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Fernando Zamora
Si uno cierra los ojos y tiene suficiente imaginación, puede escuchar, en ciertos
edificios viejos, conversaciones dejadas. En verdad todo el antes y el después deben
suceder al mismo tiempo pues el año pasado, en un casino militar que no se utilizaba
desde tiempos del presidente Calles, escuché en el silencio polvoso la siguiente
pregunta:
Algún tiempo me di para pensar en esto: en los huecos que deja el silencio y las
palabras que exudan, como batimentos de antaño, los edificios viejos.
Otro día, varios meses más tarde, recordando éste trozo de conversación se me
apareció aquél hombre (en la imaginación, quiero decir). Supe, que se llamaba
Ramiro Rangel y que poco después del primer ascenso de Álvaro Obregón a la
presidencia de México, había organizado una tremenda bulla para perjudicar a cierto
enemigo de su jefe, el General Federico Quintero.
Sea como sea, pensé que aquél enredo no debía tener como finalidad, tanto el
provecho político como la revancha personal.
Con un poco de luz podríamos entender esto en la expresión de Rangel quien por
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corto de mirada no pasó a la historia de México con todo y que su voz ahí se quedó,
flotando en un edificio indiscreto.
Y ahí estaría sin duda, sin que nadie la hubiese recogido, de no ser por la imprevista
circunstancia que me llevó a aquél bar, justo cuando algo estaba a punto de explotar,
bajo los pisos, atrás de las paredes, entre las escaleras, como el estómago de un gato
muerto que dejó salir, no un olor amargo sino la voz de Ramiro Rangel.
En otra década ya (en otro milenio incluso) me enteré que la cantina, iban a
demolerla.
Pensé entonces que todo iba a quedarse así, como una pequeña aventura un poco rara,
de esas que no contamos ni siquiera a los amigos de parranda, pero el día de hoy se
publicó en el Reforma una especie de ensayo periodístico sobre los edificios
arrasados por la modernidad en México. En este texto, un tal M. Del Amo comenta el
hecho de que aquella cantina fue el escenario de la muerte de Federico Quintero. Lo
del asesinato yo ya lo sabía. A decir verdad, salvo uno o dos datos eruditos, lo único
realmente interesante en el artículo es la ilustración: una foto de media página que
completa el sentido de la pregunta que había escuchado yo en el casino abandonado.
Se trata –ahora estoy mirándola - de una foto de Aguirre que nunca había visto.
Aquella pregunta de Rangel (¿Qué pasó mi general, etc.) fue dirigida precisamente a
él, es decir, se supone que fue a Pablo Aguirre a quien se le fue la vieja.
Los diseñadores del periódico, con razón de algún artilugio estilístico, decidieron
virarla al azul. Ahí está el General en 1921: tiene piel blanca y pelo negro. El bigote
y el pelo bien peinados; este último, sobre todo, fue acomodado con miras a disimular
la cara de niño (no debe tener más de veinticinco años en esta foto).
Junto a Pablo hay una mujer que llamaría la atención en cualquier época. Es Isabel.
No se trata de que sus facciones sean muy particulares. Si uno lo piensa bien, son en
realidad bastante simples. Hay sin embargo, un equilibrio exacto (casi diríamos que
provocativamente matemático) entre los tamaños y las formas de cada uno de sus
miembros: la nariz, la boca, los ojos, los brazos. Es evidente que la foto detuvo el
instante previo a un beso que deben haberse dado entre risas y juegos de esos que
tiene uno con los amantes que son también nuestros mejores amigos.
Además de las voces escuchadas en sueños y edificios a punto de venirse abajo y este
artículo en el periódico, que se me aparece junto al café en el desayuno, hay un tercer
factor que me ha llevado a estar interesado en la historia de la intriga que produjo el
fin de la relación entre Isabel y Pablo Aguirre y la muerte de Federico Quintero.
Por una cuestión de mecanismos literarios, esta última razón (sin duda la más
contundente) la dejaré para el final. No se trata de un asunto de sorpresas o
malabarismos estilísticos, no se me malinterprete. Más bien necesito darme todavía
un poco de tiempo y reflexión antes de emitir un juicio sobre mi propio pasado y todo
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lo que me trajo hasta aquí, hasta el año 2001 para interesarme en un par de historias
que tuvieron lugar hace casi cien años, durante la infancia de Isabel.
En fin; la noche en la que culminaron estas dos historias (por un lado la de Pablo y
Hugo y por el otro la de Pablo e Isabel) el general Aguirre arrancó de tajo las raíces
de su pasado militar.
Durante su carrera, Pablo se había mantenido fiel al ejército de Obregón y sin
quererlo, con esta muerte, mandó al carajo su actuación como héroe de Celaya. Por si
fuese poco, la misma noche, asesinó también a su mejor amigo.
Ahora miro la foto de Aguirre y, poniendo una cosa sobre la otra, puedo imaginar
con claridad el casino en el que se le fue la vida: Se abren las persianas y no hay
polvo ni humedad. Huele a sudor y tequila y hay un poco de luz de madrugada que se
filtra por las ventanas.
Rangel se aproxima a Aguirre. El General ha perdido la sonrisa de niño. Está
envejecido (aunque tiene menos de treinta años). Ha bebido mucho y quiere más.
A Rangel le entran los escrúpulos y quizás por eso, para hacer como que no entiende
lo que pasa, viene y le pregunta:
Pablo sonríe. El cabo ha roto las formalidades. Cuando Aguirre lo invita, Rangel se
sienta y sirve un trago grande.
- ¿De qué se preocupa mi General? – escupe Rangel - ¡Si ahora tenemos a todas las
viejas de la ciudad de México para nosotros! ¡Viejas son lo que sobra mi general!
II
dentro:
Acabo de matar a mi mejor amigo. Y no es que me importe mucho, pero hay como un
polvo y un ruido que se lleva todo adentro. Es algo que nunca sentí ¡Como si
hubiera dejado de ver!
Acabo de matar a mi mejor amigo y esto: mis manos y mis piernas, la música afuera
donde todo sigue como si nada, esto es tan extraño: Cerrar los ojos porque no tiene
caso dejarlos abiertos y ya ni siquiera me importa estar ciego. No ver.
- ¡Si mi general!
Acabo de matar a mi mejor amigo… ¡Porque soy muy cabrón y muy macho y nada
me importa! Estoy borracho y voy a seguir así hasta que chingue a su madre este
olor a pólvora y sangre seca.
¡Que venga el perro y me limpie la bota que Hugo me embarró con su sangre! No me
importa estar solo, ni pudrirme en el Infierno. No creo ni en Dios ni en el Infierno, ni
en la muerte y sé que nunca voy a morirme. ¡El General Aguirre no va a morirse
nunca! ¡Quiero que lo sepan! Porque la muerte es una historia de viejas pendejas
para asustar a los niños perfumados como el Hugo que no hace mucho ... no hace
mucho en realidad… tenía sólo trece años…
III
Tenía trece años Hugo Estrada en 1911, cuando conoció al futuro general Aguirre. Y
la guerra, la Revolución, en aquél tiempo, estaba lejos todavía: lejos del colegio de
jesuitas y de la casa de campo en San Agustín. Ahí se conocieron, en esa casa.
Pablo fue con su papá para comer. Tomaron por la mañana un tren que los llevó del
Centro hasta Tlalpan y luego subieron por la calle de Moneda hasta la casa de Hugo.
El papá de Pablo en realidad iba porque quería dinero del señor Estrada. Eran amigos
y habían hecho algunos negocios relacionados con minas y tesoros. Nunca dieron el
gran golpe, por supuesto y luego, todas sus ilusiones burguesas (incluso feudales) se
las llevó al carajo la Revolución.
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La familia de Hugo estaba ya para aquél entonces, bastante venida a menos y sin
embargo, la casa en San Agustín era todavía muy impresionante.
Se trata de un edificio viejo de techos altos y retratos familiares, pianos de cola,
paredes de piedra, caballos...
Cuando uno sale por la puerta de madera y camina hacia la plaza, se topa con otras
fincas y haciendas con caminos de palmeras verdes.
De noche, los grillos hacen ruidos y en las mañanas los cuervos graznan.
IV
Al centro del parque, en la casa de los Estrada, en San Agustín, había un árbol
enorme de tronco grueso. Sus hojas cobijaban, una laguna que se formó con la lluvia.
Ahí, en esa laguna (por debajo del agua) habían aparecido bichos de toda clase.
Los niños, Hugo y Pablo, cazaron un sapo al que le pusieron Victoriano. Atraparon
chapulines y se quedaron con la boca abierta mirando los brazos largos de una mantis
religiosa.
Luego, sorpresivamente, comenzó la tormenta y Hugo se metió bajo el árbol a pesar
de que un caporal le había dicho que si hacía eso, un día le iba a pegar un rayo…
“pero yo no pienso mojarme”, concluyó.
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- ¡Suéltame cabrón!
demolieron.
En realidad es posible que Aguirre no haya tenido ni siquiera el perdón de confesarse
con este hombre simple que actuó solo para ayudar a su jefe a destruir a un enemigo
político.
Hay quien ha querido ver en Rangel (una amiga historiadora que me ayudó con esto,
por ejemplo) a una especie de Yago que obraba por pura mala voluntad. Yo pienso
que el cabo no tenía tales alturas dramáticas. Era mucho más simple, en todos los
sentidos.
Si nos sujetamos a los hechos y dejamos de lado las imágenes (repletas de fantasmas
y tardes lluviosas) las cosas son más sencillas:
Pablo Aguirre y Hugo Estrada se conocieron por la amistad de sus padres en 1911. Al
año siguiente, comenzaron a trabajar juntos en un taller de grabado que pertenecía a
Miguel Ángel Estrada, el papá de Hugo, un viejo con aspiraciones porfiristas,
descendiente de ciertos nobles virreinales. Perdió todo su dinero cuando comenzó la
Revolución. No es que Miguel Angel Estrada hubiese sido un millonario, pero tenía
lo suyo y antes de la guerra había vivido holgadamente, con sirvientas y nanas para
sus hijos.
Entre los bienes de los Estrada, hubo una casa de campo en San Agustín de las
Cuevas (hoy Tlalpan) otra casa en la San Rafael y algunas joyas; pinturas de Cabrera
y algo de dinero. Parece ser que cuando la mujer (la mamá de Hugo que también se
llamaba Isabel) decidió largarse con un hombre de identidad desconocida, Miguel
Ángel Duque de Estrada (así firmaba, con el “Duque” muy grande y muy ufano)
encontró consuelo en el alcohol. En 1913, lo había perdido casi todo.
Y es que deudas las había de cualquier clase: de juego, de negocios venidos a menos,
de amigos que cobraron favores en el momento más inoportuno…
En 1913 Don Miguel se sostenía solamente con un negocio: la imprenta aquella en la
que su hijo Hugo, selló amistad para siempre con el futuro general obregonista Pablo
Aguirre.
Esta imprenta que estuvo localizada entre 1911 y 1920 en la calle de Bucareli, frente
al reloj Chino, estaba bajo la administración de Fernando Sedel, hombre de buena
reputación que fue de hecho, el único amigo que siguió junto a Miguel Angel Estrada
cuando éste se quedó sin dinero.
Dentro del taller de Fernando Sedel debe haber habido por todos lados, bandos del
gobierno a medio entintar. Gracias a la filiación política de Don Miguel, habían
conseguido del gobierno federal una buena cantidad de trabajos imprimiendo
llamados que invitaban a la población civil a unirse a la causa de Victoriano Huerta.
- ¡Si señor!
- Que están muy limpios: ¡Se me hace que son nuevos! ¡Hay que darles el
remojón! – y la erre en su boca sonaba ligera y amenazadora - ¡Oigan todos!
Hugo trae zapatos nuevos y hay que darles el remojón.
Hugo de mal humor, se limpiaba los zapatos con la parte posterior del pantalón
Algo había que obviamente preocupaba a Don Fernando: tener que vérselas con
algún chismoso que dijera por ahí que sus aprendices simpatizaban con la revolución.
Llamar “federales” a los soldados de Huerta era por aquellos tiempos, sinónimo de
amiguismo con los rebeldes de Carranza.
- ¿Fed? ... ¿Los Federales? ... ¿Qué es lo que quieres, Hugo? – Dijo Don
Fernando zarandeándolo por el brazo - ¿Qué me detengan por educar alzados
en este taller? Son los soldados del ejército mexicano...
El niño reía porque el zarandeo no tenía como intención hacerle ningún daño.
Pablo sonrió también, detrás de alguna imprenta. Hugo lo miró y cómplice, levantó
los ojos al cielo.
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Pero ya era imposible pararse. Las hormonas y las frustraciones de trabajar diez
horas diarias los exaltaban: Pablo se metió a defender a Hugo que medio soportaba
los golpes intentando lanzar de vez en cuando una patada en los testículos de algún
otro.
Todos tomaron partido y gritaban y reían pasándoselo bien, como sucede siempre
durante una buena pelea de adolescentes.
Era muy divertido.
Pero de pronto se hizo el silencio.
Entró al taller el dueño, el papá de Hugo, Miguel Ángel Estrada. y todos se callaron
menos Don Fernando que reía como en una fiesta, con todo y que había manchado
su saco preferido con tinta amarillo limón.
- Mira nada más – comentó de humor excelente- Mira el desmadre que armó
tu chamaco.
Don Miguel, alto y serio, se encorvó sobre si mismo para mirar directamente en los
ojos de su hijo, como un médico que clasificase una nueva especie de bicho raro.
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Hubo una pausa larga, un silencio bochornoso y luego risitas sarcásticas aquí y allá.
Don Miguel se dirigió al maestro del taller.
Miguel Angel Estrada asintió poco antes de lanzar sobre su hijo un nuevo reproche:
Como Don Fernando en el fondo era un tipo campechano, miró a Hugo como
diciendo “pobre pelado” e intercedió por él de la única manera que podía: mintiendo
- Además – continuó - todavía tienen que diseñar un nuevo trabajo para los
federales
- ¿Los federales?
Don Miguel salió sin decir nada del taller que administraba don Fernando.
- Y de ser posible pues también vamos a verle la cara a Don Rubén ¡Como
chingados no! – y salió riendo de buena gana.
VI
Cuando se hizo de noche, la ciudad se quedó callada muy temprano. Todos tenían
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miedo de todos en esos tiempos (tanto como ahora). Había miedo de los criminales,
de los chivatos, de los soldados de Huerta, de la policía, de la Revolución…
Hugo y Pablo, castigados, trabajaban todavía, haciendo bocetos y grabando planchas
en el taller.
Les dolían los pulgares.
La rata que habitaba el rincón más oscuro y misterioso había terminado con varios
mendrugos de pan y medio hambrienta, cerca del estante de los tipos móviles,
levantó la cara. Miró a los niños con ojos amarillos y cierta especie de expresión de
pocos amigos.
Segura de sí misma, se aventuró cerca de las mesas de dibujo donde los aprendices
trabajaban.
- ¿Qué fue eso? – preguntó Hugo cuando escuchó el ruido de las patas
diminutas en el papel del basurero
Su voz era frágil, delgada. Detrás de los hombros le caía un resplandor vidrioso: un
brillo del farol de gas que en la calle iluminaba las tejas húmedas de Bucareli .
- Una rata – contestó Pablo, que recordaba la tarde lluviosa, bajo el árbol muy
cerca de la laguna llena de bichos.
(Ahora Pablo, recuerdas la sensación de dos años antes, cuando lo viste por primera
vez en San Agustín. Recuerdas lo que sentías y en tu estómago se finca otra vez el
ardor ligero y caliente que ya conoces. Se te prende y te abraza del torso)
Y los ojos del futuro general Aguirre se le pegaron al otro; sus ojos azules se
enredaron en la imagen del otro, en los ojos del otro. Se enredaron en la sombra de su
pelo y sus pestañas que bajaban como resbalándose sin ganas sobre los pómulos y la
nariz.
(Imaginas Pablo, imaginas su vientre y sus piernas y su sexo y sus pies enredados a
tus espaldas)
- Ya son las diez – dijo Pablo, por decir algo, por romper el silencio.
- ¿Chueco?
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- Está bien
Pablo levantó los hombros y volvió a su trabajo. Quería callar las voces que luchaban
dentro de él para salir y romperlo todo. Romper el silencio y decirle a Hugo
francamente lo único que necesitaba: que le quitara el dolor en el estómago y el
cosquilleo que comenzaba a subirle por las piernas, por la columna vertebral. No
estaba pudiendo.
- ¡Mejor!
Se sonrieron. Como si fuesen un poco tontos. No había nada especial en sus sonrisas.
Eran amigables. Sólo eso.
- A las doce…
(Era decir cualquier cosa con tal de matar el bochorno que viene con el silencio)
Hugo estaba demasiado concentrado en su boceto como para darse cuenta de los
nervios en las palabras de Pablo.
- ¿Qué paso?
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Finalmente el niño soltó la carcajada porque con una seña de las manos, había
entendido lo que Pablo le estaba queriendo decir.
- ¿Fornicar? – preguntó
- Más o menos
El ratón del taller hurgaba cerca de los pies de los aprendices. Se paseaba cerca de la
ratonera. Iba y venía retando sus fauces de metal.
- ¿Quieres... conocer?
- ¿Aquí? – preguntó Hugo nervioso pero sin molestias, como si fuese algo
perfectamente natural
- ¿Ahorita?
