hecho sobre otras. En su forma más radical, propone que no hay limitaciones asentadas en
principios en cuanto a nuestra caracterización de los estados de cosas. A un nivel fundamental el
científico se enfrenta a una condición del tipo «cualquier cosa vale». Aquello que en principio es
posible, sin embargo, se encuentra más allá de la posibilidad práctica. Un segundo supuesto
aduce una razón importante:

Los términos y las tormos por medio de las que conseguimos la comprensión del mundo y de
nosotros mismos son artefactos sociales, productos de intercambio situados histórica y
culturalmente y que se dan entre personas.
Para los construccionistas, las descripciones y las explicaciones ni se derivan del mundo tal
como es, ni son el resultado inexorable y final de las propensiones genéticas o estructurales
internas al individuo. Más bien, son el resultado de la coordinación humana de la acción. Las
palabras adquieren su significado sólo en el contexto de las relaciones actualmente vigentes. Son,
en los términos de Shotter (1984), el resultado no de la acción y la reacción individual sino de la
acción conjunta. O en el sentido de Bakhtin (1981), las palabras son inherentemente
«interindividuales». Esto significa que alcanzar la inteligibilidad es participar en una pauta
reiterativa de relación, o, de ser lo suficientemente amplia, en una tradición. Sólo al sostener
cierta forma de relación con el pasado podemos encontrarle sentido al mundo. De este modo, las
diferentes explicaciones inteligibles del mundo y del yo están en todas partes y en todo momento
limitadas.

45
La crisis de la representación

En gran medida, es también la tradición cultural la que permite que nuestras palabras
aparezcan tan a menudo plenamente fundamentadas o derivando de lo que es en realidad. Si las
formas de comprensión son suficientemente añejas, y existe la suficiente univocidad en su uso,
pueden adquirir el barniz de la objetividad, el sentido de ser literales como opuesto a metafóricas.
O, expresándolo en los términos de Schutz (1962), las comprensiones se sedimentan
culturalmente; son los elementos constituyentes del orden que se da por sentado. A pesar de ello,
todo acento puesto en «la verdad a través de la tradición» es incompleto si no se toman en
consideración las formas de interacción en las que el lenguaje está incrustado. No es simplemente
la repetición ni la univocidad las que sirven para reificar el discurso, sino la gama completa de
relaciones de las que forma parte ese discurso en cuestión. Por consiguiente, es posible mantener
una profunda preocupación por la «justicia» y la «moralidad» —términos con un elevado grado
de flexibilidad referencial— porque están incrustados en las pautas más generales de relación.
Llevamos a cabo procedimientos sociales elaborados —por ejemplo, «culpa y castigo» al nivel
informal y procedimientos judiciales al institucional— donde términos como «justicia» y
«moralidad» desempeñan un papel clave. Eliminar los términos equivaldría a amenazar a toda la
organización de los procedimientos. Permanecer en el seno de la acostumbrada gama de
procedimientos es conocer que se pueden alcanzar la justicia y la moralidad.
En el mismo sentido, los enclaves científicos alcanzan conclusiones que son portadoras del
sentido de la objetividad transparente. Al seleccionar determinadas configuraciones que serán
consideradas como «objetos» «procesos» o «acontecimientos» y al generar consenso acerca de
las ocasiones en las que se ha de aplicar el lenguaje descriptivo, se forma un mundo
conversacional respecto al cual el sentido de la «validez objetiva» es un subproducto (Shotter,
1993b). Así, pues, como científicos podemos llegar a convenir que en determinadas ocasiones
llamaremos a diversas configuraciones «conducta agresiva», «prejuicio», «desempleo», y demás,
no porque simplemente haya agresión, prejuicio y desempleo «en el mundo» sino porque estos
términos nos permiten indexar las diversas configuraciones de modos que nos son socialmente
útiles. Es así cómo las comunidades de científicos pueden alcanzar el consenso, por ejemplo,
sobre «la naturaleza de la agresión», y sentirse justificadas al calificar esas conclusiones de
«objetivas». Sin embargo, separadas de los procesos sociales responsables del establecimiento y
la gestión de la referencia, las conclusiones decaen en meros formalismos.
Esta proposición se relaciona todavía con otro argumento de cierta relevancia. Se suele decir
que las teorías científicas adquieren su valor primeramente en el contexto de la predicción.
Incluso los instrumentalistas filosóficos, que disienten de los empiristas con respecto a la
capacidad de la ciencia para revelar las verdades de la naturaleza, hacen mayor hincapié en la
utilidad predictiva. Una teoría se convierte en superior a otra en virtud de su capacidad para hacer
una previsión. E incluso en aquellas ramas de las ciencias sociales en las que no se llega a la
predicción en sentido fuerte, las teorías que gozan del crédito de tener un valor aplicado, es decir,
de transmitir conocimiento, se pueden aplicar a diversos marcos prácticos. La sentencia de Kurt
Lewin «nada hay que sea tan práctico como una buena teoría» es un axioma general. Con todo,
como los argumentos hasta ahora expuestos ponen en claro, las propias teorías no establecen
predicciones, ni prescriben las condiciones de su aplicación. Las proposiciones teóricas mismas
permanecen vacías, desprovistas de significación en lo que damos en llamar «el mundo
concreto». En sí mismas, no consiguen transmitir las reglas culturalmente compartidas de
instanciación necesarias para la predicción o la aplicación. Las teorías pueden ser un accesorio
inestimable para la comunidad científica al desarrollar «tecnologías de predicción» o al gestionar
los acuerdos relativos a qué constituye una «aplicación». En la medida que las predicciones o las
aplicaciones son fundamentales en el lenguaje y son compartidas en el seno de una comunidad,

46
Conocimiento individual y construccion comunitaria

las teorías puede que se conviertan en algo esencial. Sin embargo, hacer predicciones sobre la
agresión, el altruismo, el prejuicio, los trastornos alimenticios, el desempleo y similares consiste
simplemente en hacer un ejercicio de lenguaje, a menos que uno participe en las formas de
relación en las que estos términos han venido garantizando la referencia. Por consiguiente,
transmitir teorías abstractas, descontextualizadas en revistas, libros, conferencias y demás es una
consecuencia practica limitada en términos de predicción o aplicación. 10
El grado en el que un dar cuenta del mundo o del yo se sostiene a través del tiempo no depende
de la validez objetiva de la exposición sino de las vicisitudes del proceso social.
Esto equivale a decir que las exposiciones del mundo y del yo pueden sostenerse con
independencia de las perturbaciones del mundo que están destinadas a describir o explicar. De
manera similar, puede que sean abandonadas sin tener en cuenta aquello que consideramos que
son los rasgos perdurables del mundo. Efectivamente, los lenguajes de la descripción y de la
explicación pueden cambiar sin hacer referencia lo que denominamos fenómenos, que a su vez
son libres de cambiar sin que ello comporte consecuencias necesarias para las exposiciones de
orden teórico. Este enfoque está en deuda con la tesis de Quine-Duhem según la cual se puede
sostener una teoría gracias a la elaboración progresiva de las cláusulas auxiliares y tácitas a través
de un océano de observaciones que de otro modo funcionarían como refutaciones. Además refleja
buena parte de la historia de la tradición científica sobre los procesos sociales enjuego en
períodos de cambio de paradigma. También se beneficia del hincapié hecho por la sociología del
conocimiento en la gestión del significado en los laboratorios científicos. En el presente resumen
viene caracterizada primeramente para recalcar las consecuencias que el construccionismo social
tiene para el proceder científico. Ya que, como esta postura pone en claro, los procedimientos
metodológicos, con independencia del rigor, no actúan en tanto que correctivos basados en
principios para los lenguajes de la descripción y la explicación científicas. O, siguiendo el tema
desarrollado en el capítulo anterior, la metodología no es un dispositivo demoledor que permita
decidir entre exposiciones científicas concurrentes. Hablando en términos políticos, esto equivale
a abrir la puerta a voces alternativas en el seno de la cultura, voces desdeñadas durante mucho
tiempo por su falta de una ontología, epistemología y metodología subsidiarias aceptables. Este
tipo de voces ya no son acalladas a causa de la ausencia de los datos necesarios. 11
Al mismo tiempo, estos argumentos no conducen a las conclusiones peligrosas de que la
metodología tradicional es irrelevante para la descripción científica, de que puede ser abandonada
sin que ello afecte al cuerpo de los escritos científicos y no ha de interesarse por la credibilidad
de los científicos o por el valor societal del esfuerzo científico. Lo que aquí se afirma es que la
metodología no proporciona una garantía trascendente o libre de las ataduras contextúales para
afirmar que determinadas descripciones y explicaciones son superiores («más objetivas» o «más
ciertas») a otras Sin embargo, en el seno de las comunidades científicas los métodos empíricos
pueden utilizarse (y lo son característicamente) de tal manera que no ocultan las pretensiones de

10
Por esta razón la investigación del tipo prueba-hipótesis en las ciencias de la conducta está tan falta de utilidad
practica. La investigación misma se orienta alrededor de una gama de «datos particulares objetivos», confluencias
únicas de clasificaciones de cuestionario, presiones de base, estímulos fotográficos y similares. Con todo, las
conclusiones que se alcanzan desde microprocesos temporal y culturalmente contingentes son del más amplio
alcance. La literarura científica habla de «agresión», «psicopatolpgía», «capacidad razonadora», «percepción», y
«memoria» como algo general y universal. Sin embargo, las conclusiones de esta variedad abstracta están vinculadas
a particulares que carecen de importancia para la cultura. El modo en que estos conceptos se han de canjear en la
vida cultural no es determinante. Para un examen más extenso, véase Sandelands (1990).
11
Véase Benson (1993) en cuanto a una compilación de los intentos recientes hechos por parte de antropólogos para
solucionar la separación existente entre sujeto y objeto y explicar las formas de escritura etnográfica.

47
La crisis de la representación

verdad, la Habilidad de las conclusiones, la veracidad del investigador, y las consecuencias que el
esfuerzo científico tiene para la sociedad. Tal como se esbozara anteriormente, las comunidades
de científicos pueden forjar ontologías locales de duración sustancial. A través de la gestión
continuada, de la practica ritual y de la socialización de los neófitos en estas practicas, las
comunidades pueden desarrollar un consenso sobre «la naturaleza de las cosas». En el seno de
estas comunidades las proposiciones pueden ser verificadas o falsadas. Y dado que los objetos los
instrumentos y las representaciones estadísticas están incorporados en estas practicas (formando
«el datum», los medios de «reconocimiento», los indicadores de Habilidad), entran en el proceso
de verificación y falsación De este modo, los científicos pueden establecer la presencia o la
ausencia de feromonas, de memoria a corto plazo, de rasgos de personalidad y otras realidades
discursivas. Las prácticas metodológicas pueden desarrollarse para sostener la «existencia de los
fenómenos», su coocurrencia con otros fenómenos establecidos y la probabilidad de su existencia
en el seno de poblaciones más amplias. Además, los miembros de la comunidad pueden construir
la confianza mutua al informar acerca de esos acontecimientos y penalizar o expulsar con toda
legitimidad a aquellos que juegan incorrectamente el juego o lo hacen con astucia. Los textos de
la ciencia, en gran medida expresaran los resultados de esas actividades, y si uno participa en los
rituales las predicciones pueden en realidad tener sus consecuencias.

La significación del lenguaje en los asuntos humanos se deriva del modo como funciona dentro
de pautas de relación.
En su crítica del enfoque del lenguaje como adecuación o correspondencia las tres lineas de
argumentación abordadas anteriormente también sepultan cualquier enfoque simplista de la base
semántica de la significación del lenguaje Esto es, encontramos que las proporciones no derivan
su sentido de su relación determinante con un mundo de referentes. Al mismo tiempo,
encontramos que el enfoque semántico puede reconstituirse en el seno de un marco social.
Siguiendo el trato dado a la referencia como ritual social con practicas referenciales situadas
social e históricamente, salen a la luz las posibilidades semánticas de la significación de la
palabra. Con todo hay que subrayar que la semántica pasa de este modo a ser un derivado de ja
pragmática social. La forma de la relación permite que la semántica funcione. 12
Cuando se expresa en estos términos, el construccionismo social es un compañero
compatible para la concepción wittgensteiniana del significado como un derivado del uso social.
Para Wittgenstein (1953) las palabras adquieren su significado dentro de lo que metafóricamente
denomina «juegos del lenguaje», es decir, a través de los sentidos con que se usan en las pautas
de intercambio existente. Los términos «defensa», «delantero», «gol» «fuera de juego» son
esenciales a la hora de describir el fútbol. En términos de sentido común, el juego del fútbol
existe con anterioridad al acto de descripción, y una descripción dada puede ser más o menos
exacta (pensemos por un momento en el abuso del que es responsable el arbitro que señala
«falta» allí donde debiera haber visto «la ley de la ventaja»). Desde el enfoque de Wittgenstein,
sin embargo, los términos del fútbol no son descriptores disociados sino rasgos constitutivos del
juego. Un portero es sólo un portero en virtud del hecho de que uno accede a las reglas del propio
juego. En efecto, los términos adquieren su significado gracias a su función en el seno de un
conjunto de reglas circunscritas. El hecho de «describir el juego» es un derivado del
posicionamiento precedente de los términos relevantes dentro del propio juego. «Ahora bien,

12
Un argumento similar se aplica al caso de la sintaxis. En este sentido, la búsqueda de un cuerpo fundacional de
reglas sintácticas, principios o lógicas dentro de la mente individual es equívoca. Las convenciones sintácticas
propiamente se pueden hacer remontar al proceso de relación

48
Conocimiento individual y construccion comunitaria

¿qué significan las palabras de este lenguaje?», se pregunta Wittgenstein (1953). «¿Qué se
supone que muestra lo que significan si no es el tipo de uso que tienen? (6e). Apropiado es
también el concepto wittgensteiniano de forma de vida, es decir, una pauta más amplia de
actividad cultural en la que se incrustan juegos específicos de lenguaje. El juego del fútbol, por
ejemplo, en general funciona como una «actividad de recreo» y se distingue del ámbito del
trabajo; se trata de un pasatiempo cultural- constituido por una diversidad de rituales tradicionales
(como son hacer quinielas, llevar a nuestro hijo a su primer partido). El significado dentro del
juego depende del uso del juego en el seno de pautas culturales más amplias.
Este enfoque del significado como algo que deriva de intercambios microsociales
incrustados en el seno de amplias pautas de vida cultural presta al construccionismo social unas
dimensiones críticas y pragmáticas pronunciadas. Es decir, presta atención al modo en que los
lenguajes, incluyendo ahí las teorías científicas, se utilizan en la cultura. ¿Cómo funcionan los
diversos «modos de expresar las cosas» dentro de relaciones en curso? Es poco probable que el
construccionismo pregunte por la verdad, la validez, o la objetividad de una exposición dada, qué
predicciones se siguen de una teoría, en qué medida un enunciado refleja las verdaderas
intenciones o emociones del hablante o cómo una prelusión se hace posible a través del
procesamiento cognitivo. Más bien, para el construccionista, las muestras de lenguaje son
integrantes de pautas de relación. No son mapas o espejos de otros dominios —mundos
referenciales o impulsos interiores— sino excrecencias de modos de vida específicos, rituales de
intercambio, relaciones de control y de dominación, y demás. Las principales preguntas que se
han de plantear a las declaraciones generalizadas de verdad son, pues: ¿De qué modo funcionan,
en qué rituales son escenciales, qué actividades se facilitan y cuáles se impiden, quíen es
desposeído y quién gana con tales declaraciones?

Estimar las formas existentes de discurso consiste en evaluar las pautas de vida cultural; tal
evaluación se hace eco de otros enclaves culturales.
En una comunidad de inteligibilidad dada, en la que palabras y acciones se relacionan de
manera fiable, es posible estimar lo que damos en llamar la «validez empírica» de una aserción.
Aunque esta forma de evaluación es útil tanto en el ámbito de la ciencia como en el de la vida
cotidiana, es esencialmente de carácter irreflexivo y no ofrece ningún tipo de medio a través del
cual evaluar la propia evaluación, sus propias construcciones del mundo y la relación que éstas
tienen con formas de vida cultural más amplias y más difundidas. Por ejemplo, en la medida en
que existen como comunidades de comprensión, los científicos de laboratorio pueden evaluar
felizmente la credibilidad y la aceptabilidad de las afirmaciones en las relaciones que las
constituyen. En el mismo sentido podríamos expresarnos en relación con las de psicoanalistas y
las espirituales. Sin embargo, los criterios de validez o de deseabilidad que operan en el seno de
estas comunidades no dan oportunidad a la autoevaluación y, lo que es aún más importante, ni a
la evaluación del impacto que estos compromisos tienen en las vidas de aquellos que viven en
comunidades relacionadas o solapadas. El científico como tal no puede preguntar por el valor
espiritual de la ciencia; el psicoanalista por sí mismo carece de los medios para debatir las
ventajas e inconvenientes de creer en los procesos inconscientes; y los términos y las
comprensiones del estratega militar no proporcionan medio alguno para evaluar la moralidad de
la guerra.
De este modo se estimula la evaluación crítica de las diversas inteligibilidades desde
posiciones exteriores, explorando así el impacto de estas inteligibilidades en las formas más
amplias de vida cultural. ¿Qué gana o pierde la cultura si constituimos el mundo en términos del
economista, del estratega militar, del ecologista, del psicólogo, de la feminista...? ¿De qué modo

49
La crisis de la representación

la vida cultural mejora o se empobrece a medida que los vocabularios y las prácticas de estas
comunidades se expanden o proliferan? Con ello no estoy privilegiando la evaluación por encima
de las inteligibilidades y las practicas en cuestión; el lamento moral o político, por ejemplo, no
constituye la «palabra final» sobre esos asuntos. Sin embargo, dado que este tipo de evaluaciones
son esencialmente excrecencias de otras comunidades de significado —otros modos de vida—, la
puerta queda abierta para un entretejimiento más completo de comunidades dispares de
significado. Si las evualuaciones pueden comunicarse de modo que aquellos que están bajo
examen puedan asimilarlas, las fronteras relaciónales se vuelven tenues. Así como los
significantes de otro modo lejanos se interpenetran, así las comunidades que de otro modo serían
ajenas empiezan a formar un conjunto coherente. Por consiguiente, el diálogo evaluativo puede
constituir un paso importante hacia una sociedad humana.

Las ciencias humanas en la perspectiva construccionista

Los diversos supuestos recogidos aquí empiezan a formar una alternativa para el enfoque
individual del conocimiento que en el capítulo anterior encontramos tan profundamente
problemático. La pregunta que debemos abordar atañe al potencial positivo de estos enfoques.
¿Qué sugieren estos supuestos para unas ciencias humanas reconstruidas? ¿Qué se ve ahora
favorecido? ¿Qué debe rechazarse? Para el científico que busca certezas o para el empirista
tradicional, los argumentos construccionistas pueden parecer pesimistas, incluso nihilistas. Sin
embargo, lo son sólo si uno se aferra a concepciones anticuadas de la empresa científica o a
concepciones ofuscadoras de la verdad, del conocimiento, del saber, de la objetividad y del
progreso. Lo que encontramos es que, en un grado significativo, las concepciones empTristas
tradicionales del oficio han reducido su alcance, truncado sus métodos, amordazado sus
expresiones posibles y circunscrito su potencial de utilidad social. En cambio, propongo que
cuando se les exige lo apropiado, los argumentos construccionistas contienen un enorme
potencial para las ciencias humanas. Surgen nuevos horizontes a cada envite, y muchos están
siendo explorados en la actualidad.
En lo que resta de este capítulo quiero no sólo esbozar algunas de las aperturas más
destacadas generadas por el punto de vista construccionista, sino también resucitar una serie de
afanes tradicionales, esta vez en términos construccionistas. A fin de apreciar la gama de
potenciales, es útil recordar el intento hecho en el capítulo anterior para dar cuenta de las
transformaciones que se dan en las perspectivas de las ciencias humanas. Hablaré aquí de las
tendencias a mantener, a poner en tela de juicio, y a transformar las tradiciones; al seguir con este
acento, podemos también pasar revista a las diversas formas de prácticas científicas en términos
de (1) su contribución a las instituciones o modos de vida existentes; (2) de su capacidad de
desafío crítico; y (3) su potencial para transformar la cultura. Este análisis es sólo sugerente, en la
medida en que cualquier práctica científica puede funcionar de diferentes modos para distintos
grupos culturales, y las prácticas a menudo tienen efectos múltiples, contrarios y no
intencionados. Sin embargo, al disponer las prácticas de este modo, espero hacer el necesario
hincapié en los distintos efectos y funciones.

La práctica científica en una sociedad estable

Consideremos de entrada el potencial de las ciencias humanas en condiciones de estabilidad


relativa o de tradición duradera. Aquí podemos incluir formas de lenguaje, ellas mismas
inseparables o constitutivas de las pautas relaciónales en las que están insertadas. Este lenguaje

50
Conocimiento individual y construccion comunitaria

probablemente contenga una ontología implícita, un inventario «de qué hay» y un código moral
implícito (criterios «de qué debiera ser»). Por consiguiente, ya hablemos de biólogos que
estudian las moléculas del ADN o de las deliberaciones del Tribunal Supremo, sobre la Primera
Enmienda de la Constitución norteamericana, tiene que haber suposiciones compartidas acerca de
lo que existe, así como un acuerdo en cuanto a la acción idónea. En ausencia de tales
convenciones no habría comunidad de biólogos ni Tribunal Supremo. Además, aquello que se
puede decir de grupos de carácter local de contacto directo, también es sostenible en cierto
sentido a nivel nacional o continental; por consiguiente, podemos hablar de cultura japonesa
como opuesta a la cultura noruega.
Dicho con estas palabras, las ciencias humanas hacen una contribución esencial para hacerse
con el abanico de tradiciones existentes. Son dos las funciones principales e interdependientes a
las que hay que servir. En primer lugar, la investigación en ciencias humanas puede funcionar a
fin de sostener y/o intensificar la forma de vida existente; y, en segundo lugar, puede permitir que
las personas vivan más adecuadamente en el seno de estas tradiciones. La primera de estas dos
funciones es satisfecha con mayor plenitud por parte de las inteligibilidades teóricas: el modo que
tiene el científico de describir y explicar el mundo. Como elaboradores y proveedores articulados,
respetados y visibles del lenguaje—y muy en especial los lenguajes que abordan la condición
humana—, los científicos activos en las ciencias humanas pueden tener un influjo muy
importante en las inteligibilidades dominantes de la sociedad y, así, en sus practicas
preponderantes. Este tipo de inteligibilidades califican la acción humana, proporcionan causas
para el éxito y el fracaso de la gente, y facilitan elementos racionales para la conducta. Explicar la
acción humana en términos de procesos psicológicos individuales, por ejemplo, ha de tener
consecuencias mucho más diferentes para las prácticas y las políticas que explicar esas mismas
acciones en términos de estructuras sociales. Las teorías del primer tipo nos conducen a culpar,
castigar y tratar a los pervertidos en sociedad, mientras que aquellas otras del segundo tipo
favorecen la reorganización de los sistemas responsables de tales resultados. Las teorías del
aprendizaje humano sugieren implícitamente que la conducta aberrante está sujeta a un reciclaje
programático, mientras que las teorías innatistas más a menudo hacen hincapié en la contención
de lo que de otro modo sería inevitable. Las teorías mecanicistas tienden a negar la
responsabilidad individual, mientras que las teorías dramatúrgicas garantizan las facultades
individuales del actuar y del autocontrol. En cada caso, la inteligibilidad teórica opera a fin de
sostener o reforzar una perspectiva societaria significativa, así como sus modos de vida
asociados.
Las ciencias humanas pueden también facilitar la acción adaptativa en el seno de los
confines de lo que es convencional. Dadas determinadas pautas fiables de acción, así como las
posibilidades de un acuerdo comunitario en la adjetivación, las ciencias humanas pueden
proporcionar los tipos de predicciones que permitan constituir políticas, disponer programas y la
información útil diseminada para la cultura. En el interior de las realidades comunes de la cultura,
las ciencias humanas pueden generar, por ejemplo, predicciones razonablemente fiables acerca
del éxito académico, del colapso esquizofrénico, cotas de enfermedad mental, pautas de voto,
tasas de criminalidad, de divorcio, de fracaso escolar, condiciones para el aborto, del éxito de
productos, sobre el PNB y demás. Permiten a los terapeutas relacionarse con sus pacientes de tal
modo que se logren las «curas» y que los consultores de organización «solucionen problemas» en
el interior de los marcos organizativos. En este dominio de pronóstico, las tecnologías empiristas
tradicionales pueden desempeñar su papel más significativo. Los procedimientos de muestreo, los
dispositivos de recogida y contabilización de datos, los cuestionarios de sondeo, los métodos
experimentales, los análisis estadísticos y similares —el legado de las ciencias conductistas—

51
La crisis de la representación

están dotados efectivamente para intensificar las capacidades predictivas. Mientras la tradición
perdure, se siga otorgándoles valor y los códigos de referencia sean ampliamente compartidos, la
previsión actuarial seguirá gozando de ventajas.
Con ello, sin embargo, no queremos defender una inversión sostenida en las teorías
generales de testación de la conducta humana. Tal como hemos visto, esta investigación no puede
justificarse sobre las bases tradicionales que nos permiten distinguir las teorías exactas y
predictivas de las empíricamente engañosas. La investigación no opera ni para validar ni para
invalidar las hipótesis generales, ya que todas las teorías pueden ser reducidas a verdaderas o
falsas dependiendo de la gestión que uno haga del significado en un contexto dado. Tampoco la
vasta parte de investigación que pone a prueba hipótesis es relevante para el desafío que supone
la predicción social. Esto es así porque esta investigación está dirigida característicamente por el
deseo de demostrar la validez de la teoría en cuestión. La conducta específica que pasa a ser
evaluada tiene un interés periférico, al ser escogida meramente porque es conveniente o está
sujeta a medición y control en condiciones de laboratorio. La sociedad tiene poca necesidad de
mejores predicciones del tipo condicionado, ya sean del tipo botón presionado, marcas a lápiz en
un cuestionario, éxito en juegos artificiales o excelencia con aparatos de laboratorio.
Efectivamente, el grandísimo número de horas consumidas por tales empresas, los sacrificios
hechos por vastas hordas de sujetos y de poblaciones de animales, las sumas de dinero estatal, las
esmeradas practicas de edición y el hacer o deshacer carreras tienen una justificación poco
convincente. No se trata de abandonar todas las formas de testación de hipótesis. Una cantidad
limitada de investigación controlada puede ser útil para vivificar o prestar peso específico
retórico a posiciones teóricas de carácter general. Con todo, estos argumentos defienden la
inteligibilidad teórica como tal vez la contribución más significativa que las ciencias humanas
pueden hacer a la vida cultural.

Convención desestabilizadora

Para la mayoría de la sociedad, las contribuciones al bien público, definido


convencionalmente, tienen escasas consecuencias. Los valores culturales parecen demasiado
precarios en conjunto, las pautas apreciadas demasiado fugaces para erosionar, mientras que los
elementos indeseables siempre aparecen predominantes. Al mismo tiempo, las realidades
culturales son raramente unívocas. Nadamos en un mar de inteligibilidades donde las corrientes
discursivas de períodos dislocados de la historia —griego, romano, cristiano, judaico y otros—
siempre surgen una tras otra, y la mezcla de pasados dispares genera siempre nuevas y atrayentes
(o espantosas) posibilidades. Por consiguiente, con independencia de las realidades culturales
dominantes, y de sus prácticas relacionadas, siempre hay grupos cuyas realidades son
desdeñadas, pasando inadvertidas, siendo las visiones de cambio positivo amortiguadas por lo
estable y lo mojigato.
Para el construccionista, los lenguajes de las ciencias sirven de dispositivos pragmáticos, al
favorecer determinadas formas de actividad mientras se disuaden otras. El científico es,
inevitablemente, un abogado moral y político, lo quiera él o no. Afirmar la neutralidad respecto a
los valores es simplemente cerrar los ojos a los modos de vida cultural que el propio trabajo
apoya o destruye. Así, pues, en lugar de separar los propios compromisos profesionales de las
propias pasiones, intentando separar difícilmente hecho y valor, el construccionismo invita a una
vida profesional plenamente expresiva, en relación a las teorías, los métodos y las prácticas que
pueden realizar la visión que uno tiene de una sociedad mejor. En este sentido, el
construccionismo ofrece una base fundamental para desafiar las realidades dominantes y las

52
Conocimiento individual y construccion comunitaria

formas de vida a ellas asociadas. Examinemos tres de las formas centrales del desafío: la crítica
de la cultura, la crítica interna y la erudición del desarraigo.
Tal vez uno de los medios más directos y ampliamente asequibles de inquietar al statu quo
existente —desde el punto de vista discursivo— sea la crítica de la cultura. Durante la mayor
parte de este siglo, las ciencias orientadas empíricamente han eludido con asiduidad la toma de
partido ético o político. Tal como vemos, el valor de la neutralidad es un afán quimérico; el
profesional siempre e inevitablemente afecta a la vida social tanto para bien como para mal,
mediante cierto criterio valorativo. Así, pues, en lugar de operar como secuaces pasivos del
«espejo de la naturaleza», los científicos activos en las ciencias humanas pueden de manera
legítima y responsable extender sus valores. En lugar de escarbar en temas de «deber ser» desde
la canónica profesional, debemos emplear activamente nuestras habilidades para hacer que
aquellas cuestiones políticas y morales ligadas a nuestro dominio profesional sean inteligibles. La
crítica social, aunque apenas nueva en relación a las ciencias humanas, es una forma importante
de este tipo de expresión. Los especialistas tanto de las tradiciones crítica como psieoanalítica
proporcionaron demostraciones tempranas y potentes de la posibilidad de un análisis de la
sociedad sofisticado y de gran alcance. Y, mientras este potencial quedaba durante mucho tiempo
relegado al olvido (o sencillamente era menospreciado) durante la época conductista (o de
empirismo fuerte), ha empezado a reaparecer bajo formas múltiples y altamente variadas desde la
década de los años 1960. El reciente surgimiento de la disciplina de los estudios culturales
atestigua el vigor de este movimiento, del que hablaremos más extensamente en el capítulo 5.
La crítica social debe complementarse con otros medios importantes. Esencialmente, se
orienta hacia el exterior, abordando características de la cultura en general, con lo cual no llega a
afectar a las ciencias humanas como tales. Sin embargo, y dado que las ciencias humanas
ostentan lenguajes y practicas que afectan a la cultura, también requieren una valoración crítica.
Además de la crítica social, la perspectiva construccionista favorece una intensa utilización de la
crítica interna. En efecto, se invita a los científicos a controlar, analizar y clasificar las dudas
correspondientes en el uso de sus propias construcciones de la realidad y de las prácticas a ellas
asociadas. Tampoco en este caso la crítica interna representa nada nuevo para las ciencias. Como
se dijo en el capítulo anterior, por ejemplo, la valoración crítica del paradigma conductista fue
esencial para la evolución cognitiva. Desde el punto de vista de la actualidad, de cualquier modo,
un debate interno de este tipo tiene un significado mínimo en términos de su valor respecto a la
cultura en general. Y esto es así porque no logra permanecer al margen de la ciencia en sí misma.
Los valores inherentes a las ciencias, y sus correspondientes implicaciones para la vida cultural,
nunca se han puesto en cuestión. Lo que aquí se defiende es una forma de crítica que represente
intereses o valores distintos a los que benefician a los generadores de realidades científicas. He
presentado ejemplos de este trabajo al hablar de la crítica ideológica, y abordaré más casos en el
capítulo 5.
Tenemos que considerar una tercera forma de erudición desestabilizadora. Tanto la crítica de
la cultura como la crítica interna se basan característicamente en el valor particular de los
compromisos: igualdad, justicia, reducción del conflicto, y demás. Sin embargo, el
construccionismo también invita a una tercera forma de investigación, menos apoyada por una
posición de valor particular y más centrada en el desbaratamiento general de lo convencional. En
la medida en que cualquier realidad se objetiva o se da por sentada, las relaciones quedan
congeladas, las opciones obturadas y las voces desoídas. Cuando suponemos que hay igualdad
perdemos la capacidad de ver las desigualdades; cuando un conflicto se resuelve somos
insensibles al sufrimiento de las partes. Con respecto a esto, se ha de dar valor a una
erudición/especialización del desarraigo, aquella que simplemente relaja el dominio de lo

53
La crisis de la representación

convencional. Cuando los constructivistas planteaban colocar la aporía inquietante en el corazón


de un trabajo determinado, el resultado fue una desconfianza reverberante respecto a cualquier
texto transparente, cualquier principio bien elaborado o cualquier plan bien formado. Como
demuestra el esfuerzo desconstruccionista, cuando se las examina de cerca, las bases
fundamentales claras, elegantes y convincentes se desbaratan, su lógica se hunde, su significado
pasa a ser indeterminado. Con todo, aunque los análisis desconstruccionistas son asequibles a las
ciencias humanas como dispositivos de desarraigo, los esfuerzo emergentes son retóricamente
más poderosos para demostrar el carácter construido de los discursos dominantes. Aquí los
esfuerzos tanto de la crítica de la retórica como social son ejemplares. Tal como se describió, el
analista retórico se centra en los dispositivos mediante los cuales un discurso dado adquiere su
poder persuasivo, su sentido de la racionalidad, su objetividad o verdad. Al colocar las metáforas,
las narraciones, las supresiones de significado, las apelaciones a la autoridad y demás, la
racionalidad y la objetividad pierden su poder persuasivo. De manera similar, a medida que los
analistas sociales exploran los procesos racionales —las gestiones, las tácticas de poder, la
dinámica política...— proclamando diversas verdades, esas verdades pierden su generalidad.
Aquello que parecía la «única vía» de expresar las cosas —más allá del tiempo y de la cultura—
se convierte en algo local y particular.
Existen otras líneas de práctica del desarraigo. Particularmente importantes son las
recontextualizaciones culturales e históricas. A menudo, parece, aquello que empieza siendo
valores de carácter local, suposiciones y garantías se va haciendo expansivo. Los valores de una
comunidad particular o la verdad de una ciencia particular se desplazan en la dirección de lo
universal: lo bueno y lo cierto para todos en todo momento. La investigación de la asignación
cultural e histórica de valores y verdades particulares son bastiones efectivos contra los estragos
que causan las palabras embravecidas. Cuando los antropólogos exploran las realidades locales
de otros grupos culturales, demostrando la validez de estas realidades ajenas en el seno de sus
circunstancias particulares, también destacan las limitaciones de nuestras propias racionalidades.
Cuando Winch (1946), por ejemplo, defiende la causa de la magia szondi, simultáneamente
difumina la distinción entre la ciencia occidental y el chamanismo. El trabajo histórico puede
alcanzar los mismos resultados. Cuando Morawski (1988) y sus colegas describen el cambio de
las interpretaciones del experimento en psicología, y Danziger (1990) muestra que el concepto de
sujeto experimental depende de la circunstancia histórica, están desafiando el enfoque
contemporáneo de una metodología y un sujeto fijos y universales.

Transformación cultural: las nuevas realidades y los nuevos recursos

Las ciencias humanas poseen un potencial importante tanto para sostener las instituciones
culturales por un lado, como para ponerlas en duda reflexiva. Sin embargo, hemos de considerar
finalmente una tercera gama de desafíos, a saber aquellos que se desplazan más allá de la
investigación crítica y desestabilizadora hacia la transformación cultural. Si nuestras
concepciones de lo real y del bien son construcciones culturales, entonces la mayor parte de
nuestras practicas culturales pueden igualmente pasar a ser consideradas como algo contingente.
Todo cuanto es natural, normal, racional, obvio y necesario está —en principio— abierto a la
modificación. Aunque las tradiciones de la crítica y del desarraigo son recursos valorables ya que
generan la efervescencia, en sí mismos son insuficientes. Esto es primeramente así a causa de su
carácter simbiótico; su inteligibilidad depende de aquello a lo que se oponen. Para la
transformación social se requieren nuevas visiones y vocabularios, nuevas visiones de la
posibilidad y prácticas que en su misma realización empiezan a trazar un curso alternativo. Estas

54
Conocimiento individual y construccion comunitaria

posibilidades transformativas pueden desarrollarse en el suelo de la ciencia social tradicional:


modos reconocidos de la teoría y de la investigación. Sin embargo, puesto que se comprenden
primeramente en términos de las inteligibilidades tradicionales, estas innovaciones siguen
apoyando estas tradiciones. La transformación cultural parece mejor servida mediante nuevas
formas de práctica científica. Examinemos, por consiguiente, el potencial inherente a las formas
más audaces de teoría, de investigación y de práctica profesional.
Los conceptos de la conducta humana operan más como útiles para llevar a cabo relaciones.
En este sentido, la posibilidad de cambio social puede derivarse de nuevas formas de
inteligibilidad. 13 El desarrollo de nuevos lenguajes de comprensión acrecienta la gama de
acciones posibles. A medida que se elaboró un lenguaje de los motivos inconscientes, se
desarrollaron nuevas estrategias de defensa en los tribunales de justicia; a medida que un
vocabulario de los motivos intrínsecos fue enriqueciéndose, también se enriquecieron nuestros
regímenes educativos; y a medida que se desarrollaron las teorías de los sistemas de familia
también ampliamos nuestros modos de tratar el dolor individual. En otro contexto (Gergen, 1994)
propuse el término teoría generativa para referirme a los enfoques de carácter teórico que se
introducen contra, o contradicen abiertamente, los supuestos comúnmente aceptados de la cultura
y abren nuevos modos de percibir la inteligibilidad. En el siglo pasado, las teorías de Freud y de
Marx se contaban seguramente entre las más generativas. En cada caso, el trabajo teórico
planteaba un desafío importante para las suposiciones dominantes y servía de impulso para
nuevas formas de acción. Con ello no afirmamos, sin embargo, que ese tipo de trabajo siga
conservando su potencial generativo en la actualidad; serían precisas interpretaciones
innovadoras e iconoclastas de los textos canónicos para sostener hoy esa vitalidad. (Por ejemplo,
la revisión lacaniana de Freud proporciona un medio para que la teoría psicoanalítica participe en
los diálogos posestructurales.) Aunque de un impacto menos sonoro, los trabajos de Jung, Mead,
Skinner, Piaget y Goffman, por ejemplo, fueron generativos en muchos aspectos; incluso
formulaciones más ceñidas al enfoque como la interpretación que Geertz (1973) diera de una
pelea de gallos en Bali o la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957) han tenido
importantes efectos generativos. Cada uno ha transformado la inteligibilidad en cierto grado y se
ha sumado de manera importante a la gama de recursos culturales y científicos. 14
Con todo, en algunos sentidos importantes, este tipo de escritura teórica sigue siendo
también conservadora. Las tradiciones culturales de larga duración reciben el apoyo de estos
eruditos, y en realidad les prestan poder retorico a sus realizaciones. Siendo más explícito, la
escritura de carácter teórico es una acción social sui generis, y como tal favorece determinadas
clases de relaciones por encima de otras. En cada uno de los casos antes citados por ejemplo, el
escritor adopta la postura de la autoridad que sabe apoyando asi las jerarquías de privilegio; se
hacen afirmaciones de autoría individual, sosteniendo así el enfoque de los individuos como
fuentes originarias de pensamiento; se utilizan formas de argumentación culta o elitista
rechazando como irrelevante o inferiores los idiomas persuasivos de los incultos; cada texto

13
Véase Kukla (1989) para una elaboración de la significación del trabajo teórico —además de las demostraciones
empíricas anteriormente citadas— en el ámbito de la psicología.
14
Véase tambien los argumemtos de Astley y Zammuto (1992) contra el enfoque tradicional de los científicos de la
organización como ingenieros sociales que ofrecen aplicaciones políticas a partir de una base fundacional de
conocimiento. De acuerdo con mis propuestas, estos autores consideran que la mayoría de los científicos son
generadores de recursos simbolicos (lenguaje) para su uso en marcos organizativos. Los nuevos lenguajes
constituirian la realidad de modos diferentes, y con este tipo de nuevas reconstrucciones se harán inteligibles las
nuevas formas de acción.

55
La crisis de la representación

objetiva el tema del que trata, privilegiando así un dominio de lo real sobre lo retórico. La
invitación a la transformación se extiende, pues, a la forma de la expresión erudita. A medida que
las ciencias humanas experimentan modos de expresión, en la medida en que desafían los estilos
tradicionales de escritura, difuminan los géneros, añaden visión y sonido al texto, también
transforman la concepción del especialista de la academia, de la naturaleza de la educación y,
finalmente, del potencial de las relaciones humanas.
En este contexto hay que poner el mayor valor en las formas nuevas e iconoclastas de
escritura que lentamente van abriéndose camino en las ciencias humanas. Las escritoras
feministas se encuentran en la vanguardia de este movimiento. Por ejemplo, las feministas
francesas Irigaray (1974) v Cixous (1986) demuestran que la mayoría de las convenciones
lingüísticas de la escritura erudita son falocéntricas (lineales, polares, desapasionadas) Sus
escritos experimentan con formas alternativas de expresión, formas que creen que son más
compatibles con la conciencia primordial femenina. Los antropólogos culturales se han visto cada
vez más perturbados sobre las condiciones occidentales de escribir etnografía, discurriendo que
las mismas convenciones constituyen una forma de imperialismo. Así, pues, los experimentos
puestos en marcha, por ejemplo, para inducir «temas de estudio» en la etnografía como
colaboradores, escribir etnografía como una autobiografía utilizar la etnografía como crítica de la
cultura propia, y convertir la etnografía en poesía (revelando así su base en el artificio y no en el
hecho). En otros experimentos textuales Mulkay (1985) ha explorado las posibilidades de escribir
como unas cuantas personas diferentes en el marco de una misma obra. Mary Gergen (1992) ha
escrito un drama posmoderno, y en un volumen demoledor, Death at the Paradise Cafe, Pfohl
(1992) ha desarrollado un collage de teoría, ficción, autobiografía y fotografía para llevar a acabo
un análisis social crítico. Cada vez más, los eruditos canalizan sus talentos inventivos hacia el
cine, ciertamente el mayor desafío de cara al futuro.
Volvamos desde la expresión teórica a la metodología de la investigación. En el modo
transformativo, el objetivo principal de la investigación consiste en vivificar la posibilidad de los
nuevos modos de acción. La investigación aporta una imaginería importante para nuevas
posibilidades. Tal como sugeríamos antes, incluso el experimento de laboratorio puede tener su
papel ahí. Por ejemplo, la investigación todavía sugerente de Milgram (1974) sobre la obediencia
apenas «pone a prueba una hipótesis» de algún modo significativo. Sin embargo, en su capacidad
de impactar en la conciencia del lector en cuanto a su propio potencial para «hacer el mal
siguiendo órdenes», esta viva investigación provoca la discusión sobre la deseabilidad de las
jerarquías y sobre los límites de la obligación.
A pesar del poder transformativo de las prácticas de investigación convencionales,
comparten una tendencia culturalmente conservadora con las formas de escritura tradicional.
Aunque los experimentos de laboratorio pueden ilustrar nuevos potenciales, el hecho de apoyarse
en un modelo mecanicista del funcionar humano, el tratamiento alienante del sujeto, y su control
de los resultados les arrojan a tradiciones que tal vez se encuentren ociosas. Procedimientos
alternativos de investigación alientan una transformación más radical; se trata de métodos que
favorecen otros valores y enfoques. A medida que los nuevos procedimientos de investigación se
vuelven inteligibles, se fomentan nuevos modelos de relación. Tales intentos surgen ahora con
una mayor frecuencia a lo largo de todo el dominio cubierto por las ciencias humanas. Eludiendo
muchos de los problemas intelectuales e ideológicos de las prácticas tradicionales de
investigación florecen exploraciones en investigación de tipo cualitativo (Denzin y Lincoln,
1994), en la investigación hermenéutica o interpretativa (Packer y Addison, 1989), en la
metodología dialógica (M. Gergen, 1989), en la investigación comparativa (Reason, 1988), en la
historia biográfica o vital (Bertaux, 1984; Poikinghorne, 1988), en el análisis narrativo (Brown y

56
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Kreps, 1993), en la investigación apreciativa (Cooperrider, 1990), en la investigación como


intervención social (McNamee, 1988), y la línea feminista como investigación vivida (Fonow y
Cook, 1991). En cada uno de estos casos, nuevas prácticas de investigación modelan nuevas
formas de vida cultural.
Finalmente, tenemos que prestar atención al dominio de la práctica profesional. En muchos
aspectos, los terapeutas, los consejeros y los asesores de organización, los especialistas en
educación y similares tienen un impacto mucho mayor en la vida cultural que los académicos.
Sus acciones pueden participar en prácticas relaciónales de un modo más profundo y directo que
los escritos abstrusos de los profesionales. En efecto cuentan con un enorme potencial para la
transformación cultural. En el dominio de las prácticas modelo su impacto es tal vez el más
notorio. Cuando los terapeutas desarrollan nuevas formas de interactuar con sus clientes, la
cultura puede que se vea informada por modos alternativos de ayudar a aquellos que lo necesitan;
cuando los asesores crean el diálogo entre los estratos de una organización (como algo opuesto a
ofrecer soluciones autoritarias), implícitamente crean la realidad de la interdependencia; y cuando
los investigadores de la educación siguen modos colaborativos de evaluación, se ha dado el paso
hacia nuevas formas de relación entre el alumno y el profesor. El que practica esto no es, por
consiguiente, un mero servidor de las instituciones existentes o de las lógicas y de los
«hallazgos» desarrollados entre las paredes de una torre de marfil, sino un agente potencial de un
cambio de largo alcance. 15 A mi entender, la próxima década puede ser aquella en la que el
especialista se beneficie más de habilidades contextualizadas del practicante, y no al revés.
En resumen, para las ciencias humanas en un modo construccionista, las prácticas de
investigación tradicionales pueden hacer una contribución valiosa. Sin embargo, también vemos
que esta contribución está muy limitada. Una orientación construccionista sustancialmente amplía
el programa de trabajo. Las más importantes oberturas a la innovación son: la desconstrucción, en
la que todas las suposiciones y presupuestos acerca de la verdad, lo racional y el bien quedan bajo
sospecha —inclusive las de los desconfiados—; la democratización, en la que la gama de voces
que participan en los diálogos resultantes de la ciencia se amplifica; y la reconstrucción, en la que
nuevas realidades y prácticas son modeladas para la transformación cultural. Albergo la
esperanza de que este tipo de inversiones propulsen la ciencia desde su status actual en los
márgenes de la vida cultural al centro de sus afanes y empresas.

15
Intentos específicos para poner en práctica los enfoques construccionistas empiezan a aparecer en los campos de la
pedagogía (Bruffee, 1993; Lather, 1991), terapia sexual y matrimonial (Atwood y Dershowitz, 1992),
procedimientos de mediación y de revindicación (Shailor, 1994; Salipante y Bouwen, 1990), análisis de la televisión
y la prensa (Carey, 1988), y procedimientos legales (Frug, 1992). En el capitulo 10 desarrollamos un estudio
detallado de las contribuciones construccionistas.

57
El construccionismo en tela de jucio

Capitulo 3
El construccionismo en tela de juicio

Desafiar las suposiciones predominantes sobre la generación y la función del conocimiento


y explorar una visión alternativa es algo que amenaza los compromisos de larga duración y
ampliamente compartidos con la objetividad, la verdad, los fundamentos racionales y el
individualismo. No sorprende que la crítica del pensamiento construccionista haya sido
fácilmente asequible —y algo letal en su intención—. Para muchos especialistas el enfoque de
que el conocimiento es algo socialmente construido provoca una problemática profunda. No es
simplemente que los conceptos de objetividad apreciados, la investigación no sesgada, la verdad,
la autoridad y el progreso científico se vean comprometidos, ni que el construccionismo no
ofrezca ningún fundamento claro y evidente para una ciencia alternativa. Estos problemas se
complican, además, con las amenazas de la duda existencial, la inmersión en la ambigüedad
continua, y la postura de tolerancia gelatinosa a las que parece invitar la alternativa
construccionista. Al mismo tiempo, los queridos conceptos de intimidad, experiencia, conciencia,
creatividad, autonomía, integridad y democracia también parecen amenazados. Aunque no hay
modo en el que se sojuzguen tales amenazas y apacigüen todas las dudas, aunque no hay ninguna
forma de inteligibilidad que pueda acomodarse completamente a los múltiples recelos de todas
las alternativas existentes, debemos abordar algunas de las críticas acuciantes del
construccionismo, si es que el diálogo ha de proceder de modo productivo. Existe una particular
necesidad para reducir las concepciones erróneas tan extendidas y responder a los aspectos
ampliamente molestos del pensamiento construccionista.
Puesto que estas investigaciones surgen en diferentes ámbitos y lo hacen por razones
diferentes, no existe una única línea narrativa alrededor de la que se pueda desarrollar de modo
efectivo la argumentación. Más bien, para tratar estas cuestiones críticas procederé a través de
una serie de exámenes relacionados, cada uno de ellos orientado a una forma específica de crítica.
En el caso de que el lector desee una previsión de las preguntas, las siguientes —en su forma más
truculenta— estructurarán el examen:
1. ¿Es el construccionismo realmente algo nuevo?
2. ¿Niega el construccionismo la realidad de la experiencia personal?
3. ¿Abandona el construccionismo toda preocupación por el mundo real?
4. Como forma de escepticismo, ¿no es incoherente el construccionismo?
5. En su relativismo, ¿no es el construccionismo moralmente vacuo?
6. ¿Sobre qué bases pueden los construccionistas afirmar que la gente difiere en cuanto a las
construcciones que hace del mundo?
7. Si, como sugiere el construccionismo, la teoría es infalsable, entonces, ¿cuál es el valor de la
comprensión teórica? ¿No existe ningún sentido en el que la ciencia progrese?

Antes de ir más allá, me gustaría examinar brevemente una reacción común de los
construccionistas ante tales críticas; la mayoría piensa que por qué hay que molestarse en tomar
parte en debates como éstos. Estas críticas defienden un conjunto de posiciones que el
construccionismo ya ha encontrado que eran imperfectas. ¿Acaso no es mejor proceder a sacar las
consecuencias positivas del construccionismo en lugar de llevar a cabo en la retaguardia
escaramuzas con las viejas tradiciones? Además, todas las formas de crítica están sujetas a los
diversos métodos desconstruccionistas que, como hemos visto, dan lugar al construccionismo.
Por consiguiente, cabe menoscabar la crítica habida cuenta de sus consecuencias ideológicas (por
ejemplo, el hecho de defender el statu quo, un orden de tipo androcéntrico y el predominio de

58
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Occidente sobre todo lo demás); al elucidar su base literaria y retórica, la indecibilidad de su


significado, y los medios a través de los que llega a persuadir; y finalmente al retrotraer su lógica
a comunidades que están ubicadas histórica y culturalmente.
Aunque atractivas en ciertos aspectos, este tipo de refutaciones son también peligrosas.
Existe una marcada tendencia entre aquellos que comparten paradigmas y prácticas a separarse de
los alienados. A lo largo del tiempo, los grupos antagónicos dejan de comunicarse entre sí,
considerando respectivamente que el otro está equivocado sin remedio. Mientras tanto, los
discursos interiores se acortan, alimentándose de sí mismos y enrareciéndose cada vez más. El
impacto del círculo sagrado en la «vida profana» externa a menudo es mínimo. Existe una buena
razón, por consiguiente, para escuchar atentamente a los críticos, para ser sensibles a las prácticas
de la comunidad de las que surge la crítica y mostrarse activos para proseguir el diálogo con
aquellos que difieren en cuanto a sus preferencias discursivas. En este sentido, el discurso
construccionista podría enriquecerse, sostendría las relaciones a través de comunidades que de
otro modo estarían alienadas y se intensificaría el potencial del discurso construccionista para
informar prácticas culturales más amplias.

Construccionismo: raíces y zarcillos

Son muchos los que ponen en tela de juicio las raíces de la orientación construccionista. Los
que son históricamente curiosos quieren identificar sus orígenes más claros, mientras que los
antagonistas se preguntan si el construccionismo no es simplemente un refrito de una teoría
anterior —y reputadamente más juiciosa—. En estas formas indoctas, ambas preguntas se
combinan en el hecho mismo del poner en tela de juicio. La primera a menudo supone un punto
originario para un conjunto de pensamiento: un inspirado genio individual o una fecha antes de la
cual las mentes andaban a ciegas. En el hecho de hacer hincapié en la construcción comunitaria
del significado, y la apropiación continuada y asistemática de significados pasados para olvidar
las comprensiones presentes, el construccionismo subvierte los intentos hechos para asignar unos
orígenes precisos. Por ejemplo, si queremos entender los orígenes de la frase «la nave del
Estado», ¿debemos documentar el primer uso de cada palabra que interviene en la composición
de la frase, el primer intento hecho para forzar los préstamos dispersos del pasado para formar
una única amalgama, el primer uso de la metáfora de la nave a la hora de hablar del gobierno, la
primera apropiación de la frase con fines de persuasión política, o qué? De manera similar,
preguntar si el construccionismo es un parafraseo de ideas anteriores supone que las palabras son
expresiones de un significado subyacente fijo, que el mismo «pensamiento» puede expresarse de
muchos modos diferentes. Para los construccionistas, sin embargo, el acento que se pone en la
base contextual del significado y su continuada negociación a lo largo del tiempo, desplaza esta
suposición tradicional. El intento de fijar el significado de un texto está equivocado.
Con todo, para clarificar el construccionismo a través de la comparación y el contraste, nos
es preciso asignar —a través de convenciones actuales— diálogos relacionados o
interdependientes. ¿De dónde proceden la construcción de las conversaciones? En cierta medida
ya nos aproximamos a esta tarea en el capítulo anterior. Tal como vimos, los enfoques
construccionistas pueden retrotraerse a las exploraciones recientes que se hacen en el campo de la
crítica ideológica, de los procesos literarios y retóricos, y la base social del conocimiento
científico. 1 Una elaboración completa de las raíces construccionistas nos invitaría, pues, a una
exploración de la historia de cada una de estas empresas —las raíces de la crítica ideológica en

1
Véase Stam (1990) como compañero de viaje útil para la presente exposición.

59
El construccionismo en tela de jucio

Hegel, por ejemplo, o la influencia de Condillac o de los idéologues franceses en la concepción


lingüística del conocimiento—. Queda claro que, en el desarrollo del construccionismo, estas
empresas tampoco se reproducen íntegramente vestidas; las obras relevantes quedan desfiguradas
y zurcidas en diversos sentidos. Por ejemplo, en el caso de la crítica ideológica, el acento
tradicionalmente puesto en la «desmitificación» y la «emancipación respecto del conocimiento
inválido» queda eliminado de las tesis construccionistas, ya que cada una de ellas supone la
posibilidad de una representación verdadera y objetiva de la realidad para la que la crítica haría
las veces de corrección. La definición de la ideología como un estado psicológico también queda
eliminada del construccionismo y es sustituida por la pragmática social.
De un modo similar, la teoría literaria se suma sustancialmente al enfoque construccionista
al desmantelar el enfoque mimético del lenguaje y su eliminación del lagos como fuente esencial
de significación. Al mismo tiempo, mientras que el papel de la pragmática social es más bien
pequeño en la mayor parte de la teoría literaria, en los análisis construccionistas desempeña un
papel capital. Y, puesto que la sociología del conocimiento y la historia de la ciencia tienen una
importancia central en el desarrollo de la investigación construccionista, las exploraciones en
estos campos varían sustancialmente en cuando a su base suposicional, y sólo en parte podrían
solaparse con mi enfoque del construccionismo. Por ejemplo, la obra clásica de Berger y
Luckmann (1966) en sociología del conocimiento. La construcción social de la realidad, es un
icono construccionista. El acento puesto en la relatividad de las perspectivas, el vínculo de las
perspectivas individuales con el proceso social, y la reificación a través del lenguaje sigue
desempeñando un papel de primera importancia en los diálogos construccionistas. Al mismo
tiempo, los conceptos de «subjetividad individual» y «estructura social» —ambos esenciales para
Berger y Luckamnn— se han desplazado a los márgenes. Proponer, por ejemplo, que la
«sociedad existe tanto como realidad objetiva como subjetiva» (pág. 119) no es sólo crear un
dualismo ofuscador sino esencializar lo material y lo mental. De modo similar. La estructura de
las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn (1962), tiene una importancia singular al sustituir
una filosofía de la ciencia de tipo fundamentalista por una exposición predominantemente social
de los «avances» teóricos. Al mismo tiempo, la concepción de los cambios en la cosmovisión o
perspectiva como algo fundamentalmente psicológico —equivalentes a un cambio en una Gestait
visual (págs. 110-120)— es incompatible con el presente enfoque del construccionismo. De
manera análoga, el intento posterior hecho por Kuhn (1977) para fundamentar la práctica
científica en un conjunto de valores epistémicos es regresivo en términos de los enfoques que
aquí se exponen.
Existen otras tradiciones intelectuales con las que el construccionismo mantiene una
importante relación intertextual. Dos de éstas merecen especial atención, la primera claramente
de naturaleza psicológica y la segunda une mente y sociedad. En la primera existe una clase de
teorías psicológicas, a menudo denominadas con el nombre de constructivismo, 2 que hacen
especial hincapié en la construcción psicológica que el individuo elabora del mundo de la
experiencia. Varían, sin embargo, en su preocupación por el mundo mismo. Por consiguiente, por
un lado, la teoría de la epistemología genética de Jean Piaget (1954) suele con frecuencia

2
Los términos «constructivismo» y «construccionismo» a menudo son intercambiables. Afortunadamente, no existe
un tribunal que dicte normas sobre el uso del concepto. Sin embargo, a fines de coherencia y claridad, mucho se
puede decir a favor de mantener esta distinción. Existe una profunda e importante diferencia en los contextos
intelectuales en los que estos términos han venido nutriéndose y en sus consecuencias epistemológicas y prácticas.
Para una clarificación útil de los conceptos en el uso contemporáneo, véase Pearce (1992); para un análisis de sus
consecuencias diferenciales para la terapia, véase Leppington (1991). Para una comparación critica de las premisas
del construccionismo frente a las del constructivismo, véase Frindte (1991).

60
Conocimiento individual y construccion comunitaria

denominarse «constructivismo». Su principal acento teórico recae en la construcción que el


individuo hace de la realidad; la realidad se asimila al sistema existente de comprensiones del
niño. Al mismo tiempo, sin embargo, a través del proceso adicional de acomodación, el sistema
cognitivo se adapta a la estructura del mundo.
Algo más radical es el alternativismo constructivo de George Kelly (1955) y sus seguidores.
Este enfoque remite la principal fuente de la acción humana a los procesos por medio de los
cuales el individuo privadamente construye, conoce o interpreta el mundo. Sin embargo, al final,
también expresa un saludable respeto por «el mundo tal como es». La elección de constructos, tal
como Kelly lo expresa, «favorece la alternativa que parece proporcionar la mejor base para
anticipar los acontecimientos que se seguirán» (pág. 64). Más extremo es el constructivismo
radical de Ernst von Glasersfeld (1987, 1988) y otros en el seno del movimiento cibernetista de
segundo orden. Para Von Glasersfeld, «el conocimiento no se recibe pasivamente ni a través de lo
sentido ni a través de una vía de comunicación, sino que es activamente construido por el sujeto
cognoscente» (1988, pág. 83). Efectivamente, el individuo nunca establece un contacto directo
con el mundo tal como es; nada hay que decir sobre el mundo que no es construido por la mente. 3
Las literaturas constructivistas son compatibles con el construccionismo social en dos
aspectos importantes. En primer lugar, al hacer hincapié en la naturaleza construida del
conocimiento, tanto el constructivismo como el construccionismo son escépticos acerca de la
existencia de garantías fundamentadoras para una ciencia empírica. Además, tanto uno como otro
se enfrentan al enfoque de la mente individual como dispositivo que refleja el carácter y las
condiciones de un mundo independiente. Ambos movimientos ponen en tela de juicio el enfoque
del conocimiento como algo «edificado» en la mente a través de la observación desapasionada. Y
en consecuencia, tanto uno como otro ponen en tela de juicio también la autoridad
tradicionalmente asignada a la «ciencia del comportamiento» y los métodos que no tienen en
cuenta sus propios efectos en el modelado del conocimiento. 4
Con todo, más allá de estos puntos de convergencia, las tesis constructivistas a menudo son
antagónicas del construccionismo tal y como lo desarrollo aquí. Desde una perspectiva
construccionista, ni la «mente» ni el «mundo» tienen un status ontológico garantizado,
eliminando los supuestos fundamentadores del constructivo. Tampoco las formas extremas de
construccionismo, aquellas que reducirían el mundo a una construcción mental, son un sustituto
satisfactorio. Para los construccionistas, los conceptos con los que se denominan tanto el mundo
como la mente son constitutivos de las prácticas discursivas, están integrados en el lenguaje y,
por consiguiente, están socialmente impugnados y sujetos a negociación. El construccionismo
social ni es dualista ni monista (los debates existentes sobre estas cuestiones son, a los ojos del
construccionista, en primer lugar ejercicios de competencia lingüística). Como tal el
construccionismo se calla o se muestra agnóstico sobre estos asuntos. Finalmente, el enfoque
constructivista sigue alojado en el seno de la tradición del individualismo occidental. El
construccionismo social, en cambio, remite las fuentes de la acción humana a las relaciones, y la
comprensión misma del «funcionamiento individual» queda remitida al intercambio comunitario.

3
Tal como tuve la oportunidad de examinar en alguna otra parte (Gergen, en proceso editorial), Von Glasersfeld se
ve forzado al final a retractarse del solipsismo que aguarda en esta formulación. Al proponer que los procesos
constructivistas son finalmente «adaptativos», rehabilita de nuevo el significado de un «mundo externo».
4
Véase especialmente el volumen editado de Von Glasersfeld (1988) y Steiers (1991), Research and Reflexivity.
Arbib y Hesse, The Construction of Reality, representan tal vez el intento más amplio hecho para integrar una
orientación cognitivista (constructivista) a una concepción social del lenguaje. Sin embargo, su base cognitivista
(dualista, individualista) somete la exposición a una metafísica impracticable e ideológicamente problemática.
Abordaremos el problema de un «punto de partida cognitivo» con mayor detalle en el capitulo 5.

61
El construccionismo en tela de jucio

El construccionismo también soporta una relación intertextual con las teorías preocupadas
por la base social de la vida mental (a veces denominada «constructivismo social»). A diferencia
de los constructivistas, que postulan un mundo mental para, a continuación, teorizar sobre su
relación con un mundo externo, estos teóricos conceden prioridad al proceso social en la
modelización de aquello que se considera como conocimiento a nivel de la mente individual. Este
privilegiar lo social sobre lo personal es la rúbrica de la fenomenología social (Schutz, 1962), del
interaccionismo simbólico (Mead, 1934) y del trabajo de Vygotsky y sus colaboradores (Wertsch,
1985), y ha empezado a penetrar en diversos sectores de la psicología cognitiva (véase, a título de
ejemplo, Arbib y Hesse, 1986). En efecto, las afirmaciones del conocimiento individual se
remontan finalmente al proceso social, una posición que es muy compatible con el
construccionismo. A pesar de la rica relación dialógica que nace de esta afinidad, existen también
diferencias sustanciales, empezando por la primera posición acordada a los procesos mentales en
el seno de estas diversas perspectivas. Schutz sostenía que los conceptos de «marco cognitivo»,
«subjetividad», «atención», «razones» y «metas» son centrales para la explicación de la acción.
De manera similar. Mead y otros interaccionistas simbólicos elaboraron con plenitud de detalles
conceptos como «simbolización», «conciencia», «conceptualización» y «autoconcepto». Y
Vygotsky prestó especial atención a los procesos mentales de la «abstracción», «generalización»,
«volición», «asociación», «atención», «representación», «juicio», y demás. Así, todos estos
teóricos objetivaron un mundo específicamente mental. En cambio, el principal foco de interés
para el construccionista es el proceso microsocial. El construccionista rechaza las premisas
dualistas que dan lugar al «problema del funcionamiento mental». De este modo el
emplazamiento de la explicación que dé cuenta de la acción humana se traslada a la esfera
relacional, cuestión sobre la que volvere en breve.
Los argumentos construccionistas están textualmente relacionados con una serie de tradiciones
intelectuales, que tienen mucho en común, aunque a menudo difieren tanto en el acento puesto
como en las suposiciones fundamentales. Una pregunta importante para el futuro tiene que ver
con la deseabilidad de la inviolabilidad del dominio, es decir, el valor de diferenciaciones claras
entre una orientación conceptual y otra. En el presente análisis, he saldado mis deudas con las
exigencias analíticas tradicionales, esforzándome por lograr una coherencia interna en el caso del
construccionismo, y mostrando en qué se asemeja y en qué difiere de otras perspectivas. Sin
embargo, actualmente muchos especialistas adoptan diversos conceptos y enfoques procedentes
de géneros afines, con poca preocupación por la pureza. Y, si bien son problemáticos en términos
de sistematicidad, estética y claridad, estos mismos estándares pueden ser impugnados también a
partir de una serie de otras razones. Además, «el carácter difuso de los géneros» puede en efecto
ser también retóricamente potente y catalizador. Al depender de las consideraciones pragmáticas,
éstos son unos tiempos en los que la pureza del género puede sacrificarse útilmente a fines
alternativos, y pudiéndose considerar así deseable una combinación continuada de los
significantes. Esto es como decir también que cualquier intento, como el mío propio, de
establecer una forma coherente de dar cuenta del construccionismo ha de considerarse como algo
que tiene una situación —y está, por consiguiente, abierto a la impugnación, a la subversión y la
transformación—. Se trata de una exposición que cumple los propósitos del presente volumen, al
intentar llegar a los lectores particulares que se enfrentan con problemas especiales en momentos
particulares. Los argumentos construccionistas, en general, son contrarios a las formulaciones
fijas y finales, inclusive aquellas que ellos mismos elaboran.

La experiencia y otras realidades psicológicas

62
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Muchos especialistas acogen con alegría el construccionismo porque desafía el «culto» a lo


individual que es endémico en la tradición occidental. A medida que las consecuencias de una
ontología comunitaria o relacional se desarrollan, sin embargo, muchos son también los que
encuentran desasosegador el hecho de que se elimine el acento en los procesos psicológicos. Esto
pone en tela de juicio las creencias firmes y fiables sobre las personas, incluyéndonos a nosotros
mismos. La «mente individual no sólo pierde su fundamentación ontológica sino todos sus
constituyentes tradicionales: las emociones, el pensamiento racional, los motivos, los rasgos de
personalidad, las intenciones, la memoria, y similares. Todos estos constituyentes del yo se
convierten en construcciones históricamente contingentes de la cultura. (Las consecuencias
completas de este enfoque se desarrollarán en capítulos posteriores; véanse a este respecto
particularmente los capítulos 8-12.) Como prolegómeno hemos de enfrentarnos a la pérdida de
aquello que, para muchos, es el ingrediente esencial de la existencia personal: la experiencia
privada. Parafraseando una queja común, «una cosa es considerar el hablar sobre la mente
(pensamiento, actitudes, motivos y demás) como construcciones occidentales, y otra es negar la
realidad de mi propia experiencia. La experiencia de la conciencia es real; es todo cuanto puedo
realmente conocer; precede y no sigue a la construcción. Sin mi experiencia no puedo tomar parte
en el lenguaje y en la vida social». De buen seguro esta línea de argumentación nos resulta
familiar y convincente. ¿Cómo debería considerarla el construccionismo?
A modo de una mitigación preliminar de la ontología, el construccionista podría querer
comprometerse en un esfuerzo desconstructivo. A fin de cuentas, ¿cuál es el referente del término
experiencia? ¿Qué significa este término? Tal como Bruner y Feldman (1990) señalan, el
concepto de experiencia consciente no tiene un significado único; más bien diferentes tradiciones
anclan la concepción en metáforas diferentes y a menudo en conflicto. Se puede establecer una
distinción importante entre, por ejemplo, las tradiciones que sostienen que la experiencia
consciente es «pasiva» (formada por acontecimientos del exterior) y «activa» (imponiéndose a
cualquier cosa que encuentra). 5 ¿Podemos afirmar un dar cuenta objetivo de la experiencia, como
algo opuesto a subjetivo? ¿Cómo puede nuestro lenguaje al describir la experiencia consciente ir
más allá de la metáfora para describir «la cosa en sí misma»? Además, por razones tradicionales,
afirmar la posesión de la «experiencia» («lo he experimentado») supone una toma de conciencia
de la experiencia, o de un modo más terminante, que «tengo experiencia de mi experiencia». Y,
con todo, ¿qué hemos de hacer de la suposición de que la experiencia puede revolverse sobre sí
misma y registrar su propia existencia? ¿Qué argumentos podemos ofrecer para hacer que esta
afirmación sea razonable? Además, si refiero «mi propia experiencia», ¿no estoy informando
sobre los contenidos («tengo frío», «veo llover»), sino más bien sobre la experiencia misma? Si
elimino todos los contenidos (¿cuáles son los referentes asignados a lo que doy en llamar «mundo
externo»?), ¿no queda algo a lo que pueda denominar «experiencia pura»? Y si resulta difícil
determinar a lo que me estoy refiriendo dentro de mí mismo, ¿de qué modo puedo determinar si
hablamos de un fenómeno idéntico? No puedo acceder a la subjetividad del lector, ni el lector a la
mía. ¿Queremos decir lo mismo cuando cada uno de nosotros refiere lo que ha «experimentado»?
Este tipo de cuestiones han preocupado desde hace mucho tiempo a los filósofos y aún hoy
quedan por resolver.

5
Raymond Williams (1976) señala que el término «experiencia» no se utilizaba para referirse específicamente a un
estado mental (es decir, a algo sentido o independientemente sentido) hasta el siglo xix. En épocas anteriores, y de un
modo nada infrecuente hoy, se utilizaba para referirse a las circunstancias objetivas a las que había estado expuesto
el individuo o que había soportado («Fue casi una experiencia»).

63
El construccionismo en tela de jucio

Un análisis preliminar de este tipo reduce la fuerza de la suposición simple según la cual el
término experiencia mantiene una relación inequívoca con un datum particular. Al defender la
existencia de la experiencia, no aclaramos qué clase de afirmación hacemos. Dada la dificultad a
la hora de asignar un referente al término «experiencia», adoptemos un punto de vista
construccionista y prestemos atención al discurso sobre la experiencia. Al considerar este tipo de
discurso, la pregunta principal tiene consecuencias sociales. ¿Qué formas de vida cultural
sustenta o suprime este discurso? Este tipo de consideraciones se desplazan en dos direcciones,
una diacrónica y la otra sincrónica. En el primer caso, avanzaríamos hacia una exposición de las
vicisitudes históricas del «hablar de la experiencia», las condiciones en las que pierde o gana
vigencia, los modos en los que esas palabras se han utilizado (para denotar acontecimientos
mentales privados, la relación entre lo mental y lo material, la conflacción de persona y mundo, y
demás), los tipos de discurso que las han sostenido, así como las pautas de relación a las que
ayuda a constituirse. Este tipo de interrogaciones no sólo servirían, además, para desobjetivar el
concepto, para desafiar la presuposición común de que el término representa una realidad fuera
de sí mismo. La investigación sincrónica también comportaría las consecuencias de este análisis
histórico en el presente, explorando las funciones pragmáticas a las que sirve este discurso hoy en
día. En términos de Wittgenstein, podemos preguntar por la función social de las aserciones de
conciencia: «¿Qué propósito tiene decirme esto a mí, y cómo puede otra persona entenderme?»,
se pregunta Wittgenstein. «Hoy en día expresiones como "veo, oigo, soy consciente" realmente
tienen sus usos. Hoy le digo a un médico que vuelvo a oír con esta oreja, o le digo a alguien que
cree que estoy sin conocimiento "ya he vuelto en mí", etcétera» (1953, pág. 416). En cada caso,
el enunciado cumple un fin social, y lo hace en razón de una historia particular, cuyas
ramificaciones en la vida cultural son muchas y notables.
Con todo, resulta importante hacer hincapié en que nada hay en este tipo de exámenes que
vaya en contra de la preocupación de tipo especializado por la naturaleza de la experiencia o el
uso común del término en la vida cotidiana. Para el construccionista, la falta de una
fundamentación ontológica del lenguaje no es ningún argumento contra su uso. El valor del
discurso psicológico no descansa en su capacidad para reflejar la verdad, sino más bien en su
capacidad para llevar a cabo relaciones. Por consiguiente, para fenomenólogos, feministas o
investigadores cualitativos, el hecho de «explorar el carácter de la experiencia de la gente» no
está libre de hipotecas como un movimiento dentro de los anales del diálogo especializado o
terapéutico. En realidad, pueden haber funciones valorables que sean satisfechas a través de la
objetivación situada del término. Por ejemplo, cabe dar crédito a las exposiciones
fenomenológicas de la experiencia individual en cuanto a su riqueza en lenguaje descriptivo
(contrastando con el argot plano, técnico, del investigador cuantitativo) y la preocupación
humana por el individuo que fomenta este lenguaje. De manera similar, el dar cuenta feminista de
la «experiencia de las mujeres» no informa sobre «el mundo interno de las mujeres» sino que de
hecho atrae nuestra atención a un discurso marginalizado y permite que este discurso adquiera
cotización política. Del mismo modo, seguiré hablando de «mi experiencia» en las relaciones
cotidianas, no porque este tipo de dar cuenta refleje otro plano de la realidad (un «mundo
interior»), sino porque no hacerlo reduciría mi capacidad de participar en las formas de relación
que son valoradas. Hablar de la experiencia se cuenta entre uno de los rituales culturales de los
más importantes: pautas de revelación, compartir, confirmar y similares. El construccionismo
apenas desafia la validez vivida de este tipo de usos.

Realismo: «¡pero si hay un mundo ahí" fuera!»

64
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Aunque muchos quieren aferrarse a la realidad de la experiencia privada, la mayoría de


científicos autoconscientes todavía quieren abandonar este «atavismo de la época precientífica».
La psicología empírica, desde el siglo XIX y el mentalismo, apenas se ha mostrado abierta al
concepto de experiencia privada. Para los que tienen una orientación empírica en psicología, es
otra la cuestión que adquiere preeminencia, la cuestión de la realidad material. La objeción típica
que se plantea al construccionismo —a menudo acompañada por una sonrisa de
autocomplacencia o la exhibición de una indignación justificada— es la de su aparente
absurdidad ante una realidad obstinada. La objección adopta diversas formas: «¿Quiere decir que
si pone una cerilla encendida en un recipiente de gasolina el resultado es indecidible?». «¿Niega
la existencia de la pobreza, de la enfermedad y del hambre en el mundo?» «La muerte es una
parte evidente de la existencia humana; es una absurdidad afirmar que es una construcción
social.» «¿Quiere decir que no hay un mundo ahí afuera? ¿Que somos nosotros quienes lo
inventamos?» 6
Aunque revestidas de todo el poder retórico de la comunicación cotidiana, este tipo de
objeciones se basan finalmente en una mala comprensión de la posición construccionista. El
construccionismo no niega que haya explosiones, pobreza, muerte, o, de un modo más general, el
«mundo de ahí fuera». Tampoco hace ninguna afirmación. Tal como indiqué, el
construccionismo es ontológicamente mudo. Cualquier cosa que sea, simplemente es. No hay
descripción fundacional que hacer sobre un «ahí fuera» como algo opuesto a «aquí dentro», sobre
la experiencia o lo material. Al intentar articular lo que «hay», sin embargo, nos adentramos en el
mundo del discurso. En ese momento da inicio el proceso de construcción, y este esfuerzo está
inextricablemente entrelazado con procesos de intercambio social y con la historia y la cultura. Y
cuando estos procesos se ponen en marcha, en general, tienden a avanzar hacia la reificación del
lenguaje. Precisamente es la base reificada la que presta al realista el poder retórico de la línea de
crítica que adopta. Para ilustrarlo, examinemos de un modo más detallado la cuestión de si echar
una cerilla encendida a la gasolina producirá una explosión. Existen aquí dos cuestiones
específicas que el construccionista plantearía: primero, ¿existe un modo alternativo de describir el
mismo estado de cosas? Ciertamente la respuesta es afirmativa: la exposición que un artista daría
de los colores de tonalidad e intensidad cambiantes, el detallar poético de las llamas inmensas, el
análisis químico de las moléculas calentadas, la explicación que el chamán da en términos de
fuerzas mágicas, y así sucesivamente. La multiplicidad de modos como se puede dar cuenta de
ello plantea una segunda pregunta: ¿una exposición de este tipo es objetivamente más exacta que
otra? ¿Si es así, sobre qué razones? Tal como hemos podido ver en el capitulo anterior, no hay
modo de poner en una lista las palabras a un lado del libro de cuentas y, del otro, «lo que hay», y
de este modo asignar identidades que trasciendan las convenciones de una comunidad particular.
La adecuación de cualquier palabra o disposición de palabras para «captar la realidad tal como
es» es una cuestión de convención social.
Apliquemos esta línea de razonamiento a los ataques frecuentes que se han centrado en el
construccionismo en razón de su insensibilidad ante las cuestiones del poder. Dejando de lado,
por el momento, las cuestiones de cariz ideológico en cuestión, los críticos afirmaran que los
escritos construccionistas a menudo parecen «suaves con el poder». O tienen en consideración el

6
Véanse también Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial) en cuanto a una exposición de como el modo de
golpear en la mesa y dar patadas a las piedras rechazando el punto de vista construccionista- está por sí mismo
construido retóricamente. Tal como indican dada una variedad de inteligibilidades convincentes, resulta
sorprendentemente fácil poner en tela de juicio la realidad de la mesa. Los físicos, por ejemplo, demuestran, con toda
efectividad la «talsedad» de la suposición cotidiana de que las mesas son objetos sólidos.

65
El construccionismo en tela de jucio

hecho más básico de que el poder está desigualmente distribuido por clases, géneros y/o razas, y
de manera concomitante, que en la concurrencia cultural en la que se entra para expresarse,
existen enormes diferencias en cuanto a los recursos. Consideremos, por ejemplo, quién es
propietario y controla los medios de comunicación, los sesgos de clase en los currículos
educativos, y las diferencias raciales y de clases al alfabetizarse. Y en las relaciones personales,
los construccionistas no pueden dar cuenta de qué modo el poder se manifiesta en este tipo de
actividades como la opresión de los pobres, la violación o los malos tratos a menores.
A mi juicio, el construccionismo no se opone en absoluto a este tipo de preocupaciones;
ciertamente merecen nuestra atención más viva. La duda recae en suponer que el poder debiera
ser un concepto fundamentador en el marco de la metateoría, un concepto sin el cual una
sensibilidad construccionista no puede ponerse en marcha. ¿A qué hace referencia el concepto de
poder? Es, a fin de cuentas, construido múltiplemente o, tal como lo plantea Lukes (1974),
«esencialmente impugnado». El enfoque maquiaveliano del poder difiere del modo de enfocar
propio de los marxistas tradicionales, que a su vez difieren del modo de Parsons (1964) o
Giddens (1976), que también difieren del tipo de teorías capilares que han ido apareciendo desde
la publicación del trabajo de Foucault (1978, 1979). Además, estos diversos conceptos pasan a
ser utilizados por diferentes grupos de interés (marxistas, conservadores políticos, feministas), a
menudo con propósitos contrarios. Dentro de cada grupo el concepto de poder puede reificarse,
con importantes consecuencias para las actividades del grupo. Por consiguiente, del mismo modo
que el construccionista difícilmente abandonaría términos como «gasolina», «ignición» y
«explosión» en razón de su carácter construido, así también determinados grupos pueden
encontrar el concepto de poder inestimable en determinados momentos inclusive los
construccionistas.
La crítica implacable continúa: tal vez estas descripciones sean el producto de una
convención local, ¿pero no son algunas de estas convenciones trascendentalmente mejores que
otras? ¿No avisaría a su hijo primero acerca de las posibles «explosiones» que no sobre «el
despliegue de colores» que resultará de la cerilla encendida? O, dicho de un modo más directo, si
su hijo tiene neumonía, ¿no le llevaría primero a un médico que a un chamán? ¿Las palabras del
doctor no nos dan una mayor y más efectiva información que las del chamán? Paúl Feyerabend
(1978) trata de un argumento similar en Science ana a Free Society. Tras su seria crítica de los
fundamentos racionales de la ciencia, se enfrenta al problema de si la medicina científica
occidental no está más avanzada que las prácticas de las culturas «precientíficas», de si la primera
tiene un conocimiento en algo superior al de estas últimas. Feyerabend responde festejando el
conocimiento de las culturas no científicas, y denigrando las pretensiones de la medicina
occidental. La medicina sólo parece superior, sostiene, «porque los apóstoles de la ciencia fueron
decididos conquistadores, porque suprimieron físicamente a los portadores de culturas
alternativas» (pág. 102; cursiva mía). Feyerabend pasa entonces a ensalzar los avances de los
sanadores chinos, herboristas, masajistas, hipnotizadores, acupunturistas y similares. En este
punto encuentra «una gran cantidad de valioso saber medicinal que es desaprobado y
menospreciado por la profesión médica» (pág. 136).
Con todo, para un construccionista, no es la respuesta apropiada a la pregunta, que no remite
a si la medicina científica representa un conocimiento o un saber más avanzado que sus
alternativas, sino más bien a si los médicos saben más que los chamanes o a la inversa. Este tipo
de cuestiones sólo pueden enmarcarse a partir de una perspectiva dada, y si se selecciona la
perspectiva de la medicina occidental, se demostrará que es —a pesar de las objeciones de
Feyerabend— superior. Si la medicina occidental está capacitada para establecer la ontología de
la enfermedad y los criterios de la cura, no es probable que se dé la amenaza de un competidor.

66
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Para el construccionista no existe un patrón culturalmente descontextualizado respecto al cual


cualquiera de los dos sistemas de medicina pueda compararse. De un modo más general, cabe
decir que los participantes en cada comunidad desarrollan sus propias prácticas, rituales o pautas
de relación. En el seno de una comunidad se seleccionan determinados «acontecimientos»,
reciben nombres y son tratados de diversos modos. La profesión médica delinea determinadas
configuraciones, que categoriza como «enfermedades» que, como objetivo, se plantea erradicar.
Del mismo modo el chamán puede fijarse en otras «entidades», calificarlas de síntomas de
«voodoo» e intentar eliminarlas. En la medicina occidental no hay simplemente «efectos de
voodoo», del mismo modo que el efecto «neumonía» no existe para el chamán. Además, los
tratamientos médicos occidentales no serían más o menos efectivos o «avanzados» si los médicos
utilizaran las sílabas voodoo en su trabajo como opuestas a neumonya; los resultados seguirían
siendo en gran medida los mismos. Así como el chamán no sería más efectivo al eliminar los
efectos de hechizo si hubiera de denominarlos neumonya. Los términos no son descripciones de
los acontecimientos, simplemente son modos locales de hablar que se utilizan para coordinar
relaciones entre la gente en el seno de su entorno. Las palabras utilizadas al describir o explicar
los «acontecimientos» y su «erradicación» no deben confundirse con sus referentes putativos. La
terminología médica occidental no es la causa del éxito de lo que denomina «curas».
Así, pues, como participante en la cultura occidental, prefiero llevar a mi hijo al médico de
mi cultura. Lo haría no porque el saber médico de Occidente sea trascendentalmente superior,
sino porque participo en relaciones donde los valores occidentales predominan, y codifico los
acontecimientos como «enfermedad» y «cura» de modo compatible con las prácticas médicas
locales. Esto es así porque participo en una comunidad que valora las prácticas de la «cura» en
los términos occidentales que permiten a los médicos alcanzar lo que damos en llamar «éxito».
Al mismo tiempo, si estos valores y prácticas asociadas son universalmente preferibles es algo
que abre un serio debate. 7
Con todo, estos argumentos no agotan las afirmaciones del realismo porque hay muchas
formas existentes de realismo. Los partidarios del realismo material son sólo uno de los grupos
que pone en tela de juicio el construccionismo. Un segundo grupo de realistas trascendentales —
en los que se incluyen nombres como Bhaskar (1978, 1989), Harré (1988), y Greenwood
(1991)— se unen a los construccionistas en la crítica del fundamentalismo empirista. Su ataques
a los supuestos empiristas de la neutralidad frente a los valores, juntamente con la predilección
tradicional por las explicaciones humanas de la conducta humana, son bastante compatibles con
las del construccionismo. Sin embargo, en lugar de echar por la borda el intento de
fundamentación, puesto bajo sospecha por la mayoría de los construccionistas, los realistas
trascendentales avanzan en la búsqueda de fundamentos alternativos para la racionalidad
científica. En este apartado, los realistas trascendentales se han mostrado antagonistas del tipo de
construccionismo que aquí representamos (véanse en particular Greenwood, 1991, 1992; Harré
1992).
Es interesante señalar que para los realistas trascendentales el mundo observable, algo
esencial para los empiristas, tiene poco interés. La dimensión crítica de la realidad se ha de situar
en los acontecimientos observables o detras de ellos, en un dominio de «mecanismos
generativos», de «tendencias inherentes» o de «poderes causales». El «objeto» de la ciencia «son
las estructuras reales que existen y actúan de manera independiente de los modelos de

7
Desde un punto de vista construccionista uno es alentado también a examinar críticamente lo que damos en llamar
«éxito médico» en la cultura occidental. Que el hecho de «sostener» la vida indefinidamente sea un éxito, con
independencia de la condición física de cada uno, seguramente es discutible.

67
El construccionismo en tela de jucio

acontecimientos que generan» (Bhaskar, 1991, pág. 68). Por consiguiente, el objetivo de la
ciencia es el de descubrir y dilucidar el carácter de estas realidades ocultas. Aunque atractivo para
muchos pensadores marxistas deseosos de postular las estructuras subyacentes de la vida
económica y personal, el programa realista adolece de una racionalidad fundacional. Y lo hace no
sólo en virtud de los problemas inherentes a cualquier fundamentalismo, principalmente la
incapacidad de justificar su propia ontología fundamentadora y las inversiones de valorización,
sino también porque no consigue proporcionar una justificación para el modo en que las
estructuras subyacentes podrían identificarse, para el modo en que se podría afirmar qué
estructuras estaban relacionadas con qué resultados de observación y para el modo en que se
podría establecer la superioridad de una exposición estructural sobre otra. El realismo
trascendental hereda todos los problemas discutidos en el capítulo anterior relativos a la
capacidad de la teoría científica para proporcionar representaciones exactas de la realidad. 8
Al final, debemos sospechar de todos los intentos de establecer ontologías fundamentales,
inventarios incorregibles de lo real. Como Margolis (1991) pregunta: «¿Qué razón hay para
suponer que hay criterios discemibles, atemporalmente adecuados..., para emparejar las
pretensiones de verdad con la verdad y la falsedad tout court, y para aproximarse fiablemente a
ellas?» (pág. 4). Cada uno lleva consigo un modo de vida predilecto y una cohorte de impulsos de
supresión. Cada uno se mueve en el sentido de la totalización, sometiendo los discursos
alternativos al ridículo, amenazando los modos de vida alternativos con la extinción. 9 Proclamar
que la realidad está constituida de materialidad difama a aquellos que hablan de intenciones,
creatividad o profundidad espiritual y amenaza aquellas formas de vida en las que esos términos
son partes integrantes. El realismo trascendental apoya una jerarquía del trabajo que relega la
predicción actuarial, la ingeniería, la investigación «aplicada» y la práctica de la experiencia a las
últimas filas. Para el fenomenólogo, que considera la realidad como algo fundamentalmente
experiencial, los materialistas se comportan como filisteos. Y para los teóricos del psicoanálisis,
que sostienen que la realidad de la experiencia no es sino un instrumento de las energías más
profundas de la psique, todas las afirmaciones de conocimiento empírico son desde el punto de
vista psicodinámico sospechosas. ¿Los debates entre estas y otras afirmaciones y pretensiones
fundamentadoras tienen una importancia sustancial? ¿De qué modo un conjunto de afirmaciones
fundamentadoras determinará su superioridad sobre otro que es ajeno a sus propios compromisos
lingüísticos peculiares, y de qué modo podemos establecer un modo de lenguaje que no sea
impugnable? Y, ¿por qué, desde un punto de vista construccionista, deberíamos avanzar hacia la
clausura de todas las inteligibilidades salvo una? ¿Por qué plantear el empobrecimiento del
paisaje de lenguaje en lugar de enriquecerlo? 10

8
Incluso los realistas trascendentales discuten entre si sobre estas posibilidades. Véase, por ejemplo, Harré (1992)
estigmatizando la exposición que Greenwood (1992) hace del realismo como «indefendible» porque la «doctrina
bivalente, de que las proposiciones de la teoría científica son verdaderas o falsas en virtud del modo como el mundo
es, no puede utilizarse fructíferamente para caracterizar un realismo defendible» (pág. 153). Se trata de un caso casi
insólito, ya que, a diferencia de los realistas físicos, Greenwood (1991) afirma que los estados psicológicos son
reales y están sujetos a evaluación empírica. Al mismo tiempo, sostiene que estos estados están socialmente
constituidos, es decir, que son construcciones culturales. En efecto, defiende la posibilidad de verificar o falsar —
desde un punto de vista más allá de la cultura— un mundo de objetos no observables implicado por diversos sistemas
de significación cultural. En esta exposición, por consiguiente debería ser capaz de probar o refutar si las almas de
las personas influyen en sus acciones.
9
Para una exposición de los diversos realismos como formas discursivas, véase mi articulo de 1990, «Realities and
Their Relationships».
10
Tal como Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial) sostienen, los realistas están dispuestos a declarar de
antemano qué es real o verdadero (la física como opuesta a la brujería; la materia opuesta al espíritu), y de este modo

68
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Relativismo ontológico: la incoherencia del escepticismo

La crítica construccionista de las afirmaciones ontológicas tiene también sus costes. Uno de
los más importantes es la apertura de otra línea más de crítica, platónica en su origen y feroz en
su eficacia. Todas las formas de escepticismo ontológico, en este modo de dar cuenta, mueren por
incoherencia. Parafraseando la crítica diríamos: «si el escéptico sostiene que no hay verdad,
objetividad o conocimiento empírico, ¿sobre qué bases deben aceptarse estas afirmaciones? En su
propio dar cuenta, el ataque del escéptico no puede ser verdad, objetivo o estar basado
empíricamente. El escepticismo es, por consiguiente, incoherente». Las tesis construccionistas
heredan esta crítica, porque si todas las inteligibilidades son construidas socialmente, como los
argumentos anteriormente expuestos sostienen, entonces lo mismo debe decirse de las tesis
construccionistas en sí mismas. El construccionismo social, pues, no puede ser cierto.
Para el construccionista existen algunas replicas significativas frente a esas imputaciones de
incoherencia. Consideremos dos formas particulares de la crítica y la réplica construccionista:
1. La posición construccionista social ¿no es en sí misma una construcción social? A esta
pregunta el construccionista coherente sólo puede responder afirmativamente. Los argumentos a
favor del construccionismo son, al fin y al cabo, artefactos sociales: unidos por la metáfora y la
narración, limitados histórica y culturalmente, y utilizados por personas en el proceso de
establecer relaciones. Sin embargo, al adoptar esta postura, el aspirante a crítico, en esencia, lo
que ha hecho es reivindicar la posición construccionista. Es decir, el intento por anular el
construccionismo en este caso se basa en las mismas premisas construccionistas que el crítico
intenta anular: busca establecer el carácter socialmente construido de los argumentos
construccionistas. Como resultado, el crítico primero no consigue presentar una alternativa al
construccionismo; es decir, no se presentan argumentos que sean antitéticos a la posición
construccionista. En segundo lugar, y lo que es más importante, el crítico abraza las premisas
construccionistas a fin de hacer avanzar el diálogo. El crítico ocupa entonces el mismo espacio
ontológico que era el objeto del ataque putativo; por consiguiente las tesis construccionistas
reciben un renovado peso específico.
Más importante aún, para el construccionista el proceso de desmantelamiento de la
«retórica» construccionista es un fin a tener en mayor estima, porque este tipo de incursiones —el
poner en tela de juicio las consecuencias pragmáticas del construccionismo, el desvelar los
dispositivos literarios de los que deriva su fuerza retórica, el elucidar los procesos sociales a
partir de los que ha surgido, el indagar en sus raíces culturales e históricas, y el desafiar sus
valores implícitos— son las que el propio construccionismo exige. A través de este tipo de
refutaciones, unas voces que de otro modo serían acalladas alcanzan a tomar parte en la
conversación, y el diálogo se ensancha. 11 Y si la exploraciones autocríticas se abren a la
valoración, la conversación se ensancha de nuevo.

negar cualquier intercambio intelectual posterior. Por ejemplo, para los realistas materialistas no es ningún tema
debatir la existencia del espíritu. Para los relativistas construccionistas, en cambio, «la ventaja... es que podemos
adoptar posiciones y argumentar».

11
Tal vez el enunciado clásico de este argumento sea el proporcionado por Albert (1985). Para una discusión de la
intestabilidad de las doctrinas realistas, véase Trigg (1980). Tal como sostiene, no existe prueba observacional que
pueda afectar a la verdad del realismo: «el sino del realismo no puede decidirse por "éxito o fracaso" en la ciencia,
dado que el sentido normal de estos términos presupone el realismo» (pág. 188). El realismo basa su defensa de las
«fundamentaciones», por consiguiente, en una metafísica especulativa.

69
El construccionismo en tela de jucio

2. Si el construccionismo social abandona el concepto de verdad ¿cómo puede reivindicar la


verdad para su posición? Aunque es una forma más decidida de crítica la que se plantea, su
resonancia y vigor son breves. Al principio, es importante darse cuenta de que los compromisos
con una premisa de verdad —ya sea empírica, racional, fenomenológica o espiritual— en sí
mismos no contribuyen a la verdad de estas premisas. Que los empiristas estén comprometidos
con una creencia en las verdades objetivas no lleva consigo el valor de verdad de las
proposiciones empiristas; los compromisos con la verdad analítica no hacen que las pruebas
analíticas sean verdaderas. En efecto, hacer afirmaciones en cuanto a la verdad es un ejercicio de
garantizar o justificar, al invitar a otros a aceptar un conjunto de proposiciones en virtud de una
yuxtaposición particular de palabras. Tales justificaciones no hacen por sí mismas que un cuerpo
de proposiciones sea cierto; simplemente son auxiliares o acompañan a las afirmaciones.
Garantizar un conjunto de justificaciones como «atribuidoras de verdad» exigiría todavía otra
gama de justificación (como sería una razón por la que pudiéramos creer que la metateoría
empirista garantizaba la verdad de las proposiciones empíricas).
De un modo más general, se puede sostener que no hay teoría del conocimiento —ya sea de
corte empirista, realista, racionalista, fenomenológico o de cualquier otro tipo— que pueda
garantizar coherentemente su propia verdad o validez. El teórico que aspira al conocimiento se ve
enfrentado en cada caso con dos elecciones igualmente problemáticas. En primer lugar, puede
intentar utilizar los mismos argumentos propuestos por la teoría del conocimiento para validar la
teoría misma (por ejemplo, utilizar datos empíricos para justificar el empirismo o técnicas
racionalistas para justificar el racionalismo). Sin embargo, como es bastante evidente, estos
intentos se mueven en un círculo vicioso. Simplemente reafirman sus afirmaciones iniciales, pero
las afirmaciones mismas quedan sin justificación. Para tener confianza en los datos empíricos
utilizados para apoyar el empirismo sería necesario adoptar la teoría del conocimiento que
previamente ha sido puesta en tela de juicio. La argumentación racionalista como apoyo para una
teoría racionalista del conocimiento sería, del mismo modo, simplemente redundante («la
racionalidad es verdad porque la racionalidad es verdad»). 12 La segunda alternativa consiste en
emplear una base alternativa para la verdad de la propia teoría del conocimiento. Es decir, el
empirista debiera buscar un fundamento racionalista para las pretensiones empíricas de verdad, o
el racionalista debería buscar datos empíricos que sostuvieran el racionalismo. Seleccionar esta
opción es, sin embargo, destruir la validez de la teoría del conocimiento de la que se es partidario,
porque si una teoría del conocimiento tiene como garantía de su validez una segunda teoría del
conocimiento, sus pretensiones de ser garantía pasan a ser sustituidas por la fuente de la que se
derivan sus pretensiones y afirmaciones. Si el empirismo es sólo verdad en virtud de
fundamentos racionalistas, por ejemplo, los fundamentos racionalistas desplazan al empirismo
como medio primario para el establecimiento de la verdad.
Con todo, existe aún una respuesta más sustancial a la pregunta acerca de la validez del

12
Es este potencial para la reflexividad lo que separa el tipo de construccionismo que quiero favorecer de aquel
auspiciado por otros como Guerin (1992), que querrían establecerlo como una fundamentación nueva y
empíricamente basada para la ciencia. De manera similar, Harré (1992) intenta basar el construccionismo en un
conjunto de postulados básicos, como «la existencia de personas». No existe, desde luego, garantía particular para
este tipo de afirmación; y en este sentido opera clausurando el diálogo. Establece una frontera más allá de la cual el
estudio no puede proceder, una postura que en el mejor de los casos es antiintelectual y, en el peor, imperialista. El
intento de Haraway (1988) es superior en este punto, dado que la autora defiende la multiplicidad de conocimientos
situados y el emplazamiento de estos conocimientos en «comunidades, no en individuos aislados» (pág. 590). Sin
embargo, cuando defiende la «objetividad incorporada» de estos conocimientos frente al «error grave y al falso
conocimiento», de nuevo parece como si la autora favoreciera una clausura de la conversación.

70
Conocimiento individual y construccion comunitaria

construccionismo, y atañe a los fundamentos suprimidos de la crítica. La crítica de la


incoherencia, en este caso, finalmente hace recaer su peso retórico en sus propias premisas,
reinstala como criterio de aceptabilidad teórica el concepto mismo (por ejemplo, «la verdad
objetiva») que es puesto entre paréntesis por el construccionismo. Ilustrativamente, el crítico
sostiene que 1) existen amplias razones fundamentadas para establecer las condiciones de verdad
para diversas proposiciones; 2) la validez objetiva servirá de base apropiada para aceptar o
rechazar una teoría dada; y 3) dado que el construccionismo no ofrece ninguna posibilidad para
su valoración objetiva, su verdad es indeterminada. Con todo, los argumentos construccionistas
del capítulo anterior socavan la legitimidad de la primera de estas premisas. Poco sentido hay que
conceder a la opinión según la cual las proposiciones pueden ser determinadas. Por consiguiente,
ya no es sostenible usar la «correspondencia con la realidad» como criterio a través del cual los
argumentos construccionistas —o cualesquiera otros— deben evaluarse. Para el construccionista
la «verdad objetiva» como criterio fundacional para la adecuación de las diversas aserciones, un
fundamento que está más allá de la convención comunitaria, es simplemente algo irrelevante para
su aceptación o rechazo.
Esto equivale a afirmar que el construccionismo no ofrece fundamento alguno, ninguna
racionalidad ineluctable, ningún medio de establecer la superioridad básica de todo enfoque
colusivo del conocimiento. Se trata, más bien, de una forma de inteligibilidad —una gama de
proposiciones, argumentos, metáforas, narraciones y similares— que agradecen el hecho de ser
habitadas. Todos los análisis construccionistas se comprometen en una forma de «realismo
selectivo», privilegiando determinados «objetos de análisis». Todos requieren una forma de
«fiasco ontológico» (Woolgar y Pawluck, 1985) a fin de lograr su impacto retórico. Al mismo
tiempo, este tipo de análisis no pregunta por una aplicación de la polaridad verdadero-falso, más
bien invita al lector a participar: a colaborar en adornar un sentido y una significación, a jugar
con las posibilidades y las prácticas coherentes con esta inteligibilidad, y a evaluarlas respecto a
las alternativas. Los enfoques construccionistas operan como una invitación a bailar, a jugar o a
una forma de vida. A diferencia del partidario de la fundamentación, que intenta restringir la
gama de las maneras adecuadas de explicar, el construccionista no busca abolir las alternativas.
Para un fundacionalista empírico, el enfoque fenomenológico es sospechoso, el racionalismo,
agonizante, y el espiritualismo, un anatema. Para el empirista, por consiguiente, sus competidores
podrían ser abandonados sin que ello comportara una grave pérdida para la humanidad.
Igualmente, los fenomenólogos y los espiritualistas podrían sentirse complacidos con la
erradicación del empirismo, y así podríamos continuar siguiendo el espectro de las metateorías
existentes. Con todo, habida cuenta de que el construccionismo no pretende ser «verdadero» —
una posición que está más allá de toda pregunta—, no elimina con ello las alternativas del campo.
Más bien, impulsa a preguntar: ¿Cuáles son los beneficios y las pérdidas para nuestra manera de
vivir que se siguen de cada enfoque? ¿En qué sentido contribuyen estos discursos a nuestro
bienestar y en qué sentido ofuscan nuestros fines? Y, en realidad, esta discusión misma no
acabaría nunca.

Relativismo moral

Uno de los ataques más formidables contra los enfoques construccionistas es el expresado
por aquellos que tienen convicciones éticas profundas. La orientación construccionista es un
mero laissez-faire, afirman. Parece tolerarlo todo y en sí mismo no representa nada. Desalienta el
compromiso con cualquier conjunto de valores o ideales y parece abogar por una melé general y
amoral. El construccionismo no ofrece ninguna base lógica para la crítica societal y la

71
El construccionismo en tela de jucio

renovación, y en el peor de los casos, no logra ni tan sólo inspirar la clase de indagación basada
en principios que es necesaria para evitar el tipo de atrocidades que nuestra civilización tan a
menudo ha perpetrado. ¿Cómo puede ser aceptable cualquier orientación teórica que «tolera» la
aniquilación de millones de personas? Este tipo de acusaciones ciertamente exige una réplica. El
examen que a continuación proponemos servirá por consiguiente sólo como preludio para una
exposición más extensa, a la que dedicaré, en parte, el capítulo 4.
Al principio, determinar si los enfoques construccionistas, de estar plenamente desplegados,
contienen o no un punto de vista moral o político sigue siendo una cuestión abierta. Aunque
ninguna visión explícitamente moral o política se ha explicado en la presente obra, los textos
construccionistas son inherentemente porosos: con poco esfuerzo, se pueden colocar en estas
líneas de argumentación preferencias morales y políticas pronunciadas. 13 Al mismo tiempo, la
naturaleza de estos enfoques sigue siendo una cuestión abierta. Muchos encuentran los
argumentos construccionistas implícitamente feministas en su desafiar las jerarquías sociales
tradicionales y el discurso totalizante de la ciencia empírica. Otros los consideran como
antifeministas al criticar la epistemología del punto de vista feminista. Algunos lectores
consideran que el construccionismo es implícitamente marxista al hacer hincapié en la
interdependencia comunitaria, mientras que otros lo consideran como un liberalismo añejo al
hacer hincapié en la libertad y la igualdad. Algunos consideran que el construccionismo es
profundamente moral al poner la condición de relación antes del yo, mientras otros consideran su
crítica de la razón y la intención individual como el fin de la responsabilidad moral. ¿El
construccionismo es, por consiguiente, moralmente superficial o moralmente profundo? El
resultado depende de la teoría construccionista y de la lectura que se haga de sus argumentos.
Por el momento, sin embargo, evitemos establecer una vinculación determinante entre el
construccionismo y cualquier conjunto de valores o enfoques políticos específicos. No usemos
los compromisos en cuanto a los valores como una base justificadora de un punto de vista
construccionista. Exploremos, por consiguiente, el resultado de un construccionismo que no logra
«adoptar una moral». ¿Qué réplicas son, pues, posibles a la crítica abierta de relativismo moral?
Resulta importante darse cuenta de que no hay un enfoque bien definido, bien defendido y
ampliamente aceptado de la moralidad al que oponer un relativismo construccionista. De hecho,
muchos sostendrían que la certeza moral, si algo se puede decir, ha pasado por un largo período
de deterioro. La facultad de la Iglesia para establecer dictados sobre cuestiones morales se ha ido
viendo erosionada desde la época de la Ilustración la consiguiente separación Iglesia-Estado, y la
hegemonía de la ciencia Tampoco las contribuciones filosóficas hechas durante los siglos
elucidaron alternativas convincentes a la ortodoxia religiosa. Hacia finales del siglo XIX hubo
una esperanza-ampliamente extendida de que la ciencia, que por entonces ganaba influencia,
podría proporcionar la comodidad de la clarificación moral. Con todo, a medida que los
científicos se hicieron cada vez más conscientes de que el «deber ser» no puede derivarse del
«ser», eludieron prácticamente toda responsabilidad en cuanto a cualquier declaración respecto a
lo que la gente debía hacer. Y, a medida que los filósofos lograron mudar su atención hacia la
clarificación del lenguaje y los fundamentos de la ciencia durante el siglo XX, la filosofía moral
quedó prácticamente sepultada. Durante este siglo, el discurso moral, hasta fecha reciente, ha
pasado por épocas muy difíciles. Encontrar los defectos del construccionismo porque no logra
generar fundamentos morales, es apenas una condena mortal de necesidad cuando los
fundamentos ampliamente aceptados no son en ninguna otra parte evidentes.

13
Apropiado es el intento de Critchiey (1992) de demostrar el potencial ético inherente en el desconstruccionismo de
Derrida.

72
Conocimiento individual y construccion comunitaria

En cuanto a esto, los impulsos construccionistas pueden, de hecho ser elogiados por el
espacio que han abierto para la deliberación moral. Tal como hemos visto la devaluación de los
enfoques con pretensión fundamentadora del conocimiento científico de Kuhn (1970), el análisis
del conocimiento como artefacto social de Berger y Luckmann (1966), y el examen explorativo
que Habermas (1971) hace de la relación existente entre el conocimiento y los intereses humanos,
todos se plantearon como desafíos a la fundamentación táctica o racional de los «cuerpos de
conocimiento» establecidos. De este modo, cada uno formaba una base importante para el
pensamiento construccionista siguiente. Al mismo tiempo, a medida que sirvieron para socavar la
autoridad científica, invitaron a la reconsideración de las preocupaciones morales, éticas o de los
valores que el empirismo había desacreditado de un modo tan estridente, en cuanto fuentes de las
que se desprendían los prejuicios. En efecto, estas contribuciones dieron peso retórico a las
críticas ideológicas de los exponentes de la igualdad de derechos, los activistas contra la guerra,
feministas, humanistas, marxistas y muchos más preocupados por la deliberación sobre los
valores. La desmitificación construccionista de las afirmaciones del «conocimiento de clase»
adquirieron nuevo vigor en los lenguajes morales de las décadas más recientes.
Con todo, aunque una postura construccionista invita a la deliberación moral, a mi entender
no debe defender, de un modo necesario, un conjunto de suposiciones morales sobre otro. El
constructivismo puede encargar a las feministas, a las minorías étnicas, a los cristianos, a los
musulmanes y demás que hablen con atrevimiento sobre cuestiones de valor, sin que ello
garantice la validez de sus afirmaciones, o la afirmación de que algunas verdades morales son
superiores. En este punto, sin embargo, nos es preciso plantearnos si una teoría del conocimiento
que establece una jerarquía de valores (o defiende determinadas virtudes sobre otras) es algo
deseable. Aquellos que reprochan al construccionismo su relativismo moral, ¿desearían
verdaderamente un patrón fijo de lo que es el bien? A mi entender, aquellos que critican la
superficialidad del construccionismo habitualmente no están interesados en sustituirlo por
cualquier otra teoría del bien. Simplemente no quieren un compromiso moral de cierto tipo; el
compromiso que quieren es aquel que repite el suyo propio. La crítica marxiana no sería acallada
mediante un compromiso construccionista con la libre empresa, o una feminista tampoco lo sería
por una valorización positiva del dominio machista. En este sentido, la acusación de vacuidad
moral es poco sincera, al enmascarar la frustración que resulta del hecho de que los argumentos
no consiguen apoyar las propias preferencias del inquisidor y simultáneamente previenen al
inquisidor de revelar la vulnerabilidad de su propio punto de vista valorativo. Expresándonos en
términos de Rorty (1991) «la invocación ritual de la "necesidad de evitar el relativismo" no es
comprensible como una expresión de la necesidad de preservar determinados hábitos de la vida
contemporánea europea» (pág. 28).
Como conjetura más general, pocos querrían disponer de una teoría del bien y de lo justo
que no justificara o sostuviera el tipo de vida que en realidad se valora. Y aquí se encuentra el
problema crítico, ya que no existe un único valor, ideal moral, o bien social que, al actuar
plenamente en su conformidad, no impida las alternativas y olvide los modelos que estas
alternativas apoyan. Si se actúa conforme a la justicia hasta el límite, la misericordia se pierde
irremisiblemente; si se favorece la honestidad por encima de todo, la iniciativa individual será
destruida. ¿Quiéa, entonces, ha de establecer la jerarquía del bien, y con qué derecho? En
efecto/si él construccionismo hubiera de buscar justificación recurriendo a un código específico
de valores morales, sería tachado por arrogarse un punto de vista clientelista del status de una
ética universal tanto totalizadora como opresiva. Este código, ¿sería práctico para rechazar la
marea de mal que asóla el mundo contemporáneo, para convencer a aquellos cuyas acciones
encontramos reprensibles de que están equivocados moralmente, para fomentar las apologías y

73
El construccionismo en tela de jucio

los retraimientos, y para sostener el orden que deseamos? Parece dudable, ya que nuestro código
no sería su código, y fácilmente podría ser rechazado como irrelevante o malevolente. Por
consiguiente, encontramos que puntos de vista por lo demás virtuosos no por ello son
aproblemáticos; frecuentemente operan para reducir la confianza y fomentar la alienación. Y,
dados los problemas asociados a la hegemonía de un código particular, ¿es posible que una teoría
que escogiera no defender una jerarquía de bienes fuera más prometedora para el género humano
que una moralmente comprometida?
Al decir esto, tengo que hacerme eco de un dicho familiar: simplemente, que nuestras
ontologías estén constituidas socialmente —y, en este caso, nuestros sistemas de valores— no es
un argumento contra el hecho de llevarlos a la practica. En efecto, el hecho de que contribuyen a
las pautas culturales vigentes puede ser su mejor justificación. 14 El enfoque según el cual se
requieren los fundamentos racionales tanto para la buena vida como para la sociedad moral puede
que rinda un flaco servicio a la cultura. Me estremezco cuando pienso que tenemos que aguardar
al acuerdo de los doctos o los inspirados antes de que podamos saber cómo seguir adelante. No
defiendo aquí el punto de vista propio del relativismo ético, una posición desde la que las demás
pueden considerarse como buenas o malas, o una posición que ella misma dicte la acción (o como
Haraway, 1988, lo expresa, una «nueva y buena argucia»). En términos de los argumentos
desarrollados hasta aquí, el construccionismo no podría ofrecer este tipo de posición. O, en
términos de Fish (1980), no hay posición de relativismo en sí misma, un espacio desde el cual se
pueda mirar de cerca, libre de tradición cultural, otras posiciones. Por necesidad, vivimos gracias
a nuestras inteligibilidades existentes, que incluyen los discursos comparativos así como los
éticos. El hecho de si el discurso ético sirve a propósitos valorables en sociedad se abordará en el
capítulo siguiente.

Relativismo conceptual

Una forma final de relativismo queda incorporada en muchos escritos construccionistas, y, al


igual que los relativismos de cualquier tipo, ha evocado una amplia crítica. Los escritos
construccionistas —inclusive este volumen— con frecuencia hacen hincapié en la variación en la
comprensión. Piden que se preste atención a la multiplicidad de modos en los que «el mundo» es,
y puede ser, construido. Desafían cualquier intento hecho por establecer primeros principios, una
ontología fundamentadora, o una base epistemológica para la priorización universal de cualquier
postulado de realidad dada. Contra esta línea de argumentación, los críticos responden con la
siguiente forma de reducto: a fin de afirmar que existen diferencias en la construcción, tiene que
haber un criterio o estándar de comparación. Habíamos de disponer de un criterio de lo que es en
realidad a fin de demostrar que había diferencias en relación a su construcción; habíamos de
postular una racionalidad común que nos permitiera reconocer que esos modos de pensar eran
incompatibles. En términos de Davidson, «la metáfora dominante del relativismo conceptual, la
de puntos de vista diferentes, parece delatar una paradoja subyacente. Diferentes puntos de vista
tienen sentido, pero sólo si existe un sistema coordinado común en el que trazarlos; con todo la
existencia de un sistema común contradice la afirmación de una espectacular incomparabilidad»
(1973, pág. 6). Estos argumentos a menudo se emparejan también con la réplica de que, si el

14
En los términos de Edwards, Ashmore y Potter (en proceso editorial), «no existe contra-dicción entre ser un
relativista y ser alguien, un miembro de una cultura particular tener compromisos, creencias y una noción de sentido
común de la realidad. Esto es lo mismo que argumentar, cuestionar, defender, decidir, sin la comodidad de
simplemente ser, ya y antes de pensarlo real y cierto».

74
Conocimiento individual y construccion comunitaria

construccionismo fuera cierto, no habría posibilidad de comprensión intercultural. Estaríamos


encerrados con llave dentro de nuestros sistemas locales de construcción. 15
A mi juicio, estas formas relacionadas entre sí de crítica toman todas sus premisas de una
concepción particular del lenguaje, una tradición que sostiene que 1) el lenguaje es un
instrumento para vehicular la verdad, por un lado, y 2) para transmitir el pensamiento racional
(conceptos internos o significados) por otro. Parafraseándolas, «cuando llevo a cabo
observaciones minuciosas del mundo y comparto mis concepciones contigo a través del lenguaje,
tú también llegas a conocer el mundo». Sobre estas bases, en realidad, difícilmente se podría
afirmar que la concepción que otra cultura tiene de la realidad difiere de la mía propia sin suponer
un dato común respecto al cual se podrían llevar a cabo comparaciones: si los indígenas,
pongamos por caso, dicen gavagai cuando nosotros decimos conejo, por ejemplo, existe un
denominador común —un dato no construido— al que ambos nos referimos. Ahora bien, si se
hacen declaraciones sobre las diferencias conceptuales existentes entre las culturas, entonces
tengo que suponer la posibilidad de una racionalidad común: si puedo mostrarte que el concepto
que los nuer tienen de kwoth es diferente del concepto occidental de Dios, entonces tengo que
comprender el concepto nuer, y los nuer tienen en principio que ser capaces de entender el
nuestro. De ser así, tiene que haber una forma común de pensamiento racional.
Examinemos dos réplicas a la crítica, la primera de las cuales garantiza las premisas de la
crítica y la segunda no. Si el construccionista admite la validez de estos argumentos y abandona
la suposición de las diferencias ¿qué puede entonces afirmarse? El construccionismo no puede
hacer ninguna afirmación fuerte de la existencia de diferencias en perspectiva, pero entonces
¿como ha de afirmar el crítico el conocimiento de las similitudes compartidas —de la naturaleza
del mundo desde todos los puntos de vista o la racio-nalidad de la proporción universal-? Tales
afirmaciones o declaraciones habrían de ser alojadas en cierta forma de clarividencia relativa al
mundo y a la racionalidad más allá de un punto de vista cultural, desde una visión divina de la
verdad y lo racional. En efecto, aunque las premisas están con-cedidas, la critica no consigue
ninguna realización significativa.Ningún tipo de proposiciones o de nuevas percepciones o
intuiciones son disponibles. Así, pues, el debate aboca a un punto muerto, un estado de plena
indeterminación en el que no es posible tipo alguno de afirmación de la comparabilidad. 16

15
Harré (1992) ha expresado recientemente objecciones de esta mismo tenor, primeramente como medios de evitar
lo que considera un «deslizamiento construccionista en el relativismo». Tal como señala, los construccionistas
sostendrán que observadores diferentes construirán la misma circunstancia de modos contrastantes, haciendo, por
consiguiente, imposible de establecer una exposición «correcta». Sin embargo, la fuerza de este argumento depende
de la afirmación que hace el construccionista de la realidad de «las mismas circunstancias», una realidad que no es
en si misma construida. A mi entender ninguna de las afirmaciones de este tipo es necesaria; aquí se aplican mis
observaciones anteriores sobre el relativismo ontológico. Los argumentos del relativismo conceptual a menudo se
utilizan, también, para sostener que el construccionismo puede que no dé ningún tipo de razón de la comunicación
multicultural. Si no tenemos ningún otro medio de comprender otra cultura, salvo a través de nuestros propios
esquemas conceptuales, entonces nunca lograremos la comprensión. Dado que, en efecto, parecemos comprender
otras culturas (las traducciones son una prueba efectiva), el construccionismo tiene que estar equivocado (véase
Jennings, 1988). Tal como demostraré en el capítulo 11, la idea misma de comprensión a través de esquemas
conceptuales es descabellada, y una exposición relaciona! de la comunicación nos proporciona el antídoto necesario.

16
Algunos filósofos han devuelto la pelota que tenían sobre su tejado intentando justificar los estándares universales
de racionalidad. Por ejemplo, después de detallar el argumento antirrelativista esbozado aquí, Katz (1989) propone
que, mientras el contenido de la argumentación racional es relativo, la forma de la argumentación (o la «naturaleza
sistemática») puede ser universal. Por ejemplo, la ley de no contradicción, o de consistencia, constituiría un estándar
universal. Tal como concluye, sin embargo,«la adhesión a (tales leyes) no es francamente determinable (para
desgracia de mi argumentación) como quisiera. Mínimamente, exigiría cierta medida de la «igualdad» semántica, o

75
El construccionismo en tela de jucio

Examinemos ahora una segunda línea de refutación, aquella que rechaza las premisas de la
crítica de la diferencia. En anteriores capítulos he planteado el construccionismo contra el
enfoque tradicional del lenguaje, del que la crítica presente depende en cuanto a su
inteligibilidad. He subrayado los profundos problemas inherentes al enfoque según el cual el
lenguaje es, por un lado, un instrumento para la transmisión de la verdad y, por otro, el
pensamiento racional. Es más probable que el construccionista favorezca un enfoque pragmático
del lenguaje, aquel en el que el significado de los términos o de las proposiciones depende de su
uso social. En este modo de explicar las cosas, decir que otro sistema de significación difiere del
nuestro propio es afirmar que el compuesto de las codificaciones de significación elaboración a
través de los diferentes grupos, épocas e historias de lenguaje no es idéntico. Alcanzar un acuerdo
en relación a la similitud de las proposiciones o de las racionalidades, por consiguiente, es
siempre un logro local, y este logro de ningún modo es menos relevante en cuanto a la vida
cotidiana que en relación al argumento especializado. Es decir, las afirmaciones de corte
académico sobre las similitudes y diferencias en cuanto a los sistemas de significación son en sí
mismas consecuciones discursivas. Y en el contexto presente, las afirmaciones hechas en el
sentido de que la física aristotélica difiere de la newtoniana, y que la concepción occidental de la
magia difiere de la concepción szondi son de más fácil demostración que las afirmaciones
tendentes a sostener su identidad. Las diferencias pueden demostrarse de modo convincente de
acuerdo con los estándares contemporáneos mediante un mero mostrar los textos o las prácticas;
en cambio, declarar una identidad exige la realización de un arduo trabajo interpretativo. Las
declaraciones construccionistas de las diferencias de carácter contextual no se basan en el hecho
empírico, sino que son simplemente más compatibles con nuestras formas contemporáneas de
argumentación que sus opuestas. Y, lo que es aún más importante, en lugar de alcanzar un punto
muerto de indeterminación, el resultado de este tipo de argumentos para las ciencias humanas
significa una ampliación sustancial y un enriquecimiento de las prácticas.

La utilidad teórica y el problema del progreso

Finalmente, hemos de volver a un puñado de preguntas interrelacionadas que afectan a la


práctica de la ciencia, sus hitos pasados y su potencial futuro. Los capítulos precedentes han
contribuido en buena medida a desacreditar los enfoques fundamentadores de la racionalidad
científica, el progreso científico y la posibilidad de establecer una prueba teórica mediante el
concurso de la observación. Tal como hemos descubierto, existe poco apoyo para la inveterada
afirmación de que la ciencia puede progresar abandonando las teorías que han sido falsadas
mediante el concurso de la observación, y que las teorías, en sí mismas, pueden establecer
predicciones. Estas críticas de la teoría nos dejan en una posición incómoda al intentar dar cuenta
de lo que hemos de ver como capacidades intensificadas para la predicción dentro de las ciencias.
La mayoría estaría de acuerdo en que nuestra capacidad para viajar por el espacio, aprovechar las
fuentes de energía y curar enfermedades ha mejorado marcadamente con el paso de los siglos.
Una argumentación como ésta ¿puede darse sin el concurso de la teoría? ¿Los científicos podrían
haber producido una bomba sin la teoría atómica o producir una unión genética en ausencia de
una teoría genética? ¿De qué modo, por consiguiente, hemos de entender la función de la teoría

sinonimia» (pág. 269). De qué modo se puede lograr esto, Katz nunca lo demuestra. Presumiblemente descansará en
la misma regla de no contradicción que quiere defender, introduciendo no sólo una circularidad viciosa en el
argumento sino también reglas occidentales de retórica académica sutilmente universalizadoras.

76
Conocimiento individual y construccion comunitaria

en el seno de las ciencias? ¿Existen criterios que nos permitan afirmar que determinadas formas
de teoría son mejores que otras? ¿Existe algún sentido, desde un punto de vista construccionista,
en el que el trabajo científico sea progresivo?

La descripción como performativa

Para desarrollar con éxito esta exposición precisamos resumir el carácter de la descripción
científica. En este ejemplo, resulta útil volver a la distinción realizada por J. L. Austin en 1962
entre proposiciones constativas, aquellas que se utilizan en la descripción del mundo, y lo que da
en llamar proposiciones performativas, formaciones lingüísticas que no describen o no se refieren
a estados de cosas, que no pueden verificarse como verdaderas o falsas, sino que son en sí
acciones en el mundo. Por ejemplo, la oración «la caja está en el bolso» es un tipo de proposición
constativa; se puede verificar la prelusión a través de la observación. En cambio, las prelusiones
«en sus puestos, preparados, listos, ya...», «hola», o «aquí lo tienes» son performativas. Iniciar
una carrera, saludar y brindar son acciones sociales significativas en sí mismas. La distinción
establecida por Austin es útil porque hace desplazar la atención desde las capacidades
descriptivas del lenguaje a sus funciones pragmáticas en las relaciones. Con todo, es también
problemática, porque todos estos argumentos dispuestos contra el enfoque de la verdad como
correspondencia (y la teoría del lenguaje como imagen) sirven al mismo tiempo para socavar la
suposición de las proposiciones constativas, de las proposiciones que transmiten la verdad.
También cabe preguntar si no hay distinciones importantes a establecer entre una descripción del
enemigo que se acerca y una maldición contra él. ¿No tiene la primera distintas implicaciones
pragmáticas que la última, y no es éste un logro esencial para el manejo de la ciencia? Tal vez lo
que necesitamos es un modo alternativo de conceptuar lo que es constativo.
Examinando las consecuencias de las propuestas de Austin, podemos proponer un modo
propicio de hacerlo. Austin propuso que los enunciados performativos se han de evaluar no según
la correspondencia con el hecho sino según su ocurrencia oportuna en el seno de un
procedimiento. Un procedimiento es esencialmente cierta forma de convención social: una
prelusión oportuna se adecúa apropiadamente o de un modo compatible con un estado de cosas
convencional, en cambio una prelusión infeliz no. Decir «en sus puestos, preparados...», de
repente y de un modo espontáneo, mientras se conversa con un compañero se consideraría con
profundo recelo; la prelusión sería infeliz. Pero su ocurrencia oportuna se restablecería si el
contexto en cuestión fuera una carrera infantil. En efecto, una comprensión adecuada del carácter
performativo del lenguaje exige que centremos nuestra atención menos en los actos lingüísticos
mismos y más en las pautas más amplias de interacción en las que se producen. Diciéndolo de un
modo más directo, el valor afirmativo de una prelusión se deriva de su posición dentro de una
pauta más amplia de relación.
El análisis de Austin también implica que estos procedimientos más amplios o convenciones
no son meramente verbales. En los términos que usa Wittgenstein (1953), podemos considerar las
prelusiones como elementos constituyentes de formas de vida más amplias, que pueden incluir
tanto acciones (diferentes a las meramente verbales) como objetos y entornos. La cuestión queda
ilustrada si aludimos a los gestos y las expresiones faciales; unos y otras contribuyen al contexto
que hace que el habla sea significativa, dándole su status de un tipo de cláusula performativa de
carácter particular. Existe sólo un número limitado de expresiones no verbales, por ejemplo, que
puede acompañar de un modo ocurrente y oportuno, feliz, el enunciado «te amo» y lograr
alcanzar la pauta relacional que denominamos amor. Una mueca, una risa siniestra o una
apariencia aturdida en general no cualificará la observación de este modo. También se sigue que

77
El construccionismo en tela de jucio

diversas acciones, como correr, levantarse, o golpear un objeto en movimiento, pueden ser todas
elementos constitutivos de procedimientos interpersonales o formas de vida. Su valor
performativo está determinado por un contexto oportunamente ocurrente de palabras, así como la
capacidad performativa de las palabras depende de la modelación de este tipo de acciones. El
tenis es a estos efectos ejemplar. Aquí las diferentes expresiones son en realidad elementos
constitutivos del juego. Frases como «usted sirve» y «treinta a nada» son elementos componentes
esenciales del acontecimiento. Su valor performativo depende característicamente de un amplio
conjunto de acciones físicas tanto precedentes como consecuentes; a su vez, las acciones exigen
este tipo de expresiones para poder proceder de modo efectivo. Es también importante observar
en este caso que, además de palabras y acciones, el procedimiento incluye amplios conjuntos de
objetos —pelotas, raquetas, redes y líneas en el suelo...—. Objetos, acciones y palabras tienen
que estar todos coordinados para la consecución social del juego o para que se dé la forma de
vida.
Volvamos, ahora, al problema de la descripción. Empezamos con la distinción propuesta por
Austin entre constativas y performativas, y aislamos el problema de cómo cabría decir que las
palabras, incluyendo las proposiciones teóricas en las ciencias, proporcionan imágenes de una
realidad independiente. Con un amplio análisis de la función performativa de las palabras
podemos reconocer la importancia de la distinción, aunque significativamente reformulada. En
particular, cuando nos comprometemos en acciones como «describir», «explicar» o «teorizar»
también nos comprometemos en una actividad performativa o forma de vida. Esto equivale a
afirmar que el primer término de la distinción de Austin, lo constativo o descriptivo es más
adecuado considerarlo un caso especial del segundo o modo performativo. 17 Por consiguiente,
cuando decimos que una determinada expresión es «precisa» oaimprecisa», «verdadera» o
«falsa», no la estamos enjuiciando de acuerdo con cierto patrón abstracto o idealizado de
correspondencia; la precisión pictórica no está en cuestión. Más bien, estamos indicando su
gradiente de oportunidad o inoportunidad de su ocurrencia en circunstancias particulares. La
proposición según la cual «la tierra es redonda y no plana» no es ni verdadera ni falsa en términos
de su valor pictórico —su correspondencia con el mundo objetivo—. Según los patrones actuales,
sin embargo, es más oportuno hacer como si «fuera redonda» cuando volamos desde Cantón a
Kansas y más oportuno hacer como si «fuera plana» cuando viajamos por el Estado de Kansas.
De ahí se sigue que la descripción puede funcionar como «imagen» o espejo, pero sólo en el
marco del juego local o procedimiento al que otorgamos esta función. Podemos desarrollar un
ritual local en el que se reivindique un enfoque del tipo «correspondencia»; sin embargo, esta
reivindicación no es una función de la capacidad mimética de las palabras, sino un acuerdo
situado histórica y culturalmente. Permítaseme ilustrar esta idea con mayor detalle. Cuando yo
era adolescente y no tenía dinero, una vez me empleé como ayudante de yesero durante el verano.
Cuando Marvin se subía a la escalera, sus brazos trabajaban el yeso a la perfección en el techo
que tenía sobre su cabeza; era esencial que yo le hiciera la mezcla de agua y yeso exactamente
como había especificado. A veces la mezcla había de estar húmeda de modo que él pudiera
sutilmente trabajarla una y otra vez. En otras ocasiones había de ser seca, de modo que pudiera
sellar rápidamente los contornos deseados. Así, pues, según su avance en la obra, gritaba, «floja»
(para la mezcla «húmeda») y «enjuta» (para el compuesto más «seco»). Desde luego, estas
palabras me eran bastante ajenas cuando empecé en mi empleo, pero al cabo de pocos días

17
Austin mismo se dio cuenta de los problemas inherentes en una fuerte distinción entre lo constativo y lo
performativo, y se inclinó al final a ver la primera clase como una especie de la segunda. Para un análisis completo
de la razón por la que tiene que ser asi, véase Petrey (1990).

78
Conocimiento individual y construccion comunitaria

mejoré en la producción de las mezclas deseadas. De hecho, ambos términos formaban parte de
una danza ritual en la que estábamos comprometidos: palabras alrededor de las cuales
coordinábamos nuestras acciones a fin de conseguir un acabado perfecto.
Con todo, examinemos lo que se ha logrado como un subproducto de esta primitiva danza de
palabras, acciones y objetos. Si Marvin y yo hubiéramos sido emplazados ante una serie de
mezclas tras dos semanas de inmersión en este procedimiento, con un pequeño margen de error
podríamos haber convenido cuáles eran «flojas» y cuáles «enjutas». Si yo decía «va una de
enjuta», esto informaría a Marvin de lo que cabría esperar en ese momento. Esta predicción
podría haberse visto confirmada o desconfirmada. En efecto, en virtud de su función dentro de la
forma relacional, tales términos desarrollan la capacidad de funcionar en el juego de descripción
y verificación. Las palabras mismas no describen el mundo, pero, dado que funcionan con éxito
en el seno del ritual relacional, llegan a servir como «descriptores» en las reglas de ese juego.
Dado su éxito a la hora de coordinar las relaciones, diversas expresiones llegan a ocupar un lugar
útil en esos rituales mediante los cuales determinamos la verdad y el error, hacemos predicciones
y demás. Decir que las palabras describen, pintan o cartografían (en este caso, el mundo de la
yesería) tiene que ser considerado como un subproducto resultante de su estar incrustados en la
consecución conjunta de una relación. ¿Cuáles son las consecuencias para la función de la teoría
en el marco de la ciencia? 18
Teorías científicas y pragmática de la predicción

Al menos una de las principales metas de la actividad científica, tal como se han venido
entendiendo tradicionalmente, es la predicción fructífera. Esto es más evidentemente así en lo que
damos en llamar «ciencias naturales», en las que las tecnologías existentes nos permiten hacer
cosas inimaginables siglos antes. La capacidad predictiva de las ciencias sociales dista mucho de
imponer respeto, aunque hemos desarrollado tecnologías que nos permiten la predicción, mejor
que el azar, de las modelos de voto, de las tasas de criminalidad, de divorcio, y la realización en
una diversidad de marcos, etc... En toda esta diversidad de casos, el proceso de generación de la
tecno-logía predictiva descansa en una comunidad de científicos que desarrollan diversas
medidas, las emplean en diferentes poblaciones y contextos, y aplican o desarrollan diversos
dispositivos estadísticos... En estos contextos, las teorías tal como son propuestas no hacen por sí
mismas estas predicciones; los actos de predicción no pueden de ningún modo derivarse

18
Profeso gran admiración por la defensa del relativismo hecha por Margolis (1991); pero Margolis quiere garantizar
la critica tradicional de la validez de la incoherencia critica y propo ne una forma alternativa de relativismo
(denominada «relativismo robusto») en la que los valores bivalentes de la verdad y la falsedad son sustituidos por
valores de verdad múltiplemente valorados (es decir, la posibilidad de criterios diferentes de verdad bajo condiciones
diferentes). Desde el presente punto de vista, el análisis de Margolis se resiente en su intento de sustituir una forma
de fundamentalismo por otra (a pesar de ser más restrictiva) El hincapié que hace en los valores de verdad
múltiplemente valorados es compatible con los argumentos que he presentado aquí. Según la presente exposición, las
comunidades diferentes bien pueden tener reglas diferentes para evaluar lo que dan en llamar verdad. Aquí, sin
embargo, sustituiré el término «felicidad u ocurrencia oportuna» por el de verdad, a fin de evitar enigmas de
representación provocados por la forma académica de moldear el término. Más consistente con mi propio análisis es
la concepción de Longino (1990) del «empirismo contextual». Tal como esta autora propone, «el razonamiento
evidencial siempre es dependiente del contexto, [y] los datos son evidencia para una hipótesis sólo a la luz de
suposiciones de trasfondo que afirman una relación entre los tipos de cosas y los acontecimientos que los datos son y
los procesos o los estados de cosas que describen las hipótesis... Las interacciones sociales determinan qué valores se
codifican en la investigación y cuáles se eliminan, y, por consiguiente, qué valores siguen codificados en las teorías y
las proposiciones que expresan el conocimiento científico en cualquier época» (págs. 215-216).

79
El construccionismo en tela de jucio

lógicamente de las premisas teóricas. ¿Cuál es por consiguiente el papel de la teoría en el marco
del proceso predictivo?
Tal como he sugerido, la función primaria de las teorías puede retrotraerse al proceso de
colaboración que opera en el seno de las comunidades científicas. Es decir, el lenguaje teórico es
constitutivo del intercambio pragmático cuya consecución final son las predicciones. Al igual que
«tres juegos a nada» y «ventaja», en el tenis, son el argot común que permite a los científicos
coordinar sus actividades entre sí. Si me uno a un grupo de científicos que trabajan en la
predicción de lo que se da en llamar la «realización académica», no sólo tengo que utilizar mis
términos sino una serie de indexaciones adicionales que incluyan, por ejemplo, «pruebas del
coeficiente de inteligencia», «indicadores de ansiedad», «consecución de la motivación» y
similares. Estos términos tienen también que estar incrustados tanto en el seno del conjunto de
relaciones que mantengo con mis colegas como dentro de conjuntos de objetos: artículos, lápices,
claves de puntuación, estudiantes y similares. La forma de función resultante, que relaciona CI,
consecución de motivación y ansiedad de un modo predictivo con la realización académica sirve
de comprensión icónica de nuestra capacidad para hacer predicciones. La forma de función por sí
misma no predice, sino que permite que la comunidad de practicantes representen y comuniquen
a fin de que se constituyan las predicciones.
Hasta ahora hemos identificado dos funciones principales que la teoría desempeña en las
ciencias: la primera es operativa en el contexto de la transformación social (véase a este respecto
el capítulo 2) y la segunda en el contexto de la predicción y estamos en condiciones de examinar
el problema de la evaluación teórica. Ya que, si se valora una teoría con respecto a estas
capacidades pragmáticas, entonces pueden derivarse criterios específicos de evaluación, criterios
que pueden reemplazar el «valor de verdad» como crisol para la evaluación teórica. Sin embargo,
dadas las múltiples funciones de la teoría, una postura adecuada en el sentido de la evaluación
exige un enfoque diacrónico de la ciencia. Esto es, si el proceso científico puede considerarse
como más o menos una secuencia ordenada en la que la teoría desempeña diferentes papeles en
diferentes momentos, entonces un conjunto unívoco de criterios evaluativos puede ser algo
inapropiado. Las exposiciones teóricas pueden evaluarse de modo diferencial, dependiendo de si
aparecen en la secuencia. Expresándolo con otras palabras, puede que se requieran formas
diferentes de teorías en diferentes puntos del desarrollo científico. Esta posibilidad se hace más
claramente evidente si recogemos ahora la exposición hecha en el capítulo 1 en torno a la
transformación en el marco de las inteligibilidades científicas.

Evaluar la teoría en una etapa de ciencia normal

Siguiendo este análisis, resulta útil considerar las transformaciones científicas como si se
produjeran en tres etapas hipotéticas: ciencia normal, una etapa durante la cual existe una
inteligibilidad común entre los científicos tanto a nivel teórico como práctico, y dos etapas
posteriores, primero una etapa crítica, en la que los retóricos de la negación desafían el discurso
dominante y, por fin, una etapa transformacional, en la que se elabora la implicación discursiva
de la crítica. Aunque las actividades normales, críticas y transformacionales pueden darse en
cualquier momento, en diversas combinaciones o en diferentes alas de una disciplina, resulta útil
retener aquí la división hipotética en relación a nuestros propósitos, porque nos permite apreciar
la posibilidad de funciones retóricas múltiples, y, por consiguiente, la relevancia de diferentes
criterios para la evaluación teórica a través del tiempo y las circunstancias.
Ante todo examinemos la fase de la ciencia normal. Tal como se propone, uno de los
principales objetivos de las ciencias —las ciencias naturales de un modo más significativo que las

80
Conocimiento individual y construccion comunitaria

sociales— es el de generar predicciones fiables. Durante esta fase normal de la actividad


científica, un uso primario de la teoría puede ser el de coordinar las acciones de los científicos
alrededor de la labor de predicción. Tal como hemos visto, las exposiciones teóricas sirven como
un importante vehículo pragmático para la conjunción de los esfuerzos de los individuos en la
consecución de este fin común. En el interior de este contexto muchos de los criterios
tradicionales para la evaluación de la teoría adquieren su importancia. En el seno de
convenciones sobre discurso acción objeto establecidas por una comunidad de científicos, la
relevancia predictiva de una teoría puede tener una importancia esencial. ¿La trayectoria de un
cohete confirma o desmiente las predicciones indexadas por un lenguaje teórico dado o no? En el
mismo dominio de convenciones, la diferenciación teórica puede también ser estimada. Los
términos que o bien son indiferenciados o son imprecisos hacen que resulte difícil forjar vínculos
fiables con particulares y desalientan las distinciones útiles entre acciones y objetos. En este
estadio, la coherencia lógica también es un activo valorable en la codificación y en el hecho de
dar un orden comunicable a lo que de otro modo no pasarían de ser comprensiones informales en
el seno de la comunidad. De un modo similar, el alcance explicativo de una teoría (por ejemplo,
su capacidad de integrar «hallazgos procedentes de múltiples dominios») se valora por su
capacidad de dar una unidad colaborativa a lo que de otro modo no serían sino comunidades
dispersas de científicos. Finalmente, la demanda tradicional de una parsimonia teórica gana
vigencia: del mismo modo un ritmo complejo desafía la coordinación de los movimientos del
bailarín (a diferencia de uno simple), una teoría conceptualmente elaborada impide el ajuste
mutuo de actividades dentro de una comunidad de científicos.
Lo que entonces encontramos es que muchos de los ideales empiristas para el desarrollo de
la teoría científica pueden justificarse, con dos advertencias significativas. Primero, según la
presente exposición, estos desiderata teóricos no tienen valor trascendental; su sanción deriva no
de la exposición fundacional de la racionalidad científica, sino de la preocupación por la utilidad
pragmática del lenguaje en el seno de las comunidades científicas. Si el lenguaje es el vehículo
para la coordinación de las acciones alrededor de series de acontecimientos, entonces
determinadas formas de lenguaje tendrían mayores ventajas prácticas. En segundo lugar, estos
valores no son generalizables a través del espectro de la actividad científica. Su utilidad queda
ampliamente limitada a un contexto específico, aquel en el cual la generación de predicciones en
el seno de un dominio restringido es primordial. Entonces, cabe hablar de un contexto de la
predicción, en el cual determinadas cualidades de una formulación teórica son superiores a otras.
Ampliemos el alcance de estas consideraciones.
Existe una segunda función importante de la teoría en este estadio de ciencia normal. Tal
como ya se adelantó, las inteligibilidades científicas tambien participan de la cultura en tanto que
recursos prácticos. Proporcionan ontologías, valores, racionalidades y justificaciones en el seno
de la vida cultural vigente. Podemos hablar entonces de teorías no sólo en términos de su función
al coordinar a la comunidad de científicos, sino también tal como funcionan en el seno de un
contexto de participación cultural. Aquí los ideales de la teoría favorecidos en el contexto de
predicción son de una discutible utilidad. La relevancia predictiva, la diferenciación, la
coherencia lógica, y la parsimonia, por ejemplo son ampliamente irrelevantes y posiblemente
contraproducentes. Las teorías muy diferenciadas, por ejemplo, pueden ser incómodas y difíciles
de exportar a través de circunstancias culturales de amplio alcance; las exigencias estrictas de
coherencia lógica también establecen restricciones sobre un número de comunidades que pueden
estar en resonancia con una forma dada de inteligibilidad; y la exigencia de parsimonia trabaja en
contra de la posibilidad de una teoría ricamente evocativa. La teoría inmaculada en el seno de las
convenciones de la comunidad científica puede tener muy poca vigencia cultural, un punto

81
El construccionismo en tela de jucio

importante en términos del hincapié anteriormente hecho al forjar las inteligibilidades como algo
opuesto a las predicciones en las ciencias humanas.
En el contexto de la participación cultural difícilmente se puede ser definitivo sobre los
criterios de evaluación. Es así a causa de la rica gama de perspectivas valorativas —morales,
políticas, religiosas y demás— existentes en el seno de la cultura. Todo ello proporciona marcos
discursivos desde los cuales se pueden evaluar las exposiciones teóricas en las ciencias humanas.
Los cristianos quieren conservar una dimensión espiritual en la naturaleza humana; los marxistas,
de un modo justificable, utilizan razones de base política al seleccionar las teorías organicistas
opuestas a las mecanicistas; las feministas ven graves limitaciones ideológicas en las teorías que
favorecen el individualismo independiente; los humanistas sostienen que las teorías deterministas
tienen efectos deplorables en la conciencia común y, por consiguiente, prefieren exposiciones en
las que el organismo desempeña un papel importante. Parece imprudente delimitar el alcance de
los criterios valorativos que se interesan por las formulaciones científicas. La exigencia más
significativa en esta coyuntura es la del diálogo en el seno de las ciencias humanas que hace
frente al desafío de la participación cultural. ¿De qué modo las inteligibilidades especializadas
pueden llegar a ser asequibles para una cultura de modo que se permita la comprensión de sus
potenciales prácticos? ¿De qué modo las comunidades de especialistas pueden abrirse a fin de
permitir que se oigan las voces de la cultura? ¿Qué tipo de procesos autorreflexivos tienen que
ponerse en marcha para que el valor cultural de las inteligibilidades científicas pueda ser
adecuadamente explorado? Sólo estamos empezando a apreciar la magnitud de estos desafíos.

La teoría en las etapas crítica y transformacional

Tal como propongo, durante una etapa de ciencia normal, las teorías pueden adecuadamente
compararse con respecto a su capacidad para coordinar la comunidad científica alrededor de la
labor de predicción y su capacidad para reflejar y expresar los compromisos culturales de una
comunidad científica. Las teorías que realzan la coordinación de la comunidad científica y son,
de un modo más pleno, coherentes con los propios compromisos dentro de la cultura tienen que
considerarse superiores dentro de esta fase. Si la actividad científica queda fijada a una
trayectoria dada de predicción, sin embargo, o comprometida con visiones tradicionales del bien,
podríamos considerar las ciencias tanto como algo estancado como estrecho de miras.
Recordemos que las teorías son constitutivas de modelos más amplios de relación tanto dentro de
la ciencia como, más en general, en la sociedad. Seguir atado a una gama circunscrita de teorías
limita indistintamente el potencial tanto de la ciencia como de la cultura.
A título de ejemplo, valga decir que la estabilidad teórica favorece el mantenimiento de los
modelos y pautas entre los científicos. De hecho, esto significa que la gama de predicciones
interesantes o convincentes también se delimitara. Los refinamientos y las derivaciones exigirán
atención, aunque no los «dominios tactuales» exteriores a la ontología circunscrita. Por ejemplo,
en la medida en que las teorías psicológicas de la percepción seguían en ascenso, como lo
hicieron durante muchos años, los científicos prestaban atención exclusiva a los efectos de las
variables del mundo de los estímulos en la percepción. El desarrollo más reciente de
formulaciones «descendentes» suscitó un interés por los antecedentes genéticos de la percepción,
por la posibilidad de la existencia de proclividades innatas. Con el cambio dado en la perspectiva
teórica, pasando del medioambientalismo al innatismo, aparecieron nuevos desafíos a la
investigación. En relación con los efectos del discurso teórico en la práctica cultural, las teorías
del bienestar, primeramente preocupadas por los procesos psicológicos (como el psicoanálisis y
la terapia cognitiva), han conducido a un interés casi exclusivo por las acciones individuales. La

82
Conocimiento individual y construccion comunitaria

conducta aberrante es el resultado de procesos psicológicos problemáticos, y el tratamiento está


dirigido al individuo anómalo. Con todo, cuando las teorías de los sistemas sociales pasan a
formar parte del vocabulario del científico (y por consiguiente y, más en general, de la cultura),
pasamos a tener la opción de considerar los problemas del individuo dentro del contexto de
grupos anómalos: familias, sistemas educativos, instituciones económicas y similares. En efecto,
permanecer en la fase de la ciencia normal es circunscribir el alcance de la predicción, delimitar
las posibilidades de solucionar los problemas y reducir la oportunidad para realizar el potencial
humano.
En este sentido empleé el concepto de teoría generativa en el capítulo anterior. Una teoría
generativa está diseñada para socavar el compromiso con los sistemas predominantes de
construcción teórica y para generar nuevas opciones de acción. El criterio generativo puede, a mi
juicio, producir de un modo más efectivo un cambio transformacional. La teorización generativa
frecuentemente empieza con críticas de las exposiciones existentes. Entonces, a medida que las
consecuencias conceptuales de la crítica son progresivamente elaboradas, los contornos de una
nueva ontología o construcción del mundo pueden emerger lentamente, induciendo y/o
racionalizando nuevas opciones para la acción. Las características de la teoría generativa diferirán
sustancialmente de aquellas otras exigidas por la teoría en la fase de la ciencia normal. La ciencia
normal se aprovecha de terminologías literales, vocabularios tan plenamente sedimentados por el
uso común que parecen cartografiar el mundo y tan útiles para coordinar las acciones que no
pueden ser sacrificados. (Los técnicos de cohetes suponen la existencia de anillos O, y acuerdos
estrictos sobre tales asuntos son esenciales para la vida y la propiedad.) En contraste, durante las
etapas crítica y transformacional se pone mayor valor en las formas de expresión que dislocan los
lenguajes convencionales, se desprenden del asidero de lo que se da por sentado y ofrecen nuevas
imágenes y alternativas. En este sentido, la teoría generativa puede renunciar a la ontología
común, reconstituir los modos de expresión existentes, subvertir las dualidades comunes y
articular nuevos dominios de realidad.
Así, pues, hemos de imaginarnos el proceso científico como compuesto por dos tendencias
opuestas. La primera opta en el sentido de la estabilización de los sistemas de significación, de la
predicción más afinada y de la afirmación de los valores tradicionales. En el sentido de Bakhtin
(1981), los significados se mueven en una dirección centrípeta, hacia la uniformidad y la
exclusión. La segunda tendencia apunta hacia una transformación en la que las pautas, modelos y
valores establecidos son desafiados y el espectro de alternativas disponibles, tanto dentro de la
ciencia como en la sociedad, se ve ampliado. Una confianza centrífuga es puesta en movimiento,
incomodando a la convención y admitiendo nuevos discursos. En condiciones de estabilización,
los criterios óptimos de evaluación teórica difieren de aquellos otros que se encuentran bajo
condiciones de transformación. La estabilización favorece teorías que llevan al máximo la
coordinación social y la articulación de valores. Pero cuando la transformación tiene prioridad,
los teóricos pueden aproximarse a los límites de lo absurdo, inquietando las presuposiciones
sedimentadas y argumentando de modo crítico y audaz. Al mismo tiempo, los desplazamientos
que logran moverse en el sentido de la transformación, al final, cederán el paso a la
estabilización. Cuando lo audaz se convierte en tópico, lo metafórico se torna literal, las
posibilidades de valor son realizadas en nuevas instituciones y la teoría transformacional se
normaliza. De un modo ideal, las ciencias humanas se moverán a través de períodos de
estabilización, decadencia, desafío, crecimiento y la consiguiente estabilización. Aunque nuestras
teorías no se desplacen inexorablemente hacia una fidelidad mayor con respecto a la naturaleza y
no nos acerquemos más a la «verdad» a través de este proceso, de hecho ofrecemos a la cultura
una gama creciente de capacidades predictivas y, lo que es más importante para las ciencias

83
El construccionismo en tela de jucio

humanas, una gama creciente de inteligibilidades y prácticas.

En conclusión

He intentado responder a una serie de preguntas importantes, con frecuencia planteadas y


dirigidas a los construccionistas. Estas participaciones en los diálogos difícilmente servirán para
extinguir esas diversas preocupaciones, ni deben hacerlo. Las críticas del construccionismo se
derivan de inversiones en diversas formas de vida que parecen estar amenazadas por sus
argumentos. A mi entender, sin embargo, el construccionismo debe funcionar no como una
fuerza destructiva sino transformativa. La cuestión no es eliminar formas de lenguaje o de vida
sino proporcionar los medios conceptuales y prácticos por medio de los cuales las personas
puedan de un modo más pleno y menos letal coordinarse entre sí. Así, pues, en la medida en que
críticos y construccionistas sigan examinando los potenciales y peligros del construccionismo
(véanse, por ejemplo, Stenner y Eccieston, 1994; Stein, 1990; Young y Mathews, 1992), albergo
la esperanza de que el resultado no será una polarización exacerbada, sino una sensibilidad
enriquecida entre los interlocutores.

84
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Capítulo 4
Construcción social y órdenes morales

En el capítulo anterior abrí el estudio del problema de la moral y del compromiso político en
un mundo construido. Tal como sostuve, aunque los enfoques construccionistas son significativos
al estimular la deliberación moral y política, y los argumentos construccionistas se muestran
potentes al desafiar los discursos dominantes y dominadores, no se favorece finalmente ningún
compromiso particular. Se pueden asignar diversas consecuencias ideológicas en el seno de los
escritos construccionistas, y algunos especialistas están dispuestos a confirmar estas
consecuencias. Sin embargo, cualquiera de estos compromisos también comporta esfuerzo, ya
que si las tesis construccionistas sociales demuestran ser morales o políticas sobre cualquiera de
los fundamentos distintos de aquellos que un lector particular prefiere, pronto se convierten en
opresivos y dejan de comunicar. Con ello no pretendo argumentar en contra del compromiso
moral y político; abandonar la acción moral y política sería salirse de la vida cultural —y, por
consiguiente, significativa— Con todo, sí pretendemos evitar la utilización del construccionismo
mismo como una cuña ideológica unívoca.
Al mismo tiempo, sin embargo, esta línea de argumentación no logra facilitar una replica
satisfactoria a la acusación de decrepitud moral: la construcción social es maligna en su
incapacidad misma de adoptar una posición. Su postura relativista es en sí inmoral. Es esta
cuestión la que quiero abordar en este capítulo. Ante todo quiero examinar brevemente algunos
de los más destacados contendientes a favor de la guía moral. ¿Qué fuentes para la edificación
moral fueron proporcionadas por las principales contribuciones especializadas del siglo pasado,
particularmente aquellas que más estrechamente se asocian con las ciencias humanas? Por
consiguiente, examinare las consecuencias pragmáticas de los diversos discursos morales:
¿Funcionan efectivamente generando lo que podemos enfocar como «la sociedad moral»?
Finalmente, quiero examinar los potenciales positivos en una alternativa construccionista.
Efectivamente, quiero desafiar el enfoque según el cual el relativismo construccionista está
moralmente empobrecido. En cambio, la cultura podría ser bien servida si la comunidad
especializada pudiera superar su ya larga histeria sobre el relativismo y empezar a explorar sus
posibilidades positivas.
En la tradición occidental, el individuo sólo hace las veces de átomo del interés moral,
aquella esencia en ausencia de la cual los temas del debate ético tendrían poca razón de ser y sin
el compromiso de la cual la civilizacien en realidad se desintegraría. Por consiguiente, los
filósofos intentan establecer criterios esenciales para la toma de decisiones morales, las
instituciones religiosas se preocupan por los estados de la conciencia individual, los tribunales de
justicia establecen criterios para enjuiciar la culpabilidad ndmdual, las instituciones educativas
están motivadas a inculcar el carácter a su descendencia. En efecto, en temas de ética, de
moralidad y, finalmente, de la buena sociedad, las gentes de Occidente se muestran como
psicólogos. La conducta meritoria es impulsada por la mente virtuosa, y con e numero suficiente
de individuos realizando los actos que merecen la pena alcanzamos la sociedad buena. En este
contexto, encontramos que la psicologia y sus disciplinas aliadas desempeñan un papel
fundamental en las preocupaciones de la cultura por la acción moral, dado que este tipo de
disciplinas poseen los medios con los que se pueden dislocar los secretos de la mente virtuosa (y
de un modo más lógico, la mente inicua). Así pues- la historia de la filosofía moral -desde los
imperativos categóricos kantianos, pasando por la Teoría de a justicia de Rawls (1971)-, en gran
medida, ha sido la deliberación sobre las potencialidades del agente individual. De manera
similar, desde el primer trabajo de Freud sobre la formación del superego pasando a través del

85
Construcción social y ordenes morales

aprendizaje social de las formulaciones de la modelacion y las teorías contemporáneas de la toma


de decisión moral la investigación psicologica ha desempeñado (y sigue haciéndolo) un papel
esencial al describir a base de la acción moral y proporcionar una nueva percepción de su génesis.
En este contexto quiero considerar dos enfoques principales de la acción moral que surgen
de la historia reciente en términos de lo que afirman sobre el funcionamiento individual y de lo
que más en general ofrecen a la sociedad Estos enfoques, que denominaré respectivamente
romántico y modernista, han aparecido en lugar destacado en diversas formulaciones
psicológicas, y ambos tienen consecuencias múltiples para la acción societal. Sin embargo, como
argumentaré, tanto la concepción romántica como la modernista de a acción moral son
imperfectas en sentidos importantes No pueden cumplir lo que se promete, ni en términos de una
concepción viable del funcionar humano ni en lo referente a los de fundamentos éticos de una
sociedad viable. Tal como encontraremos, mientras el construccionismo no dicte un fundamento
alternativo para la acción moral, su mismo silencio puede servir del mejor modo al bienestar
humano.

ROMANTICISMO Y MORALIDAD INHERENTE

Aunque son muchas las historias que se pueden contar acerca del movimiento del romanticismo
en el arte, la literatura, la filosofía y la música del siglo XIX, a continuación ofreceré sólo un
breve resumen de las presuposiciones románticas del ser moral.1 Para el romántico, el dominio
más importante del funcionar humano —un dominio que en alguna otra parte he caracterizado
como «interior profundo» (Gergen, 1991b)— estaba más allá del alcance inmediato de la
conciencia. Aquí se habían de encontrar las facultades primordiales de la pasión, la inspiración, la
creatividad, el genio y, como muchos creían, la locura. En el centro de ese interior profundo
estaba el alma o el espíritu humano, relacionado por un lado con Dios (y por consiguiente tocado
por un elemento divino), y por el otro enraizado en la naturaleza (y por consiguiente poseyendo la
fuerza instintiva). Lo que es más importante, en el seno de ese interior profundo se habrían de
encontrar los valores inherentes o los sentimientos morales: orientación para una vida loable,
inspiración para las obras virtuosas, recursos para resistir la tentación y fundamentos
naturalizados para las formulaciones filosóficas y religiosas del bien. Tal como lo expresara
elogiosamente Shelley, «la esencia, la vitalidad de las acciones [morales], deriva su colorido de
aquello a lo que en absoluto se contribuye desde una fuente externa. Las propensiones
benevolentes son... inherentes al espíritu humano. Estamos impelidos a buscar la felicidad de los
demás». 2 Este enfoque resuena en los Principia Ethica que G. E. Moore compusiera a caballo del
cambio de siglo. Moore confiaba a las intuiciones profundamente alimentadas del individuo la
condición de fuentes de la acción moral. «Son incapaces de prueba o refutación», escribe Moore,
«y, en realidad, no se puede aducir ni prueba ni razonamiento alguno a su favor o en su contra.»
Para Moore, las «afecciones personales» y los «goces estéticos» se encontraban entre los grandes
bienes imaginables. Diversos rastros del legado romántico pueden también encontrarse en las
filosofías del «expresionismo» o del «emotivismo». Mientras que el romanticismo deja de
desempeñar un papel regente en el mundo intelectual, probablemente es el medio esencial a
través del cual las personas en realidad justifican sus posiciones morales en la vida cotidiana.

1
Para una ulterior elaboración, véanse Abrams (1971), Furst (1969), y Schenk (1966).

2
P. B. Shelley (1967, pág. 79).

86
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Nuestras acciones intuitiva e irresistiblemente «se sienten correctas»

EL MENGUAR DE LA MORALIDAD ROMÁNTICA

A mi entender, ni la concepción romántica del ser humano ni el enfoque a ésta unido de la


dirección moral siguen siendo irresistibles, en amplia medida a causa del advenimiento de
discursos alternativos: argumentos de fuerte atracción racional y retórica. Cuatro líneas de
argumentación merecen nuestra atención.

El mal inherente y el problema de la obligación

La creencia optimista en una base inherente para la acción moral seguramente encuentra su
fuente en la historia religiosa. Si los humanos son las criaturas de un creador divino —
probablemente creadas a «su imagen»—, seguramente sus instintos han de ser leales. Sin
embargo, con el advenimiento del pensamiento ilustrado, y la consiguiente erosión de la
influencia religiosa, había buenas razones para dudarlo. Se pueden hallar pruebas abundantes del
mal en el seno del mundo natural, lo cual es difícil de reconciliar con la tradición religiosa. Tales
sospechas fueron también espoleadas por diversos escritores y eruditos románticos que, después
de mirar en el interior profundo, reaccionaron con temeroso respeto. Para Baudelaire, Poe y
Nietzsche, por ejemplo, las fuerzas profundas de la psique eran en realidad desalentadoras. La
tesis del mal naturalizado adquirió renovado impulso en los escritos de Freud. Para Freud, el niño
era totalmente autoindulgente, «perverso polimorfo» y sin conciencia. Las tendencias morales
propias (el superego) se adquieren, y representan una defensa compensadora frente a los instintos
inmorales y los temores de la castración. Bajo la influencia de estos textos espectaculares, la
presuposición de una moralidad inherente difícil-mente podría conservar su vigor.

La tesis darwiniana

Resulta difícil sobrestimar el influjo de El origen de las especies de Charles Darwin en la


vida cultural e intelectual de finales de siglo pasado. Existen importantes sentidos en los que el
enfoque de Darwin era profundamente enemigo de los enfoques románticos de la moralidad. Al
principio, las tesis de Darwin favorecían un completo secularismo en asuntos morales. Al
desacreditar los enfoques y opiniones creacionistas, Darwin puso en peligro el supuesto de la
actuación de un Creador, perturbando así cualquier base espiritual para los impulsos del interior
profundo. Al mismo tiempo, la teoría darwiniana dio mucho de sí a lo que había de ser el punto
de vista moderno. Para Darwin las diversas especies de vida están esencialmente encerradas en
una lucha de tálente hobbesiano de todos contra todos. La supervivencia de la especie humana
exige que los seres humanos tengan una ventaja adaptativa sobre sus competidores en el reino
animal. Y si la adaptación exige el conocimiento objetivo del entorno y una valoración
sistemática de las diversas vías de acción, también favorece un enfoque del funcionar humano
que garantiza a los seres humanos esas capacidades. En el enfoque darwiniano, el funcionamiento
óptimo del ser humano sería aquel que descansa de manera más clara en las facultades de la
observación y la razón. Una concepción como ésta del funcionar humano estaba reñida no sólo
con el enfoque romántico del individuo sino con su enfoque gemelo, el de los principios morales.
El romántico no es idealmente apto para la supervivencia: un individuo movido por sentimientos,
pasiones, o arrebatos, sencillamente no sería adaptativo. Y dado que los sentimiento morales
operan sobre la base no de lo real sino de lo ideal —están vinculados a la conciencia, no a

87
Construcción social y ordenes morales

contingencias—, están también bajo sospecha en cuanto guías para la acción. 3

El ascenso de la ciencia

Pareja a la estela del darwinismo y compatible con ella aparece el florecimiento de la


perspectiva científica. A lo largo del siglo XIX, se habían dado pasos de gigante en las ciencias
médicas, la química y la física y los productos tecnológicos resultantes se habían hecho
ampliamente evidentes De hecho el cientificismo hacía las veces de acompañamiento coral de la
perspectiva darwinista. Al mismo tiempo, la ciencia retraía sus orígenes a la Ilustración y a la
importancia de la observación y la racionalidad individuales Los sentimientos morales eran, por
definición, no racionales (y, en consecuencia, irracionales). La acción efectiva en la vida, al igual
que en las ciencias exigía una astuta observación y un razonamiento lógico. Justificar la acción de
uno según los sentimientos morales no era mejor que proclamar los gustos y deseos personales.

Conciencia cultural

A medida que el darwinismo y el cientificismo ganaron cada vez más ascendencia los
intereses especializados fueron dirigidos al estudio objetivo de la especie humana, tanto histórica
como multiculturalmente. La publicación en 1871 de Primitivo Culture de Edward Burnett Tylor,
en particular, dio el paso hacia la investigación de sistemas contrastantes de creencia etica o
religiosa. Estos estudios sirvieron en diferentes sentidos para sustituir la autoridad religiosa por la
científica. Y como esta obra demostraba, la gama y variedad del compromiso religioso y moral
eran enormes. Y dada esta variedad eran pocos los medios a través de los cuales el cristianismo, o
en realidad cualquier forma de «conocimiento intuitivo del bien», pudiera reivindicar su
superioridad. Las afirmaciones de probidad ética quedaban asi reducidas a poco más que a
prejuicios culturales. Los intentos por establecer sistemas universales de valor o éticas basadas en
los sentimientos morales o intuiciones pasaron a ser considerados como un imperialismo
occidental disfrazado.

MODERNIDAD Y MORALIDAD

A medida que la cultura occidental entra en el siglo XX, la concepción romántica del ser
moral fue perdiendo su ascendencia sobre la imaginación intelectual. No sólo resultaba difícil
reconciliar el enfoque romántico del interior profundo con el darwinismo, el cientificismo y la
envergadura de la conciencia social, sino que la concepción romántica de sentimientos morales
universales o fundamentales también demostró ser poco convincente. Tal vez el toque de difuntos
que sonaría por la ética romántica se reservó para más adentrado el siglo xx. De los diversos
movimientos que afirmaban la probidad trascendental en asuntos de bien humano o superioridad
moral, dos de los más francos fueron el comunismo y el nazismo. El Manifiesto Comunista de

3
En el presente siglo los sociobiólogos han propuesto que las disposiciones morales cuentan con una base biológica,
rehabilitando el darwinismo como teoría de la moralidad. Sm embargo, al valorizar las disposiciones comunes de
este modo, los sociobiólogos leñen un apuro al eludir el argumento igualmente plausible a favor de una base
biológica para el mal (en la agresión por ejemplo, o la explotación). Al final, una explicación sociobiologica tiene
poco de explicación ya que en manos del biólogo el concepto mismo de moralidad desaparece de la vista.
Si toda conducta es esencialmente biológica (la acción de neuronas, hormonas, nervios musculares), no queda nada
que pueda llamarse «moral». El reduccionismo biológico confina, por lo tanto, el «hablar moral» al reino de lo
místico.

88
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Marx y Engeis, en su condena de un sistema económico que promueve una «explotación


desnuda, descarada, directa y brutal» y su defensa de la bondad humana y su liberación de la
opresión, adquiere su fuerza persuasiva de sus afirmaciones inherentemente morales. Con todo, la
enorme opresión que resultó del movimiento comunista permitió que el mundo atisvara la
presencia del potencial apocalíptico en esas afirmaciones. Podríamos examinar también el
atractivo romántico en Mein Kampf, de Adolf Hitier, en la que habla de su pueblo que «suspira
bajo el intolerable peso de una condición existente» y condena «las naciones que ya no
encuentran una solución heroica para esta angustia» por «impotentes». Para Hitler es esencial
luchar por la «liberación de la gente de una gran opresión, o por la eliminación de la amarga
angustia, o por la satisfacción de su alma, desasosegada porque ha crecido en la inseguridad»
(1943, págs. 509-510). Uno se estremece de los resultados a que condujo. 4
Resulta difícil decir que la retórica de los sentimientos morales ha muerto. Existen
movimientos significativos que demuestran que conceptos como, por ejemplo, justicia, igualdad
y derechos siguen conservando una poderosa capacidad para conducir la acción humana. Sin
embargo, poco queda del sentido de una justificación fundamentado para este tipo de
movimientos. El proyecto sucesor, al menos en el ámbito del mundo de la ciencia y de las letras,
viene prefigurado por las críticas del romanticismo que esbocé antes. Descartar la concepción
romántica del ser moral sobre la base de la supervivencia de la especie y la racionalidad científica
en particular consiste en suponer que existe una forma de ser humano que, en virtud de la
observación y la razón, está efectivamente dotado para construir la sociedad moralmente buena.
Esta concepción del ser humano —racional, observador, y, por consiguiente, capaz de realzar la
condición humana— ha pasado a ser dominante en el presente siglo. Tal como Habermas (1983)
lo ve, esta concepción modernista del ser humano es ampliamente una rehabilitación del enfoque
ilustrado. Se trata de un enfoque que ha desempeñado un papel importante en el modelar el
discurso de la filosofía empirista de la ciencia, las teorías del hombre económico, el discurso
sobre la libertad y la democracia en las ciencias políticas, y las formulaciones sociobiológicas
entre otras. Es este mismo enfoque el que fue normalizado por la mayor parte de la teoría e
investigación en psicología durante el presente siglo. Mientras que las formulaciones de la teoría
del aprendizaje constituían la persona como un organismo adaptativo en sintonía con las
contingencias del entorno, la revolución cognitiva consiguió poner los procesos racionales en el
centro del funcionamiento humano. En efecto, tanto una como otra empresa sirvieron para
objetivar la concepción modernista (neoilustrada) del funcionar humano.
¿Cuál es el lugar de la acción (ética, ideológica) moral en la concepción moderna del ser
humano como ser racional-instrumental? A mi juicio, cualquier respuesta que se dé a esta
pregunta tiene que distinguir entre dos influencias ilustradas principales en los enfoques
modernos de la persona. La primera es un dominio del discurso moderno informado por la
tradición empirista que iría de las obras de Locke, Hume y Mili pasando a través de Comte, y se
prolongaría a través del siglo xix. En el hincapié que hacen sobre los antecedentes

4
Los argumentos en contra de la tradición romántica, juntamente con el acento reciente puesto en la razón y la
observación, han conducido a una erosión general de la filosofía moral. Tal como Regis (1984) describe la situación,
«de algunos de los diferentes rasgos que distinguen la filosofía moral del siglo xx de las décadas anteriores,
probablemente ninguno es más importante y portentoso que su escepticismo sobre si los principios morales pueden
conocerse o demostrar que son ciertos en absoluto. Este escepticismo ha adoptado muchas formas: emotivismo y
otros no cognitivismos, intuicionismo, subjetivismo, perspectivismo, y la práctica más reciente de deponer los
principios morales fundamentales mediante el fiat o el mero rumor... la teorización moral [se ha reducido] al nivel de
la afirmación y la contraafirmación: a la confrontación de intuiciones concurrentes, de las "convicciones morales
consideradas" y las diferentes concepciones de "lo que querríamos decir"» (pág. 1).

89
Construcción social y ordenes morales

medioambientales del funcionamiento humano, la tradición empirista puso los fundamentos para
una concepción, típica del siglo xx, en el que el individuo es visto como una pieza de una gran
máquina universal. El individuo según esta exposición, es poco más que el resultado de inputs
sistemáticos. Y si toda la actividad humana se comprende como una función de antecedentes
medioambientales —un enfoque establecido por buena parte de la filosofía del empirismo lógico
junto con el enfoque conductista en ciencias sociales—, entonces se subvierte la cuestión de la
«elección moral». En la medida en que la gente actúa moralmente, su conducta tiene que ser
retrotraída a condiciones precedentes, como la socialización familiar, la educación religiosa, o los
programas de construcción del carácter como los de los Boy Scouts y la YMCA. Con todo,
precisamente aquello que constituye la acción moral no es un asunto con el que quieran
enfrentarse la mayoría de los filósofos de la ciencia, lo científicos conductistas y demás
especialistas que trabajan en el seno de la tradición empirista. Para los científicos y filósofos
empiristas, las preguntas importantes y contestables son las del tipo «qué es en realidad». Toda
preocupación por «qué debe ser» está más allá de toda respuesta: es mera metafísica o algo peor.
El adecuado funcionar en las ciencias, en la vida cotidiana, requiere observar, razonar y
planificar, así como poner a prueba hipótesis en el mundo. Los valores personales, la ética y las
pasiones políticas simplemente ofuscan el proceso. Actúan como prejuicios que interfieren los
tipos de juicios imparciales necesarios para la acción efectiva, tanto en la ciencia como, en
consecuencia, la vida cotidiana. 5
En gran parte por estas razones, muchos especialistas aún hoy encuentran la concepción
moderna del funcionar humano moralmente vacía. El enfoque del individuo ideal como un
científico empirista es del tipo que deja al individuo sin ningún sentido de la dirección ética, sin
medios para evaluar lo justo y lo injusto, y sin motivos para desafiar el statu quo. El científico en
cuanto científico carece de punto de vista moral. Los científicos pueden generar conocimiento y
saber acerca de sofisticados sistemas de armamento, pero nada hay en la ciencia misma que
prevenga (o invite a) su uso. El único medio por el cual las acciones buenas se pueden garantizar
desde este punto de vista es a través de la socialización y la educación: esencialmente mediante
su impresión. Por consiguiente, las preguntas por el valor son siempre resueltas a un paso de
distancia del actor individual. El individuo singular está destinado a actuar como otros han
ideado, y éstos a su vez como otros han dictado. En ningún punto se hace posible una
deliberación sin trabas sobre el bien. Tampoco queda claro qué resultados útiles se alcanzarían a
través de este tipo de consideraciones, dado que no existen estándares del «bien» necesariamente
favorecidos por el estudio empírico, ni medios para derivar lo que debe ser de lo que es. Las
preguntas sobre el valor son, en efecto, eludidas.
Con todo, existe una segunda tradición que contribuye a la concepción moderna del
individuo, aquella que en general se identifica como racionalista (véase también el capítulo 1).
Los escritos de Descartes, Spinoza y Kant, entre otros, hacían hincapié no en las habilidades
observacionales, sino en la racionalidad inherente al individuo y la notable importancia de la
racionalidad al determinar la naturaleza del bien. Al basar sus argumentos en la suposición de la
existencia de una racionalidad inherente, los filósofos modernos han planteado desarrollar las

5
Existen excepciones al intento general de separar el conocimiento del principio moral. Por ejemplo, Goldman
(1988) defiende un «conocimiento específicamente moral» basado en un enfoque coherente de la verdad. Flanagan
(1991) intenta utilizar el conocimiento científico de la psicología humana como base para desarrollar una filosofía de
la ética. Una aparentemente «bien fundamentada» inteligibilidad es, por consiguiente, utilizada para prestar fuerza a
otra más hipotética, cuyos problemas se subrayaron ya en los capítulos 1 y 2.

90
Conocimiento individual y construccion comunitaria

fundamentaciones racionales para la acción moral. Teoría de la justicia de John Rawls (1971) y
Reason and Morality de Alan Gewirth (1987) se cuentan entre los ejemplos recientes más
célebres. 6 La orientación racionalista a la acción moral queda también reflejada y normalizada
dentro de la psicología científica, que utiliza la observación empírica para justificar su posición
(«el ser humano como observador astuto») pero, simultáneamente, afirma que una línea dada de
pensamiento es moralmente superior porque es más sofisticada. Por consiguiente, en lugar de
verse como científicos que ofrecen soluciones al problema del bien, estos psicólogos presumen la
capacidad natural del individuo para el pensamiento moral. El desafío, por consiguiente, consiste
en determinar empíricamente la naturaleza de las decisiones morales: ¿Cómo, por quién y en qué
circunstancias razonan las personas de un modo moralmente sofisticado?
El intento más ambicioso de este tipo lo incorpora la teoría del desarrollo moral de Kohiberg
(1971). Kohiberg defiende una teoría innatista del razonamiento moral, basándose en la
presuposición romántica de una capacidad inherente para la dirección moral, aunque sustituye los
sentimientos propios del enfoque romántico por las «capacidades racionales». El desarrollo
epigenético de la mente individual, sostiene Kohiberg, conducirá de modo necesario en la
dirección del razonamiento moral abstracto. En estadios tempranos y más rudimentarios del
desarrollo —preconvencional y convencional—, el individuo tomará aquellas decisiones que sean
garantizadas por el entorno social o que ha absorbido del grupo social. (En efecto, la exposición
empirista obtiene crédito, pero sólo en los estadios más rudimentarios del desarrollo.) En un
estadio más maduro del desarrollo cognitivo, el individuo generará sus propios principios éticos
abstractos.
Dicho esto, quisiera señalar que ni el intento del filósofo de ubicar la acción moral en una
racionalidad fundacional ni el intento del psicólogo para ubicar formas superiores de toma de
decisiones morales son muy convincentes. Por el lado filosófico, ¿cómo se puede justificar
cualquier andamiaje racional particular? Un compromiso con la justicia no tiene que, por
ejemplo, descansar en un conjunto elaborado de razones relativas al porqué se prefiere la justicia,
y si nos peguntamos por qué estas razones son fundamentadoras ¿no nos saldrá de nuevo el
abogado defensor con un conjunto de razones que por sí mismas necesitan justificación? Si, al fin
y al cabo, la justificación demuestra estar fundamentada en el deseo («mi sensación de lo que es
justo»), entonces hemos vuelto al romanticismo. Como examinaremos en posteriores capítulos
(especialmente en el capítulo 9), una gama de problemas parecen inherentes al individualismo
occidental tradicional. La alienación, el narcisismo y la explotación se cuentan entre ellos. Al
punto de que existe un estrecho vínculo entre el individualismo, por un lado, y el pensamiento
moral, por otro; todos los puntos débiles del individualismo se plantean como condenas
potenciales de una teoría moral en la que el individuo pensante ocupa el centro. 7 Del mismo
modo, toda la gama de argumentos contra el conocimiento como la posesión de las mentes
individuales (véanse capítulos 1 y 5) opera como un impedimento para el enfoque moderno de la
racionalidad que se deriva de la moralidad. Asignar defectos en la polaridad que separa una
«mente interna» de un «mundo externo» es problematizar el concepto del «sujeto que toma
decisiones morales».
En el caso de la psicología, existen más problemas. Por ejemplo, existe una profunda
incoherencia al hacer uso de la imagen del mundo científica, determinista de cara a demostrar la

6
Véase también The Theory of Morality, de Donagan (1977), que argumenta en favor de una teoría de la moralidad,
cuya infracción seria una «violación de la propia racionalidad».
7
El estrecho vínculo de unión entre individualismo y teoría moral tradicional queda claro tanto en Taylor (1991)
como en Fisher (en proceso editorial).

91
Construcción social y ordenes morales

existencia de la capacidad del individuo para tomar decisiones morales. La perspectiva empirista
no deja espacio para un «sujeto de toma de decisiones» (capaz de alcanzar una decisión
indeterminada por los inputs medioambientales), y, en la medida en que la tradición racionalista
queda reflejada en la inclinación del psicólogo por los mecanismos de procesamiento de la
información y cognitivos, se repudia el concepto de actuación voluntaria (decisiones más allá de
los requisitos del sistema cognitivo). Utilizar la perspectiva científica para demostrar la opinión
antitética es perjudicial. La teoría del desarrollo moral de Kohiberg parece eludir este problema,
pero la solución es engañosa. Es decir, la teoría de las etapas de desarrollo es plenamente
determinista, como lo son los procesos que actúan en cada estadio, salvo el estadio final de
razonamiento moral posconvencional. Aquí la autonomía individual es sutilmente restaurada,
pero la posibilidad de una ciencia determinista queda arruinada.
Sin embargo, existe otro problema en cuestión que es relevante tanto para los intentos
filosóficos como psicológicos de basar la moralidad en procesos de principio racional. Si
concedemos a los individuos la capacidad de pensamiento abstracto moral y un compromiso con
un conjunto de principios —a saber, justicia, honestidad e igualdad—, ¿el resultado de estas
capacidades y compromisos sería una sociedad moral? ¿El creciente número de personas, por la
fuerza de la herencia o gracias a la educación, intensificara necesariamente la cualidad de la vida
cultural? Pienso que no. El principal problema de los principios abstractos de la moralidad es que
están vacíos de contenido significativo. En su interior no contienen ninguna regla de
instanciación; no consiguen determinar cuándo y dónde se aplican. Así uno puede declararse a
favor del principio «No matarás», pero el principio mismo carece de consecuencias para la
acción. ¿A quién o a qué se aplica? ¿En qué condiciones? ¿Qué significa «matar» en términos de
movimientos reales del cuerpo?
Cabe intentar mejorar las cosas buscando el compendio para una definición precisa de la que
la acción podría derivarse. «Matar», tras deliberar, significa «privar de la vida». Una definición
así podría inicialmente parecer llena de consecuencias determinantes. Con todo, un examen más
cuidado revela que esta definición más exigente es en sí abstracta. ¿Qué significa, al fin y al cabo,
«privar de la vida» en un abanico de marcos concretos? ¿Cuando yo como y respiro no estoy con
ello privando de oxígeno y alimentos a otros? ¿Qué sucede si se trata de mi vida o la de ellos? La
definición exigente demuestra ser muy imprecisa. Como rápidamente supondremos, cuando se
definen principios abstractos, sus definiciones se mueven también en el ámbito de lo abstracto,
sin lograr indicar cuándo, dónde y cómo se aplican. Y lo mismo cabe decir también de las
ulteriores explicaciones de las definiciones y las explicaciones de las explicaciones en una
regresión infinita, de la que no hay salida para la acción moral. 8
Llegados a este punto cabe optar por una designación social o comunitaria de los
particulares: puede que uno no esté directamente guiado por una proposición abstracta, pero tras
una amplia inmersión en la cultura se llega a aprender (en la práctica) la gama de acciones
relevantes. Se aprende, por ejemplo, que el «no matarás» tiene poco que ver con «matar de risa»
o personas «vestidas para matar» o «sonrisas que matan», que prohibe determinadas acciones
hacia parientes y amigos, y que se aplica contigentemente a otras personas de distintas
convicciones religiosas, políticas o raciales. Sin embargo, rescatar así los principios morales del
8
En su volumen Against Ethics (1993), Caputo argumenta de manera similar que los principios éticos no son guías
en nuestra inmersión diaria en las obligaciones. Con su elegante forma de expresarse, «la ética florece en el elemento
de la belleza, la universalidad, la legitimidad, la autonomía, la inmanencia, la inteligibilidad. La ética aborrece el
abismo de la singularidad y la incómoda incomprensibilidad... La obligación se incrusta en la densidad de la
particularidad y la trascendencia, en una oscura ausencia de fundamentos en la que la ética sólo puede estorbar»
(pág. 14).

92
Conocimiento individual y construccion comunitaria

bajío que supone la regresión infinita equivale a eliminar a la psique del centro de la acción
moral. Aquello que es moral se define no en conformidad con los principios del individuo, sino
según los estándares culturales existentes en cuanto a cómo se aplica el principio moral. Si la
cultura define como inmoral matar niños salvo cuando se trata de los hijos de nuestro enemigo,
no queda ya espacio para la deliberación individual (a menos que no sea en virtud de algún otro
estándar cultural). La convención cultural sustituye a la reflexión ética como el fulcro de la
acción moral.
Además, aduzco que precisamente este carácter convencional de la falta de principios es lo
que permite que los tribunales, los gobiernos y las religiones sostengan las leyes, los pilares
constitucionales y los principios teológicos a lo largo de los siglos; dado que las exigencias
sociales, económicas y materiales mudan con el paso del tiempo, análogamente pueden
renegociarse las convenciones. El significado de los principios de justicia, honestidad e igualdad
—en términos de las aplicaciones conductistas— pueden variar. De este modo los principios
abstractos encamados en la Constitución, los tribunales de justicia o la Biblia puede seguir siendo
relevantes; su significado está sometido a un continuado proceso de enmienda. Al mismo tiempo,
las reglas morales ni determinan ni garantizan aquello que cualquier grupo particular favorecerá
como acción moral. Las garantías constitucionales fueron un cobijo más bien precario para los
norteamericanos de origen japonés durante la segunda guerra mundial, y sus consecuencias para
los negros, las mujeres, los homosexuales o las madres adolescentes son en la actualidad un
motivo de litigio constante. Lo que está en juego en este tipo de casos no son los principios —
puede que permanezcan inflexibles— sino el hecho de que las cuestiones de cómo y cuándo se
aplican se encuentran en movimiento continuo. En este sentido, las convenciones culturales no
están en oposición con los principios morales trascendentales; más bien, sin esta determinación
social del significado, principios como éstos dejan de ser oportunos.

LA ACCIÓN MORAL DESDE EL PUNTO DE VISTA CONSTRUCCIONISTA

Hasta ahora he destacado los contornos de una perspectiva romántica y modernista sobre el
ser moral, he recalcado cuáles son sus imperfecciones más significativas en cuanto a su potencial
para generar una sociedad moral. A fin de realizar un examen abierto de la alternativa
construccionista social, resulta útil examinar una línea de argumentación desarrollada por
Alisdair Madntyre (1984) en After Virtue. Macintyre es altamente receptivo hacia aquellos que
consideran que tanto los intentos románticos como los modernistas para generar preceptos
morales universales son empresas abocadas al fracaso. El debate moral contemporáneo es para
Madntyre tanto «interminable como inquietante» (pág. 210). En particular, adolece de su intento
de establecer principios o valores que trascienden los contextos de su uso. Careciendo de un
contexto de uso, estas abstracciones pierden consecuencia práctica y susceptibilidad de cara a la
evaluación. Madntyre retrae la acción moral a la tradición comunitaria. La acción moral es
posible cuando los individuos están inmersos en la vida comunitaria, y desarrollan narrativas
autoidentificadoras que les hacen ser inteligibles para otros y para sí mismos. El individuo puede
ser considerado responsable moralmente en razón de las narrativas autoidentificadoras y a causa
de su enraizamiento en la vida cultural. «Ser el sujeto de una narración que va desde el
nacimiento y se prolonga hasta la muerte es... ser responsable de las acciones y experiencias que
componen la vida narrable» (pág. 202). En este enfoque, aquello que consideramos virtudes es
algo inseparable del tejido de las relaciones sociales: «Las virtudes encuentran su sentido y
propósito no sólo al sostener esas relaciones necesarias si ha de alcanzarse la variedad de bienes
internos a las prácticas... sino también al sostener esas tradiciones que aportan, tanto a las

93
Construcción social y ordenes morales

practicas como a las vidas individuales, su contexto histórico necesario» (pág. 207).
Con estos argumentos, Madntyre logra desplazar el fulcro de la acción moral desde la mente
individual a las relaciones entre personas. Sólo las personas en relación pueden sostener (y ser
sostenidas por) un enfoque de la acción moral. A mi entender, sin embargo, Madntyre no le saca
todo el rendimiento al tema. Si llevamos sus consecuencias al límite, se elimina al individuo
como preocupación central de la deliberación moral. De un modo más explícito, si las narrativas
en las que estamos inmersos son producto de la interacción existente, cabe separar los problemas
de la acción moral de las cuestiones del estado mental. La acción moral no es un subproducto de
una condición o estado mental, un acto privado interno a la psique, sino un acto público
inseparable de las relaciones en las que se participa (o se ha participado). Según esta exposición,
la moralidad no es algo que uno posea dentro, es una acción que posee su significado moral sólo
dentro del ámbito particular de la inteligibilidad cultural. Uno participa en las formas culturales
de acción como lo hace al participar en una danza o en un juego; las preguntas relativas a por qué
uno es moral o inmoral no exigen una respuesta específicamente psicológica, como tampoco las
preguntas relativas a por qué uno se mueve a un ritmo de tres por cuatro, cuando baila un vals o
juega al tenis con pelotas y no con volantes. Este tipo de acciones pueden comprenderse
plenamente como secuencias de acción coordinadas en el seno de comunidades particulares. Una
vida moral, por consiguiente, no es una cuestión de sentimiento individual o racionalidad, sino
una forma de participación comunitaria. 9
Desde el punto de vista aventajado del construccionismo, ¿cómo hemos de comprender el
sentimiento moral individual, el razonamiento moral, los valores personales, las intenciones?
¿Hemos de abandonar totalmente toda preocupación por este tipo de estados? Aunque esta
pregunta es compleja, por el momento sostengo que para el construccionista estos diversos
términos no son tanto abandonados como reconstituidos. Esta reconstitución exige tanto una
desconstrucción ontológica como una reconstrucción discursiva. De nuevo extendiendo la tesis
de Madntyre, si las narraciones mediante las cuales nos comprendemos a nosotros mismos y
nuestras relaciones son formas de justificación social, ese mismo es su contenido. Este contenido
incluiría aquello que consideramos que son los estados mentales: cuestiones de «intención»,
«sentimientos morales», «valores» y «razón». Hablar respecto a la propia vida mental es
participar en una forma cultural de contar historias; afirmar una «intención» o poseer un «valor»
es relacionar la inteligibilidad con otros participantes de la cultura occidental (véanse también los
capítulos 6 y 9). Cuando psicólogos y filósofos hablan de los ingredientes psicológicos necesarios
para una vida moral, participan en una forma de narración cultural. Los ingredientes psicológicos
—el principal punto de preocupación para románticos y modernistas— son, por consiguiente,
desontologizados. El lenguaje de los sentimientos morales y de la deliberación moral no se refiere
entonces a los acontecimientos mentales ubicados en la mente de individuos singulares y que
dirigen sus acciones. Más bien, podemos reconstituirlos como formas lingüísticas (poéticas,
retóricas) de práctica comunitaria.
Si el lenguaje mental no adquiere su sentido y significado a partir de los estados mentales,
¿cómo funciona? ¿Qué es su interesarse por cuestiones de la acción moral? Desde una
perspectiva construccionista, declaraciones como «creo que esto es correcto», «una acción así
infringiría mis principios», o «pienso que esto es inmoral», a su modo están diciendo rasgos
constitutivos de la vida cotidiana. Este tipo de oraciones, las suele utilizar la gente al llevar a cabo
diversos rituales sociales, pautas de intercambio, o proyectos culturales. Operan dentro de

9
Véanse también los trabajos enormemente útiles sobre el desarrollo del discurso moral realizados por Shweder y
Much (1987) y Packer (1987).

94
Conocimiento individual y construccion comunitaria

relaciones para prevenir, amonestar, elogiar y sugerir diversas formas de acción; pueden también
establecer la propia identidad, dar a otros guías de conducta futura y alcanzar la unidad dentro de
un grupo. En efecto, los lenguajes ético y moral se encuentran entre los recursos disponibles para
actuar en los juegos y participar en las danzas de la vida cultural. Son movimientos o
posicionamientos que permiten a las personas construir la cultura en lo que damos en considerar
un sentido moral o ético.
En algunos aspectos estos argumentos son compatibles con las tesis desarrolladas en
Sources of the Selft (Fuentes del yo) de Taylor (1989), quien intenta resucitar los supuestos que
subyacen a la concepción occidental del yo, supuestos que, desde su perspectiva, sirven de base
implícita para la acción moral. Estos «marcos implícitos proporcionan el trasfondo... para
nuestros juicios morales, intuiciones o reacciones... Articular un marco consiste en explicar qué
tiene sentido de nuestras respuestas morales» (pág. 26). No es simplemente que este intento por
trazar la «topografía moral» de la cultura occidental pueda «neutralizar las capas de supresión de
la conciencia moral moderna» (pág. 90); más bien, tal como Taylor lo entiende, los lenguajes de
la autocomprensión —y, por consiguiente, de la acción moral— sirven de «fuentes morales». Son
«constitutivos del actuar humano», hasta tal punto que «salir fuera de estos límites equivaldría a
salir fuera de lo que reconoceríamos como integral, es decir, la personalidad humana indemne»
(pág. 27).
Al proponer que el lenguaje moral es esencialmente un recurso que genera y sostiene
acciones que consideramos morales en el seno de la cultura, la posición de Taylor es compatible
con las tesis construccionistas desarrolladas aquí. Sin embargo, en su valoración del lenguaje de
la moralidad individual, y la suposición subyacente de que este lenguaje es únicamente idóneo
para generar la sociedad moral, el construccionista podría plantear preguntas esenciales. Con
Taylor, éste se uniría a la empresa de reseguir el discurso moral a través de la historia; sin
embargo, el construccionista no defendería necesariamente este tipo de lenguajes, sino que
intentaría dar cuenta de las condiciones y circunstancias en las que estas convenciones
lingüísticas llegan a desempeñar un papel funcional en la vida social (e intelectual). 10 Para el
construccionista los lenguajes de la moralidad individual resucitarían no porque fueran esenciales
a la vida moral, sino porque tal vez nos revelarían o recordarían modos potencialmente útiles de
hablar (y actuar) que de otro modo podrían perderse o ser destruidos en el alboroto de la vida
contemporánea. Al mismo tiempo, el construccionista se mostraría alterado por los posibles
peligros inherentes en estos mismos lenguajes y acciones. Ahora volveremos sobre esta
perspectiva.

EL DISCURSO MORAL: ¿NECESARIO Y DESEABLE?

Aunque el lenguaje de la moralidad individual desempeña un papel significativo en la


organización y la coherencia de la vida social, y la revitalización de los lenguajes morales
tradicionales enriquece la gama y el potencial de nuestros intercambios, no podemos a partir de
ahí concluir que el lenguaje moral sea esencial y deseable para las formas aceptables de vida
social. Un discurso de este estilo puede figurar de manera prominente en nuestras acciones

10
En su obra posterior, The Ethics of Aufhenticity (1991), Taylor argumenta de un modo más directo en favor de la
potencialidad moral de un discurso individualizado. Tal como declara, «pienso que la autenticidad ha de ser
considerada seriamente como un ideal moral» (pág. 22). Donde la autenticidad se toma como «un determinado modo
de ser humano a mi manera. Se me invita a vivir mi vida de este modo, y no imitando el de ningún otro... Si no,
extravío mi vida, extravío lo que es para mí el ser humano» (pág. 29).