- Si...
VII
Las voces se les habían hecho ligeras porque sintieron miedo. Miedo de ellos
mismos, miedo de lo que iba a pasar, miedo del calor que les pulsaba en las sienes y
en las palmas de las manos y en los pies... del calor que sube por las piernas y la
espalda y se estaciona en la nuca. Miedo de Dios, de la confesión del domingo
siguiente, del porvenir... pero fueron atrás, como marchando, con rumbo de la
covacha.
(Y deja tu cuerpo Pablo. Déjalo ser un instrumento de algo mucho más grande)
VIII
Era 1913. Pablo Aguirre y Hugo Estrada deben haber sentido mucho miedo, pero
igual se tocaron.
Pero paso el tiempo, con la rapidez de siempre y el farol de gas en la calle vibraba.
Hugo escuchó un golpe y volvió en sí sobresaltado: ¡Nada!. Un escalofrío le recorrió
el cuerpo.
El asunto en la covacha había terminado. Se lo pasaron bien pero duró poco.
Tampoco lo hicieron con la intención de que durara mucho.
Eso sí, la vela que encendieron se había consumido y el ratón aquel de los ojos
amarillos estaba a punto de morir en la ratonera.
Los muchachos volvieron a sus mesas.
- Otro más – dijo Hugo, cuando escuchó las fauces de metal quebrando el
cuello de la rata
Después de un tiempo, quedó claro que el silencio que había caído sobre ellos no era
el de dos amigos o dos amantes; era un silencio oscuro que no permitía trabajar ni
pensar ni extender las piernas y relajarse.
- Así ¿Cómo?
Pablo había vuelto como de un sueño profundo o de un gran viaje por adentro de su
cabeza.
Era como si el que fue al cuarto trasero y el que había tocado a Hugo buscando su
desnudez hubiese sido otro, un Pablo muy diferente que se resistía a seguir una vida
normal y ser como los otros.
- Así, maricón
- No quiero hablar de eso ¿Si? – Fue lo único que dijo el nuevo Pablo, el que se
resistía a enfrentar cualquier cosa que recordara lo que sucedió.
El cuerpo del futuro general Aguirre estaba cansado, pero no era molesto. En cambio
su mente giraba sin tregua. Intentaba hacerse cargo de todos los miedos que el placer
del cuerpo de Hugo le habían dejado flotando.
Fue el arrepentimiento el que habló:
- Entonces sí es cierto que eres maricón... como dicen todos los del taller: Don
Fernando y hasta Carlos, tu hermano
nada serio. Hugo podía seguir siendo su amigo siempre y cuando no pusiese en
peligro su alma inmortal porque si no...
- ¿A qué hora viene tu hermano? – preguntó de nuevo, para hacer las paces
Que su mejor amigo estuviese molesto no era algo que Pablo hubiese podido pensar.
Después de todo él, Hugo, era quien había actuado así: contra la naturaleza ¿O no?
Pablo al principio no podía creer la frialdad con la que se estaba tratando un asunto
tan grave. Ser maricón era contravenir las reglas de Dios.
- ¡Es tu problema! – dijo Aguirre – Yo no quiero ser así... ¡No voy a ser así!
Aguirre levantó los ojos burlándose; consideraba innecesario reiterar algo que era
por todos tan sabido
- ¿Y Hace rato?
La ciudad de México (todos los que viven aquí deben saberlo) tiene un olor muy
particular, incluso ahora con todo esto del tráfico y la contaminación. En aquellos
tiempos, se mezclaba el olor del excremento y el orín de los caballos con el de una
noche clara en la que había humedad y pisos mojados a causa de la lluvia.
Como muchas calles no habían sido pavimentadas, por todos lados había lodo y un
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Estaba borracho.
- ¡Ni un amigo!
Trepó en la mesa de dibujo del maestro y sacó de un morral de cuero una canasta con
tacos y un frasquito de vidrio con pulque.
Con aires filantrópicos, repartió los tacos
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- Era buena gente El Pata ¡Lástima que sus papás se fueron a Estados Unidos!
Dizque porque nos van a invadir para que se vaya Huerta mucho a la chingada
- ¡Los gringos! – contestó Carlos como recitando algo que todos sabían
- ¿Qué se yo?
- ¡A ver! ¡A ver! ¡Niños! – interrumpió Carlos - ¡No peleen por tonterías! Les
tengo una buena noticia
Aprovechó la pausa para dar otra gran mordida al taco y enchilado (también) acabó
con el pulque de un solo trago antes de continuar
- Mi novia...
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- Voy a hacer como que no escuché este comentario idiota… ¿En qué estaba?
Ah si: Mi novia, la señorita Marga Miranda...
Hugo y Pablo habían vuelto a ser amigos. No faltaba más. Sólo un poco de buen
humor para ser cómplices y reírse de sí mismos.
- ¿A la alberca Ester?
- ¡Así es! Mi novia es muy amiga de la señora Ester que acaba de traer a unos
bailarines argentinos. Dicen que hacen un baile como... lúbrico
- ¿Que es eso?
- ¿Qué se yo? El caso es que vamos a ir todos y para eso, la señorita Marga
Miranda, me ha dado tres tostones para que compremos todo lo que se
necesita para un día en grande
- Por supuesto Tengo que guardar un poco para comprarle alguna cosa.. ¡Un
detalle! ¿Qué se yo? Algo bien
- Hugo ha sido nombrado por este comité, ministro del tesoro. Tu Pablo eres el
encargado de los platos, la sal y … El aguardiente, por supuesto
- ¿Aguardiente?
- ¡¿No me digas que nunca te has robado un poco del aguardiente de Don
Fernando!? ¡Todo mundo sabe que lo guarda atrás de la cómoda de los
retratos!
Los tres estaban contentos y convencidos. No había nada más que decir.
Y es que esa era precisamente la virtud de Carlos. Puede que fuese un poco tonto
(simple tal vez) puede que no tuviese el don de saber consolar o imponer o regañar,
pero las mujeres lo adoraban porque no importaba el grado ni la profundidad de la
tristeza de nadie; un rato junto a Carlos era capaz de poner contento al más amargo.
Las últimas gotas del frasco de pulque terminaron por deslizarse perezosas en su
garganta. Cuando estuvo claro que no había más para beber, Carlos cubrió la canasta
de los tacos y bajó de la mesa que le había servido de estrado para su arenga
Pablo dio por saldada la conversación con una seña que indicaba que la Llorona podía
pelársela.
Los hermanos caminaban a gusto con la noche y consigo mismos hasta que después
de un rato, Hugo preguntó:
Sonaban sus pasos y sus pies se mancharon de lodo cuando llegaron más allá de
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Bucareli.
- ¡Mucho peor!
Carlos se puso serio. Por primera vez en mucho tiempo se puso serio. Abrazó a su
hermano:
- No lo sé – le dijo – No lo sé.
En la covacha del taller, quedaba aún la sombra de sus cuerpos. Pablo no sabía qué
Pensar. En cuanto Hugo se fue, comenzó a extrañarlo un poco.
Tendió un jorongo sobre la cama que chillaba con varios resortes saltados.
Cerraba los ojos y veía los diseños que había trabajado toda la tarde: Soldados,
fusiles, uniformes, letras y el cuerpo blanco de Hugo, sus caderas, sus piernas, sus
pies.
Suspiró. Trataba de pensar en otra cosa.
Hugo también, cerraba los ojos en su recámara y miraba las facciones de Pablo
enredándose con el lápiz y el cincel y la tinta que los condujo.
Una araña se descolgó del techo poco antes de que Carlos apagara la luz.
- ¡Ya cállate cabrón! – gritó Carlos- ¡Quiero dormir aunque sea tres horas!
El futuro general Aguirre cerro los ojos. Soñó con agua y recordó el refrán aquél que
había aprendido con Hugo. Soñó lluvia que caía del cielo y se filtraba sobre su cama.
Agua que desbordaba el taller y lo arrastraba lejos de Bucareli.
La lluvia era un manantial. Venía del arriba y del abajo, crecía y cuando terminó por
cubrirlo, se vio a sí mismo nadando en la alberca Ester… más allá de la mirada
indiscreta de Dios y del padre del domingo … No necesitaba ahí ni siquiera del aire
y era como volar y todo era posible. ¡Se sintió tan cómodo!.
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IX
Así los imagino: a Pablo y a Hugo. Olvidándose del futuro, en la alberca Ester (muy
popular en aquellos años). La fama del balneario duró incluso hasta la década de los
cuarenta. El pequeño paseo con Hugo y con su hermano no está, por supuesto,
documentado en ningún archivo de la Revolución que hable de la vida del general
Aguirre. Sin embargo, me parece justo darle a este hombre atormentado el placer de
ser niño de nuevo. Después de todo, no nació siendo un héroe, no apareció de pronto
arengando soldados medio muertos en Celaya ni tampoco asesinando a Federico
Quintero en un flamante casino militar de la ciudad de México. El también, como
todos, los más sublimes y los más abyectos, fue niño y tuvo este placer que es como
volar. Surcar por abajo del agua, pararse de manos, saltar de una tabla. ¡Se siente tan
bien!. Porque ahí abajo, es posible olvidarse de todo: Los sonidos se vuelven
nostalgia, las imágenes se disuelven. El cuerpo semidesnudo se complace con una
caricia primitiva.
Al fondo de la alberca, la luz jugaba con las hojas secas que se fueron hasta el fondo
y allá lejos, en la parte más honda, se perdía el final de la piscina en una nube
borrosa.
Mirar al cielo desde abajo le divertía a Pablo Aguirre: la cara de Carlos se deformaba
con las pequeñas olas.
Hugo, por su parte, se había dado a la tarea de cruzar de lado a lado la piscina sin
respirar. Apareció de pronto, riendo sofocado a la mitad de la alberca.
Por aquellos años, la guerra tenía ya consternado a todo México. De acuerdo con
testimonios de la época había en la ciudad un clima de luto, una sombra que debe
haber contrastado especialmente con la algarabía de Hugo, Pablo, Carlos y Marga.
¡¿Quien lo hubiera dicho?! Fue al final una puta, una madrota la que evitó que se
perdiera el recuerdo de un apellido que se remonta a aquellos nobles de cara dura que
yacen en el centro, en la iglesia de Dolores. Esos viejos descendientes de Fernando y
otra Isabel de más renombre.
- ¡Bien calientito!
Del otro lado de la alberca, Hugo y Carlos habían detenido el juego de cazarse.
Sentados a la orilla, balanceaban los pies y cruzaban las manos sobre sus pechos para
calmar el frío.
- ¡Qué burro eres! ¡Si lo que menos tiene son nalgas! ¡A lo mejor las tetas sí,
porque la tiran de hocico! pero ¿Las nalgas?
Marga y Carlos detuvieron de pronto su propio juego. Lanzaban miradas a los niños y
comentaban algo. Carlos parecía preocupado. Marga lo consolaba.
- ¡No sé! ¡Es que está mal lo que hicimos! ¡me lo dijo el padre!
- Prometido
Y los dos juraron y se rieron pero por supuesto, volvieron a hacerlo no una sino
muchas, muchas veces...
Pablo por aquél tiempo estaba a punto de tomar la decisión de seguir la carrera
militar. De acuerdo con los registros de la Academia de Tlalpan, su padrino fue
precisamente el papá de Federico Quintero: Manuel Antonio Quintero Salgado. Debe
haber sido gracias a él que Pablo Aguirre se cambió el apellido irlandés para hacerse
más mexicano.
Hugo se enteró de las intenciones de Pablo (las de entrar a la Academia) por aquellos
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tiempos. En 1913, tenía quince y Pablo dieciséis años y aunque la edad regular de
aceptación era dieciocho, con motivo de la guerra se estaban enrolando candidatos
mucho más jóvenes.
Después de un año en la Academia militar, Pablo desertó del ejército federal y se unió
a la causa de Carranza (para seguir tal vez a Federico quien había hecho lo mismo
unos meses antes). Mas tarde Aguirre se unió al ejército de Obregón. Estos hechos,
sin embargo, pueden consultarse en cualquier estudio profundo del periodo y no nos
corresponde comentarlos aquí.
Me parece que Hugo habrá tomado la noticia de la vocación militar de Pablo con una
mezcla de temor y celos. Después de todo, era evidente que lo quería y es posible
que fuese lo suficientemente iluso como para pensar que la carrera de las armas podía
limitar sus encuentros amorosos.
Por lo pronto, aquél día en la alberca Ester, Pablo todavía piensa que será grabador...
pintor en el mejor de los casos. Su intención más seria consiste, sin embargo, en ser
puro y evitar la tentación de la carne. Hugo no quiere pensar en ello.
En el balneario aparecen los grillos. Algunos nadan cerca de Hugo y Pablo, quienes
por su lado se refrescan del calor que cayó toda la tarde. Los bichos bucean como
niños indiferentes al oleaje de los humanos.
A los amigos les cosquilleaba la piel con ese cansancio que deja el sol en exceso. En
los cachetes de Pablo aparecieron dos enormes manchas rojas. Lo arrullaba el ligero
espasmo de los músculos relajándose después de haber nadado tanto.
También Carlos y Marga estaban un poco cansados. Habían sudado mucho con todos
aquellos embates.
A las seis se acabó el aguardiente que Pablo robó a Don Fernando. Marga sacó un
billete del monedero que le regaló su novio Carlos y enviaron al hermano y al amigo
por un poco más de aguardiente.
Un español les había tomado el dinero con desconfianza. Ellos, sin darse por
enterados, compraron con el cambio un montón de acitrones y decidieron que no
tenían porque entregar cuentas.
De todas formas, Margarita y Carlos tampoco se las pidieron.
El que estaba desesperado era el hermano mayor.
Sobre el sonido del bandoleón se enredaban sus cuerpos. Miraban allá, a lo lejos
como si no se dignasen a posar sus ojos en la cara del otro.
Se retorcían, se celaban, se tocaban, se acariciaban.
Estaban a punto de besarse pero no... El calor no terminaba de manifestarse nunca.
Era como un coqueteo eterno que impedía que el fuego los consumiera. Besarse era
demasiado poco. Sus cuerpos querían algo más riguroso: mucho más.
Las luces quedaron opacadas. La noche bailaba con ellos: se amenazaban, se
dejaban, se reconciliaban, se traicionaban, se amaban.
Hugo se quedó extasiado, serio. Dejó de mover los pies bajo la silla. Sus ojos
abandonaron los ojos de Pablo:
Ese baile... era la entrega de dos cuerpos sin discursos idiotas. Era agridulce como la
humedad del sexo, de la sangre, de la luna.
Era cierto lo que dijeron ¡Era bien cierto!. Este era el baile de la lujuria. Se les
enredaba en las piernas, en los ojos. ¡Era tan claro! Y era como ver una
representación de la vida misma.
Por supuesto: ¡Hugo entendió muchas cosas!: En aquél momento fue fácil
comprender, por decir algo, que su juego en la covacha era parte de algo más grande
y más universal. Ahí estaban para ejemplo estos dos: moviendo las manos y las
piernas y ese acto les daba la certeza de sentirse vivos.
Era tan claro como el río de calor que lo abordaba ahora y le subía por las manos y
las piernas. Era como el río de hormigas que lo había conquistado desde la tierra y se
le había metido como Pablo en el vientre, en la cara, en las manos y los ojos...
Con este baile, Hugo se hizo consciente de lo que pasó: Supo lo que sentía Carlos por
Margarita, lo que sintió su madre por el hombre con el que se fue.
Era el amor en serio, el amor real, presente y concreto en otro cuerpo. No había en
este baile ningún romanticismo de idiotas.
Atrás se quedó la infancia y en el silencio que siguió al último golpe del bandoleón,
Hugo entendió también el significado del ruido de los grillos y se sorprendió a si
mismo descubriendo que todo, absolutamente todo estaba infestado de vida y estar
vivo y sentir estas hormiga ascendiendo ¡Era lo único que importaba!
Entre la gente de la alberca Ester, el tango produjo más escándalo que gusto. Cuando
Hugo volvió en sí, se dio cuenta que Marga le estaba sonriendo. Le cerró un ojo. A
ella también le había gustado el bailecito.
Pablo también se quedó mudo. Recordaba cierta tarde y un calor aprisionándole el
estómago y un cielo azul.
Estaba en el jardín de Hugo, bajo un árbol, junto a una pequeña laguna que dejó la
lluvia. Ahí, los insectos comían y eran comidos, por abajo del agua.
Hugo dijo:
- Pablo
- ¿Mh?
2. Tierra Infértil
En la cantina indiscreta resuena la risa del general. Es una risa amarga, desconsolada.
Aguirre da un trago grande al caballito de tequila. Escupe.
- ¿Qué?
29
- ¡Sus ojos!
- ¿Sus ojos?
El general hace una pausa de sabor a ajenjo. Ramiro no sabe qué decir, le gusta
escuchar intimidades es cierto, pero las interpretaciones metafísicas siempre se le
escapan.
Se rasca la nuca.
Y aquella tarde en la casa de los Estrada, los amigos vieron muchas cosas tendidos
sobre la hierba: Vieron a Isabel, la hermana de Hugo que se largo (o la raptaron tal
vez o se la llevó la leva) para unirse a la Revolución. Vieron una fiesta de pintores en
San Carlos y más tarde una estación de ferrocarril improvisada en el casco de una
hacienda que se vino abajo con el golpe del fusil y los machetes de la División del
Norte.
- ¡Han pasado siete años! – dijo Isabel caminando del brazo de Pablo Aguirre en el
anden de esta estación improvisada
Estamos en 1921. Faltan todavía algunos meses para que Pablo se vuelva el general
Aguirre. Faltan todavía unos meses para que asesine a Federico Quintero.
Ahora, Pablo Aguirre es teniente nada más, pero tiene tiempo ya demostrando su
lealtad y su celo al caudillo Alvaro Obregón.
En este momento tiene siete años de no caminar por la ciudad de México.
Parece que ha olvidado el taller y la alberca Ester y camina del brazo de una
imponente mujer de veintiún años; aquella con la que aparece retratado en el artículo
periodístico: Isabel.
- Eso no te lo creo
Se abrazan.
A su lado cruzan y suben a un tren maltrecho, toda clase de hombres heridos.
Este tren es uno de los últimos contingentes del ejército de Obregón.
Se trata de un pequeño grupo de retaguardia hecho de civiles leales a la causa,
mujeres, niños y soldados enfermos o heridos. El grueso de la milicia ganadora hace
tiempo que sentó sus reales en la capital.
30
Algunas de las mujeres que acompañaron a los obregonistas por todos los kilómetros
de polvo y tierra, acomodan a sus heridos o sus niños en compartimentos tan
magullados como ellos mismos.
Isabel quiso viajar al centro en este tren por dos razones: porque estaba queriendo
retrasar hasta el final su viaje a la ciudad de México y porque sabía que era el último
que haría con las amigas que conoció en la guerra: Socorro y Doloritas.
Aunque Pablo no estaba de acuerdo en que su mujer se juntara con esta ralea del
ejército, no tenía tampoco sobre ella ninguna autoridad. Le soltó la mano después de
un beso con sabor a despedida antes de que apareciera Federico Quintero.
- Y en ese tren – eructó Aguirre algunos meses más tarde, en el casino militar – en
ese tren venías tu cabrón.
- Y la guerra– escupió Aguirre que quería morir de borracho – La gran puta, nos
regaló siete años y la última tarde con un beso que nos dimos junto al tren y nos
bañamos ahí de humo blanco y olor a fierros
Para 1921 Aguirre se había vuelto ya teniente capitán y se preciaba con razón de ser
el más joven del círculo íntimo del nuevo presidente: Álvaro Obregón.
Mientras en la ciudad, el nuevo jerarca tomaba las riendas de los asuntos de gobierno,
sus ejércitos se aglutinaban en diversos puntos estratégicos, especialmente al centro,
en Cuernavaca y la ciudad de México.
31
- Estoy harta de estar aquí encerrada – Dijo Isabel descorriendo la puerta del
compartimiento que le asignó Aguirre
Donato tuvo algunos trabajos siguiéndola a través del tren de fierros viejos, heridos
quejumbrosos y niños llorones.
Cuando llegaron por fin a los compartimentos de segunda, Dolores los recibió con
una hermosa sonrisa regordeta de dientes grandes y blancos.
Donato levantó los hombros, se quedó afuera del cubículo y se dispuso a seguir
practicando las artes de hacer anillos de humo con sus cigarros baratos.
Entre las dos habían dedicado aquél tiempo a atender a las parturientas.
Cuando a Dolores le tocaba el turno de parir (cosa que sucedía muy a menudo) era
Isabel quien le aplicaba fomentos y cortaba el cordón umbilical.
En aquél tren y en aquél compartimiento, viajaban con su madre, dos de los nueve
niños que tuvo Dolores en siete años: Salud y Carmen; los dos estaban bien
orgullosos de haber llegado al mundo en las manos de Isabel.
Apretujada como todos, sufría también de los vaivenes ferroviarios Socorro, mujer
alta y de mala cara que tuvo sólo un hijo: Daniel.
El parto se le había complicado y ella se quedó sin tener posibilidades de
embarazarse nunca más. (Socorro, por cierto era la mujer de Ramiro Rangel).
A Daniel los otros muchachos de la guerra le habían puesto un apodo. Le llamaban
El Tusa, por que era huraño como una tusa.
Daniel tenía una pequeña perversión: le gustaba seguir desde hacía tiempo los pasos
de Isabel, la miraba bañarse… estaba pendiente de sus movimientos y sus amoríos
con el capitán Aguirre (quería Saber, Conocer).
Así viajó mucho tiempo el Tusa: haciéndose el dormido, con los ojos medio cerrados,
escrutando las facciones de la amante del capitán.
No se piense sin embargo, que el de Daniel era un interés platónico. Un niño que ha
visto morir a su padre con los intestinos reventados y a su madre gimiendo enredada
con otro hombre (Rangel) tiene por fuerza con el mundo una relación poco
romántica. Más… honesta, digamos.
En 1921, a los doce años, Daniel sabía lo que tiene que saberse y deseaba sentirlo con
toda la naturalidad de una fruta que ha comenzado a madurar… Igual se puso rojo
cuando Isabel le hizo un guiño y ella.. lo había hecho sin malicia; simplemente
porque lo consideraba en muchos sentidos un familiar.
- ¡Claro Doloritas!
Daniel despertó:
- ¡Pues eso! ¡Seguro que lueguito en cuanto lleguen a la capital, van a olvidarse
de sus amigos los pobres!
Isabel no dijo nada. No le gustaba discutir esa clase de cosas: la ventana se embarraba
afuera, del campo infértil que dejó la guerra.
Aunque en todo el país se sabía del triunfo de Obregón, había aún esporádicos
ataques sobre sus guardias. Una carga de dinamita estalló metros antes de que el tren
le pasara encima.
No hubo nada que lamentar: gemidos si, gritos tal vez y una mancha de orina en el
pantalón de un raso que estuvo a punto de morir por cobarde.
Se rompió la nostalgia de Isabel hay que decir y ella se abrazó bien fuerte de Carmen
para que la niña no se rompiera las narices con el suelo.
En el compartimiento explotó, también, una maleta grande y suave que bañó a todos
con enaguas de colores.
- ¡Ay Dios!
II
Afuera, en el campo, la sombra del tren se recortaba contra el suelo con las últimas
gotas de la tarde. Bajaron los obregonistas gritando, buscando, dándose órdenes los
unos a los otros, gimiendo y saltando como gorilas.
Donato abrió la puerta del vagón y ayudó a bajar a Isabel y a sus amigas. La Dolores,
cuando el guerrerense le tendió la mano, no pudo evitar una mirada coqueta y el
hombre respondió también con el presagio de un último amorío revolucionario (y otro
niño, faltaba más).
Se habían ido: los últimos guerrilleros fieles a Carranza dejaron un montón de fusiles
herrumbrosos y una vía rota con la única intención de hacer más penosa la procesión
del ejército ganador.
Gutiérrez, un capitán veracruzano, se adelantó con uno de los pocos caballos que
traían para buscar refuerzos.
Ramiro Rangel tomó entonces el mando sin que nadie se lo pidiera y ordenó que
todos se juntaran cerca de la máquina. Con ganas de aprovechar la ocasión para
mostrarse heroico lanzó una arenga poco inspiradora.
- ¡No mi cabo! Son mucho más de diez kilómetros – dijo otro - Yo conozco
por acá… estamos cerca de Tipula y para Buenavista todavía le falta
35
Inspirado por Quintero, por Aguirre, por el mismo Obregón, Rangel quería demostrar
su liderazgo. No había tenido tiempo durante la guerra pero en ese momento se sintió
bragado y quiso dirigir aunque sea por una tarde aquella procesión de niños, soldados
heridos y mujeres con ganas ya de un catre y un cuarto decente para vivir y descansar.
- Vamos a quedar claros en algo – dijo Rangel – Si digo que son diez
kilómetros son diez kilómetros ¿Entendido?
Daniel miraba a Ramiro consternado. Era el amante de su madre y por supuesto, este
hecho, no le causaba ninguna gracia. Después de una batalla que auténticamente pasó
sin pena ni gloria, el papá del Tusa había llegado herido al campamento. Aunque no
era nada especialmente grave (al principio) el rasguño de bala se le infectó por dentro
y en poco tiempo le había reventado los intestinos.
A Socorro esa muerte le dolió casi tanto como al niño que veía en su padre a un héroe
de proporciones míticas. De cualquier forma, la soledad es fuerte y ella, en poco
tiempo tenía ya, atrás de sus caderas, babeando al cabo Rangel que ahora se
empeñaba en ganar no sólo el título de amante, también el de padre del Tusa y líder
nato frente al pequeño contingente del último ejército de Álvaro Obregón.
- Antes de que se venga la noche vamos a entrar todos juntos con un poco de
dignidad a esa pinche ciudad y al primer cabrón carrancista que se queje, aquí
mismo lo mando fusilar
III
Hora tras hora, los rieles siguen ahí, kilómetro tras kilómetro. Como que se burlan de
ellos haciéndolos pensar que aunque llegó la tarde y caminaron tanto, no han
36
Más tarde, los zapatos de Daniel, como los de muchos otros, terminaron por
romperse. El niño tuvo que continuar descalzo.
No había para cuando parar. Ahí estaba: el mismo campo, la misma montaña, los
mismos durmientes y el ruido constante, casi sordo, de los pies sobre la tierra en
contrapunto con un quejido de Dolores a punto de parir.
No había en aquél grupo ni formación ni disciplina; nada que recordara que fue un
ejército: Las soldaderas y sus hombres se pusieron los jorongos porque el frió
comenzó a bajar de la cima de la montaña. Desapareció el ejército: todos eran ya
hombres y mujeres comunes o niños y niñas y nada más.
Su hijo, había perdido el aliento por completo. Los pies comenzaron a sangrarle y
cojeaba. A cada minuto se le hacía un poco más difícil seguir el paso de la procesión.
A Isabel, por su parte, nunca le gustó mucho caminar. Lo hizo por supuesto, porque
no tenía de otra y había sacado fuerzas de quién sabe dónde para cargar a Salud, el
hijo de la Dolores mientras Donato se las ingeniaba para seguir tras ella, bien erguido,
sin una gota de sudor en la frente, con la niña Carmen dormida también entre sus
brazos.
Hubiese sido inútil que el pequeño destacamento intentara cargar todas las maletas.
Aunque Rangel prometió que en cuanto llegaran a Buenavista mandaría por las cosas
de todos, ya para estas, era evidente que sus trapos y enseres de cocina habían pasado
a formar parte de las cosas que se perdieron en la Revolución.
De vez en cuando el grupo se topaba con algún jornalero flaco o unos campesinos.
Les dieron agua y algo de comer. Los miraban incrédulos y se preguntaban ¿Quiénes
serán estos? Porque no tenían cara de pertenecer a ningún ejército.
Así regresó Isabel a México después de siete años: caminando con la familia que se
hizo después de dejar la suya propia. Estaban ya muy cerca de la ciudad, pero ella no
había podido todavía reconocer nada: ni los árboles, ni la montaña; ni siquiera el
37
campo mismo que quedó exhausto, como todos, luego del paso de tantos hombres y
mujeres en pie de guerra.
Con todo y el cansancio, ella pensaba que era hermoso sentirse así, parte de algo más
grande, más poderoso que uno mismo y se puso a cantar también una canción.
IV
A pesar del cansancio, Isabel se siente feliz. Es delicioso el aire que desciende de la
montaña. Es hermoso estar vivo aquí y para ella, qué mejor que caminar con este niño
entre sus brazos. Nada más por eso, relajada entre el cansancio y el aroma de la tarde
se sintió de pronto tan contenta que no tuvo tiempo ni siquiera de pararse para hacer
conciente su felicidad.
Más adelante, dejó de cantar y recordó una fiesta de máscaras en la Academia de San
Carlos. ¡Había pasado tanto tiempo! ¡Cómo le hubiera gustado bailar ahí con Pablo!
con Pablo Aguirre: besarlo, acariciar sus manos delante de todos.
- Algo tiene que pasar – pensó Isabel, porque sintió un frío muy especial que le
acariciaba la espalda - ésta es para mí, la última noche que me dio la
Revolución
Y si: Aquel siete de abril de 1921, muchas cosas pasaron. Muchas cosas que
encadenadas llevaron a Pablo Aguirre a la cantina indiscreta donde se confiesa con
Rangel al ritmo de su borrachera.
Para cuando se hizo de noche, Simón ya estaba viendo cosas y gritaba por todos
lados. Nadie dijo nada, a nadie le importaban sus gritos ni sus miedos. Estaban
acostumbrados: era Simón el mariguano, solamente. Pero el hombre se aproximaba a
Isabel, primero un poco y luego más.
Salud en sus brazos repelaba. Estuvo a punto de despertar con el ruido de las risas de
su madre.
- ¡No se preocupe!
(Entonces, adentro de Dolores algo sucede. Es una conciencia que se enciende, una
conciencia a la que le falta el aire)
- ¿Qué pasa mi chula? – eructa Simón y trata de acariciar al niño en los brazos
de la mujer de Aguirre
(... Y cae toda la furia sobre su cuerpo adentro. El niño por nacer siente primero que
se asfixia y luego, el miedo más profundo jamás)
(El miedo más profundo jamás… Despiertas en una tumba y te sientes encerrado y
luego te expulsan, te oprimen, te falta espacio y el corazón se te acelera. Se enciende
en tu cabeza el instinto de la muerte y necesitas salir: ¡Escapar!)
Es un grito que viene de adentro. La Dolores se queda ahí, petrificada, con las piernas
abiertas. Agua y sangre le corren por abajo.
Algo parecido a una pequeña serpiente repta por su estómago: Es el niño que va a
nacer.
(Sientes el deseo de algo que no has sabido nunca. Algo que necesitas para calmar el
miedo. No sabes qué es ni cómo se toma)
El soldado flaco, sale corriendo. Es como un perro que deja el hueso y sale aullando
cuando escucha el nombre del capitán Aguirre.
Isabel corta con los dientes el cordón del recién nacido. Le da un pequeño golpe en el
trasero. El niño despierta entonces
(… Aire, es algo que aligera tus angustias y te abre la garganta. Dios te sopla en la
40
Mientras Dolores se daba (ella solita) a la tarea de repoblar todo el país después de
una guerra que le costó once millones de muertos, el pequeño contingente
obregonista había terminado de levantar el campamento en el que pasarían la noche.
Una vez que callaron los gritos de la parturienta, aparecieron la modorra y el sueño y
los sonidos de la noche: insectos llamándose para copular y las notas azules de una
guitarra. Se escucha también, por allá el ruido de una pareja que gime haciendo el
amor y un par de mujeres que platican.
Y está completamente recuperada porque parir, por alguna razón extraña, la llena de
vida
- Luego Salud…
Dolores rió de buena gana. Sacó de su morral una bolsita de uvas para compartir con
Isabel.
Isabel soltó también la carcajada. Se comió las uvas que le había tendido la Doloritas
y escupió las semillas sobre la tierra seca, junto al fuego que les daba calor.
Aunque las amigas conocen de sus vidas los detalles más íntimos, a Isabel nunca le
ha gustado hablar de su familia
- Creo que también era medio hijo de la chingada – dijo sonriente pero dando
por terminada la conversación.
Isabel suspirando, se recuesta junto a ella. Mira a su niño recién nacido exhausto
con los labios pegados al seno de su madre..
El cuerpo de Dolores, lleno de curvas y grasa, le daba a Isabel más calor todavía
que la fogata: le daba seguridad. Sonrió y cerró los ojos
Escupió una última semilla latosa que se le había escondido tras la lengua. Abrió
de nuevo los ojos y dijo:
- Ta güeno – dijo la otra a punto de caer rendida. Y luego, ya desde el otro lado
del sueño comentó resoplando – ¡A ver si me sale así de cabrón!
VI
Después de haber dormido toda la tarde en brazos de Isabel, Salud ahora no tenía
ganas de dormir. A media noche, despertó a la muchacha para que jugara con él.
- ¡Isabel!
- A los maderos de San Juan… Piden pan y no les dan… piden queso y les
dan…
Salud le devolvió una sonrisa de dientes grandes y blancos como los de su madre.
Tras una roca Salud toma distancia. Orgulloso orina intentando llegar muy lejos
Y luego:
- Y ¿Tu?
Y por alguna razón, a Isabel aquella pregunta le dio unas enormes ganas de orinar.
Los más borrachos todavía pasan aquellas horas, dando tragos a una botella de peltre
y fuman tabaco y marihuana.
Hacía frío y la luna no iluminaba gran cosa. Era nada más un cuerno pequeño, oculto
detrás de los árboles de la montaña.
43
De pronto, la amante de Aguirre se siente como un niño travieso que deja la casa de
sus padres. En un instante olvida las ganas de orinar y se va dando saltos sobre la vía.
Se balancea sobre una roca y corretea a un conejo que, como ella, abandonó a media
noche su madriguera.
¡Nada!
- ¿Quién decía? ... ¿Quién decía que preguntar: “¿Quién anda ahí?” es de mala
suerte?
Sonrió Isabel. Aspiró todo el aire que pudieron beberse sus pulmones.
Y era su grito más que un reto: era llamar a la suerte, pedirle que viniera de una vez,
para descansar por fin porque tuvo miedo de lo que sucedería con ellos, con Pablo e
Isabel.... y Hugo (había olvidado a Hugo) durante su estancia en la ciudad de México
Exhausta por el trayecto de siete años, se sentó sobre la vía. Volvió a cantar para
olvidar a su hermano.