95
Construcción social y ordenes morales

diarias, permitiéndonos interceder, vacilar significativamente, y examinar las consecuencias


amplias de nuestras acciones. Sin embargo, tal como hemos visto, esto no equivale a afirmar que
los términos de moralidad (ética, valores, derechos) sean esenciales a la formación de una
«sociedad moralmente buena». Más bien, tenemos que preguntar si se sirven mejor los intereses
comunales —y en todo caso cuáles son— mediante estos tipos de cláusulas performativas.
¿Hablar de «lo bueno» y «lo moral», mejora de modo necesario la probabilidad de acciones
apreciadas?
En primer lugar, los lenguajes del «deber ser», del «deber», de los «derechos», de los
«principios» y similares ¿son esenciales a las formas aceptables de vida social? Parece dudable.
Por ejemplo, una relación suave y sin problemas entre padre e hijo puede lograrse sin el beneficio
de un discurso específicamente moral. En el mismo sentido, la mayoría de las amistades,
relaciones universitarias y transacciones comerciales tienen lugar recurriendo escasamente a un
léxico de aprobación moral. Hay pocas razones para creer que sin el lenguaje moral la sociedad
se deterioraría o recaería en la barbarie. Las personas son plenamente capaces de coordinar sus
acciones sin cláusulas performativas.
De un modo más especulativo, propongo que este tipo de lenguajes deben su desarrollo
primeramente a rupturas en las pautas aceptables de intercambio. Si un individuo o grupo viola
las costumbres comunes, puede emplearse el lenguaje moral como un medio para corregir o para
reencauzar la acción infractora. De hecho, el lenguaje moral funciona ampliamente como un
medio de sostén de las pautas de un intercambio social que corre el peligro de erosionarse. Este
tipo de lenguajes no son tanto responsables de la generación de formas aceptables de sociedad
como medios retóricos para reforzar aquellas líneas de acción ya asumidas. Las relaciones
satisfactorias no requieren ni personas con estadios morales en su cabeza ni instituciones sociales
con credos morales.
Esto es como decir que los lenguajes morales tienen poca repercusión en el sostenimiento
del orden existente. Sin embargo, si el lenguaje moral principalmente cumple con funciones
performativas —y en particular aquellas que sostienen tradiciones particulares—, tenemos que
preguntar si este tipo de lenguaje es el vehículo más útil o efectivo para realzar la cualidad de la
vida cultural. Si el lenguaje moral no es esencial, ¿de qué modo funciona en comparación con
otros medios posibles de lograr los mismos fines? Aquí resulta útil considerar la investigación
llevada a cabo por Felson (1984) sobre criminales convictos. A individuos convictos por
crímenes de asalto con agresión se les pidió que describieran los incidentes que les condujeron a
cometer ese tipo de acciones delictivas. Tal como aquellas narrativas pusieron de manifiesto, la
mayoría retrotraía sus acciones a los incidentes en los que se consideraba que alguien (a menudo
la víctima) actuaba inmoralmente (rompiendo una regla apropiada), había a menudo una
amonestación verbal (característicamente hecha por el agresor) y el infractor putativo de la regla
a menudo intentaba salvar las apariencias a través de una acción hostil. Esta hostilidad
desencadenaba entonces el asalto con agresión. De hecho, si se introducían los principios del bien
en la situación, la condición humana no se realzaba, sino que, al contrario, se deterioraba
rápidamente.
A mi entender este deterioro a menudo se intensifica a través de esa misma tradición que
fomenta la investigación de fundamentos morales para la sociedad, desde la temprana teología y
el intuicionismo romántico a los intentos modernos de fundamentación racional. Y hablo de las
tradiciones que intentan establecer los estándares universales del bien: principios de lo que está
bien y está mal, códigos de ética, principios constitucionales, declaraciones de los derechos
universales, que aspiran a hablar superando los límites espacio-temporales. Las repercusiones
problemáticas de este tipo de enfoques quedan puestas de manifiesto en el intento que hace

96
Conocimiento individual y construccion comunitaria

Gewirth (1987) de asegurar una base racional para la acción moral. En su prefacio, Gewirth
primero ataca las formas convencionalistas de moralidad, es decir, aquellos principios o reglas
que simplemente captan o expresan la propia tradición cultural. Tal como señala:
Este enfoque... encuentra una grave dificultad. Mientras que la corrección o rectitud del
principio mismo... no queda establecida, un tipo de procedimiento así deja aún el sistema sin
garantía alguna de su corrección o rectitud. Los partidarios de las culturas, tradiciones o
sistemas sociales opuestos puede que afirmen individualmente la autoevidencia para sus
propios principios morales, y sostengan que sus reglas respectivas y juicios son los
moralmente correctos. Por consiguiente, el éxito de un principio moral al justificar...
cualquier cultura, ideología o tradición nada aporta, de sí mismo, para demostrar [su]
superioridad sobre las reglas morales o juicios de las culturas o tradiciones opuestas (pág. x).

Gewirth pasa, luego, a señalar que «este hecho ha aportado una de las motivaciones
intelectuales más fuertes para los diversos pensadores, tanto antiguos como modernos, que han
intentado demostrar un fundamento firme, no relativista para la ética. Al dar una justificación
racional de uno u otro principio moral, han albergado la esperanza de desaprobar o establecer lo
erróneo de los principios antagonistas» (pág. x). Y Gewirth observa acontl: nuación, que ningún
intento de establecer un sistema superior ha temdoexito; en cada caso los críticos han detectado
graves imperfecciones. Su desafio, por consiguiente, es «presentar una nueva versión de la
justificación raciona » que otorgue prioridad o primacía a un sistema moral sobre los demas. 11
He puesto en cursiva algunas palabras y frases en estas citaciones a fin de revelar una metáfora
esencial que subyace a la mayoría del trabajo que se lleva a cabo en la tradición universalista. En
efecto, se trata de una metatora del conflicto -de la oposición, de la rivalidad-, y la búsqueda final
de un sistema o cultura que alcance la superioridad sobre el resto. O, llevando las cosas a su
extremo, se trata de la búsqueda del dominio universal.
Unas tendencias hegemónicas como éstas a menudo actúan desbaratando lo que de otro modo
serían formas de vida cultural satisfactorias, tormas que a menudo tienen largas historias y operan
con una sofisticación finamente equilibrada. A medida que los preceptos de cualquier grupo
tienden a la universalidad, operan desacreditando los modos de vida de otros grupos y
defendiendo la sustitución de sus tradiciones propias y sus costumbres populares. Así, cuando los
misioneros cristianos llevaron el evangelio a otras tierras, sus mandatos morales sirvieron para
desacreditar las costumbres y tradiciones locales, justificando acciones que eran nocivas,
periudicando así pautas de larga utilidad en el seno del marco local. Como occidentales
preocupados por la liberación de las mujeres, podemos censurar el velo con que están obligadas a
cubrirse el rostro las mujeres en el mundo musulmán. ¿Acaso no son opresivos los velos para las
mujeres, y por consiguiente injustos e inhumanos? Con todo, dentro de la cultura islámica
tradicional el velo desempeña una función importante al constituir y sostener un amplio número
de costumbres y rituales entrelazados. Eliminarlo tomando como base razones o motivos de corte
occidental sería amenazar la identidad cultural islámica misma. (A fin de poder estimar los
efectos que supondría la eliminación del velo, consideremos cuáles serían los resultados de un
movimiento islámico expansionista que buscara, en nombre de una moralidad superior, poner
estos velos en las caras de las mujeres occidentales ) Finalmente, de lo que aquí se trata no es de
una cuestión de ideología o moralidad, pues el hecho de desear la igualdad de los sexos, de modo
necesario y sin un trabajo interpretativo considerable, apenas tiene nada que ver con la cuestión

11
La propia teoría de Gewirth se basa en lo que considera una verdad transparente de la cultura a otra ni a través de
la historia.

97
Construcción social y ordenes morales

del velo facial. Más bien, los preceptos valoramos se convierten en la justificación para socavar
modos de vida compatibles y satisfactorios en otros mundos. 12
Más extremas que el deterioro de las tradiciones culturales son las hostilidades corrosivas a
las que invita el lenguaje de la superioridad moral. Cuando modos de vida preferidos son
calificados como universalmente buenos y las desviaciones son inmorales, malas e inferiores, se
ha dado el paso necesario para un conflicto brutal. El principal problema de que preferencias
locales se atribuyan el status de principios universales es que estos últimos no permiten
compromiso alguno, y los desviados emprenden una conducta inhumana. El número de muertes
que resultan de las pretensiones de tener valores superiores excede, sospecho, a todo cálculo.

LAS POTENCIALIDADES DE UN RELATIVISMO CONSTRUCCIONISTA

Nos encontramos ahora hundiéndonos en el «pantano del relativismo moral», o al menos así
solemos caracterizar esta situación. Y, para colmo, también nos encontramos rechazando la
propia orientación psicológica que durante tanto tiempo sirvió como pilar de la responsabilidad
moral. Con todo, en lugar de lamentar este penoso estado y utilizarlo como catálisis para otra
entrada más en el desfile de vanidades con dos mil años de antigüedad, parece un momento
propicio para abrir una indagación sobre las potencialidades positivas del relativismo. No estoy
afirmando aquí que todas las formas de relativismo tengan un tipo de consecuencia igual. Existen
muchos medios para un fin relativista, y cada uno debería considerarse separada y
comparativamente. Examinemos, por consiguiente, el potencial positivo de un enfoque
construccionista de la «sociedad moralmente buena».
Tal como hemos visto al centrarnos en la pragmática social del lenguaje, el construccionista
desontologiza el discurso tanto de la moral como del yo psicológico. Tales discursos, como ya
propuse, no describen de manera inherente el mundo fuera de sí mismo, sino que los utilizan
personas que realizan sus diversas relaciones, lo cual, efectivamente, elimina del núcleo de
preocupación tanto los ideales morales en calidad de guías para la acción adecuada, como los
yoes en calidad de agentes intencionales. Simplemente dejan de ser el centro de las preguntas
sobre las que la deliberación y el estudio revelarán respuestas útiles o necesarias. Un tipo de
movimiento como éste, sin embargo, no nos deja sin medios con los que proceder, ya que este
análisis no exige que tomemos seriamente los procesos de conexión. La preocupación por el
bienestar humano se enraiza en el ámbito de la afinidad humana. Sólo en las relaciones llegan a
ser identificadas y valoradas las personas.
Me gustaría proponer que, en comparación con sus predecesores en el campo de la
psicología, se trata de un emplazamiento más rico para explorar los medios que nutren la
«sociedad moralmente buena». En la medida en que aquello que consideramos como «el bien, lo
bueno», en nuestra cultura se alcanza a través de la intensificación de las relaciones, debemos
centrar nuestra mayor atención en el proceso de establecimiento de relaciones. En este sentido, tal
vez nos enfrentemos al omnipresente pluralismo de la vida contemporánea, no sin consternación,
pero con un sentido de tranquilidad: la misma riqueza de las pautas de relación proporciona un
recurso, un conjunto de potencialidades que podrían ser absorbidas beneficiosamente de las
tradiciones vecinas. En este sentido, el pluralismo y la tiranía son fuerzas antitéticas. En lugar de
buscar una solución específicamente moral al ethos relativista —un valor más elevado alrededor
del cual todo podría fundirse, un universal abstracto con el que todo estaría de acuerdo—, el
construccionismo invita a una orientación más pragmática o con centro en la práctica para

12
Véase también la critica de Said (1993).

98
Conocimiento individual y construccion comunitaria

reconciliar los modos de vida enfrentados. 13 Examinemos tres consecuencias particulares.

Del imperialismo a la colaboración

Ya hemos abordado el potencial imperialista de la ética universalista. El relativismo


construccionista sustituye esta pretensión de absolutismo por una búsqueda colaborativa de
significado, y disquisiciones sobre los bienes trascendentales con consideraciones comunitarias
de alcance. La réplica de Gilligan (1982) a la formulación por Kohiberg de la toma de decisiones
éticas nos viene bien como inicio. En la investigación que esta autora lleva a cabo sobre las
decisiones de abortar, concluía que las mujeres estaban profundamente preocupadas por sus
responsabilidades para con otros y tenían un sentimiento de estar velando por el bienestar de
otros. Su sentido de la moralidad no podía separarse de lo que percibían como un red de
relaciones en las que estaban comprometidas. No defiendo aquí una «ética del cuidado», que en sí
misma tiene insinuaciones universalistas, sino que más bien me centro en el proceso social por
medio del cual se alcanzan soluciones. En lugar de intentar abrirse paso a través de las
consecuencias del aborto como una cuestión de principio moral, las mujeres se comprometían en
el diálogo, que en su forma idealizada puede considerarse como un proceso de expresión, escucha
y elaboración de una solución que, si bien necesariamente imperfecta, representa una síntesis de
las diversas relaciones en las que están comprometidas. No hay muchas razones para considerar
esta forma de actividad colectiva como únicamente femenina. Se trata de un medio, mediante el
cual puede enfocarse cualquier conflicto humano, sea o no designado como un problema de
moralidad. En el marco construccionista, se trata de un modo de ensanchar el número de voces
que hablan de los asuntos en cuestión. Permite que «el problema» se refracte a través de lentes
múltiples, enriqueciendo por consiguiente la gama de comprensiones y ampliando la sensibilidad
respecto a sus múltiples consecuencias. Efectivamente, un proceso así de intercambio ampliado a
veces se desplazará hacia una conclusión clara e ineluctable; sin embargo, es la «claridad moral»
la que hace peligrar la conversación.

De la retribución a la reorganización

Tal como hemos visto, las instancias de acción inmoral se hacen remontar tradicionalmente
a los procesos mentales de los actores individuales. Según este modo de ver las cosas, los agentes
inmorales carecen de las capacidades humanas comunes (por ejemplo, un sentido de la decencia,
una conciencia, un sentido de lo que está bien y lo que está mal, fuerza de voluntad) o adolecen

13
El hincapié hecho ahora en las prácticas sociales como opuestas a los imperativos morales ideales está en
consonancia con una variedad de otras ofertas. Por ejemplo, Habermas (1979) explora la posibilidad se subvertir la
opresión totalitaria a través del establecimiento de condiciones pragmáticas de comunicación necesarias para una
plena comprensión. Sin embargo, la resolución que da a este problema supone una concepción individualista de la
comunicación (véase capítulo 11), y él mismo aspira a la universalización. En su volumen Ethics after Babel (1988),
Stout responde al pluralismo predominante defendiendo las formas de crítica social que podrían representar la gama
de actos de otorgamiento de sentido de la gente, aunque simultáneamente permitiéndoles avanzar en el sentido de la
comunidad moral. Sin embargo, saber si la crítica es por si misma una pragmática que permite la creación de la
comunidad (como algo opuesto a conflicto) sigue siendo una pregunta abierta. Al abordar el problema de las
religiones plurales, el teólogo David Tracey (1987) también favorece una orientación de la acción. Más que la
búsqueda de ideales nuevos o integradores, Tracey opta por las estrategias hermenéuticas «heurísticas y pluralistas»,
por los modos de conversar que permiten que los participantes se transformen mutuamente a la luz de las opiniones
de los demás. Tal como sucede en este caso, cada una de estas orientaciones nos confina en problemas prácticos
como algo opuesto a la contemplación abstracta.

99
Construcción social y ordenes morales

de deficiencias mentales (como una razón desbordada por la emoción o la demencia transitoria).
Desde el punto de vista construccionista, sin embargo, todas estas atribuciones están
desnaturalizadas, y los términos de las descripción se reconstruyen como funciones performativas
relaciónales. Cabe preguntarse, pues: ¿Cómo se usa el lenguaje de la responsabilidad individual?
¿Qué justifica? Tal como pronto se evidencia, este lenguaje racionaliza y sostiene un sistema
cultural de culpa individual. Pero si nos situamos fuera de la ontología individualista, nos
abrimos a la posibilidad de modos alternativos de construir el yo y la sociedad. Por consiguiente,
las preguntas por la recriminación justa, la retribución, la instrucción moral, y otras similares, se
convierten en secundarias. Una preocupación práctica por la organización de las relaciones
sustituye a la psicología individual.
En lugar de castigar al agente inmoral, las propias preocupaciones se desplazan fuera a las
formas de interacción que hacen que la acción problemática sea inteligible, deseable o posible.
No son los individuos los finalmente culpables, sino pautas amplias de relación en las que cada
individuo por sí solo puede reivindicar la probidad moral. El sistema legal se desplaza lentamente
hacia una tal dispersión de la responsabilidad. En un caso reciente ocurrido en Filadelfia, una
mujer vestida con uniforme de campaña y armada con un rifle entró en un centro comercial y
empezó a disparar. Algunas personas resultaron muertas y los heridos fueron muchos. Desde el
punto de vista tradicional, se prestará una atención superior al estado psicológico del individuo
criminal: la perturbación emocional de aquella mujer. ¿Sabía distinguir el bien del mal? Y así
sucesivamente. Las víctimas del crimen, sin embargo, presentaron consiguientemente una
demanda contra una amplia gama de individuos e instituciones: la policía local, que tenía
conocimiento del peligroso estado mental de aquella mujer, el propietario de la armería que le
permitió comprar el arma, el centro comercial por la falta de protección. Con todo, ni siquiera
esta expansión en la gama de complicidades va lo suficientemente lejos, y sigue reteniendo
también una vertiente retributiva. Más eficaz hubiera sido una ampliación del diálogo incluyendo
a los fabricantes de armas, la National Rifle Association, la familia y los vecinos de la asesina...
¿Cuál fue su contribución al horrible suceso y en qué sentido la punición sería razonable o
irracional, dados los diversos ámbitos de relación? El incentivo en este tipo de diálogos no
debiera ser el de asignar adecuadamente la culpa, sino el de intentar alcanzar una comprensión
mayor de tan aciago acontecimiento: cómo pudo suceder, qué debía hacerse ahora en relación a
ello, y cuáles son las consecuencias a sacar para una acción futura.
Una perspectiva construccionista también invita a indagar en las raíces históricas de
problemas en desarrollo y las pautas de una interdependencia que de otro modo pasaría
inadvertida. En el caso anterior, en lugar de intentar establecer quién tiene razón y quién está
equivocado o quién debe desempeñar los papeles de justo y de culpable, centra su atención en los
modos como se generan históricamente los problemas reales. Al considerar las cuestiones de un
modo diacrónico, a menudo podemos demostrar que las verdades que hoy se dan por sentadas o
se tienen por aciertos y errores tangibles, sólo han llegado a serlo en virtud de un uso prolongado
y no examinado. Al estudiar sus contingencias históricas, podemos ver estas verdades en un
contexto relativo y reexaminar nuestro compromiso incondicional con aquellas verdades.
Además, la investigación puede poner de manifiesto de qué forma grupos que de otro modo
serían cáusticos se encierran en relaciones de apoyo mutuo. Tengo en mente aquí la polémica
sobre el aborto, en la que cada una de las partes participantes sostiene y defiende su verdad
universal. El compromiso en el seno de estos marcos mutuamente excluyentes es imposible. Pero
las raíces tanto de la ideología antiabortista como de la abortista cuentan con una larga y
compleja historia respectivamente en el seno de la tradición judeocristiana y en la tradición
norteamericana de las libertades individuales. Ambas dependen de los mismos recursos históricos

100
Conocimiento individual y construccion comunitaria

para justificar sus compromisos. Sin sus tradiciones compartidas serían recíprocamente
ininteligibles. Ambas comparten tradiciones que valoran el compromiso y la expresión moral, y
este mismo hecho de compartir también establece un contexto en el que pueden empezar a
entrever la posibilidad de cierto acuerdo —cuestiones sobre las que podrían estar de acuerdo, por
ejemplo, o movimientos en los que podrían querer aunar sus fuerzas—. En muchos asuntos —
desde políticas locales sobre la pornografía hasta la política internacional sobre la protección del
medio ambiente—, los defensores de las tesis antiabortistas y de las abortistas pueden caminar
cogidos de la mano. A menudo una ulterior toma de conciencia de su historia compartida y de su
interdependencia tal vez suavizara sus reivindicaciones absolutistas.

De los principios a las prácticas

Los enfoques tradicionales de la acción moral se han preocupado, primeramente, por


establecer las virtudes universales, y, en segundo lugar, por implantarlas en las cabezas de los
individuos. Desde la perspectiva construccionista, tanto un afán como otro no están exentos de
imperfecciones. Ni un sinnúmero de debates sobre la naturaleza del bien ni una gran cantidad de
instrucción moral garantizarían la existencia de actos buenos. Los principios del bien no dictan,
ni pueden hacerlo, acciones concretas, y cualquier acción en cualquier momento puede
construirse como buena o mala desde cierto punto de vista privilegiado. En un sentido más
amplio, las esperanzas de una sociedad buena finalmente no dependerán de que se moldee a las
personas según principios. La palabra no proporcionará «el camino, la verdad y la luz». Pero de
ello no se colige el abandono del discurso moral, sino que debe desplazar su atención de las
teorías o principios del bien a procesos más concretos mediantes los cuales se logran resultados
más ampliamente satisfactorios en el seno de la relaciones. De hecho, de este modo mudamos
nuestra preocupación por lo axiológico y nos ceñimos a lo práctico.
Al orientarnos hacia lo táctico de la moralidad como consecución social, nos enfrentamos
con una nueva gama de preguntas. Por ejemplo: ¿Qué formas lingüísticas pueden, en condiciones
de conflicto o angustia, emplearse para producir fines satisfactorios? ¿Qué recursos lingüísticos
tiene a su disposición la gente en condiciones así? ¿Puede ampliarse la gama disponible de
recursos? Es en este aspecto como el intento de Taylor de resucitar los lenguajes morales del
pasado se puede apreciar mejor. En determinadas condiciones, y si se aplica de modo perspicaz,
el discurso moral puede utilizarse para alcanzar la coordinación social. Cuando se lo utiliza, por
ejemplo, para afirmar el compromiso común en una causa justa y no como medio de asignación
de culpa o de enmienda de las faltas, el discurso moral puede suscitar y favorecer líneas de acción
mutuamente aceptables. Un discurso moral de este estilo es sólo un medio para lograr la
coordinación satisfactoria, sin embargo, también precisamos explorar las formas alternativas de
práctica. ¿Se pueden desarrollar nuevas formas de relación —o nuevos rituales— para reconciliar
las diferencias entre las personas? Los teóricos de la comunicación y los terapeutas de las
relaciones familiares han conseguido un gran éxito al desarrollar técnicas con que tratar los
conflictos interpersonales: reencauzar, reconstruir las narraciones y mudar lo que son posturas
conflictivas en metarreflexivas son acciones que contribuyen significativamente a la reserva de
recursos culturales. Estas formas de alcanzar un «sentido del bien» en las relaciones podría, de un
modo más general, incorporarse útilmente en la vida cultural.
Este hacer hincapié en las prácticas también tiene que ir más allá de los límites del lenguaje.
Nos es preciso un modo de integrar no sólo perspectivas, modos de enmarcar las cosas y de
hablar de los valores, sino también pautas de vida más amplias. Existe un sentido importante en
el que el discurso moral es decisivo. Cuando está comprometido con un lenguaje absolutista

101
Construcción social y ordenes morales

sostenido por un sentido de la justicia, quienes no consiguen compartir ese lenguaje se convierten
en «los otros». Esto puede ser así incluso cuando la mayor parte de las actividades cotidianas de
uno son prácticamente idénticas que las del «infiel». Existe una similitud sustancial en las
actividades cotidianas que oponen a israelíes y a palestinos, a los irlandeses protestantes y a los
católicos, a paquistaníes y a hindúes, a griegos y a turcos. Con todo, el compromiso con absolutos
diferentes —con formaciones alternativas de sonidos y signos— ha contribuido a acrecentar un
sufrimiento y padecimiento enormes. Así pues, además de una expansión de las formas
lingüísticas, nos es preciso descubrir nuevos modos de «compartir el pan». EL

CONSTRUCCIONISMO: RIESGO Y POTENCIAL

A mi juicio, el construccionismo no intenta en sí mismo establecer o instituir un código ético


ni a nivel psicológico ni filosófico. Más bien, intenta poner entre paréntesis «el problemas de los
principios morales» favoreciendo en su lugar una exploración de aquellas prácticas relaciónales
que permiten que las personas alcancen lo que entienden por un «vida moral». La pregunta no es
tanto «¿qué es el bien?» sino más bien, dada la heterogeneidad de los mundos de las personas,
«¿cuáles son los medios relaciónales con los que se pueden desplazar hacia condiciones
mutuamente satisfactorias?». Esto no sustituye la ética por la tecnología, lo que ha sido un tópico
de la crítica de las ciencias sociales durante el apogeo del empirismo. Más bien consiste en
considerar seriamente las pautas de la acción preferida en el seno de diversos grupos y los
lenguajes morales por medio de los cuales estas pautas se comprenden y refuerzan. Con ello no se
quiere descartar toda negociación sobre principios, pero tampoco se ha de suponer que esta
negociación será la vía preferida que lleve a fines aceptables.
Las diversas propuestas pueden someterse a crítica, y deben serlo desde diversos puntos de
vista; de entre ellos, dos merecen una atención particular. Existe, primero, el problema de la
vacuidad moral. Un relativismo así, se dirá, no ofrece donde situarse, nada que valorar, ninguna
razón que oponer a las más atroces inhumanidades. Ya he dicho mucho acerca de los fracasos de
intentos anteriores de establecer los fundamentos morales para la acción y los efectos
problemáticos que el «punto de vista moral» ha tenido en la sociedad. Pero —puede aventurar el
crítico—, sin una posición moral de cierto tipo, simplemente uno no puede proceder; uno queda
sin compromiso y falto de dirección. Para responder a este argumento he sugerido que los
principios mismos no dictan la acción. Nada hay en el compromiso con una teoría de la
moralidad que acabe produciendo una vida moral, nada en una vida decente y plena que exija un
lenguaje moral como acompañamiento. Los principios morales se relacionan con la acción sólo
en virtud de las convenciones sociales en las que uno participa.
Con todo, el crítico puede proseguir diciendo que el tipo de relativismo defendido por el
construccionista le deja siempre flotando entre moralidades, sin que nunca llegue a incrustarse o
comprometerse con ellas. Pero esto es suponer erróneamente que la metateoría construccionista
es en sí misma un «fundamento para la acción» o posiblemente «una estructura cognitiva» que
dicta la conducta a seguir. Tal como he sostenido, el construccionismo es una forma de
posicionamiento discursivo, una acción en sí mismo, y no una fuente causal de acción. Nada hay
en el relativismo construccionista que niegue la posibilidad de compromiso moral. Aunque el
construccionismo pueda dar razones para una preocupación de estilo reflexivo, no es un sustituto
para la vida normal. En este sentido, indudablemente proseguiré comprometiéndome en acciones
que me parezcan buenas y justas según ciertos criterios y reglas —a veces puedo incluso estar
fuertemente comprometido—, pero lo que se elimina de la mesa, según este enfoque, es la base
justificativa para estos compromisos, la gama de «razones sólidas» que proporcionan las

102
Conocimiento individual y construccion comunitaria

sanciones últimas para silenciar —o incluso destruir— la oposición. 14 Pero, ¿de qué modo
pudimos llegar a creer que no podríamos actuar sin fundamentos morales?
Resulta instructivo en este contexto examinar el caso del nazismo, tal vez la última arma del
arsenal antirrelativista. ¿Cómo puede un construccionista justificar una posición contra el
nazismo? Nada hay en el relativismo construccionista que argumente contra la aversión de
muchas de las actividades llevadas a cabo en nombre del nacionalsocialismo. Dadas las formas de
relación en las que la mayoría de nosotros vivimos, sería prácticamente inconcebible reaccionar
de otro modo. Aquello cuyo uso se elimina de la perspectiva construccionista son los tipos de
justificación que invitarían, como política preferencial, a la «erradicación de los nazis». El marco
nazi proporcionó una base lógica para actividades ante las que retrocedemos con horror; sin
embargo, dentro de ese sistema de comprensión, aquel tipo de actividades tenía una sanción
moral. El problema era no que el pueblo alemán careciera del nervio moral y que el resto del
mundo occidental fuera muy lento en detectar el mal; más bien, el problema puede hacerse
remontar en gran medida al contexto histórico occidental en el que los grupos podían llegar a
creer en su propia superioridad moral (apoyada por justificaciones últimas) y, por consiguiente,
hacer enmudecer al conjunto de voces de la oposición. Si hubieran dispuesto antes de los medios
para una interpretación libre de sistemas de significación —nazi, judío, cristiano, marxista,
feminista— podemos imaginar que las consecuencias hubieran sido mucho menos desastrosas.
Existe una segunda línea importante de crítica, que precisamente es la opuesta de la
precedente. No es la «falta de valores» del construccionismo lo que está en cuestión, podría llegar
a opinar el crítico, sino sus compromisos de valor. Aunque parezca que optan por una forma de
relativismo moral, los argumentos construccionistas de hecho creen en un profundo compromiso
con una posición ética. He hablado del bienestar humano, de la armonía social, de la reducción
del conflicto, de la aceptación de las personas que difieren. ¿No son éstas, al fin y al cabo, las
buenas y pasadas de moda virtudes liberales que operan ahora en una relación simbiótica con el
construccionismo? ¿No es precisamente el construccionismo otro florete más para el
convencionalismo del statu quo?
A esta acusación son posibles dos réplicas. Recordando el tema debatido en el capítulo
anterior, atribuir cualquier compromiso de valor particular a los argumentos presentes exige la
existencia de un esfuerzo interpretativo, una sustitución de las palabras mismas por algún otro
conjunto de palabras aparentemente «más genérico». Con todo, esta fuente, de otro modo oculta,

14
Dos intentos recientes de enfrentarse al relativismo moral del construccionismo posmoderno son importantes. Al
haber socavado este «relativismo nuestro sentido del tabú», Heller y Feher (1988) ven una peligrosa «irracionalidad»
adentrándose silenciosamente en la política internacional (intercultural). «Si el relativismo cultural en conjunto...
gana la mano, incluso la evaluación de la deportación en masa y del genocidio se convierte en una cuestión de gusto»
(pág. 9). Estos autores proponen oponerse a esta tendencia al establecimiento de «ideas universales normativas de
"libertad igual para todos" y "igualdad de oportunidades para todos" como reglas del juicio» (pág. 131), con
diferencias entre los grupos resueltas a través de la argumentación racional. En Postmodemism and lis Critics,
McGowan (1991) también garantiza la significación de los diversos argumentos contra las presuposiciones
universales, referentes tanto a la moralidad como a la epistemología. Sin embargo, para combatir el relativismo
hecho y derecho propone un «imperativo ético de democracia» (pág. 212). Esta «democracia posliberal», tal como
McGowan la denomina, «no basa las libertades civiles en una noción de los derechos naturales o de la inviolabilidad
de los individuos autónomos, sino que las justifica como medios necesarios para el fin deseado de la democracia»
(pág. 213). Mientras estos dos análisis se muestran críticos frente al fundamentalismo moderno y profundamente
preocupados por honrar el principio de multiplicidad de voces, al final proponen otro nuevo conjunto de universales
abstractos sobre los que construir un futuro. Desde la perspectiva presente, no sólo estas abstracciones se eliminan
del contexto práctico, sino que pueden prestarse a rehabilitar los tipos de jerarquías que los argumentos del
construccionismo posmodemo se esmeran en eliminar.

103
Construcción social y ordenes morales

ni se da transparentemente en lo que se ha escrito ni puede derivarse unívocamente de las


palabras tal como se presentan. ¿En el análisis hay «valores ocultos»? Sí, pero sólo si uno quiere
interpretar el texto así. En segundo lugar, dada mi propia inmersión en las relaciones, no existen
medios a través de los cuales mi análisis pueda eludir determinadas preferencias: favorece la paz
sobre la guerra, la armonía sobre el conflicto, y el diálogo sobre el monólogo. Estas preferencias
no son exigidas por los argumentos construccionistas; son compatibles, pero también lo son
muchas otras defensas y apoyos. Sin embargo, no hago ningún intento por justificar estas
preferencias particulares. No existe ninguna base lógica fundamental que dé su apoyo —ninguna
necesidad de espíritu, ninguna racionalidad fundamental—, que favorezca estas defensas y
apoyos particulares sobre otros. En efecto, son participaciones infundadas en la conversación,
aperturas a ulteriores diálogos, invitaciones a formas de relación.
La investigación construccionista, por consiguiente, no va en pos de soluciones para las
cuestiones del bien y del mal, sino que más bien se mueve en el sentido de una problematización
acrecentada. Resolver los problemas del bien y del mal en cualquier caso concreto es congelar el
significado en un punto dado y, por consiguiente, acallar las voces y segmentar el mundo social.
La mayor «violencia sería detener el declinar, eliminar la ambigüedad, tomar el juego sin los
acontecimientos, disponer los acontecimientos del juego y ordenarlos, jerarquizarlos, erigir
autoridades principales que diesen las interpretaciones autorizadas y emitieran las soluciones y
juicios definitivos» (Caputo, 1993, pág. 222). En la medida en que el diálogo sigue y las
construcciones continúan abiertas, los significados locales tal vez se ramifiquen y quizá las
personas lleguen a compartir o asimilar los modos de vida de los demás. En este resultado
descansa tal vez la mayor esperanza de lograr el bienestar humano.

104
SEGUNDA PARTE
CRÍTICA Y CONSECUENCIAS
Críticas y consecuencias

Capítulo 5
La psicología social y la revolución errónea

Los capítulos precedentes han seguido el curso de algunos movimientos que conspiran
contra los compromisos tradicionales del conocimiento como una posesión individual y se han
esforzado por sustituir lo individual por la comunidad como emplazamiento de la generación de
conocimiento. Irónicamente, la parte más amplia del trabajo contemporáneo sobre la construcción
social del conocimiento tiene lugar fuera del dominio de la psicología social -la disciplina más
esencialmente preocupada por el proceso de la interacción cotidiana- y su ausencia de los debates
es un hecho particularmente desgraciado, ya que la disiciplina a la vez gana y pierde fuertemente
por la exploración y aplicación decididas del pensamiento construccionista social. Al traer estas
cuestiones a primer plano quiero, en primer lugar extender la crítica de la «mente que conoce» al
dominio de la cognición social y, por consiguiente, explorar territorios alternativos. Estas lineas
de investigación construccionista ofrecen posibilidades más prometedoras para una psicología
culturalmente responsable y sensible.
La revolución cognitiva en la psicología científica tiene muchas caras. Hay quien la
considera un mero mudar en el hincapié hecho en el conductismo de caja negra por un interés
neoconductista por los procesos internos- hay otros que la consideran un cambio de modelos
«ascendentes» del funcionar humano por teorías «descendentes» de la acción, y aún hay otros que
la consideran como el paso de una concepción de la conducta medioambientalista a otra innatista.
Aunque todos estos enfoques captan los elementos importantes de la transformación, ahora queda
claro que la revolución cognitiva ha reducido radicalmente la investigación a una gama
restringida de constructos explicativos. Y es la operación de estos constructos (por ejemplo-
esquemas, atención, memoria, heurística, accesibilidad) lo que antecede desde el punto de vista
del procedimiento a la propia actividad humana. Para el psicólogo cognitivo, la actividad humana
es ampliamente el producto resultante de los procesos cognitivos, los cuales a su vez reclaman
una atención focal.
Los psicólogos sociales difícilmente han permanecido inmunes a esta revolución en
psicología. En realidad, se podría decir que la obra de Kurt Lewin y sus protegidos (a saber,
Festinger, Schachter y Kelley) desempeñó un papel esencial en su desarrollo. Cómo podía uno
resistirse al mensaje fuerte e insistente que transmitía esta obra temprana, a saber: «No es el
mundo en sí lo que determina la acción humana sino el modo como se percibe el mundo». Para
Festinger (1954), ninguna «realidad física» determinaba el curso de la comparación social sino la
«realidad social» del individuo. Y en su posterior obra sobre la disonancia cognitiva (Festinger,
1957), había una exigencia puramente cognitiva de consistencia a la cual se hacían remontar
pautas de conducta de amplio alcance (y a menudo aberrantes). Para Schachter (1964), las
emociones dejaban de existir como acontecimientos sui generís y se convertían en el resultado
del etiquetaje cognitivo. Y para Kelley (1972) la atribución de la causalidad era una función de
heurística mental. Estos temas fueron esenciales para buena parte del trabajo clásico sobre la
percepción personal (Heider, 1958) y de la teoría de la atribución (véase Jones, 1990). Como los
textos de Eiser (1980) y Fiske y Taylor (1991) también demuestran, la orientación cognitiva
puede ampliarse fructíferamente hasta llegar a incluir buena parte de la principal literatura sobre
el cambio de actitud, el altruismo, la negociación, la atracción y la equidad. Para fortalecer aún
más la revolución, un lenguaje teórico nuevo y unificador (aquel que procede más o menos de la
metáfora de la mente como ordenador) ha surgido también en las «áreas con glamour» de la
cognición social: prejuicio (véase Mackie y Hamilton, 1993), esquemas sociales (Cantor y
Mischel 1979), memoria personal (Wyer y Srull, 1989), accesibilidad categorial (Higgins y

105
La psicología social y la revolucion erronea

Bargh, 1987), estereotipos (Hamilton y Rose, 1980) y la inferencia social (Nisbett y Ross, 1990).
Ciertamente, la revolución cognitiva ha sido un logro intelectual de primera magnitud. Ha
logrado abrir un amplio panorama sobre la investigación excitante y sugerente, ha planteado un
sinnúmero de nuevas e interesantes preguntas, y ha proporcionado soluciones creativas a los
problemas de larga duración. Sin embargo, como espero poder determinar, el precio que ha
pagado la psicología por estos logros es en realidad alto. Para los psicólogos sociales en
particular, esta revolución es una desviación autoinmoladora de su principal cometido, el de
esforzarse por resolver conceptual y prácticamente las complejidades de la vida social vigente.
Tal como sostendré, los psicólogos han sido todos demasiado propensos a «apearse de la mala
revolución». No sólo existen problemas capitales intrínsecos a la perspectiva cognitiva, sino que
hay aún otra transformación que se asienta en el mundo intelectual, cuyo alcance y consecuencia
son mucho mayores que las encamadas en la incursión cognitiva. Es de gran importancia señalar
que se trata de una revolución en la que la psicología, en particular la social, podía desempeñar
un papel decorativo.

Las problemáticas de la explicación cognitiva

Como sucede en cualquier movimiento intelectual importante, los recelos comenzaron a


aparecer en diversos frentes: desde el interior, en los límites, y desde perspectivas alternativas.
Los cognitivistas no habían ocultado su desesperación por la falta de hallazgos acumulativos o
signos obvios de progreso en la comprensión teórica (Allport, 1975). Algunos se habían
desesperado a causa de la teoría representacionalista del conocimiento que subyace a buena parte
de la teoría cognitiva (Maze, 1991). Dreyfus y Dreyfus (1986) detallan el fracaso del programa
cognitivo en cuanto al cumplimiento de sus promesas y la incapacidad fundamental de que un
pensamiento basado en reglas sustituyera a la intuición. De manera análoga, Searle (1985) ha
demostrado cuáles eran las imperfecciones en el enfoque de que los sistemas cognitivos
(modelados sobre la base del ordenador) pudieran explicar la comprensión humana. Una grave
escisión se desarrolló entre aquellos que sostenían los conceptos psicológicos tradicionales como
el proceso racional y la memoria, y aquellos otros que sostenían que este tipo de «ideas
populares» y equívocas tenían que ser eliminadas y sustituidas por modelos plenamente
biológicos (Churchiand, 1981) y computacionales (Stitch, 1983). 1
En los límites, una minoría cada vez más ruidosa afirma la insuficiente atención prestada a
las emociones y la motivación. Como Freud antes que ellos, los críticos sostienen que el sistema
cognitivo tiene que motivarse si ha de funcionar en algún sentido, y por consiguiente, la
cognición tiene en parte que derivarse de fuentes psicológicas más fundamentales. Aquellos que
muestran una orientación histórica han empezado a experimentar una forma de deja vu:
problemas recalcitrantes del período del primer mentalismo han reaparecido y siguen irresueltos
en el seno del cognitivismo contemporáneo (Graumann y Sommer, 1984). Las teorías cognitivas
parecen basarse primeramente en una metáfora tomada de la estadística intuitiva, y muchos
dogmas esenciales de la psicología cognitiva recapitulan teorías profundamente imperfectas de la
estadística (Gigerenzer y Murray, 1987). Las criticas recientes han sido aún más severas, al
considerar el movimiento cognitivo como «excesivamente abstracto e impulsivo»,
«descomprometido», «impersonal», «tecnológico», «intelectualizado», «nada más que

1
Para un estudio útil de los problemas de las proposiciones mentales desde el punto de vista elimitativo materialista,
véase Garfield (1988).

106
Críticas y consecuencias

información que pronto será suprimida por más información» y como popular solo «porque
existen fuerzas políticas y culturales que lo apoyan... organizaciones burocráticas, industriales y
militares» (Still y Costall, 1991).
Desde fuera del dominio cognitivo, las críticas son aún más aguzadas. Los primeros
argumentos de Ryie (1949) sobre la regresión infinita de las explicaciones dualistas de la
conducta han sido ampliadas por la crítica contemporánea (Palmer, 1987). Skinner (1989) ha
mostrado que los términos cognitivos son descriptores mal colocados de situaciones o conducta.
Recurriendo a las críticas que Wittgenstein hacía del psicologismo, Coulter (1983, 1989) ha
demostrado la existencia de una diversidad de incoherencias en las formas cognitivas de
explicación. Gellatly (1989) ha seguido los problemas en la diagnosis de estados cognitivos.
Sampson (1981) ha adoptado la orientación cognitiva para censurarla por sus consecuencias
ideológicas; al hacer hincapié en los mecanismos internos, los cognitivistas suprimen los
problemas del mundo real en el que las personas están atrapadas. Tal como argumenté en el
primer capítulo, la justificación racional de la empresa cognitiva está tristemente agotada. 2
Sin embargo, hay otra gama de problemas que abordaré aquí, problemas heredados de la
tradición occidental de la propia comprensión, ya que según me parece cuando se amplían las
consecuencias lógicas de un compromiso cognitivo, uno se encuentra ante una serie de
ineludibles callejones sin salida. Y hasta que no salgamos de la tradición en la que está
sumergido el cognitivismo, la ciencia no sólo seguirá reciclando enigmas fastidiosos e insolubles,
sino que tampoco logrará desempeñar ningún papel importante en la modelación futura de la
cultura. Tres de estos problemas merecen una especial atención: el problema del mundo que se
desvanece, el de los orígenes, y el de los efectos de la cognición.

La cognición y el mundo que desaparece

Ante todo examinaremos un abanico de temas que podría iluminar una psicología social
significativa. Podríamos esperar, por ejemplo, que el campo diera exposiciones sugerentes y
constructivas de la agresión, de la cooperación, del conflicto, del compromiso político y religioso,
de la desviación, de la explotación, del poder, de la irracionalidad, y similares. Efectivamente,
todos deseamos que la disciplina aborde las principales cuestiones con las que se enfrenta la
sociedad y ofrezca enfoques penetrantes y una posible guía para formas sociales perfeccionadas.
¿Pero cuál es la suerte de estos diversos fenómenos cuando se examinan a través de las lentes del
cognitivismo? Tal como hemos visto, el principal dogma del cognitivista es que no es el mundo
tal como es lo que determina la acción, sino la cognición del mundo que uno tiene. Así, pues, por
ejemplo, un acto de explotación no es explotación a menos que uno reconozca que así lo es; un
ataque hostil no es hostil hasta que es percibido así; los grupos no existen a menos que sus
propios miembros los conceptualicen como tales. El resultado de esta línea de argumentación,
cuando se amplía, es que no existen actos explicativos, actos hostiles, grupos y demás similares
en sí y de por sí. Si uno viviera en una cultura donde nadie percibiera algo que contara como
explotación, hay que reconocer simplemente que no habría explotación en el mundo. Los
acontecimientos mundanos tienen, pues, su existencia asegurada gracias sólo al sistema categorial
2
Para más criticas de la psicología cognitiva, véanse también: Lopes (1991), Shotter (1991) y Bowers (1991) sobre
la producción retórica de «hechos cognitivos» y la «irracionalidad» en la investigación cognitiva, Graumann (1988)
sobre los efectos nocivos del movimiento cognitivo en la psicología social, Sahiin (1991) sobre la confianza de la
investigación cognitiva en un inductivismo pasado de moda, Tetlock (1991) sobre las limitaciones de considerar el
«juicio cognitivo erróneo» como una equivocación, y Valsiner (1991) sobre las limitaciones de las suposiciones
cognitivas acerca de la teoría del desarrollo.

107
La psicología social y la revolucion erronea

del que percibe. Ahora bien, expresándolo de otro modo, según la perspectiva cognitiva, el
mundo se reduce a una proyección o a un subproducto del individuo que conoce.
Llegados a este punto, muchos se sienten inclinados a encogerse de hombros y concluir que
el reduccionismo cognitivista puede que sea desafortunado pero se trata simplemente de un hecho
de vida. ¿Quién puede negar que respondemos al mundo tal y como lo percibimos y no al mundo
como es? Examinemos las consecuencias lógicas de esta conclusión, ya que si continuamos
reduciendo el mundo como es al mundo como mentalmente se representa, el «mundo real» en el
que el individuo actúa deja de existir. Y por consiguiente, un tema de ciencia deja también de
serlo, ya que ¿cómo podemos exceptuar al científico respecto al mismo argumento? ¿No están
también los científicos encerrados en sus propios sistemas perceptuales o conceptuales, no
expresan sus propias subjetividades, y no representaciones precisas de cómo son las cosas?
Cuando se extiende el cognitivismo en el resgistro de sus consecuencias, no hay mundo real, no
hay ciencia, y nada hay esencialmente que pueda denominarse conocimiento. La exposición
cognitiva se desliza hacia el solipsismo. 3
¿Hay algún modo de eludir esta desgraciada conclusión? No creo que la haya mientras la
psicología siga comprometida con una metafísica de corte dualista. Es decir, la disciplina ha sido
la heredera sin darse cuenta de una cosmovisión cartesiana en la que se ha hecho una fuerte
distinción entre el sujeto y el objeto de conocimiento, siendo la mente lo que refleja el elemento
material, y la conciencia, el espejo de la naturaleza (véase capítulo 1). En el pasado hemos
aceptado la distinción como algo seguro; representa parte del sentido común sedimentado de la
disciplina y en realidad, de un modo más general, de la cultura. Con todo, ¿cuál es la garantía
para una distinción así? ¿Sobre qué fundamentos se justifica? Ciertamente no sobre los de la
objetividad (está simple y obviamente ahí para su inspección), dado que el concepto mismo de
objetividad tal como se lo usa en realidad (la mente que refleja con precisión la naturaleza) ya
justifica la distinción. En efecto, se trata de un salto metafísico: sin que haya razones evidentes
que así lo exijan Y si además, somos sensibles a una larga línea de críticas conceptuales desde
Wittgenstein (1953), Ryie (1949 y Austin (1962) hasta Rorty (1979), puede que acabemos
deseando eludirlo todo. Los argumentos que se exponen a continuación dan mayor peso
específico a esta alternativa.

El punto muerto del origen

Comprensiblemente la mayor parte de los cognitivistas han querido o deseado al menos


detenerse antes de llegar al solipsismo. En cambio, atendiendo a propósitos de investigación, han
abandonado su compromiso teórico y han avanzado lentamente describiendo un mundo real de
particularidades experienciales (más allá de sus propias construcciones cognitivas). Por
consiguiente, tratan la relación entre el mundo real y el conocido como un problema a explorar
empíricamente. Efectivamente, de este modo un desafío empírico sustituye (o, digamos, suprime)
el punto muerto conceptual. En este contexto, la pregunta preeminente de la investigación es,

3
¿Pueden estos mismos argumentos ser girados en contra de los enfoques del construccionismo social esbozados en
capítulos anteriores? ¿No sustituye el construccionismo social un solipsismo cognitivo por un solipsismo lingüístico
o social? La respuesta es negativa, porque el construccionismo no conduce a la conclusión de que no hay ningún
mundo fuera de su representación El construccionismo se queda mudo en cuestiones de ontologia. Uno puede
participar en sistemas de significación cultural en los que «guerra», «cuerpo» o «amor» son tratados como datos
ontológicos. Se puede, dentro de una perspectiva local, recoger el estudio sobre la agresión, la emoción y similares.
Sin embargo, el movimiento reflexivo en el proceso construcciomsta sirve de salvaguardia contra la reificación y la
universalización.

108
Críticas y consecuencias

desde luego, cómo dar cuenta de la representación mental. ¿De qué modo el mundo real informa
el mundo cognitivo? ¿Cómo se construye nuestra reserva de pensamientos, conceptos, esquemas
internos, a partir de la experiencia? ¿Cómo es que llegan a reflejar el mundo de un modo que
permite que el organismo se adapte? En efecto, ¿de qué modo hemos de dar cuenta del origen de
los contenidos cognitivos? En ausencia de respuestas a estas preguntas, la cognición sigue aislada
de su entorno y careciendo de valor ostensible de supervivencia. 4
Examinemos brevemente tres de las más destacadas soluciones al problema de los orígenes,
juntamente con sus principales imperfecciones. En principio, uno se enfrenta con una variedad de
exposiciones de refuerzo del desarrollo conceptual, que han gozado de popularidad en el seno de
la psicología general desde la aparición de la obra clásica de Hull (1920) sobre la adquisición de
conceptos. De manera característica este tipo de teorías, aunque no de modo exclusivo, presentan
el proceso de aprendizaje conceptual mediante la metáfora de la puesta a prueba de hipótesis. Así,
por ejemplo, Restie (1962) describió una diversidad de estrategias del tipo puesta a prueba de
hipótesis sobre la adquisición de conceptos, cada una de las cuales se basaba en el supuesto de
que los conceptos se aprenden a través de éxito y fracaso medioambiental. De manera similar,
Bower y Trabosso (1964) propusieron que el desarrollo conceptual depende, al menos en parte,
de las señales de error que proceden del entorno o del medio. En la obra de Levine (1966), se
hace hincapié en las respuestas correctas como algo opuesto a los errores. Con un modelo que
hace mayor hincapié en la mediación cognitiva, Simón y Kotowsky (1963) propusieron que uno
forma hipótesis acerca de la pauta secuencial a la que ha sido expuesto y, a continuación, pone a
prueba la adecuación de las hipótesis frente a nuevas exposiciones. Y en la psicología social más
reciente, Epstein (1980) ha propuesto que el autoconcepto se desarrolla de un modo bastante
similar a como lo hace la teoría científica: llega a reflejar los resultados de la puesta a prueba de
las hipótesis y es corregido por falsación.
Pero todos estos intentos de dar cuenta adolecen de una imperfección importante. Si, como
propone el cognitivista, respondemos a nuestra percepción del mundo y no al mundo mismo,
entonces el teórico se enfrenta a un punto muerto al tener que explicar de qué modo se pone en
marcha el proceso de refuerzo (o puesta a prueba de las hipótesis). Siendo más específico, a fin
de que el refuerzo (resultados, errores u otras formas de retroalimentación medioambiental)
corrija o modifique el concepto de uno, el individuo tiene que poseer ya un repertorio conceptual
amplio. Ante todo, tendría que ser capaz de conceptualizar un mundo de acciones y/o entidades
para el que serían relevantes el refuerzo o el feedback (las señales de error). Para que el feedback
medioambiental funcione como un dispositivo correctivo o conceptual, el niño tiene que poseer
cierta forma de estructura conceptual o hipótesis que le permita concluir que «esto es un seno y
no otro objeto; soy una entidad y este seno está separado de mí; existen unidades temporales, y
este acontecimiento se produce en un momento independiente de aquel otro»... Sin una
preestructura conceptual como ésta, no habría modo de que el individuo preguntara al entorno, ni

4
En algunos de sus escritos, el cognitivista quintaesencia! Jerry Fodor se preocupa por el problema del solipsismo.
Tal como razonaba en su ensayo de 1981 «Methodological Solipsim Considered as a Research Strategy in Gognitive
Psychology», cualquier intento por generar leyes acerca de la relación existente entre acontecimientos físicos y
representaciones mentales exigirá una «especificación física del estímulo», un dar cuenta en el estilo de la ciencia
natural del estimulo y de aquellas propiedades particulares que determinan sus relaciones causales con las
representaciones mentales. Con todo, este tipo de especificación exige una exposición científica altamente
desarrollada, posponiendo indefinidamente el intento del psicólogo por cartografiar la relación con la representación
mental. Su conclusión irónica es que «sólo el cielo sabe qué relación entre yo y Robin Roberts me posibilita a mi
pensar en él (referirme a él, etc.), y he dudado de la posibilidad práctica de una ciencia cuyas generalizaciones
instancia esa relación. Pero no dudo de que hay un tipo asi de relación o que a veces pienso en él» (págs. 252-253).

109
La psicología social y la revolucion erronea

información que suscitara su interés. El mundo estaría esencialmente vacío de contenido


discriminante. Además, el modelo de refuerzo exige que el individuo posea primero conceptos de
clases de refuerzo. Si no se puede conceptualizar un acontecimiento como «logro» o «error»,
entonces simplemente uno permanece ignorante de los acontecimientos que se suceden. Si los
niños no distinguen entre una «amonestación paterna» y el resto de la confusión diaria, si no
poseemos conceptos primarios sobre qué pueden significar expresiones como «bueno» y «malo»
o «sí» y «no», entonces el feedback medioambiental no lograría influir o ampliar su repertorio
conceptual.
Como rápidamente discernimos, las teorías del refuerzo precisamente están destinadas a
explicar los orígenes de estas diversas preestructuras conceptuales. Al fin y al cabo, ¿de dónde
proceden los diversos conceptos que constituyen el mundo en el que el refuerzo funciona? Cómo
adquiere en realidad el niño los conceptos de amonestación y elogio? En efecto, las exposiciones
del refuerzo no logran ofrecer una explicación satisfactoria del desarrollo conceptual, porque el
refuerzo (o la puesta a prueba de las hipótesis) no puede funcionar sin una estructura conceptual
ya intacta.
Una importante alternativa a la teorías del refuerzo en psicología es lo que cabría denominar
diagramación cognitiva. Como una clase, este tipo de exposiciones en general suponen que la
observación ilimitada del mundo externo permite que el individuo desarrolle plantillas
conceptuales, representaciones cognitivas u otros sistemas mentales que capten los rasgos
importantes del mundo real. Ésta es esencialmente la postura adoptada por Fiske y Taylor (1991)
en su resumen de la literatura existente sobre el desarrollo de esquemas. Tal como estos dos
autores concluyen, «los esquemas cambian a medida que se desarrollan, en la medida en que se
enfrentan a repetidas confrontaciones con ejemplos. Los esquemas se hacen más abstractos y
complejos, y a menudo más moderados. También parecen convertirse en algo más organizado y
compacto, lo cual libera la capacidad de darse cuenta de las discrepancias y asimilar las
excepciones sin alterar los esquemas» (pág. 178). La mayor parte de los modelos de
reconocimiento de pautas en psicología implican también este tipo de enfoques. La teoría de esta
variedad mejor desarrollada es la formulación de la «categoría natural» de Rosch (1978). Desde
la perspectiva de Rosch, las categorías cognitivas cada vez más se acomodan a los contornos de
la realidad; a través de la observación de los objetos en el mundo real, las personas llegan a
enterarse de la estructura de las cualidades del mundo real. Observan que este tipo de cualidades
no se distribuyen aleatoriamente sino que aparecen en combinaciones recurrentes. Así, por
ejemplo, determinadas criaturas tienen alas, picos, plumas y garras. Una prolongada exposición a
este tipo de configuración de rasgos comúnmente asociados conduce a la formación de la
categoría natural de «pájaro». Finalmente, la exposición a los acontecimientos del mundo real
produce un mapa cognitivo, una forma medioambientalmente válida de presentación mental.
El modo preciso como se produce la diagramación mental está todavía por aparecer. El
proceso por medio del cual el individuo busca el entorno, registra determinadas configuraciones y
descuida otras, crea hipótesis sobre las ocurrencias, se desplaza lógicamente desde sensaciones
discriminadas a abstracciones generales, y así sucesivamente —todas esenciales para la
inteligibilidad final de una teoría diagramadora—, sigue estando desarticulado. Ahora bien, como
Sandra Waxman, una teórica del desarrollo de línea cognitivista, lo expresó, «hemos de descubrir
aún un conjunto de rasgos elementales, para discriminar el sentido en que son primitivos, para
comprender los mecanismos por medio de los cuales se adquieren o para derivar sus reglas de
combinación» (1991, pág. 108). Tal vez esta laguna no sea tan sorprendente. El teórico se
enfrenta de nuevo con el problema de comprender cómo llega el individuo a reconocer los rasgos,
los objetos y las configuraciones de los acontecimientos a fin de que pueda dar comienzo la

110
Críticas y consecuencias

diagramación. ¿Cómo es posible reconocer los rasgos de una configuración particular sin un
concepto preliminar de estos rasgos? ¿Cómo llega uno a distinguir las clases de plumas, picos,
alas y demás, todas las cuales entran en la generación de la categoría natural «pájaro»? ¿No debe
uno disponer ya de un sistema categorial en el que estos rasgos se hacen sensibles y
discriminantes a fin de reconocerlos? ¿Cuál es el origen de este sistema categorial? O, en
palabras de Waxman (1991), «el supuesto es que el [prototipo] para un concepto dado se abstrae
de un conjunto de ejemplares. Sin embargo, este argumento es circular, dado que uno quisiera
saber de qué modo logra el niño entresacar en primer lugar los ejemplares apropiados. ¿Qué hace
que el niño (o el adulto) se abstenga de intentar abstraer una representación compendiada de un
«concepto» que incluya perros, bolas de azúcar y granizados?» (pág. 108).
Desde luego, no es posible salvarlo argumentando que las cualidades de los ejemplares se
construyen a partir de la exposición a sus subcaracterísticas o cualidades, ya que tal refutación
simplemente cambiaría de lugar la pregunta crítica. ¿Cómo se reconocerían estas
subcaracterísticas? En efecto, para solucionar el problema de cómo las personas llegan a tener
conceptos —por ejemplo, de aves o de otras «ocurrencias naturales»—, el teórico que traza los
mapas tiene que descansar finalmente en la existencia de inputs transparentemente disponibles o
no categorizados (como, por ejemplo, en este caso, plumas, picos, y demás) en el sistema
cognitivo. Pero si sólo cuentan los inputs o son significantes para el individuo en la medida en
que son conocidos (interpretados, etiquetados, categorizados), entonces tales entradas en el
sistema mental no tienen sentido. Simplemente no se registrarían como acontecimientos
identificables. 5
Frente a estos dilemas agobiantes, muchos pensadores han intentado retroceder a cierta
forma de explicación innatista del desarrollo categorial (véase, por ejemplo, Markman, 1989;
Carey, 1985; Foodor y otros, 1980). Ampliando una tradición que se remonta a por lo menos el
planteamiento kantiano de las categorías a priori, la argumentación innatista sostiene que los
seres humanos están genéticamente dotados para realizar determinadas distinciones básicas. Para
Kant, la naturaleza humana permite que el individuo comprenda el espacio, el tiempo, la
causalidad, y demás aspectos elementales del mundo. En la tradición neokantiana, Chomsky
(1968) ha propuesto que el individuo posee un conocimiento innato del lenguaje, un
conocimiento semántico que permitiría que se generaran una infinidad de oraciones bien
construidas. Y, como postularon Gibson (1979) y sus seguidores, las categorías del individuo
para comprender el mundo en cierta forma están en correspondencia con el mundo, ya que si no
lo estuvieran, la especie humana habría perecido hace mucho tiempo. La selección natural
esencialmente nos ha dejado con un conjunto de distinciones cognitivas que se adaptan al mundo
tal como tiene que ser. Ésta es también la posición a la que Harré (1986) se ve finalmente
conducido en su intento por defender una base realista para una filosofía de la ciencia.
Con todo, la orientación innatista del origen conceptual también presenta problemas
esenciales. De entrada, resulta muy difícil sostener un argumento según el cual la disposición
genética pudiera proporcionar más que un conjunto rudimentario de orientaciones conceptuales
(color, tiempo); a medida que el número de categorías supuestas empieza a aproximarse al

5
Una alternativa a las exposiciones de tipo refuerzo o diagramación es la defendida por Vygotsky. En particular
Vygotsky (1978) hace hincapié en la prioridad de lo social sobre lo cognitivo. Para él, el pensamiento de nivel
superior es una forma interiorizada de proceso social. Con todo, esto le pone en una situación peligrosa cuando
intenta dar cuenta de aquellos procesos que permiten que el niño entienda los procesos sociales, ciertamente una
necesidad si el niño ha de incorporarlos. Tal como Colé (1985) concluye en su estudio crítico de Vygotsky, «el
proceso de transformación de rasgos independientes de cultura en procesos cognitivos individuales queda con todo
sin especificar» (pág. 47).

111
La psicología social y la revolucion erronea

lenguaje de una cultura resulta difícil evitar una alternativa de estilo medioambientalista. Aunque
admitamos un conjunto limitado de distinciones, sin embargo, a duras penas determinaremos
cómo se podría derivar una gama de conceptos que de un modo característico están al alcance y
disposición del individuo. Dados determinados tipos de distinciones, ¿cómo se desarrollan otras?
Si uno está genéticamente programado para distinguir entre la melodía «Dios salve al rey» y
«cualquier otra cosa», ¿sobre qué bases se han de establecer las distinciones dentro del reino de
«cualquier otra cosa»? ¿Cómo se distinguirá entre el concierto para piano número 21 de Mozart y
el himno «Yankee Doodle»? Ambos se encuentran eficientemente situados en una categoría nula.
¿Qué provocaría un nuevo asalto al sistema de constructos existente, y cómo? 6 De manera
equivalente, resulta difícil ajusfar la exposición innatista con el léxico siempre en aumento e
inmenso ya de los asuntos humanos. Cada día surgen nuevas palabras («EC», «PMS», «muestra
musical»), y si estas palabras entran en el mundo conceptual del individuo, ¿de qué modo tiene
lugar? Nadie propondría que estamos genéticamente preparados para comprender, ni una
exposición de estilo medioambientalista explica este tipo de comprensión.
Enfrentados con los dilemas gemelos de un minucioso medioambientalismo y un innatismo
igualmente ocioso, muchos investigadores contemporáneos aceptan como base teorías que
combinan ambos procesos: una forma limitada de medioambientalismo «ascendente» y un
proceso computacional igualmente limitado «descendente». Por ejemplo, los investigadores de
Yaie (véase Galambos, Abelson y Black, 1986) proponen un enfoque en el que las estructuras de
conocimiento operan de manera simultánea tanto sobre una base ascendente como descendente.
La comprensión del mundo (y, de un modo más específico, de los textos) depende tanto del input
del entorno como del procesamiento activo de esquemas mentales ricos en contenidos. Por
ejemplo, cuando un lector encuentra la palabra albatros en un texto, puede desencadenar diversos
esquemas, algunos de los cuales pueden contener información acerca de los pájaros. Estos
esquemas se dice que afectan la comprensión subsiguiente que el lector tiene del texto. Con todo,
uno ha de ponderar cómo se habían desarrollado inicialmente los esquemas. Si la comprensión se
basa en la aplicación de esquemas, ¿de qué modo se podría dar sentido a «albatros» en la
iteración inicial (y en las subsiguientes)? La combinación de las orientaciones medioambientales
e innatistas no consigue proporcionar una respuesta viable a la pregunta por los orígenes; siempre
que una orientación se enfrenta a la incoherencia, simplemente pasa el enigma a su compañero.

El punto muerto de la acción

Así, pues, hasta ahora encontramos que en el ámbito cognitivo no hay ningún modo viable
de derivar las categorías cognitivas de la naturaleza del mundo, ni modo de construir categorías
de representación desde inputs externos. Ahora tenemos que indagar en la relación entre la
cognición y la conducta subsiguiente. Si los problemas precedentes pudieran de algún modo
resolverse, ¿de qué modo hemos de comprender entonces la influencia de la cognición en la
acción humana? A menudo se dijo de uno de los primeros cognitivistas, Edward Tolman que su

6
Tal como Johnson-Laird (1988) resume, el problema de la adquisición conceptual ha conducido a Jerry Fodor a la
conclusión extrema de que todos los conceptos son innatos. Fodor demuestra que los niños que comprenden una
lógica simple nunca podrían derivar una lógica más compleja a partir de sus premisas, sino que ante todo habrían de
comprender un nuevo conjunto de expresiones. Para Fodor, «literalmente no existe nada similar a la noción de
aprendizaje de un sistema conceptual más rico que el que uno ya tiene» (citado en Johnson-Laird, pág. 135). Para
combatir lo que considera como la insostenibilidad de la conclusión de Fodor, Johnson-Laird sustituye las categorías
innatas por un proceso innato de maduración. Con ello aún queda sin respuesta el problema de la adquisición de
conceptos.

112
Críticas y consecuencias

teoría de los mapas cognitivos era problemática porque dejaba el organismo «perdido en el
pensamiento». No proporcionaba medios con que generar la acción a partir de la cognición.
¿Acaso este problema fundamental ha sido ahora resuelto? Con un ojo puesto en la historia de la
filosofía, se podría sospechar que no. Los filósofos, desde Descartes, infructuosamente han
ponderado en qué medida la mente es capaz de influir en la materia o en los movimientos físicos,
de qué modo un dominio sin coordenadas espacio-temporales puede provocar cambios en un
segundo dominio que sí posee estas características. 7
Problemas adicionales emergen de manera más clara en la investigación cognitiva actual.
Uno tiene que ver con el desplazamiento desde el dominio de los conceptos abstractos al dominio
de la acción concreta. Los conceptos o las categorías mentales han sido considerados
tradicionalmente como abstracciones de la realidad. Por consiguiente, no son imágenes eidéticas
del mundo sino categorías en las que el individuo sitúa los acontecimientos según un abanico
especificado de criterios. Tal como muchos comentaristas lo expresan, la cognición es el proceso
mediante el cual se organiza la experiencia sensorial; a menudo añaden que esta organización
sirve como abstracción o codificación de los datos sensoriales; muchos son los que mantienen
que las abstracciones tienen una forma preposicional. Con todo, si los conceptos, los esquemas y
demás son superordenados, uno rápidamente se enfrenta con la pregunta de cómo este tipo de
conocimiento puede ser puesto a disposición del uso en la conducta. ¿De qué modo emplea el
individuo un sistema de abstracciones para generar acciones concretas o particularizadas? (véase
también el capítulo 4, págs. 134-135). Los intentos para dar respuesta a esta pregunta nos llevan a
un cenagoso pantano conceptual paralelo al que nos enfrentábamos en el caso del origen del
concepto, y no menos penetrable.
Examinemos al individuo que se conceptúa a sí mismo como una «persona simpática» y
quiere poner este concepto en acción. ¿De qué modo puede determinar lo que constituye
«simpática» una acción sobre una ocasión particular, dado que en este aspecto el concepto de
«persona simpática» es completamente inexpresivo. En sí, la abstracción no recomienda o
especifica ningún conjunto particular de movimientos corporales (por ejemplo, «extender la
mano derecha hacia delante del cuerpo a una velocidad de 20 km/h...»). Y para complicar aún
más las cosas, prácticamente cualquier movimiento del cuerpo puede considerarse simpático o
antipático dependiendo de las circunstancias (no hay ninguna imagen eidética que comporte el
concepto «simpático» de manera necesaria). Este enigma parece quedar resuelto si, llegados a
este punto, se recurre a un constructo o regla de segundo orden, a saber, aquella que percibe el
carácter exacto de las «acciones simpáticas» en diversas ocasiones. Este constructo de segundo
orden (posiblemente considerado como una subestructura jerárquica de la clase más genérica
«simpático») puede informar al individuo: «en ocasiones, cuando uno se encuentra con un amigo,
una sonrisa y un saludo representan una conducta simpática». Con todo, como rápidamente se
discierne, esta regla de segundo orden tiene también una forma abstracta; también deja preguntas
importantes acerca de particulares sin responder. Nada nos cuenta acerca de lo que vale en una
situación concreta como «encontrarse a un amigo» o qué forma de acción corporal constituye una
«sonrisa» o un «saludo». Aquello que ahora se requiere es un constructo de tercer orden o regla,
7
Aunque la psicología contemporánea se basa ampliamente en una metafísica dualista que se remonta por lo menos
a Descartes, las suposiciones dualistas nunca han alcanzado una amplia aceptabilidad dentro de la filosofía. Y, tal
como Smythies y Beloff (1989) observan en su reciente intento de defender esta posición «desacreditada», «la
objección más común a la posición cartesiana (en realidad, ya preocupaba al propio Descartes) era, y es todavía, que
una vez que hemos definido la mente y la materia de tal modo que no tengan nada en común, resulta difícil
comprender de qué modo pueden interactuar como parecen hacerlo en la vida» (pág. vii)

113
La psicología social y la revolucion erronea

aquella que informe al individuo de qué significan estos conceptos en un caso concreto. Un tipo
de constructo así podría indicar que un «amigo» es aquel que «nos apoya» y que «sonreír» es una
cuestión de «mover las comisuras de la boca en una posición arqueada hacia arriba». Pero, ¿de
qué modo ha de determinar el individuo qué constituye «apoyo» en cualquier ocasión, y, en
términos de movimientos corporales, qué significa «mover las comisuras de la boca en una
posición arqueada hacia arriba»? Tales instrucciones son, de nuevo, abstracciones que carecen de
particulares específicos. El problema que comporta aplicar el conocimiento conceptual a
circunstancias concretas, por consiguiente, vuelve a conceptualizaciones subsidiarias (aplicación
de reglas), que a su vez tienen que ser definidas aún en términos de otras conceptualizaciones
(reglas) que tienen que ser definidas en función de otras, y así sucesivamente, constituyendo una
regresión al infinito. No hay lugar en que el significado conceptual pueda definirse de otro modo
que con términos conceptuales y, por consiguiente, no hay salida a una gama de particulares
conceptualizados. Ni con mucho el pensamiento abstracto o conceptual nos permite hacer
derivaciones hacia el dominio de la acción concreta. Los enfoques contemporáneos de la
cognición dejan en esencia al actor «vagando por el diccionario de la mente».
Este problema va de la mano del enigma del origen del concepto. En este último caso
encontramos que no hay modo de derivar las categorías de representación de los objetos del
mundo real. Los particulares del mundo real no exigen que se haga por ellos ninguna
conceptualización particular. Del mismo modo, una vez dentro del ámbito conceptual, no hay
modo de determinar qué contaría de manera necesaria como una realización concreta de la
categoría mental. En efecto, no existen relaciones de necesidad lógica entre particulares
concretos, ya se trate del extremo «estímulo» o del extremo «respuesta» del continuo tradicional.
Y si esto es así, ¿qué tipo de consecuencias comporta la cognición para la supervivencia de la
especie? Si la observación no establece ninguna exigencia sobre la representación cognitiva, y la
representación no tiene de manera necesaria consecuencias en el comportamiento, entonces ¿qué
papel desempeña la cognición en la guía o dirección de la acción efectiva?
La lucha del teórico por relacionar la cognición con la acción arrostra todavía una ulterior
dificultad. Específicamente, tenemos que preguntar por cómo una categoría cognitiva, un
conjunto de proposiciones, una estructura representacional u otros similares pueden producir una
acción. Las entidades cognitivas han venido siendo típicamente caracterizadas como de carácter
mecanicista, como estructuras estables y duraderas. No son en sí mismas fuentes originarias de
acción. Por consiguiente, uno puede conocer una situación dada como «amenaza para la vida» y
concluir «tengo que escapar». Sin embargo, nada hay dentro de este estado conceptual que exija o
provoque cualquier forma particular de acción. Aun en el caso de que uno concluyera «tengo que
salir corriendo», nada hay en la apreciación misma que genere el movimiento corporal. Por
consiguiente, una vez dotado con una gama particular de conceptos, ¿qué es lo que finalmente
mueve al individuo a la acción?
Para resolver este problema, muchos teóricos han encontrado necesario postular fuentes
psicológicas adicionales, de manera más característica, energías, motivos o procesos dinámicos.
Se sostiene que son estas fuentes las que mueven al individuo a la acción, mientras que los
conceptos o esquemas de manera más adecuada proporcionan la dirección o los criterios para la
acción. Ahora bien, en el lenguaje corriente, decimos que tenemos deseos, anhelos, y
necesidades, y utilizamos nuestro conocimiento del mundo para ayudarnos a satisfacerlos. Con
todo, examinemos los problemas que de ello resultan: primero, el teórico tendría que admitir que
la cognición la dirige un sistema motivacional, por consiguiente la centralidad de la cognición en
la constitución humana queda concomitantemente reducida. Si son los motivos los que conducen
el organismo, la cognición sirve meramente como «el mapa del terreno», entonces los motivos (u

114
Críticas y consecuencias

otras fuentes energéticas) se con-vierten en un foco crítico de estudio, sustituyendo a la cognición


como la «fuente originaria» de la acción. En el caso extremo, las cogniciones se con-vierten en
«meros derivados» o «peones» de energías más fundamentales. Para el cognitivista moverse en la
dirección de las fuentes de energía es ame-nazar la empresa cognitivista. 8
Si la fuente motivacional se añade al compendio explicativo, entonces uno se enfrenta a la
nueva pregunta sobre cómo trabajan juntos los motivos y las cogniciones. ¿Cómo, por ejemplo, el
sistema conceptual «conoce» (registra o refleja) la dirección motivacional? ¿Cuáles son las metas
de nuestros deseos? ¿El sistema conceptual no habría de tener un medio para identificar el estado
del sistema motivacional? Con todo, si el sistema conceptual es de naturaleza descendente —si es
la percepción del deseo y no el deseo mismo lo que cuenta—, ¿no se elimina de modo efectivo el
deseo de la escena? El deseo desaparece como un dispositivo instigador del mismo modo que el
«mundo real» era olvidado en el primer análisis. Si la cognición es, en cambio, teorizada como
ascendente, ¿no rehabilita el cognitivista todos los problemas de un enfoque medioambientalista
del conocimiento (ahora al nivel del proceso interno) que el concepto de una cognición
descendente estaba destinado a resolver? Y si consideramos la fuente motivacional y su
operación, nos enfrentamos todavía a más problemas. ¿Cómo es que, por ejemplo, la motivación
puede operar careciendo de medios para (1) identificar la meta que se está intentando alcanzar
(saber o conocer qué dará placer o satisfacción), y (2) sostener tenazmente esta meta durante el
tiempo suficiente que permita la acción efectiva? Si a la fuente motivacional se le garantiza esta
suerte de capacidades —la capacidad de «reconocimiento» y de «memoria»—, rápidamente se
pone en claro que hemos generado un segundo dominio de cognición. Es decir, hemos dotado la
motivación de los mismo atributos que previamente se daban po
r sentados para la cognición. En la actualidad no tenemos un sistema cognitivo en el
individuo sino dos, y el edificio teórico empieza a tambalearse víctima de su propio peso.

La segunda revolución: la epistemología social

Los argumentos precedentes amplían el campo de preocupaciones de los capítulos anteriores


al extender el abanico de limitaciones a una explicación cognitiva del conocimiento humano. Tal
como sugieren, la orientación cognitiva no sólo elimina del interés científico la amplia parte de
preocupaciones humanas, también es incapaz de explicar tanto el origen de sus estructuras como
los medios a través de los cuales la cognición afecta a la acción. Tal como he sugerido en
capítulos anteriores, las principales dificultades con las que se topa la orientación cognitiva en el
dominio de la psicología derivan de problemas más generales inherentes a una metafísica
dualista. 9 Si un mundo real ha de reflejarse a través de un mundo mental y el único medio de

8
La teoría freudiana es un buen ejemplo de cómo un acento puesto en las fuentes motivacionales (el id) reduce la
importancia de la cognición (el ego) en la comprensión de la acción humana. Los cognitivistas contemporáneos son
bien conscientes de la amenaza potencial que supone el «mundo energético». Existe un movimiento vivo dentro del
ámbito cognitivo tendente a desarrollar medios teóricos tanto para convertir la motivación en una forma de cognición
(véase, por ejemplo, Kruglanski, 1992) como para considerar las emociones como energías conocidas (Schachter,
1964), subvirtiendo así el mundo energético y sosteniendo la hegemonía del cognitivismo. Sin embargo, en todos
estos casos, el teórico recapitula luego el problema presente (aunque ahora oculto detrás de la mesa): ¿Cómo las
abstracciones, los conceptos, las ideas o las proposiciones internas producen en sí mismas acción?
9
En otro lugar he utilizado el término «socioracionalista» generando asi un contraste útil entre la epistemología
empirista, por un lado, y la racionalista, por otro (Gergen, 1994). El término sugiere que aquello que denominamos
racionalidad es un derivado no de la mente individual sino del intercambio social. La epistemología social se escoge
en el presente contexto para hacer hincapié en la sustitución de la exposición del conocimiento clásica en términos de
relación sujeto-objeto por un enfoque específicamente social. Aunque sin renunciar plenamente a los vínculos con la

115
La psicología social y la revolucion erronea

determinar el emparejamiento es a través del mundo mental, entonces el mundo real siempre
seguirá siendo opaco y la relación entre ambos inexplicable.
Con todo, tal como hemos visto, existe otra revolución que tiene lugar dentro del mundo
intelectual, aquella que no sólo permite abandonar estos vetustos problemas, sino que invita a
nuevas formas de investigación. Se trata de una revolución que se extiende a través de las
disciplinas y que sustituye la epistemología dualista de una mente cognoscente que se enfrenta a
un mundo real por una epistemología social. El lugar del conocimiento ya no es la mente del
individuo sino más bien las pautas de relación social. A fin de dilucidar las consecuencias que
este cambio tiene para una psicología social relativizada, es útil subrayar algunos de los
principales argumentos entresacados de capítulos anteriores.
Si en primer lugar dejamos en suspensión la preocupación por los problemas subyacentes a
cómo se relacionan la mente y el mundo, quedamos libres para trabajar en una parcela en la que
los frutos se encuentran a una distancia más satisfactoria. En lugar de marearnos fútilmente con
los «conceptos en nuestras cabezas» puede que sea útil que dirijamos nuestra atención más bien a
la función del lenguaje (en todas sus formas), tal como lo conocemos en el quehacer cotidiano. Es
posible dejar a un lado las preguntas lóbregas sobre cómo operan los esquemas, los prototipos,
las memorias y los motivos, y centrarnos en el modo en que nuestras palabras se incrustan en
nuestras prácticas de vida. Este movimiento nos prepara para otro más, ya que el lenguaje
hablado y escrito es inherentemente un resultado del intercambio social. Si un individuo
dispusiera de un lenguaje que fuera exclusivamente privado no sería considerado mediante
estándares comunes un lenguaje. Si estas propuestas parecen razonables por el momento,
entonces estamos en disposición de concluir que aquello que damos por proposiciones
cognoscibles sobre el mundo son esencialmente el resultado del hecho de estar relacionados
socialmente. Aquello que consideramos como proposiciones que vehiculan el conocimiento («la
tierra es redonda y no plana», «las personas están biológicamente preparadas para la expresión
emocional») no son logros de la mente individual, sino de las relaciones sociales.
La pregunta crítica planteada por una epistemología dualista es: ¿Cómo llega la mente a
reflejar la naturaleza del mundo real? Hasta que esta pregunta pueda recibir una respuesta, no hay
medio alguno para determinar cuándo un individuo ha adquirido un conocimiento preciso, o para
decidir cuáles de entre las exposiciones en competencia se aproximan mejor a la verdad. En
efecto, los criterios de la verdad dependen de la respuesta que se dé a lo que hemos visto que es
un conjunto intratable de problemas conceptuales. Al cambiar nuestro foco de atención de la
mente al lenguaje, sin embargo, la naturaleza de nuestras preocupaciones cambia
espectacularmente. Dejamos de preocuparnos por las cuestiones de fundamentación de la verdad
y de la objetividad. Aquello que acabamos denominando cosas en cualquier ocasión que se nos
presenta no es en absoluto un asunto de fidelidad al mundo tal como es. Se trata más bien de un
asunto de relaciones particulares en las que participamos. Esto no hace que el científico sea más
exacto en sus juicios que un niño de seis años, y con ello queremos decir simplemente que cada
individuo utiliza los términos que son más o menos adecuados a una serie de prácticas en las que
se halla comprometido.
En cuanto al construccionista, hay que decir que es posible que considere los conceptos de
verdad y objetividad en términos de la pragmática social. Son útiles, por ejemplo, para elogiar o
condenar. A un niño le recompensamos por «decir la verdad», no porque haya referido con
precisión un estado de sus neuronas sensoriales, sino porque la relación que nos facilita

cognición, la formulación elaborada por Fuller (1988) de una epistemología social —llevando la sociología del
conocimiento a sus límites epistemológicos— está en consonancia con la exposición presente.

116
Críticas y consecuencias

concuerda con nuestras propias convenciones como adultos. Cuando galardonamos al médico
especialista que descubre la terapia para una enfermedad mortal, lo hacemos no porque haya visto
los procesos corporales tal como son; más bien ha llevado a cabo una serie de prácticas
(juntamente con modos de indexación socialmente aceptables) que redundan en lo que
convencionalmente damos en llamar «la prolongación de la vida».
Tal como destacamos en capítulos anteriores, estas conclusiones generan nuevos ámbitos de
interés para el científico. Uno de los más prometedores es el de los valores humanos. En el caso
de la epistemología dualista, la preocupación por la ética, la moral y la ideología es algo
secundario (y para muchos, en su conjunto, algo descartable). El problema esencial es si el
científico registra con precisión el mundo tal como es; que al científico le guste o, al contrario,
deteste el objeto de observación es algo irrelevante, si no ofuscante, en cuanto al proceso de
adquisición de conocimiento. Para el epistemólogo social, en cambio, las exposiciones del mundo
se incrustan en las prácticas sociales. Cada exposición apoyará determinadas prácticas sociales y
amenazará a otras con la extinción. Por consiguiente, una pregunta crítica a plantear a las diversas
exposiciones del mundo es la que alude a cuáles son las clases de prácticas que apoyan. ¿Nos
permiten adoptar estilos de vida que creemos valorables, o tales exposiciones amenazan estas
pautas sociales? En cuanto al epistemólogo social, una pregunta de primera magnitud que tiene
que plantear, digamos, a la teoría skinneriana de la conducta, no es la de si es objetivamente
válida. Si adoptamos el lenguaje teórico propuesto en este dominio, la pregunta sería más bien:
¿De qué modos se ven nuestras vidas enriquecidas o empobrecidas? ¿Queremos abandonar las
diversas prácticas en las que son esencialmente constitutivos términos como «intención»,
«libertad» y «dignidad»? Si la respuesta es negativa, entonces podemos arrimamos a otras
comprensiones.

Formas de exploración construccionista

¿Cuáles son las formas de la investigación en el dominio de la psicología social que se ven
favorecidas por este cambio de una epistemología individual a otra social? Aquí es ante todo
necesario distinguir entre un programa de investigación interno y otro externo. Es decir, adoptar
sus suposiciones de una epistemología construccionista específicamente favorece determinadas
líneas de investigación. Como tentativas llevadas a cabo en términos de postura epistemológica,
extienden sus presuposiciones y tratan sus términos (respecto a todos los propósitos prácticos)
como si reflejaran el mundo tal como es. Con todo, habida cuenta de que una preocupación por la
verdad ha sido sustituida por las cuestiones de inteligibilidad, de utilidad social, y de valor
humano, el construccionismo no exige que toda la investigación sea llevada a cabo en sus
términos. En realidad, también invita al especialista a que explore y amplíe cualquier forma de
inteligibilidad que encuentre significativa dentro de las relaciones vigentes, tanto en el interior
como en el exterior del mundo especializado. Diré en breve más cosas sobre el programa
ampliado, sin embargo, hagamos un muestreo primero de las tres formas de investigación que
demuestran la potencialidad de una psicología social reconstruida.

La crítica social y reflexiva

Dado que el cambio a una epistemología social lleva consigo un renacimiento del interés por
los valores y la ideología, se invita al psicólogo a que hable claro de los asuntos que hasta ahora
han lindado con lo no profesional (ya que la ciencia, se acostumbra decir, «trata de hechos, no de
valores»). Los análisis comprometidos con valores, las críticas basadas ideológicamente, y las

117
La psicología social y la revolucion erronea

propuestas éticamente informadas en relación a modos alternativos de vida social son ahora bien
recibidos entre las filas de los valores profesionales. De lejos la mayor parte del trabajo de base
evaluativa en el campo de la psicología se ha centrado en la propia ciencia. Tal como muchos
creen, en sus afirmaciones de superioridad en temas de verdad objetiva, las ciencias han rodado
peligrosamente por la pendiente de la mistificación: los compromisos valorativos del científico
han encubierto el engañoso lenguaje de la neutralidad objetiva. El problema es tanto más grave
cuanto que la mayoría de los propios psicólogos parecen o bien estar desinteresados o estar
ciegos respecto a las consecuencias sociales y políticas de lo que es simplemente «decir que esto
es tal como es» (Ibáñez, 1983)
Hasta la fecha, las críticas internalistas más importantes han sido aireadas primeramente por
la «escuela crítica» y las psicólogas feministas. La primera, derivando su sostén del temprano
ataque de Marx contra el aparente valor de neutralidad de la teoría económica capitalista, y
aguijoneada por los últimos escritos de Adorno, Horkheimer y Habermas, se ha mostrado
vigorosa y amplia de miras en su crítica. La crítica que Pión (1974) hace de la investigación de
conflictos, el ataque de Newman (1991) de la psicología empirista, la propuesta de Wexier (1983)
de una «psicología social crítica» y los volúmenes editados por Armistead (1974), Larsen (1980)
y Ingelby (1980) son todos ejemplos relevantes. Se han hecho también intentos de ir más allá de
la sola crítica para construir una nueva forma de psicología basada en un pensamiento
neomarxiano. En el ámbito de la salud mental, el movimiento de la psicología radical (Brown,
1973; Newman, 1991) ha demostrado ser un catalizador vital. En el ámbito experimental, el
trabajo de Klaus Holzkamp y sus colaboradores ha sido esencial para el enfoque de una nueva
psicología (véase Tolman y Maiers, 1991).
Incluso más extensa es la gama de crítica ofrecida por el movimiento feminista en
psicología. Los primeros ataques se centraban en los prejuicios sexistas de la investigación
psicológica: el excesivo uso de muestras masculinas, la insensibilidad teórica a las diferencias
sexuales, y otras cuestiones «interiores al paradigma» (Deaux, 1985; Eagly, 1987; Parlee, 1979).
Sin embargo, en los últimos años los críticos feministas han empezado a desafiar el edificio
completo de la psicología empírica, incluyendo sus supuestos epistemológicos y metodológicos.
Tal como viene razonado, el enfoque que la psicología tradicional da del conocimiento está
saturado de prejuicios andrócéntricos. Su investigación se afana por controlar su objeto, por
separar al científico de aquellos que están «bajo estudio», el gusto por la metodología
manipulativa, y se muestra insensible o impermeable a la comprensión que el individuo tiene de
sus propias acciones (y particularmente de las que son propias de las mujeres) (Unger, 1983;
Belenky y otros, 1986; Gilligan, 1982; Squire, 1989). Lo que estas críticas exigen entonces son
nuevas maneras de pensar el conocimiento (M. Gergen, 1988b; Hare-Mustin, y Maraceck, 1988;
Kitzinger, 1987), la metodología (Roberts, 1981; Fonow y Cook, 1991) y los fines de la
investigación psicológica a los que se supone que sirven. En el último caso, los psicólogos
feministas están en trance de desarrollar enfoques alternativos de la investigación psicológica
(Hollway, 1989; Wiikinson, 1986; Morawski, 1987; M. Gergen 1989). 10
Aunque la escuela crítica y los análisis feministas se cuentan entre las formas más
coordinadas y plenamente desarrolladas de crítica, el impulso crítico se extiende ahora a través de
10
No existe necesariamente un acuerdo entre estas «psicologías alternativas» impulsadas ya sea por la escuela
critica, el feminismo y el construccionismo social. Aunque existe una afinidad potencial entre buena parte de la obra
feminista y un punto de vista construccionista, la mayoría de escritores de la escuela critica consideran su programa
como realista y materialista. El tema principal, sin embargo, es que un enfoque construccionista favorece tanto la
crítica ideológica como la ampliación de los vocabularios de la vida social. No exige que los resultados de ese
trabajo crítico sean consistentes con una perspectiva construccionista.

118
Críticas y consecuencias

un amplio espectro. Apfelbaum y Lubek (1976) han mostrado de qué modo la investigación
principal en la resolución de conflictos «vuelve invisible» la crisis de las diversas minorías y de
las forma particulares de injusticia a las que están sujetas. Tanto Furby (1979) como Stam (1987)
han articulado los prejuicios ideológicos que subyacen a los lugares del control de investigación.
Sampson (1978, 1988) ha desarrollado una serie de potentes argumentos contra la ideología del
«individualismo independiente» inconfesablemente seguido por la mayoría de las formas de
teoría psicológica. Deese (1984) ha mostrado cómo muchas concepciones populares de la
psicología contemporánea olvidan los supuestos que subyacen a las formas democráticas de
gobierno. Wallach y Wallach (1983) han sostenido que buena parte de la teoría psicológica
sanciona positivamente el egoísmo. Haciéndose eco de este enfoque, Schwartz (1986, 1990) ha
demostrado cómo las teorías que representan la acción humana como motivada por un deseo de
beneficio máximo y pérdida mínima estimulan las clases mixtas de actividades que predicen.
Otros análisis se han centrado en las funciones políticas e ideológicas a las que sirven teóricos
específicos, como Daniel Stern (Cushman, 1991), Abraham Maslow (Daniels, 1988) y Jean
Piaget (Broughton, 1981). Bradley (1989, 1993), Vandenberg (1993), Morss (1990) y Waikerdine
(1993), junto con la obra publicada de Broughton (1987), han puesto en tela de juicio, de un
modo reflexivo y profundo, presuposiciones comunes en el ámbito de la investigación sobre el
desarrollo. Tanto Larsen (1986) como Parker y Shotter (1990) han instrumentalizado docenas de
colaboraciones que ponen la psicología social de corte tradicional bajo un examen crítico,
prestando especial atención a sus apoyos ideológicos no examinados.
Dado que a menudo sus mensajes no son nada gratos y sus fundamentos escasamente
comprendidos, estas líneas de investigación apenas han sido abrazadas en masa por los
psicólogos (por no decir que han sido escasamente leídas). Sin embargo, no podemos
menospreciar la importancia de un tipo de trabajo como éste, en términos tanto de los nuevos
modos de expresión que ofrece a los miembros de la profesión como en cuanto a la
sensibilización ante la disciplina frente al impacto social y político de sus «informes objetivos».
Las principales necesidades, llegados a este punto, son las de una mayor expansión en el abanico
de voces representadas en esta empresa y la institucionalización, a gran escala, de la
investigación autorreflexiva (el desarrollo de cursos, revistas, redes y demás). Con esto, no
abogamos por el cese de todas aquellas actividades que se someten a examen crítico; sin
embargo, sí tiende a favorecer la apertura de actividades científicas a un abanico más amplio de
consideraciones que las que se han dado hasta la fecha.
Emparejada con la crítica interna o disciplinaria, una epistemología construccionista también
alienta los análisis evaluativos de la cultura en sentido más general. Desde el punto de vista del
especialista con sensibilidad ética, ¿cuáles son las imperfecciones de la sociedad contemporánea?
¿Qué alternativas han de ser consideradas? Antes de la hegemonía del programa conductista y del
empirismo en este siglo, los psicólogos podían participar con mayor libertad (y con mayor
desparpajo) en diálogos culturales sobre los valores, las políticas y las metas. Empezando con El
porvenir de una ilusión de Freud y continuando con las obras de Horney, Fromm y Marcuse,
hubo una participación vital en las polémicas acerca del bien cultural. Las posteriores
contribuciones de Robert Lifton, Thomas Szasz, Rollo May, Warren Bennis y Philip Slater, todas
ellas han dejado huellas importantes en la conciencia pública. 11 Sin embargo, este tipo de debates
y estudios han permanecido largo tiempo ignorados o han sido considerados con antipatía por

11
En otros dominios de la ciencia social, donde el compromiso empirista era menos intenso, la crítica social sigue
floreciendo. Hannah Arendt, Robert Bellah, Alian Bloom, Barbara Ehrenreich, Ivan Illich, Christopher Lasch y
David Riesman son sólo algunos de los que estimularon la conciencia cultural en el presente siglo.

119
La psicología social y la revolucion erronea

parte de quienes estaban dentro de la academia. A medida que las exigencias empiristas han ido
marchitándose y las consideraciones sociales han alcanzado el nivel de la conciencia, el camino
ha quedado de nuevo practicable para una crítica cultural más amplia. El análisis que Dinnerstein
(1976) llevara a cabo de las relaciones entre los sexos, tal vez una obra de primera magnitud,
demostró la posibilidad de vehicular un potente mensaje social sin que con ello se resintiera la
integridad de la especialidad. En Changing the Subject, Henriques y otros (1984) atacan las
formas individualizadas de comprensión que son comunes a las instituciones occidentales, y
señalan sus efectos nocivos sobre la vida organizativa, la política, la educación y las relaciones
entre los sexos. Waikerdine (1988) ha ampliado esta forma de análisis centrándose de un modo
más explícito en la subyugación de los procesos de razonamiento en las instituciones educativas.
Las obras de Tavris (1989) y de Averill y Nunley (1992) desplazan el diálogo desde la^academia
a la cultura en la medida en que desafían el enfoque ampliamente aceptado de la emoción como
algo biológicamente fijo y abren, mediante el análisis construccionista, alternativas para la acción
cotidiana. Mi propia aportación, The Saturated Self, intenta seguir las consecuencias críticas de la
tecnología de la comunicación en relación con la concepciones contemporáneas del yo y de la
relación.