Unos cien metros más adelante, yacía un vagón abandonado junto a la vía (otro caído
en la batalla, sin duda). Sus pasajeros no deben haber tenido tanta suerte como ellos.
Isabel camina más allá del cadáver de vagón. Se desabrocha la falda con angustia
Finalmente, sus ojos se abren y un chorro caliente, un río amarillo serpentea fuera de
su cuerpo.
Hubo un ruido.
Si: aquello no era ni un conejo ni un pájaro. Era un pié que partió una rama seca. Era
un humano.
El Tusa la miraba estupefacto. Se quedó un instante, dos, viéndola apenado, pero con
un poco de deseo. De pronto como que despertó y salió corriendo de regreso al
campamento.
Pero su grito suena seco en el campo yermo y por alguna razón, le recuerda el grito
de la Llorona.
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3. Niños terribles
Rangel se distinguió siempre como especialista en el arte de echar leña al fuego: Fue
precisamente esta habilidad la que lo llevó a promover el escándalo Aguirre-Isabel
que condujo en última instancia al asesinato de su jefe. Sea como sea, Aguirre todavía
tiene los pies sobre la tierra: Divaga hablando de los ojos de Isabel (sus manos, sus
piernas, su sexo) y el recuerdo del jardín en casa de los Estrada (el recuerdo de
Hugo). Algunas memorias de guerra, eso sí, pero su divagar no es tanto producto del
alcohol como de la angustia.
El nombre de Pablo Aguirre aparecerá por vez última en los diarios el 5 de octubre de
1921. El Globo puso entre sus titulares: “Renuncia del nuevo secretario del trabajo”.
En El Universal: “Escándalo en el nuevo gabinete” y en letras más pequeñas:
“Renuncia el general Aguirre”. En El Noticioso apareció “Lío de faldas cobra muerte
entre los hombres de Obregón”.
Y siente Pablo cómo su cuerpo quiere flotar cauterizado: sin dolor ni angustia ni
tristezas y aunque su estómago ha comenzado a tener ganas de vomitar todo el
alcohol y el odio de sentirse tan solo, su mente todavía está anclada aquí.
El, la parte más íntima de él (tal vez su vientre o sus venas o sus pulmones) quisiera
regresar el tiempo y volver al balneario con Hugo… con Carlos y Margarita… con
aquellos dos que bailaban tango…
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- ¡Salud!
En la alberca Ester, antes de que llegara la noche, antes de que aparecieran los
bailarines, algo sucedió:
Pablo lanzó una sonora carcajada y Margarita, lista como era se dio cuenta que el
hermano de Carlos del otro lado de la alberca, se estaba burlando descaradamente de
sus tetas.
Pablo y Hugo fingen contenerse y luego, vuelven a sus rostros las carcajadas. Miran a
la pareja, disimulan. Cambian el rumbo de sus ojos y luego, con descaro, inflan los
cachetes e imitan sus curvas y sus nalgas.
“Dios perdona el pecado, pero no el escándalo” les dijo una tía enigmática cuando se
largó su madre y sí, Carlos estaba convencido de la verdad del dicho: Podía perdonar
en Hugo cualquier excentricidad pero no que sus manos verbalizaran sus palabras,
que sus piernas se cruzaran con descuido, que sus ojos miraran los de Pablo como los
de una niña lista para la guerra.
A Margarita, por su parte, los jotos la tenían sin cuidado. Le caían bastante bien, de
hecho: En su casa se servía de ellos: Venían apaleados de rancherías con nombres
largos y aroma de mierda de vacas y caballos. La madrota había descubierto que a
cambio de un espejo y algo de respeto podían ser leales como el que más.
Con Hugo, sin embargo, la cosa era bien diferente.
apellido.
- ¡Dime!
Y se arrancó la toalla.
- Ay Carlos – dijo la otra más cabrona cada vez - ¡No te hagas pendejo!
Hubo un silencio.
La mujer había levantado la voz un poco, pero era evidente que podía levantarla
mucho más.
Carlos, serio, dio el último trago a la botella de aguardiente. Un trago que le devolvió
el sentido del humor: Sonrió también.
- No te preocupes manito – dijo la otra que entendía en los hombres las risas
amargas - yo te lo arreglo
- ¿Qué? ¿No crees que yo soy muy mujer? – Dijo la otra con un dejo de orgullo
profesional
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Hugo y Pablo se quedaron boquiabiertos cuando Marga, del otro lado de la alberca
describió con todas las artes de sus manos regordetas a una belleza inmensurable.
- ¿Y? ¿Qué vas a hacer tu con esa muchacha? – dijo Carlos imaginando
II
A partir de que la revolución se hizo real en la vida de todos, Don Miguel, el padre de
Hugo, tuvo que malbaratar su patrimonio. Vendió la finca en Tlalpan y algunas otras
propiedades porque necesitaba sobre todo, sostener ciertos gastos en los que no
estaba dispuesto a condescender. La comida por ejemplo. Miguel Angel Estrada
quería seguir comiendo con todas las de la ley y aunque no podía tener ya criados
decidió que sus hijos tenían que servirle ¡Faltaba más!
Como los mayores habían tenido que comenzar a trabajar, eran los gemelos e Isabel,
la única niña, los que le servían entre semana. Tenían que hacerlo un poco rápido
porque por la tarde volvían a la escuela.
Los domingos, sin embargo, la tarea se la repartían entre todos.
Los amigos que tuvo alguna vez, ahora lo consideraban un imbécil que no supo medir
los tiempos y que por eso se quedó atrapado en este país de mierda sin dinero ya para
comprar los boletos necesarios para educar a sus hijos en París o Nueva York.
Aquí se estuvo si. Y los intentos que hacía por sostener un tren de vida porfiriano al
final resultaban medio patéticos. Era un roto, uno de esos que se paseaban por la
Alameda sin oficio ni beneficio. No había sabido ni cómo… ni dónde, ni cuándo.
Incluso los dineros que consiguió con la venta de la casa de Tlalpan se convirtieron
en poco tiempo en bilimbiques, en humo, en metal sin valor.
49
En 1913 Hugo Estrada vivía con su familia en una casa más o menos grande en la
colonia San Rafael. Este era el refugio que le permitía a
Don Miguel pensar que México algún día iba a ser el mismo…
Aquella mañana despertó soñando con que su mujer había vuelto. En el sueño, ella
prometía que las cosas no volverían a cambiar ya nunca.
Hugo por su parte, hubiese querido cambiarlo todo más rápido, más todavía.
Para comenzar, su casa. Había dos retratos en la sala: una mujer de ojos negros: era
la abuela. Había también un hombre en cuyos ojos podían leerse los escrúpulos: era
su abuelo. Hugo veía en aquellos dos espacios la historia de México juzgándolo,
haciéndole preguntas indiscretas sobre sus sueños y las caricias que sus manos
habían aprendido a darle bajo las sábanas.
Por su parte, a veces, en secreto, cuando se tomaba una copa en la sala de su casa,
Don Miguel deseaba ser niño de nuevo y se sentía orgulloso de sus retratos en la sala.
Alzaba la copa y decía quedito:
-Madre, por favor, no es bueno que un hombre esté solo, haz que vuelva mi mujer…
Parecía como si de pronto todo fuese a despertar. Entonces (cuando todo despertara)
aparecería sobre la mesa de centro, una charola de plata con un mantelito de Nantes.
La charola estaría repleta de pastelillos franceses y una criada con uniforme
almidonado aparecería en la sala sirviendo chocolate bien espeso y en tazas de
porcelana. La casa sería una delicia de aromas de perdón y chocolate caliente.
Por lo pronto, las goteras filtraban una lluvia persistente. Devolvían al padre a la
realidad de su casa vieja de yeso picado, de vidrios rotos. Los trastos en el suelo
recibiendo el agua lo gritaban a risas: ni el tiempo pasado, ni su mujer, ni don Porfirio
volverían jamás.
Don Carlos se frotó las manos. Siempre hacía igual cuando se sentía consternado.
Levantó la copita de jerez pero no miró el retrato de su madre.
50
El padre se aclaró la garganta. Tosió. Los gemelos bajaron el ruido de sus juegos
porque aquél era sin duda el preludio de un regaño, pero no se detuvieron. Se
alejaron, eso sí, un poco más allá.
Sobre la mesa, Hugo e Isabel destaparon una cazuela que humeaba y olía a sopa.
Don Miguel levantó la tapa de uno de los trastos.
Y es que poco a poco había dejado de importarle lo que pensaran su padre y los
retratos sobre la sala. Estaba harto de vivir ahí, en esa casa a punto de caerse. Estaba
harto del miedo al castigo, de sí mismo, de herirse tanto… Estaba cansado de los
pasos lentos de su padre cruzando los pasillos de madera.
Lo odiaba, tal vez.
Se había roto entre ellos, todo vínculo. No eran ahora mas que dos extraños
repudiándose bajo el mismo techo, esperando el momento de deshacerse el uno del
otro.
El aroma de la sopa de arroz preñaba la habitación. Don Carlos daba pequeños sorbos
con su cuchara de plata. No dijo nada.
Isabel se sentó en el suelo, junto a los gemelos. Tomó uno de los muñecos que
andaban por ahí...
Silencio.
Carlos, que había permanecido en la cocina, como dirigiendo la fiesta, salió corriendo
y trajo una cazuelita llena de sal.
Bárbaros era una palabra que le gustaba mucho. A veces, también los llamaba
trogloditas y a Hugo le parecía gracioso. No es que supiera qué significaba, pero le
sonaba divertido. Cuando se bañaba, saboreaba la palabrita:
III
adecuada.
Se peinó frente al espejo.
Sacó también, de uno de sus cajones alborotados, un trapito, un pedazo viejo de jabón
de calabaza y dos monedas de cobre.
Subió los pies a un taburete y limpió los zapatos con el jabón ayudado con un poco de
saliva.
Tomó luego las monedas y aprisionando con ellas el pantalón, se puso a dejar bien
derecha la raya.
En el comedor, su padre, con un poco de la euforia que le dio el haber comido por
primera vez sin tener que regañar a nadie, se dispuso a iniciar, como Hugo un rito,
pero de otra naturaleza:
- ¿Si papá?
Desde su recámara, Hugo escuchaba las risas de los gemelos. No se detuvo, sin
embargo. Muy serio, siguió alisando el pantalón y recordaba que aquél juguete fue
de su mamá.
Abajo los niños disfrutaban el espectáculo, cautivados con el mono que daba vueltas.
- A lo mejor...
53
- A lo mejor
Hugo miró a su hermano. Le sacó la lengua sonriendo porque no iba a poder seguir
cuestionándolo…
IV
La recamara de Don Miguel olía a naftalina. El techo estaba marcado. Las cortinas
amarillas se inflaban con el aire que soplaba un vidrio roto.
Había sobre la cama una virgen, en el cajón del buró, un libro que nunca leyó… y
una pistola.
- Si papá
Cierto cuchillo afilándose lanzaba un grito agudo allá abajo, sobre la banqueta.
- Sí papá
Carlos esperaba cualquier cosa menos lo que vino después de haber asentido:
- ¡De acuerdo! Ahí sobre la cama hay algo de dinero !Tómalo! Quiero que
54
lleves a Hugo contigo a uno de los lugares que frecuentas. Debe haber alguna
forma de... solucionar esto... ¿Sabes? Quiero… quiero que lo ayudes.
- Con la experiencia que tienes, no dudo que sepas cómo ayudarlo… ni con
quien – había sarcasmo en esta última afirmación
- !Un momento! !No hay nada que agradecer! Tú lo sabes... Debes saber que no
lo apruebo. ¿De acuerdo Carlos?
- Claro papá
Carlos hubiese querido abrazarlo. Muchas veces hubiese querido abrazarlo pero no lo
hizo.
- Puedes irte
Y el muchacho salió del cuarto feliz pensando que el asunto de la cura de su hermano
era ya cuestión de tiempo.
- ¡Ya se fue! – respondió Carlos, recordando con una sonrisa lo que acababa de
pedirle su padre.
Pasaron los días y el otro sábado, por la tarde, como le sucedía cada semana, Carlos
comenzó a sentir un vaivén en el estómago: era una especie de antojo.
55
Había estado más o menos tranquilo todo el día. Incluso en el trabajo, pero conforme
se hizo de noche, sintió la necesidad de meterse en la cama de Margarita. Todo a su
alrededor empezó a parecer absurdo, como borroso. Lo único real entonces eran las
caderas y los senos de su mujer.
A las seis, cuando salió de trabajar, la tarde le supo a fiesta. Se fue directo hacia la
calle de Misterios. Saboreaba el cosquilleo de saber lo que vendría: El silencio un
poco triste frente a la puerta de la Marga, el gorila abriendo con el disgusto de
siempre, el pianista afeminado (¡Como Hugo carajos!) cantando canciones de arrabal.
El alcohol y la lujuria. Los besos con sabor a maquillaje y el cuerpo húmedo de una
mujer… Los hombres de bien perdiendo allá adentro, en el burdel, la compostura,
entregados al vicio más gratificante de todos: la fiesta.
Carlos había conocido la casa de la Marga hacía como tres años por casualidad.
Resulta que antes de irse para Estados Unidos, un muchacho al que llamaban con
desparpajo El Pata, encontró en el gabán de su papá una tarjetita que ponía: “Se tejen
toda clase de chaquetas, de día y de noche” y como era abusado para los albures la
llevo a la escuela para enseñársela a su mejor amigo, es decir, a Carlos.
Entre los dos terminaron de descifrar el significado hermético de la tarjeta que ponía
también la dirección del sastre misterioso. Con todo y uniforme de colegio de
jesuitas, el par emprendió la aventura de perder la virginidad. Lo consiguieron, por
supuesto y no solo eso, Carlos conoció también a aquella mujer voluptuosa, llena de
carnes y cariño. Una mujer incapaz de cansarse cuando se trataba de querer, incapaz
de decir “eso no”.
No, no es que la mujer se hubiese interesado nunca en los muchachos pero Carlos
despertaba en ella una especie de amor materno.
Desde que una curandera de mano temblorosa le practicó un legrado mal hecho, la
Marga creyó que se había quedado sin la posibilidad de embarazarse (pero la vida es
más cabrona, por supuesto y habría de darle un hijo más tarde, un hijo igualito a
Carlos que no dudó un momento su paternidad, sobre todo por esos hoyos en el
cachete del bebé)... el caso es que esta aparente inmadurez del vientre le resultaba a la
Márgara muy cómoda para el oficio.
zapatos brillantes, como que le dio ternura y el hijo de ambos comenzó a tomar forma
en alguna parte. Con el tiempo había llegado a descubrir con este muchacho, algo que
no pensó que pudiera sentir.
Además, él, Carlos, no tenía las aspiraciones ridículas de otros hombres. Nunca
sugirió ni siquiera que Márgara debía cambiar de profesión. Así la había conocido y
así le gustaba: puta y alegre, llena de risas y caricias y carnes para regalarles a todos.
VI
Ese sábado, mientras Carlos corría a los brazos de la Marga, Hugo salió de su casa en
San Rafael. No se despidió ni de su hermana ni de los gemelos; tampoco dijo adiós a
los retratos que lo juzgaban sobre la sala.
Atrás de Catedral se vio con Pablo y compraron dulces de nuez y palanquetas.
En la plaza escucharon el grito de los vendedores ambulantes en sinfonía con los
niños blandiendo matracas. La calle toda era una fiesta de sonidos: Bajaron por
Plateros y en La Alameda escucharon las risas alborotadas de una mujer que se había
subido al volador en una pequeña feria que hubo cerca de la calle de Reforma. Más
allá escucharon también el pregón de un merolico vendiendo remedios contra la
calvicie.
Un pajarero caminaba cerca de los dos en Bucareli y del balcón de una casa vieja se
asomó una mujer lanzando fuera sus orines en una palangana
- Agua va!-
-
En la puerta de la vecindad, junto al taller de Don Fernando, unos niños gritaban y
apostaban canicas en una pelea de gallos callejera.
Eran las siete de la noche. En el taller no había nadie y Pablo tenía la llave. Abrieron
la puerta con reverencia. Estaban nerviosos y contentos. Comieron dulces y
bromearon. Platicaron de cualquier cosa caminando sobre las mesas de dibujo
tratando de tocar el techo. Se burlaron del maestro imitando aquella erre que sonaba
a ge, inventando historias de sus compañeros en el taller…
Más tarde, cuando todos éstos sonidos comenzaron a callarse, cuando Bucareli con su
reloj chino se quedo quieta, como esperando algo, Pablo tomó a Hugo por la cintura,
le dio un beso muy pequeño, con sabor a dulce de nuez y comenzaron a tocarse.
VII
Varios años después, en 1921, el general Aguirre paseaba por Santo Domingo del
brazo de Isabel. Ahí, entre los impresores, y las máquinas, el aroma de la tinta le
recordó el sabor de Hugo. Esto sucedió poco antes de que tuviera que matarlo.
57
VIII
La idea de morir a Hugo lo tenía sin cuidado porque aquella otra tarde, junto al árbol
y la laguna, había visto su vida pasar... y su muerte.
Hugo decidió entonces que morir por esto si que valía la pena. Fue un momento
rápido, que se fue como la memoria de un sueño. Todo lo que yo aquí escribo, Hugo
y Pablo lo vieron juntos en un segundo muchos años antes, ahí en la casa de Tlalpan.