Formas de construcción social

Una segunda línea de la investigación construccionista se centra en la construcción del yo y


del mundo. Este tipo de trabajo característicamente cae bajo las rúbricas de construcción social,
análisis del discurso, comprensión cotidiana, cálculo social o etnometodología. El intento
esencial de este tipo de investigación consiste en documentar las realidades que se dan por
sentadas y que son así integrales para las pautas de la vida social: cómo se caracteriza (describe,
comprende, indexa) la gente a sí misma y el mundo con el que tratan de modo que sus acciones
son inteligibles y justificables. Ilustrativas de esta tendencia en franca expansión son las
investigaciones en torno a la naturaleza construida de las concepciones que damos por sentadas
acerca del cuerpo (Young, 1993), la diferencia entre los sexos (Laqueur, 1990), la enfermedad
desde el punto de vista del médico (Bury, 1987; Wright y Treacher, 1982), el deseo sexual (Stein,
1990), el embarazo (Gardner, 1994), la infancia (Stainton Rogers y Stainton Rogers, 1992), la
inteligencia (Andersen, 1994), el abuso de la mujer en el entorno matrimonial (Loseke, 1992), el
curso de la vida (Gubrium, Holstein, y Buckholdt, 1993) y la geografía del mundo (Gregory,
1994).
A nivel de la superficie, esta empresa se asemeja fuertemente a la investigación en áreas de
la cognición social (Semin y Krahe, 1987), fenomenología (Giorgi, 1985), la teoría subjetiva
(Groeben, 1990) y la representación social (Moscovici, 1984). En cada caso, la investigación se
centra en el lenguaje hablado o escrito. Sin embargo, existen importantes diferencias entre las
empresas, sus métodos y consecuencias. En primer lugar está la diferencia en las inferencias que
se sacan del procedimiento de investigación al servicio al que acaba rindiéndose la investigación.
En cuanto a los investigadores en la cognición social, la fenomenología y la teoría subjetiva, las
muestras de lenguaje se utilizan para sacar inferencias para las condiciones mentales (esquemas,
redes preposicionales, mundos de vida, estructuras de argumentación). En efecto, las muestras de
lenguaje son expresiones o emanaciones de un lugar de interés científico que yace en cualquier
otro lugar. El lenguaje no es en sí mismo socialmente significante; adquiere importancia en
términos del acceso que proporciona a «otro mundo». Además, la teoría de la ciencia que
racionaliza este tipo de trabajo es individualista y (salvo para algunos fenomenólogos) es dualista
en su origen. En cada uno de estos aspectos, este tipo de trabajo difiere de un modo importante de

120
Críticas y consecuencias

la investigación construccionista social.


El caso de la representación social es más complicado. En su fase inicial durkheimiana, la
representación social se definía como «la elaboración de un objeto social por la comunidad al
efecto del comportamiento y la comunicación» (Moscovici, 1963, pág. 251 [cursiva mía]). En
efecto, el énfasis era no cognitivo y, en este sentido, tenía mucho en común con el
construccionismo social. Al mismo tiempo, el centro era macroestructural, y las cuestiones
construccionistas de las relaciones microsociales recibían poca atención. Posteriores
formulaciones (véase, por ejemplo, Moscovici, 1984) adoptan una orientación distintivamente
cognitiva; las representaciones sociales se consideran formas de constitución mental y las
representaciones de la comunidad simplemente un sumatorio de acciones individuales. Aunque el
enfoque cognitivo ha sido sometido a una crítica importante (véanse Parker, 1987; McKinlay y
Potter, 1987), buena parte de la investigación asociada se ha mantenido en el contexto del marco
inicial. Así, por ejemplo, la investigación sobre los enfoques que se dan de la enfermedad y la
salud (Herzíich, 1973), las imágenes del cuerpo (Jodelet, 1984), las representaciones de las
relaciones estudiante profesor (Gilly, 1980), las relaciones televisivas (Livingstone, 1987) y otras
(véase el resumen que dan Farr y Moscovici, 1984), todas se centran en las comprensiones
públicas compartidas que se dan dentro de la cultura. Esta investigación mantiene una estrecha
afinidad con muchas empresas construccionistas.
Sin embargo, existe un énfasis adicional de buena parte de la investigación construccionista,
que la separa de muchas exposiciones representacionistas sociales, junto con la investigación
relacionada en la cognición social, la fenomenología y la teoría subjetiva. La mayor parte de la
investigación en estos diversos ámbitos favorece la estabilización cultural, es decir, su meta es
característicamente fijar o dar una estructura definitiva al modo de pensamiento (pauta societaria)
que se considera y examina. La labor de los cognitivistas sociales, por ejemplo, se completa una
vez que han delineado plenamente el carácter del mundo cognitivo. Similarmente, los
fenomenólogos pueden sentirse satisfechos cuando han captado los elementos esenciales del
campo fenoménico del individuo, y los investigadores activos en el ámbito de la teoría subjetiva
puede que se sientan complacidos si han explicado completamente la teoría subjetiva del
individuo. La aplicación de este conocimiento —de producirse— en general se deja a otros —a
los que hacen practicas o aquellos que quedan fuera del espectro científico—. En cambio, para
aquellos comprometidos en la investigación construccionista o discur^ siva, el objetivo de
investigación más frecuente es la desestabilización. Dado que las construcciones que las personas
se hacen del yo y del mundo son elementos constitutivos de la vida cultural, y dado que son los
instrumentos por medio de los cuales se llevan a cabo relaciones, es poco atractivo documentarlos
sirviendo a una teoría abstracta validadora y descontextualizada. Este tipo de documentación no
tendría mayores secuelas que el hecho de documentar los recitados del Padrenuestro, que no haría
más que dilucidar convenciones comunes. El problema más desafiante consiste en asignar
convenciones que no se reconocen comúnmente como tales (que son «naturales» o que se las da
por algo sentado), y que en cierto modo son problemáticas o lesivas para la sociedad. El
construccionista concentra su atención en los «modos de decir las cosas» que las personas en
general no consiguen reconocer como construcciones y que el investigador quiere desafiar.
Algunos de los primeros ejemplos del impulso desestabilizador de buena parte de la
investigación construccionista fueron estimulados por la obra de Spector y Kitsuse (1987),
Construccting Social Problems. En lugar de aceptar los problemas sociales tal como vienen dados
y precipitarse en las soluciones, exploran los modos como tales problemas llegan a definirse
como son. ¿Para quién es el alcoholismo, la homosexualidad, la drogadicción y demás, un
problema, y por qué lo es? ¿De qué modo se pueden enfrentar este tipo de cuestiones en términos

121
La psicología social y la revolucion erronea

de las matrices de significado en las que se incrustan? Otros ejemplos más de desestabilización
abarcan el análisis que Kessier y McKenna (1978) hicieron de la multiplicidad de definiciones de
los sexos que se oponen a la polaridad tradicional. Siguiendo líneas similares, los investigadores
demuestran los diversos modos como se construye el sexo (Lorber y Farrell, 1990), juntamente
con los conceptos de heterosexualidad y homosexualidad (Greenberg, 1988; Urwin, 1985), el
síndrome premenstrual (Rodin, 1992) y, por supuesto, la sexualidad misma (Tiefer, 1992;
Caplan, 1989). Otros han desestabilizado las formas tradicionales de teoría organizacional
(Kilduff, 1993) y tabús organizacionales (Martín, 1990). Este tipo de investigación es claramente
política en sus consecuencias, inquietando todo aquello que damos por sentado y abriendo nuevas
posibilidades para la acción. Las consecuencias desestabilizadoras son puestas especialmente en
claro en las demostraciones realizadas por Kitzinger (1987) acerca de cómo las construcciones
liberales del lesbianismo socavan las consecuencias radicales de los estilos de vida lesbianos y
contribuyen a la homofobia. Otra investigación ha intentado revelar el carácter construido de
diversos «fenómenos» psicológicos. Estos estudios ponen en peligro creencias añejas sobre la
existencia de procesos cognitivos (Coulter, 1979), hostilidad (Averill, 1982; Tarvis, 1989),
actitudes (Potter y Wetherell, 1987), dolor físico (Cohén, 1993), amor (Averill, 1985),
clasificaciones emocionales (Harré, 1986; Day, 1993), sinceridad (Silver y Sabini, 1985),
intención (Jayyusi, 1993), estructura de la personalidad (Semin y Chassein, 1985; Semin y Krahe,
1987), desarrollo infantil (Kessen, 1990) y adolescencia (Hill y Fortenberry, 1992). De un modo
similar, se ponen en tela de juicio los fundamentos para la angustia (Sarbin, 1968; Hallam, 1994),
la esquizofrenia (Sarbin y Mancuso, 1980), la depresión (Wiener y Marcus, 1994; Nuckells,
1992) y la anorexia y la bulimia (Gordon, 1990) y de un modo más general las clasificaciones
psiquiátricas (Gaines, 1992; Gremillon, 1992). Al revelar los modos como nos construimos
psicológicamente, se argumenta, ya no nos es preciso estar ceñidos por creencias tradicionales,
tanto en nuestro quehacer cotidiano como en el laboratorio de psicología.
Estas formas de desconstrucción se ven efectivamente complementadas por la importante
investigación de Jan Smedslund (1988, 1991) sobre las convenciones que rigen el uso del
discurso psicológico. Tal como sostiene Smedslund, a fin de ser inteligible, la investigación
empírica en psicología tiene que emplear estas convenciones comunes, porque fracasar a la hora
de interpretar convencionalmente es un absurdo. Por consiguiente, la investigación empírica en
psicología es ampliamente pseudoempírica: parece poner a prueba hipótesis, pero si contradice
las hipótesis viola las convenciones comunes de la comprensión (como al probar que, «cuando la
gente desea actuar, no actúa»). Utilizando argumentos similares he intentado, por mi parte,
demostrar la base analítica o definicional para todas las proposiciones significativas que
relacionan la mente con el mundo y la acción (Gergen,1988a).
En el hincapié que hace en la naturaleza contingente de los postulados de realidad, el
construccionismo también invita al investigador a pensar en términos de investigación
políticamente juzgada. En lugar de intentar «reflejar la verdad» de un modo tradicional, la
investigación misma se convierte en un instrumento para la emancipación o la intervención.
Genera una postura crítica hacia lo que se da por sentado. Siguiendo este hilo, los investigadores
se han centrado en el discurso existente sobre la maduración y el curso de la vida (Spencer, 1992;
Gubrium, Holstein y Buckholt, 1993), la representación cultural del SIDA (Treichier, 1987), la
negociación social de la violación (Wood y Rennie, en proceso editorial), la construcción del
problema de la conducta en las escuelas (Epstein, 1991), y los mitos y ceremonias que conducen
la política del bienestar a afirmar estereotipos sobre los pobres (Handier y Hasenfeid, 1991).
Otras investigaciones se han dirigido hacia temas tales como las creencias sobre la igualdad
racional (Alien y Kuo, 1991), las concepciones de la alfabetización (Gowen, 1991), la

122
Críticas y consecuencias

construcción de las noticias en los medios de comunicación de masas (lyengar, 1991) y la


producción de realidad política (Edelman, 1988).
La investigación tradicional empirista está ampliamente ocupada en establecer principios
generales, es decir, el conocimiento de la cognición, la memoria, la percepción, y demás, que
están contenidos por, o son independientes de, cada cultura o de la historia. Además de la luz que
puedan arrojar en los procesos universales (ya sea ampliando o reduciendo una hipótesis dada),
tiene poco interés en otras culturas y períodos históricos. El construccionista, en cambio, tiene
una aguda sensibilidad respecto a las perspectivas de otras gentes y épocas. Para uno, si el
investigador puede demostrar variaciones significativas en el modo como la gente da cuenta del
yo y del mundo, estos hallazgos pueden desafiar las realidades de sentido común de la cultura
contemporánea. Un tipo así de investigación puede, por consiguiente, utilizarse para desconstruir
las ontologías contemporáneas y, por consiguiente, abrir un espacio para el examen de las
alternativas. La investigación de Averill (1982) sobre el enfado constituye un excelente ejemplo.
En general, existe una fuerte tendencia a considerar las emociones como algo biológicamente
fijo: como tendencias naturales comunes a todas las personas. Con todo, al exponer las
diferencias marcadas en las pautas de acción a través de las diferentes culturas, Averill demuestra
que aquello que consideramos que son cosas dadas biológicamente, es mucho más plausibles
considerarlas como subproductos culturales. El enfado, adopta la forma de una realización teatral;
puede realizarse bien o mal, o puede ser abandonada en su conjunto como técnica de relación.
Esta conclusión se generaliza mediante una literatura en constante expansión, a la vez que está en
consonancia con ella. Esta literatura versa sobre la especificidad cultural de la emoción (véanse
Harré, 1986; Lutz, 1986a, 1988; Rosaldo, 1980), las concepciones del conocimiento (Salmond,
1982) y una diversidad de otros procesos psicológicos (Bruner, 1990; Shweder y Miller, 1985;
Kirkpatrick, 1985; Heelas y Lock, 1981; Carrithers, Collins y Lukes, 1985; Gergen y Davis,
1985).
Cuando empezamos a apreciar la validez local de cómo otros construyen el mundo, también
estamos preparados para examinar las concepciones alternativas del funcionar humano, del
conocimiento y de las prácticas relacionadas. De un modo más específico, este tipo de trabajo
desafía el presupuesto tradicional de una psicología con un tema de estudio unificado (por
ejemplo, cognición, emoción, y demás), y una metodología unificada (por ejemplo,
experimentación, métodos correlaciónales, y similares). Habida cuenta del hecho de que estos
presupuestos tradicionales a menudo se consideran como los creadores del resto del mundo según
una imagen occidental, y como una justificación para colonizar aún más, se trata de un objetivo
realmente ambicioso. Así, pues, toda una retícula de recursos compartidos a través de las culturas
se ve favorecida por un análisis construccionista comparativo, y redunda en un amplio
enriquecimiento de las teorías, los métodos y las prácticas.
Además de estimular el interés por otras culturas, este tipo de análisis también añade una
nueva y significativa dimensión al estudio histórico. Al recordarnos la condición contingente de
nuestras realidades dadas, las demostraciones del cambio histórico operan como comparaciones a
través de las culturas. Por ejemplo, impulsados por el trabajo innovador de Van den Berg (1961)
y Aries (1962), los investigadores se han centrado ampliamente en las variaciones históricas en la
concepción del niño (véanse las recensiones de Kagan, 1983; Borstelman, 1983; Goodnow y
Collins, 1990). Tal como Kessen (1979) concluye, estas variaciones históricas exigen nuevos
modos de conceptualizar la investigación del desarrollo infantil. El enfoque del estudio
acumulativo empírico está anticuado. La perspectiva defendida por Kessen se ve además apoyada
por la investigación que se lleva a cabo sobre las primeras raíces históricas de las concepciones
contemporáneas del proceso de desarrollo (Kirschner, en proceso editorial) y por una variedad de

123
La psicología social y la revolucion erronea

estudios que comparan las construcciones del niño a través de las diferentes culturas (véanse
Goodnow, 1984; Harkness y Super, 1983; Gergen, Gloger-TippeIt, y Berkowitz 1990). Las
conclusiones desestabilizadoras que se derivan de esta obra se intensifican gracias a la nueva
investigación sobre las variaciones históricas en el amor maternal (Badinter, 1980; Schutze,
1986), la pasión (Averill, 1985; Luhman, 1987), los celos (Steams, 1989), el olfato (Corbin,
1986) y el sentido del gusto (Borg-Laufs y Duda, 1991). Especialmente importantes para la
estimulación del impulso autorreflexivo en la psicología son los trabajos que exploran las raíces
sociohistóricas del concepto psicológico de persona (Buss, 1979), del sujeto en la investigación
psicológica (Danziger, 1990) y del concepto de experimento psicológico (Morawski, 1988). Una
investigación así nos invita a reconsiderar nuestros vínculos profesionales contemporáneos y a
ser sensibles a posibilidades alternativas.

Los procesos de construcción

Una epistemología construccionista invita a una tercera forma de investigación centrada en


los propios procesos sociales. ¿Por medio de qué procesos logran colectivamente las personas la
comprensión, de qué modo se producen los fracasos en la comprensión, y bajo qué condiciones
es probable que cambien o resistan al cambio las construcciones comunes, de qué modo pueden
reconciliarse construcciones contradictorias del mundo? El construccionismo abre un nuevo
conjunto de preguntas y ofrece una gama de recursos para la investigación. Hasta ahora, este tipo
de investigación se ha beneficiado grandemente de la obra pionera de Garfinkel (1967) sobre la
etnometodología, de las muchas intuiciones y aportaciones conceptuales de Goffman (1959,
1967) a las estrategias microsociales, y de las diversas contribuciones de Harré (con Secord,
1972, 1979) a una psicología social etnogénica. Un rasgo irresistible de esta obra ha sido su
cambio en el punto de interés y explicación dejando atrás el dominio interno o psicológico y
centrándose en el ámbito de la interacción. Ha renovado el interés por los procesos psicológicos
dentro de individuos singulares —suerte común a la psicología social experimental— con un
interés por la interdependencia, por los resultados determinados en común, o por la «acción
mutua». Aunque no siempre rompe con la perspectiva individualista, la investigación de la
autopresentación y de la gestión de la impresión (Schienker, 1985; Tseelon, 1992a), de la
exposición que da cuenta de lo social (Semin y Manstead, 1983; Antaki, 1981), de las relaciones
íntimas (Hendrick, 1989; Duck, 1994; Burnett, McGhee y Clarke, 1987), de episodios de
interacción (Marsh, Rosser y Harré, 1978; Porgas, 1979) y de la gestión del significado (Pearce y
Cronen, 1980; Sigman, 1987) ha hecho un marcado hincapié en la interdependencia social.
En la obra de Mummendey (1982) y sus colaboradores se hace un mayor y sui generis
hincapié sobre los modos como aparece la agresión no como una expresión de un impulso interno
sino como un producto de la interacción. Felson (1984) ha demostrado efectivamente la
importancia de este enfoque a la hora de comprender diversas agresiones criminales. Otras
perspectivas se han abierto a través de las incursiones hechas en los procesos de discurso. Los
estudiosos del desarrollo como Youniss (1987) y Berkowitz, Oser y Althof (1987) han explorado
la construcción social de la moralidad en el niño. Miller y otros (1990) han investigado los
medios a través de los cuales las prácticas narrativas afectan a la construcción que el niño hace
del yo. Riger (1992) se ha centrado, de un modo similar, en el sexo como una realización que
nace de la interacción, y Henwood y Coughian (1993) han hecho aportaciones sobre la
construcción mutua de la «intimidad» en la relación madre-hija. Davies y Harré (1990) han
teorizado sobre el posicionamiento del yo en el discurso. Potter y Wetherell (1987) han
examinado los modos como se generan «objetos de conversación» a través del intercambio social

124
Críticas y consecuencias

y como se utilizan diferentes movimientos conversacionales para garantizar o justificar los


diversos postulados de realidad. En una investigación que plantea un importante desafío al
enfoque tradicional de las personas como esforzándose por alcanzar la consistencia cognitiva,
Billig y sus colaboradores (1988) han demostrado las inconsistencias del discurso ideológico de
las personas. Edwards y Potter (1992) han dilucidado de qué modo los procesos de construcción
social propiamente sustituyen a los enfoques tradicionales de la construcción cognitiva y
demostraron la manera discursiva en que se constituyen el yo y el mundo, desarrollando los
rudimentos de una «psicología discursiva», haciendo hinfcapié en los procesos de elaboración del
«hecho», la creación de la actuación en la conversación y la responsabilidad como producción
discursiva. Otros han explorado la construcción del significado dentro de las organizaciones
(véanse, por ejemplo, Gray, Bougan y Donnellon, 1985; Cooperrider, 1990). La investigación
orientada por procesos también invita al análisis histórico o diacrónico. En este ámbito. Rose
(1985) ha analizado críticamente los modos en que se desarrolla la medida psicológica dentro de
un ethos, a la vez que lo apoyaba, favoreciendo el control societario del individuo. Tanto Gergen
(1991b) como Parker (1992) se han centrado en los cambios históricos del discurso psicológico
desde la época romántica hasta la posmoderna.
Los empiristas a menudo han distinguido entre la «generación» y la «aplicación» del
conocimiento. El investigador científico es el responsable del primero, mientras que quienes se
encuentran fuera del edificio científico han de cosechar —a través de una serie de deducciones
sistemáticas— los beneficios en su aplicación. En el capítulo 2 ya destaqué los problemas que
plantea esta orientación. Desde el punto de vista de una epistemología construccionista, la
distinción entre «cognoscente» y «agente» no es ya relevante. Dado que las ciencias humanas
generan discurso y prácticas significativas, y habida cuenta de que este discurso y estas prácticas
afectan a la vida cultural, la investigación en ciencias humanas es por sí misma una forma de
acción social. Conocimiento y aplicación no son algo que sea fundamentalmente separable. En
buena medida por esta razón, la investigación en el marco construccionista se vincula con mayor
frecuencia a cuestiones culturales destacadas: temas de conflicto, relaciones sexuales, ideología,
poder y otros. El examen pormenorizado de estas temáticas constituyen de por sí accesos a los
diálogos culturales.
Los desafíos prácticos han enervado muchos intentos construccionistas. Una diversidad de
estudios surgidos de los marcos prácticos vigentes hacen hincapié en esta posición pragmática.
Así, por ejemplo, Edwards y Mercer (1987) y Brice Heath (1983) exploraron los modos en que se
construyen las realidades en el aula. Las consecuencias de los procesos construccionistas para la
practica pedagógica han sido elaborados en las investigaciones de Bruffee (1993) sobre el
aprendizaje colaborativo y en los exámenes detallados de Lather (1991) sobre la pedagogía
posmoderna. Los enfoques construccionistas se han extendido a las prácticas de la dirección de
gestión organizativa (Astiey, 1985) y los medios con que las organizaciones forman y cambian
las realidades (Srivastva y Barrett, 1988; Deetz, 1992). Bhavnani (1991) se centra en el estudio
de las opiniones políticas de los adolescentes y en sus consecuencias para las disposiciones de
poder en la sociedad. La preocupación política también se ve reflejada en una diversidad de
estudios sobre los discursos racistas (Van Dijk, 1992), las retóricas del conformismo (Nir y Roeh,
1992) y el acoso en la calle (Kissiing, 1991). Los asesores de divorcio han empezado a
comprender los problemas de la pareja en términos de discursos sexuales (Riesman, 1990).
Aderson y Goolishian (1988), junto con Schnitman y Fuks (1993) ha reformado el marco del
proceso terapéutico para que permita la co-construcción de mundos posibles. Reiss (1981) ha
abierto la investigación sobre la construcción que la familia hace de la realidad, y con otros
colaboradores McNamee y Gergen (1992) han empezado a elaborar las consecuencias que ello

125
La psicología social y la revolucion erronea

tiene para la práctica terapéutica. Volveremos sobre el problema de la practica terapéutica en el


capítulo 10.
En la esfera social, se presta especial atención a los procedimientos textuales o retóricos a
través de los cuales las diversas realidades son comprendidas o desacreditadas. Siguiendo esta
línea, Leary (1990) ha reunido a los especialistas con el objetivo de examinar detalladamente la
función de la metáfora en la construcción de la realidad social. Sternberg (1990) ha comparado
las metáforas de la inteligencia, Brown (1992) ha mostrado de qué modo este tipo de metáforas
han dado poder retórico al movimiento que opta por las pruebas de inteligencia. Sarbin (1986) ha
prestado un servicio similar al demostrar la importancia de la narración tanto en la ciencia como
en la vida cotidiana. Kleinman (1988) trabaja en estrategias narrativas de la enfermedad, los
estudios narrativos de la teoría del desarrollo (Gergen y Gergen, 1986; Valsiner, 1992) y el
examen crítico que Spence hace de las estrategias narrativas de la terapéutica proporcionan una
rica gama de ilustraciones de las narraciones que actúan (véanse en este sentido los capítulos 8-
10). Una compilación de artículos editados por Shotter y Gergen (1989) y obras de Kondo (1990)
y Eakin (1985) demuestran la intervención de procesos textuales y retóricos en la formación de la
identidad.
Uno de los avances más significativos en los estudios del proceso social es la reasignación
del proceso psicológico a la esfera interpersonal: los procesos que tradicionalmente se asignaban
al mundo mental ahora se reconstituyen dentro de las relaciones. Las conceptualizaciones
relaciónales constituyen el punto focal de la parte III de este libro.

Hacia la distensión: el dominio externo

Estos diversos intentos ilustran algunos de los potenciales de la revolución construccionista.


Al mismo tiempo, es notable que se muestren en conjunto consistentes con los supuestos de una
epistemología social construccionista. En su intento por provocar, clarificar o transformar las
suposiciones, elaboran y extienden el enfoque construccionista del conocimiento social. El crítico
indicará que para llevar a cabo estas labores se utilizan a menudo procesos que tradicionalmente
pasan por ser métodos de investigación empírica. Cabe, pues, que el crítico plantee la pregunta de
que, si una epistemología social abandona las pretensiones de verdad, ¿no es incoherente utilizar
una diversidad de métodos empíricos de investigación? Tal como argumenté en el capítulo 3, la
respuesta a esta pregunta es que, en la gama presente de estudios, este tipo de métodos no
funcionan en el sentido tradicional en tanto que garantías de la validez de las proposiciones a las
que acompañan. Las tentativas del tipo subrayado anteriormente no son importantes porque sean
verdaderas o falsas; su importancia deriva de la utilidad social e intelectual del hecho de construir
la vida social de este modo. Ofrecen una alternativa significativa a muchos modos
contemporáneos de enmarcar el mundo y pueden, por consiguiente, ofrecer nuevas alternativas
para la acción. En este sentido, en cuanto a su función, gran parte de la investigación «empírica»
es esencialmente retórica, proporciona un modo efectivo de dar nuevo vigor a las diversas
explicaciones que dan cuenta de la realidad. Traduce el lenguaje abstracto de la teoría en el argot
de la vida cotidiana, reinterpretando de nuevo esa vida.
Esta orientación hacia la investigación empírica, al fin y al cabo, abre el camino hacia una
distensión entre los construccionistas sociales y los psicólogos sociales de línea más tradicional.
El objetivo del construccionismo no es eliminar todas las formas de investigación que se
muestren incoherentes con sus propias suposiciones. Si la primera función del lenguaje científico
es la pragmática, y no la de transportar la verdad, entonces hemos de ensalzar las metateorías, las
teorías y los métodos tradicionales, en todo aquello que aportan a los recursos de la cultura, y

126
Críticas y consecuencias

hemos de criticarlos con propiedad cuando sus consecuencias parecen lesivas. Igualmente, sin
embargo, podemos evaluar también la investigación y la práctica construccionistas en términos
de resultados culturales.
Examinemos la alternativa empirista. Dado que la función de las teorías es la de representar
pictóricamente el mundo tal como es, la colusión o competencia entre las teorías se acerca a lo
que sería un juego de suma cero: si una teoría es exacta, las voces discrepantes han de ser
eliminadas. Constituida así, la competencia entre el conductismo social y el cognitivismo es de
hecho una lucha a muerte: las dos teorías no pueden ser simultáneamente ciertas. Y de este modo
el dominio de la psicología contemporánea queda puntuado por campos hostiles y contenciosos y
el diálogo entre los campamentos de los beligerantes es mínimo. Con todo, cuando se adentra uno
en el mundo de la epistemología construccionista, este estado bélico demuestra ser irrelevante. El
juego no es del tipo suma cero con la objetividad haciendo las veces de arbitro entre los
dominios. Más bien, cada forma de inteligibilidad teórica —cognitiva, conductista,
fenomenológica, psicoanalítica y demás— da a la cultura los vehículos discursivos con los que
llevar a cabo la vida social. A medida que el número de inteligibilidades teóricas en el seno de la
especialidad se expande y amplía, también aumentan los recursos simbólicos de la cultura.
Liberar al mundo de la teoría psicológica, sería empobrecer el paisaje del intercambio social.
En este sentido, las primeras críticas hechas al programa cognitivo de ningún modo hay que
considerarlas letales. Primeramente intentan refrenar lo que de otro modo sería un impulso
imparable de una forma de ciencia altamente circunscrita y no reflexiva. Tal como he indicado, el
movimiento cognitivo ha tenido mucho que ofrecer en el sentido de nuevos e interesantes
enfoques de la acción individual, pero, en la medida en que este enfoque domina el paisaje
discursivo, la disciplina pierde su capacidad de enriquecer la cultura en la que se inscribe.

127
Capítulo 6
Las consecuencias culturales del discurso del déficit

...multiplicamos las distinciones, luego consideramos que nuestras débiles fronteras son cosas
que percibimos, y no algo que hemos hecho.
WILLIAM WORDSWORTH, The Prelude, Libro III

No podemos tener... psiquiatría sin nombres.


HENRY BRILL, M.D.,
Classification in Psychiatry and Psychopathology

Tal como he subrayado en los capítulos precedentes, el construccionismo social invita al


análisis reflexivo de la vida cultural. Quisiera a continuación examinar algo que considero un
problema cada vez más importante en la cultura contemporánea, un problema que parece estar
tanto acelerado en cuanto a su magnitud como carente de perímetros evidentes. También se trata
de un problema al que las prácticas discursivas de las especialidades del campo de la salud
mental —principalmente la psiquiatría y la psicología clínica— realizan una contribución
sustancial. A juzgar por mis muchos colegas, estudiantes y amigos que participan en prácticas
terapéuticas, creo que en general comparten un compromiso fuerte y genuino con una visión del
mejoramiento humano. Además, aunque la investigación sobre los efectos de la intervención
terapéutica llevan a conclusiones de ambigüedad interminable, resulta claro que muchos de los
que han buscado ayuda creen que la comunidad terapéutica desempeña un papel vital y humano
en la sociedad contemporánea. Con todo, me ocuparé de las consecuencias paradójicas de la
visión predominante del mejoramiento humano y la omnipresente esperanza de que estas
profesiones puedan mejorar la calidad de la vida cultural. Hay razones para creer que, en su
mismo esfuerzo de proporcionar medios efectivos para aliviar el sufrimiento humano, los
especialistas en salud mental, simultáneamente, generan una red de embrollos cada vez mayores
en cuanto a la cultura en sentido amplio. Este tipo de embrollos no sólo carece de utilidad para
los especialistas sino que, además, acrecienta exponencialmente el sentido de la miseria humana.

Discurso psicológico: ¿pictórico o pragmático?

A fin de apreciar la naturaleza y la magnitud del problema, ampliemos el estudio anterior


sobre las funciones del lenguaje a los temas del discurso mental. De este examen detallado
podemos extraer una distinción entre dos enfoques del vocabulario de la mente, el enfoque
pictórico y el pragmático. La mayoría emplea términos como «pensar», «sentir», «esperar»,
«temer», de un modo pictórico, a saber, del mismo modo que damos diferentes nombres a
personas individuales o diferentes etiquetas a objetos distintos en la naturaleza, utilizamos los
términos mentales como si reflejaran las condiciones distintivas que imperan en el interior de la
mente. El enunciado «estoy enfadado» se considera, por convención habitual, que describe un
estado mental diferente de otros estados, como serían la alegría, el aforamiento o el éxtasis. La
amplia mayoría de los especialistas terapeutas también proceden de un modo similar. Escuchan a
sus pacientes durante horas para averiguar la cualidad y el carácter de su «vida interior»: sus
pensamientos, emociones, miedos inarticulados, conflictos, represiones y, lo que es más
importante, «el mundo tal como lo experimentan». Comúnmente se supone que el lenguaje del
individuo proporciona un vehículo para el «acceso al interior» —revelando o exponiendo al
especialista el carácter de lo que no es directamente observado—. Y, prosigue el razonamiento, la

128
Consecuencias culturales del discurso del déficit

revelación es algo esencial al resultado terapéutico: ya sea proporcionando al terapeuta la


información sobre la condición mental del paciente, ya sea provocando autointuiciones,
intensificando el sentido que el paciente tiene de su autonomía o autoestima, induciendo la
catarsis, reduciendo la culpa...
Nuestro anterior estudio de las funciones del lenguaje (capítulo 2) produjo una variedad de
críticas dirigidas a la teoría pictórica del lenguaje y su lugar en la concepción tradicional del
conocimiento. Centramos particularmente la atención en los problemas sociales, ideológicos y
literarios que son inherentes al enfoque tradicional. Con todo, si el lenguaje no puede servir de
imagen o mapa del mundo externo, hay pocas razones para adherirse a esta posibilidad en el caso
del discurso psicológico. Si el lenguaje de la biología, la química, la crítica de arte, la política, el
atletismo y demás se utiliza para construir aquello que damos en considerar como «los hechos de
la materia», hay pocas razones en las que basar la suposición de que el discurso psicológico es
menos constitutivo de su campo referencial. Lo que es más relevante, en el caso del discurso
mental, es que existe una buena razón para sostener que no hay referentes locales a los que se
pueda vincular ese tipo de lenguaje. Tal como hemos visto, en el caso de la biología, de la
química, y de la crítica del arte, por ejemplo, es posible que las comunidades desarrollen
acuerdos locales sobre de qué modo hay que denominar los diversos «acontecimientos» u
«objetos». Las comunidades de biólogos pueden llegar a ponerse de acuerdo sobre de qué modo
términos como «neurona» y «sinapsis» clasifican diversos «estados de cosas» (véase el capítulo
3). Con todo, en el caso del discurso psicológico, no pueden establecerse, en principio, estos
estándares locales de referencia ostensiva. Examinemos algunos de los problemas concomitantes
a vincular términos psicológicos —«actitudes», «ansiedad», «intenciones», «sentimiento»,
etcétera— a un estado interno de cosas. 1
• ¿Cuáles son las características de los estados mentales por medio de las cuales podemos
identificarlos? ¿Por medio de qué criterios distinguimos, pongamos por caso, entre estados de
enfado, miedo y amor?
¿Cuál es su color, tamaño, forma o peso? ¿Por qué ninguna de estas cualidades parece aplicable a
los estados mentales? ¿Tal vez sea porque nuestras observaciones de los estados nos demuestran
que no lo son?
• ¿Podríamos identificar nuestros estados mentales a través de sus manifestaciones psicológicas
—presión de la sangre, frecuencia cardíaca, etc.? Si fuéramos lo suficientemente sensibles a los
diferentes complejos psicológicos, de qué modo sabríamos a qué estado se referían?
¿Un pulso acelerado indica enfado y no amor, esperanza y no desesperación?
• ¿De qué modo podemos estar seguros de que identificamos estos estados de un modo correcto?
¿No podrían otros procesos (por ejemplo, la represión o la defensa) prevenir una exacta
autoapreciación? (Tal vez la ira, al fin y al cabo, sea e ros.)
• ¿Con qué criterio podríamos juzgar que lo que experimentamos como
«reconocimiento cierto» de un estado mental es en realidad un reconocimiento cierto? ¿Acaso
este reconocimiento («Estoy seguro de mi evaluación») no exige todavía otra ronda de
autoevaluaciones («Estoy seguro de que lo que experimento es cierto»), cuyos resultados
exigirían procesos adicionales de identificación interna y así sucesivamente, generando una
regresión al infinito?
• Aunque todos estemos de acuerdo en el uso que hacemos de los términos mentales (que

1
Véase la cuidadosa critica que Mary Boyie (1991) hizo de las diagnosis de esquizofrenia. Tal como esta autora
muestra, estas diagnosis no se hallan basadas en la evidencia, sino que son altamente interpretativas y están llenas de
confusionismo conceptual. Véase también la critica que hace Wiener (1991) del concepto de esquizofrenia.

129
experimentamos temor, éxtasis, o alegría, por ejemplo, en ocasiones particulares), ¿cómo
sabemos que nuestras propias experiencias subjetivas se asemejan a las de los demás? ¿Por medio
de qué procesos podríamos posiblemente determinar si mi «temor» es equivalente al tuyo?
¿Cómo entonces sé que tengo aquello que cualquiera llama «miedo»?
• ¿De qué modo hemos de dar cuenta de la desaparición en la cultura de muchos de los términos
populares durante siglos anteriores, juntamente con el pasar de las modas en la terminología del
siglo actual? (¿Qué sucedió con términos como melancolía, sublimidad, neuralgia, y con el
complejo de inferioridad?) ¿Acaso las palabras han desaparecido porque este tipo de procesos ya
no existen en las mentes de los mortales?
• ¿De qué modo hemos de dar cuenta de las variaciones sustanciales en el vocabulario de la
psicología desde una cultura a otra? ¿Tuvimos antaño los mismos acontecimiento mentales que
los miembros de una tribu primitiva, por poner un ejemplo, la emoción del fago descrita por
Lutz (1988) en sus estudios sobre los ifaluk? ¿Hemos perdido la capacidad para experimentar
esta emoción? ¿Está oculta en algún lugar en el núcleo de nuestro ser, sepultada debajo de las
capas de la sofisticación occidental? ¿Por medio de qué estándares podríamos optar por un modo
u otro?
Estos problemas se han resistido desde hace mucho a toda solución y fuertemente sugieren
que utilizar el lenguaje mental de un modo referencial es profundamente erróneo. Más bien,
podemos adecuadamente considerar la presuposición de que el lenguaje mental refleja, representa
o se refiere a estados mentales dentro del individuo, con un carácter reificativo. Este tipo de
orientación trata como real (como existentes ontológicos) aquello a lo que parece referirse el
lenguaje. O, dicho con otros términos, al tratar el lenguaje como si clasificara estados mentales
distintos, uno se encuentra dentro de una falacia de concreción mal situada. Uno trata como cierto
el objeto putativo del significante en lugar del significante mismo. Con ello no queremos concluir
que «nada está en marcha» en el seno del individuo cuando se encoleriza, queda encerrado en un
azoramiento, u oye siniestros sonidos en la oscuridad. Sin embargo, nada hay en estas
condiciones humanas que exija un vocabulario distintamente mental. «Interiores de experiencia»
completamente diferentes pueden tener lugar a medida que uno interpreta el papel del Rey Lear,
en oposición al de Ótelo o al de Falstaff. Sin embargo, el actor no requiere ni un lenguaje de
estados mentales ni una fisiología para explicar sus acciones, para hacerlas inteligibles a los
demás. (Basta para la mayoría de propósitos con conocer que uno está «interpretando a Lear» sin
añadir descripción alguna de «apoyos» fisiológicos o psicológicos.) En efecto, utilizar el lenguaje
mental de modo referencial es cargarlo de consecuencias injustificadas y ofuscantes.
Contrastemos la orientación pictórica del lenguaje mental con otra, a la que denominaremos
pragmática. A este propósito, pongamos entre paréntesis el enfoque del lenguaje mental como un
indicador referencial de los estados internos y examinemos este tipo de lenguaje como un
constituyente de las relaciones sociales futuras. Esto es, siguiendo los argumentos establecidos en
los capítulos anteriores, podemos aventurarnos a decir que el lenguaje psicológico adquiere su
significado y relevancia significativa gracias al modo en que se utiliza en la interacción humana.
Por consiguiente, cuando digo «estoy descontento», en relación a un estado de cosas dado, el
término «descontento» no se vuelve significativo o apropiado según su relación con el estado de
mis neuronas o de mi campo fenomenológico, sino que, desempeña una función social
significativa. Puede usarse, por ejemplo, para poner coto a un conjunto de condiciones
deteriorantes, para conseguir apoyo y/o aliento, o para inducir una ulterior opinión. Tanto las
condiciones de la relación como las funciones que puede desempeñar se circunscriben a la
convención social. La frase «estoy profundamente triste» puede pronunciarse satisfactoriamente
con motivo de la muerte de un pariente próximo, pero no en la desaparición de una mariposa de

130
Consecuencias culturales del discurso del déficit

primavera. La frase «estoy deprimido» puede garantizar la preocupación y el apoyo de los demás,
pero no puede funcionar fácilmente como un adiós, como una invitación a la risa o al elogio. En
este sentido el lenguaje mental funciona más como una sonrisa, como un fruncir el ceño o como
una caricia que como un espejo del interior; es más similar al modo que tienen los trapecistas de
cogerse que a un mapa de las condiciones internas. En efecto, la gente utiliza los términos
mentales para constituir sus propias relaciones. 2

El lenguaje del déficit mental en el contexto cultural

La postura permanente respecto al discurso psicológico en la cultura occidental es


decididamente pictórica. De modo general, aceptamos que la gente dé cuenta de sus estados
subjetivos como algo válido (al menos para ellos). Si nos mostramos sofisticados, tal vez
queramos saber si tales sujetos son plenamente conscientes de sus sentimientos, o si se han
extraviado en un intento de proyectarse a sí mismos a partir de lo que «realmente» está ahí. Y, si
tenemos inclinaciones científicas, puede que queramos saber la distribución de los diversos
estados mentales (como, por ejemplo, la soledad y la depresión) en la sociedad de un modo más
general, las condiciones en las que se producen (como el estrés o el estar «quemado») y los
medios a través de los cuales puede alterarse (la eficacia comparativa de las diferentes terapias).
Sin embargo, es poco probable que pongamos en tela de juicio la existencia de la realidad a la
que esos términos parecen referirse; y dado que la ontología predominante de la vida mental
sigue careciendo en general de desafío, a veces inquerimos sobre la utilidad o la deseabilidad de
este tipo de términos en la vida cotidiana. Si el lenguaje existe porque los estados mentales
existen, hay pocas razones para una apreciación crítica del lenguaje. Según los criterios comunes,
desaprobar el lenguaje de la mente equivale a encontrar desagradable la forma de la tierra.
Con todo, si consideramos el discurso psicológico desde una perspectiva pragmática, el
lenguaje mental pierde su función como «transmisor de la verdad». Uno no puede afirmar el
derecho al uso del lenguaje sobre la base de que los términos existentes «denominan lo que hay».
Al mismo tiempo, nos enfrentamos a importantes preguntas relativas a las terminologías
existentes, ya que «los modos como hablamos» están íntimamente entrelazados con las pautas de
la vida cultural. Sostienen y apoyan determinados modos de hacer las cosas e impiden que otros
surjan. Desde la perspectiva pragmática tiene una importancia espectacular indagar los efectos de
los vocabularios predominantes de la mente sobre las relaciones humanas. Dadas nuestras metas
en cuanto a la mejora de lo humano, estos vocabularios ¿las facilitan o las obstruyen? Y, lo que
es más importante para nuestros propósitos, ¿qué clases de pautas sociales facilita (o evita) el
vocabulario existente del déficit psicológico? ¿De qué modo los términos de las especialidades
que pueblan el ámbito de la salud mental —términos como, por ejemplo, «neurosis», «disfunción
cognitiva», «depresión», «desorden de agotamiento postraumático», «trastorno de carácter»,
«represión», «narcisismo»— funcionan dentro de la cultura en general? ¿Conducen a formas
deseables de relación humana, si el vocabulario se amplía? ¿Existen alternativas más
prometedoras? No hay respuestas sencillas para estas preguntas; tampoco existe un debate muy
amplio. Mi propósito en este punto es menos desarrollar una respuesta última que generar un foro
2
Esto no equivale a afirmar que determinados estados del cuerpo, junto con diversas formas de conducta, no son
significantes a la hora de dar una significación a los términos mentales, sobre todo el vocabulario de las emociones.
El discurso psicológico no es característicamente más que un aspecto de una representación más plenamente
encarnada y, sin la plena representación (a veces implicando la aparición de lágrimas, gritos, aceleración del ritmo
cardiaco, etc.), la palabras no serian inteligibles. Más se dirá acerca de la terminología mental en general, y de las
emociones en particular, en el capítulo 9.

131
para un diálogo desafiante.
Las razones para este tipo de discusión han sido asentadas en algunos ámbitos relevantes. En
un abanico de obras altamente críticas, Szasz (1961; 1963; 1970) ha sostenido que los conceptos
de enfermedad mental no son exigidos por la observación; más bien, propone, funcionan como
mitos sociales y se usan (mal usan, si nos atenemos a su perspectiva) ampliamente como medios
de control social. Sarbin y Mancuso (1980) se hacen eco de estos argumentos al centrar su
atención en el concepto de esquizofrenia como construcción social. De manera similar, Ingelby
(1980) ha demostrado los modos en que las categorías de enfermedad mental se negocian a fin de
servir los valores o los envestimientos ideológicos de la especialidad. Kovel (1980) propone que
las especialidades de la salud mental son esencialmente formas de industria que operan
ampliamente al servicio de las estructuras económicas existentes. Las pensadoras feministas han
examinado los modos en que las nosologías de la enfermedad, las diagnosis y el tratamiento
perjudican a las mujeres y favorecen la continuidad del patriarcado (Brodsky y Hare-Mustin,
1980; Hare-Mustin y Marecek, 1988). Y bebiendo del análisis que Foucault hiciera de las
relaciones de saber-poder. Rose (1985) y Schacht (1985) han examinado diversos modos en que
los tests mentales y las realidades que generan sirven a los intereses de control propios de la
cultura. Todas estas críticas ponen en tela de juicio la capacidad de transmisión de la verdad del
lenguaje mental y concretan algunas de las consecuencias opresivas del uso habitual del lenguaje.
Hay mucho que decir sobre los modos en que funciona el lenguaje del déficit mental en la
cultura, y no todo es crítico. Del lado positivo, por ejemplo, el vocabulario de las especialidades
de la salud mental sirve para hacer que lo ajeno se torne familiar y sea, por consiguiente, menos
temible. Más que considerarse como «obra del diablo» o como «espeluznantemente extrañas»,
por ejemplo, las actividades no normativas reciben etiquetas estandarizadas, significando que en
realidad son naturales, plenamente anticipadas y desde hace mucho familiares a la ciencia. Al
mismo tiempo, este proceso de familiarización induce a sustituir la repugnancia y el temor por
reacciones más humanas y simpáticas del tipo de las que son idóneas para la enfermedad física.
Podemos mostrarnos más cultivados y comprensivos con alguien que sufre por una
«enfermedad» que no con alguien que parece intencionalmente obstructivo. Además, dada la
alianza de las especialidades de la salud mental con la ciencia, y habida cuenta de que la ciencia
está socialmente representada como una actividad progresiva o solucionadora de problemas, la
clasificación científica también invita a mantener una actitud esperanzada de cara al futuro. No es
preciso ir cargados con el peso de la creencia de que las enfermedades que hoy reconocemos
como tales lo serán para siempre.
Para la mayoría de nosotros, las prácticas discursivas actuales representan diferentes mejoras
sobre muchas de sus primeras predecesoras (véase Rosen, 1968). Con todo, huelga el optimismo
sobre estas cuestiones, ya que existe una «cara inactiva» sustancial para las inteligibilidades
existentes, y, como espero demostrar, estos problemas tienen una magnitud continuamente
mayor. Examinemos, en particular, la función de los vocabularios del déficit mental en la
generación y la facilitación de las formas de lo que podría considerarse como una debilitación
cultural.

La jerarquía social

¿Cuántos defectos te encuentro? Déjame contarlos: personalidad impulsiva, fingirse


enfermo, depresión reactiva, anorexia, manía, desorden de déficit de atención, psicopatía,
orientación de control extema, baja autoestima, narcisismo, bulimia, neurastenia, hipocondría,
personalidad dependiente, frigidez, autoritarismo, personalidad antisocial, exhibicionismo,

132
Consecuencias culturales del discurso del déficit

desorden afectivo estacional, travestismo, agorafobia...


Aunque intentan ocupar una posición de neutralidad científica, desde hace mucho tiempo se
reconoció que las especialidades de ayuda se basan en determinadas suposiciones sobre el bien
cultural (Hartmann, 1960; Masserman, 1960). Las visiones de conjunto propias de los
profesionales del campo en cuanto a lo que es el «funcionamiento sano» están recubiertas de
ideales culturales acerca de la personalidad (London, 1986; Margolis, 1966) y de las ideologías
políticas a ellos asociadas (Leifer, 1990). En este contexto, por consiguiente, encontramos que los
términos del déficit mental operan como dispositivos evaluadores, demarcando la posición de los
individuos a lo largo de ejes culturalmente implícitos del bien y del mal. A menudo podemos
sentir un grado de simpatía hacia la persona aquejada de una depresión incapacitadora, de
ansiedad o con un tipo A de personalidad. Sin embargo, nuestras simpatías a menudo están
teñidas por un sentido de la autosatisfacción, dado que la dolencia inmediatamente nos sitúa en
una posición de superioridad. En cada caso, el otro viene marcado por cierto tipo de fracaso:
insuficiencia de optimismo, de juiciosidad, de calma, de control, etc. Mientras que estos
resultados pueden parecer inevitables e incluso deseables como medios de sostener valores
culturales, resulta vital darse cuenta de que la existencia de los términos contribuye a la
proliferación de jerarquías sutiles pero no peligrosas, al estar acompañadas como están por
diversas prácticas de distanciación y degradación (Goffman, 1961). En este sentido, la existencia
de un vocabulario del déficit es análoga a la disponibilidad de armas —su misma presencia crea
la posibilidad de que haya blancos a los que disparar_ y, una vez que se accionan, «individuos
poco ideales» se ven alentados a participar en «programas de tratamiento», a ponerse bajo
cuidado psicofarmacológico, o a separarse de la sociedad ingresando en instituciones
asistenciales. Cuanto mayor es el número de criterios sobre el bienestar mental, mayor es el
número de vías por las que se puede uno volver inferior en comparación con los demás. Y de una
importancia equivalente, las mismas acciones pueden clasificarse de modos alternativos y con
resultados muy diferentes. A través del uso especializado del lenguaje se podría reconstruir la
depresión como una «incubación psíquica», la ansiedad como «una sensibilidad intensificada», y
el frenesí del tipo A como «la ética protestante del trabajo», un uso del lenguaje que invertiría o
borraría las jerarquías existentes.

Erosión de la comunidad

Diferentes terminologías inducen diferentes cursos de acción. Enfocar la criminalidad


adolescente como un problema de «privación económica» comporta consecuencias políticas
diferentes de las que derivan de definirla como un resultado de la «mentalidad de banda» o una
«vida doméstica deteriorada». Los términos del déficit mental, en la medida en que operan en la
sociedad contemporánea, están velados por una mística médica. Nombran enfermedades o
aflicciones, y, en términos de la lógica médica, enfermedad o aflicción exige un diagnóstico
profesional y un tratamiento. Con todo, en la medida en que los «afligidos» participan en este
tipo de programas, el «problema» es eliminado de su contexto normal de operación y
reconstituido dentro de la esfera profesional. En efecto, las especialidades profesionales de la
salud mental se apropian del proceso del realineación interpersonal, que de otro modo podría
producirse en un contexto no profesional. Las relaciones orgánicas con la comunidad están, por
consiguiente, interrumpidas, la comunicación mitigada, y las pautas de interdependencia
destruidas. En resumen, existe un deterioro de la vida de la comunidad. Cabría arriesgarse y
afirmar que los procesos de realineación natural son a menudo lentos, angustiosos, brutales o
atontados, y que la vida es demasiado breve como para soportar «todo aquello que no va como

133
anillo al dedo». Pero el resultado es que los problemas que de otro modo exigirían la
participación de personas relacionadas comunitariamente son eliminados de su nicho ecológico.
Los miembros de un matrimonio tienen una comunicación más íntima con sus terapeutas que
entre sí, incluso impidiendo la revelación de significativos puntos de vista a lo largo de la hora
que dura la terapia. Los padres abordan los problemas de sus hijos con los especialistas, y envían
a los niños con problemas a centros de tratamiento, reduciendo, por consiguiente, la posibilidad
de una comunicación auténtica (no autoconsciente) con su prole o con vecinos afectados. Las
organizaciones ponen a sus ejecutivos alcohólicos bajo programas de tratamiento y con ello
reducen el tipo de discusiones autorreflexivas que podrían dilucidar su propia contribución
posible al problema. Las parejas de «personas con problemas» son invitadas a participar en
«grupos de apoyo autorreflexivos» donde discuten la pareja ahora-objetivada con extraños. En
cada caso, los tejidos de interdependencia comunitaria o están lesionados o atrofiados.
Este punto está esencialmente claro para mí cuando reúno mis experiencias infantiles con
Kibby, un hombre mayor que a menudo hablaba en trabalenguas, no tenía trabajo, y a veces
haraganeaba con nosotros para jugar. A menudo nos divertía, a veces le evitábamos, y a veces le
gastábamos bromas. De vez en cuando hablaba de él con mi madre; ella me decía que debíamos
ser amables con él, pero que era un extraño y que no debía jugar con él solo. También habló con
la madre de Kibby acerca de los peligros posibles y del futuro de Kibby. La madre de Kibby
habló con la mayoría de los vecinos sobre su hijo. En aquella época no disponíamos de ningún
vocabulario acerca de la «enfermedad mental», ni de estereotipos aterradores procedentes de las
películas o la televisión, y menos aún de especialistas profesionales que dieran nombre y trataran
la «enfermedad». Kibby era simplemente extraño, pero todos logramos arreglárnoslas en la
barriada. Hoy sospecho que Kibby estaría sedado ante el televisor o encerrado en una institución
apropiada; ya no sería un miembro partícipe de la vida de la comunidad.

Autodebilitamiento

Los términos de la deficiencia (déficit) mental también actúan a fin de esencializar la


naturaleza de la persona que se ha de describir. Designan una característica del individuo que
perdura a lo largo del tiempo y de la situación, a la que tiene que enfrentarse si es que las
acciones de las personas han de ser comprendidas adecuadamente. Los términos de la deficiencia
mental informan al receptor de que «el problema» no se circunscribe o limita en el tiempo y el
espacio o a un dominio particular de su vida sino que es plenamente general. Lleva el déficit o la
deficiencia de una situación a otra, y como una marca de nacimiento o una huella dactilar, tal
como nos lo cuentan los manuales, la deficiencia inevitablemente se manifestará. En efecto, una
vez que las personas comprenden sus acciones en términos de déficit mental, están sensibilizadas
en cuanto al potencial problemático de todas sus actividades y cómo están éstas infectadas o
disminuidas. El peso del «problema» se extiende ahora en múltiples direcciones; es tan ineludible
como su propia sombra. A la edad de diecisiete años, Marcia Lovejoy, una mujer que ahora
trabaja en la rehabilitación de esquizofrénicos, fue a su vez diagnosticada de una esquizofrenia.
Sus doctores le hicieron saber en aquel momento que, a causa de su enfermedad, nunca podría
trabajar, acabar la escuela o ser capaz de mantener relaciones satisfactorias con los demás. La
situación, dijeron, no tenía esperanzas. Lovejoy comparaba este diagnóstico con la situación en la
que se nos dice que tenemos cáncer. «¿Qué sucedería si nadie que hubiera tenido un cáncer
sanara y fueran llamados por el nombre de su enfermedad? Que la gente dijera «¿qué se puede
hacer con estos cancerosos? no sería tan grave. Enviemos a estos cancerosos al hospital, ya que
no podemos curarlos» (Turkington, 1985, pág. 52). Ser clasificado en función de la terminología

134
Consecuencias culturales del discurso del déficit

del déficit o deficiencia mental es, por consiguiente, enfrentarse a una vida potencial de autoduda.
Estos resultados —jerarquía social, fragmentación comunitaria y autodebilitamiento— no
agotan los desgraciados resultados del lenguaje del déficit mental. Los teóricos existencialistas
también se habían preocupado por el modo en que este tipo de lenguaje sostiene un enfoque
determinista de la acción humana. Tener una enfermedad mental, según los criterios actuales, es
estar conducido por fuerzas qué exceden al propio control; es ser una víctima o un instrumento.
Así, pues, para el existencialista, las personas dejan de experimentar sus acciones como
voluntarias (Bugental, 1965). Sienten sus acciones como algo que está fuera del ámbito de
elección, como inevitables e incambiables, a menos que se sitúen —dependientemente— en
manos de profesionales. Muchos de los que actúan en el seno de las especialidades profesionales
de la salud mental, están también preocupados porque el lenguaje del déficit individual desvía la
atención del contexto social esencial a la creación de este tipo de problemas. Inhibe la
exploración de los factores familiares, ocupacionales y socioestructurales de significación
posible. La persona es condenada, mientras que el sistema queda exento de examen. Estas
cuestiones también tienen que permanecer en nuestro foco de atención.

El crecimiento profesional y la enfermedad mental

Examinemos el problema en su perspectiva histórica, particularmente las tendencias


hegemónicas del discurso psicológico, en general, y del lenguaje del déficit mental en particular.
Tal como ya propuse, el discurso de la psicología a menudo procede de los lenguajes naturales o
corrientes de la cultura. En efecto, son heredados a partir del lugar común de las tradiciones
culturales. Como resultado, la cualidad referencial o realista de estos lenguajes ya está
consensualmente validada. (Procesos de «pensamiento» y «motivación» merecen la atención
profesional porque su presencia en las personas es ya transparente dentro del medio cultural.)
Con todo, una vez absorbidos por las especialidades psicológicas, este tipo de lenguajes sufren
dos transformaciones principales. En primer lugar, son tecnologizados, es decir, cubiertos con su
riqueza connotativa y reasignados dentro de una serie de prácticas técnicas, incluyendo el análisis
teórico, la medición y la experimentación. Un concepto como el de racionalidad es extraído de su
contexto cotidiano, sustituido por términos técnicos como «cognición» o «procesamiento de la
información», clavado en formalizaciones sobre la inteligencia artificial, medido a través de
dispositivos de escucha dicotómicos y sometido a investigación experimental. Las especialidades
se apropian del lenguaje en la medida en que está tecnologizado. El lenguaje de la cognición o
del procesamiento de la información, por ejemplo, se eenvieften el patrimonio de las
especialidades y el especialista, entonces, reivindica el saber, aquel saber que una vez estuvo en
el dominio común. El profesional especialista se convierte en el arbitro de qué es racional y qué
irracional, inteligente o ignorante, natural o no natural. A medida que la especialidad y los
especialistas tecnologizan, etiquetan y miden los problemas de la gente, los legos son
descualificados en tanto que conocedores. En consecuencia, la sensación normal propia de un yo
que conoce, capta y siente se ve socavada (Farber, 1990). En efecto, quienes estén más
íntimamente familiarizados con el «problema» tienen que dar cabida a las expresiones
desapasionadas y delimitadas de una autoridad ajena.
Esta apropiación de los lenguajes comunes, y las afirmaciones resultantes de un
conocimiento superior, se ven fomentadas por un segundo proceso de autojustificación. La
justificación de superioridad en temas psicológicos deriva, en primer lugar, de la alianza de las
especialidades psicológicas con la tradición científica más general y la herencia filosófica más
amplia a través de las cuales las ciencias se hacen inteligibles. El discurso tecnológico al afirmar

135
una posición en el interior de las ciencias (como algo opuesto, por ejemplo, a la religión o al arte)
puede adquirir el peso retórico de disciplinas como la física o la química. (¿Cuántos dudan hoy en
día de la existencia de la esquizofrenia?) Todo avance en un sector cualquiera de las ciencias se
convierte en señal de promisión para otros ámbitos «científicos». Además, desde la Ilustración
hasta el empirismo fundamentador del siglo xx nos hemos sumergido en la retórica de que la
ciencia es a la vez racional y progresiva. En efecto, al afirmar de sí mismas que constituyen una
ciencia, apoyadas como están por equipos tecnológicos, las especialidades de salud mental pasan
a heredar una base justificativa convincente. 3
Para ilustrar los resultados simultáneos, tanto de la tecnologización como de la
autojustificación, examinemos términos comunes como «las melancolías», «pereza», «tristeza»,
«sentimientos malos» y «desdicha». Existe un grado razonablemente alto de similitud entre estos
términos, pero en la vida cotidiana cada uno tiene unas capacidades performativas o pragmáticas
determinadas que no comparte con los demás. Tener «melancolía» posee unos matices
honoríficos: uno ha «visto como es», «sabe de la vida porque ha vivido», «ha viajado mucho». La
frase exige un cierto grado de respeto. Estos matices no son compartidos por términos como
«tristeza», «enfermizo» o «desdichado». Ser «desdichado», por ejemplo, a menudo sugiere que
existe un estado contrastante que es más normal y natural, y un posible anhelo o esperanza por su
retorno. Sentirse «enfermizo» sugiere una condición física posible: no haber dormido la noche
anterior o haber bebido demasiado. Cada término lleva consigo un gama de consecuencias y
ofrece posibilidades relaciónales que no están plenamente sugeridas por las alternativas. En
efecto, la plebe posee los términos que cumplen funciones altamente diversificadas en la vida
diaria. Para el profesional de la salud mental, sin embargo, estos términos se consideran
«indoctos», simples aproximaciones populares a cierto proceso esencial que está detrás. El
término formal de,/ «depresión» se ofrece como un sustituto para las expresiones vagas e
ivaprecisas de las masas. Se han desarrollado definiciones técnicas de la depresión, se han
descrito casos, construido escalas, llevado a cabo investigación experimental, instituido
estrategias terapéuticas y creado centros de tratamiento, todo lo cual convierte de nuevo a la
depresión en un objeto de conocimiento especializado. Dado que este trabajo técnico tiene lugar
en «la región científica» de la cultura, y dado que la ciencia está preeminentemente justificada, el
especialista en salud mental se convierte en el arbitro de un conocimiento acerca de estos temas.
El ciudadano de a pie, ahora informado de que su lenguaje es hoy «meramente coloquial» y
difícilmente adecuado, queda reducido al silencio y el lenguaje común pierde su potencial
pragmático. En la medida en que es devaluado deja de cumplir las funciones abigarradas que
surgen más orgánicamente de los retos que plantea la vida cotidiana.
Dicho con otras palabras, las especialidades que se ocupan de la salud mental tienden a ser
organismos de transformación ilimitada del significado. Se nutren de todos los enclaves
culturales en los que existe un hablar de la mente. A medida que estos discursos son engullidos y
remodelados se convierten en propiedad de las especialidades, creando «objetos convencionales»
sobre los que las especialidades y sus especialistas pasan a desempeñar el papel de expertos; Por
el momento no existe límite superior para este proceso. Dada la orientación pictórica de la
perspectiva científica, no hay medio a través del cual uno pueda fácilmente desafiar las realidades

3
Los exámenes críticos por parte de Foucault (1978, 1979) del primer desarrollo de la racionalidad científica y de los
efectos de este desarrollo en las relaciones de poder en la sociedad son apropiados. También es convincente el
estudio de Murray Edelman (1974) sobre el «imperialismo profesional» de las profesiones de ayuda socio-
psicológica. Para un ataque más ampliamente enunciado contra la apropiación por parte de la psiquiatría del poder
durante el siglo XX, véase Gross (1978).

136
Consecuencias culturales del discurso del déficit

creadas desde el interior de esta perspectiva. En efecto, el sistema opera internamente hacia una
absorción plena del lenguaje común, y no tiene medios inherentes para poner en tela de juicio sus
propias premisas.
Para desarrollar el argumento, examinemos el crecimiento de las profesiones que se
ocupaban de la salud mental durante el siglo pasado, un desarrollo que puede considerarse sin
lugar a dudas fantástico. A título ilustrativo, la American Psychiatric Association fue fundada en
1844 por 13 médicos y admistradores de hospitales. A finales del siglo xix había alcanzado los
377 miembros. En la actualidad son más de 36.000, unas noventa y cinco veces el número que
tenía a finales del siglo pasado. Tal como se demuestra en la figura 6.1, la principal expansión
tuvo lugar durante las últimas cuatro décadas. En cada década desde 1940, el incremento de las
afiliaciones a la asociación pasó de ser del 138 al 188. No hay indicación de una asíntota. 4

Figura 6.1. El crecimiento de la American Psychiatric Association

El aumento del número de psicólogos en ejercicio en los Estados Unidos es igualmente


espectacular. Cuando la American Psychological Association fue fundada en 1892 contaba sólo
con 31 miembros. En 1906, el número había saltado a 181. Con todo, durante los treinta y seis
años que siguieron, la inscripción de nuevos miembros se expandió cien veces hasta superar los
3.000. Durante los siguientes veintidós años (entre 1941 y 1966) la cifra creció de nuevo casi
unas veinte veces más, alcanzando un total de más de 63.000 miembros. Desde luego, no todos
los miembros de la Asociación está directamente comprometidos en las carreras de salud mental,
pero incluso aquellos que no lo están a menudo dan fuerza retórica a este tipo de profesiones
directamente vinculadas con el campo de la salud mental. Por consiguiente, como
experimentalistas, como evaluadores de la inteligencia y como asesores de organización actúan
de modo que reifican el discurso mental, añaden peso al lenguaje del profesional. Consideremos,
pues, el número de personal de especialización psicológica que ofrece sus servicios de
tratamiento por millón de ciudadanos entre 1960 y 1983. Durante la primera década, el número
de proveedores de salud psicológica se dobló, para triplicarse luego, entre 1972 y 1983. De
nuevo, no hay indicación de una nivelación de las cifras.

4
Para una exposición amplia de la expansión de la psiquiatría en los Estados Unidos y la consiguiente
«psiquiatrización de la diferencia», véase Castel, Castel y Lovell (1982).

137
¿Cómo hemos de explicar esta expansión de las profesiones que se ocupan de la salud
mental? Examinemos las explicaciones que favorecen dos orientaciones del discurso mental que
anteriormente destaqué. Para el realista mental, al hacer uso del lenguaje de un modo referencial,
el panorama es optimista: el incremento del número de profesionales en ejercicio representa una
mayor reacción a las necesidades culturales; los problemas existentes han recibido una destacada
atención. A medida que las especialidades y sus profesionales maduran, cabe aventurar que existe
también una agudización creciente de nuestra capacidad de distinguir entre la gama existente de
estados psicológicos y condiciones. Paulatinamente sabemos más acerca de la aflicción
psicológica y hemos afinado las distinciones de diagnóstico de modo que podemos reconocer
problemas a los que antes éramos insensibles.
Tal como hemos visto, sin embargo, la posición que defiende el realista mental es
profundamente imperfecta. La terminología del déficit mental no está vinculada referencialmente
a estados discriminantes de la psique. Hay pocas razones para apoyar el enfoque de que las
especialidades han surgido como respuesta al estado de déficit de la psique de la gente o que a lo
largo del tiempo se han ido haciendo más sensibles a las flaquezas de la mente. Examinemos,
pues, una exposición pragmática de aquella trayectoria. Desde esta perspectiva, encontramos que
el discurso del déficit mental opera generando y sosteniendo modos particulares de vida y lo hace
primero en relación con la especialidad que se ocupa de la salud mental. Las especialidades en
este ámbito son altamente dependientes de prácticas discursivas: el hecho de compartir una
ontología, una gama de valores, formas de justificación racional, etc. Los compromisos
profesionales dependen ampliamente de un conjunto de comprensiones compartidas sobre el
mundo y cómo hay que proceder (véase el capítulo 3). Por consiguiente, el deseo de los
profesionales que ejercen su especialidad en el campo de la salud mental es el de acrecentar sus
filas como respuesta no al mundo tal comcTes, sino a un mundo que es construido. Al mismo
tiempo, las especialidades difícilmente pueden fructificar en sus esfuerzos de «ayudar a la
sociedad» sin una simpatía pública hacia sus enfoques. Bastantes segmentos ae la cultura —
incluyendo entre ellos los futuros clientes, los legisladores, la profesión médica y las compañías
de seguros— tienen que llegar a compartir la ontología de la enfermedad mental y la creencia de
que las profesiones especializadas en ese campo pueden y deben proporcionar curas. Desde la
perspectiva pragmática no existe ningún «patrón de enfermedad» en relación al cual los
especialistas puedan orientarse; más bien la concepción de la enfermedad funciona de modo que
vincula al profesional y la culti ira en una gama de actividades que se prestan mutuo apoyo.

El círculo de la enfermización progresiva

Tal como hemos visto los profesionales activos en el campo de la salud mental están en una
relación simbiótica con la cultura, sacando apoyo de las creencias culturales, alterando estas
creencias de manera sistemática, diseminando estos enfoques de nuevo en la culturar contando
con su incorporación a la cultura para seguir consiguiendo su apoyo. Con todo, los efectos de
estas simbiosis parecen cada vez más sustanciales. En particular, parece operar un proceso cíclico
que, una vez activado, expande el dominio del déficit a un grado siempre en ascenso. En efecto,
el proceso que subyace a la expansión de los profesionales es sistemático y se alimenta oe sí
mismo para generar una enfermización exponencialmente mayor: las jerarquías de
discriminación, las pautas y patrones desnaturalizados de interdependencia y un ámbito en
expansión de autodesaprobación. El proceso histórico al que aludimos puede ser considerado
como el de «enfermización progresiva»
Al examinar este ciclo más completamente, es útil, en relación a los propósitos analíticos,

138
Consecuencias culturales del discurso del déficit

distinguir entre cuatro fases distintas. En la practica real, los acontecimientos en cada una de estas
fases pueden confundirse, la ordenación temporal es a veces suave y se dan excepciones en cada
caso. En cuanto a los propósitos que ahora tenemos, el ciclo de la enfermización progresiva
puede esbozarse como sigue:

Fase 1: traducción del déficit

Empezamos en una coyuntura en que la cultura acepta tanto la posioilidad de la


«enfermedad mental» como una profesión.iespecializada que se haga responsable de su
diagnóstico y su cura, una condición cada vez más prevalente desde mediados del siglo XIX
(Peeters, en proceso editorial). Bajo estas condiciones, el especialista trata pacientes cuyas vidas
se manejan en términos de un discurso común o cotidiano. Cuando el manejo de la vida parece
imposible en función de las comprensiones cotidianas, el paciente busca ayuda en un profesional
o, de hecho, formas de comprensión más «avanzadas», más «objetivas» o «sagaces». En este
contexto al profesional le incumbe proporcionar un discurso alternativo (un marco teórico o
nosología) para la comprensión del problema, y luego traducir el problema tal como se presenta
en el lenguaje cotidiano al lenguaje alternativo y no común de la especialidad. Esto significa que
los problemas comprendidos en el lenguaje común y del mercado propio de una cultura tienen
que traducirse en el lenguaje sagrado o profesional del déficit mental. Una persona cuyos hábitos
de limpieza son excesivos en relación a los criterios comunes puede ser clasificada como
«compulsiva obsesiva», aquel que se queda en cama durante toda la mañana se convierte en
«depresivo», aquel que siente que no gusta se redefine como «paranoico», y así sucesivamente
(véase capítulo 10). El paciente puede contribuir de buen grado a estas reformulaciones, ya que le
aseguran no sólo que el profesional especialista está haciendo el trabajo que debe, sino que el
problema está bien reconocido y comprendido en la especialidad. El resultado final —la
traducción a un vocabulario del déficit mental o profesional— es inevitable desde el principio.

Fase 2: diseminación cultural


Las profesiones que se ocupan de la salud mental, siguiendo el modo de análisis científico
del siglo xix, han concedido gran importancia a establecer categorías inclusivas para todo cuanto
existe dentro de un dominio dado (especie animal o vegetal, tablas de elementos químicos, etc.).
Cuando esta inclinación hacia la categorización sistemática se aplica al ámbito de la enfermedad
mental, encontramos que el hecho de transformar toda la actividad problemática en una gama
sistemática de enfermedad mental no sólo garantiza a la enfermedad individual un status
ontológico, sino que elimina los significados de sus contextos culturales e históricos. Y dado que
existen enfermedades en juego, existen también amenazas públicas a las que enfrentarse. Alertar
al público de casos no reconocidos o de los que no se es consciente se convierte en una
responsabilidad de la profesión. Las personas tienen que aprender a reconocer los signos de la
enfermedad mental de modo que puedan buscar un pronto tratamiento, y deben estar informadas
de las causas posibles y de los remedios probables.
Hasta cierto punto, el fuerte motivo que impulsa a clasificar e informar puede hacerse
remontar al movimiento de higiene mental de principios del siglo xx. La célebre obra de Clifford
Beers, A Mind That Found Itself (que alcanzó treinta ediciones en el lapso de dos décadas desde
su publicación en 1908), sirvió primero para sustancializar la enfermedad mental como un
fenómeno, someter a la mirada del público cuáles eran las espantosas condiciones de los
hospitales mentales, y en consecuencia, alertar al público general de la amenaza que representaba
ese tipo de enfermedad. Coincidiendo con su aparición se creó el National Committee for Mental

139
Hygiene y en 1917 vio la luz una revista cuatrimestral de alcance nacional llamada Mental
Hygiene. Esta revista, junto con una gama de panfletos sobre temas tales como «infancia, el
período de oro de la higiene mental», «nerviosismo, sus causas y su prevención», «el movimiento
para una higiene mental en la industria» y «la responsabilidad de las universidades en promover
la higiene mental», intentaban exponer a la atención del público las cuestiones de la salud mental
y alentar a que las principales instituciones (escuelas, industrias, comunidades) desarrollaran
programas de prevención. Del mismo modo que los signos del cáncer de mama, de la diabetes o
de las enfermedades venéreas debieran formar parte del conocimiento común dentro de la cultura,
se sostenía, los ciudadanos debieran recibir la ayuda necesaria para reconocer los primeros
síntomas de agotamiento, alcoholismo, depresión y similares.
Aunque el movimiento de higiene mental ha perdido su importancia, su lógica ha sido
absorbida por la cultura. Hoy en día, las instituciones a más gran escala, de hecho, proporcionan
servicios a los mentalmente perturbados, ya sea en términos de servicios de salud, de orientación
psicológica, trabajo social en clínicas o cobertura de la terapia a través de un seguro. En los
programas de estudios universitarios se incluyen cursos sobre la regulación y la anormalidad, las
revistas y los periódicos de ámbito nacional diseminan noticias sobre desórdenes mentales (como
la depresión y su cura a través de fármacos), y los problemas mentales se popularizan a través de
las series televisivas y las comedias de enredo. Al mismo tiempo, el público general ha absorbido
suficientemente la mentalidad higienista mental al punto que los libros de autoayuda psicológica
son pilares de la industria editorial. El resultado es una insinuación continuada del lenguaje
profesional en la esfera de las relaciones diarias. 5
Tan sensible es la cultura al posible déficit que en algunas partes los profesionales ya no son
requeridos para el proceso de «aclaración». Los movimientos de base popular dedicados a
concienciar cada vez más a la comunidad del déficit mental, a identificar los modos en que lo
insospechado contribuye a ese déficit, y a desarrollar programas que mitiguen los problemas se
han multiplicado en gran número y han alcanzado una expansión espectacular. Recientemente
tuve entre mis manos las páginas de un periódico de Santa Fe, Nuevo México, y me encontré con
anuncios de aproximadamente catorce convocatorias de grupos dedicados a superar diversos tipos
de déficit psicológico. Uno podría obtener ayuda no sólo para problemas evidentes como son el
alcoholismo o la drogodependencia, sino para el hecho de comer en exceso, la adicción sexual,
ser codependiente con adictos al sexo, problemas de actitud, adicción al amor, compulsividad
sexual ho-mosexual, propensión a contraer deudas.
El mismo periódico sólo enumeraba tres convocatorias para profesionales del mundo de los
negocios (tales como Rotary o Kiwanis). En la actuali-dad existe más de un centenar de formas
de organizaciones de autoayuda que tratan a personas que sufren de cualquier cosa, desde la
emotividad al juego.

Fase 3: la construcción cultural de la enfermedad


A medida que las inteligibilidades del déficit se diseminan en la cultura, son absorbidas en el
lenguaje común. Forman parte de aquello que «todo el mundo sabe» sobre el comportamiento
humano. En este sentido, térmi-nos como «neurosis», «estrés», «alcoholismo» y «depresión» ya
no son «pro-piedad de los profesionales». Han sido «obsequiados» o devueltos por la profesión al
público. Términos como «escisión de personalidad», «crisis de identidad», «síndrome
premenstrual» y «crisis de la madurez» también disfrutan de un alto grado de popularidad. Y

5
Véase también el análisis de Gordon (1990) de la función de los medios de comunicación en la generación de lo
que clasificamos como anorexia o bulimia.

140
Consecuencias culturales del discurso del déficit

tales términos siguen su curso en el seno de la lengua corriente de la cultura, pasan a ser
asequibles para la construcción de la realidad cotidiana. Shirley no está simplemente «demasiado
gorda», tiene «hábitos de alimentación obesa»; Fred no es que simplemente odie a los
homosexuales, es «homofóbico», y así sucesivamente. A medida que los términos del déficit se
infiltran en las inteligibilidades cotidianas, ese mundo se va fraguando cada vez más conforme a
un sentido del déficit. Acontecimientos que antes pasaban inadvertidas se convierten en
candidatos a una interpretación; las acciones antes consideradas como «buenas y adecuadas» se
reconceptualizan como problemáticas. Cuanto términos como «estrés» y «agotamiento laboral»
ingresan en el sentido común de la lengua vulgar, se convierten en lentes a través de las cuales
cualquier profesional laboralmente activo puede examinar su vida y encontrarla defectuosa.
Aquello que se valoraba como una «ambición activa» puede ahora reconstruirse como «adicción
al trabajo», «pulcramente vestido» puede redefinirse como «narcisista» y el «hombre autónomo»
se convierte en alguien que se «defiende de sus emociones». Dad a la población los martillos del
déficit mental, y el mundo social se llenará de clavos.
Tampoco es que el déficit adjetive todo lo que está en cuestión aquí. Ya que cuando las
formas de «enfermedad» son representadas por los medios de comunicación, los programas
educativos, las conferencias públicas y similares, sus síntomas llegan a servir de modelos
culturales. En efecto, la cultura aprende a cómo estar mentalmente enferma. Examinemos la
difusión de la «anorexia» y la «bulimia», una vez que se reconocieron públicamente los
«trastornos alimenticios». De manera similar, la depresión se ha convertido en un tópico cultural
de tal magnitud que es prácticamente una reacción inducida del fracaso, la frustración o la
decepción. En realidad, si alguien hubiera de responder a estas situaciones con ecuanimidad o
alegría como opuesto a depresión, podría ser considerado con recelo. En este sentido, Szasz
(1961) ha argumentado que la histeria, la esquizofrenia y otros trastornos mentales representan la
«imitación» del estereotipo de persona enferma por parte de aquellos que se enfrentan con
problemas insolubles en la vida normal. La enfermedad mental, en este sentido, es una forma de
interpretación desviante de su papel, exigiendo una forma de saber cultural para romper las
reglas. Scheff (1966) ha establecido que muchos de los trastornos sirven como formas de
oposición social. Según este autor, las reac-ciones de los demás ante la conducta que infringe y
rompe con las reglas tienen una importancia enorme a la hora de determinar si esa conducta es,
finalmente, clasificada como «enfermedad mental».
En la medida en que las acciones de las personas se van definiendo y modelando
progresivamente en términos del lenguaje del déficit mental, la solicitud de servicios de salud
mental también aumenta. Asistencia sociopsicológica, programas de autoenriquecimiento de fin
de semana y regímenes de restauración de la personalidad representan una primera línea de
dependencia; todo permite a las personas eludir el incómodo sentido de que «no son todo lo que
debieran ser». Otros puede que busquen grupos de apoyo para su «victimización incestuosa», su
«codependencia», o la «obsesión por el juego». Y, desde luego, muchos participan en programas
organizados de terapia o son institucionalizados. Por consiguiente, el predominio de la
«enfermedad mental» y los gastos asociados de salud mental han sido promovidos. Por ejemplo,
en el período de dos décadas, que cubren de 1957 a 1977, el porcentaje de la población de los
Estados Unidos que recibía los servicios de profesionales del campo de la salud mental aumentó
de un 14 a un cuarto de la población (Kulka, Veroff, y Douvan, 1979). Cuando la Compañía
Chrysier aseguró a sus empleados cubriendo los costes de la salud mental, el disfrute anual de
este tipo de servicios se sextuplicó en cuatro años («Califano Speaks», 1984). Aunque los gastos
en salud mental durante el primer cuarto de siglo fueron minúsculos en los Estados Unidos, en
1980 contabilizaron más de 20 mil millones anualmente, lo que representó el tercer capítulo de

141
gastos sanitarios de la nación (Mechanic, 1980). En 1983, los costes de la enfermedad mental,
excluyendo el alcoholismo y el abuso de drogas, se estimaba en casi 73 mil millones de dólares
(Harwood, Napolitano y Kristiansen, 1983). En 1981, el 23 del conjunto de ocupación diaria de
los hospitales en los Estados Unidos se atribuía a los trastornos mentales (Kiesler y Sibuikin,
1987). 6

Fase 4: la expansión del vocabulario


El estadio está preparado para la revolución final en el ciclo del enfermar progresivo: una
ulterior expansión del vocabulario del déficit. A medida que las personas cada vez más
construyen sus problemas en el lenguaje profesional y buscan ayuda, y a medida que las filas de
profesionales se expanden en respuesta a la demanda pública, más individuos están disponibles
para convertir el lenguaje de cada día en el lenguaje profesional del déficit. No existe ninguna
exigencia necesaria para que esta traducción pueda realizarse en términos de las categorías
existentes de la enfermedad y, en realidad, existen diferentes presiones que se ejercen sobre el
profesional para ensanchar el vocabulario. Estas presiones se generan en parte desde el seno
mismo de la profesión. Examinar un nuevo trastorno en el seno de las ciencias que se ocupan de
la salud mental no se diferencia de descubrir una nueva estrella en astronomía: el notable honor
puede corresponder al explorador. En este sentido el «trastorno de estrés postraumático», la
«crisis de identidad» y la «crisis de la madurez», por ejemplo, son productos significativos de la
«gran narración» del progreso científico (Lyotard, 1984), es decir, de los «descubrimientos»
autoproclamados de la ciencia de la salud mental. Al mismo tiempo, nuevas formas de trastorno
pueden ser altamente aprovechables para quien las practica, suscitando a menudo ganancias
editoriales, honorarios de despacho, contratos industriales y/o una rica cartera de pacientes. En
este aspecto términos como «codependencia», «estrés» y «agotamiento laboral» han llegado a ser
industrias en pequeño agotamiento.
A un nivel más sutil, la población paciente misma ejerce una presión hacia la expansión del
vocabulario profesional. A medida que la cultura absorbe el argot emergente de la profesión, el
papel del profesional se ve tanto intensificado como amenazado. Si el cliente ya ha «identificado
el problema» en el lenguaje profesional y se muestra sofisticado en cuanto a los procedimientos
terapéuticos (como sucede en muchos casos), entonces el status del profesional se ve puesto en
peligro. El lenguaje sagrado se convierte en profano. (El peor escenario tal vez sea cuando las
personas aprenden a diagnosticar y a tratarse dentro de su familia y de sus círculos de amistades
haciendo, por consiguiente, que la presencia del profesional sea redundante.) De este modo, el
profesional está bajo la presión constante de «hacer avanzar» la comprensión, de producir «una
terminología más sofisticada» y generar nuevas ideas y nuevas formas de terapia. 7 No se trata,
por ejemplo, de que una comprensión cada vez más sensible de la dinámica mental exija cambiar
el acento puesto desde el psicoanálisis clásico al neoanálisis de las relaciones objétales. En
realidad, cada ola dispone de lo necesario para su propia recesión y sustitución; a medida que los
vocabularios terapéuticos se convierten en sentido común, el terapeuta es impulsado a nuevos
puntos de partida. El mar siempre cambiante de las novedades y modas terapéuticas ya no es

6
En estas cifras no "queda representado el enorme crecimiento de los gastos realizados a cuenta de psicofármacos.
Examinemos el caso del más importante antidepresivo, el Prozac. Si nos atenemos al informe que publicara
Newsweek (el 26 de marzo de 1990), un año después de que el medicamento fuera introducido en el mercado, las
ventas alcanzaron un valor de 125 millones de dólares. Un año después (1989) las ventas se habian casi triplicado,
generando un volumen de negocio de 350 millones de dólares. Se espera que las ventas alcancen los 1.000 millones
de dólares en 1995.
7
Véase también Kovel (1988) sobre la psiquiatría como economía de mercado.

142
Consecuencias culturales del discurso del déficit

ningún defecto en la profesión. El rápido cambio lo exige prácticamente un público cuyo discurso
está cada vez más «psicologizado».
Si examinamos la expansión de las terminologías del déficit, hallamos una trayectoria que es
sospechosamente similar a aquella encontrada en el caso de los profesionales del campo de la
salud mental y de los gastos en salud mental. El concepto de neurosis no se originó hasta
mediados del siglo XIX. En 1769, William Cullen, un médico escocés, dilucidó cuatro clases
principales del morbi nervini: comota (reducía los movimientos voluntarios, junto con
somnolencia o pérdida de conciencia), adynamise (disminuía los movimientos involuntarios),
spasmi (movimiento anormal de los músculos) y vesanias (juicio alterado sin coma). 8 Con todo,
incluso durante el primer intento oficial hecho en los Estados Unidos para tabular los trastornos
mentales en 1840, la categorización era burda. En realidad, para algunos efectos demostraba ser
satisfactorio utilizar una única categoría para separar lo enfermo —incluyendo tanto la estupidez
como la demencia— de lo normal (Spitzer y Williams, 1985). En Alemania, tanto Kahibaum
como Kraepelin desarrollaron sistemas más amplios de clasificación de la enfermedad mental,
pero estaban estrechamente vinculados a la concepción de los orígenes orgánicos.
Con el surgimiento de la especialidad psiquiátrica durante las primeras décadas del presente
siglo, las cosas cambiaron considerablemente. En especial, se hizo una tentativa de distinción
entre las perturbaciones con una base orgánica clara, como la sífilis, de aquellas que tenían un
origen psicogénico. Con la publicación en 1929 de la obra de Israel Wechsler, The Neurosos, se
identificó un grupo de aproximadamente unos doce trastornos psicológicos. En la época en que
apareció la obra de Rosanoff, Manual of Psychiatry ana Mental Hygiene, hacia 1938, se habían
reconocido unas cuarenta perturbaciones psicogénicas. Muchas de esas categorías nos son aún
familiares (histeria, demencia precoz, paranoia). Lo más interesante desde la perspectiva
construccionista, sin embargo, es que muchos de estos términos desde entonces se han eliminado
del lenguaje común (histeria parestética, histeria autonómica) y algunos hoy en día parecen ser
curiosos o sujetos a prejuicios (deficiencia moral, vagabundeo, misantropía, masturbación). En
1952, con la publicación del primer Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders por
parte de la American Psychiatric Association, se hizo posible identificar unas cincuenta o sesenta
perturbaciones psicogénicas diferentes. En 1987, sólo al cabo de dos décadas, el manual había
pasado ya por tres revisiones y ediciones. Con la publicación del DSM-IIIR, la línea divisoria
entre perturbaciones orgánicas y psicogénicas se hizo más difusa. Sin embargo, utilizando los
criterios de las primeras décadas, en el período de treinta y cinco años que separa la publicación
del primer manual y 1987, el número de enfermedades reconocidas se había más que triplicado
(flotando entre 180 y 200, dependiendo de la elección que se haga de las fronteras de definición).
En el momento presente, uno puede ser clasificado como enfermo mental en virtud de una
intoxicación a causa de la ingestión de cocaína o cafeína, el uso de alucinógenos, por
voyeurismo, trasvestismo, aversión sexual, inhibición del orgasmo, juego, problemas
académicos, conducta antisocial, por luto excesivo y no cooperación con el tratamiento médico.
Son numerosos los añadidos que siguen apareciendo a la nomenclatura estandarizada en los
escritos especializados destinados al público —por ejemplo, trastorno afectivo estacional, estrés,
erotomanía, complejo de Arlequín, agotamiento laboral, etc.— y de nuevo no encontramos
indicación alguna de la existencia de un límite superior.

Enfermedad progresiva: ¿sin salida?

8
Véase la exposición más detallada de López-Pinero (1983).

143
Tal como propongo, cuando la cultura se dota de un lenguaje profesionalmente
racionalizado del déficit mental y las personas pasan a ser cada vez más comprendidas según este
lenguaje, la población de «pacientes» se expande. Esta población, a su vez, fuerza a la
especialidad profesional a ampliar su vocabulario, y por consiguiente la gama de términos de
déficit mental disponibles para su uso cultural. De este modo cuantos más problemas se
construyen dentro de la cultura, más ayuda se busca, y el discurso del déficit de nuevo se hincha.
Difícilmente podemos ver ese ciclo como algo suave y no interrumpido. Algunas escuelas de
terapia siguen comprometidas con un vocabulario singular, otras tienen poco interés en diseminar
su lenguaje, y algunos profesionales intentan hablar con sus clientes sólo en el lenguaje común de
la cultura. Además, muchos conceptos populares, tanto dentro de la cultura como de la profesión,
pierden su valor de cambio con el tiempo (véase, por ejemplo, Hutschemaekers, 1990). Hablamos
aquí de una deriva histórica general, aunque se trata de una deriva sin final evidente.
Recientemente recibí el anuncio de un congreso de las últimas teorías e investigaciones sobre la
adicción, que se llamaba «el problema número uno de salud y social al que se enfrenta hoy
nuestro país». Entre las adicciones que se iban a abordar se contaban el ejercicio físico, la
religión, la comida, el trabajo y el sexo. Si todas estas actividades, cuando se realizan con
intensidad y gusto, se definen como enfermedades que exigen sus respectivas curas, parecería que
poco puede oponerse a la traducción debilitadora.
De ningún modo estoy intentando culpabilizar a nadie de esta trayectoria, ya que en su
mayor parte es un subproducto necesario de los intentos humanos y formales por mejorar la
calidad de vida de las personas. Con algunas variaciones en la lógica del ciclo, no es diferente de
las trayectorias producidas por las profesiones médicas y legales —en el primer caso hacia el
acrecentamiento de las necesidades médicas y los gastos, y en el otro hacia la incipiente
litigación—. Sin embargo, en la medida en que las profesiones que se ocupan de la salud mental
están interesadas en la calidad de la vida cultural, se debería iniciar un examen crítico de la
enfermización progresiva. ¿Existen limitaciones importantes que poner a los argumentos
expuestos antes? ¿Existen signos de un efecto nivelador? ¿Existen modos de reducir la
proliferación de un discurso debilitador? Todas estas preguntas tienen una amplia importancia.
Finalmente, quisiera dirigir mi atención a la cuestión de la disminución. Existen muchas
críticas de las profesiones que se dedican a la salud mental: de la inestabilidad científica de sus
afirmaciones, del sexismo implícito de sus categorías, del efecto deshumanizador del tratamiento,
de la miopía cultural de sus teorías predominantes, etc. Entre los críticos, hay muchos que
simplemente quieren ver cómo se abandona el establecimiento de la salud mental. A mi entender,
sin embargo, esta alternativa es irrealista, por el atrincheramiento de las instituciones existentes,
pero, además, no es deseable, dado que las especialidades proporcionan mejores alternativas que
reacciones anteriores más bárbaras frente a la desviación cultural. Sin abandonarla, hay muchos
que quieren ver los defectos básicos corregidos: eliminar los prejuicios, las afirmaciones erróneas
y la inhumanidad que resulta. Pero el impulso tendente a corregir las prácticas existentes sigue
estando alojado, en su mayor parte, en el enfoque realista de los acontecimientos mentales y la
creencia de que puede haber exposiciones que den objetiva y correctamente cuenta del mundo
interior (enfoque cuyos argumentos en contra hemos estudiado anteriormente). Todavía hay otros
que desean desestigmatizar la enfermedad mental, redibujar las categorías nosológicas de modo
que sean menos punitivas y deshumanizadoras. Aunque es una alternativa atractiva en muchos
sentidos, no carece de problemas. La lógica de la desestigmatización depende del reconocimiento
de que existen «personas mal clasificadas». Sin este tipo de reconocimiento, tiene poco sentido
optar por desestigmatizar, ya que el reconocimiento rehabilita la identificación negativa y atrae la

144
Consecuencias culturales del discurso del déficit

atención de nuevo hacia el grupo problemático. Los individuos tienen que seguir siendo
considerados como enfermos a fin de que la desestigmatización sea inteligible.
No dispongo de ningún paliativo profundamente convincente para poner un término final a
este ciclo. Sin duda, el paso más importante consiste en romper el vínculo existente entre el
lenguaje del déficit y la institucionalización de los pagos por seguro médico. Mientras la
cobertura del seguro dependa de diagnósticos estandarizados modelados sobre la base del sistema
médico, la adjetivación mediante el déficit seguirá expandiéndose. La movilización contra el
diagnóstico tiene una muy alta prioridad. Sin embargo, también está garantizada una
investigación más especializada, y la misma lógica que ciñe en profundidad el presente análisis
puede sugerir aperturas posibles al cambio. Tal como propuse, la enfermización progresiva se ve
favorecida por la reificación del lenguaje mental. El ciclo empieza cuando creemos que las
palabras que se emplean para el déficit mental mantienen una relación de carácter pictórico con
los procesos o mecanismos que actúan en el cerebro. Cuando creemos que las personas en
realidad poseen procesos mentales como son la depresión o la obsesión, por ejemplo, podemos
cómodamente caracterizarlos como «enfermos» y ponerlos bajo tratamiento. 9 Al principio, pues,
se reclama cierta forma de reeducación generalizada en las funciones del lenguaje.
Desde luego, resulta arrogante suponer que tanto los procesos de educación formales como
informales pudieran modificar significativamente la teoría pictórica del lenguaje y las
suposiciones del dualismo mente-cuerpo que las acompañan, siendo ambas tan esenciales para la
tradición occidental. Más prometedor es el desarrollo de vocabularios alternativos dentro de la
profesión de la salud mental, vocabularios que no reducen la conducta problemática a sus fuentes
psicológicas dentro de individuos separados, y finalmente actúan eliminando el concepto mismo
de «conducta problemática». En el momento presente nuestra historia cultural nos proporciona un
sinnúmero de términos con los que caracterizar a las personas individuales. Cuando nos
enfrentamos con acciones inaceptables, rápida y seguramente recaemos en este vocabulario.
Difícilmente podemos evitar caracterizar estas acciones como signos externos de estados
internos, como felicidad, miedo y angustia; la forma individualizada de autorresponsabilidad ya
está disponible. Al mismo tiempo, existen alternativas para el lenguaje individualizador. Tal
como sugerí en el capítulo anterior, uno de los desafíos importantes se origina en las
inteligibilidades relaciónales, en los modos de construcción que sitúan los actos del individuo
dentro de unidades más amplias de interdependencia. Con un diálogo suficiente —tanto dentro
como fuera del ámbito profesional— debemos ser capaces de desarrollar un vocabulario de la
cualidad de relación con una fuerza retórica que pueda rivalizar con la del lenguaje
individualizado. En capítulos posteriores me explayare sobre estas posibilidades (véanse
especialmente los capítulos del 8 al 12).
Con el desarrollo de inteligibilidades de tipo relacional puede finalmente llegar el acta de
defunción de la categoría misma de «conducta disfuncional». 10 En la medida en que empezamos
a ver que las acciones humanas están incrustadas en unidades más amplias, que son partes de
totalidades, estas acciones dejarán de ser «acontecimientos en sí mismos». No existen las
conductas disfuncionales independientes de las disposiciones de la interdependencia social. Al
mismo tiempo, hemos de ser cuidadosos evitando crear una nueva forma de discurso del déficit

9
En cuanto a esto podemos celebrar el movimiento de liberación de los pacientes mentales (Chamberlin, 1990), un
intento realizado por parte de ex pacientes psiquiátricos de unirse para reclamar el poder de la autodefinición.
10
También es importante el argumento expuesto por Sarbin y Mancuso (1980) en favor de la «trans valoración de la
identidad social», un intento de reconocer el más amplio conjunto de relaciones en las que se insertan los juicios de
la normalidad y la anormalidad.

145
que derive de una concepción de «relaciones problemáticas» o de «relaciones disfuncionales».
No precisamos requerir un diagnóstico de la relación, ya que con ello no haríamos más que
desplazar la culpa del individuo al grupo. Finalmente, algunos conceptos de terapia familiar como
«familia disfuncional» o «triángulo perverso» plantean el escenario para un nuevo ciclo de
deterioro, ahora dirigido a las familias en lugar de a los individuos. Desde un punto de vista
relacional, el lenguaje «de los problemas», de la «evaluación» y de la «culpa», es también un
producto del intercambio social. Este lenguaje funciona para coordinar las actividades de los
individuos alrededor de fines que encuentren valorables. Adjetivar las acciones como
«disfuncionales» es, por consiguiente, un resultado en sí mismo de procesos relaciónales. De este
modo vemos que no hay «bienes» o metas intrínsecos o esenciales en los que los individuos o los
grupos tengan necesariamente que esforzarse. Existen sólo bienes y metas (y fracasos
concomitantes) dentro de sistemas particulares de comprensión. El profesional no necesita
preocuparse por la «mejora» como un desafío generalizado o del mundo real. (Lo que damos en
llamar depresión, por ejemplo, no es inherentemente problemático y desde otro punto de vista
puede servir para mantener el bienestar de un grupo o familia.) Tal como desarrollaré en los
próximos capítulos, lo que estoy defendiendo aquí es que mudemos nuestra atención al sistema
de interdependencias más amplio en el que las evaluaciones se generan, y reconsideremos cuál es
el lugar del terapeuta en esta red. Ya que si la espiral del déficit es en sí un resultado de las
relaciones entre la profesión y la cultura, entonces su restricción puede adecuadamente resultar de
la misma matriz.