Lo vieron juntos si. Y por eso, el general Aguirre se quedó ciego cuando presionó el
gatillo.
IX
Pablo tomó a Hugo por la cintura, le dio un beso muy pequeño, con sabor a dulce de
nuez y comenzaron a enredarse.
… cuando salieron del taller la noche les enfrió los ánimos. Pablo, como siempre, se
sentía culpable, pero en esa ocasión se contuvo y no dijo nada (sus arrepentimientos
habían comenzado a ser ridículos incluso para sí mismo).
La ciudad, a los niños, los invitaba a vivir su vida, pero ellos metidos en sus propios
pensamientos, no se dieron cuenta ni siquiera de que de todas las casas, de las
vecindades y los edificios, ese sábado, salía un aroma de fiesta, calor y sexo.
Se despidieron en el reloj chino. Ahora, después de todo, les daba pena mirarse y ni
siquiera se dieron la mano. Se fueron melancólicos, contando sus pasos sobre la calle.
Era de noche y se metió a la cama con esta idea y así se quedó dormido.
- ¡Hugo!
Hubo un último momento de silencio (incluso los perros cayaron). Entonces Carlos
bebió todo el aire que le permitieron los pulmones y gritó:
- ¡!Hugo!
Despertaron los vecinos y una manada de perros, Isabel, Don Miguel (que no dijo
nada porque presumía lo que estaba pasando) y finalmente… también Hugo.
- Shhh – dijo el niño asomándose al balcón para mirar a su hermano allá abajo
– Carlos ¿Qué chingados te traes?
- ¡Baja cabrón!
Hugo sonrió.
Carlos exhaló una hermosa carcajada: Su hermano nunca antes lo había llamado
“Pinche changuito”.
Era cosa nada más de ponerse un pantalón sobre la ropa de dormir. Tomó también
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una gabardina pero no se dio tiempo, ni siquiera, para escoger los zapatos.
Y luego:
Afuera, Carlos siguió gritando sin miedo, pero el hermano menor se dio tiempo
todavía para apagar el viejo quinqué de aceite.
XI
Caminaron sin decirse nada. Él, el mayor se sentía como navegando sobre un barco
ebrio.
Hugo cruzó las manos sobre su pecho para cubrirse del frío.
Hugo se detuvo.
- ¿Para qué?
- ¿Para que? ... pues para que mi hermano se vuelva igual de cabrón que los
cabrones
Antes de responder, Carlos soltó un suspiro. Lo miró con ojos grandes y brillantes.
Hizo una pausa. El silencio describía mejor que cualquier adjetivo, el embrujo que
podría caer sobre la casa de los Estrada si las artes de Silvette no eran suficientes para
conjurar la desgracia que por algún arte maléfica cayó sobre la descendencia de su
padre.
XII
¿Quién lo dijera? los viejos porfirianos con todo y su moral estrecha y sus juicios
61
Bajo un tapiz adornado con bambúes, una muchacha de rasgos mazatecos dejaba caer
discretamente la bata de seda azul para mostrar al público sus senos redondos,
morenos y núbiles. En la esquina un pianista casi tan joven y femenino como ella,
cantaba con voz aguda, viejas canciones de amor arrabalero.
Margarita, en cuanto los vio llegar, dejó en su soliloquio a un cliente borracho que no
había dejado de quejarse de los maltratos de su mujer.
Hugo estaba hipnotizado viendo en cada detalle del jardín secreto de su hermano el
futuro de Pablo Aguirre.
- Que bueno que lo encontraste – comentó Marga – pensamos que ibas a estar
dormido papacito … tu hermano llegó aquí desde la tarde
El niño sonrió con cara de tonto. No tenía ni idea de qué decir o cómo comportarse.
me enseñaste?
- ¡No comas ansias! - le dijo la otra que esperaba alargar un poco más el
momento: invitar a Hugo a tomarse una copa, hacerlo sentir confortable
- ¿Igual? – preguntó Hugo entre broma y broma, como para demostrar que
tampoco es que se muriera de miedo
- Este mero – dijo la madrota – y ahorita mismo los dos se me van a perder el
quinto.
63
- Ven
El niño se quedó plantado sobre la tierra. Completamente blanco, temeroso. Sus ojos
sobre los de Carlos gritaban “no me hagas esto”
- ¿Qué esperas?
Se hizo el silencio. Hugo sintió que todos lo miraban. El pianista había hecho una
pausa. Giró sobre su taburete y le sonrió con complicidad.
Luego tomó a Hugo por los cachetes y le dijo en secreto, al oído y un poco
amenazadora:
Silvette lanzó una risa afable. Se acercó a Hugo. Lo besó con toda la ternura que le
fue posible. Tomó una de sus manos y se la colocó sobre los dos botones en el pecho.
Hugo cerró los ojos y sintió en su nariz el aliento fresco de ella. Sabía a río y a una
choza en La Huasteca con mucho viento y una fogata por la mañana. Había también
un muchacho vestido de manta…
Silvette y Hugo desaparecieron tras los pasillos de la casa mientras en una esquina el
parroquiano que hablaba solo, detuvo su discurso. Ahora besaba los senos de una
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muchacha rubia y llegaba con la mano abajo, cada vez más abajo.
XIII
En la habitación de Silvette, Lao Tse observaba con su barba venerable desde una de
las paredes. Habían también aves fénix y osos pandas comiendo bambúes; dragones y
un cuadro pequeño con una pareja haciendo el amor. El hombre tenía un falo
enhiesto y descomunal.
Silvette de un golpe se quitó la bata sin mucha gracia. Tomó una mascada de seda que
había por ahí y la colocó coqueta sobre una lámpara para que el cuarto se pintara de
verde.
La niña le toca los labios. Sus ojos se cierran y vuelven a abrirse. Se lamen como si
fueran una fruta
Ella saca del buró junto a su cama una pipa de agua y juntos fuman y se acarician la
cara.
Silvette abre sus labios (y sus piernas) y él, Hugo, se aproxima y le besa los senos.
Los chupa como si fuese un recién nacido, un animal herido. Como si él mismo fuese
Pablo y ella la mujer que el otro hubiese querido que fuese.
Las manos de ella encuentran un punto entre el vientre y el muslo. Mas arriba, más al
centro, al centro del cuerpo: ella lo blande. Hugo recuerda. Vuelve la imagen de
Pablo.
Hugo no dice nada. Se transforma en Pablo así, en silencio, sin dar explicaciones y la
bebe como a él le gustaba beberlo en el taller.
En su sueño de ojos abiertos, a Hugo le gusta la imagen que le devuelven los espejos:
la imagen de la niña que pudo ser.
65
Cuando gira, la sombra de sus curvas se recorta contra los motivos chinos que se
visten de verde. Su desnudez misma los mira desde allá y él es a veces una niña y a
veces Hugo y las más es Pablo que los toca, los toca a los dos y entra en él y en ella
por turnos.
Ella baja por su pecho, por su estómago. Hugo cierra los ojos y se humedece los
labios.
Se giran de nuevo y ella explora sus espaldas. Sube el ritmo, enardecido de sus
manos, lo toma por la cintura, lo acerca y lo aleja, lo aproxima y se penetra. Los dos
se arquean y se sienten embestidos por la humedad. Explota el olor de sus cuerpos en
el cuarto. Baña las paredes de bambúes que se escurren y ellos aprehenden sus manos
y sexos, pies y pelo, aquí y allá boca abajo y erguidos, pechos y piel… una y otra y
otra vez, vez que los conduce y Hugo no se ha dado cuenta de que la ola acaba de
salir pero él ahí sigue prendido a la cama y deseando y ardiendo como la fiebre y el
delirio de una enfermedad exótica.
- Si – contesta Hugo, mirando que su sexo seguía ahí, levantado sin pudores,
cuestionando todavía...
Hugo por algún sortilegio del hashis le hizo el amor a Silvette imaginándose Pablo.
Luego se besó a si mismo imaginándose Silvette, a contratiempo. Fue bebido por
Pablo, fue arañado por Pablo, querido por Pablo, penetrado por Pablo.
Lo mató si, porque los había descubierto, porque algún celoso fue con el chisme y le
contó que su hija andaba allá de puta, allá arriba, cerca del río, en la casa de él, del
muchacho vestido de manta.
Y ella recuerda cómo el padre los descubrió gimiendo y ella gime. Los descubrió
besándose y ella lo besa (a Hugo, como soñando) los descubrió jugando y ella juega
aquí… y su cuerpo se estremece en un espasmo cuando ella está a punto de sacar del
pecho el grito que contuvo todo este tiempo, cuando apareció el cabrón este, su
pinche padre con el machete y ella ahí con las piernas abiertas y el muchacho adentro,
abrazándola fuerte, martilleando al ritmo de sus deseos y ella, que el calor lo tenía ya
justo en el pecho, a punto de explotar, no pudo seguir porque lo mataron, cuando más
lo necesitaba lo cortaron y ahora, quién lo dijera, ahora, varios meses después, éste
otro que acaba de conocer, tabla apolillada, le saca el grito que se quedó atrapado,
doliendo tanto. Este perfumado que no había visto antes, que nació en esta ciudad
que no pensó que pudiese existir, le regala el martilleo y no importa, no importa ya
nada porque hay algo ahí, algo adentro que tiene que salir.
Y ella explota, efectivamente, explota fuera de sí; más fuerte que nunca y exhala
como un lamento, largo y perfecto. Largo y perfecto…
Y las lenguas de Hugo y su puta se enredan por instinto cuando el río por fin se viene
fuera y calma el dolor y la muerte que habían quedado encajados adentro. Todos los
ríos de todas las pieles, se vienen limpiando el miedo y el horror de lo que les ha
pasado: Lo que no eran, lo que eran, lo que querían ser y lo que no habían sido, lo que
los trajo ahí, bajo la mirada del Chino a esta recámara pintada de verde donde, en el
sentido más textual de la palabra, Hugo e Isabel se conocieron en sus orgasmos.
XIV
Volvió la mañana.
Habían dormido después de la batalla, abrazados.
Hugo despertó temprano y melancólico, porque extrañaba a Pablo, miraba boca
abajo, sobre la cama, las motas de polvo que exhalaba la ventana. Subía y bajaba una
pierna.
Isabel dio una gran mordida a una manzana frente al espejo, sentada en su tocador.
Hugo dijo que sí. Se sentaron juntos. El espejo los halagaba. Compartieron la
manzana. La niña comenzó a maquillarse.
- ¿Mhh?
Isabel hizo una pausa. Tomó luego un poco de pintura roja y a Hugo le rayó la cara.
- Yo si…
- ¿En quien?
- Por mi parte yo me encargo de contarle a todo mundo, cómo fue que nos la
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pasamos
- ¿Mampo?
- Creo que si
- ¿No?
La niña suspiró, levantando los ojos al cielo con aquella pregunta tan tonta.
- ¿Sabes? – dijo por fin - Creo que tu y yo vamos a ser muy buenas amigas…
- ¿Por?
- ¡Vaya!
- Se armó un escándalo que para que te cuento… por eso estoy aquí… pero ya
pasó.
XV
El 11 de abril 1913 (era Semana Santa) desapareció Isabel Estrada, la única hermana
de Hugo. Algún vecino lioso, les dijo que se la había llevado la leva, el ejército
federal.
En aquellos tiempos era usual que desaparecieran los niños y los muchachos. Iban a
comprar tortillas o carbón y nunca volvían. Aunque la leva era una práctica que
llevaba a cabo el gobierno, los guerrilleros, los revolucionarios, también hacían lo
suyo.
El año de mayor rapto de menores fue 1915. Cuando menos ciento cincuenta niños y
adolescentes se reportaron desaparecidos en menos de un año. En una época en que la
gente no solía denunciar ningún delito es posible que hayan sido raptados muchos
más.
Se especula todavía hoy, ochenta y cinco años después con que los simpatizantes de
la revolución se llevaban a estos niños para adoctrinarlos en Puebla o en Tlaxcala,
nadie lo sabe de cierto. Tal vez los llevaban allá y les enseñaban a usar el fusil para
unirlos luego a las filas de los rebeldes.
No se ha estudiado muy a profundo qué hay de cierto en aquello de que los
revolucionarios solían secuestrar niños en la capital de la república. Es posible, sin
embargo, que más que los ejércitos bien organizados del norte y del sur (o el ejército
federal) los raptores fuesen bandas de ladrones que aprovechaban la guerra para
atacar haciendas y robar ganado. Se hacían de niños tal vez para reclutarlos en estos
ejércitos de salteadores, para obligarlos a pedir limosna o cosas peores.
Sin embargo, secuestrar niñas no fue algo normal de ninguna manera.
Lo más probable es que algo grave le haya sucedido a la niña. Hugo lo sabía, Carlos
también y su padre.
A los Estrada los tranquilizaba sin embargo, el antecedente familiar. La mamá
también, se había largado sin decir absolutamente nada, una tarde así sin más ni más.
Era factible suponer que la hija habría heredado algo de aquella locura.
En secreto, rogaban que así fuese. Deseaban que Isabel hubiese decidido buscarla, por
amor o por aventura y no que la hubiesen raptado para venderla o qué se yo.
Cuando la madre de Hugo se fue, les mandó una carta desde Mexicali. Miguel Angel
Estrada, el padre, la quemó después de leer una serie de disculpas que consideró
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De cualquier forma, los niños sabían que la familia de su madre vivía en el norte.
Isabel hija, alguna vez expresó en voz alta el deseo de buscarla en casa de sus tíos con
todo y revolución.
Ni Hugo ni Carlos la apoyaron porque estaban heridos. También ellos se habían
sentido traicionados.
Es factible posible pues, pensar que Isabel decidió, aquél 11 de abril, hallar los
medios para ir al norte y encontrarse con la familia de su madre.
Personalmente yo no lo creo, pero dejémoslo escrito aquí. Digamos que así sucedió
porque Hugo y Carlos sufrieron mucho por Isabel.
Si: Escribamos que Isabel Estrada tomó la carretera de un país en crisis, se fue al
norte y vivió una vida larga y feliz. Por alguna razón inexplicable no dijo nada y años
más tarde, cuando quiso saber de sus hermanos, la vida de todos había girado tanto
que no tuvo forma de saber qué sucedió con ellos, ni donde estaban, ni cómo
encontrarlos. Todavía hoy, algunos de sus hijos y nietos la visitan el día de muertos
en un cementerio de Baja California. Le llevan cigarros y ron y pasteles azucarados.
Se ríen cuando recuerdan sus chistes cínicos, su sentido del humor un poco oscuro.
Hugo deseó tanto, siempre, hasta el día de su muerte que así fuera que así lo
escribimos hoy, que así fue y que así sea.
Era temprano al día siguiente y Hugo en el taller, entintaba un molinillo y daba grasa
a una de las máquinas. Al fondo del salón, Don Fernando practicaba un nuevo truco
con la baraja.
- ¡Normal!
- Shhh – dijo Pablo muy alarmado - ¿Qué te pasa? ¿Quieres que todos se
enteren de que eres maricón o qué?
Pablo tomó al otro por la solapa. Levantó un puño. Hugo, sin embargo, no estaba
asustado. Lo miró de frente. Hubo silencio de todos. Sus compañeros sonreían aquí y
allá. Esperaban con gusto algún pretexto para saltar en medio de una batalla..
Finalmente, el puño también se quedó esperando.
Pablo dijo (hombrunamente sobreactuado)
Y separó a los aprendices que se fueron cada cual por su propio lado; mentando
madres y murmurando.
Un poco más tarde, mientras Don Fernando revisaba una prueba recién salida de la
impresora, Pablo volvió a acercarse:
XVI
A la hora de la comida, los niños se fueron a un puesto de tacos de canasta que ponía
un muchacho sobre una bici despintada muy cerca del taller.
- La verdad es que algo tiene que haberle pasado a la Isabel… - concluyó Hugo
-
- Algo malo…
- ¡Mira! No puedes ponerte triste por todo lo que pasa en este país.
Tranquilízate. ¿Quieres que nos veamos hoy en la noche?
Hugo se limpió con el dorso de la mano una lágrima de rabia. Había algo de
seguridad en esta forma un poco frívola de tomar la vida.
- ¿Una sorpresa?
- Ey
- Entonces ya quedamos. A las ocho ahí enfrente del reloj chino ¿Sale?
XVII
Por la noche, Hugo esperaba sentado bajo el reloj aquél que se quedó pasmado por
una bala que atravesó sus fierros durante la decena trágica. A la glorieta toda, la
iluminaba la luna.
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Le dieron ganas de fumar y encendió un cigarro viejo con el último cerillo de la caja
que tomó “prestada” del cajón de Carlos.
El humo le abrió la garganta, le abrió la cabeza, le relajó los nervios. Era placentero
fumar.
Se tranquilizó un poco. La tristeza se le volvió nostalgia.
Hugo le acercó su propio cigarro sin dar explicaciones y sin mirarlo. El otro, al
tomarlo, le rozó los dedos discretamente.
El corazón del muchacho se aceleró.
Una nube de humo cubrió la cara del desconocido que exhaló el humo con un siseo
largo e inusual.
Se miraron a los ojos. El hombre sonrió y levantó un poco su sombrero, como si
estuviese ante una señorita.
Hugo estaba un poco abochornado.
Estuvo a punto de decir alguna cosa pero al final, no se atrevió.
- Dime cabrón, ¿Alguna vez has visto los ojos del presidente?
- ... Por supuesto que si – afirmó Rangel con orgullo en la cantina indiscreta – he
visto los ojos de mi general muchas veces
- No ¡De verdad Ramiro! – Dijo Pablo borracho - sus ojos cuando te mira de
frente… cuando está a punto de entrar en la batalla…
“Álvaro Obregón”. Bastaba escuchar su nombre para saber que era un guerrero, que
había nacido para mandar, para ser presidente…
Pablo, desde que supo de su existencia, había hecho todo lo posible por incorporarse
a sus filas.
Por supuesto, al principio se había ido a la guerra como tantos otros, con la única
intención de abandonar su casa, el taller, la disciplina católica de su padre. Quería
buscar la aventura y cambiar su destino mediocre, ser un héroe, un soldado como los
de los cuentos infantiles. Para lograrlo estaba dispuesto a matar, a Hugo incluso y a
Pablo Aguirre.
Su primer comandante fue el General de División Pascual Orozco, quien ya para estas
había olvidado la revolución y tuvo el mal gusto de reconocer al gobierno de Huerta
(fue el traidor quien lo nombró General, ni más ni menos).
75
Pablo marchando fuera de México para unirse a las tropas de Orozco había dejado
atrás su pasado, sus miedos, su celo. No sabía nada de política y tampoco le
interesaba: quería ser otro, nada más. Un poco como Hugo, aunque las sutilezas de su
transformación correspondían a otra naturaleza.
Más tarde, cuando comenzaron las batallas de verdad y por las noches en el
campamento le contaron de qué se trataba la guerra; cuando supo qué se estaba
peleando, porqué se estaba peleando, cuando entendió, muy a su manera, los intereses
de los diversos bandos y los cambios bruscos en la dirección de los ejércitos, no hubo
nunca un nombre y un rostro que le llamara tanto la atención en los periódicos y en
las conversaciones como el de Alvaro Obregón.
Y Pablo se fue marchando; como Mambrú se fue a la guerra, pero cambió de bando
… y de ejército.
Se distinguió en la batalla y nunca le tembló la mano para matar.
Y lo logró: logró conocerlo, estar con él, luchar a su lado, sentir el peso de sus ojos,
ser el más joven de su círculo inmediato, ser un hombre del hombre: de Alvaro
Obregón.
Isabel había notado, en los últimos años de su vida junto a Pablo, ciertos cambios en
su naturaleza: Imitaba al presidente hasta en los detalles más íntimos, en la forma de
pararse, de alisarse el bigote, de cruzar los brazos o acomodarse el saco; en la forma
de amenazar o cerrar los ojos, de saludar o ver, de caminar o mentar madres. Soñaba
con sentarse en su trono de Palacio Nacional, en tener sus tamaños, su pluma, su
oficina, su firma; su historia de jefe y hombre de mando. Se ofendía cuando alguien
lo llamaba “manco”, era capaz de matar si alguien sugería que traicionó a Carranza,
escupía al escuchar el nombre de sus enemigos.
II
- ¿Quién anda ahí? – preguntó ella cuando el pie desnudo del Tusa reventó una vara
seca por la mitad
Daniel agazapado tras una roca la miraba con el corazón dándole tumbos.
- ¿Quién decía? ... ¿Quién decía que preguntar: “¿Quién anda ahí?” es de mala
suerte?
Daniel se quedó consternado. Hizo una mueca. Era raro escuchar a alguien hablando
consigo mismo. Era como hurgar en su cabeza, como echar una mirada sobre sus
77
pensamientos.
- ¿Quién anda ahí? – Gritó Isabel, bromeando; retaba de así a la mala fortuna, pero
la suerte no le devolvió ni siquiera el eco de su pregunta.
Más allá, quedó un vagón roto junto a la vía. Algunos metros más adelante había
también un árbol, una piedra enorme y unos arbustos. Hacia ahí se dirigió Isabel.
El Tusa retomó ánimos y fue tras ella, agazapado como un animal, pero de pronto:
Apareció frente a él una culebra. Lo miraba con los ojos abiertos, indecisa entre
morder o retirarse.
Daniel se quedó petrificado. En un instante recordó haber soñado todo esto. Haber
soñado esta serpiente y él ahí, con los pies helados y desnudos. Tuvo miedo, porque
no recordaba el final de su sueño…
III
Como Daniel cuando mira a la serpiente, el Teniente Capitán tiene miedo, un miedo
que le sale de los intestinos. Duerme y sufre alguna de las muchas pesadillas que lo
han atormentado desde que llegó a la ciudad de México. Se revuelve en su cama,
agita las manos, quiere despertar pero no puede…
Los más insignes hombres de Obregón vivieron los primeros meses de su estancia en
el centro del país en el Gran Hotel de la ciudad de México.
La situación del edificio es privilegiada. Solamente el Zócalo lo separa del Palacio
Nacional. Ahí, en aquellos cuartos sobrios pero elegantes, atendidos como monarcas,
los hombres de la nueva elite habían esperado la toma de posesión del nuevo
presidente.
Aguardaban ahora, si es posible, aún con mayor impaciencia la conformación del
gabinete que tomaría las riendas de la joven República Mexicana.
Aguirre, como muchos otros, vivía cómodo en el Gran Hotel, cargando las cuentas al
erario nacional. Esperaba encontrar tiempo más tarde para comprar una casa con su
amante, una casa grande como sus aspiraciones; una que opacara la de los Estrada en
Tlalpan, aquella casa de campo que tanto lo impresionó cuando era niño.
Mientras se llegaba el momento, el capitán no hacía otra cosa que esperar, intrigar e
imaginar cómo sería el momento de la llamada telefónica que indicaría finalmente
que él, Pablo Aguirre había sido ascendido a General y que, por si fuera poco, se le
regalaba, con su nombramiento, una rienda del gobierno, un ministerio nacional.
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Cuando recibiera la llamada, pensaba Aguirre, todo iba a ser felicidad. Él, Pablo,
podría salir y pavonearse al fin por las calles de la capital; reconciliarse con su padre
tal vez (el hombre nunca le perdonó que se hubiese cambiado el apellido, sin contar
conque Pablo había entrado al colegio militar sin avisarle y había aprendido a matar
con todo y que su educación infantil había sido estrictamente católica).
No importaba nada: cuando Obregón lo distinguiese con un ministerio, Aguirre
podría ser un hombre nuevo y – tal vez – olvidar por completo su pasado.
(Ahora, Pablo, sufres una pesadilla y te retuerces en la cama y por más que lanzas
maldiciones semi-inconsciente, no puedes abrir los ojos)
Isabel despertó con los gemidos de Pablo al lado suyo. Todavía un poco dormida lo
miró. Las venas pulsaban en la sien del revolucionario.
IV
Algunos meses antes, el Tusa se había quedado petrificado. Con mucho cuidado,
para no alarmar a la culebra que lo miraba de frente, caminó en reversa y de un salto
se refugió en el vagón junto a la vía.
Desde ahí, con el pulso agitado, sobrecogido, con ganas de vomitar de espanto,
encontró un espacio propicio para mirar a Isabel que se desabrochaba las faldas y las
telas y los fondos preparándose para orinar.
El pulso de Daniel se aceleró todavía un poco más. Abrió los ojos lleno de calor en el
pecho
(No te sale más que un gritito agudo como el del día de tu muerte Pablo Aguirre)
VI
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En el campo yermo:
- ¿Quién anda ahí? – pregunta Isabel, cuando escucha un ruido que viene del
vagón abandonado.
(Sisea la culebra)
(Pero te detienes y te quedas ahí, un instante o dos, parado frente a ella sin saber qué
pensar o qué decir)
- ¡Despierta Pablo!
- ¿Isabel?
- Federico – dijo una vez que recuperó el aliento– estaba soñando con Federico
- ¿La Llorona?
- Si ¡Te lo juro!
VIII
- Lo bueno – dijo ella – es que según ustedes, son los mejores amigos
(Aguirre, recuerdas una tarde en el parque cerca de la vecindad donde vivías con tu
padre.
- ¡Mi mejor amigo! ¡Ni madres! Con el cabrón de Federico, todo se puso mal desde
que nos encontramos y ahora, en la guerra… se moría de celos cuando el general
me nombró su secretario para la campaña presidencial
- ¡Vámonos de aquí Aguirre! – dijo ella – La ciudad no puede ser buena para
nosotros
- Mira, no vamos a discutir eso otra vez – el humor de Pablo había cambiado de
pronto - Tengo aquí, en el puño, una carrera política y no la voy a dejar.
IX
vivir como las mujeres y los hombres en las capitales del mundo: París, Londres,
Nueva York.
Del otro lado del espectro, habían aparecido otras modas. Ideologías, les llamaron: La
revolución bolchevique, el triunfo de Lenin en Rusia, la entrada en vigor de la
primera constitución socialista en 1921…
Según esto, era factible algo que antes sólo los teólogos o los ilusos habían pensado:
Los pobres podían ser emancipados.
Con el triunfo del socialismo en Rusia, parecía evidente que el mundo no tenía
porqué dividirse en ricos y pobres. En México, después de todo, la Revolución fue
también producto de un descontento social así que, con los soviéticos, los nuevos
gobernantes de la república tenían muchos puntos en común.
No todos, ni siquiera los más importantes, pero sí muchos.
El carácter social de la Revolución le dio al país un giro antiburgués muy particular:
Aunque los militares obregonistas vestían a sus mujeres de Coco Chanel y aunque
comían con cubiertos de plata y se empeñaban en aprender las etiquetas porfiristas,
eran liberales, anticlericales y defendían con encono (cuando menos en las
discusiones públicas maceradas con coñac) a los indígenas y a los pobres.
El desayunador del Gran Hotel era como una metáfora del país: Allá afuera, en el
Zócalo mendigaban todavía cientos de niños morenos mientras que adentro, los
militares del nuevo gobierno levantaban el dedo meñique para brindar por el futuro
de los pobres con sus vasos llenos de champagna con jugo de naranja.
- ¿Estas enojada? – preguntó Pablo y untaba con el cuchillito sin filo un cuerno con
mantequilla para hacer como que no le estaba dando importancia al pleito de la
mañana.
La mesa del general olía a mermelada y hojaldre. Los flanqueaban dos pistoleros bien
entrenados que no se hacían notar demasiado.
- ¿Y?
- Mira: ¡De acuerdo! Después de todo Vas a hacer lo que quieras. Siempre has
hecho lo que quieres y ¿Quién soy yo para impedírtelo?
- ¡Te amo! Quiero que me creas: ¡De verdad! ¡Necesito que me creas!
Mas tarde, paseaban por el Zócalo con rumbo del Palacio nacional.
Estaban jugando. Ella silbaba una melodía y él...
- ¡Igual! – sonrió Isabel - ¿Cómo te voy a ganar si te sabes todas las canciones?
- Muy bien señor cantante. He estado… ¿Sabes Pablo? He pensado que ya que
llegamos tan lejos y que estoy aquí sin saber muy bien cómo… del brazo tuyo en
la ciudad de México frente a la catedral y el Palacio nacional... ¿Quieres estar
conmigo?
- ¿Lo prometes?
- Palabra de revolucionario
- ¡Ta bueno! – dijo Pablo que se acomodaba el uniforme listo ya para entrar al
edificio
Conocieron también nueva música que venía del norte (Jazz, le llamaban) y rieron
85
sorprendidos con un aparatito que les presentó un secretario del general. Era una
curiosidad apenas: Se llamaba radio y Obregón estaba convencido de que a nadie le
iba a interesar: “A quien puede gustarle recibir un mensaje que no va dirigido a nadie
en particular”, comentó uno de sus asesores para quedar bien con el presidente.
En los periódicos se enteraron de la aparición del nazismo en Alemania, del facismo
en Italia, de la guerra de Marruecos en España y de la gran depresión en
Norteamérica.
Después de los aplausos (de pie, por supuesto) vino la fiesta en el Lobby del teatro
principal. Isabel estaba triste y se miro un rato largo en uno de los espejos. Se quitó
los aretes. Se sintió cansada.
Había comenzado a angustiarle que el país estuviese tan maquillado y tan lleno de
trapos. Verse ahí, en el espejo le recordaba esto: Que aquí todo parecía lujo y
voluptuosidad y sin embargo, más allá, en las calles de la periferia, en el campo, en la
selva y la montaña las cosas no habían cambiado para nada. Ella lo sabía. Aquella
tarde había ido a visitar la nueva casa de Dolores en una vecindad detrás de Catedral.
No tenían agua ni siquiera, no había escuela para Carmen, la más chiquita, no había
vacunas para Pablo, el niño que nació en mal momento, ya cerca de la capital.
- Vaya – dice el capitán con un dejo de inocencia – Aquí puede verse que las cosas
no han cambiado en el fondo
- ¡Esta bien!
- ¿Está bien?
- Bueno… cambió lo que tenía que cambiar ¿No? Las cosas buenas se quedaron
- Pablo: ¿fue para eso la Revolución? ¿Para que cambiara lo que tenía que cambiar?
- ¿Y’ora tu? ¿Qué mosca te picó? ¿De cuándo acá me saliste tan revolucionaria que
hasta me dices hipócrita?
- Porque no fue por nadie que te metiste a la revolución: te metiste por ti mismo,
para estar aquí, rodeado de burgueses mientras la gente que luchó de verdad está
allá afuera muriéndose de hambre todavía.
Era tal vez el miedo al futuro o el hartazgo de jugar a ser otra cosa. Isabel explotó:
- Pues lárgate. ¡No se que haces conmigo! ¡No se para qué me seguiste!
- ¿Ah no?
La gente en el lobby del teatro había comenzado a notar cierto tono poco amistoso en
la pareja.
- Todo esto es demasiado. Toda esta mierda es demasiado. Todo este hacer como
que no pasa nada. ¿Dónde están los amigos con los que comenzaste la
Revolución?
- ¿Quintero?
- ¡Por favor! ¡Ese es igual a todos! No, tus amigos de verdad: Darío y Salvador
¿Dónde están?
- ¿Qué ganaron? ¿Qué puesto ganaron? ... ¿Para qué se murió Salvador? ¿Para que
tu vinieras al teatro con estos perfumados? ¿A escuchar opera? ... Pero yo soy
igual, supongo y vamos a dejar que pase el tiempo hasta que todo nos explote en
la cara y no haya lugar para volver atrás…
- ¿Y qué importa Pablo? Si de todas formas vamos a seguir haciendo como que no
pasa nada y de todas formas vamos a jugar a que somos como ellos y de todas
formas vamos a seguir siendo aquí un par de burgueses más
Sin que nadie hubiese podido adivinarlo, Pablo le soltó una cachetada que calló no
sólo a Isabel sino al resto de la concurrencia.
XI
Una vez que se le fue el coraje, Isabel comenzó a sentirse muy a gusto caminando sin
pistoleros por las calles de la ciudad...
Conversaba con ella misma.
Trataba de convencerse de que aquellos siete años junto a Pablo valieron la pena y de
que sufrir era innecesario aunque era evidente que todo había comenzado a hundirse
lentamente.
(Acéptalo Isabel, no es que te preocupen los pobres ni que seas una revolucionaria de
verdad. Después de todo, la guerra a ti sólo te sirvió de celestina. Y la muerte de
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Salvador y la de muchos otros si cambió las cosas. No hay nadie más taimado que
quien diga que la revolución no sirvió para un carajo pero eso, aquí, no vamos a
discutirlo. Estás enojada porque Pablo se ha transformado demasiado y sabes que a
dónde él va no quieres seguirlo)
Pero antes de que la mujer dijera nada, como tenía miedo de la respuesta, Isabel le dio
un tostón y salió corriendo de regreso, al Zócalo: al lado del capitán.
XII
Poco después de las tres de la mañana entró a la habitación del Gran Hotel, Pablo
Aguirre. Estaba completamente borracho. Tomó su pistola y la colocó sobre el buró
como para que le hiciera guardia.
Se dio todavía tiempo para mirarse en el espejo y tallarse los dientes con un dedo.
Miró a Isabel acostada ahí, abrazada de una almohada. Se sintió reconfortado. Se le
acercó un poco mareado.
Sin decir nada ella se volteó y se le echó a los brazos. Así estuvieron, enlazados un
rato largo.
XIII
Cuando volvió la mañana, entre Isabel y Pablo Aguirre había vuelto también la
89
complicidad. Eran las cuatro y media y el cielo negro comenzaba a volverse azul
pálido, casi gris.
- ¿Qué tienes Pablo? ¡Deja de preocuparte tanto! ¡Te vas a quedar pelón!
Se rieron
Pablo suspira
- ¡Ey!
- Te prometo Aguirre, que voy a ser la mujer más guapa de toda la ciudad: Federico
se va a morir de envidia
- ¿Qué celebran?
XIV
… Hay quienes viven movidos por el deber, son los moralistas. Otros se engañan
pensando que actúan por devoción, son los ilusos. Hay quienes hacen de las suyas
articulados por el dinero, los avaros. A otros los mueve la envidia, simple y llana,
temblorosa y verde: la envidia.
Amelia Quintero y su esposo, Federico eran de esta especie. Los unió la envidia y
atados estaban en esta búsqueda desde que se conocieron, mucho antes de antes que
terminara la revolución.