146
Críticas y consecuencias

Capítulo 7
La objetividad como consecución retórica

La subjetividad es un cristal encantado, lleno de superstición e impostura.


FRANCIS BACON, Advancement of Leaming, Libro II

En gran medida los informes científicos se distinguen de las exposiciones de tópicos en


virtud de su objetividad: el texto científico es privilegiado porque, a diferencia del argot común
de la cultura, no es un producto de sesgos subjetivos autoservidos. Pero, si el científico es
verdaderamente objetivo, tal como se afirma comúnmente, ¿cómo se logra esta objetividad? ¿De
qué modo pueden otros hacerse con esta habilidad? Tal como demostraré, la objetividad no es
inherente ni al funcionamiento mental particular del científico ni a la capacidad del científico
para retratar la naturaleza con exactitud; se trata primeramente de una conquista científica que se
basa en la metáfora mecanicista del funcionar humano. Al dar más explicaciones sobre las
características retóricas, espero poner en duda el status de este tipo de escritura y abrir el estudio
de las alternativas.
El concepto de objetividad tiene una enorme fuerza retórica en los quehaceres
contemporáneos. Sirve de piedra de toque a la hora de justificar y planificar la investigación
científica, los currículos educativos, las políticas económicas, los presupuestos militares y los
programas internacionales. Cuando las decisiones parecen carecer de objetividad, están abiertas a
una gama de epítetos funestos: ilusorios, subjetivos, irrealistas. Tal como cabe creer, la
consecución de la objetividad está estrechamente vinculada a la capacidad de supervivencia: si
las decisiones propias no se basan en la apreciación objetiva, pueden resultar inadaptadas a las
contingencias del mundo. En muchas partes, la demanda de objetividad es poco más que un
imperativo moral; vivir una vida de engaño o de falsa conciencia es no alcanzar la realización de
la plena humanidad. Pero, ¿qué es lograr la objetividad en acción? ¿Qué pasa con determinadas
exposiciones o decisiones a las que se les garantiza la autoridad de la objetividad, mientras que
otras se sostiene que son engañosas o fraudulentas? Tal como propondré, la conquista de la
objetividad está sólo tangencialmente relacionada con la supervivencia y está mal relacionada
con el arbitrio moral. La objetividad es primeramente una conquista retórica, y al basarla en esta
retórica puede que estemos amenazando tanto a la supervivencia como a la moralidad.

La objetividad y el yo mecánico

El concepto de objetividad cuenta con una larga y variada historia (véase Daston, 1992) y
los rastros que una miríada de conversaciones y coloquios han dejado tras de sí proporcionan
ahora tanto su significado como su significación. Su poder de dictar decisiones a través de
muchos ámbitos de la cultura contemporánea es derivado, se aloja en el seno de la preestructura
de las comprensiones culturales sin las que su uso sería poco más que una exclamación. Para
comprender la objetividad como una conquista.tenemos que inspeccionar las presuposiciones
culturales que sostienen su credibilidad. Mi propósito esencial al examinar estas suposiciones es
preguntar si son adecuadas para dirigir o guiar las formas de la acción a las que habría que
atribuir la objetividad: dado un conjunto de creencias acerca de la naturaleza de la objetividad,
¿puede lograrse, y si no, de qué modo hemos de comprender su función en la ciencia y en la vida
cotidiana?
Un tratamiento completo de las concepciones existentes de la objetividad está mucho más
allá del alcance de este capítulo, en el que más bien quiero explorar sólo la prefiguración

147
La objetividad como consecución retórica

significante, a saber, la imagen particular del ser humano que presupone comúnmente la
objetividad. ¿Qué imagen del yo es necesaria si hemos de interpretar el concepto de objetividad
en la vida cotidiana? Aunque existen numerosas maneras de caracterizar esta visión particular del
yo, cada una de ellas haciendo hincapié en rasgos y consecuencias particulares, he escogido la
metáfora de la máquina porque quiero aproximarme a los trazos continuos de la noción ilustrada
de cosmos como «gran máquina», al acento moderno en el carácter de máquina del ser humano y
a las formas mecanicistas de explicación, tan esenciales para la psicología contemporánea. 1 Al
mismo tiempo, esta elección también autoriza una ampliación conveniente de nuestro examen
crítico anterior de la epistemología (véanse especialmente los capítulos 1 y 5).
La relación entre el concepto de objetividad y la imagen del yo se desvela en gran parte de
nuestro lenguaje ordinario. Ante todo, examinemos el modo como se define la objetividad
mediante sus polaridades opositivas. En el lenguaje corriente, ser objetivo es ser otra cosa que
engañado, autoengañado, sesgado, absorto en imaginaciones o subjetivo. Aprendemos más acerca
del concepto al examinar sus sinónimos más próximos: realista, exacto, correcto. De esta gama,
resulta claro que la objetividad es primero y ante todo una condición del funcionamiento humano
individual. En general no pedimos a los perros y a los gatos que sean objetivos, pero sostenemos
que las personas individuales son responsables de ser engañadas, sesgadas o de estar absortas en
imaginaciones. Además, ser objetivo es estar en posesión de un estado psicológico particular.
«Engaño», «autoengaño» e «imaginación» son estados de la mente individual. El lenguaje está
también implicado cómo principal dispositivo por medio del cual puede evaluarse la objetividad.
Las palabras, sostenemos en general, son indicadores de una condición mental del individuo. Las
palabras dan expresión a las propias percepciones («el modo como veo el mundo»), las
emociones («el modo como me siento») y numerosos otros estados y condiciones (como son las
intenciones, las ideas y los motivos). Por consiguiente, es a través de las palabras del individuo
como podemos detectar si el individuo «está viendo las cosas de un modo claro y exacto» o está
siendo «irrealista».
Hallamos, pues, que la llamada a la objetividad está estrechamente unida al enfoque dualista
del funcionar humano: aquel enfoque en el que los estados psicológicos del individuo se
contrastan con un mundo extemo, material. Y lo que es más importante, una mente objetiva es
aquella que refleja sistemáticamente el carácter del mundo extemo. Se trata de una mente que
está precisamente sintonizada con los matices y variaciones de las condiciones extemas. Quien es
objetivo «ve las cosas en cuanto lo que son», «está en contacto con la realidad», «piensa las cosas
tal como son». La imagen del individuo como una máquina es adecuada, porque aquí se rehabilita
el enfoque ilustrado del cosmos como gran abanico de relaciones mecanicistas entre causas y los
efectos resultantes. Desde esta perspectiva, el individuo alcanza la objetividad cuando todas y
cada una de las alteraciones del mundo extemo o material producen una alteración equivalente
del estado mental del individuo. Por lo tanto, cuando no se dan alteraciones dentro de las
condiciones antecedentes del mundo extemo, no habrá efectos consecuentes en la esfera mental.
Y dado que las palabras pueden ser reflejos exactos de los estados mentales, la metáfora de la
máquina se extiende al dominio del dar cuenta objetivo. Cuando uno habla objetivamente, todas
las variaciones en el mundo mental (como un dispositivo reflejo del mundo material) quedan
grabadas en el ámbito lingüístico, y los fracasos en la variación a nivel mental no producirán
variación en el lenguaje.

1
En cuanto a exposiciones más amplias del yo mecanicista, véanse la obra de Hollis (1977), Modeis of Man, el
ensayo de Overton y Reese (1973) «Modeis of Development: Methodological Implications», y mi propio libro The
Saturated Self (1991b).

148
Críticas y consecuencias

El hecho de no lograr el status de una máquina eficiente y efectiva del tipo input-output es
clasificado mediante diversos términos irrisorios: engañado, autoengañado y similares. Con todo,
por extensión lingüística, encontramos que este tipo de términos no simplemente indican una
ausencia o un estado de no reflexión; sugieren también una diversidad de fuerzas o procesos que
interfieren con la operación adaptativa del yo mecánico. Por consiguiente, decimos, «está
demasiado absorto», «demasiado apoyado en valores», es demasiado «emocional», «celoso»,
«comprometido» , «demasiado «contradictorio» para ser objetivo. En efecto, suponemos la
existencia de una variedad de procesos mentales adicionales inundados de energía que operan
interrumpiendo lo que de otro modo sería un funcionamiento adaptativo del yo. Motivos fuertes,
valores, y emociones pueden todos servir a esta capacidad. Y dado que los inputs
medioambientales pueden desencadenar estos procesos (como «ella le trastornó», «quedó
desbordado por la muerte de su hermano» o «está atrapado en el fervor religioso»), el procesar
mental objetivo depende del mantenimiento de la interdependencia relativa respecto al medio
ambiente. Es decir, para conquistar la objetividad uno tiene que estar idealmente descontaminado
de relaciones, de proyecciones o demás proyectos en el mundo externo. Además de mantener una
ventana abierta a la realidad material, es máximamente adaptativo seguir estando aislado y seguir
siendo independiente.

La viabilidad del yo objetivo

Dada esta concepción mecanicista del yo, ¿cómo se ha de alcanzar la objetividad? El sistema
de creencias existente exige un conjunto particular de actividades mentales, pero ¿de qué modo
han de ser llevadas a cabo? ¿De qué modo el individuo ha de sintonizar la mente con las
exigencias del mundo material, de qué modo ha de suprimir los efectos que interfieran y referir
los resultados con exactitud? Llegados a este punto, el aspirante a la objetividad se enfrenta con
una gama de problemas tan profundos como inabordables. En su mayor parte, estos problemas
han sido bien articulados en los diversos sectores de la filosofía y de la psicología durante el
pasado siglo. 2 Algo de este trabajo también está representado en las primeras críticas del
conocimiento como posesión individual (capítulo 1), la presuposición de la existencia de las
categorías mentales (capítulo 5) y la teoría pictórica del lenguaje mental (capítulo 6). Tal como
estos exámenes críticos sugieren, si la objetividad fuera un proceso mental interior al individuo,
habría pocos modos a través de los cuales se pudiera alcanzar. Sin embargo, añadiendo más peso
a este argumento, examinemos a continuación tres enigmas más con los que se enfrenta el
individuo que intenta alcanzar la objetividad.

La separación de lo material y de lo mental

Al principio, uno se enfrenta con la tarea de diferenciar entre el objeto de la experiencia y el


experimentar el objeto. Se trata de una diferenciación esencial, ya que si uno no puede determinar
que existe un objeto que difiere o se distingue de los estados mentales propios, entonces no se
puede trascender la condición de subjetividad. Con todo, según los estándares usuales, la

2
Las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein se cuentan entre las críticas más ricas de la tradición dualista en
psicología. Véase también The Disappearance of Introspection, de William Lyons, el libro de Richard Rorty
Philosophy and the Mirror of Nature, el de Gilbert Ryie The Concept of Mind, y el de J. L. Austin Sense and
Sensibitia.

149
La objetividad como consecución retórica

experiencia es en su conjunto una condición mental y no hay criterios para aislar determinados
aspectos de esta condición y atribuirlos a otro mundo, el del dominio material. ¿De qué modo
puede uno determinar, pues, si las condiciones mentales propias se corresponden con un mundo
extemo cuando todo cuanto es disponible se reduce a un mundo interior? ¿Cómo podemos
concluir que existe, en realidad, un mundo material distinto del mundo mental? ¿Sobre qué bases
podríamos hacer descansar esta conclusión? No a partir de nuestra experiencia, porque la propia
experiencia es mental. Ahora bien, como los filósofos han expresado esta cuestión en su forma
extrema, si se parte del supuesto de que vivimos encerrados en nuestros estados mentales, no
existe una razón convincente para poner un mundo fuera de estos estados.

La observación de los estados mentales

El problema de distinguir entre sujeto y objeto se intensifica cuando nos enfrentamos con el
problema de reconocer, categorizar o referir las propias experiencias (véase también el capítulo
3). ¿Cómo es que uno explora y resigue la experiencia para concluir acerca de lo que es en
realidad? En efecto, ¿cómo puede uno experimentar su propia experiencia, es decir, regresar a la
representación mental y reconocer que es, en realidad, una representación de un oso, por ejemplo,
y no la de un tigre? ¿A través de qué medios la experiencia se escinde de este modo, sosteniendo
el objeto de la experiencia en un registro y el experimentar esta experiencia en otro? ¿Si la mente
opera como un espejo, entonces, cómo ha de determinar el espejo su propia reflexión? 3

El control de la mente

Si cierta vía ha de ser descubierta para solucionar estos problemas iniciales, existe todavía
un tercer punto muerto al que enfrentarse: determinar la exactitud de las identificaciones internas
propias. Si concluyo que en realidad tengo la experiencia de un oso que está ante mí, ¿de qué
modo puedo saber si he identificado la experiencia con exactitud? ¿Cómo puedo estar seguro de
que no existo en un estado de falsa conciencia, que lo que categorizo como oso es un tigre? Si la
objetividad es el resultado del funcionamiento mental del individuo, seguramente tengo que ser
capaz de distinguir la verdadera conciencia de la falsa. De otro modo, nunca sabría que sé. Pero,
¿cómo se logra esta proeza? Llegados a este punto uno tiene que suponer todavía otra laminación
de la psique, una concretamente que se separa de la categorización o el proceso de
reconocimiento, y determina su exactitud. ¿Cómo ha de separar uno la conciencia una vez más?
Ahora bien, si el proceso tiene lugar a un nivel inconsciente, ¿cómo ha de confiar uno sus
mensajes a la mente consciente? Y si esta proeza mental de algún modo ha de ser lograda, ¿a qué
bases ha de confiar uno el proceso de control? ¿No podría ser también defectuoso procesar la
información, por ejemplo, de modo que sea personalmente consolador? ¿Hay otro control,
aunque no esencial, determinando que el sentido que uno tiene de saber o conocer es realmente
objetivo? Y si es así, ¿no se requieren controles adicionales en una regresión al infinito de la
autoevaluación?
Tal como estos problemas sugieren, si la objetividad fuera una condición mental —como
sugiere el lenguaje común—, no habría medios evidentes a través de los cuales se pudiera lograr.
El intento de la gente de separar el mundo de la representación mental, de observar sus propias
condiciones mentales y de dar cuenta detallada y exacta de estos estados mentales son todos

3
Para una elaboración de este tema, véase el libro de Lyons, The Disappearance of Introspection. Véase también el
examen crítico de la calificación de los estados mentales que se hace en el capitulo 6.

150
Críticas y consecuencias

enigmas que carecen de solución. Simplemente dejan al individuo debatiéndose en el aislamiento


sin ningún procedimiento claro para alcanzar la meta de la objetividad. Y si uno se dirige a otros
en busca de indicación, ¿de qué modo han de proceder aquéllos? No tienen acceso alguno a la
condición mental de un individuo; de ningún modo está en posición de decir «tu condición
mental se ajusta (o no) a la realidad». En efecto, los demás no pueden enseñarle a uno a distinguir
los estados de la mente objetivos de los subjetivos.
Aunque la comunidad científica generalmente ha evitado estos desafíos, esperando que los
filósofos proporcionarían a la práctica las soluciones necesarias, se ha intentado construir
defensas de la objetividad y estos intentos son significativos. Aunque generalmente se concede
que la objetividad en un observador único puede ser imperfecta, al extender el número de
observadores, sigue el razonamiento, uno puede eliminar lo sesgos de un individuo solo. Ahora
bien, utilizando la metáfora mecanicista, aunque el dispositivo mecánico del individuo aislado
puede ser imperfecto, es improbable que una población de máquinas lo sea. Desde luego, este
reducto es más convincente a nivel práctico que en el de los principios, ya que, si en principio no
existe una razón convincente para creer que un individuo solo puede controlar la exactitud de sus
estados mentales, entonces hay pocas razones para concluir que una población de individuos
puedan corregir los prejuicios del individuo. Y, en el peor de los escenarios, si el individuo
solitario está dotado de talentos especiales de sensibilidad, la «corrección comunitaria» operaría
incluso subvirtiendo la objetividad. En todas las ciencias y ámbitos con pretensiones de
objetividad se da el intento generalizado de establecer las condiciones de replicabilidad pública.
Los estudios de investigación son referidos de modo que otros puedan repetirlos; los detalles son
explicados de modo que permitan a otros observar los mismos acontecimientos y recoger pruebas
corroboradoras. La objetividad deriva, por consiguiente, de una multiplicación de las
subjetividades.
Esta institucionalización de la objetividad no es un detalle sin importancia, ya que cuando el
control de la objetividad se convierte en un asunto de amplia política social, descubrimos que, en
realidad, ciertos modos de conducta satisfacen los criterios comunitarios de la objetividad en la
acción. Aunque los individuos no pueden cumplir esta tarea privadamente, pueden comportarse
de modo que generen imputaciones de objetividad a partir de una amplia comunidad. Es este
logro social lo que ahora pide ser examinado.

La consecución retórica de la objetividad

Dentro de las comunidades de científicos, de periodistas, de políticos y demás, la objetividad


individual es considerada según estándares públicos. Siguiendo el enfoque mecanicista del
funcionar humano, estos juicios a menudo se basan en las palabras del individuo, que son una
expresión putativa del proceso mental. La objetividad se logra de una manera más característica
en la comunicación escrita y hablada con los demás. Ser objetivo es «dar cuenta de una
representación exacta o correcta»; se trata de una conquista textual. Si es así, ¿cómo ha de hablar
uno o escribir de modo objetivo? ¿Cómo puede uno aprender a ser objetivo en el uso del
lenguaje? A principios de este siglo, los filósofos del empirismo lógico, impacientes por
fundamentar las ciencias en fundamentos racionales, intentaron dar precisamente este tipo de
guías. Tal como se argumentó generalmente, un lenguaje objetivo ha ser vinculable a los datos
perceptibles; 4 en la medida de lo posible, los términos a nivel de la descripción teórica deben
definirse con referencia a entidades o procesos públicamente observables. De este modo, el

4
Para una elaboración más detallada, véase el capítulo 2.

151
La objetividad como consecución retórica

compendio de términos en el seno de una ciencia objetiva debería ser un inventario del mundo.
O, expresándolo de un modo más metafórico, una descripción objetiva debería proporcionar un
mapa o una imagen del mundo tal como es. Con todo, tal como hemos visto, el enfoque del
lenguaje como correspondencia es profundamente imperfecto (véase el capítulo 2). Así como la
objetividad no puede ser un logro de la mente individual, tampoco puede ser un tema de
descripción exacta.
Si la objetividad no es el logro ni de la mención reflexiva ni del lenguaje fotográfico, ¿de
qué modo ha de proceder el aspirante a la objetividad? En esta coyuntura resulta instructivo
examinar la pequeña, aunque inteligente, obra de Raymond Queneau, Exercises in Styie, que
expone al lector a 195 descripciones diferentes del mismo incidente. Las impresiones que el
lector tiene del incidente quedan sustancialmente modificadas a medida que Queneau se desplaza
a través de los diferentes estilos lingüísticos haciendo hincapié primero en la metáfora, luego en
la narración, después en la notación, en la comedia, en el verso, y así sucesivamente.
Examinemos, por ejemplo, la siguiente exposición:
En pleno día, moviéndose entre una multitud de sardinas trajinadas en un coleóptero con un
gran caparazón blanco, un pollo con un cuello largo y desplumado repentinamente pululó,
pacífico, y su parloteo, húmedo de protesta, se desplegó a los cuatro vientos. Entonces,
atraído por un hueco, el pájaro allí se precipitó.
En un inhóspito desierto urbano, le volví a ver aquel mismísimo día, bebiendo la copa
de humillación que le ofrecía un humilde botón.

La mayoría de lectores, sospecho, no sienten que esta exposición sea adecuadamente


objetiva. No nos cuenta lo que realmente sucede. Examinemos una alternativa:

En el autobús S, en hora punta, un tipo de 26 años con un sombrero de fieltro con un


cordón en lugar de cinta, de cuello demasiado largo, como si alguien hubiera tenido un tira y
afloja con él. La gente se baja. El tipo en cuestión se molesta con uno de los hombres que
tiene cerca. Le acusa de empujarle cada vez que alguien pasa. Un tono llorón que quiere ser
agresivo. Viendo un asiento vacío se lanza a por él.
Dos horas más tarde, me lo encuentro en la Cour de Rome, delante de la estación de
Saint-Lazare. Está con un amigo que le dice: «Deberías llevar un botón de recambio en tu
gabardina». Le muestra dónde (en la solapa) y por qué.

Ahora en cierto sentido nos sentimos aliviados; el velo de opacidad ha sido levantado y
empezamos a «saber» qué sucedió en realidad. ¿Qué pasa con la segunda narración que
proporciona este sentido intensificado «de objetividad»? ¿Es el uso menos metafórico o más
literal del lenguaje lo que está en cuestión? Examinemos una tercera exposición que, mediante los
estándares comunes, es literal con aún más precisión:

En un autobús de la línea-S, de 10 metros de largo, 3 de ancho, 6 de alto, a 3


kilómetros, 600 metros del punto de partida, cargado con 48 personas, a las 12,17 de la
mañana, una persona de sexo masculino de 27 años de edad, 3 meses y 8 días, de 172
centímetros de estatura y un peso de 65 kilogramos, interpeló a un hombre de 48 años, 4
meses y 3 días, 1,68 de estatura y 77 kilogramos de peso con 14 palabras cuyo enunciado
duró 5 segundos y que aludían a ciertos desplazamientos involuntarios de entre 15 y 20
milímetros. Luego se fue y vino a sentarse a 1 metro, 10 centímetros de distancia.
57 minutos después, estaba a 10 metros de distancia de la boca de metro de la estación

152
Críticas y consecuencias

Saint-Lazare, paseando arriba y abajo de la calle recorriendo una distancia de 30 metros con
un amigo de 28 años, 1,70 de estatura y peso de 71 kilogramos que le aconsejó, con 15
palabras, mover 5 centímetros en la dirección del punto de cénit un botón que tenía 3
centímetros de diámetro.

Esta exposición esta repleta de terminología literal precisa, y no absurda (según criterios
comunes), pero de algún modo el acontecimiento se desliza de nuevo en la opacidad. Es una
forma imperfecta de escritura objetiva.
El principal desafío para el analista, por consiguiente, es el de identificar las formas
particulares de la figuración literaria que dan cuenta de las cosas con un sentido de la objetividad
y les dan fuerza retórica en la ciencia y en los asuntos cotidianos. Mi intención no es la de ofrecer
un tratamiento pleno de estas técnicas. Una amplia y enorme gama de bibliografía desde los
diversos ámbitos de la semiótica, la retórica y la teoría literaria abordan el problema. 5
Particularmente pertinentes son muchas y variadas exposiciones del realismo de los siglos XIX y
XX en la novela. Este tipo de obras ponen en claro que existen numerosas técnicas por medio de
las cuales se pueden alcanzar efectos realistas a través del lenguaje; sus orígenes están
diseminados en algunos siglos de historia de la literatura y su fuerza retórica aumenta y
disminuye. En efecto, los escritores contemporáneos disponen de un cajón de sastre de recursos
dispares y diferencialmente efectivos para el logro de un sentido de realidad objetiva. Como
espero demostrar, existe por lo menos una poderosa familia de estos dispositivos que debe su
poder ilocuacional a la metáfora del yo mecanicista.

El yo mecanicista y los modos de objetividad

Examinemos el enfoque mecanicista del yo que tan estrechamente asociado ha estado con la
objetividad. Tal como hemos visto, estas suposiciones entrelazadas acerca del funcionamiento
humano no han logrado proporcionar directrices adecuadas para la consecución individual de la
objetividad. Con todo, esto no desafía la contribución de este enfoque a la consecución social de
la objetividad. De hecho, la metáfora mecanicista establece la base racional para una gama de
técnicas específicamente retóricas que operan conjuntamente para lograr la objetividad textual.
Quiero centrarme en cuatro dispositivos textuales que son tanto sostenidos como reforzados por
el enfoque imperante del yo mecanicista. Con propósitos ilustrativos sacare los principales
ejemplos de las prácticas textuales comunes en las ramas de la psicología empírica. 6

La independencia sujeto-objeto
Esencial para el enfoque mecanicista es la suposición de que existe un mundo real
independiente de aquellos que buscan conocer su carácter. El mundo permanece esencialmente
como es, con independencia de la disposición del agente de conocimiento; la realidad no perece
con nosotros. Al principio, esta premisa establece la necesidad de dos formas de lenguaje, una

5
Particularmente útiles son S/Z, de Roland Barthes, The Rethoric of Fiction de C. Booth, Fantasy and Mimesis de
Kathryn Hume, Studies in European Realism de Georg Lukacs y Recent Theories of Narrativo de Wallace Martín.
6
En el capitulo anterior se cita una variedad de destacadas contribuciones al análisis retórico de las escrituras en
ciencias sociales. Otros títulos de importancia incluyen Shaping Wrilten Knowledge de Bazerman, The Rhetoric of
Human Sciencies de Nelson, Megill y McCoskey, A Rhetoric of Science de Prelli, Rethoric in the Human Sciences y
Case Studies in the Rhetoric of the Human Sciences, de Simón, The Freudian Metaphor de Spence, Rhetoric in
Sociology de Edmondson y Literary Methods and Sociological Theory de Green. El análisis retórico de Lang (1990)
de la escritura filosófica es también oportuno.

153
La objetividad como consecución retórica

apropiada para los objetos en el mundo real, la otra clasificando los estados de representación
mental. Sin modo de hacer distinciones lingüísticas sería imposible denotar un estado de
objetividad (o representación mental correcta) como opuesta a un malentendido o a una ilusión.
Con todo, en parte a causa de las dificultades que implica observar la propia experiencia, no
puede haber un lenguaje descriptivo distinto para el mundo interno o perceptivo del individuo. 7 O
en términos wittgensteinianos, no hay ninguna posibilidad de la existencia de un «lenguaje
privado». Porque la referencia a objetos «en el mundo» sólo se puede establecer mediante un
acuerdo social, tenemos un lenguaje único de acontecimientos públicos y no un lenguaje
separado del «acontecimiento tal como se representa en la mente». Las descripciones del mundo
privado o psicológico tienen necesariamente que emplear muchos de los mismos términos que se
utilizan en la descripción del mundo públicamente observable. Bajo estas condiciones, ¿de qué
modo ha de establecer el hablante que lo que es su experiencia privada se equipara con el mundo
tal como es?
Tal vez el modo más común sea simplemente declarar (ya sea directamente o por deducción)
que el lenguaje del «mundo real» de la ocasión es el lenguaje de la experiencia individual, que
uno puede emplear el lenguaje comúnmente compartido para los acontecimientos externos a fin
de describir las percepciones internas propias. A título ilustrativo: el lenguaje común sostiene que
bajo determinadas circunstancias (por ejemplo, en el zoológico o conduciendo por las Rocosas) el
término «oso» es un descriptor objetivo; denota exactamente un objeto material que está al
alcance. Bajo estas circunstancias los individuos serán considerados objetivos si descansan en el
termino común para describir «su experiencia» Si se desvían de las convenciones comunes del
hablar sobre el mundo real, el dar cuenta de su experiencia dejara de valer como objetivo.
Anunciar que uno está espiando a un «mamífero carnívoro», o «un Ursus americanus», no sólo
parecerán algo menos que objetivos, sino que también posiblemente parecerán «imaginativos»,
«metafóricos» u «ociosos». Decir que uno ve una «tortuga» o un «águila» parecerá perverso o
incluso un posible signo de enfermedad mental. La objetividad y la banalidad van unidas. 8
Cuando el lenguaje de la experiencia personal duplica ampliamente el lenguaje común del
mundo exterior u objetivo, sin embargo, el hablante se enfrenta a un desafío adicional: asegurar
que el referente ostensivo del lenguaje objetivo es, en realidad, exterior a la experiencia. De otro
modo, hay una ausencia de claridad a la hora de utilizar el lenguaje común: ¿Refiere uno
verdaderamente aquello que es o sólo habla de impresiones subjetivas? Aquello que requerimos
son dispositivos de distensión, medios lingüísticos de situar el objeto a distancia de nuestra
experiencia privada. Al nivel más simple, las palabras particulares a menudo cumplen con esta
función: el, ese, esos, o este son términos que llaman la atención del agente por acontecimientos u
objetos a una distancia aparente. Los dispositivos de distensión pueden contrastarse con los
descriptores personalizantes, términos que llaman la atención hacia un objeto en tanto que
posesión privada de la mente. Mi opinión», «mi percepción», «mi sentido de...», todas estas
fórmulas logran este tipo de resultado. La objetividad se ve amenazada cuando uno o no logra
emplear los dispositivos de distensión o no logra recurrir a los descriptores personalizantes. En la
medida en que los procesos internos entran en el ámbito lingüístico, el objeto putativo del

7
Para una exposición más amplia de la separación de los lenguajes del sujeto y del objeto asi como de sus
consecuencias para la epistemología científica, véase mi articulo «Knowledge and Social Process», en Bar-Tal y
Kruglanski, The Social Psychology of Knowledge.
8
Resulta relevante el examen del capítulo anterior hecho sobre los medios a través de los cua. les el psicólogo
empírico intenta evitar el problema de repetir «aquello que todo el mundo sabe»

154
Críticas y consecuencias

discurso retrocede a la subjetividad. Como resultado, el científico probablemente hablará de «el


aparato» como algo opuesto, por ejemplo, a «mi percepción de un aparato», «esa cámara
experimental» como opuesto a «mi impresión de la cámara experimental», o «esos cuestionarios»
en lugar de «mi idea de los cuestionarios».
Resulta importante reconocer que este tipo de elecciones lingüísticas son arbitrarias desde el
punto de vista ontológico. Nada hay en la realidad que exija o requiera el uso de dispositivos de
distensión en un caso dado. Se podría atribuir igualmente bien de lo que se trate a un «aquí
dentro» que a un «allí fuera». Sin embargo, examinemos la diferencia en el impacto ilocuacional
entre un enunciado como «una vez que este dispositivo se utilizó en la cámara experimental, esos
indicadores empezaron a funcionar», y un enunciado contextualmente similar en el que los
dispositivos de distensión han sido sustituidos por descriptores personalizados: «Una vez que me
di cuenta de que se utilizaba un dispositivo que me impresionaba como una cámara experimental,
lo que yo imaginaba que era un tipo particular de indicador demostró aquello que yo sentía como
funcional». Desde un punto de vista científico, el primer enunciado sería creíble, mientras que el
segundo despertaría una profunda sospecha.
El distanciar el objeto del observador sólo puede lograrse a través del uso de metáforas
distensoras que sitúan el objeto a distancia del individuo. Examinemos, por ejemplo, la metáfora
del continente oculto. El continente oculto en este caso es la entidad a la que uno quiere afirmar
un acceso objetivo. El científico-explorador está esencialmente ocupado en un intento por ubicar
la posición exacta del continente, traer consigo noticias de su existencia, y permitir a otros que
también lo visiten. En muchas ciencias, la tierra descubierta puede recibir el nombre de quien la
explora. Los cuerpos celestes, las áreas del cerebro y los efectos de laboratorio, todos llevan
nombres de sus descubridores. Por consiguiente, uno se enfrenta con frases como «Smith
descubrió primero el efecto», «Jones halló que...», «Brown detectó que...», etc. Términos como
«desenterrado» y «traído a la luz» se utilizan similarmente sugiriendo una metáfora asociada de
tesoro enterrado. Los artículos científicos a menudo citan una gama de estudios que alcanzan
conclusiones similares, demostrando de hecho que no uno sino muchos exploradores han visitado
la tierra exótica o visto el tesoro por sí mismos. Podemos apreciar los efectos retóricos de este
tipo de metáforas de un modo más pleno si las contrastamos con las mismas justificaciones
realizadas en el modo personal. En lugar de «Smith descubrió el hecho», consideremos «Smith
etiquetó su impresión»; sustituyamos «Jones halló que...» por «Jones seleccionó nuevos términos
para su experiencia», y «Brown detectó que...» por «Brown intenta destacar en el campo y por
consiguiente busca producir hallazgos que otros consideren como únicos». En cada caso, el
cambio retórico elimina la objetividad.

El carácter del mundo objetivo

La imagen del yo mecanicista exige un discurso dual, uno que sugiera un mundo interno y
que haga lo mismo con un mundo externo. Al mismo tiempo, esta imagen proporciona una base
racional para caracterizaciones más específicas del mundo externo. Al principio, la amplia esfera
de escritos epistemológicos ha descansado fuertemente en la modalidad de la visión. Se escribe
de la relación ideal entre el que conoce y lo conocido como la relación que hay entre un espejo y
el objeto que en él se refleja, de una pintura con su tema. Cuando funciona lógicamente, la mente
del yo mecánico es un registro visual fiable del mundo. 9 El extenso uso de la metáfora visual
establece los principales medios a través de los cuales se asegura la objetividad dentro del escrito

9
Para un desarrollo de este argumento, véase Richard Rorty, Philosophy and the Mirror of Nature.

155
La objetividad como consecución retórica

científico. El lenguaje de la objetividad es primeramente el lenguaje de la visión. Una descripción


característica de la investigación en psicología, por ejemplo, hablará de sujetos, cuestionarios,
taquistoscopios y chimpancés, todos ellos objetos del mundo visual. Las descripciones de los
mismos «objetos» llevadas a cabo en términos de cualquier otra modalidad serían dudables. Si
los sujetos experimentales se describieran en términos de olor («10 sujetos hediondos fueron
comparados con otros fragantemente perfumados»), los cuestionarios en términos de gusto, los
dispositivos taquistoscópicos en términos de tacto, y los chimpancés en términos de sonido, estas
descripciones serían rápidamente descartadas como algo meramente personal, como muestras de
la experiencia subjetiva del investigador, y potencialmente sesgadas y no repetibles. En la ciencia
contemporanea nos apoyamos en la visión para reflejar como un espejo el mundo tal como es.
La metáfora del yo máquina también establece los fundamentos para el grado y tipo de
detalles que pueden atribuirse al mundo objetivo. En este caso, sin embargo, existen dos
tradiciones dispares que informan la escritura científica contemporánea, cada una dando forma a
la realidad de modo diferente. Por un lado, existe un enfoque añejo de la visión humana como
dadora de pinturas altamente diferenciadas del mundo: enormes cantidades de estimulación
sensorial que tienen que reducirse a través de la conceptualización para que la experiencia no se
doble bajo su volumen. Desde esta perspectiva, la escritura objetiva debe ofrecer un alto grado de
detalle, ya que, si el lenguaje refleja la experiencia como la experiencia refleja el mundo,
entonces el lenguaje objetivo proporcionará imágenes de matiz sofisticado. En realidad, la
exigencia de un detalle elaborado fue una de las principales características de la escritura realista
del siglo xix. En la psicología contemporánea esta tradición queda mejor representada por la
escritura clínica, y primeramente en los informes de casos individuales y la investigación
cualitativa. Para proporcionar detalles minuciosos, buena parte de los cuales serán irrelevantes
para sus conclusiones, el autor demuestra que su observación no está sesgada. En términos de
Freud, el observador ha demostrado adecuadamente una «atención uniformemente flotante».
La técnica del detalle microscópico de vez en cuando se encuentra en los sectores más
autoconscientes científicamente de la psicología. Aquí un aspecto contrastante del yo mecanicista
desempeña un papel importante. La máquina que funciona efectivamente organizará los inputs en
clases, ordenando los estímulos en unidad de causa y efecto. Del mismo modo es labor de la
ciencia objetiva evitar el detalle excesivo y ofuscador, y referirse sólo a acontecimientos dentro
de las clases esenciales. Compatible con esta base racional, la mayoría de publicaciones de
psicología experimental proporcionan sólo la exposición más disponible de los procedimientos y
resultados experimentales. Los detalles particulares de las vidas de los participantes
experimentales, por ejemplo, nunca se incluyen en una descripción objetiva de la investigación.
Que sean de sexo masculino y no femenino puede ser algo a mencionar, pero si un participante
procede de un hogar roto, usa medicamentos que generan adicción, o se ha pasado la noche en
blanco sería considerado como algo extraño, si no como el resultado de un humanismo bobo. Los
investigadores sólo documentan aquellos aspectos del procedimiento que oficialmente cuentan
como «estímulos» (antecedentes) desde una perspectiva teórica particular, y sólo aquellas de las
acciones de los participantes que pueden clasificarse como «respuestas» (consecuentes) que
resultan de esta perspectiva. Si un investigador recibiera a los participantes experimentales con
aullidos de macabro júbilo, y si los participantes se sintieran pronto molestos y ansiosos de irse,
estos acontecimientos difícilmente se incluirían en una descripción objetiva de las medidas.
La suposición de una relación mecánica entre el mundo externo y la experiencia del yo
finalmente se presta a las atribuciones hechas tanto al mundo como a la mente. En particular, los
acontecimientos medioambientales a menudo están imbuidos de una fuerza activa, mientras que
los observadores se caracterizan como víctimas pasivas. Si la percepción individual opera de un

156
Críticas y consecuencias

modo similar a una máquina, respondiendo a condiciones antecedentes en el mundo externo, se


sigue que el conocimiento interno de los acontecimientos debería resultar ampliamente del hecho
de forzar externamente sus efectos en el ámbito interno. Este tipo de suposiciones se prestan al
uso generalizado de la voz pasiva en la referenciación de la investigación en lengua inglesa o el
uso del impersonal: «Se observó la agresión» y no «observé la agresión»; «los resultados se
obtuvieron» y no «obtuve los resultados». Si el investigador se esfuerza por ver una determinada
pauta, el resultado puede que no se deba tanto a «la cosa misma» como al empeño puesto en ello
por la mente. También es una oda a la facticidad de la naturaleza el hecho de que uno se vea
prácticamente forzado por su presencia misma a tomar nota de ella. Si uno habla de sí mismo
como «víctima de las circunstancias», se intensifica la credibilidad de la «circunstancia»
independiente de «víctima». Los ejemplos de este giro pasivo incluyen frases como «uno es
golpeado por el hecho de que...», «los datos hablan claramente...», «uno se ve obligado por estos
hallazgos a concluir...», «este resultado clarifica...», todas ellas frases que encajan con los
sentidos del científico como víctimas de las circunstancias de la naturaleza.
De nuevo la fuerza retórica de este fraseo es finamente ilustrado por los contrastes en los
que las metáforas de la pasividad se sustituyen por términos de activación mental. Por ejemplo,
«dar con» descubrimientos es más objetivo que buscarlos; cuando los datos «hablan por sí
mismos», la conclusión es más verídica que cuando uno «prefiere la interpretación»; y es más
retóricamente ventajoso ser «forzado» por los descubrimientos que «buscar hallazgos que estén
de acuerdo con la teoría de uno». La objetividad está, por consiguiente, asegurada al retratarse
uno mismo como un integrante impersonal de «una gran máquina».

Presencia experimental y establecimiento de la autoridad

Uno de los principales atractivos del pensamiento de la Ilustración —y su concepción aliada


de la máquina mental— ha sido su capacidad de arrebatar el poder de la palabra de las
autoridades de alto rango y ponerlo en manos del pueblo. Ya no había que confiar en los
pronunciamientos de papas o reyes sobre lo que era realidad; el privilegio de la expresión se
garantizaba a cualquiera que se enfrentara o se expusiera a un sector relevante del mundo. En
efecto, cualquiera que se haya sentido impactado, entusiasmado o limitado por la naturaleza, o
cualquiera que haya visitado esa tierra extraña directamente, con ello gana autoridad. La
expresión se logra estableciendo una presencia experimental.
Las formas lingüísticas son inducidas para establecer la presencia de uno en el lugar del
hecho putativo. La presencia experimental a menudo se logra en las páginas iniciales de un
informe científico utilizando pronombres personales como «yo» o «nosotros» o posesivos
equivalentes («mi» o «nuestro»). Cabría decir, por ejemplo, «nuestro intento consistió en
explorar...», o «estamos interesados en...», insinuando así la presencia experimental en la
actividad científica a seguir. Efectos similares se pueden alcanzar demostrando que la
investigación ha sido llevada a cabo directamente por el propio autor o por ayudantes
estrechamente supervisados, y que el autor no ha estado ausente durante la mayor parte del
proceso de investigación. Examinemos, por ejemplo, los efectos de la escritura científica que
infringe estas presuposiciones: «Estaba muy ocupado con mi docencia y diversos congresos
durante el semestre, de modo que tuve poco tiempo para observar el proceso de investigación.
Smith, un alumno mío de tercer ciclo, en realidad hizo la mayor parte del trabajo —por el cual ha
sido debidamente recompensado con una autoría técnica—, aunque estudiamos conjuntamente la
concepción de la investigación y comprobamos sus cálculos estadísticos». Anunciar que, de
hecho, uno no ha llevado a cabo la investigación, que uno está refiriendo resultados descubiertos

157
La objetividad como consecución retórica

por otro, desacreditaría profundamente el informe. Desde luego, los científicos discuten
continuamente los hallazgos de la investigación que se transmiten sólo a través de documentos
escritos; sin embargo, en cada caso suponen que los hallazgos pueden finalmente retrotraerse a la
experiencia directa de escritores relevantes.
Con todo, el establecimiento de la presencia experimental es simultáneamente problemática.
Afirmar el yo (el «ojo») sólo equivale a sugerir que el objeto putativo de la descripción es el
producto de esta misma presencia. Si sólo el investigador se enfrenta al acontecimiento, si sólo él
ha morado en la tierra exótica y observado sus habitantes, ¿de qué modo la exposición ha de ser
de plena confianza? Ahora bien, ¿es posible que los denominados «hallazgos» se deriven de un
modo sesgado de ver el mundo? Para evitar estas amenazas el relator es invitado a adoptar un
cambio trascendental de perspectiva: primero resulta útil establecer la presencia experimental,
para cambiar luego al punto de vista de un agente impersonal, una presencia uniformemente en
suspensión y omnividente. 10 Por consiguiente, encontramos en la mayoría de informes científicos
que la perspectiva predominante es la de la colectividad impersonal, la del punto perceptivo
aventajado no del autor sino el «omnisciente ojo», que domina todo cuanto transpira. Más que
«observé...», la frase cambia a «se halló que...». De un modo más frecuente, no se hace referencia
alguna al punto de vista, implicando, por consiguiente, que el punto de vista es el de cualquiera y
es compartido por todos, en los términos de la frase de Thomas Nagel «el enfoque de ninguna
parte». Uno escribe, «el estímulo fue presentado», y no «observé que el estímulo era presentado»,
«se presionó el botón» en lugar de «mi ayudante vio que e botón era presionado...» En efecto, la
realidad bien forjada tiene que e?ta blecer simultáneamente la presencia de la experiencia del
autor de la escena y sustituir sutilmente un punto de vista trascendental

La purificación de la lente

El yo mecánico logra la objetividad cuando no existe ninguna interferen-cia con los procesos
responsables de reflejar especularmente el mundo externo y sacar conclusiones en cuanto a su
naturaleza. Desde el Essay on Human Understanding de Locke, en el siglo xvm, hasta los
estudios psicológicos del presente siglo, se ha sostenido ampliamente que la conciencia llega a
conocer el mundo a través del sistema sensorial. Uno es inicialmente consciente de los datos
sensibles primarios. Aunque esta afirmación es ampliamente debatida, en general se conviene en
que estas sensaciones prácticamente se convierten o transforman en percepciones (o categorías
mentales). Si el proceso opera sin interferencia, la sensación sirve de espejo al mundo, y las
categorías resultantes son disponibles para el pensamiento racional y la comunicación a través del
lenguaje. Este conjunto de presuposiciones sugiere, por deducción, que cualquier otra forma de
actividad mental puede potencialmente interferir en estas funciones esenciales de observación y
categorización. Particularmente sospechosos son cualquiera de los procesos que vinculan al
individuo con el mundo externo de un modo que altera, intranquiliza o afecta sus acciones. Estos
procesos son del tipo que modifican la capacidad que el individuo tiene de observación objetiva.
Por consiguiente, las emociones, los motivos, los valores y los. deseos —tal como se conciben
tradicionalmente—, todos amenazan potencialmente la objetividad. No son constituyentes de la
máquina que funciona efectivamente. Todos vinculan al individuo con el mundo de tal modo que
determinadas líneas de acción se hacen imperativas y otras se convierten en detestables. El
clamor resultante hacia la acción puede intranquilizar el instrumento sensorial de la sensación y

10
Estoy en deuda aquí con el ensayo de Vincent Crapanzano, «Hermes Dilemma: The Masking of Subversión in
Ethnographic Description», en Writing Culture.

158
Críticas y consecuencias

el proceso finamente ajustado de categorización. Invita a los perjuicios y a la distorsión; amenaza


la supervivencia.
El enfoque mecanicista del yo proporciona la base racional para las técnicas adicionales que
permiten alcanzar la objetividad discursiva. Al principio, el informe objetivo suprimirá la
descripción afectiva del yo. Para el retórico, describir o explorar las diversas emociones, deseos,
valores o motivos, posiblemente en juego en el momento de la observación, denigraría el proceso
y socavaría la aparente objetividad de la descripción. Se puede decir, «registramos un promedio
de 6,65...», «se observó que los sujetos se sentían molestos...», o «los resultados demostraron...»,
con toda impunidad. Este fraseo sugiere que el espejo de la mente operaba con fidelidad; no hace
referencia a estados internos de sensación, motivación o deseo. Sin embargo, si se insinuara la
terminología afectiva en las mismas frases, los efectos sería debilitadores. Examinemos el
resultado de ciertas variaciones en el fraseo: «En el fondo de mi corazón sentí que se trataba de
un promedio de más del 5.000 y me sentí rebosar de alegría cuando lo obtuve...», «Dado que la
investigación sería prácticamente impublicable si no obteníamos resultados positivos, buscamos
pruebas de que los sujetos se sentían molestos. He aquí que demostraron estarlo...», o «Los
resultados demostraron que en realidad aquellas acciones que nosotros los investigadores
encontramos censurables moralmente conducen al fracaso del marco experimental». Admitir el
compromiso afectivo de uno en la investigación es, gracias a los estándares retóricos
contemporáneos, mirar con gafas oscuras.
Estas suposiciones etnopsicológicas en cuanto a la consecución retórica de la objetividad
tienen una segunda repercusión importante. No sólo el afecto del observador queda
sistemáticamente silenciado, sino que existe también una supresión general de las características
estimuladoras del objeto. En la medida en que objeto de investigación posee cualidades o
características que pueden estimular el afecto, los motivos o deseos del observador, el dar cuenta
que de ello resulta pasa a tener menos credibilidad que una reflexión de la realidad y ser con
mayor probabilidad un producto de la excitación del observador. Es parcialmente por esta razón
por lo que los informes de investigación en las ciencias de la conducta son tan frecuentemente
asépticos y desprovistos de interés humano, incluso cuando los temas podrían despertar una
amplia atención. Poco es lo que cabría mencionar de los «objetos» de estudio, salvo, por ejemplo,
una gama de características demográficas neutralizadas. Aprendemos que los sujetos de
investigación eran hombres universitarios, por ejemplo, o mujeres de cuarenta o sesenta años, o
escolares de color de los barrios deprimidos. En cambio, no se hace mención de temas tales como
el atractivo sexual, la obesidad poco atractiva, la superficialidad empalagosa, la ignorancia
pasmosa, las maneras encantadoras, la forma envidiable de vestir, el acné repugnante, etc. La
mención de estos rasgos sugeriría que los sentimientos o los motivos del observador se habrían
despertado durante el período de observación. Señalar rasgos secundarios como éstos sería
subvertir la objetividad ostensiva del informe. 11
En resumen, encontramos que la concepción del yo máquina opera como una preestructura
racionalizadora para una gama de técnicas que permiten que los autores hablen con autoridad.
Las convenciones retóricas que separan el sujeto y el objeto, caracterizando el mundo objetivo,
estableciendo la presencia (y la ausencia) de, la autoría, y limpiando las lentes de la percepción,
se encuentran entre los medios más destacados para generar el sentido de la objetividad. Un autor
que no logra emplear estos dispositivos puede ser considerado subjetivo, demasiado imaginativo
o incluso loco.

11
Para una extensa exposición de los efectos de la metodología científica en la construcción que la psicología hace
del sujeto experimental, véase Danziger (1991).

159
La objetividad como consecución retórica

Objetividad y acción

Empecé este capítulo recalcando la reverencia predominante que se tiene hacia el concepto
de objetividad en la cultura. Su conquista se considera como la clave de supervivencia y presenta
matices de una obligación moral. Menoscabar o fracasar en esta aspiración es quedar relegado a
los remansos pantanosos de la sociedad, uniéndose allí a aquellos que se permiten el lujo de las
metáforas, la mera retórica, y demás prácticas de lo decadente, lo romántico y lo neurótico. Con
todo, a medida que el argumento se ha desplegado, encontramos poca garantía para las
disposiciones jerárquicas inducidas por la dualidad objetivo-subjetivo, ningún medio para
vincular la consecución de la objetividad a una forma elevada de procesamiento psicológico o
una forma miméticamente superior de descripción. Más bien, el logro de la objetividad es textual:
algo inherente a las prácticas de escritura y habla situadas histórica y culturalmente. Pero es poco
lo que de estas vías particulares de organizar el lenguaje parecería merecer la posición de
prestigio que ocupan en la sociedad. Al final, este análisis invita a la evaluación crítica de las
funciones y disfunciones de las prácticas discursivas de la objetividad: ¿Existen razones para
sostener estos modos lingüísticos, o se deben hacer intentos concertados para romper la dualidad
y abrir las prácticas del discurso común a posibilidades más variadas? ¿Qué hay que decir, por
consiguiente, de la política de la objetividad?
Esto es, desde luego, aún un tema nuevo, y quiero aquí hacer dos observaciones. A mi
juicio, se pueden elaborar los argumentos más fuertes para desmantelar la dicotomía tradicional
objetivo-subjetivo y sus prácticas discursivas. No sólo el discurso de la objetividad genera y
sostiene jerarquías injustificadas de privilegio —junto con una gama de prejuicios, hostilidades y
conflictos que las acompañan—, sino que excluye muchas de las voces que se alzan reclamando
la plena participación en las construcciones que en la cultura se hacen del bien y lo real. 12 Las
medidas objetivas se han venido utilizando desde hace mucho para desafiar la autoridad de las
diversas élites que reclamaban para sí la presciencia y la clarividencia, y por consiguiente se han
situado del lado de la democracia (Porter, 1992). Sin embargo, a medida que las mediciones
objetivas se han ido convirtiendo cada vez más en propiedad de expertos (véase, por ejemplo, el
capítulo 6), ahora nos enfrentamos con una nueva élite tecnocrática que campa a sus anchas. El
discurso de la objetividad no logra revelar las problemáticas de sus propios orígenes y libra
batalla a todos los lenguajes que no son objetivos. Por consiguiente, amenaza la rica y variada
gama de formas lingüísticas alternativas, recursos pragmáticos generados desde la historia de la
cultura. Además, aquellas que son captadas por el lenguaje de la objetividad son
consiguientemente degradadas. Cuando se transforman en objetos de examen, pierden tanto su
humanidad como el derecho de expresión (MacKinnon, 1987; Schott, 1988). Y a medida que se
convierten en cada vez más en algo a «tener en cuenta», se convierten también en sujetos de un
control creciente (Rose, 1990). Tal como sugerí, está surgiendo ahora un amplio acuerdo con los
ámbitos posestructuralista, posempirista y posmoderno de erudición en el sentido de que la
concepción que Occidente tiene del yo individual ha empezado a concluir. El enfoque que hacía
del yo privado la fuente del arte y la literatura, de las decisiones prácticas, de la deliberación
moral, de la actividad emocional y similares ya no es viable, no sólo sobre bases conceptuales

12
A fin de eludir el completo dominio de la dualidad objetivo-subjetivo, Donaid McCIoskey (comunicación
personal) ha acuñado el término «conjective». Las exposiciones científicas ni son objetivas ni subjectivas según este
enfoque, sino fundamentalmente consensúales.

160
Críticas y consecuencias

sino en términos de las pautas societales a las que invita. Para muchos, el desafío que tenemos
planteado consiste en cómo sustituir el yo como unidad crítica de la vida social. Se están
desarrollando explicaciones que hacen hincapié en la incrustación social, en las formaciones
relaciónales y en el proceso dialógico. Y, tal como vimos en el capítulo 2, existen rupturas
concurrentes en las convenciones tradicionales de la escritura científica. Se están produciendo
lentamente experimentos audaces con nuevas formas de discurso y están empezando a ofrecer
alternativas a los modos tradicionales de objetivación. Existen razones para anticipar un lento
desplazamiento de la retórica predominante, y con ella una expansión de la gama de voces
autorizadas en el diálogo cultural. 13
Con todo, cuando se siguen estos grande ejes de circulación, los movimientos reflexivos son
también esenciales. En Varieties of Realism, Rom Harré escribe que la «ciencia no es sólo el
principal logro intelectual de la humanidad sino también el orden moral más destacable» (1988,
pág. 8). Esto último, sostiene Harré, es ampliamente debido al sentido de la confianza mutua que
se disfruta en los enclaves científicos. Con tal que uno permanezca dentro de los juegos de
lenguaje de la comunidad científica y se mueva con las formas localizadas de clasificación, la
exposición científica es estimablemente fidedigna. Y Harré prosigue: «el producto de estas
comunidades, el conocimiento científico, es en sí definido en términos morales. Es ese
conocimiento sobre el que uno ha de apoyarse. La dependencia de esta confianza puede ser
existencial, afectando a lo que es o podría ser, o podría ser práctica, afectando aquello que puede
o no puede hacerse, o a ambas cosas» (pág. 11). Dado el lugar central del discurso de la
objetividad en la comunicación científica, nos es preciso poner en tela de juicio su provisión de
confianza a las comunidades. Dentro de este contexto el lenguaje desapasionado y corriente de la
objetividad puede operar como una performativa —al igual que un apretón de manos— indicando
que las palabras pueden descambiarse en una acción aprovechable. El lenguaje de la subjetividad,
en cambio, puede sugerir un relajamiento de las restricciones, una invitación al placer o al juego.
Además, tal como propuse en el capítulo 3, puede que determinadas comunidades de científicos
exijan el lenguaje banal del mundo objetivo para realizar sus metas colectivas. En ausencia de
acuerdos repetitivos y corrientes en las ciencias sobre «cómo han de denominarse las cosas», los
obstáculos a las realizaciones tecnológicas serían enormes. En este sentido el discurso de la
objetividad puede que sea útil para lograr lo que Megill (1991) denomina una objetividad
disciplinar y de procedimiento. Tal vez sea disfuncional sugerir un abandono a gran escala de
estas convenciones de la confianza.
Al mismo tiempo, hay mucho que decir de la exploración de las alternativas a estas
convenciones, de modo que podríamos mostrar confianza sin con ello simultáneamente denigrar
formas alternativas de hacer declaraciones. Umberto Maturana (1988) propone que toda la
escritura llamada «objetiva» sea puesta entre paréntesis, simbolizando por consiguiente su
carácter local o clientelista. Sin embargo, se ganará más al dar expresión a multiplicidad de
formas retóricas. Aunque el discurso objetivista o realista predomine, difícilmente es la única
forma de retórica efectiva. Además, al yuxtaponer algunas formas diferentes de escritura dentro
del mismo texto, el efecto que se obtiene es tanto el de reducir el impacto totalizador de la voz
singular como el de ampliar el número de diálogos en los que el lector (y el escritor) puede
consiguientemente participar. Así, pues, el texto se mueve no en el sentido de disminuir el
espectro dialógico sino en el de expandirlo. Tales posibilidades son alentadas por la elucidación
de Van Maanen (1988) de las múltiples formas de escritura etnográfica. Aquí, las etnografías

13
Véase Ibáñez (1991) para un examen ulterior de este tema, y Hawkesworth (1992) para una discusión de la critica
feminista del concepto de objetividad.

161
La objetividad como consecución retórica

realistas están contrastadas con el poderoso potencial de lo que Van Maanen denomina «escritura
confesional» (revelaciones hechas en primera persona» y «escritura impresionista» (narración
imaginativa). Atendiendo a propósitos pedagógicos, Lather (1991) desafía a sus estudiantes para
que escriban en una multiplicidad de voces. Por consiguiente, después de llevar a cabo un análisis
empírico de tipo estándar, una segunda escritura podría evaluar las consecuencias ideológicas del
primero; e incluso un tercer análisis podría explorar el carácter construido del texto inicial. En
efecto, existe una expansión en tres niveles de las inteligibilidades. En cuanto a las ciencias
humanas, en realidad existen antecedentes prometedores de un futuro más responsable y creativo.

162
TERCERA PARTE
DEL YO A LA RELACIÓN
Del yo de la relación

Capítulo 8
La autonarración en la vida social

Uno de los principales desafíos que tiene planteados el construccionismo es el de enriquecer


el alcance del discurso teórico con la esperanza particular de expandir el potencial de prácticas
humanas. Uno de los puntos de partida teóricos más atrayentes, a causa de su afinidad con la
metateoría construccionista, surge de la teoría relacional: el intento de dar cuenta de la acción
humana en términos de un proceso relacional. Intenta moverse más allá del individuo singular
para reconocer la realidad de la relación. Aquí, quiero proponer un enfoque relacional que
considera la autoconcepción no como una estructura cognitiva privada y personal del individuo
sino como un discurso acerca del yo: la representación de los lenguajes disponibles en la esfera
pública. Sustituyo la preocupación tradicional en torno a las categorías conceptuales
(autoconceptos, esquemas, autoestima) por el yo como una narración que se hace inteligible' en el
seno de las relaciones vigentes.
Esto es, por consiguiente, un relato acerca de relatos, y, más en particular, acerca de relatos
del yo. La mayoría de nosotros iniciamos nuestros encuentros con los relatos en la infancia. A
través de los cuentos de hadas, los cuentos populares y los relatos de familia recibimos las
primeras exposiciones organizadas de la acción humana. Los relatos siguen absorbiéndonos
cuando leemos novelas, biografías, e historia; nos ocupan cuando vemos películas, cuando
acudimos al teatro, y ante la pantalla del receptor de televisión. Y, posiblemente a causa de su
familiaridad, los relatos sirven también como medios críticos a través de los cuales nos hacemos
inteligibles en el seno del mundo social. Contamos extensos relatos sobre nuestras infancias,
nuestras relaciones con los miembros de nuestra familia, nuestros años en el colegio, nuestro
primer lío amoroso, el desarrollo de nuestro pensamiento sobre un tema dado, y así
sucesivamente. También explicamos relatos sobre la fiesta de la última noche, la crisis de esta
mañana y la comida con un compañero. Puede que creemos también un relato acerca de la
próxima colisión automovilística de camino al trabajo o acerca de la cena chamuscada de anoche.
En cada caso, utilizamos la forma del relato para identificarnos con otros y a nosotros mismos.
Tan predominante es el proceso del relato en la cultura occidental que Bruner (1986) ha ido tan
lejos como para sugerir una propensión genética a la comprensión narrativa. Ya esté
biológicamente preparada o no, difícilmente podemos menospreciar la importancia de los relatos
en nuestras vidas y la medida en la que sirven de vehículos que nos permiten hacernos
inteligibles.
Con todo, decir que contamos relatos para hacernos comprender no es ir demasiado lejos.
No sólo contamos nuestras vidas como relatos; existe también un sentido importante en el que
nuestras relaciones con otros se viven de una forma narrativa. Para White y Epston (1990), «las
personas conceden significado a sus vidas y relaciones relatando su experiencia» (pág. 13). La
vida ideal, proponía Nietzsche, es aquella que corresponde al relato ideal; cada acto está
coherentemente relacionado con todos los demás sin que sobre nada (Nehamas, 1985). De una
manera más convincente, Hardy (1968) ha escrito que «soñamos narrando, nos ensoñamos
narrando, recordamos, anticipamos, esperamos, desesperamos, creemos, dudamos, planeamos,
revisamos, criticamos, construimos, charlamos, aprendemos, odiamos y amamos a través de la
narración» (pág. 5). Elaborando esta opinión, Madntyre (1981) propone que esas narraciones
activadas forman la base del carácter moral. Mi análisis se detendrá antes de llegar a afirmar que
las vidas son acontecimientos narrativos (de acuerdo con Mink, 1969). Los relatos son, al fin y al
cabo, formas de dar cuenta, y parece equívoco igualar la exposición con su objeto putativo. Sin
embargo, las exposiciones narrativas están incrustadas en la acción social; hacen que los

163
La autonarración en la vida social

acontecimientos sean socialmente visibles y establecen característicamente expectativas para


acontecimientos futuros. Dado que los acontecimientos de la vida cotidiana están inmersos en la
narración, se van cargando de sentido relatado: adquieren la realidad de «un principio», de «un
punto grave», de «un climax», de un «final», y así sucesivamente. Las personas viven los
acontecimientos de este modo y, junto con otros, los clasifican precisamente así. Con ello no
decimos que la vida copie al arte, sino más bien, que el arte se convierte en el vehículo a través
del cual la realidad de la vida se hace manifiesta. En un sentido significativo, pues, vivimos
mediante narraciones, tanto al relatar como al realizar el ya
En este capítulo exploraré la naturaleza de los relatos, tanto cuando son contados como
cuando son vividos en la vida social. Empezaré con un examen de la forma del relato o, dicho de
un modo más formal, la estructura de las exposiciones narrativas. Pasaré luego a examinar el
modo como se construyen las narraciones del yo dentro de la vida social y los usos a los que se
prestan. A medida que se desarrolle mi exposición se irá haciendo más claro que las narraciones
del yo no son posesiones fundamentalmente del individuo sino de las relaciones: son productos
del intercambio social. En efecto, ser un yo con un pasado y un futuro potencial no es ser un
agente independiente, único y autónomo, sino estar inmerso en la interdependencia.

EL CARÁCTER DE LA AUTONARRACIÓN

Los escritores de novelas, de filosofía y de psicología han retratado con frecuencia la


conciencia humana como un flujo continuo. No nos enfrentamos a series de fotografías
instantáneas, se nos dice, sino a un proceso en marcha. De manera similar, en nuestra experiencia
del yo y de los demás nos parece encontrar no una serie de momentos discretos indefinidamente
yuxtapuestos, sino secuencias globales dirigidas a metas. Tal como muchos historiógrafos han
sugerido, las explicaciones de la acción humana difícilmente pueden proceder sin una
incrustación temporal. Comprender una acción es, en realidad, situarla en un contexto de
acontecimientos precedentes y consecuentes. Para no divagar, nuestro enfoque del yo en
cualquier momento dado es fundamentalmente absurdo a menos que pueda vincularse de cierta
forma con nuestro pasado. Súbita y momentáneamente verse a uno " mismo como «agresivo»,
«poético» o «fuera de sí», por ejemplo, podría parecer antojadizo o enigmático. Cuando la
agresión se sigue de un antagonismo de larga duración, que se ha ido intensificando, sin embargo,
se deja notar. Del mismo modo, ser poético o estar fuera de sí es comprensible cuando se sitúa en
el contexto de nuestra propia historia personal. Este tema particular ha llevado a una serie de
comentaristas a concluir que una comprensión de la acción humana difícilmente puede proceder
de otras cosas que no sean razones narrativas (Madntyre, 1981; Mink, 1969; Sarbin, 1986). En
cuanto a los propósitos que aquí tenemos, el término «autonarrativo» se refiere a la explicación
que presenta un individuo de la relación entre acontecimientos autorrelevantes a través del
tiempo. 1
Al desarrollar una autonarrativa establecemos unas relaciones coherentes entre
acontecimientos vitales (Cohier, 1982; Kohii, 1981). En lugar de ver nuestra vida como
simplemente «una maldita cosa tras otra», formulamos un relato en el que los acontecimientos de
la vida son referidos sistemáticamente, y hechos inteligibles por el lugar que ocupan en una
secuencia o «proceso en desarrollo» (de Waele y Harré, 1976). Nuestra identidad presente es, por
consiguiente, no un acontecimiento repentino y misterioso, sino un resultado sensible de un relato
vital. Tal como Bettelheim (1976) argumentara, este tipo de creaciones de orden narrativo pueden

1
La elaboración inicial del concepto de autonarración está contenida en Gergen y Gergen (1983).

164
Del yo de la relación

resultar esenciales al dar a la vida un sentido del significado y de la dirección.


Antes de soltar las amarras de este análisis, tengo que decir unas palabras sobre la relación
entre el concepto de autonarración y las nociones teóricas relacionadas. El concepto de
autonarración en particular es portador de una afinidad con una variedad de constructos
desarrollados en otros dominios. Primero, en la psicología cognitiva los conceptos de guiones
(Schank y Abelson, 1977), de esquemas de relato (Mandier, 1984), de árbol de predictibilidad
(Kelly y Keil, 1985), y de pensamiento narrativo (Britton y Pellegrini, 1990), todos han sido
utilizados para dar cuenta de la base psicológica de la comprensión y/o para dirigir las secuencias
de acciones a lo largo del tiempo. Contrariamente al programa cognitivo, con su búsqueda de
procesos cognitivos universales, los teóricos de la regla-papel (como Harré y Secord, 1972) y los
constructivistas (véase, por ejemplo, el tratamiento que Mancuso y Sarbin [1983] dan de la
«gramática narrativa») tienden a hacer hincapié en la contingencia cultural de diversos estados
psicológicos. Por consiguiente, se retiene la presuposición cognitivista de una base narrativa de la
acción personal, pero mostrando una gran sensibilidad hacia la base sociocultural de este tipo de
narrativas. El trabajo de Bruner (1986, 1990) sobre las narrativas cae en algún lugar entre estas
dos orientaciones, sosteniendo un enfoque de la función cognitiva universal mientras que
simultáneamente destaca el papel de los sistemas de significación cultural. Fenomenólogos
(véase Poikinghorne, 1988; Carr, 1984; Josselson y Lieblich, 1993), existencialistas (véase el
análisis que Charme [1984] hace de Sartre) y personólogos (McAdams, 1993), todos están
preocupados por el proceso interno individual (a menudo clasificado como «experiencia»),
aunque característicamente renuncian a la búsqueda cognitivista de predicación y control de la
conducta individual, y sustituyen el énfasis puesto en la determinación cultural por un investidura
más humanista en el yo como autor o agente.
Contrariamente a todos estos enfoques, que hacen el mayor hincapié en el individuo, quiero
examinar las autonarraciones como formas sociales de dar cuenta o como discurso público. En
este sentido, las narraciones son recursos conversacionales, construcciones abiertas a la
modificación continuada a medida que la interacción progresa. Las personas en este caso no
consultan un guión interno, una estructura cognitiva o una masa aperceptiva en busca de
información o guía; no interpretan o «leen el mundo» a través de lentes narrativas; no son los
autores de sus propias vidas. Más bien, la autonarración es una suerte de instrumento lingüístico
incrustado en las secuencias convencionales de acción y empleado en las relaciones de tal modo
que sostenga, intensifique o impida diversas formas de acción. Como dispositivos lingüísticos,
las narraciones pueden usarse para indicar acciones venideras, pero no son en sí mismas la causa
o la base determinante para tal tipo de acciones; en este sentido, las autonarraciones funcionan
más como historias orales o cuentos morales en el seno de una sociedad. Son recursos culturales
que cumplen con ese tipo de propósitos sociales como son la autoidentificación, la
autojustificación, la autocrítica y la solidificación social. 2 Este enfoque se une a los que hacen
hincapié en lo orígenes socioculturales de la construcción narrativa, aunque con ello no se
pretende aprobar un determinismo cultural: adquirimos habilidades narrativas a través del
interactuar con otros, no a través de ser meramente actuados. También está de acuerdo con
aquellos que se preocupan por el compromiso personal en la narración, pero sustituye el acento
puesto en el yo autodeterminante mediante el intercambio social.

2
Véanse también el análisis de Labov (1982) de las narraciones como vehículos de ruegos y respuestas a esos
ruegos, el análisis de Mischier (1986) de las narraciones que funcionan en estructuras relaciónales de poder, y la obra
de Tappan (1991) y Day (1991) sobre la función de la narración en la toma de decisiones morales.

165
La autonarración en la vida social

Los especialistas que se interesan por las narraciones se dividen netamente sobre la cuestión
del valor de verdad: muchos son los que sostienen que las narraciones tienen el potencial de
transmitir la verdad, mientras que hay otros que sostienen que las narraciones no reflejan sino que
construyen la realidad. El primer enfoque considera la narración como conducida por hechos,
mientras que el último, en general, sostiene que la narración es una organización del hecho o
incluso una producción del hecho. La mayoría de historiadores, biógrafos y empiristas
comprensiblemente hacen hincapié en las posibilidades de transmitir la verdad que tiene la
narración. Dado que esta suposición garantiza a la cognición una función adaptativa, muchos
teóricos cognitivos también optan por la verosimilitud narrativa. Estar en posesión del «guión de
un restaurante» en el sentido de la formulación de Schank y Abelson (1977), por ejemplo, es estar
preparado para funcionar adecuadamente en este local. Como debe haber quedado claro a partir
de los argumentos de los capítulos precedentes, el enfoque del construccionismo social esta
reñido con esta opinión. En realidad, existen límites en nuestro dar cuenta de los acontecimientos
a través del tiempo, pero no pueden hacerse remontar ni a las mentes en acción ni a los
acontecimientos mismos. Más bien, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana, los relatos
hacen las veces de recursos comunitarios que la gente utiliza en las relaciones vigentes. Desde
este punto de vista, las narraciones, más que reflejar, crean el sentido de «lo que es verdad». En
realidad, esto es así a causa de las formas de narración existentes que «cuentan la verdad» como
un acto inteligible. Los sentidos especiales en los que esto es así se ampliaran aún más en las
páginas siguientes.

LA ESTRUCTURACIÓN DE LAS EXPOSICIONES NARRATIVAS

Si ni el mundo tal como es ni la cognición exigen las narraciones, entonces ¿qué explicación
se puede dar de sus propiedades o formas? Desde el punto de vista construccionista, las
propiedades de las narraciones bien formadas están situadas cultural e históricamente. Son
subproductos de los intentos que se llevan a cabo por relacionar a través del discurso, del mismo
modo que los estilos de pintura hacen las veces de medios de coordinación mutua con las
comunidades de artistas o las tácticas y contratácticas específicas pueden ponerse de moda dentro
de los diversos deportes. En cuanto a esto, el análisis de White (1973) del carácter literario de la
escritura histórica resulta informativo. Tal como demuestra este autor, por lo menos cuatro
formas diferentes de realismo narrativo dieron forma a la primera escritura histórica durante el
siglo xix. A finales del siglo xix, sin embargo, estas formas retóricas fueron repudiadas y
ampliamente sustituidas por una gama diferente de estrategias conceptuales para la interpretación
del pasado. Esto significa que la forma narrativa es, en efecto, históricamente contingente.
Resulta interesante en este contexto indagar en las convenciones narrativas contemporáneas.
¿Cuáles son los requisitos para contar un relato inteligible dentro de la cultura actual de
Occidente? La pregunta es especialmente significativa dado que una elucidación de estas
convenciones para la estructuración de relatos nos sensibiliza de los límites de la autoidentidad.
Comprender cómo tienen que estructurarse las narraciones dentro de la cultura es ir más allá de
los bordes del envoltorio de la identidad: descubrir los limites a la identificación de sí mismo
como agente humano en buen estado; es también determinar qué formas tienen que mantenerse a
fin de adquirir la credibilidad como un narrador de la verdad. La estructura propiamente dicha de
la narración antecede a los acontecimientos sobre los que «se dice la verdad»; ir más allá de las
convenciones es comprometerse en un cuento insensato. Si la narración no consigue aproximarse
a las formas convencionales, el contar mismo se convierte en absurdo. Por consiguiente en lugar
de ser dirigido por los hechos, el contar la verdad es ampliamente gobernado por una

166
Del yo de la relación

preestructura de convenciones narrativas.


Se han dado muchos intentos de identificar las características de la narración bien formada.
Se han producido en el seno del ámbito de la teoría literaria (Frye, 1957; Scholes y Kellogg,
1966; Martín, 1987), de la semiótica (Propp, 1968; Rimmon-Kenan, 1983), de la historiografía
(Mink, 1969; Gallie, 1964) y en determinados sectores de las ciencias sociales (Labov, 1982-
Sutton Smith, 1979; Mandier, 1984). Mi propuesta se basa en estos diversos análisis. Sintetiza
una variedad de acuerdos comunes, excluye determinadas distinciones esenciales a las demás
tareas analíticas (tales como el punto de vista, la función de los personajes y las acciones, los
tropos poéticos) y añade los ingredientes necesarios para comprender por qué razón los relatos
poseen un sentido de la dirección y del drama. Mi enfoque difiere de una sene de estas
exposiciones en su esfuerzo por evitar las suposiciones de corte universalista. Los teóricos
frecuentemente hacen afirmaciones de un conjunto fundacional o fundamental de reglas o
características de lo que es una narración bien formada. Este análisis, sin embargo, considera las
construcciones narrativas como contingentes, histórica y culturalmente. Los criterios que
explicitamos a continuación parecen ser primordiales en la construcción de una narración
inteligible para segmentos importantes de la cultura contemporánea:
Establecer un punto final apreciado. Un relato aceptable tiene en primer lugar que
establecer una meta, un acontecimiento a explicar, un estado que alcanzar o evitar, un resultado
de significación o, dicho más informalmente un «punto». El hecho de narrar que uno anduvo en
dirección norte durante dos manzanas, al este durante tres, y luego giró a la izquierda por la calle
fine, no dejaría de ser una historia empobrecida, pero. si esta descripción fuera un preludio para
hallar un apartamento que queremos comprar se aproximaría a un relato aceptable. El punto final
puede, por ejemplo ser el bienestar del protagonista («cómo escapé por pelos de la muerte»), el
descubrimiento de algo precioso («cómo descubrió a su padre biológico») la pérdida personal
(«cómo perdió su trabajo»), y así sucesivamente. Por consiguiente, si el relato acabara
encontrando el apartamento del número 404 de la calle Pine, se deslizaría en la insignificancia.
Sólo cuando la búsqueda de un apartamento anhelado culmina con éxito tenemos un buen relato.
De un modo análogo, Macintyre (1981) propone que «la narración requiere un marco evaluativo
en el que el buen o el mal carácter contribuye a que los resultados sean negativos o felices» (pág.
456). También queda claro que esta exigencia de un punto final apreciado introduce un fuerte
componente cultural (tradicionalmente llamado «sesgo subjetivo») en el relato. Difícilmente se
podría decir que la vida misma está compuesta de acontecimientos separables, una de cuyas
subpoblaciones constituye los puntos finales. Más bien, la articulación de un acontecimiento y su
posición como un punto final se derivan de la ontología de la cultura y de la construcción del
valor. A través del talento artístico verbal, «el roce de los dedos de ella por mi manga» surge
como un acontecimiento, que, dependiendo del relato, puede servir como el principio o la
conclusión de un amorío. Además, los acontecimientos tal como los definimos no contienen valor
intrínseco. El fuego en sí mismo no es ni bueno ni malo; le concedemos un valor dependiendo
generalmente de si sirve a aquello que consideramos como funciones apreciables (el fuego para
cocinar) o no (el fuego que destruye la cocina). Sólo dentro de una perspectiva cultural se pueden
hacer inteligibles los «acontecimientos valorados».
Seleccionar los acontecimientos relevantes para el punto final. Una vez que se ha
establecido un punto final, éste dicta más o menos los tipos de acontecimientos que pueden
aparecer en la exposición, reduciendo grandemente la miríada de candidatos a la «cualidad de
acontecimiento». Un relato inteligible es aquel en el que los acontecimientos sirven para hacer
que la meta sea más o menos probable, accesible, importante o vivida. Por consiguiente, si un
relato trata del hecho de ganar un partido de balompié («cómo ganamos aquel partido»), los

167
La autonarración en la vida social

acontecimientos más relevantes son aquellos que hacen que la meta se haga más próxima o que
se distancie aún más («El primer lanzamiento de Tom salió fuera, pero en el siguiente ataque
envió la pelota al fondo de la red con la frente»). Sólo a riesgo de cometer una necedad uno
introduciría una nota sobre la vida monástica durante el siglo xv o una esperanza de un futuro
viaje espacial, a menos que se pudiera demostrar que estos asuntos estaban significativamente
relacionados con el hecho de ganar el partido («Juan se inspiró para la táctica que debía seguir al
leer las prácticas religiosas del siglo xv»). Un dar cuenta del día («hacía sol y no llovía») sería
algo aceptable en la narración, dado que haría que los acontecimientos fueran más vividos, pero
una descripción del tiempo en un país remoto sería cuanto menos idiosincrático. Una vez más
encontramos que la narración exige tener consecuencias ontológicas. Uno no está libre para
incluir todo cuanto tiene lugar, sino sólo aquello que es relevante para la conclusión del relato.
La ordenación de los acontecimientos. Una vez que se ha establecido una meta y se han
seleccionado los acontecimientos relevantes, éstos son habitualmente dispuestos según una
disposición ordenada. Tal como indica Ong (1982) la base para este tipo de orden (importancia,
valor de interés, oportunidad y demás) pueden cambiar con la historia. La convención
contemporánea más amp lamente utilizada es tal vez la de una secuencia lineal de carácter
temporal. Algunos acontecimientos, por ejemplo, se dice que suceden al principio del partido de
fútbol, y éstos anteceden a los acontecimientos que se dice que suceden hacia la mitad y al final.
Resulta tentador afirmar que la secuencia de acontecimientos relacionados debe emparejarse con
la secuencia real en la que los acontecimientos ocurrieron, pero esto no sería más que confundir
las reglas de un dar cuenta inteligible con lo que fue en realidad. La ordenación lineal de carácter
temporal, al fin y al cabo, es una concesión que emplea un sistema coherente de signos; sus
rasgos no son exigidos por el mundo tal como es. Puede aplicarse a lo que es en realidad o no
dependiendo de los propios propósitos. El tiempo que marca el reloj puede que no sea efectivo si
lo que uno quiere es hablar de la propia «experiencia de lo que es esperar sentado en la consulta
de un dentista», y tampoco es adecuado si lo que se quiere es describir la teoría de la relatividad
en física o a rotación circular de las estaciones. Empleando los términos de Bakhtin (1981),
podemos considerar las exposiciones temporales como cronotopos convenciones literarias que
rigen las relaciones espaciotemporales o «la base esencial para la... representabilidad de los
acontecimientos» (pág 250) Que el ayer anteceda al hoy es una conclusión exigida sólo por un
cronotopo culturalmente específico.
La estabilidad de la identidad. La narración bien formada es característicamente aquella en
la que los personajes (o los objetos) del relato poseen una identidad continua o coherente a través
del tiempo. Un protagonista dado no puede cumplir con las funciones de villano en un momento
y de héroe en el siguiente o demostrar poderes de impredictibilidad genial entremezclados con
acciones imbéciles. Una vez definido por el narrador, el individuo (o el objeto) tenderá a retener
su identidad y función dentro del relato Existen excepciones obvias a esta tendencia general, pero
la mayoría no son sino casos en los que el relato intenta explicar el cambio mismo: cómo la rana
se convierte en príncipe o el empobrecido joven alcanza el éxito financiero. Las fuerzas causales
(como una guerra, la pobreza, la educación) pueden introducirse produciendo el cambio en un
individuo (u objeto) y por mor del efecto dramático una identidad putativa puede ceder el paso a
«lo real» (un profesor digno de confianza puede resultar ser un pirómano) En general, sin
embargo, el relato bien formado no tolera las personalidades proteicas.
Vinculaciones causales. Según los estándares contemporáneos, la narración ideal es aquella
que proporciona una explicación del resultado. Cuando se dice «el rey murió y en consecuencia
la reina murió» no deja de ser un relato rudimentario; «el rey murió y entonces la reina murió de
aflicción» es el principio de una verdadera trama. Tal como Ricoeur (1981) lo expresa, «las

168
Del yo de la relación

explicaciones tienen que... ser urdidas con el tejido narrativo (pág. 278). De manera característica
se logra la explicación cuando se seleccionan los acontecimientos que, a través de criterios
comunes, están vinculados causalmente («porque llovía nos cobijamos dentro»; «a resultas de la
operación no pudo asistir a su clase»). Con ello no se supone que una concepción universal de la
causalidad se insinúa dentro de relatos bien formados: aquello que ha de incluirse en el interior de
la gama aceptable de formas causales es histórica y culturalmente dependiente. Así, muchos
científicos quieren limitar las discusiones sobre la causalidad a la variedad humeana; los filósofos
sociales a menudo prefieren ver la razón como la causa de la acción humana; los botánicos a
menudo encuentran más conveniente emplear formas teleológicas de causalidad. Con
independencia de las preferencias personales por los modelos causales, cuando los
acontecimientos dentro de una narración se relacionan de una forma interdependiente, el
resultado se aproxima más estrechamente al relato bien formado.
Signos de demarcación. La mayoría de relatos apropiadamente formados emplean señales
para indicar el principio y el final. Tal como Young (1982) ha propuesto, la narración resulta
«enmarcada» mediante una diversidad de dispositivos regidos por reglas que indican cuándo uno
entra en el «mundo relatado» o el mundo del relato. «Érase una vez...», «¿No habéis oído hablar
de aquél...?», «No podéis imaginar qué me sucedió en aquel camino ...», o «Dejadme que os
cuente por qué estoy tan contento...». Todas estas frases señalarían al público que a continuación
viene una narración. Los finales pueden también ser indicados mediante frases («así es que...»,
«de manera que ahora sabéis...»), aunque no necesariamente. La risa al final de una broma puede
indicar la salida del mundo de lo contado, y a menudo la descripción del punto del relato basta
para indicar que el mundo de lo contado se ha acabado.
Mientras que en muchos contextos estos criterios son esenciales para la narración bien
formada, resulta importante observar su contingencia cultural e histórica. Tal como las
indagaciones de Mary Gergen (1992) en el ámbito de la autobiografía sugieren, los hombres es
más probable que se adecúen a los criterios predominantes para la «narración de relatos
apropiados» que las mujeres. Las autobiografías de mujeres se estructuran con mayor
probabilidad alrededor de puntos finales múltiples e incluyen materiales no relacionados con
cualquier punto final particular. Con la explosión moderna en la experimentación literaria, la
demanda de narraciones bien formadas en la novela seria también ha disminuido. En el ámbito de
la escritura posmoderna las narraciones pueden convertirse irónicamente en autorreferenciales,
demostrando su propia artificiosidad como textos y el hecho de que su eficacia depende aún de
otras narraciones (Dipple, 1988).
¿Importa si las narraciones están bien formadas en asuntos de la vida cotidiana? Tal como
hemos visto, el uso de componentes narrativos parecería ser vital al crear un sentido de la
realidad en las exposiciones que pretenden dar cuenta del yo. Tal como Rosenwaid y Ochberg
(1992) lo expresan: «El modo en que los individuos recuentan sus historias —aquello que
recalcan u omiten, su posición como protagonistas o víctimas, la relación que el relato establece
entre el que cuenta y el público—, todo ello moldea lo que los individuos pueden declarar de sus
propias vidas. Las historias personales no son meramente un modo de contar a alguien (a sí
mismo) la propia vida; son los medios a través de los cuales las identidades pueden ser
moldeadas» (pág. 1). La utilidad social de la narración bien formada se revela de un modo más
concreto en la investigación sobre el acto de prestar declaración en calidad de testimonio ante un
tribunal de justicia. En ReconstructmgReality in the Courtroom, Bennett y Feldman (1981)
sometieron a investigación a los participantes en 47 prestaciones de declaración que intentaban
recordar acontecimientos realmente acaecidos o eran artilugios de ficción Aunque la
cuantificación de los relatos reveló que los participantes eran incapaces de distinguir entre

169
La autonarración en la vida social

exposiciones auténticas y ficticias, un análisis de aquellas exposiciones que se creyó que eran
auténticas como opuestas a falsas resultó ser interesante: los participantes hicieron sus juicios en
buena medida ateniéndose al criterio de si los relatos se aproximaban a lo que entendían que eran
narraciones bien formadas. Los relatos que se creyó que eran auténticos eran aquellos en los que
dominaban los acontecimientos relevantes para un punto final y abundaban más las vinculaciones
causales entre los elementos. En una ulterior investigación, Lippman (1986) varió
experimentalmente el grado en el que los testimonios en los tribunales de justicia evidenciaban la
selección de acontecimientos relevantes para un punto final, las vinculaciones causales entre un
acontecimiento y otro, y la ordenación diacrónica de los acontecimientos. Los testimonios que se
aproximaban a la narración bien formada de este modo resultaban ser consistentemente más
inteligibles y los testimonios más racionales. Por consiguiente las autonarraciones de la vida
cotidiana no siempre están bien formadas' pero bajo determinadas circunstancias su estructura
puede ser esencial.

VARIEDADES DE FORMA NARRATIVA

Al utilizar estas convenciones narrativas generamos un sentido de la coherencia y de la


dirección en nuestras vidas. Adquieren significado y lo que sucede es recubierto de significación.
Determinadas formas de narración son ampliamente compartidas dentro de la cultura; son
frecuentemente usadas fácilmente identificadas y altamente funcionales. En un sentido, constituí
yen el silabario de posibles yoes. ¿Qué explicación cabe dar de estas narraciones más
estereotípicas? La pregunta aquí es similar a aquella que afecta a las líneas de trama
fundamentales. Desde la época aristotélica filósofos y teóricos de la literatura, entre otros, han
intentado desarrollar un vocabulario formal de la trama. Tal como a veces se sostiene, puede
haber un conjunto fundacional de tramas a partir de las cuales se derivan los relatos. En la medida
en que la gente vive a través de la narración, una familia de tramas fundacionales establecería un
límite en la gama de trayectorias vitales.
Una de las exposiciones más extensas de la trama en el presente siglo, y que descansa
fuertemente en el enfoque aristotélico, es el de Northrop Frye (1957). Frye proponía cuatro
formas básicas de narración, cada una de ellas enraizada en la experiencia humana con la
naturaleza y, más en particular, en la evolución de las estaciones. Por consiguiente, la experiencia
de la primavera y el florecimiento de la naturaleza darían lugar a la comedia. En la tradición
clásica la comedia implica característicamente un desafío o una amenaza, que se veía superada
produciendo armonía social. No es necesario que una comedia tenga humor, aunque su final es
feliz. En cambio, la libertad y la calma de los días estivales inspiran la novela como forma
dramática. La novela en este caso consta de una serie de episodios en los que el principal
protagonista experimenta desafíos o amenazadas y a través de una serie de luchas sale victorioso.
La novela no necesariamente tiene que estar preocupada por la atracción entre las personas; en su
final armonioso, sin embargo, es similar a la comedia. En el otoño, cuando experimentamos el
contraste entre la vida del verano y la muerte que se avecina del invierno, nace la tragedia; en un
invierto, con nuestra creciente toma de conciencia de las expectativas irrealizadas y del fracaso de
nuestros sueños, la sátira se convierte en la forma expresiva relevante.
Contrariamente a las cuatro formas maestras de la narración, Joseph Campbell ha propuesto
un único «monomito» a partir del cual se puede hallar una miríada de variaciones a través de los
siglos. El monomito, que se enraiza en la psicodinámica inconsciente, afecta a un héroe que ha
sido capaz de superar las limitaciones personales e históricas para alcanzar una comprensión
trascendente de la condición humana. Para Campbell, las narraciones heroicas en sus diferentes

170
Del yo de la relación

formas locales cumplen con la función vital de la educación psíquica. Para nuestros propósitos,
podríamos observar que el monomito tiene una forma similar a la de la novela: los
acontecimientos negativos (pruebas, terrores, tribulaciones) son seguidos por un resultado
positivo (iluminación).
Con todo, aunque poseen un determinado atractivo estético, estas búsquedas a partir de
tramas fundacionales son insatisfactorias. Simplemente no hay una base racional convincente que
explique por qué debe haber un número limitado de narraciones. Y, habida cuenta de los
fructíferos experimentos de los escritores tanto modernos (James Joyce y Alain Robbe-Grillet)
como posmodernos (Milán Kundera y Georges Perec) en la interrupción de la narración
tradicional, existen buenas razones para sospechar que las formas narrativas, al igual que los
criterios para contar un relato, están sujetos a convenciones cambiantes. En lugar de buscar una
exposición que dé cuenta definitivamente, el enfoque culturalmente basado que presento aquí
sugiere que existe una infinitud virtual de posibles formas de relato, pero habida cuenta de las
exigencias de coordinación social, determinadas modalidades se ven favorecidas mientras otras
no lo son a lo largo de diversos períodos históricos. Del mismo modo que las modas de la
expresión facial, del vestir y de las aspiraciones profesionales cambian con el tiempo, así también
lo hacen las formas modales de la autonarración. Si ampliáramos ahora los anteriores argumentos
relativos a las características de la narración, sería también posible apreciar las normas y
variaciones existentes.
Tal como hemos visto, el punto final de un relato es ponderado con el valor. Por
consiguiente, una victoria, un asunto consumado, una fortuna descubierta, o un artículo ganador
de un premio, todos ellos sirven de final apropiado para un relato, mientras que en el polo
opuesto del continuo evaluativo caería la derrota, un amor perdido, una fortuna dilapidada o el
fracaso profesional. Podemos considerar los diversos acontecimientos que conducen al final del
relato (la selección y ordenación de acontecimientos) como moviéndose a través de un espacio
bidimensional y evaluativo. A medida que uno se aproxima a la meta valorada, con el paso del
tiempo la línea del relato se vuelve más positiva; a medida que uno se aproxima al fracaso, al
desengaño, uno se desplaza, al contrario, en una dirección negativa. Todas las tramas, por
consiguiente, pueden convertirse en una forma lineal en términos de sus cambios evaluativos a lo
largo del tiempo. Esto nos permite aislar tres formas rudimentarias de narración.
La primera puede describirse como una narración de estabilidad, es decir, una narración que
vincula los acontecimientos de tal modo que la trayectoria del individuo permanece
esencialmente inalterada en relación a una meta o resultado; la vida simplemente fluye, ni mejor
ni peor. Tal como se representa en la figura 8.1, queda claro que la narración de estabilidad
podría desarrollarse en cualquier nivel a lo largo del continuo evaluativo. En el extremo superior
un individuo podría concluir, por ejemplo: «Sigo siendo tan atractivo como solía ser»; o en el
extremo inferior: «Me continúan persiguiendo los sentimientos de fracaso». Tal como podemos
ver también, cada una de estas narraciones sumarias tiene consecuencias inherentes para el
futuro: en la del primer tipo, el individuo podría concluir tal vez que seguirá siendo atractivo en
un futuro previsible, y, en el segundo, que los sentimientos de fracaso persistirán con
independencia de las circunstancias.
La narración de la estabilidad puede contrastarse con dos tipos más, la narración progresiva,
que vincula entre sí acontecimientos de tal modo que el movimiento a lo largo de la dimensión
evaluativa a lo largo del tiempo sea incremental, y la narración regresiva, en la que el
movimiento es decreciente. La narración progresiva es explicación panglossiana ♦ de la vida:


En honor al maestro de Cándido, en Candide. Voltaire [N. del t.]

171
La autonarración en la vida social

siempre mejor en todos los sentidos. Podría representarse a través del enunciado «estoy realmente
aprendiendo a superar mi timidez y a ser más abierto y simpático con la gente». La narración
regresiva, en cambio, representa un deslizarse continuado hacia abajo: «No puedo aparentar que
controlo ya los acontecimientos de mi vida». Cada una de estas narraciones también implica
direccionalidad, la primera anticipando ulteriores incrementos y la última adicionales
disminuciones.

Figura 8.1. Formas rudimentarias de la narración

Como ya debe haber quedado claro, estas tres formas narrativas, de la estabilidad,
progresiva y regresiva, agotan las opciones fundamentales en cuando a la dirección del
movimiento en el espacio evaluativo. Como tales, pueden considerarse como bases rudimentarias
para otras variantes más complejas. 3 Teóricamente uno puede imaginar una infinitud potencial de
variacion es en estas formas simples. Sin embargo, tal como sugerí, en diversas condiciones
históricas la cultura puede limitarse a un repertorio truncado de posibilidades. Examinemos
algunas formas narrativas destacadas en la cultura contemporánea. En primer lugar está la
narración trágica, que en el presente marco adoptaría la estructura representada en la figura 8.2.
La tragedia, en este sentido, contaría el relato de la rápida caída de alguien que había alcanzado
una elevada posición: una narración progresiva viene seguida por una narración rápidamente

3
Aquí resulta interesante comparar el análisis presente con intentos similares realizados por otros autores. En 1863
Gustav Freytag propuso que no habia más que una única trama «normal», que podia representarse mediante una linea
creciente y decreciente dividida por puntos denominados A, B, C y D. Aquí, el tramo ascendente AB representa la
exposición de una situación, B es la presentación del conflicto, BC la «acción creciente» o la complicación creciente,
el punto álgido en C era el climax o el giro de la acción, y la bajada decreciente CD era el desenlace o resolución del
conflicto. Tal como indica el análisis, al delinear con mayor plenitud los criterios de la narración y al alterar la forma
de la configuración, se revela un conjunto más rico de entramados. Aunque Freytag reconocía sólo una narración
predominante, creía que estaba de acuerdo con una convención social y no con una necesidad lógica o biológica. En
fecha más reciente, Eisbree (1982) ha intentado delinear una serie de formas narrativas fundamentales. Señala cinco
«tramas genéricas», que incluyen: establecer o consagrar un hogar, comprometerse en una contienda o batalla, y
hacer un viaje. Con todo, el análisis de Eisbree no penetra en la suposición de la convención cultural; para él, las
tramas genéricas son fundamentales para la existencia humana.

172
Del yo de la relación

regresiva. En cambio, en la comedia-novela, una narración regresiva viene seguida por una
narración progresiva. Los acontecimientos de la vida se hacen cada vez más problemáticos hasta
el desenlace, cuando se restaura la felicidad para los principales protagonistas. Esta narración es
calificada de comedia-novela porque combina las formas aristotélicas. Si una narración
progresiva viene seguida por una narración de la estabilidad (véase figura 8.3), tenemos lo que
comúnmente se conoce como mito del «¡Y vivieron felices!», algo que se ejemplifica
ampliamente en los noviazgos tradicionales. Y reconocemos también la epopeya heroica como
una serie de fases progresivo-regresivas. En este caso, el individuo puede que caracterice su
pasado como una gama continua de batallas libradas contra los poderes de la oscuridad. Otras
formas narrativas, incluyendo los mitos de unificación, las narraciones de comunión y la teoría
dialéctica, se consideran en otra parte. 4

Figura 8.2. Narraciones trágica y comedia-novela

LA FORMA NARRATIVA Y LA GENERACIÓN DEL DRAMA

Nietzsche una vez aconsejó: «¡Vivid peligrosamente, es la única vez que vivís!». Estas
palabras llevan consigo un importante sentido de validez. Los momentos de cotas más altas de
drama a menudo son aquellos que más cris talizan nuestro sentido de la identidad.

Figura 8.3. Narración del tipo «¡Y vivieron felices!» y epopeya heroica

La principal victoria, el peligro que se ha resistido, el retorno de un amor perdido, nos


proporcionan nuestro sentido más agudo del yo. Los estudios de Maslow (1961) de experiencias
punta como marcadores de identidad ilustran este extremo. De manera similar, Scheibe (1986) ha
propuesto que «las personas requieren aventuras a fin de construir y mantener relatos vitales
satisfactorios» (pág. 131). ¿Pero qué imbuye de drama un acontecimiento? Ningún

4
Véase Gergen y Gergen (1983); Gergen y Gergen (1987).

173
La autonarración en la vida social

acontecimiento es dramático en sí mismo, con independencia de su contexto. Una película que


representa una yuxtaposición continua, pero aleatoria, de acontecimientos asombrosos (un
disparo de arma de fuego, una espada ondulante, un caballo saltando un muro, un aeroplano
volando a ras del suelo) pronto se convertiría en tediosa. La capacidad que tiene un
acontecimiento para producir un sentido del drama es ampliamente una función del lugar que
ocupa en el interior de la narración: es la relación entre acontecimientos, y no los acontecimientos
en sí mismos. ¿Cuáles son las características de una forma narrativa necesarias para generar un
sentido del compromiso dramático?
Las artes dramáticas ofrecen una fuente de intuición. Resulta interesante que uno
difícilmente pueda asignar un ejemplo teatral de las tres narrativas rudimentarias ilustradas en la
figura 8.1. Un drama en el que todos los acontecimientos fueran evaluativamente equivalentes
(narrativa de la estabilidad) difícilmente se consideraría un drama. 5 Incluso una estacionaria
aunque moderada intensificación (narrativa progresiva) o decrecimiento (narrativa regresiva) en
las condiciones de vida del protagonista sería algo soporífero. Sin embargo, cuando consideramos
la línea de inclinación de la tragedia, un drama por excelencia (véase figura 8.2), presenta una
fuerte similitud con la más simple y desestimulante narrativa regresiva; aunque difiere también en
dos sentidos relevantes. Primero, el declive relativo en los acontecimientos es mucho más rápido
en la narrativa regresiva prototípica que en la narrativa trágica. Mientras que la primera se
caracteriza por un moderado declive en el tiempo, en la segunda el declive es precipitado. Parece,
por consiguiente, que la rapidez con la que los acontecimientos se deterioran en el tipo de
tragedias clásicas como Antígona, Edipo Rey y .Romeo y Julieta puede ser un aspecto esencial de
su impacto dramático. Dicho de un modo más formal, la rápida aceleración (o desaceleración) de
la pendiente narrativa constituye uno de los principales componentes del compromiso dramático.
El contraste entre las narraciones regresivas y las trágicas sugiere también un segundo
componente principal. En el primer caso (véase figura 8.1) existe unidireccionalidad en la
pendiente narrativa; su dirección no cambia con el tiempo. Al contrario, la narración trágica
(figura 8.2) caracteriza una narración progresiva (a veces implícita) seguida por otra regresiva.
Romeo y Julieta se encaminan a culminar su romance cuando la tragedia se abate sobre ellos.
Parecería que este «giro de los acontecimientos», este cambio en la relación evaluativa entre
acontecimientos, contribuye a lograr un elevado grado de compromiso dramático. Cuando el
héroe casi ha alcanzado su meta —encontrado a su amor, ganado la corona— y entonces es
abatido, se crea el drama. Dicho con términos más formales, el segundo componente principal del
compromiso dramático es la alteración en la pendiente narrativa (un cambio en la dirección
evaluativa). Una historia en la que hubiera muchos «arribas» y «abajos» estrechamente
entremezclados sería un drama de elevado nivel según los criterios comunes.
Quisiera decir una última palabra en este estudio sobre la intriga y el peligro: el sentido del
drama intenso que a veces se experimenta durante una historia de misterio, una competición
atlética o mientras se juega. Estos casos parecen eludir el análisis precedente, dado que no
comportan ni aceleración ni alteración de la pendiente narrativa. Uno está profundamente
comprometido, aunque no haya cambios de primera magnitud en la línea de relato. Sin embargo,
examinándolo con más detalle queda claro que la intriga y el peligro son casos especiales de dos
5
Existen excepciones a esta conjetura genérica. El drama es también intertextual, en el sentido de que cualquier
presentación dada depende en cuanto a su inteligibilidad (y, por consiguiente, en cuanto a su impacto emocional) de
la familiaridad que se dé con otros miembros del género y de géneros contrapuestos. Por consiguiente, si uno se
expone sólo al género de la tragedia, puede que una narración de la estabilidad consiga un compromiso dramático en
virtud de su contraste. Del mismo modo, los consejos moderados captan a menudo más interés gracias al hecho de
situarse en un contexto de alicientes hiperestimulantes.

174
Del yo de la relación

reglas anteriores. En ambos casos, el sentido del drama depende del hecho de impedir la
posibilidad de la aceleración o del cambio. Entramos en la intriga, por ejemplo, cuando una
victoria, un galardón, premio gordo, u otras cosas similares, pueden ser súbitamente concedidas.
Uno entra en el peligro cuando se enfrenta con el potencial de una pérdida, destrucción o muerte
súbitas. Todo este tipo de acontecimientos pueden o bien impulsarnos momentáneamente hacia
una meta o punto final apreciado o apartarnos de ellos en la secuencia narrativa. La intriga y el
peligro resultan, por consiguiente, de estas modificaciones implícitas en la pendiente narrativa.
Si examinamos un drama televisivo de los que se pasan en horas de máxima audiencia en
este contexto, vemos que característicamente se acerca a la forma comedia-novela (figura 8.2).
Una condición estable se ve interrumpida, desafiada o inquietada, y el resto del programa se
centra en la restauración de esa estabilidad. Este tipo de narraciones contienen un alto grado de
compromiso dramático, dado que la línea de pendiente modifica la dirección al menos en dos
ocasiones, y las aceleraciones (o desaceleraciones) pueden ser rápidas. En una programación más
inventiva (como la serie «Canción triste de Hill Street, «Northern Exposure» «NYPD», y muchas
comedias de enredo), muchas narraciones pueden desplegarse simultáneamente. Cualquier
incidente (un beso, una amenaza, una muerte) pueden presentarse en más de una narración,
evitando ciertas metas mientras se facilitan otras. De este modo, el impacto dramático de
cualquier giro en la trama se ve intensificado. El espectador es dejado a solas en una montaña
rusa dramática, con cada acontecimiento apareciendo ahora de manera central en múltiples
narraciones.

FORMA NARRATIVA EN DOS POBLACIONES: UNA APLICACIÓN

Con este vocabulario rudimentario para describir las formas de narración y su drama
concomitante, podemos empezar a trabajar en la cuestión de los yoes potenciales. Tal como
señalé, a fin de mantener la inteligibilidad en la cultura, el relato que uno cuenta sobre sí mismo
tiene que emplear las reglas comúnmente aceptadas de la construcción narrativa. Las
construcciones narrativas de amplio uso cultural forman un conjunto de inteligibilidades
confeccionadas; en efecto, ofrecen una gama de recursos discursivos para la construcción social
del yo. A primera vista parecería que las formas narrativas no imponen este tipo de limitaciones.
Teóricamente, tal como nuestro análisis clarifica, el número de formas de relato potenciales
tiende al infinito. Intentos como los de Frye y Campbell delimitan innecesariamente la gama de
formas potenciales de relato. Al mismo tiempo, resulta claro que existe un grado de acuerdo entre
los analistas en la cultura occidental, desde Aristóteles hasta el presente, que sugiere que
determinadas formas de relato se emplean con mayor facilidad que otras; en este sentido, las
formas de autonarración pueden igualmente ser limitadas. Examinemos el caso de una persona
que se caracteriza por medio de una narración de estabilidad: la vida es adireccional; es
meramente movimiento estacionario, una manera monótona que ni tiende a una meta ni se aparta
de ella. Este tipo de persona parecería un candidato apto para la psicoterapia. De manera similar,
aquel que caracteriza su vida como una pauta repetitiva en la que cada ocurrencia positiva se ve
inmediatamente seguida por otra negativa, y viceversa, sería considerado con recelo.
Sencillamente no aceptamos este tipo de relatos vitales como aproximados a la realidad. En
cambio, si uno pudiera interpretar la propia vida ahora como el resultado de una «larga lucha
ascendente», como un «declive trágico», o como una continuada epopeya o saga, en la que uno
sufre derrotas pero renace de sus cenizas para conseguir el éxito, estaríamos plenamente
preparados para creer. Uno no está libre para tener simplemente una forma cualquiera de historia
personal. Las convenciones narrativas no rigen, por consiguiente, la identidad, sino que inducen

175
La autonarración en la vida social

determinadas acciones y desalientan otras.


A la luz de lo hasta aquí expuesto resulta interesante explorar cómo las diversas subculturas
norteamericanas caracterizan sus historias de vida. Consideremos dos poblaciones claramente
contrastadas: los adolescentes y los mayores. En el primer caso, se pidió a 29 jóvenes de edades
comprendidas entre los 19 y los 21 años que trazaran la historia de su vida a lo largo de una
dimensión general de carácter evaluativo (Gergen y Gergen , 1988). Basándose en recuerdos
desde su más temprana edad hasta el momento presente, ¿cómo caracterizarían su estado de
bienestar general? Las caracterizaciones habían de hacerse con una única «línea de vida» en un
espacio bidimensional. Los períodos más positivos de su historia eran los representados por un
desplazamiento hacia arriba de la línea, los negativos, en cambio, por un desplazamiento
descendente. ¿Qué formas gráficas podrían adoptar estas autocaracterizaciones? ¿Se retrataban a
sí mismos los jóvenes adultos, en general, como personajes de una historia de final feliz, de una
epopeya heroica en la que superaban un peligro tras otro? Y de un modo más pesimista, ¿la vida
parece cada vez más desoladora tras los años inicialmente felices de la infancia? Para explorar
estos asuntos, se hizo un intento de derivar la trayectoria vital media a partir de los datos. A este
fin se calculó el desplazamiento medio de la línea de vida de cada individuo desde un punto
medio neutral a un intervalo de cinco años. Por interpolación estas medias podían unirse
gráficamente produciendo una trayectoria genérica. Tal como muestran los resultados de este
análisis (véase parte a de la figura 8.4), la forma narrativa general empleada por este grupo de
jóvenes adultos es diferente a cualquiera de las conjeturadas arriba; es más bien la característica
de la narración comedia-novela.

Figura 8.4. Narraciones del bienestar de las muestras de jóvenes adultos (a) y de gente mayor (b)

Por término medio, estos jóvenes adultos tendían a considerar sus vidas como felices a una edad
temprana, acosada por dificultades durante los años de adolescencia, pero en el momento
presente como un movimiento ascendente que hace presagiar un buen futuro. Se habían
enfrentado a las tribulaciones de la adolescencia y habían salido victoriosos.
En estas exposiciones existe un sentido en el que la forma narrativa ampliamente ordena la
memoria. Los acontecimientos de la vida no parecen influir en la selección de la forma de relato;
en un amplio grado es la forma narrativa la que establece las razones de base en función de las
cuales los acontecimientos son considerados importantes. Examinemos el contenido a través del
cual estos adolescentes justificaban el uso de la comedia-novela. Se les pidió que describieran los
acotecimientos que se habían producido en los períodos más positivos y en los más negativos de
su línea de vida. El contenido de estos acontecimientos demostró ser altamente diverso. Los
acontecimientos positivos incluían el éxito en una obra de teatro escolar, las experiencias con los

176
Del yo de la relación

amigos, el hecho de tener un animal doméstico y el descubrimiento de la música, mientras que


los períodos bajos resultaban de experiencias de amplio alcance como mudarse a una nueva
ciudad, fracasar en la escuela, tener padres con problemas matrimoniales y perder un amigo. De
hecho, las «crisis adolescentes» no parecen reflejar un factor objetivo único. Más bien, los
participantes parecen haber utilizado la forma narrativa disponible y haber empleado cualquier
«hecho» que pudiera justificar y vivificar su selección.
Dicho de un modo más general, parece que cuando el joven adulto típico describe su historia
de vida resumidamente para un público anónimo tiende a adoptar la forma narrativa que he
descrito como el drama televisivo característico (comedia-novela). Un contraste informativo con
esta preferencia lo proporciona la muestra de 72 personas de edades comprendidas entre 63 y 93
años (M. Gergen, 1980). En este caso, a cada individuo consultado acerca de sus experiencias
vitales se le pidió que describiera su sentido general de bienestar durante los diversos períodos de
la vida: cuándo fueron los días felices, por qué cambiaron las cosas, en qué dirección progresa
ahora la vida, y demás. Estas respuestas fueron codificadas de modo que los resultados fueran
comparables con la muestra formada por jóvenes adultos (véase parte b de la figura 8.4). La
narración característica de las personas de edad seguía la forma de un arco iris: los años de la
juventud adulta fueron difíciles, pero una narración progresiva permitía el logro de una punta de
bienestar entre las edades de los cincuenta y los sesenta. La vida a partir de estos «años dorados»,
sin embargo, había seguido una trayectoria de descenso, de nuevo representada como una
narración regresiva.
Este tipo de resultados puede parecer razonable, reflejando el declive físico natural de la
edad. Pero las narraciones no son el producto de la vida misma, sino construcciones de vida, y
podrían ser de otro modo. «Hacerse mayor como decadencia» no es sino una convención cultural,
y está sujeta a cambio. En este punto tenemos que cuestionar el papel de las ciencias sociales en
la divulgación y difusión del enfoque de que el curso de la vida es un arco iris. La literatura
psicológica está repleta de exposiciones tactuales de un primer «desarrollo» y un tardío «declive»
(Gergen y Gergen, 1988). En la medida en que este tipo de enfoques se abren paso en la
conciencia pública, dan a los mayores pocas razones para la esperanza o el optimismo. Los
diferentes enfoques de lo que es importante al hacerse mayor —tales como los que se han
adoptado en muchas culturas asiáticas— permitirían a los científicos sociales articular
posibilidades mucho más positivas y capacitadoras. Tal como proponen correctamente Coupland
y Nussbaum (1993), las ciencias humanas tienen que abordar críticamente los discursos del lapso
de vida: ¿Son estos recursos adecuados para los desafíos de un mundo cambiante?

MICRO, MACRO Y LA MULTIPLICIDAD EN LA NARRACIÓN

Hasta ahora, hemos explorado las diversas convenciones de narración y sus potencialidades
para el drama. He defendido específicamente la sustitución de una autoconcepción privada por un
proceso social que genera inteligibilidad mutua. Las formas de inteligibilidad, a su vez, no son
subproductos de acontecimientos de vida en sí mismos sino que se derivan ampliamente de
convenciones narrativas disponibles. Ahora salimos de los recursos narrativos para abordar las
prácticas existentes de autonarración, pasamos de la estructura al proceso. En calidad de
preocupación transitoria resulta útil considerar la cuestión de la multiplicidad narrativa y sus
subproductos.
El enfoque tradicional de la autoconcepción supone una identidad nuclear, un enfoque
íntegramente coherente del yo con respecto al cual se puede calibrar si las acciones son auténticas
o artificiosas. Tal como se afirma, un individuo sin un sentido de la identidad nuclear carece de

177
La autonarración en la vida social

dirección, de un sentido de la posición o del lugar que ocupa y, en definitiva, de la garantía


fundamental de una persona valiosa. Mi argumentación aquí, sin embargo, pone en tela de juicio
todas estas suposiciones. ¿Con qué asiduidad compara uno las acciones con cierta imagen
nuclear, por ejemplo, y por qué debemos creer que no existe sino un único y duradero núcleo?
¿Por qué tiene uno que valorar un sentido fijo de la posición o del lugar, y con qué frecuencia
debe uno poner en tela de juicio su propia valía? Al dejar de hacer hincapié en las
autopercepciones internas del proceso de inteligibilidad social podemos abrir nuevos dominios
teóricos con consecuencias diferentes para la vida cultural. Por consiguiente, aunque sea una
práctica común considerar que cada uno posee un «relato vital», si los yoes se realizan en el
interior de encuentros sociales existen buenas razones para creer que no hay ningún relato que
contar. Nuestra participación común en la cultura, típicamente, nos expondrá a una amplia
variedad de formas narrativas, desde lo rudimentario a lo complejo. Participamos en relaciones
con el potencial de utilizar cualquiera de las formas que integran un amplia gama. Así como un
esquiador experto que se aproxima a una pendiente cuenta con una variedad de técnicas para
efectuar un descenso efectivo, así podemos construir la relación entre nuestras experiencias de
vida en una variedad de sentidos. Como mínimo, la socialización efectiva nos debe equipar para
interpretar nuestras vidas como estables, como en proceso de mejora o como en declive. Y con un
poco de entrenamiento adicional, podemos desarrollar la capacidad de ver nuestras vidas como
una tragedia, como una comedia o como una epopeya heroica (véanse también Mancuso y Sarbin
[1983] sobre los «yoes de segundo orden», y Gubrium, Holstein y Buckholdt [1994] sobre las
construcciones del curso de la vida). Cuanto más capaces seamos de construir y reconstruir
nuestra autonarración, seremos más ampliamente capaces en nuestras relaciones efectivas.
Para ilustrar esta multiplicidad, se pidió a los participantes en la investigación que dibujaran
gráficos que indicaran sus sentimientos de satisfacción en sus relaciones con su madre, con su
padre, con su trabajo académico a lo largo de los años. Estas líneas gráficas resultaron estar en
marcado contraste con la exposición de «bienestar generalizado» anteriormente dibujado en la
figura 8.4. Allí, los estudiantes retrataron sus cursos vitales como una comedia-novela: una
infancia positiva seguida por una caída adolescente del estado de gracia y la superación posterior
mediante un ascenso positivo. Sin embargo, en el caso de sus padres y sus madres, los
participantes tendieron con mayor frecuencia a escoger las narraciones progresivas: lenta y
continua para el caso del padre pero más fuertemente acelerada en fecha más reciente en el caso
de la madre. Para ambos padres, retrataron sus relaciones como de mejora constante. Con todo,
aunque estaban siendo educados en una universidad altamente competitiva, los estudiantes
tendían a dibujar su sentimiento de satisfacción para con su trabajo académico como el de un
declive constante, una narración regresiva que les dejaba en el presente en la antesala de la
desesperación.
No sólo la gente participa en las relaciones sociales con una variedad de narraciones a su
disposición, sino que no existen, en principio, parámetros temporales necesarios en cuyo seno
tenga que construirse una narración personal. Uno puede relatar acontecimientos que ocurren
durante amplios períodos de tiempo o contar un relato de breve duración. Uno puede ver su vida
como parte de un movimiento histórico que ha comenzado hace siglos, o en el nacimiento, o en la
primera adolescencia. Podemos hacer uso de los términos «macro» y «micro» par referir los fines
hipotéticos o idealizados del continuo temporal. Las macronarraciones se refieren a exposiciones
en las que los acontecimientos abarcan amplios períodos de tiempo, mientras que las
micronarraciones refieren acontecimientos de breve duración. El autobiógrafo en general
descuella en la macronarración, mientras que el comediante, que descansa en efectos cómicos
visuales, se esfuerza por dominar la micronarración. El primero pide que sus acciones presentes

178
Del yo de la relación

se entiendan por referencia al telón de fondo de la historia; el último logra el éxito saliendo de la
historia.
Dada nuestra capacidad para relatar acontecimientos dentro de perspectivas temporales
diferentes, se hace patente que las narraciones pueden también anidar una dentro de otra (véase
también Mandier, 1984). Así, pues, los individuos pueden dar cuenta de sí mismos como
portadores de una larga historia cultural, pero anidada dentro de esta narración puede haber una
explicación independiente de su desarrollo desde la infancia, y dentro de ésta, a su vez, un
cambio de ánimo experimentado algunos momentos. Una persona puede verse a sí misma como
portadora del estandarte contemporáneo de una raza que ha luchado durante siglos (una narración
progresiva), mientras que al mismo tiempo puede verse como alguien que se ha beneficiado
durante mucho tiempo del favor de unos padres a los que decepcionó cuando se hizo mayor
(narración trágica), y como alguien que ha logrado reavivar el ardor menguante de una amiga la
noche anterior (comedia-novela).
El concepto de narraciones anidadas plantea una serie de cuestiones interesantes. ¿En qué
medida podemos anticipar la coherencia entre las narraciones anidadas? Tal como Ortega y
Gasset (1941) propuso en su análisis de los sistemas históricos: «La pluralidad de creencias en las
que un individuo, o un pueblo, o una época se basa nunca posee una articulación completamente
lógica» (pág. 166). Con todo, existen muchas ventajas sociales en «haber logrado que los relatos
de uno concuerden». En la medida en que la cultura premia la consistencia entre las narraciones,
las macronarraciones adquieren una importancia preeminente. Parecen disponer los fundamentos
sobre los que construimos otras narraciones. El dar cuenta de una noche con un amigo no parece
proponer una explicación de la historia de vida de uno; sin embargo, esa historia de la vida
constituye de hecho la base para la comprensión de la trayectoria de la noche. Extrapolando, las
personas con un amplio sentido de su propia historia pueden esforzarse más para lograr una
coherencia entre una y otra narración que aquellas otras que tienen un sentido superficial del
pasado. Ahora bien, desde un ángulo distinto, las personas de una cultura o nación recientemente
desarrollada pueden experimentar un sentido mayor de libertad en la acción momentánea que
aquellas pertenecientes a culturas o naciones con narraciones temporalmente amplias e
históricamente prominentes. Para el primer grupo es menos necesario comportarse de modo
coherente con el pasado.
Examinemos a continuación bajo esta luz el caso de la actividad terrorista. Los terrosistas
han sido considerados, por un lado, como potencialmente psicóticos, como perturbados, como
irracionales o, desde el otro, como activistas políticamente concienciados. Sin embargo, después
de haber examinado la actividad terrorista armenia, Toloiyan (1989) sostiene que el terrorista
simplemente lleva a cabo las implicaciones de una narración culturalmente compartida con una
significación de gran duración temporal. Esa narración empieza en el año 450 de nuestra era y
describe muchos valerosos intentos de proteger la identidad nacional armenia. Relatos similares
de valentía, de martirio y de persecución por la justicia se fueron acumulando durante siglos y
ahora están incrustados en la cultura popular armenia. Tal como Toloiyan razona, convertirse en
terrorista es vivir completamente las implicaciones del propio lugar en la historia cultural, o, más
acertadamente, vivir completamente el propio curso vital anidado dentro de la más amplia
historia del propio pueblo. El hecho de no poseer un pasado de este modo hace que la
participación política sea opcional.

LA PRAGMÁTICA DE LA AUTONARRACIÓN

Desde un punto de vista construccionista, la multiplicidad narrativa es importante

179
La autonarración en la vida social

primeramente a causa de sus consecuencias sociales. La multiplicidad se ve favorecida por la


variada gama de relaciones en las que las personas están enredadas y las diferentes demandas de
contextos relaciónales diversos. Tal como aconsejaba Wittgenstein (1953): «Piensa en las
herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, alicates, una sierra, un destornillador,
una regla, un tarro de cola, cola, clavos y tomillos. Las funciones de las palabras son tan diversas
como las funciones de estos objetos» (pág. 6). En este sentido, las construcciones narrativas son
herramientas esencialmente lingüísticas con importantes funciones sociales. Dominar diversas
formas de narración intensifica la propia capacidad para su conexión. Examinemos un número
escogido de funciones que la autonarración satisface.
Examinemos primero la narración primitiva de estabilidad. Aunque generalmente
desprovista de valor dramático, la capacidad de la gente para identificarse a sí mismos como
unidades estables tiene gran utilidad dentro de una cultura. En aspectos importantes la mayoría de
las relaciones tienden hacia pautas estables, y en realidad, es su estabilización lo que nos permite
hablar de pautas culturales, instituciones e identidades individuales. A menudo este tipo de pautas
se saturan de valor; racionalizarlas de este modo es sostenerlas a lo largo del tiempo. La
exigencia societal de estabilidad encuentra su contrapartida funcional en la fácil accesibilidad a la
narración de estabilidad. Para manejar fructíferamente la vida social uno tiene que ser capaz de
hacerse inteligible como una identidad perdurable, integral o coherente. En determinados ámbitos
políticos, por ejemplo, resulta esencial demostrar que a pesar de las amplias ausencias, uno está
«verdaderamente enraizado» en la cultura local y es parte de su futuro. Ahora bien, para ser capaz
de mostrar al nivel más personal que el amor, el compromiso paternal, la honestidad y los ideales
morales no se han quebrado con el paso del tiempo, aun cuando su apariencia extema sea
sospechosa, puede ser esencial proseguir una relación. En las relaciones íntimas las personas a
menudo quieren conocer si los otros «son lo que aparentan», si determinadas características duran
a través del tiempo. Una vía importante de expresar esa seguridad es la narración de estabilidad.
En este sentido, los rasgos personales, el carácter moral y la identidad personal ya no son tanto lo
dado de la vida social, los ladrillos de la relación, cuanto los resultados de la propia relación.
«Ser» una persona de una clase especial es una consecución social y exige una atención de
conservación continuada.
Es importante señalar en este punto un sentido importante en el que estos análisis entran en
conflicto con las exposiciones más tradicionales de la identidad. Teóricos como Prescott Lecky,
Erik Erikson, Cari Rogers y Seymour Epstein han considerado la identidad personal como algo
análogo a una condición lograda de la mente. Siguiendo esta explicación, el individuo maduro es
aquel que ha «hallado», «cristalizado» o «realizado» un sentido firme del yo o de la identidad
personal. En general, esta condición es considerada como altamente positiva y, una vez lograda,
minimiza el desacuerdo o la inconsistencia en la propia conducta. Casi la misma idea es
propuesta por McAdams (1985) en su teoría del relato vital de la identidad personal. Para
McAdams: «La identidad es un relato vital que los individuos comienzan a construir, consciente
o inconscientemente, en la adolescencia tardía... Al igual que los relatos, las identidades pueden
asumir una "buena" forma —coherencia narrativa y consistencia— o pueden estar malformadas
—como el cuento del zorro y del oso con sus puntos muertos y cabos sueltos» (pág. 57; la cursiva
es mía).
En cambio, desde el punto de vista privilegiado del construccionista no existe ninguna
demanda inherente en cuanto a la identidad de coherencia y estabilidad. El enfoque
construccionista no considera la identidad, para uno, como un logro de la mente, sino más bien,
de la relación. Y dado que uno cambia de unas relaciones a muchas otras, uno puede o no lograr
la estabilidad en cualquier relación dada, ni tampoco hay razón en las relaciones parar sospechar

180
Del yo de la relación

la existencia de un alto grado de coherencia. En términos de narración, esto subraya el hincapié


anterior en la variedad de autoexposiciones. Las personas pueden retratarse de muchas manera
dependiendo del contexto relacional. Uno no adquiere un profundo y durable «yo verdadero»,
sino un potencial para comunicar y representar un yo.
Esta última posición se fortalece cuando consideramos las funciones sociales que cumple la
narración progresiva. La sociedad valora fuertemente tanto el cambio como la estabilidad. Por
ejemplo, cada estabilización también puede caracterizarse —desde perspectivas alternativas—
como problemática, opresiva u odiosa. Para muchos, la posibilidad de un cambio progresivo es la
razón de ser. Las carreras se eligen, se soportan apuros y los recursos personales (incluyendo las
relaciones más íntimas) se sacrifican en la creencia de que uno participa en un cambio positivo:
una gran narración progresiva. Además, el éxito de muchas relaciones depende en gran medida
de la capacidad de las personas para demostrar que sus características indeseables (la infidelidad,
las disputas, y el egocentrismo) han disminuido con el tiempo, aunque haya muchas razones para
dudarlo. Tal como sugiere la investigación de Kitwood (1980), las personas hacen un uso
especial de la narración progresiva en las primeras etapas de la relación, aparentemente
invistiendo a la relación con más valor aún y con la promesa del futuro. En efecto, la narración
progresiva desempeña una variedad de funciones útiles en la vida social.
Tal como debiera ser evidente, uno tiene que estar preparado en la mayoría de las relaciones
para dar cuenta de sí mismo, tanto en el sentido de mostrarse inherentemente estable como el de
soportar el cambio. Uno tiene que ser capaz de mostrar que siempre ha sido el mismo y seguirá
siéndolo, aunque siga mejorando. Lograr este tipo de fines diversos es primeramente un asunto de
negociación del significado de los acontecimientos entre sí. Por consiguiente, con un trabajo de
conversación suficiente, el mismo acontecimiento puede figurar tanto en una narración de
estabilidad como en otra progresiva. El licenciarse en la facultad de medicina, por ejemplo, puede
mostrar que uno siempre ha sido inteligente y, al mismo tiempo, demostrar que uno sigue su
camino hacia una posición profesional elevada.
¿Se puede argumentar en favor del valor social de las narraciones regresivas? Hay razones
para creerlo así. Examinemos los efectos de las historias de desgracias que solicitan atención,
simpatía e intimidad. Relatar la propia historia de una depresión no es describir de entrada el
estado mental, sino comprometerse en una clase particular de relación. La narración
simultáneamente puede implorar lástima e interés, que se le excuse a uno por el fracaso, y se le
libre de los castigos. En la cultura occidental las narraciones negativas pueden cumplir una
función compensatoria. Cuando las personas aprenden de condiciones que empeoran
constantemente, a menudo la descripción opera, por convención, como un reto para compensar o
buscar la mejora. El declive ha de ser compensado o invertido mediante un vigor renovado; la
intensificación del esfuerzo es convertir una potencial tragedia en una comedia-novela. Por
consiguiente, las narraciones regresivas sirven de medios importantes para motivar a las personas
(incluyendo a uno mismo) para la consecución de fines positivos. La función compensatoria
opera a nivel nacional cuando un gobierno demuestra que la continua caída de la balanza de
pagos puede contrarrestarse mediante un compromiso de base popular con productos localmente
fabricados, y al nivel individual, cuando uno alienta el entusiasmo propio por un proyecto dado:
«No me está saliendo bien, he de esforzarme mucho más».
EL ENGARZADO DE IDENTIDADES

En este capítulo he intentado desarrollar un enfoque de la narración como un recurso


discursivo, así como de su riqueza y potencialidad como constituyentes de un legado histórico
disponible en grados variantes para todos en la cultura. Poseer un yo inteligible —un ser

181
La autonarración en la vida social

reconocible con un pasado y un futuro— exige tener acceso a un préstamo de la reserva cultural.
En el sentido de Bakhtin (1981), ser una persona inteligible requiere de un acto de ventriloquia.
Sin embargo, tal como se desarrolla aquí, existe un marcado acento puesto en el intercambio
existente. La narración puede aparecer monológica, pero el hecho de lograr establecer la
identidad descansara inevitablemente en el diálogo. Finalmente, quiero llamar la atención en este
contexto sobre los modos como se entretejen las identidades narradas en el seno de una cultura.
Resulta particularmente útil mencionar de pasada la autonarración y la comunidad moral, la
negociación interminable y las identidades recíprocas.
Tal como he sugerido, las autonarraciones están inmersas en procesos de intercambio
efectivo. En un sentido amplio sirven para unir el pasado con el presente y significar las
trayectorias futuras (Csikszentmihalyi y Beattie, 1979) De especial interés es aquí su
significación para el futuro, porque plantea el escenario para la evaluación moral. Sostener que
uno siempre ha sido una persona honesta (narración de estabilidad) sugiere que se puede confiar
en uno. Construir el propio pasado como un relato de éxitos (narración progresiva) implica un
futuro de avance continuado. Por otro lado retratarse a uno mismo como alguien que pierde las
propias capacidades a causa del envejecimiento (narración regresiva) genera la expectativa de
que se será menos vigoroso en el futuro. El punto importante aquí esfque cuando estas
consecuencias se realizan en la practica; pasan a estar sujetas a apreciación social. Otros pueden
encontrar las acciones y los resultados implicados por estas narraciones (según las convenciones
vigentes) coherentes o contradictorias con lo contado. En la medida en que este tipo de acciones
entran en conflicto con estas exposiciones, ponen en duda su validez y puede que el resultado que
se obtenga sea la censura social. Dicho en términos de Madntyre (1981), en cuestiones de
deliberación moral, «sólo puedo responder a la pregunta "¿qué he de hacer?" si estoy en
condiciones de responder a la pregunta anterior "¿de qué relato o relatos encuentro que soy
personaje?"» (pág. 201). Lo cual significa que la autonarración no es simplemente un derivado de
encuentros pasados, reunidos dentro de las relaciones ahora en curso; una vez utilizada, establece
las bases para el ser moral dentro de a comunidad. Establece la reputación y es la comunidad de
reputaciones la que forma el núcleo de la tradición moral. En efecto, la realización de la
autonarración garantiza un futuro relacional.
La representación narrativa también pone el escenario para una ulterior independencia. Dado
que la relación entre nuestras acciones y el modo como damos cuenta de ellas depende de las
convenciones sociales, y dado que las convenciones de referencia son a veces unívocas, existe
una ambigüedad inherente en el modo como se han de comprender las acciones. Puesto que las
narraciones generan expectativas, inevitablemente se plantea la pregunta de si las acciones están
a la altura de las expectativas. ¿Una auditoria fiscal contradirá la pretensión del individuo de una
continuada honestidad? ¿Que un profesor se pase un año sin publicar, ¿indica que la narración
progresiva ya no es operativa? Una Vitoria por tres sets a cero, ¿indica que los lamentos por
envejecer eran sólo una argucia? A fin de sostener la identidad se requiere la intervención de una
fructífera negociación cada vez. Dicho mas ampliamente, podemos decir que mantener la
identidad —la validez narrativa dentro de una comunidad— es un desafío interminable (véase
también De Waele y Harré, 1976; Hankiss, 1981). El ser moral de uno nunca es un proyecto
completo mientras prosigan las conversaciones de la cultura.
Un último rasgo relacional complica esta negociación continuada de la identidad narrativa.
Hasta aquí he tratado las narraciones como si estuvieran sólo preocupadas por la trayectoria
temporal única del protagonista. Este concepto tiene que expandirse. Los incidentes
característicamente tejidos en una narración son las acciones no sólo del protagonista sino
también de otros. En la mayoría de los casos las acciones de los demás contribuyen de manera

182
Del yo de la relación

vital a los acontecimientos vinculados en la secuencia narrativa. Por ejemplo, para justificar esta
exposición de honestidad continuada, un individuo podría describir cómo un amigo intentó
estafarle sin lograrlo; para ilustrar un logro conseguido, podría mostrar cómo otra persona fue
vencida en una competición; al hablar de capacidades perdidas podría indicar la presteza de la
realización de una persona más joven. En todos estos casos, las acciones de los demás se
convierten en parte integrante de la inteligibilidad narrativa. En este sentido, las construcciones
del yo requieren de todo un reparto de participaciones de apoyo.
Las consecuencias de esta necesidad de contexto son, en realidad, amplias. En primer lugar,
del mismo modo que los individuos generalmente disponen del privilegio de la autodefinición
(«me conozco mejor de lo que los otros me conocen»), los otros también exigen los derechos de
definir sus propias acciones. Por consiguiente, cuando uno utiliza las acciones de los demás para
hacerse inteligible, pasa a depender de su acuerdo. En el caso más simple, si el otro está presente,
ninguna explicación de las propias acciones puede darse sin el acuerdo de que «sí, así fue». Si los
demás no quieren acceder a los papeles que se les asignan, entonces uno no puede contar con sus
acciones en una narración. Si los demás no ven sus acciones que se relatan como «atractivas», el
actor difícilmente puede hacer alarde de un carácter fuerte de forma continuada; si los demás
pueden mostrar que realmente no fueron vencidos en una competición, el actor difícilmente
puede utilizar ese episodio como un peldaño en un relato que cuente el triunfo. La validez
narrativa, por consiguiente, depende fuertemente de la afirmación de los demás.
Este depender de los demás sitúa al actor en una posición de interdependencia precaria, ya
que del mismo modo que la autointeligibilidad depende de si los demás están de acuerdo sobre su
propio lugar en el relato, también la propia identidad de los demás depende de la afirmación que
de ellos haga el actor. El que un actor logre sostener una autonarración dada depende
fundamentalmente de la voluntad de los demás de seguir interpretando determinados pasados en
relación con él. En palabras de Schapp (1976) cada uno de nosotros está «soldado» en las
construcciones históricas de los demás del mismo modo que ellos lo están en las nuestras. Como
esta delicada interdependencia de narraciones construidas sugiere, un aspecto fundamental de la
vida social es la red de identidades en relación de reciprocidad. Dado que la identidad de uno
puede mantenerse sólo durante el espacio de tiempo que los otros interpretan su propio papel de
apoyo, y dado qué uno a su vez es requerido para interpretar papeles de apoyo en las
construcciones de los otros, el momento en el que cualquier participante escoge faltar a su
palabra, de hecho amenaza a todo el abanico de construcciones interdependientes.
Un adolescente puede decirle a su madre que ha sido una «mala madre», y destruir
potencialmente así la narración de estabilidad de aquélla como «buena madre». Al mismo tiempo,
sin embargo, se arriesga a que su madre le replique que siempre sintió que su carácter era tan
inferior que nunca había merecido su amor; la narración continuada del «yo como bueno» está,
por consiguiente, en peligro. Una amante puede decirle a su compañero que ya no le interesa
como antes, aplastando potencialmente su narración de estabilidad; sin embargo, éste puede
contestarle que hacía mucho tiempo que se aburría con ella y que se siente contento de ser
relevado de su papel de amante. En estos casos, cuando las partes en la relación retiran sus
papeles de apoyo, el resultado es una degeneración general de las identidades. Las identidades, en
este sentido, nunca son individuales; cada una está suspendida en una gama de relaciones
precariamente situadas. Las reverberaciones que tienen lugar aquí y ahora —entre nosotros—
pueden ser infinitas.

183
La emocion como relacion

Capítulo 9
La emoción como relación

Las narraciones del yo no son impulsos personales hechos sociales, sino procesos sociales
realizados en el enclave de lo personal. En este capítulo desarrollaré este tema significativamente
en el sentido de articular una concepción relacional del yo. La tradición occidental es
profundamente afín con un enfoque del yo como unidad independiente. Mientras se sostiene este
enfoque, los problemas tradicionales de la epistemología y del conocimiento social permanecerán
irresueltos (e insolubles), y las amplias prácticas sociales en las que se aloja esta concepción
permanecerán incontestadas. No me propongo aquí desarrollar un vocabulario enteramente
nuevo, no sujeto a las prácticas culturales, sino reconstituir las conceptualizaciones existentes. En
particular, me propongo demostrar de qué modo la concepción tradicional de la emoción puede
retrazarse: cómo pueden enfocarse las emociones como rasgos constitutivos no de los individuos
sino de las relaciones.
Actualmente tenemos a nuestra disposición más de dos mil años de discurso acumulado
sobre el yo. Con Platón compartimos el concepto de ideas abstractas (ahora refiguradas como
prototipos), con Aristóteles el concepto de formas lógicas (surgiendo como heurística cognitiva),
con Maquiavelo las concepciones de la estrategia social (ahora manejo de la impresión), con San
Agustín, Hobbes y Pascal el concepto de amor propio (ahora autoestima), y con Locke un
concepto de base empírica de las ideas abstractas (ahora representación mental). Éstos son sólo
un puñado de constituyentes del rico y finamente matizado yo del que disponemos. En realidad,
la investigación contemporánea del yo sigue una reverenciada tradición de erudición, de la que
estos conceptos no son sino unos pocos de sus artefactos importantes. En nuestro actual diálogo
nuestros antepasados participan como interlocutores callados. Los especialistas preocupados por
la naturaleza de los yoes individuales ahora se alinean en las ciencias sociales y las humanidades.
Representan el grupo más avanzado conceptualmente, más sofisticado metodológicamente y
carente de trabas políticas y económicas que se ha comprometido en un examen concienzudo del
yo. Mientras los sabios de siglos anteriores estaban histórica y geográficamente diseminados y, a
menudo, ignoraban el trabajo de los demás, la comunidad de investigación contemporánea está en
comunicación continua rebasando los límites geográficos, étnicos, religiosos y políticos. Uno
puede justificadamente sentir temor y respeto ante el poder intelectual dado al estudio
contemporáneo del yo y sentirse también profundamente interesado por sus resultados.
Las consecuencias de esta investigación podrían ser enormes. Las teorías del yo no son, al
fin y al cabo, más que definiciones de lo que es ser humano. Tales teorías informan a la sociedad
acerca de lo que el individuo puede o no puede, qué límites pueden situarse en el funcionar
humano y qué esperanzas pueden ser alimentadas respecto a un cambio futuro. Además, informan
a la sociedad de los derechos y deberes, designan aquellas actividades que han de considerarse
con recelo o aprobación, e indican quién o qué ha de ser tenido por responsable de nuestra
condición presente. Definir el yo es, pues, participar en el juicio implícito de la sociedad.
Las concepciones del yo han desempeñado un papel inmensamente importante en los
asuntos humanos, y siguen desempeñándolo. En el caso de la psicología, por ejemplo, la
articulación creciente de los conceptos de las fuerzas inconscientes y de la autofrustración ha
modificado significativamente los procedimientos de instrucción legal. En aspectos importantes
su descendencia ha sido la defensa por demencia y, prácticamente, muchos individuos deben sus
vidas a este instrumento conceptual. De manera similar, la legalización del aborto dependió
marcadamente de la elaboración de los conceptos de «elección individual» y «sufrimiento
mental». El concepto de autoestima, tal como lo han alimentado y desarrollado los psicólogos,

184
Del yo de la relación

tuvo un papel central en la legislación de los derechos civiles en los Estados Unidos. El
posicionamiento de la autoestima al frente del bienestar personal dispuso el escenario para el
argumento contra «distintos pero iguales», lesivo, se sostenía, para quienes eran tenidos por
distintos. El concepto se abrió paso en el ámbito educativo, donde la autoestima del estudiante
aparece en una posición central en la planificación del currículo. De manera similar, los
conceptos relacionados de nivel de inteligencia y rasgos personales han disparado el crecimiento
de la industria de medición mental. Los procedimientos de evaluación se utilizan ahora a través
del espectro de la vida institucional para ordenar, limitar y guiar las vidas de los individuos. 1
Estas maniobras de inteligibilidades concurrentes en el campo cultural no tienen pocas
consecuencias.
Dicho más genéricamente, las exposiciones eruditas de las mentes individuales desempeñan
un papel pronunciado a la hora de justificar y sostener las pautas de la vida cultural. Cuando los
economistas basan sus predicciones en las suposiciones de la racionalidad individual, los
antropólogos exploran las personalidades, las subjetividades o las mentalidades de otros grupos,
cuando los historiadores dilucidan los valores y motivos predominantes de otras épocas, los
politólogos documentan las actitudes y opiniones del pueblo, y los psicólogos llevan a cabo
experimentos sobre la percepción, la cognición o la emoción, todos ellos están informando al
público de que la mente del individuo único es esencial para el bienestar cultural. Y al situar la
mente individual en el tramo central, estas tentativas añaden una sutil fuerza a muchas de
nuestras instituciones predominantes. Favorecen una concepción de la democracia, por ejemplo,
en la que cada individuo posee el derecho de votar; un sistema de libre empresa en el que el
individuo puede ejercer la facultad de la elección racional; las prácticas educativas dedicadas a la
formación de mentes individuales y las instituciones de la justicia, así como las prácticas
cotidianas de la adjudicación moral en las que los individuos son tenidos por moralmente
responsables de sus acciones.
Hay mucho que decir en nombre de estas instituciones y las inteligibilidades tan ricamente
aportadas por el argot de la academia. Para muchos psicólogos la defensa alegando demencia, el
concepto de autoestima, y las medidas de la inteligencia y de los rasgos personales, contribuyen a
una sociedad humana. Y si el estudio especializado es apto para las instituciones públicas de la
democracia, la libre empresa, la justicia y la responsabilidad moral tanto mejor. Buena parte de lo
que en la cultura occidental consideramos como valioso puede hacerse remontar, en aspectos
importantes, a nuestro vocabulario rico y convincente de mentes individuales. ¿Continuaremos
simplemente, pues, con las ocupaciones como de costumbre, elaborando y ampliando
progresivamente los discursos del yo individual? En este importante punto nos detendremos, ya
que en las últimas décadas lo que una vez fue un tranquilo murmullo de disensión ha dado paso a
un coro de crítica a gran escala.
Al principio, la creencia en el individuo independiente —al que un compromiso con las
mentes individuales que conocen hace una aportación sustancial— se presta a dar prioridad al yo
en el quehacer cotidiano. Este hacer hincapié legitima un interés preeminente por nuestra propia
condición privada, empezando por el propio estado de conocimiento y procediendo a través de las
cuestiones relacionadas de las propias metas, necesidades, placeres y derechos. Reforzado por la
teoría de la supervivencia de las especies de Darwin, lo que cabría preguntar a cualquier proyecto
es cómo es afectado el yo: «¿Cómo gano o pierdo yo?». Otros individuos han de ser
considerados, ciertamente, pero sólo en la medida en que sus acciones afectan nuestro propio

1
Véase Rose (1985, 1990) para un análisis critico de los modos en que el statu quo psicológico contribuye al
acrecentamiento del control sobre los ciudadanos.

185
La emocion como relacion

bienestar. Por consiguiente, el individuo ilustrado puede que favorezca el altruismo, pero sólo en
la medida en la que es una retribución para sí mismo. El libro The Culture of Narcissism, de
Christopher Lasch (1979), contiene tal vez el enunciado más condenatorio de la actitud del
«primero yo» generada por el impulso individualista. Para Lasch, esta orientación reduce a
trivialidades las relaciones emocionales y la intimidad sexual compartida (llevada a cabo para
«hacerme sentir bien»), la investigación especializada (llevada a cabo para «ayudarme en mi
carrera») y el discurso político (escogido para «ayudarme a ganar»).
Estrechamente relacionada con esta trivialización, la ideología del individualismo también
genera un sentido de independencia o aislamiento fundamental. Para el individualista, las
personas son entidades limitadas que levan vidas distintas con trayectorias independientes: nunca
podemos estar seguros de que alguien más nos comprende, y, por consiguiente, que pueda
interesarse profundamente por nosotros. Igualmente, el individuo independiente nunca puede
estar seguro de que comprende la mente (pensamientos, necesidades sensaciones) de los otros, y
está por consiguiente impedido de invertir demasiado fuerte en sus vidas. ¿Y por qué este tipo de
ZTT^ ÍÍn seguir,se cuando puede que acorten la ProPia "bertad inv Saruofr?le9^ y,suscolTS
(l,985)• Juntamente con los Prologas Sarnoff y Sarnoff (1989), han llegado a la conclusión de que
instituciones como la comunidad y el matrimonio están profundamente amenazadas por la
perspectiva individualista. Si uno cree que la unidad central de la sociedad es el yo individual,
entonces las relaciones son por definición estratagemas artificiales, perversas o «trabajadas». Si
tales esfuerzos resultan ser personalmente arduos o desagradables, entonces se invita a uno a que
los abandone y vuelva al estado originario de aislamiento.
A nivel social, los analistas se preocupan también por los efectos de la ideo ogia
individualista en el bienestar colectivo. El análisis de los costes ocultos de la racionalidad
individual llevado a cabo por Hardin (1968) es cía sico. Como demuestra este autor, si cada
individuo actúa maximizando los beneficios y minimizando los costes, las consecuencias
generales para la sociedad pueden ser desastrosas. Las crisis medioambientales actuales nos
facilitan una ilustración conveniente: la suma de los beneficios individuales es el
empobrecimiento colectivo. En The Fall of Public Man, Sennett (1977) traza el declive de la vida
cívica a lo largo de los siglos. Argumenta que nuestra preocupación individualista y miedo
concomitante a la sinceridad y a la revelación de sí mismo son activamente contrarias al tipo de
vida pública en la que las personas se confunden libremente en las calles, en los parques o en
asambleas públicas y hablan con independencia cívica, sin azoramiento y con un sentido del bien
común. Tal como Sennett lo ve, la vida pública ha dado paso a modos de vida privatizados,
claustrofóbicos y defensivos Otros apuntan a la desatención sistemática de amplias
configuraciones sociales favorecida por la cosmovisión individualista (Sampson 1978 1981) hn la
enseñanza superior existe poca conciencia de los modos cooperativos de aprendizaje; la
formación en economía empresarial hace hincapié en el individuo como algo contrapuesto a la
realización de grupo; los tribunales de justicia buscan asignar al individuo la culpa, mientras
permanecen ciegos ante los procesos sociales más amplios en los que se incrusta el crimen
Finalmente, tenemos que plantear la pregunta de si una ideología individuaista puede
guiarnos con seguridad en el futuro. Como sostiene Macintyre (1981) no hay razón por la que
alguien comprometido con el individualismo deba prestar atención a las «buenas razones» de los
otros Si el individuo debe «escoger aquello que cree que es bueno y justo» -tal como favorece la
perspectiva individualista-, entonces cualquier enfoque opuesto integra frustraciones o

186
Del yo de la relación

interferencias. Prestar atención a «la oposición» es renunciar a la propia integridad. 2 En efecto, el


individualismo fomenta un conflicto interminable entre compromisos morales o ideológicos
inconmensurables. Hoy las culturas del mundo se ven empujadas a un contacto cada vez mayor
entre sí, los problemas de la cooperación internacional se expanden continuamente, y las armas
de destrucción masiva son cada vez más efectivas. En un mundo así, la mentalidad individualista
—todos contra todos— significa un peligro sustancial.

Hacia realidades relaciónales

Si los problemas sustanciales son inherentes a la cosmovisión individualista, y la


investigación que supone la realidad de la mente individual es la que sostiene este enfoque,
existen buenas razones para hacer una pausa. ¿Tenemos que aumentar aún más al enorme
vocabulario de los estados psicológicos? Si albergamos la esperanza de que nuestro trabajo pueda
contribuir al bien común —por no hablar del enriquecimiento de la tradición erudita—, tenemos
una razón de peso para desarrollar alternativas a las formas individualistas de descripción y
explicación. Tal como propuse, las concepciones del individuo —incluyendo aquello que
consideramos que es la sustancia y el contenido de las mentes individuales— se derivan del
proceso social. Para el construccionista, la relacionalidad precede a la individualidad. El reto
construccionista, por consiguiente, es moldear una realidad de cualidad relacional,
inteligibilidades lingüísticas y prácticas asociadas que ofrezcan una nueva potencialidad a la vida
cultural. De ser fructífero, este tipo de construcciones relaciónales adquirirán una validez vivida
por lo menos igual al lenguaje de las mentes individuales. Por el momento, poseemos un
vocabulario asombroso para caracterizar a los yoes individuales pero que prácticamente
enmudece en el discurso de la relacionalidad. Es como si tuviéramos a nuestra disposición un
lenguaje enormemente elaborado para describir torres, peones y alfiles, pero que es incapaz de
caracterizar el juego del ajedrez. ¿Podemos desarrollar un lenguaje de comprensión en el que las
características individuales se deriven de formas más esenciales de relación? ¿Podemos elucidar
la realidad de las relaciones en las que se enraiza el sentido del yo?
A estas alturas encontramos que el construccionismo mismo no ofrece ninguna exposición
de los yoes relaciónales. Su discurso no contiene un lenguaje implícito de la relacionalidad que
simplemente estuviera a la espera de una articulación. Si la relacionalidad ha de hacerse real, el
teórico tiene que recurrir a los recursos culturales para buscar metáforas, narraciones y otros
dispositivos retóricos. Existen, de hecho, muchos de estos recursos pero vanan sustancialmente
en cuanto a su porvenir. Por ejemplo Weinstem, en The Fiction of Relationship (1988), examina
los muchos sentidos en os que las relaciones alcanzan una tangibilidad visceral en las novelas de
los últimos tres siglos. Al mismo tiempo, resulta interesante observar el erado en que las
relaciones en estas obras se predican sobre la base de la suposición mas fundamental del yo
individual. Por consiguiente, entre las preocupaciones centrales de esta tradición literaria, según
Weinstein, están «cómo el yo anhela la unión pero es ciego a la realidad del otro; cómo el yo
evoluciona a lo largo del tiempo mientras permanece vinculado al otro cómo el yo participa en
esquemas de "allanamiento de morada", ya sean de tipo erótico, químico o ideológico; cómo el
yo llega a adecuar el conocimiento del otro solo convirtiéndose en ese otro, y el coste de esta

2
The Ethics of Authenticity, de Charles Taylor (1991), es interesante por contraposición. Taylor está de acuerdo en
que el individualismo en la sociedad contemporánea ha sido discriminado justificadamente. Pero, en lugar de intentar
abrir nuevos horizontes, Taylor intenta argumentar en el sentido de una forma más responsable y viable de actuación
individual.

187
La emocion como relacion

transformación- cómo el yo puede aprehender la más amplia configuración de la que forma


parte» (pag. 308). En efecto, aunque la relacionalidad ha gozado en Occidente de una vida
vigorosa en el ámbito novelesco, de hecho es una relacionalidad entre identidades, por lo demás
alienadas.
Este enfoque del yo individual que opera en el exterior hacia la relacionalidad domina buena
parte de la literatura de la psicología social la disciplina mas esencialmente preocupada por las
relaciones de conceptualizacíon. El concepto del grupo en cuanto grupo prácticamente
desapareció de a psicología social con el advenimiento del individualismo metodológico en la
decada de 1930. Entre los treinta capítulos de la edición del Handbook of Social Psychology, de
1985, no existe ni un solo capítulo sobre la psicología de grupos. Existe un capítulo sobre las
«relaciones intergrupales» pero aquí la «perspectiva está integrada por el estudio sistemático de
las relaciones entre los individuos tal como son afectados por su adscripción grupal» (Stephan
1985, pag. 599). Aunque preocupada por las pautas de relación a través del tiempo, la teoría del
intercambio social (Thibaut y Kelley 1959) se basaba en dar cuenta de las estrategias individuales
orientadas amaximizar el beneficio. Las relaciones son los resultados artificiales de individuos
que toman sus propias decisiones privadas. Más prometedor es el trabajo mas reciente sobre las
relaciones personales (Gilmour y Duck 1986) En este dominio encontramos un importante
descontento con la concepción individualista de la relacionalidad (véase, por ejemplo Berscheid,
1986) Con notables salvedades, sin embargo, la mayoría de esta obra sigue vinculada con el
individuo como la piedra angular de la relación, por consiguiente haciendo hincapié en cómo los
individuos conceptualizan las relaciones cómo están equipados para relaciones fructíferas o cómo
los diversos factores influencian a los individuos en relación. Las psicólogas feministas han
demostrado un interés importante por las relaciones. Con todo, incluso aquí ha sido difícil romper
con el fulcro explicativo de la mente individual (véanse por ejemplo, Chodorow, 1978; Gilligan,
Lyons, y Hammer 1989)
En cuanto a las alternativas al enfoque de que las relaciones son un subproducto de yoes
individuales, hemos de buscarlas en otra parte En la mayor parte de la obra escrita en el siglo xix,
el yo se considera como un constituyente del todo. Según este enfoque, la sociedad como
estructura monolítica de relación antecede al individuo, y el yo sólo se realiza a través de la
participación en el todo. Esta exposición es prefigurada por la concepción hegeliana del
Volksgeist —literalmente «espíritu de un pueblo»—. Para Hegel (1979) este espíritu
omniabarcante de la comunidad era algo fundamental para la condición humana; el individuo era
una derivación secundaria. Tal como Hegel lo veía: «El individuo es un individuo en esta
sustancia (la cual caracteriza a una comunidad)... Ningún individuo puede ir más allá [de ella]».
O de nuevo: «Para el individuo singular como tal es verdad sólo como multiplicidad universal de
individuos singulares. Aislado de la multiplicidad, el yo solitario es, de hecho, un yo irreal,
impotente». Los escritos tanto de Durkheim como de Marx están en consonancia con esta novela
del todo, aunque con nostalgia. En los primeros tiempos —sostienen ambos pensadores—,
cuando la sociedad era menos compleja (Durkheim) o estaba menos regida por la dominación
capitalista (Marx), el yo era una parte integrante del todo. Sin embargo, con la creciente
complejidad del Estado moderno, la «solidaridad orgánica» ha cedido el paso a las relaciones
«mecanicistas» (Durkheim); la «dependencia personal» ha sido sustituida por las «relaciones de
dependencia objetiva» (Marx). Este tema del yo en la relación interactiva con un todo social
prosigue a través de la obra más reciente de Parsons (1964) y Giddens (1984).
Con todo, la mayoría de teóricos interesados en el yo en relación encuentra los conceptos de
estructura social (la comunidad del todo) distantes de sus preocupaciones. Este tipo de unidades
omniabarcantes parecen eliminadas de las exigencias más inmediatas de la vida cotidiana. Las

188
Del yo de la relación

estructuras son siempre «entre bastidores», inmanentes pero nunca transparentes. ¿Cómo, pues,
es posible no conceptualizar las relaciones ni como intercambio de individuos autónomos ni
como manifestaciones del todo? Al menos una posibilidad prometedora es la de considerar la
relación en términos de interdependencia intersubjetiva, o mentalidades coordinadas. La obra de
Mead (1934) representa la principal contribución a este enfoque. Tal como Mead lo considerara,
los seres humanos pueden coordinar instintivamente sus acciones. A medida que el desarrollo
avanza, sin embargo, adquieren la capacidad de autorreflexión: la conciencia de sí mismos y de
los efectos de sus acciones. La autoconciencia, a su vez, se ve influida al adoptar el punto de vista
del otro respecto al yo. Por consiguiente, la concepción del yo que tiene uno y las acciones de
uno mismo son esencialmente dependientes de las actitudes y de las acciones de los otros; no hay
ningún yo ni acción significativa sin dependencia. Se encuentran resonancias de este tema en los
escritos de Vygotsky (1978). Al igual que Mead, Vygotsky argumentó en favor de determinados
prerrequisitos para el intercambio humano. Sin embargo, cuando el niño empieza a coordinarse
con los demás a través del lenguaje, se produce un nuevo desarrollo. A lo largo del tiempo, el
niño interioriza el lenguaje y empieza a usarlo privada y autónomamente. Aquí se inician las
funciones mentales superiores del pensamiento, de la atención voluntaria, de la memoria lógica y
de la autoconciencia. Para Vygotsky, cada proceso en el desarrollo de funciones mentales
superiores se produce dos veces, «primero, a nivel social, y luego, a nivel individual; primero
entre personas (interpsicológico) y luego dentro del niño (intrapsicológico)» (pag. 57). El hacer
hincapié en la relacionalidad intersujetiva sigue gozando de una vida salúdale en el
interaccionismo simbólico y la investigación del desarrollo infantil (Kaye, 1982; Youniss, 1980).
También se refleja en el movimiento de la antropología simbólica (Geertz, 1973; Shweder, 1991),
la psicología cultural (Bruner, 1990) y la teoría y la investigación en la cultura organizativa (Frost
y otros, 1991). 3
Aunque ricas en consecuencias y se apartan significativamente de la base individualista de la
mayoría de las teorías anteriores, a las teorías de la intersubjetividad tampoco les faltan
problemas. Resulta difícil reconciliar la epistemología implicada por esta posición con la
afirmación de que podemos conocer a cualquier otro que esté fuera de nuestra cultura; si sólo
conocemos desde el seno de nuestra cultura, nunca podemos reconocer o conocer la subjetividad
de cualquiera que sea ajeno a esa cultura. Existen también dificultades conceptuales inabordables
inherentes al problema de la socialización —de qué modo el niño irreflexivo se convierte en un
niño consciente (véanse los capítulos 5 y 11)—. Hechas estas reservas, estamos preparados para
abordar una orientación final hacia la relacionalidad, orientación que cambia el interés por los
dominios remotos de la estructura social y de la subjetividad individual por el interés hacia el
ámbito de la pauta microsocial. Aquí las formas de la acción interdependiente —el reino de lo
que está entre— se convierte en el centro de atención. Las numerosas obras de Goffman (1959,
1967, 1969) han desempeñado un papel esencial en desarrollo de esta posibilidad. En sus
exploraciones de la autopresentación, del «trabajo aparente», de las ceremonias de degradación,
de la articulación conversacional, etc., Goffman ha ilustrado la rica potencialidad que alberga el
hecho de abordar la interdependencia social sin una explicación psicológica. 4 De importancia
destacada es también la obra de Garfinkel (1967) y sus colegas sobre la etnometodología. La

3
Véase en Burkitt (1993) un interesante intento de sintetizar las diversas teorías en este dominio.
4
Tal como Tseelon (1992b) señala, muchos de los especialistas en realidad ven en Goffman una teoría implícita de
la subjetividad. Su cuidado análisis conduce a Tseelon a concluir que «en el análisis dramatúrgico el significado del
organismo humano se establece mediante su actividad y la actividad de los otros en relación a la suya... los yoes son
resultados, no antecedentes, de la interacción humana» (pag. 3).

189
La emocion como relacion

primera obra tiene una particular importancia al demostrar de qué modo la racionalidad puede
considerarse como una consecución social en oposición a individual. Sus consecuencias se han
corroborado en una amplia gama de investigaciones sobre las formas y estrategias
conversacionales (véanse, por ejemplo, Craig y Tracy, 1982; McLaughlin, 1984). La
investigación de Hochschild (1983) sobre la gestión emocional ha sacado las consecuencias de la
perspectiva microsocial en relación a las emociones.
Un énfasis similar sobre lo microsocial ha aparecido en el dominio terapéutico. Los
neofreudianos, y más en especial los teóricos de las relaciones objétales, se habían preocupado
durante mucho tiempo por la relación íntima entre el ego y el mundo social. Sin embargo, este
trabajo sigue poniendo un pronunciado acento en los procesos psicológicos internos o
individuales (véase, por ejemplo. Curtís, 1990). Las posibilidades para una comprensión
microsocial fueron presagiadas en los intentos de Sullivan (1953) por hacer remontar los
síntomas aberrantes a los procesos interpersonales en oposición a los interpsíquicos. Sin
embargo, no fue hasta los esfuerzos pioneros de Bateson (1972) y sus colegas por incrustar la
patología en los sistemas de comunicación humana cuando se empezó a tomar conciencia del
potencial de lo interpersonal. 5 Esta obra, al hacer hincapié en las pautas de la comunicación, sus
efectos en el individuo (por ejemplo, la teoría double-bind de la esquizofrenia) y el papel
constitutivo representado por el individuo en el sistema como un todo, prácticamente dio
nacimiento a la terapia familiar contemporánea (véase el comentario de Hoffman, 1981). Influido
por la metáfora cibernética imperante en esa época, el trabajo que vino después se construyó
ampliamente alrededor de conceptos físicos como homeostasis, estructura familiar, jerarquía,
sistema. Las prácticas terapéuticas estaban destinadas a alterar la estructura familiar o los
sistemas de comunicación mediante el concurso de estrategias especializadas.
Gradualmente, sin embargo, la concepción de los sistemas físicos ha dado paso a un enfoque más
humano de la comunicación que hace hincapié en el manejo del significado dentro de la terapia
(Hoffman, 1992). En lugar de metáforas provenientes del campo de la física, este enfoque destaca
la co-construcción del significado (Goolishian y Anderson, 1987; Selman y Schuitz, 1990), las
narraciones del yo (Epson y White, 1992), y las construcciones reflexivas de la realidad
(Andersen, 1991). Este trabajo es altamente compatible con el construccionismo y, como
propondré en el capítulo 10, favorece un recentramiento radical del esfuerzo terapéutico.

Una psicología socialmente reconstituida

Si el proceso microsocial pasa a ocupar el centro del interés, ¿cuáles son las consecuencias
para la comprensión de las emociones y demás procesos psicológicos? Tradicionalmente hemos
considerado las emociones como pasiones inherentes al individúo singular, genéricamente
preparadas, con una base biológica y fundamentadas experimentalmente. Desde esta perspectiva,
las emociones individuales podrían tener efectos en el proceso microsocial, o al contrario. Con
todo, las emociones no son en sí mismas acontecimientos microsociales. ¿Puede ser puesta en
duda esta gama de suposiciones de sentido común? Y más concretamente, ¿cómo puede la teoría
microsocial sustituir la explicación individual? Parece, pues, esencial que la exposición
microsocial no elimina el lenguaje corriente de las emociones. Abandonar simplemente términos
como «enfado» y «miedo» en favor de un nuevo léxico, no corrompido por las tradiciones
culturales, no sólo pediría al lector que suspendiera las realidades de la vida cotidiana, sino que

5
En Metaphors of Interrelatedness, Olas (1992) extiende útilmente el pensamiento batesoniano a las discusiones
presentes.

190
Del yo de la relación

también redundaría en un lenguaje inutilizable, abstraído de cualquier contexto y sin potencial


ilocuacional.
Si confiamos nuestra teoría al lenguaje corriente tradicional, el reto entonces pasa a ser el de
reconstituir el significado de los términos mentales. Esto puede lograrse en parte eliminando el
lugar referencial para tales términos de la cabeza del actor individual, situándolo en la esfera de la
relación. En lugar de elaborar trabajosamente un nuevo argot de la comprensión —términos
descriptivos y explicativos carentes de valor de cambio en el mercado de la vida cotidiana—
podemos dejar el léxico psicológico intacto, pero alterar, en cambio, el modo como
comprendemos tales términos A título ilustrativo, por ejemplo, el término «liberal» tuvo en otro
tiempo un atractivo pronunciadamente retórico en los Estados Unidos. Ser liberal era ser flexible
y progresista, estar preocupado por la justicia social y la situación de los oprimidos. Sin embargo,
pensadores tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha han modificado desde
entonces el contexto de comprensión, de modo que, para muchos, el término es en la actualidad
similar a un epíteto. Para la izquierda política, el término connota el individualismo derechista;
para la derecha, el sentimentalismo de la izquierda. El término sigue teniendo su uso, pero sus
consecuencias pragmáticas se han visto significativamente modificadas. En el caso presente, al
reconstruir los predicados mentales como relaciónales, espero mitigar el impacto del
individualismo independiente.
En un sentido importante, la investigación etnometodológica abrió la puerta a esta
recolocación social de lo mental. Si lo racional no es un producto de las mentes individuales sino
el resultado de la participación en rutinas locales de intercambio, entonces podemos empezar a
examinar una recolocación más importante de lo cognitivo. Esta misma posibilidad queda puesta
de manifiesto en How Institutions Think, de Douglas (1986). En lugar de retrotraer las decisiones
a las mentes de directivos individuales, Douglas demuestra que la racionalidad interna a las
organizaciones está socialmente distribuida, con diversas unidades o individuos contribuyendo a
un resultado general que puede estimarse como racional o irracional. A una conclusión similar
llegaron Engestrom, Middieton y sus colegas (1992) en su análisis de los modos como los grupos
generan opiniones legales, determinan las decisiones en relación a la salud, pilotan aviones de
pasajeros, producen conclusiones científicas, etc., acuñando para ello el término «cognición
comunitaria» para referirse a los modos como los individuos colaboran para lograr resultados
racionales para el grupo considerado como un todo. Esta obra está estrechamente relacionada
también con diferentes exploraciones de la «memoria colectiva» (Middieton y Edwards, 1990).
Aquí, los investigadores demuestran cómo las exposiciones del pasado son productos de una
negociación continuada en las familias, en las comunidades, en el ámbito profesional y en la
cultura en sentido amplio. 6 La reconstrucción que hace Billig (1987) del razonamiento como
participación en la tradición retórica también es oportuna. Razonar, según esta línea de
exposición, no es un acto inherentemente privado; más bien se compromete en las prácticas
tradicionales de la argumentación. No es el individuo quien piensa y luego argumenta, sino que
son las formas sociales de argumentación las que «piensan al individuo». Una transformación
similar del concepto de actitud es propuesto por Potter y Wetherell (1987), que argumentan en el
sentido de que el enfoque tradicional de que las actitudes están alojadas en la mente del individuo
e impulsan la acción es profundamente problemático. Tener una actitud es, más bien, adoptar una

6
En cuanto a una ampliación de esta línea de argumentación al nivel de la memoria biográfica, véase Gergen (en
proceso editorial).

191
La emocion como relacion

posición en una conversación. 7


En lo que queda de este capítulo quiero avanzar en este proyecto reconstructivo de abarcar
las emociones, reinterpretándolas como acontecimientos dentro de pautas relaciónales: como
acciones sociales que derivan su significado e importancia de su situación dentro de rituales de
relación. Hay buenas razones para hacerlo. Tal como hemos visto, en la cultura occidental las
emociones se consideran por excelencia posesiones individuales. Puede ser que queramos admitir
que nuestros pensamientos se derivan de sus marcos sociales y que nuestros informes de memoria
están sesgados por la exigencias del contexto social. Con todo, las emociones, sostenemos en
general, no están incrustadas en lo profundo de la psique, no son el producto de reglas sociales y
nos podemos equivocar poco sobre su presencia en la psique. Así, pues, el reto para la
refiguración social es sustancial. A fin de allanar aún más el camino, quiero ante todo examinar
las imperfecciones de la investigación tradicional sobre las emociones.

A la búsqueda de la emoción: del individuo a la relación

En los últimos años, la literatura científica sobre las emociones ha alcanzado proporciones
enormes. Ya hemos examinado una serie de razones ideológicas para desafiar la concepción
prevalente de la emoción. Con todo, para apreciar la fuerza de mi argumento, resulta también útil
examinar algunos de los problemas sustanciales inherentes a este cuerpo de literatura, ya que son
precisamente estos problemas los que invitan a una formulación alternativa y es específicamente
una exposición relacional lo que nos permite abandonar los enigmas. Empecemos con la pregunta
más elemental-
¿Como hemos de identificar los fenómenos que investigamos, es decir cómo establecer que
las emociones existen y son de clases diferentes? En ausencia de una respuesta dada a este nivel
más básico, difícilmente se justifica un intento de estudio científico. Si no podemos identificar los
fenómenos que interesan y diferenciarlos de las otras cosas existentes, ¿cómo podemos
estudiarlos? ¿No estaríamos igualmente justificados a lanzar un programa de investigación a gran
escala sobre el espíritu humano? Desde luego en la cultura occidental resulta fácil suponer que
hay emociones; en realidad es esta convicción la que promueve esta ingente tarea investigadora.
Pero entonces, una vez más, en una época estuvimos convencidos de la factualidad del espíritu
humano, y no quisiéramos llamarnos a engaño en esta coyuntura al fundamentar nuestros
estudios científicos en una mera creencia popular. ¿Como, entonces, hemos de identificar los
fenómenos?
La ciencia contemporánea nos proporciona dos respuestas capitales a la pregunta por la
identificación. La primera pertenece a las escuelas más humamstas tenomenológicas y
subjetivamente orientadas: la experiencia personal. Podemos justificablemente estudiar las
emociones humanas propone esta corriente, a causa de su existencia transparente en la
experiencia humana. Y es la experiencia misma la que nos permite diferenciar entre las
emociones. «Sé que el amor, el miedo, la ira son diferentes porque experimento las diferencias de
un modo claro y distinto». Con todo, aunque convincente en su atractivo intuitivo, al final esta
respuesta demuestra ser inconsecuente. Más que responder a la duda, hace estallar una nueva y
más extensa gama de enigmas. Por ejemplo, ¿no estamos sin ponerlo en duda suponiendo un

7
La obra de Le Fevre (1987) sobre la invención como acto social es también oportuna. Tal como demuestra esta
autora, existen importantes limitaciones en el enfoque de que la creatividad literaria o científica es el producto de la
mente singular, socialmente aislada. La invención, para Le Fevre, está saturada de historia social y exige una
negociación en marcha para constituirla como invención «real».

192
Del yo de la relación

dualismo metafísico occidental con un sujeto cognoscente enfrentado a un objeto independiente


de conocimiento? ¿Cómo se justifica esta suposición? Y si no damos este salto, ¿experimentamos
verdaderamente los objetos interiores del mismo modo que afirmamos percibir objetos exteriores
o «del «mundo real»? ¿Cómo es que la experiencia ha de hacer las veces simultáneamente de
sujeto (el percipiente) y de objeto (lo percibido)? Además ¿qué es el objeto en este caso? ¿Cuál es
el tamaño, la forma y el color o la forma de una emoción, digamos, comparada con una intención,
una actitud o un valor? ¿Mediante qué medios podemos diferenciar entre todos los
acontecimientos mentales de los que nos reclamamos explícitamente? Estos problemas ya han
sido elaborados en los capítulos 6 y 7.
Si fuéramos capaces de realizar la proeza de la identificación, ¿cómo sabríamos que etiqueta
los acontecimientos o de qué modo describirlos? No podríamos modelarnos a partir de los demás
en este aspecto ya que carecemos de acceso a sus experiencias emocionales (cuando Alicia dice
que se siente enojada, no sabemos qué «objeto» describe). Por consiguiente incluso si
estuviéramos seguros de que estábamos «sintiendo algo» en una ocasión dada, y todos nuestros
amigos estuvieran de acuerdo en que estaban sintiéndose tristes, no podríamos estar seguros (1)
de que en realidad ellos estuvieran sintiendo «una emoción» (como algo opuesto, digamos, a un
«gusto», un «valor», o un «ansia»; (2) de que, en realidad, todos ellos estuvieran experimentando
el mismo sentimiento; o (3) de que aquello que estuviéramos experimentando fuera idéntico a
cualquiera de las sensaciones que ellos tuvieran. Dicho de un modo más amplio, qué duda cabe
de que nacemos en una cultura con un vocabulario finamente diferenciado de emociones; sin
embargo, carecemos de medios viables para comprender cómo podemos incluso aprender que
aplicamos el vocabulario correctamente a nuestro mundo interno.
Por estas y otras razones, la mayoría de los científicos no se contenta con descansar en la
experiencia personal como base para la identificación de las emociones. Más bien, se acostumbra
a sostener, tenemos que sustituir las vaguedades de los informes populares introspectivos por las
observaciones desapasionadas de la conducta en acción. Tenemos que desarrollar medidas serias
de las emociones, medidas que sean precisas y fidedignas, y que permitan a la comunidad de
científicos alcanzar acuerdos unívocos acerca de lo que es y no es en realidad. Por consiguiente
se ha desarrollado una enorme gama de indicadores emocionales: medidas biológicas de la
frecuencia cardíaca, respuesta galvánica de la piel, presión sanguínea y erección del pene;
medidas conductistas de las expresiones faciales, de los movimientos motores, de las actividades
molares; medidas variables de las expresiones emocionales y demás. Aunque se alcanzan a través
de estos medios lecturas precisas e inequívocas, y los hallazgos son a menudos repetibles, esta
focalización en las manifestaciones observables de las emociones suprime completamente la
vulnerabilidad de las premisas fundamentales, primero, de que las emociones existen
efectivamente, y, en segundo lugar, de que están manifiestas en estas medidas. Si observamos un
aumento del ritmo de nuestro pulso, de nuestra conducta de expresión facial, es indudable que
aparece la declaración verbal «tengo pánico»; pero la investigación no justifica precisamente las
conclusiones de que «existe el miedo» y de que «éstas son sus expresiones». 8 Volvamos ahora a

8
Existe una réplica instrumentalista a esta forma de escepticismo, la cual pide excusas por hablar con tanto
atrevimiento sobre lo real y añade: «Desde luego, va de suyo que estamos hablando realmente de constructos
hipotéticos. Con todo, si nuestro modelo hipotético puede dar cuenta de suficientes predicciones, estamos satisfechos
de tratarlo como objetivamente verdadero a todos los efectos prácticos». Pero la réplica instrumentalista es
múltiplemente imperfecta. No sólo no proporciona ninguna salvaguardia frente a la reificación general (tal como
queda ampliamente puesta de manifiesto en el cognitivismo contemporáneo) y tergiversa la función de la teoría
(véase el capítulo 3), pero es que, además, suprime la discusión acerca de la elección teórica. Esto es, elimina de la
mesa las preguntas esenciales de cómo la teoría, una vez reificada, funcionará en la vida cultural. En el caso presente,

193
La emocion como relacion

nuestra pregunta inicial: ¿De qué modo se han de identificar los fenómenos de la investigación?
Las preguntas rudimentarias —esenciales para la base racional que sirve de guía a la
investigación— nunca se abordan. Las suposiciones de que las emociones estan ahí y que, de
algún modo se manifiestan, se abrazan a priori con toda tranquilidad. Constituyen un salto al
espacio metafísico.
272
La investigación empírica no sólo fracasa a la hora de abordar la pregunta fundamental en la
que se sustenta, sino que este tipo de procedianpentos de investigación emplea una forma circular
de razonamiento que aS seTutTee d Tllto en el que,aquélla se basa La investígación en
primeaÍugar se nutre de la reserva de las suposiciones de sentido común. Es un axioma
mcuestionado en la cultura occidental que existan emociones, como por e^
Ploamor' fm ,°'lra' y-demás- y que sea" indicadas 0 expresadas en la e^-u;n^ \d1 ' movlmlentos
corporales, el tono de la voz y similares. Que un investigador estudiara el amor en contraposición
al cariño, y afirmara que a intensidad de la mirada diferencia al primero del segundo, prácm^ un
"Ido Plantearla Pregu"tas• L^ creencias populares comunes atestiguan uno Id espfc d, Ttar
en,amorado>>' q"e se expresa en la mirada que uno pone en e amado o la amada. Por
consiguiente, apoyada por la convención, la investigación puede proceder a demostrar, por
ejemplo, que el^stado de atracción se produce o se estimula gracias alconcurspo dequna variedad
de factores como son, la excitación, la atracción que ejerce el otro sobre el yo, la rentabilidad) y
que el estado de atracción predice muchas acctones diferentes (altruismo, cambio de actitud,
acuerdo, mantenimiento de una pros ximidad inima).9 En resumen, la investigación gana cre^
bilidad inicial en virtud de los axiomas culturales, y con la ayuda de la Ín-^csercgaacdleonasoc
a ^ de ? medi.ciTtécnica procede a ^conclusiones acerca de las causas y los efectos de la
emoción. Estas conclusiones sirven para objetivar las construcciones convencionales: dan un
sentido de tangibn s^r."^.^»"^^^^^^^^ ^ISES^^s^^^sss^^s zarus'( :obariTaetseonrS:rdeTte
examinaí el ainforme de avances en la investigación: de ¿:;
Intima 9
algo 10
Contrastemos estos enfoques realistas de la emoción con el del construccionista. Para el

por ejemplo, ¿cuáles son los beneficios y las pérdidas para la vida cultural al traducir como emocionales términos
objetivos?
9
Existen investigaciones de las emociones que no descansan en tales supuestos de sentido común. Por ejemplo,
Pribram (1980) realiza afirmaciones a favor de la relación entre la dopamina y la depresión, y las encefalinas y las
sensaciones de comodidad. Sin embargo, la eficacia retórica de este tipo de investigación depende, en último
análisis, de los informes que los sujetos hacen de sus niveles de depresión y comodidad -de hecho, una restitución del
pueblo— Irónicamente mientras intenta evitar la pesadilla metodológica de los informes introspectivos, este tipo de
investigación tendría una importancia marginal para la comprensión de las emociones sin este tipo de apoyo popular.
Si la gente no refiriera el hecho de que experimentan una emoción, el estudio de los efectos de la dopamina y de la
encefalina tendría poco interés para los investigadores de las emociones. De estos argumentos también se sigue que
el estudio de la emoción nunca puede reducirse a la biología. El estudio biológico de las emociones es finalmente es
un derivado del folclore cultural. Si uno emprendiera el estudio de las emociones contando sólo con la biología, no
habría modo alguno de identificar las emociones. Desde un ensayo implacable de las estructuras neurológicas de las
sinapsis, de la producción de dopamina y similares nunca se podría inducir un vocabulario diferenciado de las
emociones. En efecto las emociones no son elementos en la ontología de la biología. Para que los biólogos puedan
hablar de emociones en absoluto tienen que retroceder al lugar común de las suposiciones de la cultura.
10
Bajo esta luz es interesante examinar el informe de avance en la investigación” de Lazarus (1991) sobre la teoría
de la emoción. A pesar de prácticamente un siglo de investigación científica sobre las emociones, Lazarus reconoce
que nunca se ha dado un acuerdo sobre que emociones deben distinguirse (pág. 821) y que la mayoría de las
preguntas sobre la definición de emoción “quedan sin resolver”.

194
Del yo de la relación

construccionista el intento mismo de identificar las emociones es ofuscante. El discurso


emocional consigue su significado no en virtud de su relación con un mundo interior (de la
experiencia, disposición o biología), sino por el modo en que éste aparece en las pautas de la
relación cultural. Las comunidades generan modos convencionales de relacionar; a menudo las
pautas de acción dentro de estas relaciones son cualificaciones dadas. Algunas formas de acción
—estándares occidentales —se dice que indican emociones. Siguiendo a Averill (1982), estas
acciones mismas son consideradas adecuadamente como realizaciones o «papeles sociales
transitorios». En este sentido las emociones no «motivan» o no «incitan a la acción»; más bien
uno elabora emociones, o participa en ellas lo mismo que haría con un papel en una obra. 11
Representar las emociones adecuadamente (de modo que las acciones sean identificables
mediante criterios culturales) puede requerir una contribución biológica sustancial. Desde el
punto de vista construccionista, preguntar cuántas emociones hay sería como pedirle a un crítico
teatral que enumerara la serie de personajes que existen en el teatro; explorar la fisiología de las
diferentes emociones sería comparar la frecuencia cardíaca, la segregación de adrenalina o la
actividad neuronal de actores que interpretan Hamiet en oposición al Rey Lear. Las emociones no
«tienen influencia en la vida social»: constituyen la vida social misma.
Este enfoque no sólo elimina los espinosos problemas que asedian la investigación tradicional de
las emociones, sino que además nos permite situar las emociones dentro de redes más amplias de
significado cultural. Por ejemplo, tal como diversamente razonan Bedford (1957), Harré (1986) y
Armon-Jones (1986), las emociones no pueden separarse del ámbito de la evaluación moral. Las
personas pueden ser condenadas por iracundas, celosas o envidiosas, por ejemplo, o elegidas por
su amor o su tristeza (como sucede cuando se lleva luto). Si las emociones fueran simplemente
acontecimientos biológicos tejidos por las hormonas o la excitación neural, aparecerían poco en
estos rituales de la sanción. Difícilmente puede uno ser condenado por la frecuencia cardíaca de
su corazón o por sus secreciones vaginales, o elogiado en función de los procesos digestivos.
Extraer todo el significado social de la emoción reduciría la persona a la condición de autómata,
algo parecido a una persona, aunque no fundamentalmente humana (De-Rivera 1984).
Además, la posición construccionista es altamente compatible con buena parte de las
investigaciones antropológica e histórica. Tal como este tipo de investigación sugiere, tanto el
vocabulario de las emociones como las pautas que los occidentales damos en llamar «expresión
emocional» varían espectacularmente de una cultura a otra o de un período histórico a otro (Lutz,
1985; Harkness y Super, 1983; Heealas y Lock, 1981; Shweder, 1991; Lutz y Abu-Lughod,
1990). Por ejemplo, como Averill (1982) ha demostrado las pautas de lo que los occidentales
llamamos «hostilidad» difícilmente son encontrables en otras culturas, y pautas curiosas (como
«desmandarse») son totalmente desconocidas en la cultura occidental. Lutz (1985) ha mostrado
que estas formas únicas de realización (lo que en Occidente calificaríamos de emocional) tienen
significados especializados dentro de su propio marco cultural. Además, el vocabulario de las
emociones (juntamente con sus realizaciones afines) está sujeto a la creación o erosión de la
historia. Ya no hablamos abiertamente de nuestra melancolía o acidia, como causas que nos
dispensarían de trabajar o de las obligaciones sociales, pero significativamente si lo hubiéramos
podido hacer en el siglo XVII. 12 Sin esfuerzo improvisamos sobre nuestra depresión, angustia,
sobre lo quemados que nos tiene la ocupación laboral, y el estrés; ninguno de estos términos

11
Véase Fivush (1989) para una demostración del modo como los niños aprenden a dar cuenta de sus emociones a
través de las relaciones con sus padres.
12
Véase por ejemplo la explicación que en el siglo XVII daba Burton de la melancolía (Burton, 1989).

195
La emocion como relacion

habría tenido una importancia significativa incluso hace tan sólo un siglo. Este tipo de
variaciones sociohistóricas son difíciles de cuadrar con la presuposición individualista de
propensiones universales y biológicamente fijas.
Dado un enfoque de las emociones como construcciones culturales es importante darse
cuenta de los modos como las realizaciones emocionales están circunscritas por pautas más
amplias de la relación o se incrustan en su interior. Tendemos a considerar las realizaciones
emocionales como acontecimientos sui generis, primeramente porque son frecuentemente más
«cromaticas» (más o menos animadas o volubles) que las acciones a su alrededor. Del mismo
modo, el aficionado al fútbol americano se fija en el pase del quarterback mientras no ve los
grandes esfuerzos que hacen sus companeros de equipo para protegerle. Con todo, sin las
acciones de los otros —ya sean precedentes, simultáneas o subsiguientes— no habría
efectivamente representación o realización alguna. Si las realizaciones emocionales se separan de
las relaciones vigentes, o bien no se producirían o serían absurdas. Por ejemplo, si la anfitriona de
una cena se levantara de repente de su asiento y saliera del comedor corriendo de rabia, o
empezara a sollozar, los invitados indudablemente se sentirían intranquilos o avergonzados. Si la
anfitriona no pudiera dejar claro que aquella suerte de accesos estaba relacionado con una serie
de acontecimientos precedentes y/o anticipados (lo que sería esencialmente un dar cuenta
narrativo) —si anunciara que se sintió movida a esos accesos sin motivo particular—, los
invitados podrían considerar que tiene lo que hace falta para un diagnóstico grave. Alcanzar la
inteligibilidad de la realización emocional tiene que ser un componente reconocible de una
cadena de acciones vigentes. Existe una buena razón, por consiguiente, para considerar las
realizaciones emocionales como constituyentes de pautas más amplias o más extensas de
interacción.
Los especialistas han dado pasos importantes en el sentido de situar las realizaciones
emocionales dentro de una red social más amplia. Por ejemplo, Armon-Jones (1986), Lutz y
Abu-Lughod (1990) y Bailey (1983), entre otros, han explorado las diversas funciones culturales
y políticas que cumplen las expresiones emocionales, prestando especial atención a la
importancia pragmática de tales expresiones a la hora de adjudicar afirmaciones morales,
alineando o realineando relaciones, distribuyendo poder y estableciendo identidades. La
investigación complementaria ha explorado los tipos de contextos sociales apropiados a las
diversas expresiones emocionales (Scherer, 1984). Aunque tales intentos son interesantes e
iluminadores, mi análisis se mueve en una dirección diferente. En lugar de investigar las amplias
funciones sociales o las condiciones desencadenantes específicas, espero poder dar una
exposición de la vida relacional en la cual las expresiones emocionales son una parte
constituyente. Este intento surge y se desarrolla directamente en el suelo de las formulaciones
narrativas expuestas en el capítulo anterior. Las narraciones son formas de inteligibilidad que
proporcionan exposiciones de los acontecimientos en el tiempo. Las acciones individuales, se
proponía, adquieren su significación del modo como están incrustadas en el interior de la
narración. Del mismo modo, las expresiones emocionales son significativas (en realidad,
fructifican al valer como emociones legítimas) sólo cuando están insertadas en secuencias
particulares temporales de intercambio. En efecto, son constituyentes de las narraciones vividas.
A efectos ilustrativos digamos que, a fin de valer como legítimas según los estándares
contemporáneos, las expresiones de celos tienen que ir precedidas por determinadas condiciones.
Uno no puede propiamente expresar celos viendo una puesta de sol o un semáforo, sino que los
celos son apropiados si nuestro amor muestra signos de afección hacia alguna otra persona.
Además, si los celos se expresan al amante, éste no tiene libertad (según los estándares culturales
actuales) para iniciar una conversación sobre el tiempo o para expresar una profunda alegría. El

196
Del yo de la relación

amante puede excusarse o intentar explicar por qué los celos son injustificados, pero la gama de
opciones que baraja es limitada. Y si se ofrecen excusas, el agente celoso está, a su vez, limitado
a los tipos de reacciones que cabe seguir inteligiblemente. En efecto, los dos participantes están
comprometidos en una forma de ritual cultural o juego. La expresión de los celos no es sino un
integrante singular dentro de la secuencia —el ritual sería irreconocible sin ello—, pero, sin el
resto del ritual, los celos serían absurdos. Estas pautas de relación pueden considerarse como
escenarios emocionales, es decir, pautas informalmente estipuladas de intercambio. Desde este
punto de vista, la expresión emocional es sólo la posesión de un único individuo en el sentido de
que éste es el realizador de un acto dado en el marco de un escenario relacional más amplio; sin
embargo el acto emocional es en un sentido más fundamental una creación de la relación e,
incluso, dicho más ampliamente, de una historia cultural particular. 13
Escenarios emocionales: el caso de la escalada de hostilidad

Examinemos en primer lugar los actos de hostilidad. En lugar de considerarlos como


expresiones externas de sentimientos internos, más adecuadamente podemos darles el papel de
modos de realización cultural: «hacer lo correcto en el momento correcto». Y, en lugar de
considerarlas acciones individuales, podemos útilmente examinar el papel que desempeñan en
escenarios de intercambio más amplios. ¿De qué modo puede ayudar la investigación a dar vida a
estos escenarios y darles así un sentido de «realidad»? La tradicional metodología experimental
resulta de poca ayuda en este cometido, dado que sus métodos se centran sólo en los efectos
inmediatos de un estímulo dado. Los experimentos están mal equipados para interpretar las
pautas de acción que desarrollan o surgen en largos períodos de tiempo. 14 Sin embargo,
recordemos el estudio de Felson (1984) esbozado en el capítulo 4. Felson entrevistó a 380 ex
criminales de sexo masculino culpables y pacientes mentales para los que la violencia ha sido un
problema. Entre otras cosas, se les pidió a los entrevistados que describieran un incidente en el
que se hubiera producido violencia y las circunstancias que precedieron al acto violento. Al
analizar estos relatos Felson llegó a la conclusión de que las acciones violentas no eran
erupciones espontáneas e incontrolables, provocadas por un estímulo inmediato. Más bien la
violencia está caracte rísticamente incrustada en una pauta fiable de intercambio. La pauta típica
de interacción era aquella en la que la persona A infringía una norma o regla social (como poner
la radio demasiado alta, dar un paso al frente de una línea, irrumpir en la privacidad de otro). Un
intercambio verbal seguía a aquel primer acto en el que la persona B característicamente
censuraba a A, condenándole y ordenándole que cejara o enmendara la conducta ofensiva.
Cuando A se negaba a aceptar la culpa o se negaba a obedecer la orden, B le amenazaba; A
seguía con la acción indeseable, y B entonces atacaba a A. De hecho, Felson logró poner de
manifiesto un escenario de interacción común o narración vivida en la que la agresión física tiene
un papel fehaciente.
Según los criterios comunes, la relación existente entre la violencia y las emociones es muy
estrecha; la violencia característicamente se considera como una expresión de sentimientos
hostiles. En este sentido la investigación de Felson proporciona una ejemplificación significativa

13
Intuiciones útiles sobre el funcionamiento microsocial de las realizaciones emocionales se pueden hallar en los
tratamientos que se dan de la creencia (Day, 1993), la disculpa (Schienker y Darby, 1981), la burla (Pawluk, 1989) y
la pasión (Bailey, 1993), asi como en los enfoques a la «enfermedad mental»(Marcus y Wiener, 1989). Los análisis
de la conversación también sugieren modos útiles de enfocar el problema de la modelación emocional (por ejemplo,
Schieeoff y Sacks 1973; Auer, 1990).
14
Para una discusión más completa de las limitaciones del método experimental en una ciencia diacrónicamente
sensible, véase Gergen (1984).

197
La emocion como relacion

de las realizaciones emocionales como componentes de relaciones más extensas. La presente obra
intenta explorar los escenarios posibles de hostilidad y violencia en las poblaciones normales.
Además, un argumento interesante presentado por Pearce y Cronen (1980) inspiró esta
exploración. Tal como señalaron, existen muchas pautas recurrentes de intercambio que no son
deseadas por los participantes y con todo son voluntaria y frecuentemente repetidas. La violencia
doméstica puede ser un ejemplo significativo de este tipo de pautas repetitivas no deseadas: ni el
marido ni la esposa puede que deseen la violencia física, pero una vez que la pauta (o escenario)
ha empezado, tal vez sientan que no tienen otra elección a mano hasta la conclusión normativa: el
abuso físico. Este enfoque también sugiere que bajo determinadas condiciones la hostilidad y la
violencia física pueden considerarse como algo apropiado, si no deseable, por un participante o
más en la relación. Aunque la hostilidad y la violencia son característicamente aborrecidas en
nuestros libros de texto y tratadas como anormales, si no extrañas, estos tratamientos no logran
apreciar los contextos de su aparición. Para los participantes, la violencia puede parecer en un
momento dado en la historia vivida como no sólo apropiado sino como algo que era moralmente
exigido.
¿En qué sentido las personas están atrapadas en una pauta relacional que conduce a
resultados violentos? Responder a esto exige una inteligibilidad que haría inmediatas las acciones
y las reacciones en sí mismas, pero simultáneamente impulsa la pauta de intercambio hacia un
resultado siempre más extenso. Este tipo de posibilidad parece derivarse de dos reglas culturales
de amplias consecuencias. Ante todo, el imperativo de reciprocidad. Como pone de manifiesto
una enorme literatura en las ciencias sociales, las personas tienen un derecho, en realidad casi una
obligación moral, de devolver las acciones con la misma moneda. 15 Por consiguiente, según los
estándares culturales comunes, la bondad se devuelve con bondad y la hostilidad con hostilidad.
Responder a la bondad con hostilidad sería vergonzoso; y mientras una reacción amorosa a la
bestialidad de otro es admirable, es de aquel tipo de acciones que quedan reservados a lo
espiritualmente trascendente. El segundo imperativo es el de la retribución. Mientras es
apropiado en virtud de la reciprocidad imperativa devolver actos negativos con la misma moneda,
cuando la hostilidad de otro no responde a ninguna provocación y carece de motivo, sobresale un
segundo imperativo, el de castigar al provocador. No basta con que un ladrón atrapado con los
bienes robados sea obligado a devolverlos al propietario a quien se los ha robado. El ladrón tiene
que ser castigado por el crimen. Igualmente, si alguien gratuitamente arremete contra la obra de
otro, la norma de reciprocidad invita a contraatacar; la norma de retribución da el derecho —si no
el deber— de añadir peso punitivo al esfuerzo.
Con estas exigencias normativas situadas, resulta posible comprender la amplia
participación en escenarios de hostilidad intensificada. En términos ordinarios, si uno cree que las
acciones de otros son erróneas e inflige castigo, la víctima sentirá que es algo apropiado —en
virtud de la convención de reciprocidad— devolver el castigo. Con todo, dado que la víctima
puede a veces apreciar la base racional existente para el castigo, a menudo lo considerará como
una hostilidad gratuita. Por consiguiente, la simple reciprocidad no basta; la víctima tiene el
derecho de infligir un daño punitivo. Al enfrentarse con tales reacciones, el agente punitivo puede
que se sienta justificadamente ofendido: su distribución bien intencionada y apropiada de castigos
produce una revancha sin motivo. Un tipo de agresión así debe ser devuelta y castigada. Y así la
pauta de agresión escalonada sigue hasta alcanzar un punto en el que la violencia física puede
parecer plenamente apropiada.
Para ilustrar estas posibilidades, mis compañeros Linda Harris, Jack Lannamann y yo mismo

15
Véase, por ejemplo, Simmel (1950) y Gouidner (1960).

198
Del yo de la relación

perfilamos un estudio de investigación. 16 Los participantes en la investigación respondieron a una


serie de viñetas que describían una relación entre dos personas. En la primera viñeta un
protagonista criticaba pacíficamente al otro. El relato se interrumpía en ese momento, y se pedía a
los participantes que estimaran la probabilidad, deseabilidad y conveniencia de cada una de las
acciones posibles en una serie. La lista de opciones iba desde acciones muy conciliadoras, en un
extremo, a la violencia física en el otro. Así, por ejemplo, los participantes se documentaban
sobre una joven pareja de casados. En la primera escena el marido criticaba pacíficamente la
cocina de la esposa. Los participantes entonces clasificaban cada una de las acciones de una serie
(que iba desde abrazar y besar a su marido hasta golpearle físicamente) en términos de su
probabilidad, deseabilidad y conveniencia. Una vez que habían realizado sus estimaciones, los
participantes pasaban la página y leían que la reacción de la esposa había sido intensificar la
hostilidad, respondiendo a la crítica de su marido criticándola a su vez. De nuevo, el relato se
detenía y se hacían estimaciones de las reacciones posibles que el marido podía tener ante la
crítica de su esposa, juntamente con su deseabilidad y conveniencia. En el siguiente episodio los
participantes encontraban a un marido más áspero en los comentarios sobre su esposa, y así
sucesivamente. Ocho ejemplos de intensificación les eran proporcionados de este modo a los
participantes, que hacían sus evaluaciones tras cada uno de ellos.
Los resultados, representados en la figura 9.1, son ejemplares en cuanto a la pauta general de
las evaluaciones de cada uno de los relatos y de todas las tres medidas. La figura muestra las
estimaciones de probabilidad medias para las opciones más hostiles (combinadas) y las opciones
más conciliadoras (combinadas). Tal como se muestra, la probabilidad estimada de las opciones
hostiles aumenta durante los ocho intervalos, mientras que la probabilidad de opciones
conciliatorias decrece. Los resultados demostraban ser altamente fiables sobre una base
estadística y sugerían que interveníamos en un escenario altamente convencionalizado en la
cultura.