Cuando Obregón y sus hombres llegaron a la capital de la república por vez primera,
Federico fue de los pocos que se dio tiempo para comprarse una casa grande y con
jardín y fuente como le gustaban. Quería despertar en los otros esta sensación que
tanto disfrutaba: Finalmente se quedó con una ganga; una mansión en San Angel de
tres pisos, techos altos de madera y rodeada de jardines. Estaba lejos del centro si,
pero valía la pena.
En la habitación principal de su casa, Federico coqueteaba ahora, consigo mismo
alistándose para la cena frente a un gran espejo múltiple.
Se siente bien así: omnipresente. Puede admirar al mismo tiempo su perfil derecho e
izquierdo; puede verse por atrás y por adelante.
El General Quintero mira que nadie haya en su habitación y se lanza un beso coqueto
y afeminado.
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Apachurra aquí y allá pero el pisacorbatas, necio, sigue ahí, con las fauces trabadas.
Amelia por su parte va y viene apresurada pasando lista y dando órdenes al pequeño
ejército de sirvientas en su cocina.
- ¿Nada más?
- Me caes bien Aguirre – se dice en el espejo – y ¿Sabes? No eres una mala persona
cabrón… nomás que ya se te olvidó que fui yo el que te sacó del arroyo.
más que, como a los perros, a veces hay que darles una patada en el hocico pa que
recuerden quién les da de comer.
- ¡Ahorita bajo!
- ¡Oye!
XV
- ¡Hermano! – decían
- ¡Hermano!
- Como quieras
Rangel salió apurado de la casa de los Quintero. Tenía una cita muy importante
aquella noche, en otra casa, muy lejos de San Angel, cerca del barrio de la Soledad.
XVI
Pasó la velada y a casa de Federico llegaron otros hombres con muy diversas
insignias y autos y gabanes de lujo. Corrieron los alcoholes y cenaron con
abundancia.
Más tarde se encendieron los habanos y en la sobremesa intrigaron uno por uno,
apostando casi sobre el futuro del gabinete… Solo Aguirre se mantuvo callado.
Finalmente, pasaron a la sala. Ahí, los hombres midieron sus tamaños con el nombre
de sus conocidos y las fiestas que atendieron las últimas semanas.
Las mujeres por su parte, lucían sus joyas, presumían lo largo de sus collares, lo fino
del tejido y la tela de sus mantones. Isabel quería sentirse amigable pero no era fácil
así.
Sobre la mesa del comedor habían quedado los cadáveres de una cena poco frugal.
Dos sirvientas y un muchacho bebían de las botellas abiertas a medio consumir. Se
fueron poniendo borrachos y también, comenzaron a hacer bromas idiotas.
Les llegaba de lejos el sonido de la fiesta del patrón donde había aparecido una
tambora norteña para amenizar con corridos de la Revolución.
La música y el grito de los hombres en la sala se mezclaba en un todo que a Aguirre
terminó resultándole profundamente incómodo (nunca le gustó el ruido en exceso al
general). Por si fuera poco, a su amigo Federico le dio por coquetear con Isabel.
Quintero perdió con el alcohol no sólo la cordura, también las mancuernas que le
ataban la camisa. Le pareció entonces muy chistoso desatarse los zapatos de charol y
anudarse los ojales con las agujetas de sus zapatos.
Todos lo festejaron.
Pablo bebía fuerte, bebía rápido. Quería, según él bajarse un poco la molestia,
participar de la algarabía de Federico.
miraba nada más de pronto una sonrisa, el seno de una mujer, las manos de Isabel con
sus guantes blancos, las joyas tintineando en el pecho de la señora Quintero, el arma
en la sobaquera del General Ramírez que se mueve con desgano entre grito y grito de
¡Salud!.
V Baile de máscaras
Aguirre, a punto de reventar con tanto alcohol acelerándole las venas, se levantó de
su mesa en la cantina militar que acaban de demoler. Sus ojos sudaban un vacilante
aire de desprecio. Tuvo ganas de aventarlo todo: voltear la mesa, reventar la botella
de tequila en las paredes, mentar madres y vaciar los ojos del cabo a puñetazos.
Se contuvo más por un dolor de cabeza delgado y punzante que por que le quedase
algún recato.
- A Chingar a mi madre – dijo Pablo y salió sin decir otra cosa más elegante
Dando tumbos pensaba: “Para estas horas, el general Obregón ya debe estar enterado
del desmadre que se armó aquí”.
Donato le abrió la puerta de su coche. Sin reverencia como otras veces. Se dio su
tiempo para arrancar.
Pablo sonrió con amargura. Siempre eran otros los que se hacían cargo de sus
cadáveres personales (los de la guerra no contaban, por supuesto aunque es evidente
que fueron otros los que se encargaron de enterrarlos).
El General Aguirre amaba desde pequeño, el carácter de perro en todos los hombres.
Los había que ladraban mucho y mordían poco (como en el refrán) los había
traidores, dóciles, mansos, bravos, animosos para defender su hueso, el hueso que
lanzaba siempre al suelo, la mano de un hombre fuerte como él, un hombre sin trazas
caninas.
Donato había sido fiel y a veces le hacía fiestas y sacaba la lengua, movía la cola.
Ahora lo miraba con descaro a través del retrovisor. Había dejado de ser un perro;
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“Hace bien” pensó Aguirre “quiere dejar de ser lo que es”. Y lo enfrentó un rato,
mirada contra mirada, testículo contra testículo a través del espejo de su coche
particular.
Finalmente Donato bajó los ojos. Giró las llaves, arrancó y condujo lento, sin decir
una palabra, rumbo al hotel de la ciudad de México. Aguirre seguía siendo el más
fuerte después de todo, pero se sintió miserable.
Le dolía todo, todo el cuerpo, todo junto y se sintió arrastrado por una nube
gigantesca de humo y balas y olor de pescado muerto.
Donato no hizo plática como otras veces.
El General, aturdido, descontento consigo mismo, para entretenerse, bajó la ventana,
respiró el aire de la noche y recordó con placer agridulce, las vicisitudes que lo
trajeron aquí, con este perro incapaz de sostenerle la mirada:
II
- ¿Entonces se van a juntar con los villistas? – preguntó Pablo que entonces tenía
15 años –
- Pues no exactamente con los villistas cabrón, con los ejércitos del norte, con
todos los que han desconocido al hijo de puta de Huerta – dijo Darío quien por
esas fechas ya tenía veintiuno y odiaba al dictador con todas sus fuerzas, desde
que una bala perdida le mató al hermano durante la decena trágica.
- ¿Cuándo se van?
- No creas que es fácil llegar hasta Coahuila con todo este desmadre
97
- ¿Y crees que los acepten así nomás en el ejército? – volvió al ataque Pablo
Aguirre
Pablo imaginó su pecho cruzado con insignias. Se vio guiando un caballo azabache
por los montes terregosos del norte. Ganando batallas en pueblos y ciudades
desconocidas con nombres de santos y catedrales hundidas en el desierto. Se vio
siendo cabo y teniente y luego, como chingados no: General: El General de división
Pablo Aguirre, el más cabrón, el más hombre de toda la guerra, el más listo para
matar.
III
Así había comenzado su carrera, el camino largo que lo llevó hasta aquella noche en
que aún tuvo fuerzas para sostener la mirada amenazadora del perro Donato, su
chofer.
Ahora caminaba un poco aprisa, con rumbo de Bucareli. Traía la cabeza baja. Había
hecho una cita con Hugo y aunque venía un poco tarde no se dio tiempo para pensar
en amores trastocados.
No, su mente traía adentro cosas más importantes. Tomaba una decisión que, según
él, iba a cambiar no sólo el futuro de Pablo Aguirre sino el de todo México.
Se sintió feliz. Levantó la cara, miró la luna y le pareció el instante perfecto para
gritar que “si” que su destino era la guerra. Que su destino era México y su guerra de
parto.
Corrió por Bucareli, feliz como nunca y saltó y de un solo tajo arrancó un puñado de
nísperos en un árbol de la calle.
IV
Poco antes de llegar con Hugo, Pablo se estrelló, en una esquina cerca de Bucareli
con un hombre moreno y elegante; vestía polainas y gabán. El niño no dijo nada. Ni
siquiera se disculpó, venía demasiado feliz incluso para notarlo.
El hombre levantó el ala de su sombrero y dijo “Buenas noches”. Sonrió y siguió su
camino.
IV
Cuando finalmente Pablo Aguirre estuvo frente a Hugo, se sentía rozagante. El placer
99
- ¿¿¿Qué????
- Que te cuadres
- ¿Que me cuadre?
Hugo dibujó una sonrisa chueca. Lo quiso tanto en ese momento que todo aquello: su
padre y su casa con goteras, Isabel secuestrada o sepa dios, todo junto, dejó de
dolerle.
Miró para la derecha y luego para la izquierda, para arriba y para abajo y luego le
dijo:
Pablo lo abrazó por la cintura. Jugo a acercar su boca, amenazaba con besarlo (como
siempre) sin concretar el juego (como siempre). Listo para tocar sus labios pero sólo
en el momento adecuado.
- Puede que sí
Más tarde, luego del beso rápido que supo a sed y agua. Hugo se enteró que Pablo
estaba hablando en serio. Que quería entrar a la revolución y que Darío y Salvador le
habían hablado de las virtudes que tenía la guerra, capaz de hacer de los hombres
comunes y corrientes, generales de división.
- Todo mundo puede ver que mi papá no tiene en que caerse muerto
- El caso es que yo no me voy a quedar viendo como todo mundo hace algo
importante de su vida menos yo. Está decidido, quiero ser militar; voy a ser
militar.
- Haz lo que quieras – contestó Hugo – pero no creo que aguantes ni un día la
disciplina militar
El otro se detuvo. Pablo no sabía que decir. Entonces soltó la primera estupidez que
le vino a la mente:
Después de un instante de silencio, a los dos les había vuelto la felicidad. Hugo alzo
el hombro y se desató del abrazo de Aguirre que comenzaba a sofocarlo. Le preguntó:
Cada año, por aquellos tiempos, se hacía en la Academia de San Carlos un gran baile
de máscaras. Era este baile probablemente el evento más esperado entre los jóvenes
artistas plásticos de una ciudad que soñaba con ponerse a la altura de París. No sólo
implicaba un despliegue de colores e imaginación pocas veces visto: Había también
mujeres listas para todo en los rincones más inesperados. Mucho alcohol, por
supuesto, desenfreno y un palacio vestido de fiesta que brillaba toda la noche con
ambigüedad y música.
Estos bailes se siguieron llevando a cabo hasta el final de la década de los cuarenta en
el siglo pasado y eran el fresco en el que se expresaba con mayor fuerza la creatividad
de los alumnos de la Academia mexicana de las artes.
Cada año se hacía un concurso para adornar el palacio. Los alumnos presentaban su
propuesta y los profesores votaban por la mejor, la más creativa, la más inusual…
Porque resulta que uno de los mayores atractivos de tal fiesta eran las jóvenes
estudiantes de taquimecanografía de la escuela Lerdo de Tejada.
- ¿Qué te pasa?
La mirada de Hugo le confirmó que se trataba de uno más de los comentarios que
podía agregar al ingente repertorio de sus chistes idiotas.
- ¡Por supuesto que no! – dijo Pablo orgulloso de NO traer invitación – ¡Vamos a
tener que colarnos! ¡Vas a ver! Nos vamos a divertir un chingo… Además, va a
haber montones de muchachas
- ¿De la Lerdo?
Hugo rió.
- Ya lo intentaron
- No más que contigo cabrón... – hirió Hugo sonriendo - ¡Qué pues! ¿Por dónde
vamos a colarnos?
Hugo se adelantó como marchando, en busca del lugar propicio para colarse en la
fiesta de San Carlos.
Pablo se quedó del otro lado de la acera unos instantes. Lo miraba. Uno, dos
segundos. Sintió de pronto algo muy profundo, como un calor en el pecho. Sonrió y
durante un instante no le conflictuó pensar que tal vez era amor aquello.
VI
En menos de media hora, los amigos habían encontrado varios lugares para colarse.
Lanzaron una moneda al aire para que el azar escogiese por ellos la más libre de
riesgos.
En un momento se encontraban ya deslizándose como dos gatos por los techos del
Palacio.
- ¡Espérate cabrón! – dijo Pablo – espérate tantito, si nos agarran aquí nos vamos a
ver con la policía federal
Rieron
- ¡Mira!
Se toparon de frente con una escalera ruinosa que bajaba dando vueltas hacia el
primer piso. Desde ahí podrían descender al patio…
Los mareaba un poco tanta vuelta y el olor de la humedad que salía por las paredes, la
claustrofobia de un espacio tan estrecho y tal vez el miedo de los espíritus indígenas o
españoles. Todo se fue de pronto.
- Me dijo un amigo que este año el ganador del concurso fue El Gigante – comentó
Pablo
- ¿Qué concurso?
- ¡Ulises!
Se abrazaron, él, Aguirre y un muchacho mayor, disfrazado de Dios griego (Zeuz, por
supuesto). Junto a él, Huitzilopochtli condesciende a mirar de frente a los mortales.
Pablo estrecha la mano de Victor (el que viene disfrazado de dios azteca)
- Este es Hugo
Se dan la mano
Victor, tras su máscara azteca esboza una sonrisa franca. Levanta una anforita de
peltre.
- He decidido que ya no quiero ser pintor – dice Pablo dando un trago grande
- ¡Exactamente!
El dios griego suelta una carcajada mayestática. Hugo y Víctor se le unen. Sólo Pablo
no parece entender de que puedan estarse riendo.
105
- ¿No estas hablando en serio verdad? – Pregunta Ulises - ¡Hace una semana
morías por entrar a San Carlos
Victor y Ulises no dicen nada. Es evidente, sin embargo, que se sienten de pronto
frente a un bicho raro. Hugo percibe tras las máscaras de los dioses unos ojos que
miran a Pablo con desprecio.
- Ay Aguirre – dice por fin uno de ellos – de verdad que serías un excelente
pintor… ¿Pero militar?
- Me voy a ir con Darío y con Salvador a Coahuila para unirme a los ejércitos del
gobernador.
- Mira, para empezar – dice Victor - si no quieres a todos meternos en un lío gordo
no andes diciendo esas cosas por aquí. No tenemos idea de quien puede estarnos
escuchando…
- ¡Salud por el revolucionario Aguirre! – bromea Ulises en voz baja para que nadie
pueda escucharlos
Y corren la anforita de peltre y brindan todos (entre broma y broma) por el brillante
futuro del militar.
- Tengan – dice Victor después del brindis y saca de su bolsa de cuero un par de
antifaces sin mucho estilo – pónganse esto, que se están haciendo notar.
- Este arroz ya se coció – comenta Ulises volteando la anforita de peltre - Hay que
conseguir un poco más
Victor saca entonces, de la misma bolsa, una botella de tequila. Pablo se frota las
manos.
- ¡A todo dar!
- ¡Salud!
(Ahora Hugo, das un trago grande y cuando todos sonríen, te sientes bien, rodeado de
dioses y héroes de cuentos infantiles)
VII
Los amigos aquellos Zeuz y el otro dios de nombre impronunciable, rellenan su copa
cada vez.
Los personajes míticos, los animales, las sirenas y los dioses se mezclan entre sí. Se
coquetean y se dan ánimos para seguir adelante, viviendo, dibujando, danzando,
fornicando...
Hay hombres de levita con máscara de cerdo. Lobos de lengua salida, diablos y una
muchacha con bigote que camina del brazo de un jeque árabe.
Aturdido y animado por el alcohol, Hugo levanta su antifaz y ve a una muchacha con
disfraz de ángel.
(Es una muchacha delgada, con alas discretas de seda y un antifaz de plumas de
pavoreal).
Un pintor, envuelto en telas transparentes y azules protege con toda la fuerza de sus
brazos velludos a una esclava africana.
A un mesero que pasa por ahí, Hugo le roba otra copa de vino. Sabe dulce después
del tequila.
Reaparece el ángel y camina por entre la gente que baila. Se pierde en la multitud.
Victor y Ulises, miran a lo lejos, con descaro a las niñas de la escuela de secretarias.
Ellas, las futuras taquimecanógrafas ocultan sus rostros, pero sus vestidos y disfraces
entallados prometen cuerpos adolescentes, con ganas ya de probar las manos y las
técnicas de los futuros artistas de México.
En un momento, Hugo se da cuenta que el ángel ha llegado hasta donde esta Pablo.
(Pablo y el ángel bailan y tu Hugo, encuentras en otro trago de vino la cura para los
celos... Quieres ser ella para estar con él ahí rodeado de todas las máscaras)
(Con otro trago tomas fuerzas. Te acercas a la muchacha, apartas a Pablo y bailas con
ella)
Divertido, el ángel no sabe lo que sucede al lado suyo. Sigue el ritmo de la música y
se deja querer.
Y así te quedas, consternado, porque no entiendes porqué te pasó. ¿De todos los
humanos aquí, de todos los del antes y el después, porqué fue a ti que te sucedió?)
VIII
El niño y la muchacha del disfraz angélico bailaron un rato largo y en él (en ese
tiempo) y en él (en Hugo) se dio la transformación.
(Porque ese día, Hugo, así como Pablo había decidido ser militar, tu decidiste que
eras mujer. Y te bautizaste a ti mismo con un trago de vino blanco y tequila barato.