Figura 9.1. Probabilidad estimada de la agresión (linca continua) y conciliación (línea


discontinua) para protagonistas de sexo masculino y femenino

Sin embargo, más interesante es que esta misma pauta de hostilidad creciente y decreciente
conciliación quedaba puesta de manifiesto en las estimaciones tanto de deseabilidad como de
conveniencia. Es decir, los participantes en la investigación no sólo consideraban la hostilidad

16
Para una descripción completa de la investigación, véase Harris, Gereen y Lannamann (1986).

199
La emocion como relacion

creciente probable, sino también como apropiada y plausible. Aunque al principio del escenario
los participantes nunca recomendaban que el marido o la esposa arrojaran los platos al suelo, al
final de los cuatro intercambios estaban bastante deseosos de confirmar esta opción. La
trayectoria dentada caracterizada en la figura es el resultado de las estimaciones que los
participantes hacían de la oposición marido-esposa en el relato. Resulta interesante señalar que la
muestra en general daba más hostilidad a la esposa que al marido. Ninguno dé ellos aconsejaba
que el marido golpeara a la esposa, pero muchos querían dejar constancia del uso de la violencia
física por parte de la esposa.
Tal como sugiere esta investigación, cuando la hostilidad pacífica se expresa, parece
apropiado y deseable en cuanto al objetivo responder también con hostilidad. Y aunque ni el
participante puede inclinarse hacia un antagonismo cada vez más agrio, este primer intercambio
invita a los participantes a comprometerse en un escenario cultural ampliamente compartido.
Cada uno puede correctamente atacar al otro dentro de una intensidad ligeramente creciente, y a
medida que el escenario se despliega es poco lo que uno u otro pueden hacer —al menos dentro
de los rituales de hostilidad actualmente disponibles— para cambiar la dirección de los
acontecimientos.
Desde luego, esta ilustración está altamente delimitada y es artificial. 17 Su propósito no es el
de dar una base para la generalización y la predicción sino ofrecer un modo de comprender la
actividad social. A este nivel la pauta esta en consonancia con una miríada de otras circunstancias
desde el nivel de lo doméstico al de lo internacional. Del mismo modo que marido y esposa
entran en una relación de hostilidad que a menudo crece de un modo acumulativo entre ambos
cónyuges, los gobiernos a menudo entran en una lucha de amenaza y contramenaza mutuas,
ataque verbal y contraataque asalto armado y contraasalto, hasta que se alcanza como resultado
una mayor pérdida en número de vidas y propiedades destruidas. La incapacidad tanto de los
Estados Unidos como de cualquiera de sus antagonistas de las ultimas décadas (por ejemplo.
Corea, Vietnam, Cuba, la extinta Unión Soviética, Libia o Irak), para dejar el campo de la mutua
hostilidad de un modo voluntario sugiere que el ritual es ampliamente compartido. Las normas de
reciprocidad y de retribución puede que dejen a los Estados nación, no menos que a los
individuos singulares, con pocos cursos alternativos de acción. 18
Según los criterios empiristas tradicionales, la labor del científico se completa cuando la
investigación «ha cincelado la naturaleza». En cambio el objetivo construccionista es aquí
transformativo: generar alternativas a las pautas existentes de acción. Se pasa de esculpir a
enriquecer la naturaleza Por consiguiente, explicar las pautas de la hostilidad creciente es sólo un
principio. Si esta particular construcción parece plausible y convincente y si uno encuentra la
pauta perturbadora y por tanto cambiable entonces el reto consiste en generar posibilidades
alternativas. ¿Existen otros movimientos que puedan realizar los participantes en el escenario
tradicional, tal vez durante sus primeros estadios, para prevenir resultados desastrosos? ¿Puede el
científico o el profesional en ejercicio asignar o inventar acciones que puedan inserirse
plausiblemente en la pauta en desarrollo, permitiendo así a las parejas en conflicto o a las
naciones enfrentadas trascender o abandonar esa secuencia demasiado «lógica»? Examinaré estas
posibilidades a continuación.
17
En un estudio mas amplio de los conflictos que se producen naturalmente en las familias Vuchmich (1984) ha
demostrado secuencias relaciónales notablemente estables
18
Resulta interesante señalar que en la ulterior investigación utilizando un intercambio hostil entre dos hombres, los
que respondieron a las preguntas llegaron a recomendar y tolerar la violencia física como resultado de su intercambio
acalorado, pero cuando se les pedía medios alternativos para resolver sus diferencias, no podían dar con ninguno,
salvo a través de la intervención externa.

200
Del yo de la relación

escenarios emocionales: expandiendo el espectro

En un trabajo más reciente hemos ampliado y enriquecido el enfoque relacional al explorar


una variedad de emociones diferentes —incluyendo el peligro, la depresión y la felicidad— como
narraciones vividas. Hemos intenntado situar las realizaciones emocionales («expresiones»)
dentro de escenarios relaciónales más amplios de los que derivan su inteligibilidad. En este caso
la estrategia de investigación ha sido más abierta de miras que anteriormente. 19 En lugar de
intensificar una única pauta, como sucede en el caso de la hostilidad intensificada, exploramos la
posibilidad de escenarios múltiples. Parecía plausible que cualquier expresión emocional pudiera
incrustarse en una diversidad de secuencias o escenarios comunes, así como un movimiento dado
del torso puede figurar en una diversidad de rutinas gimnásticas. Una emoción como es el enfado,
por ejemplo, puede ser una reacción inteligible a una diversidad de circunstancias (como
frustración, ataque, decepción) y puede, simultáneamente, ofrecer a los demás una variedad de
reacciones posibles. Efectivamente, pueden haber múltiples escenarios, una de cuyas partes
integrales es la emoción. Esta técnica de exploración parece también fructífera al subrayar las
diferencias existentes entre escenarios efectivos o deseados e inefectivos o defectuosos. Como en
el caso de la hostilidad escalonada, algunas pautas convencionales de intercambio conducen a las
personas en direcciones no deseadas. Sin embargo, al ampliar la gama de rutinas posibles, parece
posible aislar las formas prometedoras de las, por contraposición, formas malogradas de
intercambio. En efecto, al usar procedimientos abiertos podemos ser sensibles a los diversos
medios «populares» de evitar las pautas indeseables y repetitivas. Podemos descubrir secuencias
poco usadas, aunque potencialmente válidas, que pueden compartirse de un modo más amplio en
el seno de la cultura.
El procedimiento empleado en estos diversos casos era idéntico. A un grupo inicial de algo
más de veinte participantes, estudiantes universitarios todos ellos, se les presentó una viñeta en la
que se les hablaba de un amigo que les expresaba algunas de una serie de emociones.
Característicamente, el amigo era un compañero de habitación que entraba en la habitación y
expresaba una emoción dada (como «estoy realmente enfadado contigo», «me siento muy
deprimido», o «estoy tan contento»). En cada caso a los participantes en la investigación se les
preguntaba cómo responderían a es expresión. Como resultado del análisis preliminar se hacía
evidente que este tipo de expresiones engendrarían sólo una forma única de réplica: una
investigación de la causa. En efecto, las personas difícilmente se sienten libres para replicar a la
expresión de emoción de un amigo de un modo aleatorio. Para seguir siendo inteligible mediante
estándares culturales, uno tiene que buscar en la fuente. Y dado el marco de las narraciones
vividas, es también posible determinar la función de esta investigación. Lejos de ser una
formalidad cultural, permite al actor establecer las bases para el escenario resultante. Diciéndolo
de otro modo, la expresión emocional de otro es en sí misma carente de sentido, simplemente un
caso aleatorio, hasta que se sitúa en un contexto narrativo, es decir, hasta que se les proporcionan
antecedentes que la hacen apropiada. La respuesta a la pregunta: «¿Por qué te sientes...?»
proporciona al que escucha una indicación de qué relato está siendo representado. Dicho más
metafóricamente, la respuesta sirve de invitación al que escucha para participar en un juego o
danzas específicos- la respuesta «nombra el juego» e invita a participar. Sin esta información
resulta imposible al que lo recibe responder de un modo sensible o apropiado.

19
Estoy profundamente en deuda con Wendy Davidson por su ayuda en esta investigación.

201
La emocion como relacion

A los participantes en la investigación se les proporcionó una respuesta preparada: el


compañero de habitación estaba enfadado porque el blanco de su ira (el participante en la
investigación) había mostrado una mala nota a un amigo mutuo cuando había jurado que no la
revelaría; estaba deprimido a causa de un sentimiento general de que nada le salía como debía las
clases habían ido de mal en peor, había tenido un desengaño amoroso no había dormido y demás;
estaba alegre porque todo iba bien, incluyendo las clases y una relación íntima. A los
participantes en la investigación se les pidió entonces que indicaran cómo responderían a esta
explicación Llegados a este punto de la investigación se habían alcanzado dos rondas de turnos (o
interacciones)
La expresión de emoción de A
La pregunta de B sobre la causa
El establecimiento por parte de A del contexto
La reacción de B
Esta gama de escenarios parcialmente completos se utilizó entonces como la reserva de
muestra para explorar una tercera ronda de turnos. Los protocolos de la muestra se seleccionaron
aleatoriamente a partir de un contingente inicial de intercambios y fueron presentados a un nuevo
grupo de participantes en la investigación. A este nuevo grupo se le pidió que se pusiera en el
lugar del compañero de habitación (1) que inicialmente había emitido la expresión emocional, y
explicaran por qué se sentían de ese modo y luego se confrontaba con la respuesta del compañero
de habitación. ¿Cómo responderían ahora? ¿Qué dirían ahora? (A los participantes también se les
dijo —tanto ahora como antes— que indicaran si consideraban que la secuencia había alcanzado
un final o no, es decir, si había algo más qué decir o bien si se sentían perplejos, qué podría
añadirse. Tales indicaciones se consideraron como señales del cierre de un escenario, y no se
hicieron más investigaciones.)
Las respuestas obtenidas en cada fase de estas muestras de escenario fueron entonces
categorizadas. ¿Podríamos nosotros, como participantes culturales, asignar las categorías en las
que las diversas respuestas a las diversas coyunturas podían fácilmente ser situadas? Con este
tipo de simplificación esperábamos que sería posible asignar formas ampliamente convencionales
o genéricas. A medida que esta caracterización avanzaba se hizo evidente que, en cualquier
estadio de cualquier intercambio, más del 90 de las respuestas podían asignarse fácilmente o sin
esfuerzo en una de tres categorías. Efectivamente, parece que en cada punto de elección en los
escenarios que se desarrollan, los participantes, en general, se enfrentaban, al menos, a tres
alternativas inteligibles. La generalidad y los límites de esta pauta quedaban por explorar.
A fin de apreciar los hallazgos de las indicaciones de personajes o papeles, examinemos los
escenarios de enfado representados en la figura 9.2. El caso resulta particularmente interesante a
la luz de los resultados del primer estudio sobre la hostilidad intensificada. Tal como la
esquematización hace evidente, vemos primero que la interacción inicial está compuesta por la
pareja familiar: la expresión de enfado y la consiguiente investigación de su razón de ser. En la
segunda interacción, la explicación del enfado se da (tal como se ha descrito antes) y los
participantes en la investigación generan tres opciones principales. La opción escogida más
comúnmente era el remordimiento («Siento mucho haber herido tus sentimientos»). La segunda
reacción más frecuente fue el reencauzamiento. La respuesta de reencauzamiento es aquella en la
que el interlocutor intenta redefinir el acontecimiento precipitador de tal modo que el enfado deje
de ser la respuesta idónea. En el caso que nos ocupa, dominaban dos formas de reencauzamiento,
la primera, una excusa basada en la ignorancia relativa al deseo de que la información
permaneciera en secreto («No sabía que querías que la nota se mantuviera en secreto»), y la
segunda, una afirmación de intención positiva («Sólo lo hice porque pensé que podría ayudarte»).

202
Del yo de la relación

En la tercera posición en cuanto a la frecuencia con que fue seleccionada está la respuesta de
enfado («¿No crees que te estás pasando un poco? No es tan importante»).

Figura 9.2. Escenarios emocionales del enlado

Esta última pauta señala una limitación importante en el estudio anterior de la hostilidad
intensificada. Aunque la intensificación de la hostilidad es un escenario común en nuestra cultura,
no es ni esencial ni necesario (es decir no es algo biológicamente requerido). Más bien, es una
opción posible entre muchas, pero por lo menos en el caso que nos ocupa, no es la que se prefiere
de un modo típico.
Tal como lo demuestra la figura, a partir de la tercera interacción, se percibe una ruptura
natural en el intercambio, y los participantes encuentran posible poner punto final al escenario. El
antecedente más favorecido de la finalización es la expresión de remordimiento en la segunda
interacción Si el remordimiento se expresa en este caso, dos de las tres respuestas (y las dos mas
favorecidas) llevan al final de la narración. El remordimiento probablemente ira seguido de la
compasión («Está bien. En realidad no importa tanto, supongo»), por la cautela («Bien, espero
que nunca lo vuelvas a hacer»). La respuesta de reencauzamiento en la segunda interacción es
algo menos fructífera en llevar a un fin el escenario. De las tres opciones seleccionadas por los
participantes, sólo la reacción menos preferida (la de la compasión) consigue dar al escenario una
rápida conclusión.
La reacción más frecuente de reencauzamiento, sin embargo, es un intento por parte del
realizador emocional de reencauzar aún una vez más en general a fin de restituir la validez de la
afirmación inicial de enfado («Sabias muy bien que no me ayudaría»). Sin embargo, una reacción
muy común a esta respuesta de reencauzamiento es sencillamente mayor enfado aún Reencauzar
puede ser considerado como un insulto en la medida en que desafia la capacidad del actor para
comprender la situación. Por consiguiente, reencauzar simultáneamente deslegitima el enfado,
evita admitir la propia culpabilidad y denigra al actor por su pobre comprensión. En cualquier

203
La emocion como relacion

caso, si el reencauzamiento engendra enfado, el escenario no logra concluir Una imagen similar
surge cuando examinamos la reacción airada al enfado' Cuando se produce, la réplica más común
es la de enfadarse aún más En efecto estos últimos resultados proporcionan una contestación al
estudio de la hostilidad intensificada.
Podemos derivar una comprensión más plena de estas pautas relacionados a partir de una
breve comparación de los escenarios de enfado con aquellos que implican depresión o felicidad
(figuras 9.3 y 9.4). En caso de la depresión, el reencauzamiento («Oh, las cosas no están tan mal
como las ves») el consejo («Si quisieras sólo trabajar un poco más duro, estoy seguro que lo
lograrías») y la conmiseración («Sé exactamente como te sientes») son las reacciones mas
comunes. Y de las reacciones consiguientes a estos movimientos solo dos opciones conducen a
un final de la historia. Aparentemente, ofrecer consejo no es la respuesta más efectiva a la
expresión de depresión; de hecho, existe al menos una pequeña posibilidad de que precipite el
enfado. Si la introducción del enfado en un escenario de depresión sirve de apertura para una
nueva gama de escenarios o no (implicando ahora la interpretación del enfado como en la figura
9.2), es algo que queda por explorar. Además, si uno expresa conmiseración por la depresión,
existe una alta probabilidad de que resulten expresiones aún más intensas de depresión.
En esta coyuntura, la opción de reencauzamiento parece más prometedora para llevar a una
conclusión el escenario de depresión.

Figura 9.3. Escenarios emocionales de la depresión

204
Del yo de la relación

Figura 9.4. Escenarios emocionales de la felicidad

En relación con las expresiones de felicidad, la reacción de lejos más común (la del 70 de
los participantes) es la de empatia («Esto me alegra a mi también»). Esta respuesta también
circunscribe las reacciones subsiguientes del iniciador; otra expresión de felicidad por su parte
característicamente conduce el escenario a una conclusión. Casi el mismo resultado se obtiene si
uno responde a la alegría con confirmación («Esto está realmente muy bien par tí»). El escenario
rápidamente finaliza con la ulterior expresión de contento por parte del iniciador. Sin embargo,
tal como las cifras demuestran, los escenarios de felicidad no siempre se completan tan
rápidamente. En particular la expresión de felicidad por parte de un amigo puede con un leve
grado de probabilidad, conducir a una expresión de celos Si esta reacción se produce, una gama
de reacciones posibles, incluyendo la culpabilidad, el enfado y la ofensa pueden ser
desencadenadas en el actor, y el escenario queda abierto a ulteriores iteraciones.
Claro que estas exploraciones son sólo ilustrativas. Sin embargo, dentro del presente marco
sugieren que:
• Se requieren marcadores de conversación (u otras pistas abiertas) para que los participantes
coordinen sus acciones en un escenario único.
• Una vez que el escenario está en marcha, existen múltiples opciones para la transformación;
cualquier fragmento particular o secuencia de fragmentos puede utilizarse dentro de un escenario
inteligible o más de uno. La apertura de un escenario no necesariamente indica ni su forma
subsiguiente ni su clausura. Al mismo tiempo esta libertad no es infinita; la tradición cultural
trunca ampliamente las posibilidades de acción inteligible.
• Los escenarios emocionales de un modo casi invariable concluyen con una expresión que puede
ir desde sentimientos neutros a la felicidad.
Parece difícil en la cultura contemporánea completar un escenario con una representación de
enfado, celos, depresión, miedo o similares.
• Los escenarios que empiezan con una realización emocional positiva parecen ser menos

205
La emocion como relacion

extensos que aquellos en los que la emoción negativa es central. Dada la dificultad de concluir un
escenario con una emoción negativa, parece que en la cultura contemporánea las emociones
negativas se clasifican como «problemas a resolver» («¿Cómo podemos mitigar la depresión de
Harry?»), como indicadores del algún otro problema («¿Qué sucede con mi conducta que tanto te
enfada?»). En este sentido, el escenario típico implica una emoción negativa que se aproxima a la
novela o la comedia aristotélicas. Ambas formas narrativas comienzan en un nivel positivo, los
protagonistas entonces se ven impelidos a lo largo de una pendiente narrativa, y el resto del relato
se ocupa en restablecer un nivel positivo (armonía, éxito).
De un modo más amplio, los escenarios emocionales se semejan a formas de danza cultural;
las formas disponibles pueden ser limitadas, pero las convenciones están sujetas a erosión o
acrecentamiento históricos. Sería útil en este punto explorar las variaciones en los escenarios
comunes, así como las formas comunes de las personas de subvertir o escapar a sus exigencias.
Las consecuencias terapéuticas también tienen que elaborarse. Los problemas emocionales, desde
esta perspectiva, pueden provenir de precarias habilidades o precaria formación en los escenarios
comunes de la cultura, o de una incapacidad para situar alternativas a aquellas otras que impulsan
las relaciones al desastre. Finalmente, tenemos que prestar atención a las pautas de relaciones
más amplias en las que se incrustan los escenarios emocionales. Al igual que centrarse en las
emociones individuales se considera inútil, la exploración de los escenarios microsociales tiene
también limitaciones importantes. Este tipo de escenarios no simplemente se materializan dentro
de la diada; cada escenario puede desempeñar un papel importante en un complejo de relaciones
más amplias. Los horizontes de la teoría y de la práctica se ven, por consiguiente, también
ampliados.

206
Del yo de la relación

Capítulo 10
Trascender la narración en el contexto terapéutico

La terapia tradicional se ha centrado en los problemas de la mente individual; los terapeutas


familiares se abren paso hacia una comprensión más amplia de los procesos sociales; tanto unos
como otros siguen ampliamente comprometidos con los conceptos gemelos de unidad
disfuncional y de cura terapéutica. Desde un punto de vista construccionista, el acento se
desplaza desde la mente individual a la gestión conjunta de la realidad, y desde la cura a la
pragmática del significado en el contexto social. Un vehículo de primera magnitud para generar
significado es la narración. Sin embargo, la terapia construccionista finalmente tiene que llevar
más allá la tarea de reconstruir las narraciones. El problema no es el de establecer una nueva
narrativa, sino el de trascender su alojamiento narrativo.
Cuando las personas acuden a la psicoterapia tienen una historia que contar; frecuentemente
un relato turbado, hiriente o airado de una vida o de una relación ahora deteriorada. Para muchos
se trata de un relato de los acontecimientos calamitosos que conspiran contra un sentido de
bienestar, de autosatisfacción o de eficacia. Para otros el relato tal vez concierna a fuerzas no
visibles y misteriosas que se han insinuado en las secuencias organizadas de la vida,
desbaratándolas y destruyéndolas. Y para otros aún es como si, bajo la ilusión de saber cómo es
el mundo o cómo debe ser, de algún modo hubieran tropezado con el trastorno para el cual la
explicación favorecida de las cosas no les ha preparado. Han descubierto una realidad terrible que
ahora drena la lógica de todas las comprensiones pasadas. Con independencia de cuál sea su
forma, el terapeuta se enfrenta a una narración, a menudo persuasiva y absorbente, que puede
acabar en un breve período o prolongarse durante semanas o meses. En cierto momento, sin
embargo, el terapeuta tiene que responder inevitablemente a la relación hecha de las cosas, y con
independencia de lo que venga a continuación en el procedimiento terapéutico, su significación
se basa en la respuesta dada.
¿Qué opciones son asequibles al terapeuta ahora cuando contribuye al escenario relacional?
Por lo menos una opción está generalizada en la cultura y, a veces, se utiliza también en el tipo de
ayuda socio-psicológica, en la praxis del trabajo social y en las terapias a corto plazo: la opción
consultiva. El relato del cliente/paciente sigue relativamente no violado; los términos de su
descripción y las formas de su explicación siguen incontestadas de un modo significativo. Lo que
el asesor intenta hacer es localizar formas de acción efectiva «en las circunstancias» en tanto que
narradas. Así, por ejemplo, si el individuo habla de que se siente deprimido a causa de un fracaso,
el asesor buscará los modos de restablecer la eficacia. Si el cliente o el paciente se ha vuelto
inefectivo a causa de la aflicción o el dolor, el asesor puede sugerir un programa de acción para
superar el problema. De hecho, el asesor acepta el relato de la vida del cliente como algo que
aquél tiene por fundamentalmente exacto, y concreta el problema en la asignación de formas
destinadas a mejorar la acción en los términos del relato.
Es mucho lo que cabe decir en nombre de la opción consultiva. Dentro del ámbito de lo
relativamente ordinario, es «razonable» y probablemente efectiva. Aquí existe una materia vital
del hacer frente a las cosas cotidiano. Con todo, para aquellos clientes o pacientes más seriamente
crónicos o profundamente perturbados, la opción consultiva tiene graves limitaciones. De
entrada, en escasa medida intenta enfrentarse a los amplios orígenes del problema o a los modos
complejos como se sostiene; el asesor está en primer lugar preocupado por asignar un nuevo
curso de acción. Con independencia de cuál sea la cadena de antecedentes, simplemente siguen
siendo los mismos, y a menudo continúan operando como amenazas para el futuro. Además, la
opción consultiva escasamente intenta sondear los contornos del relato, para determinar su

207
Trascender la narración en el contexto terapéutico

utilidad relativa o viabilidad. ¿Podría el cliente estar desincronizado o definir las cosas de un
modo algo menos que óptimo? Este tipo de preguntas a menudo permanecen inexploradas. El
aceptar «el relato tal como es contado» asegura que la definición del problema también quedara
fijada, limitando por consiguiente la gama de opciones para la acción. Si el problema fuera el
fracaso, por ejemplo, se engranarán opciones tendentes a restablecer el éxito, y otras
posibilidades se abrirán paso en los márgenes de la plausibilidad. En el caso crónico o grave,
asignar alternativas de acción parece demasiado a menudo un paliativo superficial, ya que para
alguien que se sienta frustrado, poco reconocido y desesperado durante un período de años, el
simple consejo de vivir puede que no pase de ser palabras lanzadas al viento.
En el capítulo 1 quise explorar dos alternativas más sustanciales a la opción consultiva. La
primera la representan las formas más tradicionales de psicoterapia y práctica psicoanalítica. En
su depender de diversas suposiciones neoilustradas dominantes en las ciencias de esta centuria,
esta orien-tación hacia las narraciones del cliente/paciente puede considerarse como moderna
(véase también el capítulo 4). En cambio, buena parte del pensamiento del ámbito posmoderno
—y, de un modo más específico, el del enfoque construccionista posmodemo— constituye un
poderoso reto para la concepción moderna de la narración.

Narraciones terapéuticas en un contexto moderno

Mucho es lo que se ha escrito sobre la modernidad en las ciencias, la literatura y las artes, y
difícilmente encuentro aquí el contexto para una revisión cabal. 1 Con todo, resulta útil, examinar
brevemente un conjunto de supuestos que han guiado las actividades en las ciencias y las
especialidades afines de la salud mental, ya que esta gama de suposiciones son las que han dado
ampliamente forma al tratamiento terapéutico de las narraciones del cliente/paciente. La época
moderna en las ciencias ha sido aquella que, ante todo, ha estado comprometida con la
elucidación empírica de las esencias. Con independencia de cuál sea el carácter del átomo, del
gen o de la sinapsis en las ciencias naturales, o los procesos de percepción, de la toma de
decisiones en la economía o el desarrollo organizativo en el de las ciencias sociales, el objetivo
primero ha sido el de establecer cuerpos de conocimiento sistemático y objetivo. Tal como
debiera quedar claro, tanto la metateoría empirista como la psicología cognitiva del tipo de la que
he examinado en capítulos precedentes son quintaesencialmente modernas.
Desde el punto de vista moderno, el conocimiento empírico se comunica a través de los
lenguajes científicos. Las narraciones son esencialmente estructuras de lenguaje y en la medida
en que se generan en el medio científico pueden, según la exposición moderna de las cosas,
funcionar como vehículos del conocimiento objetivo. Por consiguiente, las narraciones del
novelista son calificada de «ficción» y tenidas por poco importantes para los serios propósitos
científicos. Las narraciones que la gente hace de sus vidas, qué les ha sucedido y por qué, no son
necesariamente ficciones, pero, tal como el científico conductista proclama, son notoriamente
inexactas e informales. Por consiguiente, son tenidas en escasa consideración para la
comprensión de la vida del individuo y muchos menos preferibles que las explicaciones
empíricamente basadas del diestro científico. En consecuencia, a la explicación científica de estas
cosas se le otorga la más alta credibilidad, asignándole un lugar aparte y privilegiado respecto al
tejido doméstico de relatos de la vida cotidiana y de los mercados del entretenimiento público.
Las especialidades que se ocupan de la salud mental en la actualidad son en gran medida una

1
Para estudios más detallados sobre la modernidad, véanse Berman (1982) Frisbv (1985) Giddens (1991) y Gergen
(1991b).

208
Del yo de la relación

excrecencia del contexto moderno que comparte profundamente sus suposiciones. Por
consiguiente, desde Freud a los terapeutas cognitivos contemporáneos, la creencia general ha sido
que el terapeuta profesional funciona (o idealmente debe funcionar) como un científico (véase
también el capítulo 6). En virtud de la formación científica, la experiencia de investigación, el
conocimiento de la literatura científica y las incontables horas de observación sistemática, y a
través de la situación terapéutica, el especialista está armado con el saber. Ciertamente, el saber
contempera^ neo es incompleto, y siempre se requiere más investigación. Pero el conocimiento
del especialista contemporáneo es muy superior al de los terapeutas de finales del siglo XIX, de
modo que, según se dice, el futuro sólo puede deparar mayores perfeccionamientos. Por
consiguiente, con pocas excepciones, las teorías terapéuticas (ya sean conductistas, sistémicas,
psicodinámicas o experimentales/humanistas) contienen suposiciones explícitas relativas a (1) la
causa subyacente o base de la patología; (2) la ubicación de esta causa en el paciente/cliente o en
sus relaciones; (3) los medios a través de los que los problemas pueden ser diagnosticados; y (4)
los medios a través de los que la patología puede ser eliminada. En efecto, el especialista
profesionalmente adiestrado ingresa en el ámbito terapéutico con una narración bien desarrollada
que goza de un amplio apoyo en la comunidad de colegas científicos.
Este trasfondo establece la postura que adopta el terapeuta respecto a la narración del
cliente, ya que la narración del cliente está, al fin y al cabo, tejida con la liviana materia de los
relatos cotidianos: plena de extravagancia, de metáfora, de ilusiones y recuerdos distorsionados.
La narración científica, en cambio, cuenta con el sello de la aprobación profesional de la
especialidad. Desde esta atalaya resulta claro que el proceso terapéutico tiene que redundar
inevitablemente en la lenta, aunque inevitable, sustitución del relato del cliente/paciente por el del
terapeuta. El relato del cliente/paciente no sigue siendo una reflexión independiente sobre la
verdad, sino más bien, cuando las preguntas se plantean y se responden, las descripciones y
explicaciones se reencauzan y la afirmación y la duda son diseminadas por el terapeuta, la
narración del cliente/paciente o es destruida o queda incorporada —pero en cualquier caso
sustituida— por la exposición especializada del profesional. El psicoanalista transforma la
exposición del cliente/paciente en un relato de familia o en una novela, el seguidor de Rogers en
una lucha contra la consideración condicional, y así sucesivamente. Este proceso de sustituir el
relato del cliente/paciente por el del especialista profesional ha sido ampliamente descrito por
Spence en su Narrativo Truth ana Historical Truth (1982). Tal como Spence resume:
«[el terapeuta] está constantemente tomando decisiones sobre la forma y la condición del
material del paciente. Las convenciones específicas de escucha... ayudan a guiar esas
decisiones. Por ejemplo, si el analista supone que la contingüidad supone causalidad,
entonces oirá una secuencia de enunciados desconexos como una cadena causal; en algún
momento posterior, puede que haga una interpretación que haría que esta suposición se
explicitara. Si supone que la transferencia predomina y que el paciente siempre habla, de
una forma más o menos disfrazada, del analista, entonces "oirá" el material en ese sentido y
hará cierto tipo de evaluación sobre la marcha del estado de la transferencia» (pág. 129).

Estos procedimientos de sustitución tienen de hecho algunas ventajas terapéuticas. En


relación a una de ellas, cuando el cliente alcanza «la intuición real» de sus problemas, la
narración problemática queda eliminada. El cliente/paciente pasa entonces a estar dotado con una
realidad alternativa que sostiene la premisa de un futuro bienestar. En efecto, el relato de fracaso
con el que el cliente entró en la terapia se ha intercambiado por una invitación a un relato de
éxito. Y, al igual que la opción consultiva que antes perfilé, el nuevo relato probablemente
sugerirá líneas alternativas de acción, como es formar o disolver relaciones, operando bajo un

209
Trascender la narración en el contexto terapéutico

régimen cotidiano, sometiéndose a procedimientos terapéuticos, y así sucesivamente. En el relato


del profesional existen nuevas cosas, y más optimistas, que hacer. Y al dar al cliente una
formulación científica, el terapeuta ha desempeñado su papel fijado en la familia de rituales
culturales en la que el ignorante, el fracasado y el débil buscan consejo en el sabio, el superior y
el fuerte. En realidad se trata de un ritual de consolación para todos aquellos que quieran
someterse.
Con todo, a pesar de estas ventajas, existe una razón sustancial de preocupación. Las
principales imperfecciones en la orientación moderna de la terapia ya han sido señaladas. Tal
como perfilé en capítulos anteriores, el enfoque tradicional favorece una forma de culpa personal,
a menudo es ciego a las condiciones sociales en las que se desarrollan los problemas,
frecuentemente se muestra insensible u opresivo al tratar a las mujeres o a las minorías, supone
un enfoque empirista injustificado del conocimiento mental, y al reificar el trastorno mental
puede generar y sostener el déficit cultural. Además de estos problemas, existen imperfecciones
específicas en la orientación moderna de la narración del cliente/paciente. Existe, por mencionar
uno, una imperiosa confianza sustancial en el enfoque moderno. No sólo la narración del
terapeuta nunca se ve amenazada, sino que el procedimiento terapéutico prácticamente asegura
que se trata de una narración que será justificada. Utilizando los términos de Spence, «el espacio
de búsqueda [en la interacción terapéutica] puede expandirse infinitamente hasta que la respuesta
[del terapeuta] sea descubierta y... no haya posibilidad de hallar una solución negativa, de decidir
que la búsqueda [del terapeuta] ha fracasado» (pág. 108). Por consiguiente, con independencia de
la complejidad, sofisticación y valor de la exposición que haga el cliente/paciente de las cosas,
prácticamente ha de ser sustituida por una narración creada con anterioridad a su entrada en la
terapia y según los contornos sobre los que el cliente/paciente no tiene control alguno.
No es simplemente que los terapeutas de una escuela determinada garanticen que sus
clientes saldrán creyendo en una exposición particular de las cosas. En virtud de las ontologías
limitadas, la meta final de la mayoría de escuelas de terapia es hegemónica. Todas las demás
escuelas de pensamiento y sus narraciones asociadas, sucumbirán. En general, los psicoanalistas
quieren erradicar la modificación de la conducta, los terapeutas conductistas-cognitivistas
consideran la terapia de sistemas como equivocada, y así sucesivamente. Con todo, la mayoría de
las consecuencias inmediatas y potencialmente perjudiciales se reservan al cliente/paciente, ya
que al final, la estructura del procedimiento da al cliente/paciente una lección de inferioridad. Al
cliente/paciente se le informa indirectamente de que es ignorante, insensible o emocionalmente
incapaz de comprender la realidad. En cambio, el terapeuta se posiciona como el omnisciente y
sabio, un modelo al que podría aspirar el cliente/paciente. La situación es especialmente
lamentable debido al hecho de que, al ocupar el papel superior, el terapeuta no logra revelar sus
debilidades. Aunque en ninguna parte se han hecho conocer fundamentos inseguros de la
exposición del terapeuta, casi en ningún lugar salen a la luz las dudas personales, las manías y las
inferioridades del terapeuta. Y de este modo el cliente se enfrenta a una visión de la posibilidad
humana que es tan inalcanzable como el heroísmo de una película de Hollywood.
La orientación moderna también adolece de una fijeza de formulaciones narrativas. Tal
como hemos visto, los enfoques modernos de la terapia comienzan con una narración a priori
justificada por pretensiones de poseer una base científica. Al ser sancionada como científica, esta
narración está relativamente cerrada a toda modificación. Pueden realizarse modificaciones de
orden menor, pero el sistema mismo lleva el peso de la doctrina establecida. En la medida en que
este tipo de narraciones pasan a ser la realidad del cliente/paciente y guían sus acciones, las
opciones de vida quedan gravemente truncadas. De todos los modos posibles de actuar en el
mundo uno se sitúa en un curso que hace hincapié en la autonomía del ego, la autorrealizacion, la

210
Del yo de la relación

evaluación racional y la expresividad emocional dependiendo de la marca particular de la terapia


que se escoja. O dicho de otro modo cada una de las formas de terapia moderna lleva consigo una
imagen del «pleno funcionamiento» o del «buen» individuo; al igual que un figurín de moda, esta
imagen sirve de modelo guía para la obtención del resultado terapéutico.
Esta constricción de las posibilidades de vida es, de todas, la más problemática porque está
descontextualizada. La narración del terapeuta es una tormalización abstracta separada de las
circunstancias culturales e históricas. Las narraciones modernas no tratan de condiciones
específicas de vivir en la pobreza de los barrios degradados, con un hermano que es enfermo de
SIDA, con un hijo que tiene el síndrome de Down, con un jefe atractivo que es sexualmente
solícito, y demás. En contraste con los complejos detalles que coronan los ángulos de la vida
cotidiana -que son en realidad la propia vida-, las narraciones modernas no son específicas.
Aspiran a una universalidad y dicen muy poco acerca de las circunstancias particulares
Por consiguiente, estas narraciones se encuentran precariamente insinuadas en las
circunstancias de la vida de un individuo. En este sentido son - toscas e insensibles, y no logran
registrar las particularidades de los compromisos vitales del cliente/paciente. Hacer hincapié en la
plena autorrealizacion de una mujer que vive en un hogar con tres niños pequeños y una suegra
con la enfermedad de Alzheimer es probable que no sea beneficioso Presionar a un abogado de
Park Avenue para que incremente su expresiva dad emocional durante sus rutinas diarias sera una
dudosa ayuda. 2

Realidades terapéuticas en un contexto posmoderno

Tal como describí en los primeros capítulos, los argumentos que conducen al
construccionismo plantean un reto importante al enfoque moderno del conocimiento y de la
ciencia. En un sentido importante el construccionismo es hijo del «giro posmoderno» en la vida
cultural. 3 Este tipo de argumentos también se extienden a la crítica de la psicoterapia en el marco
moderno. A medida que se presta más atención al problema de la representación, o a los medios a
través de los cuales la «realidad» se expone en la escritura, las artes, la televisión y demás, los
criterios para las representaciones exactas u objetivas son puestos en tela de juicio. Tal como
argumenté en el caso de la escritura, por ejemplo, cada estilo o género literario opera según reglas
o convenciones locales, y estas convenciones determinan ampliamente el modo como
comprendemos el objeto putativo de la representación. Tal como vimos en el capítulo 7, el
sentido de la objetividad es ampliamente un logro literario. Tal como subrayé en el capítulo 8, las
exposiciones narrativas no son réplicas de la realidad, sino dispositivos a partir de los cuales se
construye la realidad. La escritura científica, pues, proporciona una imagen de la realidad que no
es más exacta que la ficción. Todas las exposiciones del mundo —míticas, científicas,
misteriosas— están guiadas por convenciones basadas histórica y culturalmente.
Este tipo de argumentos constituyen un desafío importante par la orientación moderna de la
terapia. En principio eliminan la justificación tactual de las narraciones modernas de la patología
y la cura, transformando estas exposiciones en formas de mitología cultural. Socavan el status
incuestionado del terapeuta como autoridad científica con un conocimiento privilegiado de la
causa y la cura. Las narraciones del terapeuta por consiguiente ocupan su lugar a lo largo de

2
Para una exposición amplia de los Problemas de la orientación moderna (o empirista fundamentalista) de
psicoterapia, véase Ryder (1987).
3
Para referencias más amplias del giro posmoderno, véase el capitulo 2. En cuanto al estudio de la relación particular
entre posmodernidad y práctica terapéutica, véanse Gergen (1991b), Ibáñez (1992) y Lax (1992).

211
Trascender la narración en el contexto terapéutico

miríadas de otras posibilidades disponibles en la cultura, sin ser trascendentalmente superiores


sino diferentes en cuanto a las consecuencias pragmáticas. Igualmente, tienen que plantearse
preguntas significativas acerca de la práctica tradicional consistente en sustituir los relatos del
cliente/paciente por las alternativas fijas y estrechas del terapeuta moderno. No existe
justificación fuera de la pequeña comunidad de terapeutas animados por los mismos sentimientos
para el hecho de hacer que el complejo del cliente y una vida ricamente detallada vaya
comprendiéndose en una narración única y preformulada, una narración que puede ser de poca
importancia o poco prometedora para las condiciones de vida subsiguientes del cliente/paciente.
Y, finalmente, no existe ninguna amplia justificación para la jerarquía de status tradicional que
tanto degrada como frustra al cliente/paciente. El terapeuta y el paciente/cliente forman ambos
una comunidad a la que tanto uno como otro aportan recursos y a partir de la cual se puede dar
forma a los contornos del futuro.
Aunque estas diversas críticas cubren con un paño mortuorio la aventura moderna y
desacreditan el optimismo que la acompaña, de la cenizas de la desconstrucción lentamente está
cobrando forma una nueva concepción de la terapia. Sus primeros estadios encuentran su sostén
en los escritos construccionistas de diferentes tipos —de Kelly y Maturana, y de von
Glasersfeld—. Tal como indiqué en el capítulo 3, cada uno hacía un pronunciado hincapié en el
mundo como algo construido por el sujeto individual; por consiguiente, cada uno desafiaba el
enfoque moderno del conocimiento como una imagen exacta del mundo. La obra de Bateson y de
sus colaboradores también hizo hincapié en las concepciones bolistas de la acción humana,
desafiando el enfoque modernista de los individuos como esencias aisladas abrigando
enfermedades que son sólo suyas. Estas concepciones fueron luego reforzadas por la cibernética
y sus enfoques de los sistemas autoorganizativos y su pronunciada invitación a los terapeutas
para buscar pautas de relación —especialmente en las familias— de las que los problemas del
individuo no son sino un síntoma localizado. Esta obra se ha convertido en un trabajo
multifacético y ricamente laminado (véanse Hoffman, 1992; Olds, 1992).
El construccionismo —uno de los resultados más sugestivos del pensamiento posmoderno—
proporciona ahora a estas aventuras nuevas formas de conciencia que ponen determinadas líneas
de razonamiento en tela de juicio e introducen nuevas concepciones y prácticas. El
construccionista coincide con el constructivista tanto en el rechazo del dualismo sujeto-objeto
como en la presuposición relacionada de que el conocimiento es una representación exacta del
mundo. Sin embargo, mientras que los constructivistas tienden a sustituir el dualismo por una
forma de monismo cognitivo, los construccionistas se desplazan del mundo mental para pasar a
centrarse en el dominio de lo social (véase el capítulo 3). La construcción del mundo tiene lugar
no dentro de la mente del observador sino en las formas de relación. Este cambio es de
importancia decisiva en cuanto a las consecuencias que tiene para la terapia.

Del proceso mental al social. Tanto terapeutas modernos como constructivistas trabajan en la
fontanería de las profundidades de la subjetividad del cliente: por ejemplo, la cognición del
cliente, construcciones, significados. Para el construccionista, en cambio, el acento muda al
dominio más accesible del discurso del cliente/paciente. La obra pionera de Watziawick, Beavin
y Jackson (1967) sobre la pragmática del lenguaje terapéutico ha tenido una importante
repercusión en el campo terapéutico. Sin embargo, esta obra, al igual que muchos de sus nietos
(véase, por ejemplo, Reiss, 1981; Efran, Lukens y Lukens, 1990), ha hecho también un
pronunciado hincapié en los procesos conceptuales o cognitivos individuales. Los escritos
construccionistas, en cambio, mitigan o ponen entre paréntesis el interés por los constructos
individuales, y centran su atención en el lenguaje como proceso microsocial. ¿De qué modo se

212
Del yo de la relación

estructura la vida? ¿Qué palabras se escogen? ¿Cuál es su repercusión? Los nuevos conceptos
analíticos se están abriendo paso ahora en el ámbito terapéutico: conceptos de metáfora,
metonimia, forma narrativa y similares. Este tipo de conceptos invitan a formular nuevas
preguntas y nuevos modos de arranque terapéutico. El interés se desplaza a «los modos en que
una pluralidad de perspectivas se coordinan en pautas coherentes de interacción, cada una de las
cuales potencia y contrasta simultáneamente formas particulares de acción» (McNamee, 1991,
pág. 191). Un terapeuta puede preguntar si los elementos de una autodescripción dada pueden
incorporarse a través de la metáfora o la metonimia a una nueva forma de dar cuenta. ¿Hay
narraciones alternativas que interpreten igualmente bien los hechos de la vida como algo dado?
¿Se puede dar cabida a una voz que ha sido marginada en el discurso para lograr una articulación
mayor? ¿Puede ponerse entre paréntesis el contenido de los argumentos de una pareja («modos
inefectivos de expresar las cosas») y dirigir su atención a las condiciones o a las pistas de que
inducen a argumentar en sentido contrario a la cooperación? ¿Cuáles son los medios de
desconstrucción y reconstrucción efectivas de la realidad del cliente/paciente? Para estudios
pormenorizados de estas cuestiones, véanse Andersen (1991), White y Epston (1990), Goolishian
y Anderson (1987) y Lax (1992).
Hacia la igualación y la coconstrucción. El enfoque moderno del terapeuta como un cognoscente
superior ha sido puesto en tela de juicio por los escritos constructivistas (Mahoney, 1991). Con
todo, para la mayoría de los constructivistas el terapeuta sigue siendo independiente de la
subjetividad del cliente/paciente y desde este punto de vista remoto e implícitamente superior
intenta «perturbar el sistema» del cliente. Desde el punto de vista construccionista, sin embargo,
la pérdida de autoridad del terapeuta es un dato primario; la jerarquía tradicional es desmantelada.
En su lugar, el terapeuta ingresa en el ámbito no con una verdad superior sobre el mundo, sino en
diversos modos de ser, incluyendo una gama de lenguajes. Tampoco estos modos de ser son
inherentemente superiores a los del cliente/paciente. No son modos de vida, sino más bien formas
de vida que, juntamente con las acciones del cliente, pueden engendrar alternativas útiles. Tal
como los comentaristas expresan cada vez más, el terapeuta se convierte en un colaborador, un
co-constructor de significado.
Del diagnóstico y la cura a la responsabilidad cultural. En el enfoque moderno, el terapeuta de
un modo característico asigna la enfermedad y la destruye: el proceso es el del diagnóstico y la
cura. El modelo médico de enfermedad sigue siendo robusto. Aunque los constructivistas
ofrecían una recusación importante de este enfoque, permaneció el omnipresente interés por los
«problemas» que exigen «soluciones». Para Kelly (1955) habían constructos problemáticos, para
los estructuralistas sistémicos hay pautas familiares disfuncionales, y así sucesivamente. Pero, a
medida que el acento se desplaza a la construcción lingüística de la realidad, las enfermedades y
los problemas pierden el privilegio ontológico. Dejan de estar «ahí» como constituyentes de una
realidad independiente y se sitúan entre la gama de construcciones culturales (véase el capítulo
6). Por consiguiente, uno puede hablar de problemas, de sufrimiento y de alivio, pero este tipo de
términos siempre se consideran que califican la realidad sólo desde una perspectiva particular. No
hay problemas más allá del modo en que una cultura los constituye como tales. Por un lado, esta
conclusión sugiere primero que el proceso de diagnóstico, o de «localizar el problema», es
innecesario. En realidad, los argumentos desarrollados en el capítulo 6 sugieren que la existencia
misma de categorías nosológicas y de cualificación de la enfermedad se suma incrementalmente
al sentido cultural de debilitamiento.
Igualmente problemático es el concepto relacionado de «cura». Si en la naturaleza no hay
«enfermedades», entonces ¿qué quiere decir «cura»? Con todo, formular la pregunta a este nivel
hace que la profesión toda se vea sacudida por ráfagas de dolor. Ya que si se sacrifica el concepto

213
Trascender la narración en el contexto terapéutico

de cura, la función de la terapia también es puesta en tela de juicio. Si no hay problemas en


realidad y tampoco soluciones, entonces, ¿cómo se justifica la terapia? ¿Por qué la gente buscaría
ayuda terapéutica, por qué uno entraría en la especialización profesional, y por qué la gente sería
gravada por estos servicios? Seguramente, en principio, la discusión de este tipo de preguntas
carece de límites (¿Por qué, al fin y al cabo, uno debe hacer algo?... ¿Sólo porque existe una
justificación adecuada?). Sin embargo, en último análisis no podemos eludir la cultura; no
podemos quitarnos de en medio para preguntar cómo actuaríamos en un mundo que está sin
construir. Podemos continuar representando los rituales en los que aceptamos a los demás como
seres que tienen dolor real para el que existen curas reales, o podemos ubicar o desarrollar
realidades alternativas. Pero no podemos vivir fuera de una constitución de lo real. Por
consiguiente, no existe ningún argumento rotundo contra «los problemas del tratamiento» y hacer
afirmación de la «cura» y el «progreso» terapéutico. Aquello que la perspectiva construccionista
añade, sin embargo, son dimensiones reflexivas y creativas: reconoce la naturaleza contingente
de las construcciones propias, es sensible para con sus posibles efectos, y demuestra una apertura
a generar alternativas. En efecto, uno se ve así alentado a examinar las conclusiones de las
propias elecciones, sus resultados y sus consecuencias para una variedad de puntos de vista, y el
potencial de empeños alternativos. En el sentido más amplio esto es reconocer la cualidad de uno
como miembro de una cultura, la propia participación continuada en los múltiples enclaves de
significación.
Las consecuencias plenas para un enfoque construccionista distan mucho de estar claras.
Nos encontramos en una coyuntura crítica, en un punto de partida radical respecto a las
suposiciones tradicionales sobre el conocimiento, las personas y la naturaleza de la enfermedad y
de la cura. Ahora requerimos una deliberación y un examen esenciales, e incluso entonces
tendremos sólo el combustible adicional para una conversación que, idealmente, no tendría fin.
Es en este espíritu que presento los argumentos restantes. En algunos aspectos, las decisiones
actuales acerca del significado narrativo en la terapia todavía conservan vestigios significantes de
la cosmovisión moderna. Pero si el potencial del construccionismo posmoderno ha de realizarse
completamente, hemos de ir más allá de la construcción narrativa. El último desafío para la
terapia, aventuraría, no es tanto sustituir una narración impracticable por otra útil, sino permitir
que los clientes/pacientes participen en el proceso continuo de creación y transformación del
significado. Para apreciar esta posibilidad, tenemos que explorar ante todo la dimensión
pragmática del significado narrativo.

La pragmática de la narración

Las exposiciones narrativas en un marco moderno sirven como representaciones potenciales


de la realidad: son verdaderas o falsas en la medida en que se equiparan con los acontecimientos
en la medida en que se producen. Si las exposiciones son exactas, también sirven como pistas
para la acción adaptativa. Por consiguiente, en la terapia, si la narración refleja una pauta
recurrente de acción inadaptativa, uno empieza a explorar los modos alternativos de
comportamiento. Ahora bien, si capta los procesos formativos para una patología dada, se
prescriben paliativos. En el seno del enfoque moderno, la narración del terapeuta cuenta con un
status privilegiado a la hora de prescribir un modo de vida óptimo. En cambio, para la mayoría de
los terapeutas formados en las perspectivas posmodernas, el interés moderno por la exactitud
narrativa no es convincente. La verdad narrativa no puede distinguirse de la verdad histórica, y si
se examina de cerca, incluso el último concepto resulta ser problemático. ¿Cuál es, pues, la
función de la reconstrucción narrativa? Las exposiciones más estimulantes actualmente apuntan

214
Del yo de la relación

en la dirección del potencial de tales reconstrucciones para reorientar al individuo, para abrir
nuevos cursos de acción que son más satisfactorios y más idóneamente adecuados a las
capacidades y propensiones del individuo. Por consiguiente, el cliente/paciente puede modificar o
mover anteriores narraciones no porque sean inexactas, sino porque son disfuncionales en sus
propias circunstancias particulares.
Hemos de plantearnos ahora una pregunta: ¿En qué sentido o sentidos, justamente una
narración es «útil»? ¿Cómo guía, dirige o informa un lenguaje de la autocomprensión las líneas
de acción? ¿Qué hace el relato por el cliente? Dos respuestas a esta pregunta impregnan en el
momento presente los campos posempiristas, y las dos son imperfectas en sentidos significativos.
Por un lado está la metáfora del lenguaje como una lente. Según esta exposición, una
construcción narrativa es un vehículo a través del cual se ve el mundo. Es a través de la lente de
la narración como el individuo identifica objetos, personas, acciones y demás. Y cabe argumentar
que es sobre la base del mundo en tanto que visto, y no del mundo tal como es, como el individuo
determina un curso de acción. Por consiguiente, aquel que ve la vida como una caída trágica
percibiría los acontecimientos que en ella se desarrollan en estos términos. Con todo, tal como
subrayé en el capítulo 3, adoptar esta posición equivale a considerar al individuo como aislado y
solipsista, como quien simplemente se cuece en la salsa de sus propias construcciones. Las
posibilidades de supervivencia son mínimas, ya que no hay escapatoria a la encapsulación dentro
del sistema interno de constructos. Además, tal como vimos en el capítulo 5, una exposición
como ésta genera una gama de problemas epistemológicos notorios. ¿Cómo, por ejemplo el
individuo desarrolla esta lente? ¿De dónde proviene la primera construcción? Ya que, si no existe
mundo salvo el que es internamente construido, no habría modo de comprender y, por
consiguiente, de desarrollar o moldear la lente. ¿Cómo podemos defender el enfoque de que los
sonidos y marcas empleados en el intercambio humano son de algún modo transportados en la
mente para imponer orden en el mundo perceptivo? Ésta era, en realidad la propuesta de Whorf
(1956), pero se trata de un enfoque que nunca logro ser algo más que controvertido. El argumento
en favor del lenguaje como lente parece pobremente sostenido.
La principal alternativa a este enfoque sostiene que las construcciones narrativas son
modelos internos, formas de relato que pueden ser cuestionadas por el individuo como guías para
la acción. Una vez más, no se argumenta en favor de la verdad del modelo; la narración opera
simplemente como una estructura perdurable que informa y dirige la acción. Así pues, por
ejemplo, una persona que se caracteriza a sí misma como un héroe cuyas gestas de valentía e
inteligencia prevalecerán contra toda probabilidad encuentra la vida impracticable. Mediante la
terapia se da cuenta de que un tipo de enfoque así no sólo lo sitúa en circunstancias imposibles,
sino que trabaja contra los sentimientos de estrecha intimidad e interdependencia con su esposa y
sus hijos. Elabora un nuevo relato en el que llega a considerarse a sí mismo como paladín no de sí
mismo sino de su familia. Alcanzará su heroísmo a través de los sentimientos de felicidad de
aquéllos y, por consiguiente, dependerá en un mayor sentido de las valoraciones que ellos hagan
de sus acciones. Es esta imagen transformada la que ha de guiar sus acciones subsiguientes.
Aunque esta posición expresa una cierta prudencia, es también problemática. Los relatos de
esta variedad son, en sí, idealizados y abstractos. Como tales, a veces pueden regir la conducta en
una interacción compleja en marcha. ¿Qué dice el nuevo relato acerca, por ejemplo,, de la mejor
reacción al deseo de su esposa de que se pase menos horas trabajando y más en casa con la
familia? ¿Cómo responderá él a una nueva oferta de empleo, sugestiva y beneficiosa, pero llena
de riesgo? Los relatos como modelos interiores no solo están faltos de directrices específicas o
implicaciones, sino que siguen siendo estáticos. El individuo se mueve a través de diversas
situaciones y relaciones: uno de los padres muere, un hijo cae en las drogas una vecina atractiva

215
Trascender la narración en el contexto terapéutico

actúa seductoramente, y demás. Con todo, el modelo narrativo sigue siendo inflexible, rígido y de
pertinencia oscura. El «modelo en la cabeza» es ampliamente inoperante.
Existe todavía un tercer modo de comprender la utilidad narrativa, aquel en el que se
desarrolla el énfasis construccionista en la pragmática del lenguaje (queda detallado con mayor
plenitud en el estudio de las autonarraciones del capítulo 8). Tal como propuse, las narraciones
alcanzan su utilidad primeramente en el seno del intercambio social. Existen componentes
constitutivos de las relaciones vigentes, esenciales para el mantenimiento de la inteligibilidad y la
coherencia de la vida social, útiles al reunir a las gentes, al crear la distancia y demás. Los relatos
del yo nos permiten establecer identidades públicas, hacer que el pasado sea aceptable y seguir
los rituales de la relación con facilidad. La utilidad de estos relatos deriva de su éxito como
movimientos dentro de los ámbitos relaciónales en términos de su adecuación como reacciones a
movimientos previos o como a instigadores de lo que viene a continuación.
Consideremos, por ejemplo, un relato de fracaso: cómo alguien hizo todo cuanto pudo para
pasar una examen profesional, pero sin lograrlo. Tal como hemos visto, el relato no es ni
verdadero ni falso en sí, es simplemente una construcción de los acontecimientos entre muchas.
Sin embargo, en la medida en que este relato se inserta en diversas formas de relación —en los
juegos o danzas de la cultura—, sus efectos son notablemente variados. Si un amigo acaba de
contar un relato de gran logro personal, el relato de otro acerca de su fracaso es probable que
actúe como una fuerza represiva y aliene al amigo que de otro modo anticipaba una reacción de
felicitación. Si, en cambio, el amigo hubiera precisamente revelado un fracaso personal,
compartir los propios sentimientos probablemente sería tranquilizante y fortalecería la amistad.
Análogamente, relacionar el propio relato de fracaso con la propia madre puede provocar una
alarma y una reacción compasiva, permitiéndole efectivamente que sea una «madre»; pero
compartirlo con la esposa que se preocupa siempre por hacer llegar el dinero a final de mes puede
producir tanto frustración como enfado.
Expresándolo de otro modo, un relato no es simplemente un relato. Es en sí mismo una
acción emplazada, una performación con efectos ilocuacionales. Actúa para crear, sostener o
modificar mundos de relación social. En estos términos, resulta insuficiente que el
cliente/paciente y el terapeuta gestionen una nueva forma de autocomprensión que parezca
realista, estética e inspirada en el seno de la diada. No es la danza del significado en el contexto
terapéutico lo. que primeramente está en juego, sino más bien si la nueva forma de significación
es útil en el ámbito social fuera de estos confines. Por ejemplo, ¿cómo se representa el relato de
uno mismo como «héroe del grupo familiar» para una esposa a la que no le gusta su status
dependiente, para un jefe que es una «mujer que se ha hecho a sí misma» o para un hijo rebelde?
¿Qué formas de acción debe inducir el relato en cada una de estas situaciones, qué tipos de
danzas se engendran, se ven facilitadas o sostenidas como resultado? Es la evaluación a este nivel
lo que terapeuta y cliente deben confrontar.

Trascender la narración

El centrarse en la pragmática narrativa dispone el escenario para lo que puede ser el


argumento más crítico. Muchos terapeutas al hacer el giro posmoderno en la terapia siguen
considerando la narración o bien como una forma de lente interna, determinando el modo como
se ve la vida o como un modelo interno que guía la acción. A la luz de nuestro estudio crítico de
la pragmática, estas concepciones son precarias en tres aspectos importantes. Primero, cada una
de ellas retiene el estrabismo individualista de la modernidad, en el sentido de que el lugar de
descanso último de la construcción narrativa se da dentro de la mente del individuo singular. Pero

216
Del yo de la relación

tal como hemos reconsiderado la utilidad de la narración, hemos abandonado la mente individual
para situarnos en las relaciones constituidas por la narración en acción. Las narraciones existen en
la acción del relato, y esos relatos para bien o para mal, son elementos constituyentes de formas
relaciónales En segundo lugar, las metáforas de la lente y del modelo interior favorecen ambas la
singularidad en la narración; ambas tienden a presumir la funcionalidad de una única formulación
de la autocomprensión. El individuo posee «una lente» para comprender el mundo, se dice, no
una reserva de lentes -y a través de la terapia uno llega a poseer «una nueva verdad narrativa» tal
como a menudo se dice, y no una multiplicidad de verdades. Desde el punto de vista pragmático,
la presuposición de la singularidad opera contra la adecuación funcional. Cada narración del yo
puede funcionar bien en determinadas circunstancias, pero conducir a pobres resultados en otras
Disponer de un único medio para hacer que el yo sea inteligible, por consiguiente es limitar la
gama de relaciones o situaciones en las que puede funcionar satisfactoriamente. Así, por ejemplo,
puede resultar muy útil ser capaz de «realizar» escenarios furiosos efectivamente y formular
exposiciones que al dar cuenta de ello justifiquen esta actividad. Existen determinados momentos
y lugares en los que el enfado es el movimiento más efectivo en la danza Al mismo tiempo, estar
sobrecapacitado o sobrepreparado en este aspecto de modo que el enfado sea prácticamente el
único medio para hacer avanzar las relaciones, en gran medida reducirá estas relaciones. Desde la
perspectiva presente, la multiplicidad narrativa ha de ser ampliamente preferida
Por ultimo, tanto la concepción de la lente como la del modelo interno favorecen una
creencia en la narración o un compromiso con ella Ambas sugieren que el individuo vive dentro
de la narración como un sistema de comprensión: uno «ve el mundo de este modo» y la narración
es por consiguiente «verdadera para el individuo». Ahora bien, el relato transformado del yo es
«la nueva realidad»; constituye una «nueva creencia acerca del yo» que puede apoyar y sostener
al individuo. De nuevo, sin embargo si examinamos la utilidad social de la narración, la creencia
y el compromiso pasan a ser sospechosos. Estar comprometido con un relato dado del yo,
adoptarlo como «verdadero para mí» es gran medida en limitar las propias relaciones posibles.
Creer que uno es un éxito es por consiguiente tan debilitador a su modo como creer que uno es un
fracaso. Al fin y al cabo, una y otra perspectiva son sólo relatos, y cada una de ellas puede
fructificar dentro de un abanico particular de contextos y relaciones. Avanzar a rastras en una y
enraizarse en ella es prescindir del otro y, por consiguiente, reducir la gama de contexto y
relaciones en las que se alcanza la adecuación.
Expresando la cuestión de otro modo, la conciencia posmoderna favorece un relativismo
minucioso en las expresiones de la identidad. A nivel metateórico induce a una multiplicidad de
formas de dar cuenta de la realidad, aunque reconociendo la contingencia histórica y
culturalmente situada de cada una. Sólo existen exposiciones de la verdad dentro de
conversaciones distintas, y ninguna conversación es trascendentalmente privilegiada. Por
consiguiente, para quien ejerce profesionalmente en el ámbito posmoderno se induce una
multiplicidad de autoexposiciones, aunque no es necesario comprometerse en modo alguno con
alguna de ellas. Desde este punto de vista, se debe alentar al cliente/paciente para que explore una
variedad de formulaciones narrativas, pero disuadiéndole del compromiso con cualquier «verdad
del yo» particular. Las construcciones narrativas, por consiguiente, siguen siendo fluidas, abiertas
a los vínculos cambiantes de la relación.
¿Podemos tolerar una conclusión así? ¿Se reduce el individuo a ser un estafador social,
adoptando cualquier postura de identidad que recoja la mayor recompensa? Ciertamente el
construccionista hace hincapié en la flexibilidad de la autoidentificación, aunque ello no implica
simultáneamente que el individuo posea una especie de duplicidad intrigante. Hablar de
duplicidad es suponer que es de otro modo asequible un «decir la verdad». Hemos encontrado

217
Trascender la narración en el contexto terapéutico

que este enfoque era profundamente problemático. Uno puede interpretar las propias acciones
como fingidas o sinceras, pero estas adscripciones son, al fin y al cabo, simples componentes de
relatos diferentes. Análogamente, suponer que el individuo posee motivos privados, incluyendo
un cálculo racional de autopresentación (la base psicológica de una «estafa») es de nuevo
sostener el enfoque moderno del individuo independiente. Desde el punto de vista
construccionista, la relación adquiere prioridad sobre el yo individual: los yoes sólo se realizan
como subproductos de la relación. Por consiguiente, cambiar la forma y el contenido de la
autonarración de una relación a otra, no es ni fraudulento ni egoísta en el sentido tradicional. Más
bien, es honrar los diversos modos de relación en los que uno está cogido. Es tomar en serio las
múltiples y variadas formas de relacionalidad humana que constituyen una vida. Las acciones
adecuadas y satisfactorias sólo lo son en términos de los criterios generados en las diversas
formas mismas de relación. 4

Movimientos terapéuticos

Tal como hemos hallado, la terapia como medio para una reconstrucción narrativa o
sustitución no logra ni realizar las plenas consecuencias de la teoría construccionista ni tampoco
facilitar la plena gama de posibilidades para el funcionar humano. Un construccionismo
minucioso hace hincapié en la narración dentro del proceso social más amplio de generación del
significado. Esto implica una apreciación de la relatividad contextual del significado, una
aceptación de la indeterminación, la exploración generativa de una multiplicidad de significados
y la comprensión de que es innecesario adherirse a un relato invariante o buscar una identidad
definitiva. «Recomponer» o «volver a relatar» no parece, por consiguiente, sino un enfoque
terapéutico de segundo orden, enfoque que implica la sustitución de una narración dominante
disfuncional por otra más funcional. Al mismo tiempo, este resultado lleva consigo las semillas
de una rigidez prescriptiva, la cual podría también servir para confirmar la ilusión de que es
posible desarrollar un conjunto de principios o códigos que pueden aplicarse invariablemente,
con independencia del contexto relacional.
Desde un determinado punto de vista, cabría aventurar también que esta misma rigidez es
constitutiva de las dificultades que se aportan a la situación terapéutica. Esta posibilidad merece
nuestra atención. Así como los psicoterapeutas puede ser disuadidos por un código limitador, así
la gente que describe sus vidas como problemáticas a menudo parece atrapadas dentro de un
vocabulario limitador, en códigos de conducta y convenciones constitutivas a partir de las cuales
se moldean los contornos de su vida. Al actuar en términos de una narración singular y sus
acciones asociadas, uno no sólo es disuadido de explorar posibilidades alternativas sino puede
quedar preso en pautas transaccionales angustiosas con los demás. 5

4
En este capitulo hago el máximo hincapié en el cambio y la flexibilidad en la construcción narrativa. Sin embargo,
en ningún sentido trato de establecer un argumento asentado en prin cipios para estos fines. He insistido en el cambio
primeramente porque aquellos que buscan terapia están característicamente descontentos con el stutu quo. Para
aquellos que llevan vidas satisfactorias dentro de un conjunto estable y delimitado de narraciones, el acento puede en
realidad pasar a los medios de controlar rigurosamente un mundo que amenaza constantemente con la
desorganización.
5
En este sentido son relevantes las descripciones que Shotter (1993a, págs. 83-86) hace de las falacias ex post jacto,
aunque seria un error referir todas las dificultades a una construcción autorreforzada de la vida. La atención también
tienen que cambiar de rumbo en el sentido en que este tipo de construcciones funcionan dentro de relaciones
existentes, y la posibilidad de que la rigidez aberrante pueda desarrollarse como relaciones disminuye y los otros ya
no desafian o proporcionan las alternativas a una construcción existente.

218
Del yo de la relación

Si el lenguaje proporciona la matriz de la que se deriva la comprensión humana, entonces la


psicoterapia puede ser construida adecuadamente como «actividad lingüística en la que la
conversación acerca de un problema genera el desarrollo de nuevos significados» (Goolishian y
Winderman, 1988, pág. 139). Dicho con otras palabras, la psicoterapia puede pensarse como un
proceso de semiosis: la forja de un significado en el contexto de un discurso de colaboración. Se
trata de un proceso en el que el significado de los acontecimientos se transforma a través de una
fusión de los horizontes de los participantes, se desarrollan modos alternativos de narrar los
acontecimientos y evolucionan posturas respecto al yo y los demás. Un componente esencial de
este proceso puede ser inherente no sólo a los modos alternativos de dar cuenta de las cosas que
se generan por el discurso, sino también a la diferente concepción del significado que surge al
mismo tiempo.
Una transformación en el discurso puede con frecuencia proporcionar una liberación de la
tiranía de la autoridad implícita de las creencias regentes. Tal liberación puede verse facilitada
por un diálogo transformativo en el que se gestionan nuevas comprensiones, juntamente con un
nuevo conjunto de premisas acerca del significado. Utilizando las distinciones de Bateson (1972)
entre niveles de aprendizaje, es ir más allá del aprendizaje para sustituir una puntuación de una
situación por otra (nivel 1), aprender nuevos modos de puntuación (nivel 2), desarrollar lo que
Keeney denomina «un cambio de las premisas que subyacen a un sistema completo de hábitos de
puntuación» (1983, pág. 159) (nivel 3). Se trata de una progresión desde aprender nuevos
significados hasta desarrollar nuevas categorías de significación para transformar las propias
premisas acerca de la naturaleza misma del significado.
Estas transformaciones también exigen un contexto que las facilite. Al principio hay mucho
que decir en favor del hincapié hecho por Goolishian y Anderson (1987) en la creación de un
clima en el que los clientes/pacientes tengan la experiencia de ser escuchados, de ser
comprendidos tanto en su punto de vista como en sus sentimientos, de sentirse confirmados y
aceptados. Con todo, aunque sin duda la ayuda al terapeuta para comprender las premisas de las
que surge el punto de vista del cliente/paciente, la escucha interesada no implica simultáneamente
un compromiso por parte del terapeuta con las premisas del cliente/paciente. Más bien, sirve de
validación contextual para una exposición particular, una validación que permite que cliente y
terapeuta reconstituyan esta realidad como un objeto conversacional, ahora vulnerable a una
nueva infusión de significado. ¿Cómo ha de proceder este proceso? No existe una única respuesta
a esta pregunta, al igual que no puede haber ninguna limitación de principio sobre el número de
conversaciones posibles. Sin embargo, los terapeutas sensibles a los diálogos posmodemos han
sido muy creativos a la hora de desarrollar practicas que sean conceptualmente compatibles.
Hoffman (1985) plantea los contornos para «un arte.de las lentes». Goolishian y Anderson (1992)
emplean una forma de investigación interesada, planteando preguntas que simultáneamente den
crédito a la realidad del cliente/paciente y le urjan a evolucionar. Andersen y sus colaboradores
(1991) han desarrollado la practica del equipo de meditación, los individuos que observan el
encuentro terapéutico y luego comparten sus opiniones tanto con el terapeuta como con el cliente.
El equipo de reflexión reduce la autoridad (el terapeuta), genera una apreciación de las realidades
múltiples y facilita al cliente/paciente una variedad de recursos para proceder. White y Epston
(1990) emplean cartas (y otros documentos escritos) para ayudar a los clientes a recomponer sus
vidas. Estas cartas pueden ser escritas tanto por el cliente/paciente como por el terapeuta. Penn y
Frankfurt (en proceso editorial) también se apoyan en la carta escrita por el cliente/paciente,
generando un proceso dialógico en el seno de los relatos de los clientes/pacientes a fin de forjar
nuevas aperturas a las conversaciones con los demás. 0'Hanlon y Wilk (1987) esbozan una gama
de medios conversacionales a través de los cuales la gestión cliente/paciente-terapeuta puede

219
Trascender la narración en el contexto terapéutico

avanzar hacia una disolución del problema putativo. De Shazer (1991) alienta la conversación
sobre las soluciones (en oposición a los problemas) y Friedman y Fanger (1991) sobre las
posibilidades positivas. Lipchik (1993) hace hincapié en la exposición hablada del cliente
tratando de equilibrar los diferentes pros y contras en las alternativas existentes para sustituir una
orientación del tipo «o bien / o bien» por otra de la forma «no sólo / sino también». Muchos
terapeutas hacen un pronunciado hincapié en la construcción positiva del yo y de las
circunstancias de vida (véase, por ejemplo, Durrant y Kowaiski, 1993). Fruggeri (1992) alienta
descripciones diferentes de acontecimientos dados, nuevos modos de relacionar conductas y
acontecimientos, y un proceso de reflexividad continua. Coelho de Amorim y Cavalcante (1992)
ayudan a adolescentes incapacitados a producir teatro de títeres a través de los cuales narran sus
condiciones de vida y sus posibilidades.
Con todo, sencillamente por el hecho de que estas formas terapéuticas crecen en el suelo de
un construccionismo posmodemo, esto no significa que todas las demás terapias estén pasadas de
moda o tengan que ser abandonadas. Al contrario, tal como subrayé en los capítulos anteriores,
un punto de vista construccionista —a diferencia de sus predecesores metateóricos— no intenta
erradicar lenguajes alternativos de comprensión y sus prácticas asociadas. Prefijos como «es
verdad», «es objetivo» y «es más fructífero a la hora de generar curaciones» pueden ser
eliminados del proceso de comparación crítica. Sin embargo, todas las teorías de la terapia, todas
las formas de práctica terapéutica, tienen que considerarse en términos de lo que añaden a (o
sustraen de) la matriz conversacional que denominamos terapia y sus ramificaciones en cuanto a
la vida cultural más en general. Visitas al psicoanalista, análisis de los sueños, atención positiva,
intervenciones estratégicas, puesta en tela de juicio circular, todas ellas son otras tantas entradas
del más amplio vocabulario de la profesión. Inducen determinadas líneas de intercambio y
acción, y suprimen otras.
Igualmente podemos considerar el intento moderno de sustituir los lenguajes laicos (de la
«ignorancia) por lenguajes científicos —característicamente, un lenguaje unívoco de la verdad—
como algo innecesario y perjudicialmente limitador. Los lenguajes comunes mediante los cuales
las personas viven sus vidas cotidianamente tienen un potencial pragmático enorme. Los
lenguajes de salón, de la calle, los lenguajes espirituales o de la New Age, estos y otros lenguajes
son motores primordiales de la cultura. Restringir su participación en el marco terapéutico es
reducir las posibilidades de conversación. La creencia no está en cuestión aquí, ya que el
concepto de creencia (ca ificando un estado mental) es en sí profundamente sospechoso. Más
bien, el principal desafío concierne al potencial de la conversación terapéutica que hay que llevar
a cabo en las relaciones fuera de este contexto.
De un modo más general, podemos preguntar si nuestros lenguajes y prácticas terapéuticos
pueden liberar a los participantes en ellas de convenciones estáticas y delimitadoras,
permitiéndoles una plena flexibilidad de relación. ¿Pueden esas coyunturas decisivas para el
terapeuta en épocas de problemas trascender las limitaciones impuestas por su dependencia
antigua de un determinado conjunto de significados? ¿Pueden ser liberados los terapeutas de la
lucha que resulta de imponer sus creencias sobre el yo a los otros? Para algunos, las nuevas
soluciones a los problemas serán visibles mientras que, para otros, aparecerá un conjunto más
rico de significados narrativos. Para otros aún, la postura respecto al propio significado puede tal
vez evolucionar, dando paso a aquella tolerancia de la incerteza y a la liberación del yo que
resulta de la aceptación de la relatividad ilimitada del significado. Para aquellos que la adoptan,
esta postura ofrece la perspectiva de una participación creativa en el significado interminable y en
desarrollo de la vida.

220
Los orígenes comunes del significado

Capítulo 11
Los orígenes comunes del significado

En los capítulos precedentes he argumentado que las concepciones del yo y de los otros se
derivan de las pautas de relación, a la vez que son sostenidas por estas pautas. A través de la
coordinación relacional, nace el lenguaje, y a través del lenguaje adquirimos la capacidad de
hacernos inteligibles. Así pues, la relación sustituye al individuo como unidad fundamental de la
vida social. Con todo, nos queda por abordar el problema del significado: ¿Cómo adquieren las
palabras y los gestos significado para la gente? ¿Cómo es que alcanzamos comprensiones
comunes o que a menudo no conseguimos llevar a buen puerto nuestros intentos de comprender?
Los enfoques psicológicos tradicionales se muestran incapaces de resolver estos problemas
esenciales. ¿De qué modo pueden solucionarse desde la perspectiva relacional?
Los problemas especializados están invariablemente unidos a perspectivas particulares:
lenguajes que los enmarcan como «problemas» y exigen algo que damos en llamar «soluciones».
Asimismo, el modo en que se articulan los problemas circunscribe simultáneamente la gama de
resultados posibles. Un problema enunciado en un sistema dado de comprensión se limitará a
soluciones originadas en ese sistema, y las aserciones de sistemas alternativos seguirán sin ser
reconocidas. En gran medida, el problema del significado en las ciencias humanas se ha
enmarcado en una tradición particular de la epistemología occidental (véase Overton, 1993). Con
todo, a mi juicio, esta venerable tradición enmarca la cuestión del significado de un modo que
imposibilita una respuesta viable; las herramientas de la tradición están mal formadas para
solucionar la pregunta tal como se plantea. Si el problema del significado se estructura mediante
un sistema de suposiciones alternativo ganamos no sólo en términos de coherencia intelectual
sino también en términos de panoramas de investigación ampliados, así como también de
porvernir societario.
Aunque el concepto de «significado» es una colina más en una variedad de paisajes
intelectuales, para muchos especialistas —incluyendo ahí a los psicólogos— se define
preeminentemente en términos de significación individual o de la simbolización interna del
mundo extemo (representación, conceptualización). Desde esta posición básica los especialistas
derivan no simplemente un «problema del significado», sino un conjunto de enigmas
interrelacionados y profundamente sugestivos. Entre los más destacados: ¿Cómo es que el mundo
externo llega a tener un significado para el individuo (el problema de la epistemología)? ¿Cómo
podemos dar cuenta de lo que parecen ser diferencias entre las personas en el significado de los
acontecimientos (psicología cultural)? ¿De qué modo el significado individual llega a expresarse
en el lenguaje (psicolingüística)? Con todo, mi argumentación no se dirigirá a abordar ninguno de
estos problemas desalentadores. Más bien, plantearé una cuestión derivada, aunque igualmente
importante, a saber, la del significado en relación con otros. Aquí la principal pregunta es cómo
podemos percibir o comprender los significados de cada uno de nosotros, lograr comunicarnos y
comprendernos mutuamente. Con independencia de las soluciones que se ofrezcan a las variantes
iniciales sobre «el problema del significado», finalmente tienen que ser capaces de dar cuenta del
significado en relación con otros. Cualquier teoría del significado individual que sea incompatible
con la posibilidad del significado compartido no sólo nos dejaría la conclusión insatisfactoria de
que la comprensión social es algo imposible, sino que también nos dejaría con la desgraciada
paradoja de que no podemos comprender la propia teoría.
Así, pues, si nos centramos en el problema del significado en relación con otros, podemos
distinguir dos orientaciones: una que cuenta con una tradición a la vez rica y venerable, y la otra,
que tiene un origen reciente y más humilde. Habida cuenta del fuerte atractivo intuitivo, su

222
Del yo de la relación

dominio sobre la psicología contemporánea y su papel esencial en la esfera del desarrollo, pasaré
a considerar en primer lugar la orientación tradicional. Cuando la inadecuación de esta
perspectiva se hace evidente, abrimos la vía a la consideración de la alternativa. La orientación
tradicional en este caso se deriva de una creencia fundamental en la significación individual, o
dicho más directamente, una creencia en un «Yo» fenoménico, como punto fijo de apoyo de
actuación individual, o en la autoría privada de las ideas. Es el «yo» consciente el que puede
significar, y es el «yo» el que vehicula el significado a través de palabras y escritos. «Conocer las
intenciones de otro» desde este punto de vista es acceder a la subjetividad del otro o a su sistema
simbólico. Comprender a otro es ir más allá de la superficie visible hasta penetrar en el interior
del otro, comprender lo que el otro «quiere decir» o intentar subjetivamente a través de sus
palabras y escritos. Si hemos de lograr comunicarnos, según esta exposición, tenemos que
adquirir un estado de transparencia intersubjetiva.
El problema de la comprensión intersubjetiva ha tenido una historia escabrosa durante el
siglo pasado. Para los filósofos alemanes del siglo xix era esencial separar las ciencias naturales
(Naturwissenchaften), que se centraban en el mundo físico, y las ciencias humanas
(Geisteswissenchaften), que se preocupaban por la actividad significativa de los seres humanos.
Tal como a menudo se ha sostenido, los procesos necesarios para comprender los objetos físicos
(entidades no significativas) tenían que diferir necesariamente de aquellos otros que intervenían
en la comprensión de los agentes intencionales. En términos de Dilthey (1894): «En los estudios
de humanidades... el nexo de la vida psíquica es el dato originalmente primitivo y fundamental.
Explicamos la naturaleza, pero comprendemos la vida psíquica... Así como el sistema de la
cultura —la economía, el derecho, la religión, el arte y la ciencia— y la organización externa de
la sociedad en los vínculos de la familia, la comunidad, la Iglesia y el Estado surgen del nexo
vivo del alma humana (Menschenseele), así pueden comprenderse sólo haciendo referencia a
ella» (pág. 76).
Si bien el interés de la psicología por la intersubjetividad ha continuado vigente en el
presente siglo, la hegemonía del conductismo norteamericano ha puesto en gran medida estas
cuestiones en los márgenes del interés principal. Para el conductista, las respuestas abiertas sirven
como estímulos para las acciones de los demás, y viceversa. Desde este punto de vista,
sencillamente no hay problema de la intersubjetividad, y, por consiguiente, tampoco del
significado, tal como generalmente hemos venido comprendiendo el término. Hasta que el
movimiento cognitivo rehabilitó el ámbito de la vida mental, el problema de la intersubjetividad
no pudo volver a integrarse en el programa especializado. Con todo, los intentos hechos para
resolver el problema de cómo puede transmitir un «sistema cognitivo» sus contenidos a otros son
escasos (véase, por ejemplo, Johnson-Laird, 1988). Sin embargo, tal como sostiene Bruner en
Acts o/ Meaning, la metáfora dominante del individuo como «procesador de información» ha
seguido oscureciendo el problema, ya que esta metáfora sitúa los procesos psicológicos del
individuo en el centro mientras remite las preocupaciones interpersonales a los extremos. Una de
las principales excepciones a esta tendencia se ha de hallar, lo cual es bastante interesante, no en
la psicología social sino en el ámbito de la teoría del desarrollo, en las obras de Jean Piaget. Ya
que a diferencia de los cognitivistas modernos, Piaget se preocupó por cómo se podía transmitir
el significado de una subjetividad a otra. El pasaje que citamos a continuación del libro El
lenguaje y el pensamiento del niño de Piaget da un marco claro a esta cuestión:
La comprensión entre niños sólo se produce en la medida en que hay contacto entre dos
esquemas mentales idénticos ya existentes en cada niño. Dicho con otras palabras, cuando el
que explica y el que escucha han tenido... preocupaciones e ideas comunes, entonces cada
palabra del que explica es comprendida, porque se adecúa al esquema ya existente y bien

223
Los orígenes comunes del significado

definido en la mente del que escucha (pág. 113).

Con todo, a pesar de la importancia histórica de esta obra y de la riqueza de la tradición que
representa, temo que su elaboración culmina en un punto muerto. Mientras el problema del
significado o sentido interpersonal se deriva de una creencia en el individuo como centro del
significado o del sentido, seguirá siendo resistente a tener una solución. En efecto, empezar por la
suposición de que el significado es una significación individual nos conducirá a la conclusión
insostenible de que la comprensión interpersonal es imposible. Permítanme reforzar esta
aseveración con dos líneas molestas de crítica.

El punto muerto hermenéutico

Existen muchas razones para dudar del enfoque intersubjetivo del significado humano,
algunas de las cuales son tan antiguas como la propia tradición. Este enfoque se desarrolla en el
suelo del dualismo, al distinguir una mente (logos, alma, conciencia) como separada de lo
material, un «interior» de un «exterior». El hecho de que si empezamos con la conciencia humana
(un «ahí dentro», un interior) no tengamos modo de estar seguros de una realidad extema —que
incluye también la posible existencia de otras mentes— ha sido un problema irritante para los
filósofos. No tenemos modo alguno de trascender la subjetividad, de situar un punto de vista
privilegiado extrasubjetivo desde el que podamos ver la relación entre lo subjetivo y lo objetivo
(o entre dos subjetividades aisladas) para determinar cuándo y cómo lo uno se relaciona con lo
otro. Éstos eran también los problemas de Piaget, cuando intentó compensar las consecuencias
debilitadoras de su compromiso racionalista con amplias dosis de pragmatismo y funcionalismo
(Kitchener, 1986). Tal como hemos visto, los problemas de la epistemología dualista son tan
graves que materialistas, fenomenólogos y seguidores de Wittgenstein indistintamente han
optado desde entonces (aunque por razones diferentes) por abandonarla.
Aunque estos y otros problemas de la epistemología han estado durante mucho tiempo
conectados a la tradición dualista, ahora pasaré a considerar otros argumentos. Estos exámenes
críticos son de cosecha reciente y están de un modo más distinto vinculados a cuestiones de la
significación humana. El primero deriva de la tradición hermenéutica y, de un modo más
particular, de las teorías que afectan a la interpretación adecuada o válida de los textos. La teoría
hermenéutica es central para la cuestión del significado humano, ya que una teoría adecuada de la
interpretación textual, en principio, debe proporcionar comprensión de los medios a través de los
cuales se logra la comunión intersubjetiva. Es decir, la teoría hermenéutica debe proporcionar la
dirección mediante las cuales el individuo puede ir más allá de la superficie fenoménica para asir
el impulso intencional del hablante. Y si la teoría hermenéutica no puede hacer frente a este reto,
tendremos toda la razón para sospechar de la presunción misma de una transparencia
intersubjetiva.
Existen por lo menos dos corrientes del pensamiento hermenéutico que apoyan
decididamente todo dar cuenta intersubjetivo del significado humano. Por un lado, la
hermenéutica romántica, que alcanzó su punto álgido en el siglo anterior, estaba esencialmente
preocupada por los medios gracias a los cuales el individuo podía «habitar» o «digerir» la
experiencia del otro. Desde el punto de vista romántico, comprender al otro es experimentar en
cierto modo la subjetividad ajena. Siguiendo esta línea, por ejemplo, es como Dilthey (1894)
propuso un proceso de Verstehen gracias al cual el individuo de un modo prerreflexivo se
transpone en el otro, mediante la empatia o aprehendiendo cierto aspecto de la «experiencia
vivida» del otro. Con todo, a pesar de su atractivo intuitivo, los enfoques románticos de las

224
Del yo de la relación

subjetividades compartidas no podían sostener, en parte porque los teóricos no podían dar cuenta
de un modo convincente de cómo podía tener lugar un proceso como el Verstehen. ¿Mediante
qué facultad se produce esa transposición mental? ¿Cómo capta un campo experimental la
esencia de otro? ¿Cómo puede determinarse la exactitud? Las respuestas a estas preguntas siguen
estando veladas en el misterio.
Con el menguar progresivo del romanticismo en el siglo xx y su sustitución por una
mentalidad moderna, la creencia en el captar empalico las subjetividades de otros fue dejada de
lado en favor de la razón y la observación. Para el moderno, la labor del lector no es «sentir con»
sino utilizar procedimientos analíticos sistemáticos en su aproximación al significado central que
está detrás del texto. El emblema de la hermenéutica moderna es la obra de Hirsch. En su
ampliamente debatida obra Validity in Interpretation, Hirsch (1967) propuso que los autores están
en una posición privilegiada respecto al significado de sus palabras, que, en efecto, «el
significado (meaning) de un texto es la intención (meaning) del autor» (pág. 25). Del lado de los
lectores o de los intérpretes está la labor de desplegar procesos de cuidadosa observación,
combinados con la inferencia lógica y la puesta a prueba de las hipótesis, de pasar del texto como
algo dado a las interpretaciones cada vez más exactas de la intención del autor. Para el moderno,
la comprensión se alcanza a través de las mentes individuales que buscan el significado en el
otro; un medio lógico sustituye a otro romántico.
En el debate contemporáneo se han abandonado, no obstante, los enfoques modernos de la
racionalidad y de la puesta a prueba de las hipótesis, y por lo menos una importante razón para su
fenecimiento es la extensión de los argumentos heideggerianos por parte de su discípulo, Hans
Georg Gadamer. Tal como propuso Gadamer (1975), nos enfrentamos al texto (y analógicamente
con cada uno de los demás) con una «preestructura de comprensión» —una gama de prejuicios o
precomprensiones—, las preguntas que planteamos al texto y suposiciones sobre el abanico de
respuestas posibles. Este abanico de prejuicios es históricamente contingente; su carácter ha
evolucionado con el tiempo y el mudar de las circunstancias. Por consiguiente, para Gadamer no
existe ningún significado en sí mismo, un impulso de autoría que tengamos que captar
necesariamente a fin de derivar la interpretación correcta del texto. La preestructura de
comprensiones del intérprete no puede dar forma al significado.
Aunque convincente, esta conclusión precipita a Gadamer en un nuevo problema, el del
solipsismo. ¿El lector simplemente recapitula sus propios sesgos en cada nueva confrontación
con un texto? ¿De qué modo cambiaría entonces el horizonte con el paso del tiempo? ¿Cómo
podría uno escapar de las paredes en las que le encierra el prejuicio? Para responder, Gadamer
propone que los propios horizontes pueden ampliarse hasta unirse con el texto en una relación
dialógica. El texto por consiguiente pasa a ser capaz de influir en los propios prejuicios y su
significado se ve simultáneamente influido por ellos. Esta fusión de horizontes se logra cuando se
posibilita a la voz del texto plantear preguntas del lector y mediante ello le permite que tome
conciencia de la gama de prejuicios. La interpretación, según este enfoque, no tiene lugar en la
cabeza del lector, sino que se desarrolla a partir de la interacción dialógica entre texto y
prejuicios. Ahora bien, como diría Gadamer, la fusión de horizontes tiene lugar entre el lector y el
texto; el resultado no es una lectura exacta o correcta, sino aquella que representa una fusión del
texto y del lector. Para Gadamer «comprender es siempre más que la mera recreación del
significado de alguien distinto» (pág. 338).
A mi juicio, Gadamer no logró resolver ni el problema que se había autoim-puesto del
solipsismo ni el problema más general del significado social. Ya que si el individuo sólo puede
comprender en términos de un sistema de significado que está al pairo con un texto, no existe
ningún medio evidente gracias al cual pueda permanecer fuera de este sistema y permita al texto

225
Los orígenes comunes del significado

plantear sus propias preguntas o generar una conciencia de sus propios pre-juicios como
individuo. ¿De qué modo «las preguntas del texto» se comprenderían si no dispusiéramos de una
preestructura? En realidad, ¿cómo pasaría uno a tomar conciencia de sus propios prejuicios salvo
en términos de un conjunto ya existente de comprensiones? Como respuesta, Gadamer propone
que todos aquellos que están en una cultura comparten experiencias similares; la herencia cultural
en la que se incrusta el texto asegurará que los miembros de esa cultura trasciendan el horizonte
contemporáneo a la vez que induce al intérprete a nuevas formas de comprensión. Pero esta
conclusión no logra ser convincente, primero porque reintroduce sutilmente la suposición de la
transparencia intersubjetiva. Esto es, Gadamer supone que el lector puede de algún modo tomar
contacto con una esencia que está detras del texto, un significado que puede plantear preguntas o
informar a una conciencia sobre los prejuicios. Además, Gadamer no logra ofrecer un medio a
través del cual cualquiera pudiera comprender a cualquier otro que no participara de la misma
herencia cultural o cuyas experiencias en la cultura estuvieran en desacuerdo con las de sus
predecesores. Habría pocas y muy concretas posibilidades para una comprensión transcultural.
Por consiguiente, aunque plantea importantes preguntas sobre la suposición de la relación
intersubjetiva, no creo que la teoría de Gadamer constituya un recambio viable.
Piaget (1955) mismo abordó el problema hermenéutico. En El lenguaje y el pensamiento del
niño se pregunta cómo podía estar seguro de que sus propias estructuras mentales se
correspondían con las de sus sujetos. «Es imposible», admitía, «a través de la observación directa
estar seguro de que [los niños] se estén comprendiendo unos a otros. El niño tiene mil y un
modos de pretender comprender, y a menudo complica las cosas aún más al pretender que no
comprende» (pág. 93). Piaget nunca soluciona el problema, y en lo que a mí respecta, creo que al
intento intersubjetivista de establecer la validez en la interpretación subyacen dificultades de
principio. El problema se desata cuando uno trata el texto (u otra acción social) como algo opaco
y supone un segundo nivel (un lenguaje interno) que tiene que ser situado a fin de hacer
transparente lo disimulado. Pero todo cuanto tenemos a nuestra disposición en el proceso de
comprensión es un dominio de discurso público (o acción). Suponemos que existe un ámbito de
mención privada del que el discurso público es una expresión, aunque no tenemos acceso ni al
dominio privado mismo ni a las reglas a través de las cuales se traduce en el ámbito público. Por
consiguiente, cualquier intento de traducir (o asignar significado) tiene que basarse en un
conjunto a priori de suposiciones y tiene que sacar conclusiones, limitadas a estas suposiciones y
a la vez determinadas por ellas: primero, acuerdos a priori en cuanto a la ontología del mundo
mental (qué puede haber posiblemente «en las mentes de las personas») y, segundo, ¿de qué
modo se relacionan estos estados con formas de expresión (cuáles son los estados que producen
qué palabras o acciones)? Se sigue que el sentido de una lectura exacta o traducción sólo puede
proceder a través de un proceso circular de autoverificación (el «círculo hermenéutico» en forma
viciosa).
Nos enfrentaríamos con un problema similar si intentáramos leer la mente de Dios a través
de las condiciones meteorológicas. Sin una gama de presuposiciones difícilmente podríamos
proceder; las variaciones meteorológicas estarían tan mudas como la mente de Dios. Sin
embargo, si pudiéramos comprometernos primero con una ontología mental del Sagrado Uno
(Dios como un ser que «quiere», «desea», «tiene voluntad», etc.) y segundo con un conjunto de
reglas para vincular estados del lenguaje corriente mental con las condiciones meteorológicas
(cuando Dios se «enfada», el cielo se oscurece), estaríamos en condiciones de proceder de un
modo eficaz. Una vez en su lugar las suposiciones imaginadas, los pensamientos de Dios serían
transparentes. Sin embargo, lo serían sólo en virtud del sistema de suposiciones que hemos
construido para llevar a cabo la labor. Si no hay ningún «impulso interno» al que podamos

226
Del yo de la relación

acceder, todos los intentos para interpretar lo «interior» en virtud de lo «exterior» tienen que ser
inherentemente circulares. En este mismo sentido Charles Taylor (1981) concluye que,
«interpretar... [las acciones de otro] no puede sino desplazarse en el círculo hermenéutico.
Nuestra convicción de que una exposición tiene sentido es algo que depende de nuestra lectura de
la acción y de la situación. Pero estas lecturas no pueden explicarse o justificarse salvo haciendo
referencia a otras lecturas como éstas, y a su relación con el todo. Si un interlocutor no
comprende este tipo de lectura, o no la acepta como válido, el argumento no llevaría a ninguna
parte» (pág. 127).

De la interpretación a la textualidad

Examinemos una segunda línea de discusión, relacionada con ésta, y derivada en este caso
de la crítica literaria. Tal como vimos en el capítulo 2, la teoría literaria de las últimas dos
décadas representa una importantísima disyunción respecto a sus formas precedentes, y el diálogo
en desarrollo es de importancia esencial para el problema del significado. Una preocupación
esencial son las reglas para la crítica textual: ¿A través de qué criterios ha de juzgarse una obra
literaria? O, razonando atentos a los intereses hermenéuticos, ¿existen reglas racionales o
fundacionales para privilegiar determinadas interpretaciones sobre otras? Tradicionalmente, la
crítica literaria ha participado en el enfoque intersubjetivo del significado. El interés del analista
es el de situar el significado interno de la obra literaria, es decir, el significado privado que el
autor intenta expresar públicamente. Sin embargo, con el advenimiento de la nueva crítica en la
década de 1950, la intención del autor empieza a menguar en importancia. Tal como la nueva
crítica sostenía de modo convincente, una obra literaria es una unidad en sí misma. La
interpretación debe apropiadamente centrarse en su estructura, en las labores internas, la
coherencia y similares. Por ejemplo, un poema es por sí mismo una entidad independiente y que
se autosustenta (Krieger, 1956). Lo que el autor llega a pensar o sentir acerca de la obra es de
escaso interés.
Con el declive del punto de vista de la autoría en el período moderno, se había dado paso
para el movimiento más radical posmoderno. Tengamos en cuenta el hincapié que recientemente
se ha hecho en la respuesta del lector (Sulieman y Crossman, 1980). Reflejando la preocupación
de Gadamer por la participación del lector en el proceso de generación de significado, los
teóricos se centran en las presuposiciones, las heurísticas, las ideologías, los sentimientos o las
disposiciones cognitivas que determinan la interpretación que el lector hace de los textos. Cuando
las disposiciones del lector llegan a dominar el significado que se deriva del texto, la intención
del autor llega a ser insignificante. En un sentido importante, algunos teóricos de la respuesta del
lector como Fish (1980), también empezaron a dar una alternativa al subjetivismo que
obsesionaba a (y finalmente subvirtió) la orientación gadameriana. Para Gadamer, el lector
aportaba al texto un horizonte o una preestructura de comprensión que podía, sin intervenir,
apropiarse plenamente del texto. Para Fish, esta sensibilidad individualizada es sustituida por una
comunidad de intérpretes. Son las reglas de la interpretación incrustadas en el seno de la
comunidad lo que determina cómo se lee el texto. Aunque Fish, juntamente con la mayoría de los
analistas de la reacción del lector, se detiene súbitamente antes de llegar a una exposición
plenamente social (imbuyendo al lector con procesos de razón, intención y similares), no sería
más que un pequeño paso en el sentido de erradicar en conjunto a la mente individual. Uno podía
dar cuenta de las acciones del lector individual sin con ello recurrir a su «mente», situando
simplemente el conjunto del peso explicativo en los criterios comunitariamente generados. En
este sentido, la mente individual del intérprete se uniría a la de la subjetividad individual del autor

227
Los orígenes comunes del significado

desapareciendo del espectro analítico. En breve volveré a retomar esta posibilidad.


Incluso con este situarse fuera más ampliamente de las suposiciones intersubjetivistas, sin
embargo, la reacción del lector no consigue llevarnos lo bastante lejos. Al final, se nos deja sin
una exposición viable del significado humano, y en el lugar antes ocupado por el aislamiento
impenetrable de la subjetividad humana —inventada por la exposición tradicional— con una
forma de solipsismo social. Cada comunidad de lectores comparte las reglas de interpretación a
través de las cuales uno se apropia del significado de los textos. Por consiguiente, los textos
basados en los criterios comunitarios de otro grupos no lograrían ser comprendidos en sus
propios términos, y la comprensión entre los grupos sería imposible de alcanzar. En terminología
neocibernética, los textos del «otro» simplemente provocarían procesos autoorganizativos
internamente determinados de la comunidad de lectores. Pocos quedarían satisfechos con este
enfoque de la comunicación humana.
La teoría literaria desconstruccionista es más radical en su subversión de la exposición
intersubjetivista del significado. El verdadero responsable en los escritos de Derrida (1976, 1978)
es esencialmente el enfoque logocentrista del funcionar humano; según dicho enfoque los actores
poseen facultades de razonamiento capaces de fijar el significado y de generar el lenguaje. En un
sentido, sus escritos avanzan hacia la erradicación de la subjetividad individual en el proceso de
comunicación, algo que logra en parte al demostrar la fatal incoherencia de los textos que
sostienen la tradición logocentrista. Sin embargo, de un modo más radical, Derrida demuestra la
futilidad de la búsqueda de lo significado —el significado— detrás o en el texto.
Tradicionalmente hemos venido procediendo como si los otros se nos presentaran con un
lenguaje hablado o escrito (un abanico de significantes) y este lenguaje nos informa acerca del
estado de la mente del comunicador (por ejemplo, intenciones, significados y demás) y del
mundo (objetos, estructuras y similares) —es decir, los reinos de lo significado—. Sin embargo,
tal como esbocé en el capítulo 2, cuando exploramos el dominio de los significantes para colocar
el significado, encontramos que cada significante está en sí mismo vacío. No nos cuenta nada, su
significado está desplazado. Constantemente se nos conduce a otros significantes, que nos
informan de la naturaleza precisa del significante en cuestión. Pero este aplazamiento del
significado es de nuevo sólo temporal, ya que los significantes que pretenden clarificar o elucidar
lo significado se hallan, tras un examen más detallado, vacíos también, a menos que sean
complementados aún por otros significantes. Finalmente, el significado no puede fijarse; cada
elección nos deja en un estado de indecisión. Lo significado ha perdido sus dominios y se nos
deja a solas con el texto.
Si nada hay fuera del texto, ¿cómo hemos de entender entonces el proceso a través del cual
los seres humanos se comunican a través de las palabras? ¿De qué manera logramos lo que pasa
por ser una comprensión? ¿Por qué razón la búsqueda interminable de significado tiene un punto
final, por lo común, en los asuntos cotidianos? Actualmente, los teóricos del desconstruccionismo
no consiguen dar respuesta a este tipo de preguntas. Desde luego, el desconstruccionista podría
replicar poniendo en tela de juicio en general el concepto de significado humano. Desde el punto
de vista desconstruccionista, las teorías del significado no versan sobre el mundo, son en esencia
gamas de significantes dentro de un cuerpo de textos interrelacionados. Su significado no se
deriva de su relación con un proceso real de intercambio significativo (incluso el término «real»
es abandonable), sino de su relación con otros significantes. En este sentido, se nos invita a
abandonar la presente búsqueda teórica porque, simplemente, no deja de ser otro ejercicio más
textualmente determinado (o meramente académico).
Tal como propuse en el capítulo 2, sin embargo, incluso según las reglas
desconstruccionistas uno es también libre de rechazar este tipo de invitación —no por ninguna

228
Del yo de la relación

razón (meramente otro gesto textual, desde el punto de vista construccionista), sino como una
acción infundada en sí misma. Este rechazo es convincente, no sólo a causa del fin inmóvil y
autoingurgitado alcanzado a través del análisis desconstruccionista, sino también porque, si
destacamos determinadas premisas, encontramos que el argumento desconstruccionista mismo
contiene el núcleo de una teoría del significado. Los desconstruccionistas tienden a confinar sus
análisis al mundo de los textos pero si extendemos las consecuencias de estos análisis, abrimos
nuevas alternativas en el ámbito social. Consideremos primero que hay tres entidades no fijas en
el marco desconstruccionista. Cada significante singular, tras un examen detallado, se llega a
considerarlo como un impostor, un doble de otro significante. Cuando nos acercamos a la entidad
real que hay detras del significante, también se muestra como un encubridor. Con todo, aunque
las entidades se disuelven, se da una constante en el análisis al nivel de la relación. Ningún
significante por sí mismo es informativo, sino que es el proceso de aplazamiento lo que genera el
significado. Cuando el significante se encuentra a la luz reflejada de otros significantes —una
reflexión de la cual es en realidad el elemento constituyente— alcanzamos una claridad
momentánea. El «intersticio» efectivamente da forma a sus límites, y en una transferencia
simbiótica, nace el significado.
Avancemos en este análisis, aplicándolo a un «mundo» más allá de los textos. ¿Por qué
debemos circunscribir así el concepto de «texto»? ¿Son los textos necesariamente formas de
escritura (o sonidos pronunciados)? ¿Qué nos evita introducir aquello que llamamos «acciones» u
«objetos» en el dominio de la textualidad (como significantes)? Esta posibilidad fue en realidad
demostrada en el estudio de la referencia en las ciencias naturales que abordamos en el capítulo 3.
En efecto, si ampliamos el «juego de significantes» de este modo, ello converge primero con el
concepto wittgensteiniano de «juegos del lenguaje» y, lo que es aún más importante, con su
concepto mas general de «forma de vida». El juego de los significantes es esencialmente un juego
dentro del lenguaje, y este juego está incrustado en las pautas de la acción humana, en lo que
damos en llamar contextos materiales Podemos entonces abandonar el texto en su sentido
tradicional y examinar la manera en la que un proceso de puesta en relación es continuamente
operativo generando un mundo de particulares tangibles.

Significado en relación

Los recientes desarrollos en la teoría hermenéutica y literaria nos dejan en la situación


siguiente: el enfoque tradicional, según el cual el significado se origina en la mente individual se
expresa en el seno de las palabras (y otras acciones) y se descifra en las mentes de otros agentes,
es profundamente problemático. Si el significado fuera preeminentemente un proceso de
establecimiento de la intersubjetividad, seríamos incapaces de comunicar. Parece no haber modo
de ir más allá inferencial o intuitivamente de las palabras (o acciones) de otro hasta la fuente
subjetiva; tampoco sería posible comprender nada exterior al propio sistema preexistente de
significados. En resumen, empezar a resolver el problema del significado humano asumiendo la
subjetividad individual no deja vía alguna para la solución.
Con todo, haciéndonos eco de los capítulos precedentes, la pregunta por el significado no es
preciso enmarcarla en la tradición individual. Existe un modo alternativo de enfocar el problema
del significado social: eliminar al individuo como punto de partida abre una gama de
posibilidades prometedoras. En lugar de empezar por la subjetividad individual y operar
deductivamente hacia una exposición de la comprensión humana a través del lenguaje, podemos
tal vez empezar nuestro análisis al nivel de la relación humana en la medida en que genera tanto
el lenguaje como la comprensión. Este enfoque ha tomado impulso gracias al movimiento

229
Los orígenes comunes del significado

semiótico encabezado por Peirce y Saussure y significativamente ampliado por Barthes, Eco,
Greimas, y muchos otros. En este caso la atención se dirige más al sistema del lenguaje o a los
signos comunes a una cultura dada. La sociedad se mantiene unida, en efecto, mediante la
participación común en un sistema de significación. Con el sistema de signos por consiguiente
subrayado, cabe enfocar la comprensión social como un subproducto de la participación en el
sistema común. En este sentido, no es el individuo quien preexiste a la relación e inicia el proceso
de comunicación, sino que son las convenciones de relación las que permiten que se alcance la
comprensión.
En aspectos importantes, la teoría literaria que acabamos de estudiar es compatible con la
tradición semiótica, o se basa fuertemente en ella. La teoría de la reacción del lector abandona el
problema del significado en la mente del autor, centrándose más bien en los sistemas de signos
compartidos de la comunidad interpretativa. En efecto, la comunidad genera el significado del
texto al apropiárselo en su sistema de signos. De manera similar, para Derrida, el significado de
cualquier significante dado es a la vez evanescente y contingente, dado que el significado siempre
se difiere a otros significantes y es finalmente difundido a través del sistema completo de
significación. Con todo, tal como también hemos visto, en la forma que revisten actualmente este
tipo de teorías no logran dar cuenta satisfactoriamente de los medios a través de los cuales los
seres humanos generan o sostienen el significado, ni en la tradición semiótica de un modo más
general se dan exposiciones unívocas de este proceso. Como observa un comentarista (Siess,
1986), «en ningún ámbito de la semiótica el sentido de la incerteza es más obvio y profundo que
en relación al significado» (pág. 88).
Sería prematuro en esta coyuntura ofrecer una exposición plenamente articulada del
significado social a partir de la perspectiva relacional. Resulta útil, sin embargo, esbozar una
gama de suposiciones rudimentarias, ampliando el diálogo existente y prefigurando un futuro
posible. Para ello, haré uso de la tradición semiológica y las corrientes más próximas, pero con
una orientación principal. La tradición semiótica se centra principalmente en las propiedades del
lenguaje (y de un modo más característico, en el texto); atribuye la producción del significado a
la modelización lingüística (o textual). Sin embargo, ampliando los argumentos del capítulo 2,
este foco oscurece el emplazamiento desde el que se deriva el significado. Las palabras (o los
textos) en sí mismas no llevan significado, no logran comunicar. Sólo parecen generar significado
en virtud del lugar que ocupan en el ámbito de la interacción humana. Es el intercambio humano
el que da al lenguaje su capacidad de significar, y tienen que ser el lugar esencial de interés.
Quiero, pues, sustituir la textualidad por la comunalidad. Este cambio nos permite reestructurar
mucho de lo que hasta ahora se ha dicho acerca del significado en los textos como un comentario
sobre las formas del estar en relación. 1 Al mismo tiempo, permite que se establezcan importantes
vínculos entre las tradiciones textuales y el análisis social. Examinemos, pues, algunas
estipulaciones rudimentarias para teoría relacional del significado humano.
Las prelusiones de un individuo no poseen en sí mismas ningún significado. En la
exposición intersubjetiva del significado, la mente del individuo sirve como fuente originaria. El

1
Piaget era plenamente consciente de la posibilidad de una invasión social de lo mental. En La psicología del niño,
él e Inhelder avisan de la amenaza que suponía la «escuela sociológica de Durkheim» y el argumento de que el
«lenguaje constituye no sólo un factor... esencial en el aprendizaje de la lógica... sino que es, de hecho, la fuente de
toda lógica para el conjunto de la humanidad» (pág. 87). Tanto Piaget como Inhelder proponen pruebas con que
rebatir esta posibilidad y restituir la conclusión individualista de que «el lenguaje no constituye la fuente de la lógica,
sino que, al contrario, es estructurado por ella» (pág. 90). Sin embargo, la «prueba» en este caso depende de las
suposiciones problemáticas de una mente interior, cuyas suposiciones también operan circularmente para garantizar
la conclusión.

230
Del yo de la relación

significado se genera en la mente y se transmite a través de las palabras y de los gestos. En el


caso relacional, sin embargo, no hay propiamente un inicio, ninguna fuente originaria, ninguna
región específica en la que el significado alce el vuelo, ya que siempre estamos ya en una
situación relacional con los otros y el mundo. Por consiguiente, para hablar de los orígenes
tenemos que generar un espacio hipotético en el que haya una prelusión (marca, gesto y demás)
sin incrustación relacional. Concediendo este caso idealizado, encontramos que la prelusión sola
de un individuo no logra por sí misma poseer significado. Se trata de algo que es más evidente en
el caso de cualquier morfema seleccionado (como son el, os, muy). En solitario, el morfema no
consigue ser nada más que él mismo. Opera, como en el caso textual como un significado de
posición libre, opaco e indeterminado. Uno puede generar una variedad de excepciones aparentes
a esta suposición inicial —grito de «ayuda» en la oscura noche, o secuencias de palabras más
extensas como «Coman en casa de Joe». Pero el valor comunicativo de este tipo de excepciones
inevitablemente demostrara que dependen de una historia a priori de relaciones, en la que gritos y
vallas publicitarias, por ejemplo, desempeñan un papel a la hora de coordinar los asuntos
humanos. Utilizando los términos de Bakhtin (1981), las «prelusiones no son indiferentes unas de
otras, no son autosuficientes; son conscientes de las otras y se reflejan mutuamente» (pág. 91).
Examinemos el sonido «woo» que emite con los labios una damisela en un claro cercano.
Aunque la prelusión se emite con un potencial de significación, finalmente es opaca. Incluso en el
contexto sigue siendo intraducibie.

El potencial para el significado se realiza a través de la acción complementaria. Las


prelusiones aisladas empiezan a adquirir significado cuando uno u otro se coordina con la
prelusión, es decir, cuando añaden cierta forma de acción suplementaria (ya sea lingüística o no).
El complemento puede ser tan simple como una afirmación («sí», «cierto») de que en realidad la
prelusión inicial ha logrado comunicar. Puede tal vez adoptar la forma de una acción (cambiando
la línea de mirada tras oír la palabra «¡Cuidado! »). Ahora bien puede extender la prelusión en
cierto sentido (cuando «se» emitido por un interlocutor va seguido por «acabó» emitido por un
segundo). En el caso de la damisela, el significado se genera cuando oímos una voz que responde
a «Woo» con «Sí, cariño» que proporciona al sonido el significado de llamar a alguien por su
nombre.
Por consiguiente, encontramos que un individuo aislado nunca puede «significar»; se exige
otro que complemente la acción y darle así una función en la relación. Comunicar es por
consiguiente el privilegio de significar que otros conceden. Si los otros no tratan las prelusiones
de uno como comunicación, si no logran coordinarlas alrededor del ofrecimiento, este tipo de
prelusiones queda reducido al absurdo. En este aspecto, prácticamente a cualquier forma de
prelusión se le puede otorgar el privilegio de ser significativa o, inversamente, de ser una
candidata al absurdo. Being There, de Kosinski, nos aporta numerosos ejemplos, maliciosos a
veces, de cómo las palabras de Chauncy Gardner, un tonto aparentemente, alcanzan la
profundidad a través de los creyentes que le rodean. Los ejercicios de Garfinkel (1967) al poner
en tela de juicio los rituales de rutina de la conversación cotidiana —«¿Exactamente, qué quieres
decir con "llanta plana"?»— demuestra la posibilidad de abortar incluso a los candidatos más
evidentes y sofisticados al significado.
En términos semióticos, estoy intentando eliminar el significado tanto de las estructuras
impersonales del texto como del «sistema del lenguaje» y situarlo en el proceso de relación. Para
muchos semióticos, la unidad fundamental de significado se halla contenida en la relación entre
significante y significado; no está colocada dentro en una de las dos unidades individualmente,
sino en el vínculo entre ambas. Aquí, sin embargo, elimino la vinculación de su ubicación textual

231
Los orígenes comunes del significado

y la sitúo en el ámbito social. Por consiguiente, podemos considerar las acciones de un individuo
como un «significante» primitivo, mientras que las respuestas de otra persona ahora ocupan el
lugar del «significado». Esta relación «significa» —en términos semióticos el significante-
vinculado-con-el-significado— es ahora sustituida por acción-y-complemento. Sólo en virtud de
la complementariedad de los significantes, las acciones significantes cumplen su capacidad de
significar, y es sólo en la relación de la «acción-y-complemento» como se ha de situar el
significado. Utilizando los términos de Shotter (1993b), el significado no nace de la acción y la
reacción de la acción conjunta.

Los complementos actúan tanto para crear como para limitar el significado. La acción
inicial del individuo (prelusión, gesto y demás) no exige, en el ámbito hipotético que he
desarrollado hasta aquí, ninguna forma particular de complementación. Al estar solo carece de
fuerza lógica (Pearce y C roñen, 1980). El acto de complementariedad por consiguiente opera de
dos modos opuestos. Primero, garantiza un potencial específico a la significación de la prelusión.
La trata como significando esto y no aquello, como induciendo una forma de acción en oposición
a otra, como situando determinadas demandas en oposición a otras. Por consiguiente, si me
preguntan «tiene fuego» puedo reaccionar mirándole con asombro (y por consiguiente negando
aquello que usted ha dicho como acción significativa). O, a la inversa, puedo reaccionar en una
variedad de modos diferentes, cada uno de ellos concediendo un significado diferente a la
prelusión. Por ejemplo, puedo buscar nerviosamente en mis bolsillos y responder «no», puedo
responder «sí» e irme, puedo decirle «no despacho cerveza», puedo pedirle qué quiere realmente,
o puedo incluso gritar y ponerme en posición fetal.
Al mismo tiempo, creando la significación del interlocutor de una de estas diversas formas,
simultáneamente actúo acortando su potencial para muchos otras. Dado que lo he creado como
significando esto, no puede significar aquello. En este sentido, mientras invito a mi interlocutor a
existir como portador de significado (como «agente intencional»), también actúo de tal modo que
niego el potencial de mi interlocutor. Del enorme abanico de posibilidades, por consiguiente creo
dirección y reduzco temporalmente las posibilidades de la identidad y actuación de mi
interlocutor. Pero este acortamiento no tiene que ser considerado unidireccional, al crear y
delimitar el complemento aquello que ha precedido. En estado más o menos ordenado de la vida
cultural corriente, las coordinaciones acción-complemento están ya dispuestas. Las acciones
parecen tener una fuerza lógica —exigir determinados complementos en oposición a otros—
porque sólo estos complementos se consideran sensibles o significativos. Así, pues, aunque es
posible en principio caer en una posición fetal, se corre el peligro de abortar las posibilidades
mismas del significado dentro de la relación. De este modo, la relación acción-complemento es
más indicado considerarla como recíproca: los complementos operan determinando el significado
de las acciones, mientras que las acciones crean y limitan la posibilidad de complementación.

Cualquier complemento (o acción-y-complemento) es un pretendiente a una


complementación adicional. El complemento una vez realizado llega a ocupar la misma posición
que la acción inicial o prelusión. Está abierto a más especificación, clarificación u olvido a través
de las acciones consiguientes del actor inicial (o de otros). Su función de complemento, por
consiguiente, es tanto transitoria como contingente en lo que sigue. Por consiguiente, el
complemento finalmente no añade significado, sino que hace las veces de un elemento funcional
temporal y anulable. Esto no equivale a decir que el complemento sea un acontecimiento aislado
similar a la «acción» hipotética con la que empezamos —una acción que no tiene significado
hasta que se ve clarificada mediante una complementación ulterior—. Más bien, dado que el

232
Del yo de la relación

complemento se produce en el contexto de la acción inicial, y ha sido creado y limitado por esa
acción, vemos que es la relación entre acción y complemento lo que pasa a estar sujeto a una
futura revisión y clarificación. Así, por ejemplo, si me pides si tengo fuego, y respondo que «sí»
y me voy, hemos formado una unidad que ha de ser resignificada por ti. Si me miras fijamente
con asombro, dejas de garantizar un intercambio significativo. Si, no obstante, reniegas en voz
alta mirándome mientras me voy, afirmas que la acción y el complemento tenían significado (en
este caso, mi complemento hace las veces de una reacción malévola e insensible a la pregunta
que me hiciste). Del mismo modo, puedes quedarte asombrado por mis comentarios sobre servir
cerveza, negando por consiguiente el acto-y-complemento en tanto que comunicación; ahora
bien, puede que reacciones riendo (garantizando mi acto de referencia alusiva a la luz de los
comerciales de cerveza) y, por consiguiente, restituyendo al intercambio un status significativo.
Simultánea a la instigación del complemento de segundo orden, la reacción entre los
interlocutores se ha visto ampliada en su potencial y de nuevo constreñida. De todos los
significados posibles que pueden darse a la pregunta planteada y mi respuesta en términos de
servir cerveza, tu risa nos constituye como habiendo hecho una broma juntos. En este sentido, tus
risas nos otorgan una forma particular de potencial, algo que no nos proporciona, por ejemplo, un
fruncir el ceño o una breve réplica. Y al igual que sugiere un futuro, cierra también
temporalmente la puerta a otros.

Los significados están sujetos a una reconstitución continua a través del dominio en
expansión de la complementación. A la luz de estas consideraciones encontramos que «aquello
que se quiere decir» y lo que se comunica entre dos personas son algo inherentemente
indecidible. Esto es, el significado se presenta como un logro temporal sometido a continuo
acrecentamiento y modificación a través de significaciones suplementarias. Todo aquello que
queda fijado y establecido en un ejemplo tal vez puede ser ambiguo o deshecho en el siguiente.
Sarah y Steve tal vez se encuentran frecuentemente riendo juntos, hasta que Steve anuncia que la
risa de Sarah es «antinatural y forzada», cuando ella intenta presentarse como una «persona
acomodadiza» (en cuyo caso la definición de las acciones previas se alteraría). Ahora bien,. Sarah
anuncia, «eres tan superficial, Steve, que realmente no te comunicas» (negando así el intercambio
mismo como forma de actividad significativa). Al mismo tiempo, estas últimas posturas en la
secuencia vigente están sujetas a la negación («Steve, eso es un disparate») y a la modificación
(«Sólo lo dices, Sarah, porque encuentras a Bill muy atractivo»). Estos ejemplos de negación y
modificación están sujetos a un cambio continuo a través de la interacción con y entre los demás
(amigos, parientes, terapeutas, el medio, y similares). También puede que sean eliminados
temporalmente del intercambio mismo (consideremos una pareja divorciada que,
retrospectivamente, redefine toda su trayectoria matrimonial o, por ejemplo, tengamos en cuenta
las deliberaciones del Tribunal Supremo sobre el significado del Bill of Rights [Acta de
derechos]).
El carácter fundamentalmente abierto de «lo que se quiere decir» con-duce a una
exploración de la gestión social del significado. La temprana obra de Garfinkel (1967) sobre el
carácter de indexación del significado y el carácter ad hoc del tener sentido en una relación son
aportaciones clásicas en este ámbito. Estudios acerca de los modos en que las comunidades de
científicos elaboran enfoques mutuamente aceptables de «los hechos» (Latour y Woolgar, 1979),
los psicólogos elaboran trabajosa y colectivamente una visión del sujeto humano (Danziger,
1990), las familias establecen visiones mutuamente aceptables del pasado (Middieton y Edwards,
1990), los conocidos estructuran las identidades respectivas (Shotter, 1984) y las figuras políticas
renegocian el significado de sus discursos públicos (Edwards y Potter, 1992), todo ello sirve para

233
Los orígenes comunes del significado

llenar la imagen del significado en vías de formación.


Llegados a este punto, sin embargo, encontramos que el foco exclusivo puesto en las
relaciones microsociales es, por lo menos, demasiado estrecho. Si «tengo sentido» es algo que no
cae finalmente bajo mi control, pero tampoco está determinado por uno o por el proceso diádico
en el que el significado se abre camino hacia la realización. Derivamos nuestro potencial para
significar en la diada, de nuestra inmersión previa en una gama de otras relaciones. La relación es
una prolongación de anteriores pautas de tener sentido. Y, cuando nos movemos hacia afuera
desde nuestra relación para comunicar con otros, ellos también sirven de complementos a nuestra
pauta relacional, alterando, así, de un modo potencial el sentido que hemos logrado; estos
intercambios puede que sean complementados y transformados en su significado por otros más.
En efecto, la comunicación significativa en cualquier intercambio dado depende finalmente de
una gama prolongada de relaciones, que se extiende, cabría decir, a las condiciones relaciónales
de la sociedad como un todo. Todos nosotros estamos de este modo interdependientemente
Íntervinculados sin la capacidad de significar nada, de poseer un «yo», salvo en virtud de la
existencia de un mundo potencialmente aprobado de relaciones.

Al igual que las relaciones se coordinan (ordenan) cada vez más, asimismo se desarrollan
las antologías y sus instanciaciones. Existe una estrecha relación entre significado y orden. Si el
intercambio entre dos individuos es aleatorio, de modo que cualquier acción por parte de uno
puede servir de preludio a cualquier reacción del otro, difícilmente podemos llamar al
intercambio significativo. Sólo cuando el intercambio desarrolla orden de modo que la gama de
contingencias se restringe, avanzamos hacia el significado. 2 Si te lanzo una pelota y la envías a
otra parte, te lanzo otra y te la guardas en el bolsillo, y te vuelvo a lanzar otra más y la aplastas
bajo tu pie, no hemos logrado según las reglas comunes generar significado. Sin embargo, si te
lanzo una pelota y la coges y me la devuelves, y a cada lanzamiento que prospera haces lo
mismo, entonces has dado a mi lanzamiento el significado de una invitación que te hacía para que
devolvieras el lanzamiento, y viceversa. Las acciones, por consiguiente, llegan a tener significado
dentro de secuencias relativamente estructuradas. 3
Esto también significa que los participantes en una relación tenderán a desarrollar una
ontología positiva o una gama de «apelaciones» mutuamente compartidas que crean el mundo
como «esto» y no «eso», que permiten que la interacción prosiga aproblemáticamente. Por
consiguiente, los investigadores en astrofísica no cambian su vocabulario de un momento a otro,
ya que al hacerlo destruirían la capacidad del grupo para alcanzar lo que dan en llamar
«resultados productivos de la investigación». El funcionamiento efectivo del grupo depende del
hecho de mantener un lenguaje relativamente estable de descripción y explicación (véase el
capítulo 3). En términos más amplios, la ontología positiva pasa a ser el abanico que una cultura
muestra de comprensiones sedimentadas o de sentido común. Esta modelización reiterativa es lo
que precisamente permite a los especialistas tratar el lenguaje como un «sistema» o como una
estructura fija con implicación lógica y/o como regido por reglas. 4

2
Dicho de otro modo, demostrando que aquello que damos en llamar comprensión en una relación se consigue no
accediendo a la subjetividad del otro, sino llevando a cabo una acción apropiada dentro de una secuencia establecida.
3
Aunque el presente análisis sugiere una considerable libertad en cuanto a la propia capacidad de crear y restringir el
significado, la existencia de pautas de larga duración de intercambio en el seno de la cultura prácticamente garantiza
que no «todo vale».
4
No debe concluirse que estamos, por consiguiente, encerrados en sistemas de significado conflictivos más o menos
permanentes. Las nuevas formas de relación siempre son posibles; uno no está impedido de participar en formas

234
Del yo de la relación

Cuando el consenso se establece, también lo son las bases tanto para la comprensión como
para el malentendido. Tal como vemos, las relaciones tienden hacia secuencias ordenadas y
recursivas en las que el significado se vuelve transparente a los diversos participantes. Con todo,
estas suposiciones en sí mismas nos dejan sin una justificación de los significados erróneos —
casos en los que las personas afirman no comprender o no lograr comprenderse entre sí— A tenor
del anterior análisis, queda claro que los problemas de incomprensión no pueden solucionarse
recurriendo a las subjetividades individuales. Los individuos no crean malentendidos en virtud de
la inaccesibilidad del contenido mental del otro, o de un fallo en su propio funcionamiento
mental. Sin embargo, la exposición relacional desarrollada aquí sugiere respuestas muy
diferentes, aunque afines. Primero, y de manera más simple, existen múltiples contextos en los
que se forman las relaciones y se desarrollan las ontologías locales. La participación en un
conjunto como éstos de actividades coordinadas no es ninguna preparación necesaria para otros.
La formación en lengua inglesa y sus pautas asociadas de coordinación es una preparación escasa
para hacerse entender en la China rural. Tanto los niños como los estudiantes tienen que hacer
una inmersión en las convenciones de coordinación antes de que pueda producirse una
«comprensión adecuada».
Este último punto está directamente relacionado con una segunda base para la tergiversación
y el malentendido. Hasta ahora he hecho hincapié en la consecución de la coordinación en las
diadas o los grupos. Sin embargo, es importante señalar que el concepto de «comprensión» es un
indexador occidental. Por tradición marcamos diversas formas de coordinación en términos de si
se ha producido la «comprensión» y lo hacemos en función de diversos propósitos sociales. Así,
una pareja podría alcanzar una rutina perfectamente coordinada de polémica, aunque según las
reglas culturales diremos que se «malentienden» entre sí. Pero si dirigiéramos una obra de teatro
en la que la pareja tuviera que pelearse, podríamos concluir que los actores logran una perfecta
comprensión cuando la pelea se hace más intensa. Así, pues, en muchos casos, los fracasos en la
comprensión puede que se constituyan como tales a través de procesos particulares de
calificación propios a la cultura. Este tema es especialmente importante en casos en los que los
individuos son condenados por desavenencia. Según la presente exposición, castigar a un
estudiante que no «consigue comprender la aritmética» no está más justificado que considerar
responsable al maestro por su fracaso docente. En ambos casos, el «hecho de no comprender»
nace de un problema en la coordinación mutua.
Consideremos una tercera fuente de desavenencia o malentendido, relevante para personas
que comparten formaciones culturales similares. Aquí la gente emplea un lenguaje común, pero
encuentra el proceso de generación de la comprensión (coordinación mutua) cargado de
dificultades. Desde nuestra perspectiva, estas disarmonías pueden comprenderse en parte como
un resultado del carácter continuamente en desarrollo de la cualidad relaciona! humana. A
medida que la gente se abre paso a través de la vida, el dominio de las relaciones
característicamente se expande y el contexto de cualquier relación dada cambia. En efecto,
continuamente nos enfrentamos a cierto grado de novedad —nuevos contextos y nuevos
desafíos—. Con todo, nuestras acciones en cada momento pasajero necesariamente representarán
cierto simulacro del pasado; tomamos prestadas, reformulamos y remendamos diversas piezas de
relaciones precedentes a fin de lograr la coordinación local del momento. Significar en ese ahora
es siempre una tosca reconstrucción del pasado, una ristra de palabras arrancadas de contextos
familiares e insertadas precariamente en la realización que surge en el momento presente. De un

nuevas o ajenas de inteligibilidad, de la misma manera que toda una vida dedicada a jugar al ajedrez no nos impide
ser socializados jugando al croquet.

235
Los orígenes comunes del significado

modo más personal, a cada nueva relación la propia identidad lleva una relación metafórica con
la propia identidad pasada: una translación del yo a partir de un contexto previo (literal) a uno
nuevo en el que las acciones anteriores, ahora repetidas, adquieren nuevos significados. En este
sentido, cada instrumento cultural para generar significado (palabras, gestos, imágenes y demás)
está sujeto a una recontextualización múltiple. Cada término en el lenguaje pasa a ser polisémico,
con una multiplicidad de significados. Por consiguiente, nos encontramos con la siguiente
situación: cada movimiento en una secuencia coordinada es simultáneamente un movimiento en
las otras secuencias posibles; cada acción es por consiguiente una invitación posible a una
multiplicidad de secuencias inteligibles, cada significado es potencialmente algún otro, y la
posibilidad para el malentendido o la desavenencia está permanente y constantemente al alcance
de la mano.
Existe una cuarta fuente significante de malentendidos en las culturas y en muchos sentidos
es la más sugerente en cuanto a sus consecuencias. El teórico ruso de la literatura Mikhail
Bakhtin (1981) reconocía dos tendencias principales en las pautas lingüísticas de una cultura: una
centrípeta (que se mueve hacia una centralización o unificación del significado) y la otra
centrífuga (descentrando e inquietando la unidad existente). Así, pues, las tendencias lingüísticas
hacia la estabilización están por siempre compitiendo con las que se apartan de ella. «Cada
prelusión participa en el "lenguaje unitario"... y al mismo tiempo tiene rasgos de heteroglosia
social e histórica» (pág. 272). En el contexto presente, podemos enmarcar esta dinámica opositiva
en términos de ámbitos discursivos en competencia: la confianza centrípeta se manifiesta como
un dominio de ontología positiva, y la centrífuga en una generación constante de la marginalidad:
significados contrapuestos o subvertidores de la ontología positiva. Cuando la ontología positiva
se constituye, genera las bases sobre las que cimentar una ontología negativa, u oposicional. Tal
como propuse en el capítulo 1, los acuerdos sobre «lo que hay» se hacen siempre contra el telón
de fondo de «lo que no hay». Por consiguiente, en un sentido amplio, cada comunidad de
significado desata el potencial de su propia destrucción.
La exigencia de la ontología negativa tiene consecuencias importantes para el problema de
la comprensión. La inicial diada o comunidad de elaboradores de significado se enfrenta a la
persistente posibilidad de negación —siendo sus premisas sustituibles por premisas opuestas— y
por consiguiente a la amenaza de exterminación relacional. En la medida en que las comunidades
se sostienen en virtud de conceptos como Dios, democracia, igualdad..., tienen que estar siempre
vigilantes y negar discursos como el ateísmo, el fascismo, el racismo. Esta posición antagonista
no existiría si no fuera por la articulación inicial de la ontología positiva. Simultáneamente, sin
embargo, la vigilancia y la defensa van aduciendo razones para un malentendido sistemático. Ya
que para aquellos que están dentro de la ontología positiva, «una comprensión del otro» —una
coordinación con la ontología negativa— amenazaría su realidad y, por consiguiente, su vida
relacional. Discutir, deliberar o argumentar con la oposición, en este sentido, probablemente no
conducirá a la comprensión, ya que cada parte colocará un medio para sostener la «maldad» del
otro.

El significado en el contexto del estudio del desarrollo

Tejiendo las diversas líneas recientes de investigación y ampliándolas, he intentado exponer


los rudimentos de una justificación relacional del significado. La formulación prevé la generación
de significado como un proceso tenue y dinámico, en el que la comprensión del lenguaje (o de las
acciones) del otro es la consecución de una coordinación fructífera —en términos de reglas
locales de juicio—. Comprender no es, pues, un acto mental que se origina en la mente sino una

236
Del yo de la relación

consecución social que tiene lugar en el dominio público. Al mismo tiempo, cada coordinación
localizada depende de las vicisitudes de los procesos sociales más amplios en los que está
incrustada, y es, por consiguiente, vulnerable a la reconstitución como un proyecto suspendido.
La consecución de la comprensión no es, pues, el resultado de mi deliberación personal, sino de
la acción coordinada; y es nuestra consecución primeramente en virtud de los procesos culturales
en que estamos inmersos. Además, cada consecución de significado en un grupo pone en
movimiento fuerzas que trabajaran desestabilizando y generando desavenencia o malentendido.
En efecto, encontramos una relación íntima interdependiente entre el consenso y el conflicto: el
hecho de generar comprensión social pone las bases para su disolución potencial.
Mi argumentación en este capítulo sostiene la crítica del cognitivismo que está presente en
toda esta obra. También estoy en contra de las teorías del significado que se basan en las
suposiciones de la intersubjetividad. El enfoque tradicional del significado como producto de la
mente individual genera un conjunto de problemas inmanejables en relación con la comprensión
social. Al comenzar con la coordinación comunal y no por la subjetividad individual, sin
embargo, evitamos las críticas planteadas por la hermenéutica contemporánea y la teoría
desconstruccionista. Con todo, los críticos pueden responder que así como la exposición
tradicional deja al individuo incapaz de entrar a formar parte de relaciones, así también el
enfoque comunitario nos deja con el problema de cómo el individuo adquiere capacidades
sociolingüísticas. ¿Cómo adquiere el niño capacidades lingüísticas? ¿Cómo consigue la
coordinación? Seguramente cierta exposición de este proceso es necesaria. Y, tal como los
críticos podrían argumentar, las respuestas a este tipo de cuestiones parecerían requerir una teoría
de la psicología individual. En realidad ésta es la opinión de Nelson (1985), tal como la expresa
en Making Sense: The Acquisition of Shared Meaning. «El estudio del desarrollo del
significado», confiesa esta autora, «depende de la determinación de cómo la sistematicidad
interna surge de la experiencia externa del significado en el contexto» (pág. 9). Con todo,
haciéndonos eco de mi argumento inicial, tal vez sea infructuoso plantear el problema en estos
términos. El problema de cómo lo «externo» se infiltra en lo «interno» es un enigma tan
intratable como otro, afín a éste, sobre cómo lo interno se transforma en sonidos y señales para el
consumo de otros. Ambos problemas caen fuera de la tradición individualista, y tal como he
intentado demostrar, tampoco son solucionables en principio.
Al mismo tiempo, un enfoque relacional del significado nos permite plantear la pregunta por
la adquisición de un modo diferente. Los vocabularios descriptivos y explicativos del teórico
relacional deben, si son plenamente desarrollados, proporcionar una plena justificación de la
acción humana, inclusive de la socialización del individuo. «¿No sucede nada en el interior del
individuo cuando es expuesto a las acciones de otros?», pueden añadir los críticos, «¿Y no es esto
esencial al determinar lo que hace la persona?» Ciertamente, algo sucede de hecho, pero una
justificación únicamente psicológica o cognitiva de esta cosa que sucede no es más esencial que
una explicación de carácter neurológico o, incluso, que otra que estuviera forjada en términos de
física atómica. Todas ellas son modos de caracterizar al individuo en movimiento, pero ninguna
es fundamental para generar un sentido de la comprensión. Ninguna es exigida a fin de hacer que
las acciones del individuo sean comprensibles. Una descripción de la «esencia interna» del
individuo no parece más necesaria para avanzar en los tipos de relaciones en que se logra la
comprensión que una exposición de las propiedades atómicas de una pelota de tenis individual lo
es para ganar el trofeo de Wimbledon.
Con ello no se extingue el derecho de derimir toda hipoteca de «psicologización» futura. Tal
como hemos visto, las exposiciones psicológicas son esenciales a la vida cultural de Occidente,
no a causa de su exactitud descriptiva, sino porque son rasgos constitutivos de las pautas

237
Los orígenes comunes del significado

relaciónales. Si no puedo hablar de «mis pensamientos, intenciones, esperanzas, sentimientos,


deseos» y similares, existen muchas formas de vida cultural en las que difícilmente puedo
participar. La especialidad profesional de la psicología es —para bien o para mal— una
aportación importante a la reserva de recursos simbólicos de la cultura. Y puede en realidad que
haya un lugar para un vocabulario específicamente «cognitivo» dentro de la estructura relacional
que he subrayado. En particular, con una reconceptualización de la «cognición», términos como
éstos podrían utilizarse para dar cuenta de las acciones sociales implícitas: ensayo privado,
actuación o actividad anticipadora que de otro modo adquiere su significado e importancia de su
ubicación en las secuencias relaciónales. Un enfoque como éste es coherente con la obra de
Shotter (1993a), Harré (1986), y Wertsch (1991), entre otros.
Esto nos conduce, por lo menos, a las conclusiones de un enfoque relacional del significado
para la teoría y la investigación sobre el desarrollo. Tres cuestiones tienen especial importancia.
Ante todo, mis argumentos se abren enérgicamente paso hacia exposiciones relaciónales del
desarrollo humano. Es decir, en lugar de considerar el desarrollo en términos de un despliegue
ontogenético (naturaleza) o de impacto medioambiental (educación), el análisis puede de un
modo más provechoso centrarse en las unidades y procesos relaciónales. Ni la causalidad formal
ni la eficiente son necesarias en cuanto a los propósitos explicativos en este tipo de casos: todos
los elementos en el proceso relacional pueden relacionarse como piezas de un rompecabezas o
instrumentos en un cuarteto de cuerda. Las relaciones pueden adecuadamente describirse y
explicarse sin referencia a los conceptos de causa y efecto. Existen, desde luego, puntos de
partida afines e importantes disponibles ya en el ámbito del desarrollo. Las obras de Kurtines y
Gewirtz (1987) sobre las dimensiones sociales del desarrollo moral, Rogoff (1989) sobre el
aprendizaje infantil, Youniss y Smollar (1985) sobre las relaciones adolescentes, Corsaro (1985)
sobre la amistad en los primeros años, y Hinde (1988) sobre las relaciones en las familias, se
cuentan entre las más destacadas. El reciente renacer de la teoría de Vygotsky es también un
testimonio del «cambio hacia lo social». Sin embargo, a mi entender, la mayoría de este tipo de
obras se queda inmóvil, tímida ante la perspectiva de entrar en el ámbito relacional. Ya que en la
mayoría de estos casos, una preocupación por lo social es secundaria respecto de un interés por lo
individual. El mundo social se dice que influencia el desarrollo cognitivo o emocional del niño
individual, o al revés, pero la psique del niño individual sigue teniendo un interés central.
Mientras el funcionar del individuo siga siendo la base para una comprensión de las relaciones
del niño, las relaciones seguirán siendo secundarias y sintéticas.
A mi juicio, la investigación sobre el desarrollo humano puede ampliarse últimamente a las
esferas más amplias de la socialidad. La relación madre-hijo es seguramente un punto de partida
importante, pero tiende a tener la misma cualidad sumergida que «la mente del niño». Esto es, la
relación madre-hijo tiende a ser considerada de un modo aislado respecto al resto de la esfera
cultural. También es insuficiente extender el campo de interés al conjunto pleno de relaciones
familiares, o a los amigos y la comunidad.
El desarrollo humano puede ser considerado de un modo más fructífero como un rasgo
constitutivo de un proceso social más amplio, plenamente enredado en las prácticas económicas,
políticas, educativas y tecnológicas de la cultura. De hecho, las relaciones padre-hijo son, a veces,
independientes; se constituyen mediante pautas circundantes de vida cultural, y funcionan de
manera importante en su seno (en la comunidad, el lugar de trabajo, los lugares de ocio, etc.). Los
ejercicios de un adolescente para tomar decisiones, por ejemplo, son sólo en el sentido más
limitado posesiones de la mente adolescente. Pueden ser consideradas con más utilidad como
resultados de una amplia pauta de relaciones que inmediatamente conectan al adolescente con sus
amigos y la familia, pero también con la economía (disponibilidad de trabajo), la política

238
Del yo de la relación

(políticas de planificación familiar), los medios de comunicación (obras sobre el aborto) y demás.
Al mismo tiempo, una decisión local puede tener un efecto resonante de amplias consecuencias.
Defender el aborto sirve de modelo a otros, permite que las clínicas funcionen, y galvaniza la
resistencia contra el aborto. En este sentido, las decisiones individuales sobre el aborto son
inherentemente colectivas, tanto en cuanto a sus orígenes como en sus reverberaciones. Un
enfoque relacional favorece una extensión significativa del estudio del desarrollo.
Finalmente, insistiendo de nuevo en las preocupaciones expuestas en el capítulo 2, el
centrarse en la exposición relacional persuade al profesional a adoptar una postura de
autorreflexión. Ampliar las consecuencias de las propuestas de Wittgenstein relativas al
significado lingüístico como un producto del uso social llama la atención por la manera como la
teoría y la investigación del desarrollo están ellas mismas inmersas en pautas de relación más
amplias. La psicología del desarrollo ha ocupado una posición de importancia central en la
información de la cultura acerca de la naturaleza del niño. La teoría del desarrollo a menudo salta
las fronteras de los círculos profesionales y toma parte en las prácticas más amplias de la
sociedad. (Consideremos, por ejemplo, la teoría piagetiana y su repercusión en las prácticas
educativas y en los manuales de educación infantil.) Considerar cómo en el ámbito de la
profesión escogemos caracterizar las vidas humanas constituye un tema de gran importancia ética
y social. Tal como he intentado sostener, hay mucho que decir en favor de dejar atrás un enfoque
individualizado del funcionar humano.

239
Fraude: de la conciencia a la comunidad

Capítulo 12
Fraude: de la conciencia a la comunidad

La decepción, la hipocresía, el fraude, todo parece predominar cada vez más en nuestras
vidas cotidianas, a pesar de las graves penas que a menudo resultan. ¿La fiebre moral de la
cultura desgasta? Para el construccionista, el engaño, el fraude, como concepto y como fenómeno
cultural tiene que examinarse cuidadosamente. La suposición del engaño o fraude depende de una
creencia gemela en «narraciones verdaderas y honestas». Si esta última presunción es puesta en
tela de juicio, tal como sugieren los anteriores capítulos, entonces el engaño también se vuelve
problemático, y pasa a ser exigible una concepción alternativa de lo que comúnmente
consideramos como decepción. Hemos considerado los rudimentos de un enfoque relacional del
yo, de la emoción y de la comunicación. Ahora quiero prolongar este razonamiento al reino del
engaño y, con esta reformulación volver a este problema societal con un nuevo enfoque de sus
orígenes y consecuencias.
Existen pocos términos en inglés que lleven la fuerza crítica de deceit engaño o de sus
variantes: «fraude», «mendacidad», «trampa» «duplicidad».
El curiosamente irrestricto reprender a los niños cuando mienten a sus padres, la expulsión de la
profesión de aquellos científicos que falsifican sus datos, la incapacitación de las figuras políticas
que defraudan al público, todo ello sugiere una animosidad enorme y omnipresente respecto al
responsable. Al mismo tiempo, el castigo ritual de lo fraudulento constituye una realización
espectacular de la ideología del individualismo. Un individuo es fraudulento cuando es (1)
conocedor de la verdad y (2) intencionalmente oculta o distorsiona este conocimiento al
comunicarse con otros. En efecto, las principales características definitorías del fraude son
esencialmente psicológicas. Dado que la duplicidad se considera una acción inmoral, su aparición
se atribuye característicamente a una condición de conciencia subdesarrollada o deteriorada. Es el
individuo quien defrauda, quien tiene que ser considerado responsable y, finalmente, es el
individuo quien tiene que ser sometido a enmienda y castigo. El simple concepto de fraude, por
consiguiente, se incrusta en una enorme red de acciones discursivas y no discursivas. El uso
común de los términos no implica nada más que un enfoque del orden social como derivado y
dependiente de las mentes y corazones de los individuos.
Desde la época de Aristóteles hasta ahora, los especialistas, sabios y eruditos han hecho
cuanto han podido por reforzar esta opinión. Así, para Kant mentir era algo inmoral en gran
medida porque infringía el deber del individuo para consigo mismo. El individuo expresa su
plena naturaleza moral a través de la acción moral, y al decepcionar a los demás infringe las
reglas de la acción moral. Engañar es por consiguiente cobarde, una debilidad de carácter, una
capitulación a las bajas inclinaciones, ya que es efectivamente una traición de la naturaleza propia
más profunda. 1 Otros sostienen que mentir es una ofensa que el individuo hace a otros. Socava la
confianza o a fe común necesaria para la buena sociedad y destruye la base misma de la relación
humana, inclusive la posibilidad tanto de la justicia como del amor. 2 Además, el fraude es una
forma de dominación, socava la posibilidad de la igualdad en la relación, dando al mentiroso una
injusta ventaja sobre los demás.
A la luz de los argumentos desarrollados en los primeros capítulos, sin embargo, tenemos

1
Véase sobre todo La doctrina de la virtud, de Kant (1971).
2
Sissela Bok (1978) incorpora este enfoque en su general «principio de veracidad» (pág 32) y lo hace remontar a los
escritos de Cicerón a través de las filosofías de la moral del.siglo XX.

240
Del yo de la relación

que detenernos brevemente. Ya hemos descubierto que los enormes problemas son inherentes a
las distintas formas psicológicas de explicación. No existen medios ni conceptuales ni
psicológicos que garanticen las afirmaciones acerca de la mente; los intentos de representar el
mundo mental como un espejo del mundo físico y considerar los actos mentales como causantes
de los actos físicos son profundamente imperfectos Las suposiciones acerca del funcionar mental
pueden de un modo más convincente hacerse remontar a procesos de intercambio social, y están
por consiguiente, sujetos a influencias culturales e históricas. Además, la ideología del individuo
independiente favorecida por la explicación psicológica, que considera a las personas como
fundamentalmente solitarias e incapaces de comprender a otros, es problemática. Cuando estos
argumentos apuntan al concepto de fraude o engaño, vemos que sus ingredientes psicológicos
centrales, autoconocimiento e intención, son puestos ambos en tela de juicio Ambos parecen ser
construcciones peculiares de la concepción occidental de la mente, ambos son anulables y
ninguno está sujeto a una justificación fundamental.
En consecuencia, lo que vengo a sostener es que poner en tela de juicio la base psicológica
del fraude o el engaño exige una reconsideración de su carácter, juntamentente con la enemistad
con la que se sostiene. Para el construccionista esta exigencia es la más acuciante de todas, dado
que el concepto de falsedad también depende en cuanto a su inteligibilidad de un concepto de la
verdad. Sin una suposición firme del hecho de «decir la verdad» ¿cómo podríamos identificar qué
es «decir una mentira»? Con todo tal como han puesto en claro los capítulos anteriores, el
concepto de verdad objetiva es problemático. Es poco el apoyo que cabe dar a la suposición de
que el lenguaje puede reflejar o ser un espejo de los estados de cosas independientes. Si el
lenguaje no representa lo que es en realidad —ni exacta ni inexactamente—, sale perjudicado el
enfoque tradicional del lenguaje como portador de la verdad. Y si el lenguaje no es el portador de
la verdad, entonces ¿qué significa decir una mentira? ¿Cómo puede uno engañar o embaucar si
no existe ninguna exposición que justifique viablemente lo que es una representación exacta?
Al mismo tiempo, términos como «fraude» y «engaño» se utilizan en los asuntos cotidianos
con cierto grado de fiabilidad. Existen acontecimientos públicos que pueden calificarse con estos
términos y merecer un amplio acuerdo. En lugar de argumentar a favor del abandono de estos
términos, por consiguiente, la vía más prudente es la de la reconstitución: reconceptualizar el
fraude o el engaño y, de un modo más específico, expresar su significado en términos de
prácticas relaciónales. En este caso, mi exposición amplía los argumentos de los capítulos
precedentes para una reconstrucción microsocial de los predicados psicológicos. Al hacerlo,
argumentaré también que podemos anticipar una aceleración del engaño en las próximas décadas.
Los cambios tecnológicos están afectando a la vida social de modos que harán que el fraude o el
engaño se convierta cada vez más en el resultado posible. Finalmente, al enfrentarnos con el
engaño, espero mostrar que la tradición de la aprobación moral es de una utilidad limitada y
problemática. Desde la perspectiva relacional, nuestra atención puede que útilmente mude su
temática de las cuestiones de la conciencia y la corrección a temas de lealtad social conflictiva.

Realidades múltiples y el surgimiento del fraude

Un análisis del fraude depende primero de que se disponga de una justificación de la verdad:
reglas adecuadas respecto a las cuales puedan contrastarse las desviaciones y las falsedades.
Mucho se ha dicho ya contra los enfoques tradicionales de la verdad como reflexión exacta en la
mente del mundo o como espejo que refleja la realidad. He roto una lanza, en cambio, por la
concepción de la verdad como construcción cultural, como el subproducto de relaciones que se
dan entre personas. Tal como desarrollé en los capítulos precedentes, podemos tal vez afirmar

241
Fraude: de la conciencia a la comunidad

que cuando las personas interactúan en el tiempo tenderán a generar una ontología local, un
lenguaje de representación que les permita llevar a cabo sus relaciones de formas satisfactorias.
Las comunidades harán un gran esfuerzo —incluyendo tanto a la censura pública como al castigo
público— para sostener la verdad y lo real, ya que lo que está en juego es nada menos que la
vitalidad continuada de un modo de vida. Derivando del capítulo 1 la preocupación por las
formas integrales de inteligibilidad, consideremos esta unidad inicial de elaboración de la
realidad como un núcleo relacional. En cualquier núcleo, los participantes tal vez sean capaces de
identificar lo que es «verdadero», es decir, de indexar los modos convencionales o aceptables de
representación. Por consiguiente, si estamos de acuerdo en que «es un día bonito y soleado», y
sigo haciendo este tipo de informes en los momentos en que hayamos convenido en que debo
hacerlos, me convertiré para ustedes en un hombre del tiempo veraz. Y ello no porque esos días
verdaderamente sean bonitos y soleados (desde otros puntos de vista podrían ser «agresivamente
brillantes», «idealizaciones burguesas» o «cargados de la culpa de deseos insatisfechos»), sino
porque estamos de acuerdo en cómo hablar del «tiempo».
Dada la ausencia de criterios de verdad universales, ¿cómo hemos de comprender la
naturaleza del engaño? Si la verdad no se logra emparejando adecuadamente ni palabras ni la
mente con el mundo, sino que es más bien un producto de la coordinación microsocial, entonces
se requiere una reconceptualización. Al principio, es importante considerar que bajo las
condiciones de unanimidad ontológica, en las que hay un consenso pleno en cuanto a lo que es en
realidad, el fraude es prácticamente una imposibilidad. Ahora bien, en otros términos, el fraude
no podría nunca producirse en un núcleo relacional aislado. Es así porque primeramente para las
personas que están plenamente de acuerdo sobre la naturaleza del mundo sería absurdo decir una
falsedad. Cualquier descripción que no fuera integral para las pautas existentes del núcleo
carecería de sentido. Por ejemplo, estamos plenamente de acuerdo en que determinados tipos de
días son «calurosos y soleados», y no hay otro modo de describirlos, no dispongo de ninguna
descripción privada que discrepe de esta exposición. Difícilmente podría albergar la opinión de
que son en realidad «rangibles» como opuesto a caluroso y soleado, porque «rangible» no es un
término que tenga un significado en el núcleo relacional. No puedo disponer de una exposición
privada de lo que no era sino una exposición pública.
Ampliando este ejemplo, podríamos considerar el caso del robo. En una cultura en la que
siempre y en todas partes se ha convenido en que cada individuo tiene derecho a determinados
bienes y no a otros, 3 no habría modo alguno de comprender que alguien pudiera coger este tipo
de bienes de alguien distinto. En estas condiciones, no habría robo, porque ningún individuo
podría tener sentido realizando un acto así. Coger los bienes de otro en una sociedad como ésa
tendría como equivalente, digamos, que un europeo se comiera su perro como desayuno. Es
físicamente posible ser indulgente con una comida como ésa, pero no por ello deja de ser menos
absurdo. Por otro lado, si desarrolláramos culturalmente una base racional para una conducta así,
la gente pagaría por la inmunidad. 4
De ello se sigue que, para que el fraude se produzca, tiene que haber primero múltiples
núcleos que posean exposiciones discrepantes de la realidad y, en segundo lugar, la posibilidad
de una participación simultánea en múltiples núcleos. Si sólo hubiera comprensiones locales de la
realidad, el fraude seguiría siendo imposible. Si un grupo de personas creyera en la propiedad
privada y un segundo grupo pudiera sólo conceptualizar la propiedad de un modo comunitario,

3
Para más detalles, véanse Cooperrider y Pasmore (1991), asi como Gergen (1991b).
4
Para un estudio critico útil de las realidades subculturales, véase Carbaugh (1990).

242
Del yo de la relación

ambos grupos serían capaces de infringir las convenciones del otro grupo sin por ello incurrir en
engaño. En el primer grupo podría conservar la propiedad para mí mismo, actuando por
consiguiente de un modo a todas luces incomprensible para el otro grupo. Sin embargo, no lo
haría (y en realidad no podría hacerlo) de un modo subrepticio a menos que también estuviera en
disposición del conocimiento del conjunto alternativo de convenciones. Si no lograse ajusfarme a
las convenciones locales, podrían estigmatizarme como ignorante o descuidado, pero no podrían
culparme de ser mentiroso. Para mentir, uno tiene que estar inmerso en al menos dos formas de
inteligibilidad: una en la que un acto es comprensible y otra en la que no lo es.
Dicho de otro modo, la existencia de múltiples núcleos dispone el escenario para
exposiciones mutuamente exclusivas, aunque igualmente aciertas», de los mismos
«acontecimientos». La posibilidad de fraude surge cuando un individuo comparte su calidad de
miembro en al menos dos núcleos relaciónales: uno en el que un acto es inteligible y otro en el
que no lo es. En la relación A, por ejemplo, tal vez se esté de acuerdo comúnmente en que las
personas tienen ciertos derechos de propiedad, en que coger los bienes de otro es una infracción
de esos derechos y en que ese tipo de acciones deben ser castigadas; Tal como hemos visto, si
todos los participantes en la relación compartieran estas y sólo estas opiniones, el robo nunca se
produciría. Sin embargo, si uno de los participantes en la relación A es también miembro de un
segundo núcleo, B, existe la posibilidad de negar la ontología específica a A. En particular, si los
participantes en B creen que el sistema de propiedad privada es injusto u opresivo y que librar «a
los que tienen» de sus posesiones es un acto que merece todos los honores, existe una buena
razón en la relación B para hacer aquello que en A sería repugnante. La posibilidad de engaño
surge cuando a un individuo que es miembro de ambos grupos, el grupo A le pide que rinda
cuentas de precisamente ese tipo de actos. Examinemos las principales posibilidades abiertas al
individuo sospechoso de «robar» en el sistema A:
1. Confesión: El sospechoso puede confesar su crimen («Sí, robé el coche»), y por consiguiente
estar de acuerdo únicamente con el enfoque de la realidad compartido en el sistema A. El
resultado será no sólo el castigo sino la negación de una realidad alternativa, B («Este coche me
pertenece, porque los ricos son avaros y no me dejan otra elección que sacar partido»), así como
de las relaciones asociadas sobre las que descansa esta realidad.
2. Explicación: El sospechoso puede intentar educar a sus acusadores en el sistema alternativo de
inteligibilidad. Puede demostrar la razón por la que tenía una «razón buena y válida» en
emprender esa acción. Si el sospechoso consigue plenamente enseñar esta nueva ontología, el
acto por consiguiente dejara de ser considerado un «crimen»: «Sí, hizo bien en coger el coche»,
podrían concluir entonces los acusadores; «usted ha sido injustamente tratado, y cambiaremos
nuestros modos y nuestras leyes». Desde luego, un resultado de este tipo es improbable, y
normalmente así lo será. Ya que el núcleo de realidad A es una inteligibilidad vivida, una
especificación de la verdad y del bien intrínsecamente tejidos en las pautas que rigen la vida
cotidiana. La inmersión en esta realidad deja en desventaja cualquier alternativa. Si la alternativa
fuera plenamente inteligible, las comprensiones compartidas en la comunidad A ya no serían las
mismas: la comprensión alternativa y sus prácticas correlativas las sustituirían. Mientras los
miembros de A quieran seguir permaneciendo en sus sistemas de comprensión, no hay medio
alguno a través del cual pueda justificarse un enfoque alternativo.
3. Fraude: Como queda claro, ninguna de estas opciones es óptima para el acusado. La primera
asegura el castigo y la negación de una comunidad alternativa en la que uno se tiene por
miembro. La segunda es improbable que fructifique. La opción inducida, por consiguiente, es la
de denegar a quienes forman parte del grupo acusador que la acción haya tenido lugar en los
términos a través de los cuales la comprenden. De hecho, engañarles. Si el engaño tiene éxito, el

243
Fraude: de la conciencia a la comunidad

individuo no sólo evitará el castigo y sostendrá sus vínculos con el grupo alternativo, sino que
seguirá disfrutando de su cualidad de miembro de buena reputación en la comunidad de
acusadores.
En una sociedad altamente compleja en la que los individuos participan en relaciones
múltiples, cada una con su forma potencialmente única de construir la realidad, habría una fuerte
invitación al engaño. Desde luego, buena parte del engaño será de naturaleza baladí (las
«mentiras veniales» de la vida cotidiana). Sin embargo, habida cuenta de los altos costes de la
confesión (castigo y negativa a aceptar formas alternativas de relación) y la dificultad de
explicación (los grupos, por ejemplo, protegerán característicamente sus realidades a fin de
sostener sus modos de vida), el engaño se convierte en algo atractivo. En estos términos hay una
razón contundente para creer que las ocasiones de engaño se multipliquen en los años venideros.
Como tuve la oportunidad de detallar en alguna otra parte (Gergen, 1991b), las tecnologías del
siglo XX han acabado produciendo un incremento exponencial de nuestra capacidad de
relacionarnos. Empezando por el teléfono, el automóvil, y la radio a principios de siglo, luego a
través de la aviación a reacción y la televisión en fecha más reciente, y actualmente a través de
los ordenadores, las transmisiones vía satélite, el procesamiento de la información a partir de
microtransistores y otras innovaciones tecnológicas, hemos acabado saturados por los otros, por
sus valores, sus actitudes, sus opiniones y sus personalidades. Y esto es así no sólo en el ámbito
de la vida cotidiana, donde las amistades, las intimidades compartidas o no, y los vínculos
familiares puede generarse y sostenerse a distancias planetarias, sino que tambien lo es a nivel
institucional —negocios, gobierno, educación, ejército, etc.—, donde la interconexión global se
está convirtiendo en una necesidad. A estos impulsos que nos llevan a la interdependencia
tenemos que añadir los miles de organizaciones populares —grupos religiosos, políticos y
étnicos, ligas deportivas, organizaciones medioambientales y similares— que, cada vez más,
reúnen gentes de lugares dispares. 5
Esta expansión en los ámbitos de la relación y la conectividad humana esencialmente
multiplica la gama de núcleos relaciónales en los que participamos: los sentidos posibles que
pueden adquirir lo real y lo correcto. Amplía la gama de acciones justificables y, por
consiguiente, el número de modos en los que podemos «ser atrapados», actuando racional y
correctamente según las pautas de una relación, pero de un modo impropio según las de otra. El
aumento de nuestra capacidad de estar en relación conduce por sí mismo a la discreción y el
engaño. Por consiguente, así es como estamos asediados por instancias de duplicidad, espionaje,
doble juego, infiltración, filtraciones organizacionales, uso fraudulento de información
privilegiada, prevaricación, falsificación de documentos y plagio. Así, pues, ¿no nos enfrentamos
a la posibilidad de una más importante erosión de la confianza pública? Muchos son los que
creen que la erosión es ya muy profunda.
Aunque no está en mi mano ofrecer grandes soluciones a la expansión societaria del engaño,
el enfoque relacional que desarrollé aquí abre nuevas perspectivas al diálogo. Antes de pasar a
explorar estas posibilidades, sin embargo, quiero examinar un caso singular de escándalo público
desde la perspectiva relacional y, de este modo, clarificar las cuestiones y sus posibles
consecuencias.

Engaño y la controversia iran-contra

5
Estos diagramas son sólo ayudas analíticas. Una formalización más adecuada se podría hacer en un espacio
tridimensional con clusters de núcleos interrelacionados. Sin embargo, para los propósitos del argumento presente,
basta con dos dimensiones.

244
Del yo de la relación

Durante la primavera de 1987 la capacidad del gobierno de los Estados Unidos para llevar a
cabo sus diversas misiones se vio gravemente comprometida, primeramente a causa de los
intentos, tanto por parte del Congreso como de la prensa, para evaluar las dimensiones de fraude
en la rama ejecutiva del gobierno (incluyendo al presidente Reagan, su equipo, al gabinete y a los
organismos y agencias asociados). Se declaró que el Congreso, el pueblo y los aliados de la
nación habían sido gravemente engañados acerca de las acciones del ejecutivo. Mientras el
presidente, Ronaid Reagan, aconsejaba a otras naciones «no pactar con los iraníes que habían
tomado rehenes y hacía promesas públicas en nombre del gobierno de los Estados Unidos, él y
sus colegas estaban haciendo justamente lo contrario. Al mismo tiempo, después de que el
Congreso promulgara leyes contra un nuevo apoyo militar a la Contra nicaragüense, un ejército
armado de insurgentes cuyo objetivo era derribar al gobierno socialista de Nicaragua, el
presidente y sus colaboradores procedieron de modo privado y subrepticio recogiendo fondos y
armas exactamente para financiar y equipar a ese movimiento insurreccional. La trama del
subterfugio consistía en que los fondos conseguidos de la venta de armas a Irán, a cambio de sus
favores respecto a los rehenes norteamericanos, fueron luego destinados a apoyar las actividades
militares de la Contra. Finalmente, cuando las acusaciones sobre la ayuda a la Contra se
formalizaron, el brazo ejecutivo del gobierno negó rotundamente la existencia de todas aquellas
actividades. Las palabras y los escritos de quienes ocupaban altos cargos no parecían dignos de
confianza. A causa de esta pérdida de confianza, el proceso de gobernabilidad se vio gravemente
impedido.
Como revelación del fraude gubernamental, el escándalo Iran-Contra es en escasa medida un
acontecimiento novedoso, ni en relación a los políticos norteamericanos ni en ninguna otra parte.
Desde el debacle del Watergate en la época de Nixon, la prensa norteamericana se ha mostrado
muy sensible a la posibilidad de duplicidad a nivel de altos cargos. El fraude es una mercancía
que procura elevados beneficios en el mundo de las noticias. Tampoco estas sangrías son algo
exclusivo de la cultura norteamericana. Los franceses desde hace tiempo se han mostrado
profundamente recelosos respecto a las actividades de sus cargos gubernamentales; las
revelaciones públicas de traición interna abundan con frecuencia en la prensa. La prensa británica
ha sido inquebrantable en su intento por situar la mendacidad, el doble juego y el espionaje en los
niveles de la esfera gubernamental. De manera similar, desde la reunificación de las dos
Alemanias, las revelaciones de fraude y engaño entre los comunistas de la Alemania Oriental se
han convertido en un pilar del quehacer periodístico. En cierto grado, esta omnipresente
preocupación por la duplicidad en la gobernabilidad puede hacerse remontar a lo que muchos
creen que es una deslegitimación generalizada de la autoridad en la cultura occidental. Tal como
especialistas de la talla de Habermas (1979) y Lyotard (1984) han argumentado, esta
deslegitimación tiene bases morales y lógicas. En efecto, de quienes están en el poder ya no se
confía que «apelen a la ontología» en sus relaciones con el pueblo. Sus «invitaciones al realismo»
parecen de manera creciente orientadas a su propio beneficio. La confianza pública, y en lo
público, parece haber entrado en decadencia.
Con todo, el análisis precedente nos da una buena razón para creer que los recelos
generalizados de la época contemporánea es probable que continúen, si es que no se intensifican.
A pesar del carácter de aquellos que tienen un cargo, el establecimiento de penas y garantías, y la
sensibilidad predominante hacia las amargas lecciones del pasado, el fraude y el engaño es
probable que hagan un rápido negocio durante cierto tiempo en el futuro. Los escándalos
periódicos se pueden convertir en una característica común del paisaje político, y la confianza
pública en la gobernabilidad puede seguir deteriorándose. He intentado explicar este cambio en

245
Fraude: de la conciencia a la comunidad

términos de la tecnología y la proliferación de realidades. Sin embargo, el escándalo Irán-Contra


añade una dimensión importante a la discusión al elucidar las realidades múltiples de la vida
organizativa.
Ante todo, examinemos lo que cabría denominar laminaciones de realidad en el marco de la
organización: las capas de relaciones nucleicas en una burocracia compleja. Una relación no
laminada existe sólo entre dos interlocutores: se trata de la condición del núcleo relacional. Tal
como hemos visto, las actividades que se dan en el núcleo deben abrirse paso hacia el desarrollo
de un conjunto de creencias que estén más allá de cualquier puesta en tela de juicio local. Si no
existieran realidades en competencia, el fraude, tal como también he sostenido, sería una opción
ininteligible. Un tipo de condición como ésta podría existir si el presidente desarrollara
plenamente y hasta el último detalle todas sus políticas, digamos, con un único miembro de la
prensa. Si los dos participantes no tuvieran ningún marco de referencia fuera de lo que
comparten, el fraude o el engaño sería una imposibilidad lógica.
Pero añadamos un elemento de realismo a esta situación hipotética «laminando» el campo
de relaciones del presidente. Tratemos su relación con los asesores presidenciales como un
segundo núcleo. En este punto, se han establecido las condiciones para el surgimiento de una
segunda ontología (véase figura 12.1). Puede que haya una discrepancia entre la realidad
negociada en la relación del presidente con la prensa y aquella forjada en las habitaciones y
despachos interiores de la Casa Blanca, precisamente en este punto se crea la posibilidad de
fraude: aquello que se afirma en compañía de un periodista no es necesariamente aquello que se
pronuncia en las habitaciones y despachos interiores. Las acciones condonadas en un ámbito
pueden ser censuradas en el otro.
La posibilidad de fraude es más amplia en este caso en virtud del hecho de que la prensa está
comprometida en al menos otro núcleo más, el formado por sus propias relaciones con los
consumidores del medio de comunicación. Esta laminación adicional significa que el presidente
no puede confiar en que las negociaciones de la realidad desarrolladas con un periodista
permanecerán inalteradas cuando sean recreadas por el consumidor del medio de comunicación.
De hecho, el representante del medio de comunicación es también capaz de fraude o engaño —
obteniendo opiniones de buena fe pero explotándolas («distorsionándolas») en función de los
propósitos de uno o de su grupo (crear controversia, ganar premios, vender artículos) al dirigirse
al público.
Con la posibilidad de un fraude o engaño sistemático multiplicado de este modo, una nueva
complicación se afianza. El hecho de que el presidente no puede confiar en la prensa asegura que
las presentaciones públicas del presidente (en este caso, sus encuentros con la prensa) recibirán
una atención preliminar en el seno de su grupo de asesores. Esto es, la realidad que le está
permitido negociar en el dominio público será el resultado calculado de las deliberaciones
privadas en el interior de la Casa Blanca. La conferencia o el discurso público ya no es, por
consiguiente, un resultado auténtico de la relación del presidente con la prensa (o público), sino
un dispositvo artificial diseñado para tener el máximo impacto en los ámbitos de la realidad
pública. Si las deliberaciones que se llevan a cabo en la Casa Blanca fueran asequibles para el
público, la autenticidad de las palabras del presidente se vería socavada. Y, a medida que la
prensa y el público se fueran haciendo cada vez más conscientes de tal deliberación (como
sucedió con las revelaciones del Watergate), las presentaciones públicas se irían haciendo cada
vez más sospechosas.

246
Del yo de la relación

Figura 12.1. Laminaciones de la realidad política

Examinemos, además, los efectos que comporta extender las laminaciones de la realidad a
los diversos niveles del gobierno. Los miembros del gabinete, por ejemplo, todos presiden
personalmente organizaciones notables: el Departamento de Estado, el Departamento de Defensa,
y así sucesivamente. Un miembro crítico del equipo de la Casa Blanca es el asesor en Seguridad
Nacional. A su vez, el asesor de Seguridad Nacional encabeza una amplia organización (que
creció constantemente durante los años de gobierno de Reagan), cuyos miembros no se reunían ni
con el equipo presidencial ni con el presidente. De hecho, el consejero de Seguridad Nacional
está simultáneamente comprometido al menos con dos núcleos relaciónales, en los que se hacen
posibles al menos dos realidades enfrentadas (véase figura 12.2).

Figura 12.2. Multiplicidad en las realidades presidenciales

En este punto la posibilidad de fraude en el ámbito ejecutivo se acrecienta aún más, ya que

247
Fraude: de la conciencia a la comunidad

la ontología que se genera en el seno del Consejo de Seguridad Nacional difiere de la que se
genera en el equipo de la Casa Blanca, que de nuevo puede diferir del que se genera en la
relación del equipo con el presidente y, a su vez, la relación del presidente con la prensa. Esta
gama compleja de posibilidades en realidad absorbió el interés de los norteamericanos durante
muchos meses. Las actividades del Consejo d.e Seguridad Nacional —tanto en cuanto al canje de
armas a cambio de rehenes, como el apoyo ilegalmente proporcionado a la Contra— pasaron a
ser minuciosamente examinadas. La aparente duplicidad de este grupo también acabó
amenazando la credibilidad del presidente y la de sus asesores.
Hasta aquí hemos visto cómo las laminaciones en los núcleos relaciónales en el gobierno
condujeron por sí mismas al fraude y a la pérdida de confianza. Con todo, cada núcleo en un
sistema gubernamental está vinculado no sólo en dirección vertical, sino también
horizontalmente. El presidente prosigue con su relación con su equipo, pero también esta
vinculado interdependientemente con los miembros del gabinete, el Congreso, el Tribunal
Supremo, su partido político, la comunidad comercial y empresarial, etc. Este proceso se repite a
cada laminación gubernamental. Además, cada uno de estos individuos (o grupos) está vinculado
con otras relaciones, tanto en sentido vertical como horizontal. Esta multiplicidad de
interdependencias exacerba grandemente el potencial de fraude, porque cada miembro de cada
núcleo puede renegar potencialmente de la realidad de ese núcleo en sus relaciones alternativas.
Aquello que es negociablemente «real» y sensible en una relación puede que sea reformulado en
un sistema de realidad alternativo para parecer simplista, ingenuo, equivocado, inmoral o incluso
traidor. En cualquier relación dada sólo hay «sentido común»; el mundo se construye de modo
que parezca apropiado y correcto. Sin embargo, una vez que esta realidad se transpone en
contextos alternativos de comprensión, predomina el potencial de «fraude».
Los ejemplos más evidentes de subterfugio sistemáticamente generado adoptan la forma de
«filtraciones» y «confesiones». Los individuos en cualquier nivel dado de gobierno revelarán a la
prensa las realidades mantenidas en secreto en el interior del santuario. Un contacto en la Casa
Blanca revela las deliberaciones de los otros miembros del equipo, un piloto habla de las
misiones secretas en las que se entregan armas a los Contras, una secretaria de Oliver North, que
en aquel momento estaba en el Consejo de Seguridad Nacional, habla del frenético intento de
destruir documentos antes de una investigación, etc. En los núcleos internos, los participantes
llevan a cabo actividades que parecen razonables y correctas. Faith Hall es una eficiente
secretaria que hacía lo que tenía que hacer correctamente al ocultar documentos en su vestido
cuando pasaba por los controles de seguridad. Sin embargo, cuando las mismas palabras y
escritos se transforman en la realidad de la prensa, se convierten en pruebas de un enorme
encubrimiento.
Tal como sugeriré, las acusaciones de duplicidad se suscitaron incluso cuando aquellos que
estaban en el gobierno creían firmemente estar prestando un servicio al pueblo norteamericano.
Es decir, las acusaciones de fraude pueden anticiparse incluso cuando aquellos que están en el
poder están comprometidos con el bien común. ¿Cómo es así? En gran medida este resultado
puede hacerse remontar a unas sutiles transformaciones de la antología que se producen cuando
uno se desplaza a través de diversas laminaciones o a través de la gama horizontal de relaciones.
Las transformaciones ontológicas son alteraciones del significado que se producen cuando
dominios diferentes del discurso (o sistemas ontológicos) son puestos en contacto entre sí. Por
consiguiente, si un individuo participa en dos sistemas con diferentes concepciones de la realidad,
es probable que desarrolle una amalgama de los dos sistemas, tomando prestado de los dos, pero
sin duplicar ninguno. Por ejemplo, aquello que era «esencial para la Seguridad Nacional» en una
realidad y «una grave infracción de los derechos de otros» en otra realidad, puede convertirse en

248
Del yo de la relación

«una política prudente aunque imperfecta». De este modo, el individuo puede que no experimente
una aguda disyunción entre las ontologías en concurrencia; las solapará lo suficiente para que uno
pueda sentir que se explica en el seno de una única realidad.
Cuando nos desplazamos a través de laminaciones sucesivas de una organización (o una
sociedad compleja), la inteligibilidad en el núcleo inicial queda además disipada. Las palabras
que significan una cosa en un contexto llegan a significar otra en un segundo contexto, y cambian
su significado aún de nuevo cuando se mueven en un tercer contexto. Las suposiciones se van
haciendo cada vez más abstrusas y flexibles; los compromisos esenciales pueden abandonarse
discretamente. En cierto punto, aquello que se tiene como «real» a nivel público no puede
reconciliarse con la realidad al nivel de los núcleos más profundos o más remotos. Examinemos
de nuevo la petición de Reagan de que sus aliados evitaran negociar con los terroristas y su
consiguiente negación de que estuvieran comprometidos en hacer justamente lo contrario. Con
todo, tal como las pruebas acumulativamente fueron sugiriendo, esta realidad pública era sólo
parcialmente reproducida en el seno de la Casa Blanca. En las reuniones con su equipo, el
presidente también declaró que querría conseguir la libertad de los rehenes que tenían presos los
terroristas iraníes y que, si era necesario, se habrían de tomar medidas contundentes. Tal como
los documentos indicaron luego, este mensaje abstracto a nivel del equipo de la Casa Blanca se
transformó de nuevo a nivel del Consejo de Seguridad. Allí el mensaje se tradujo como una
invitación a buscar la negociación con el gobierno iraní. En particular, el Consejo de Seguridad
creía que si se podían proporcionar armas a Irán se reduciría tal vez la dependencia iraní de la
Unión Soviética, obteniendo una relación más duradera con las facciones moderadas, e
indirectamente induciría a que los iraníes liberaran a los rehenes.
Otro dominio de transformación ontológica tiene que añadirse, se trata del nivel que surge
con el proceso de negociación internacional mismo. Cuando los representantes de Estados
Unidos y de Irán se reunieron, se fue haciendo progresivamente evidente que había de haber un
quid pro quo: armas a cambio de rehenes. A pesar de los compromisos hechos a otro nivel de
intercambio, la realidad pública se había disipado entonces por completo. Tal como los
noticiarios sugerían, los corredores de realidad en estos niveles alterior dieron pasos para
asegurar que esta conceptualización no iba a traducirse en su forma tosca cuando de nuevo
atravesara el sistema. En efecto, se habían hecho conscientes de las discrepancias existentes entre
las ontologías, que inducían al consiguiente fraude. Sin embargo, de modo general cabe
conjeturar que a cada nivel de organización encontramos decisiones que eran a la vez «razonables
y buenas» según cierta pauta local, y, en un sentido, todas ellas fueron decisiones de personas que
se consideraban a sí mismas justas y de gran entrega. Con todo, a medida que las realidades se
multiplicaron y transformaron a través del sistema, el resultado fue una «duplicidad detestable».

El fraude y el lugar del juicio moral

Los lectores tal vez objeten a esta exposición microsocial del fraude tal como se presenta. Al
fin y al cabo, ¿no hay algo repugnante en este análisis, una sugerencia de que, dado que el fraude
es inevitable, simplemente tenemos que resignaros ante él? ¿Por qué deberíamos adoptar una
teoría que parece disculpar a aquellos que engañan o rompen la confianza pública? ¿De qué modo
puede una sociedad organizada proseguir si no logramos tener gente moralmente responsable de
acciones fraudulentas? Este tipo de preocupación está seguramente más que justificada. Sin
embargo, mi análisis de ningún modo debe leerse como una aprobación, digamos, de los
diferentes papeles de la farsa Irán-Contra. Tampoco quiero proporcionar un apoyo ni tan sólo
indirecto a las mentiras y fraudes de Hitler, Stalin y similares. Más bien consideramos las

249
Fraude: de la conciencia a la comunidad

consecuencias contrastantes de adoptar una postura moral respecto a estas diversas formas de
fraude, como opuesta a la perspectiva relacional que he desarrollado tanto en éste como en
anteriores capítulos. Siguiendo el razonamiento desarrollado en el capítulo 4, podríamos suponer
que, a largo plazo, un reacción de juicio moral ante ejemplos de fraude será menos efectiva en
cuanto al mejoramiento de nuestra incumbencia social que adoptar las consecuencias de una
perspectiva relacional.
A fin de explorarlas, consideremos los importantes problemas que acompañan a la reacción
moral ante actos fraudulentos. En principio, este tipo de juicios descansa en suposiciones
problemáticas acerca de la mente y del lenguaje —que, por ejemplo, las mentes hacen las veces
de fuente originaria de la acción y que el lenguaje puede proporcionar una imagen exacta de lo
real—. Tal como he demostrado, ambas líneas de razonamiento demuestran ser erróneas en una
diversidad de aspectos. Además, los juicios morales forman una cuña alienadora entre el agente
que emite el juicio y el responsable al que se le imputa. El juez se establece a sí mismo como
superior moral respecto a aquellos que tienen que someterse para castigo y desprecio. Al mismo
tiempo, dado que quien ha perpetrado ese acto característicamente permanece comprometido con
el enfoque que justificaba sus acciones, a menudo encuentra el castigo y el desprecio
injustificados. En lugar de estar arrepentido resuelve hacer la voluntad del moralista, siendo la
reacción frecuente el resentimiento, la hostilidad, la alienación y un deseo de venganza, aciagos
propósitos para futuras relaciones.
Finalmente, la mojigatería moral también carece del tipo de fundamentaciones necesarias
para dar una amplia justificación. No existe en realidad ningún sistema de principios éticos que
exija un acuerdo general. 6 Tampoco desde la perspectiva construccionista hay razón alguna para
suponer que una ética universal pueda estar encerrada en su sitio. Existen pocos medios a través
de los cuales la racionalidad moral desarrollada en una comunidad o núcleo relacional pueda
hacerse inteligible o unirse con una comunidad de comprensión alternativa. Incluso en la
tradición occidental, el moralista comprometido se entrega raras veces a un principio universal de
honestidad. 7 Castigar en nombre del principio de honestidad es en este sentido hipócrita, ya que
¿quién exigiría honestidad en todas las condiciones? Incluso el moralista estricto estará preparado
para honrar a aquellos que mintieron para evitar a algunos judíos el tener que ir a los campos de
concentración nazis. La mayoría de nosotros defendemos la «deshonestidad», si se lleva a cabo
por una causa justa. En general, no es el fraude lo que nos intranquiliza; más bien, su importancia
parece depender de los resultados de instancias específicas. Es este punto final el que allana el
camino para una reconsideración de las consecuencias del fraude desde una perspectiva
relacional.
Examinemos ante todo la posibilidad de que los gritos vengativos de «fraude» sean
proferidos primeramente cuando los participantes en un núcleo relacional dado encuentran que
están sufriendo pérdidas como resultado de una exposición (desde su punto de vista) deshonesta.
En el caso Irán-Contra, los miembros del Congreso condenaron a la rama ejecutiva porque los

6
Véase el capitulo 4 en cuando a la elaboración.
7
El presente análisis hace hincapié en la participación como miembro en diversos núcleos, por consiguiente
remitiendo el fraude a la participación en múltiples grupos. Sin embargo, dado que los miembros de cualquier grupo
heredan los dispositivos de interpretación de un pasado cultural heterogéneo, la participación como miembros no
puede ser un requisito para el fraude. Por lo tanto, uno puede comprender las ventajas del robo no porque pertenezca
a otro grupo en el que el robo es una acción honrada sino que incluso dentro de la cultura principal la inteligibilidad
del robo se realiza a través de la historia. Los relatos de espías y de detectives, las novelas bélicas e incluso las
novelas amorosas glorifican el robo que se hace en función de fines buenos. En este sentido la mayoría de nosotros
lleva consigo inteligibilidades múltiples y, a veces, antitéticas (véase también, Billig y otros, 1988).

250
Del yo de la relación

dossieres «falsos» socavaron su poder e infringieron aquello que sentían que era una política
prudente y/o justa. Si, en cambio, el ejecutivo hincha las estimaciones presupuestarias para el
gasto militar, a veces oímos acusaciones de fraude. Más o menos el hecho de que el ejecutivo
invente las cifras es algo esperado. Sin embargo, lo que es más importante es el hecho de que este
fraude no amenace el abanico de acuerdos existentes en el Congreso. Los miembros siguen
viéndose como teniendo el control sobre el presupuesto y ejerciendo sus deberes de un modo
racional y efectivo. También debe quedar claro aquí que la «pérdida» para cualquier grupo
depende de un conjunto de interpretaciones compartidas en el seno del grupo. Las pérdidas no
son elementos existentes en el mundo-real sino que dependen de las negociaciones de realidad
que se dan en la esfera social. Por consiguiente, para que el Congreso viera el canje Irán-Contra
como una violación de su poder, los representantes tuvieron que compartir una amplia gama de
suposiciones acerca de qué constituye el poder, el bien nacional, los derechos del ejecutivo, y
demás. Pues bien, todas estas suposiciones son anulables y están sujetas a reconstrucción desde
otros puntos de vista.
Viéndolo bajo esta luz, percibimos que las acciones que valen como «fraude» y están sujetas
a castigo en el seno de un grupo son aquellas que violan los acuerdos o comprensiones comunes
de ese grupo. Se trata de exposiciones llevadas a cabo en el sistema de inteligibilidad del grupo, y
por consiguiente por alguien que ostensiblemente participa en esa ontología. (El ladrón
comprende perfectamente qué quiere decir «no robé el coche»). Sin embargo, se trata de
exposiciones justificativas que son falaces si nos atenemos a las reglas del grupo. Por
consiguiente, revelan que el embaucador no es «uno de nosotros», no rinde pleitesía a nuestros
códigos, no cree como nosotros, y puede destruir nuestras relaciones e instituciones. En la
tradición occidental, estos fracasos se atribuyen al responsable individual: a su pobre juicio, a su
condición moral deteriorada o a su carácter malévolo. A veces consideramos el contexto social o
relacional que haría que la acción inmoral fuera inteligible, así como la necesidad consiguiente de
engañar. Ahora bien, en términos más amplios, aquello que no logramos apreciar es que el fraude
es el resultado de alianzas relaciónales conflictivas, de ser localizado en el intersticio de al menos
dos formas incompatibles de inteligibilidad. Cabe que castiguemos al embaucador por una
flaqueza moral (psicológica); sin embargo, con ello oscurecemos la fuente principal tanto de la
acción imperfecta como de la razón para la falsedad.
Si bien castigar a los individuos puede disuadir a otros de realizar acciones similares,
también hemos atisbado su potencial para provocar una profunda hostilidad. En cambio, la
exposición presente invita a los agentes de juicio a adoptar una postura más dialógica. En lugar
de considerar su cosmovisión como algo que se da por supuesto como «verdadera y exacta
reflexión de cómo son las cosas», y sus enfoques consiguientes de lo que es correcto y lo que está
mal como «fundamentales», las partes en el juicio están invitadas a ver su comprensión dentro de
un marco comparativo, como una más entre muchas otras. Además, cuando el carácter
localmente construido de esta realidad se hace evidente, las construcciones alternativas pueden
abrirse a la consideración. Ello hace posible una ampliación de la comprensión, un abrirse a
sistemas de comprensión en los que acciones de otro modo viles se hacen inteligibles.
En el caso del conflicto Irán-Contra, por ejemplo, los tableros de investigación, los juicios y la
difamación personal se hubieran podido sustituir por formas de diálogo. ¿De qué modo las
acciones de las organizaciones gubernamentales como la CÍA y otras, así como del Consejo de
Seguridad Nacional, pueden hacerse inteligibles al Congreso y al público? ¿En qué sentido eran
estas acciones decentes y honradas? Con ese acrecentamiento de la inteligibilidad también
podemos comprender el carácter sugestivo del fraude o del engaño.
Desde luego, este cambio hacia una perspectiva relacional difícilmente debe limitarse a los

251
Fraude: de la conciencia a la comunidad

actores del juicio. Nos es preciso desarrollar formas de diálogo en las que aquellos cuyas
acciones necesitan del fraude lleguen a una comprensión más profunda de aquellos cuyas
realidades están siendo amenazadas y del lugar que ocupan en estas realidades. Consideremos la
esposa que se ve atraída por la inteligibilidad de un lío extramarital. Si se la atrapa en sus
mentiras puede quedar sujeta a una fuerte condena. El resultado puede ser una relación para toda
la vida de alienación entre los esposos. Sin embargo, si el marido y la esposa estuvieran
plenamente inmersos en la inteligibilidad del otro —su validez local y su fuerza persuasiva—, la
invitación a un amorío sería menos atrayente, y sus potenciales apreciados con mayor plenitud.
Mentir sería menos necesario y la protesta moral se moderaría. Con ello no se erradican los
conflictos entre las realidades opuestas, sino que se las hace ser menos antagónicas. Con una luz
más prometedora, este tipo de comprensión podría simultáneamente promocionar mayor
flexibilidad y compromiso o, digamos, nuevas formas de relación en las que el compañerismo
comprometido ratifica las múltiples relaciones que contribuyen a su existencia.
Desde este punto de vista, el problema del Consejo de Seguridad Nacional era inherente no a
su actuación en su realidad local sino en su fracaso a la hora de apreciar la plena realidad del
Congreso y aquella otra de amplios segmentos del público. Si los miembros del Consejo hubieran
reconocido la racionalidad de perspectivas alternativas y, en realidad, su dependencia de esas
perspectivas, a la vez que su compromiso para con ellas, sus realidades locales se habrían visto
modificadas. Si hubieran permitido que su propia participación se extendiera a otras relaciones —
más allá de las paredes del edificio del ejecutivo— para ingresar de un modo más pleno en sus
procedimientos, entonces acciones atroces (según las pautas del Congreso y las del público)
hubieran sido menos sugestivas. En principio, si todas las partes participaran en todos los
sistemas de inteligibilidad, entonces las acciones para las que el fraude es una opción atrayente
serían menos razonables.
Tal vez en la mayoría de ámbitos de la vida cotidiana sea idealista anticipar el tipo de
reflexividad multirrelacional necesaria para reducir la tentación existente de defraudar o de
culpar. Cuando estamos inmersos en la elaboración de la realidad del momento, los discursos
alternativos —incluso aquellos que nos son queridos— son fácilmente apartados a los márgenes.
Cuando uno está sumergido en un tango está mal dispuesto a bailar una vals. Así, pues, los
medios concretos y continuos a través de los cuales las realidades destacadas pueden ser puestas
en movimiento son mucho más necesarios. Esto es ratificar decididamente los numerosos
esfuerzos de que un número creciente de voces extrañas tomen parte en contextos de toma de
decisiones: en el gobierno, en el mundo de los negocios, en la universidad, en el ejército, la
política y demás. Estos intentos reducen el potencial totalizador de cualquier realidad particular y
sus formas correlativas de justificación moral. Sin embargo, este tipo de diálogos cuentan con un
potencial limitado cuando la identidad de los participantes está circunscrita: una representando
«la opinión de las mujeres», la otra «a los negros», otra aún «a los pobres», etc. El diálogo no
sólo tiende a congelar a las personas en categorías ajenas, sino que niega la multiplicidad de
inteligibilidades de las que la mayoría de la gente forma parte. Lo que se precisa es una atención
creativa a los medios a través de los cuales las personas pueden inexcusablemente compartir el
carácter multirrelacional de su existencia social.

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Realidades y Relaciones
Kenneth J. Gergen

Si debemos hacer caso a este libro, el célebre adagio de


Descartes "Pienso, luego existo" tendría que expresarse
de un modo más apropiado como "Comunico, luego
existo", pues, en él, el método de la duda se equipara no a
la razón sino al lenguaje, siempre producto de relaciones
interdependientes. Centrándose, de este modo, en los
procesos del discurso, así como en sus explicaciones
sociales y literarias, Gergen examina los desafíos que se
lanzan contra el empirismo bajo el estandarte de la
"construcción social" y subraya los principales elementos
de una perspectiva de este tipo, ilustrando su potencial y
abriendo lo que puede ser un fructífero debate sobre el
futuro de las actividades construccionistas, tanto en las
ciencias humanas como en la psicología. Cuando estas
últimas se guían por una perspectiva, cuando la relación
—y no el individuo— es el lugar del conocimiento, las
formas de teoría, de investigación y de práctica
resultantes retornan a los ámbitos habituales de la
investigación especializada en psicología —el yo, las
emociones, el entendimiento humano, la patología y la
psicoterapia— y abren un refrescante estudio sobre la
narración, el fraude y la moralidad. Pues bien, eso es lo
que sucede en este libro revolucionario: una obra maestra
que no sólo integra la multiplicidad de voces de la crítica
antiempirista, sino que nos muestra los más nuevos
panoramas de las ciencias humanas y de la práctica
cultural. Kenneth J. Gergen es profesor de Psicología del
Swarth-more College y autor de El yo saturado, también
publicado por Paidós.

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