Bailando entre máscaras y dioses decidiste que tenías que ser Isabel para ser tu madre
y quedarte siempre con tu hermana y no dejarla salir nunca del pecho que te quedó
tan irritado. Quisiste también aprender de Pablo incluso más de lo que te enseñó en tu
propio cuerpo aquella hermosa prostituta que en un burdel pintado de verde, había
saboreado tu masculinidad)
El sonido de San Carlos se apaga poco a poco, como todos los fuegos artificiales. Se
desvanece en el ritmo de una música que macerada de celos, promete que más tarde
Hugo y Pablo tendrán que encontrarse borrachos y solos, otra vez, en el taller de Don
Fernando. Sus lenguas tendrán el sabor de la borrachera y sus cuerpos el aroma de la
fiesta.
109
Se aleja la voz; poco a poco. Se nos queda en la yema de los dedos un poco del
sollozo de San Carlos que desaparece allá abajo. Se trata de un murmullo ligero que
se apaga con el ladrido de los perros muertos hace mucho, perros que conciertan la
calma de una noche magnífica y luminosa en ésta que será muchos años más tarde,
mi propia ciudad de México.
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Él, Pablo, por su parte (y paradójicamente) siempre quiso ser fiel a sí mismo. Por eso
terminó traicionándose: como hombre, como amante y como revolucionario.
Sí, Pablo se traicionó tanto, se engañó tanto que tuvo el descaro de culpar de la
muerte de Isabel (o de Hugo Estrada quien para efectos prácticos es el mismo) a su
amigo de guerras y parrandas: Federico Quintero.
Pero el alcohol es más fuerte que su voluntad y el vaivén del auto y el sueño se lo
llevan pronto y le dan una vuelta por sus espacios.
Aparecen entonces mezclados, los colores y las formas, los ruidos y las caras de todos
los vistos aquella tarde.
Toman forma los aromas del tabaco y el alcohol y la pólvora y luego, cuando el
sueño es más pesado, aparece el recuerdo de otra noche; aquella noche con Isabel.
Una en la que hubo una fiesta en casa de Federico Quintero:
- Y la Revolución…
- ¡Hermano!
- ¡Hermano!
II
El chofer de Quintero condujo a Rangel desde San Angel hasta la ciudad de México y
luego al barrio de la Soledad atrás de Catedral. El cabo se bajó del auto de su jefe y
112
tuvo que caminar todavía un trecho grande, sobre calles sin pavimento, bajo la luz
ámbar de un farol de gas, silbando una melodía de tiempos que ya se fueron.
- ¡Ramiro! ¡Que gusto verte! Le dijo Dolores a Rangel cuando abrió la puerta
- ¿Ora si te dejó salir temprano tu patrón? – preguntó algún mal intencionado como
haciéndose el chistoso
Todos se callaron; con respeto, admirados de que Socorro se fuese a casar con la
mano derecha de un hombre tan importante.
Había muchos niños como siempre (¿Porqué hay siempre tantos niños en estas
fiestas?) y dos peroles humeando en la cocina de carbón. Uno tenía tamales y el otro
champurrado.
- ¡Ai nomás! – contestó el Tusa sin dejar de jugar en el suelo con un carrito de
madera.
A lo lejos los otros niños pateaban una pelota o se correteaban sin hacerle caso al hijo
de Socorro.
Entonces se abrió la puerta de la cocina y apareció ella, la mamá de Daniel. Rangel le
tendió la mano para saludarla sin efusión: igual se pusieron rojos. Socorro se apretaba
las manos, nerviosa e insistía en acomodarse un pelo que en la cabeza estaba necio en
salirse fuera de lugar.
- ¡Ya!
las anécdotas de Dolores que para eso de la cocina no era la mejor: “Yo soy buena
p’al petate” se disculpó “no p’al metate” y lanzó una carcajada que llegó hasta la
calle.
Más tarde, Socorrito salió con un platón lleno de tamales cubiertos con una servilleta
de tela bordada por ella misma. Los colocó sobre la mesa (platón, servilleta y
tamales) y dijo al tiempo que se limpiaba el sudor de las manos en el delantal:
Daniel levantó los ojos al cielo pero no hubo respuesta ni rayo que cortase el aliento
de su madre
- Como algunos saben, Ramiro… y yo, hemos pensado en casarnos desde que
estábamos en Teocala y pues…
Rangel sacó, de la bolsa de su pantalón una cajita negra con un anillo de oro. Con
ternura le tomó la mano y se lo puso en el dedo. Se abrazaron con timidez, sin atrever
a besarse en la boca. Era como si hubiesen olvidado que hace mucho tiempo habían
decidido quererse de verdad, con libertades más amplias que un beso simple; allá en
la guerra, donde todo era posible.
- ¡Bravo!
114
Y todos la siguieron. Incluso Daniel que se cubría la boca riendo con la efusividad
que tuvo la concurrencia para al nuevo amor de su mamá.
Y un tío bigotón que también había venido de Teocala le dio un abrazo efusivo, de
buena gana.
Luego, vinieron los augurios (todos buenos, como debe ser) y más abrazos.
- Bueno, ahora si, podemos pasar a sentarnos a la mesa… para que no se nos vayan
a enfriar los tamales
Todos rieron, algunos preguntaban “¿Quién es Isabel?” y otros comentando que “sí
que seguro que se creía mucho con todo lo que había subido su Juan”. Solo Dolores y
Daniel se quedaron callados.
- ¿Lo ves? ¿Cómo iba a dignarse a venir con los pobres la señorita Isabel? –
preguntó Socorro cancelando de un golpe las nostalgias de Dolores por aquella
amiga que siguió sus pasos siete años por los caminos terregosos e infértiles de la
revolución.
Socorro, a decir verdad, imaginaba aquella fiesta, la fiesta en casa de Quintero como
un desfile de manjares y buen gusto que estaba muy lejos de ser la realidad de
115
Llega la hora de los postres y se sirven los buñuelos (¡Con mucha miel!).
Al cabo le ponen ración doble. En el tiempo que tiene de vivir en la capital, la panza
le ha crecido más allá de cualquier disciplina militar.
Las mujeres se vuelven a la cocina para fregar platos y comentar lo guapo de Ramiro
(con todo y panza, porqué no).
El, Ramiro, fuma un habano que ha robado del escritorio de su jefe. A su derecha, el
niño masca y masca y masca la carne de cerdo del tamal sin atreverse a tragarla de
una vez por todas.
Rangel le lanza a su hijastro una mirada de ternura, le acaricia la cabeza y hay entre
ellos, por primera vez, un intercambio de miradas que anuncia tal vez cierta especie
de confidencia familiar.
- ¡No! ¡No! quiero saber si tu sabes mhhh… ¿Cómo están por dentro las mujeres?
El cabo se acomoda en su silla listo para enfrentar el reto de ser padre y llevar a buen
puerto una de esas conversaciones “de hombre a hombre” en las que se revelan los
misterios de la carne.
No tiene forma de saber que el sorprendido va a ser él.
- ¡Bueno! Pues algo sé – contesta con un dejo de erudición paternal – pero ¿Porqué
la pregunta Danielito?
El cabo se contiene para no reír. “seriedad” piensa “para que de una buena vez me
tenga respeto”.
- ¿Cómo está eso de la pipi? ... ¿Qué me estas queriendo preguntar Danielito?
El niño sigue mascando sin saber si continuar o evadir de una vez por todas, la
conversación que él mismo ha iniciado.
- Ey
- No, no tienen…
Cuando el cabo estaba a punto de comenzar una pequeña lección de anatomía se dio
cuenta, mirando en los ojos de su hijastro, que algo bien interesante podía haber
detrás de todas esas preguntas:
- Es que ¿Te acuerdas del tren en el que nos venimos para la capital?
- Si
III
En otro lugar de la ciudad (en San Angel, para ser más exactos) un poco más tarde,
Pablo Aguirre decidió que había tenido suficiente, que la borrachera de Federico
había llegado ya demasiado lejos y que no iban a seguir aguantándolo.
Isabel y Pablo se despidieron por fin de Quintero, de Amelia y de todos los otros,
corteses pero de mala gana.
Venían rodeados de noche y la luz de algunos faroles se metían por la ventana como
si fuesen una cosa rota, con cuchilladas de luz.
Llovió y cuando llegaron cerca del Zócalo, sobre los adoquines húmedos pasó como
un gato la sombra deforme del auto del general Aguirre.
Isabel, viene procurando pensar en otra cosa, en cualquier otra cosa lejos de ahí.
Conoce a Pablo y sabe lo que vendrá.
En realidad comienza a sentirse cansada. Cansada y harta, tal vez. Son ya muchas las
veces que ha visto los ojos de Aguirre hincharse de celos y ella sabe que luego de los
celos viene la violencia. En momentos como esos, Isabel hubiese querido no
conocerlo nunca, para no conocerlo así…
Para su desgracia, las cosas sucedieron como era de esperarse: Pablo le hizo a Donato
una señal a través del retrovisor.
Resbalaron las ruedas en la humedad de la calle.
El coche se detuvo.
La mano de Pablo acarició el pecho llano de su amante. Bajó por el vientre hasta su
sexo y sus muslos. La tocó (¿o debo decir que lo toco?). Lo hizo con descaro, como
un marchante que prueba el peso y la redondez de una fruta madura. Como un caporal
que prueba las ancas de un caballo, como si en verdad le pertenecieran a él, a Pablo,
las facciones y las manos de Hugo transformado en Isabel.
118
Aguirre se excita un poco más y se pone furioso. La odia y se odia. Blande su arma y
la reta. La toca. Odia al universo. Quisiera reventarlo de un golpe, con un estoque de
su sable lujurioso: acabar con todo, con él mismo, con sus placeres, esos placeres que
no puede nombrar y que se le han ido siempre, de las manos.
Todo se calla. Reaparece el silencio.
Ninguno de los dos dice nada durante algunos instantes y luego:
Los gemidos de Aguirre (sus malas palabras) llenaron el auto y Donato bajó un poco
la ventana, sin hacer mucho ruido, para mirar afuera, con ganas de vomitar.
IV
La única arma de Isabel en esos momentos era el silencio.
Y es que el silencio, efectivamente, puede ser hiriente y puede ser justo y político. Se
puede lanzar a veces con mayor facilidad que el argumento más contundente y a
veces sirve también para burlarse de los enemigos.
Y es que aunque decirlo tenga tintes de lugar común, Pablo Aguirre tenía una virtud:
119
era un político nato. Sabía moverse y hablar en el momento preciso, sabía presumir y
dejar caer el comentario exacto, el pasaje adecuado de su biografía para dar en el otro
la impresión deseada. Sabía manipular en los otros el retrato de sí mismo; reír o
entornar los ojos, ser violento o franco y apretar la mano con firmeza o tal vez con un
poco de desgano. Y sobre todo, Pablo Aguirre sabía algo, lo más importante de todo
(lo había aprendido de Isabel): Sabía callar cuando era necesario.
Así lo hizo con Federico, a pesar de que se lo llevaba el diablo con él y a pesar de que
había comenzado a odiarlo con toda el alma (siempre se arrepentía cuando se portaba
violento con Isabel y siempre culpaba a alguien más de sus arranques) se calló; como
los políticos de verdad.
El pobre Federico, por su parte, era tan tonto y tan pagado de si mismo (sólo un tonto
puede ser en verdad pagado de sí mismo) que llegó a pensar que a Aguirre hubiese
podido manipularlo.
Por eso lo invitó a la semana siguiente de la fiesta, para contarle: “algo mi hermano,
algo aquí, en privadito sin que nadie nos moleste” y Aguirre se tragó su desprecio y
fue y se tomó también un trago de coñac en la oficina de Quintero en la Ciudadela.
Fue todo un rito y cuando llegó el momento del puro, Aguirre sonrió por dentro
porque sabía que era tiempo de quedarse callado y dejar hablar a Federico.
- Mira Pablo – comenzó Quintero como no dándole importancia a lo que iba a decir
– Ya sabes que estoy muy cerca del presidente
Pablo abrió los ojos un poco, casi imperceptiblemente. Sonrió con complicidad, le dio
confianza para seguir adelante.
- Muy cerca – repitió Federico soltando más allá de su bigote, una gran bocanada
de humo
Pablo sabía también, parecer indiferente sin ser grosero. Dejó que su mirada vagara
con el humo de los puros, por la oficina. Ahí estaba él, Federico en un retrato,
abrazado de Alvaro Obregón en Celaya, en Torreón y en la más reciente en el
mismísimo Palacio Nacional.
Con discreción, Pablo detuvo sutilmente la mano de Rangel que pudo servir sólo un
chorrito porque tampoco era cuestión de dejarse atrapar borracho tan temprano,
faltaba más.
- ¡Felidicades Federico! – dijo Aguirre y levantó la copa para mojarse otro poquito
los labios que hubiesen querido más bien hacer una mueca de burla y soltar la
carcajada (porque Guerra, Pablo lo sabe, se va a mantener inamovible).
“Ah que Federico tan chambón”, pensó Pablo. “Hasta cursi se está poniendo”. Pero
no dijo nada (por supuesto) se levantó y levantó también la copa:
El cabo (que sabe cosas que no debería saber) los mira desde un rincón y espera
también el momento adecuado para decir lo que tiene que decir
Los amigos pasaron después del primer brindis a una pequeña sala y siguieron
bebiendo porque Aguirre también sabía beber cuando era necesario.
Ahí, en la sala de una oficina en la Ciudadela, la que da a un jardín interior, Pablo y el
General sellaron grandes pactos de amistad y compadrazgo y Aguirre hubiese estado
a punto de querer otra vez a Federico si no hubiese sido porque éste; necio (perdido
otra vez por el alcohol) volvió al ataque sobre lo que más odiaba (y amaba) Pablo de
121
sí mismo.
Nada más dime una cosa Teniente Aguirre – le dijo, seco y sin preámbulos después
de una conversación que se había mantenido en el terreno de lo amistoso.
Pablo engulló la actuación. Abrió los ojos y las orejas y estuvo alerta porque algo
bien dentro le dijo que era muy importante lo que iba a escuchar:
- Dime una cosa: A tu mujer ¡Muy guapa la Isabel! Dime ¿Donde la levantaste?
Rangel mira a Pablo con desprecio. “Yo sé donde la levantaste pinche maricón”,
piensa.
Aguirre, sonríe. Aunque por dentro está odiando a Federico nada más por haberla
mencionado, por saber de su existencia por haber querido tocarla, es un buen político
mexicano y no va a dejar que se le note el desprecio.
No, nunca podrán volver a ser amigos. Aguirre lo supo en ese momento y luego
tomó fuerzas para inventarse una historia larga y llena de enredos porque sí, también
para ser buen político hay que aprender a inventar historias largas y enredadas y eso
Pablo, sí; él también sabe cómo hacerlo.
VI
A la semana siguiente, las cosas sucedieron como tenían que suceder: Federico no fue
promovido al ministerio de Guerra como había previsto.
La esquina en la que alguna vez estuvo el taller de Don Fernando había cambiado ya,
radicalmente para 1921. Frente al reloj chino, yacía ahora un local viejo, con vidrios
rotos y un letrero que pone “se traspasa”.
El país ha cambiado casi tanto como la calle de Bucareli: Los autos han substituido
por completo a los caballos que todavía llenaban el pavimento de excremento cuando
Pablo y Hugo eran aprendices en este local.
Algunos metros más delante de la plaza de Bucareli, solía ponerse los fines de
semana un puesto de tacos de canasta.
Entre los comedores de tacos aquel domingo de mayo de 1921, estaban Dolores, tres
de sus niños, Daniel, el joven indiscreto que atisbó a Isabel orinando tras un vagón
abandonado y su nueva familia: Socorro y el cabo Rangel.
- ¡Ay Ramiro! – comenta Dolores con esa voz suya de mamá consentidora – Ya
deje de comer tanto chile que se va a enfermar del estómago
El cabo no hace caso. Se prepara otro taco con un chilito curado y camina de aquí
para allá dando soplos y disfrutando en la lengua del ardor.
Así, caminando, llega frente a un puesto de revistas y nada más para entretenerse en
lo que el picor se le va, pasa revista a los titulares de los periódicos.
El sabor de las venas del chile pasa a segundo término. Hay ahí, frente a sus ojos, una
noticia mucho más interesante que todos los chiles y todos los tacos de canasta.
Saca de su bolsa unas monedas y las cambia por el diario El Mundo.
- A ver Ramiro si nos va leyendo mejor lo que lo trae tan apurado, hombre
- Si niña, si
- Y con razón – confirma Socorrito – Federico tendría que haber sido ministro de
guerra
Todos callan un rato, sumidos cada uno en sus pensamientos. Luego Rangel mira a
Danielito y deja salir una enorme sonrisa.
Rangel no permitió aquella tarde que la anticipación le arruinara el placer del paseo
con su familia. Siguió comiendo tacos y no volvió a tocar el tema. Esperó con calma
que llegara la mañana del día siguiente.
VII
- ¡Qué la mierda! ¡Ya lo sabía! ¡Que el bueno era él! Y a mí me dejó hablar y
hablar: ¡El General Aguirre! ¡Ahora me sale con que hasta lo subieron de rango al
muy cabrón! ¡Si fui yo quien le presentó al pendejo de Obregón!… ¡Serás
imbécil, Quintero!
Se calló de pronto. Parecía de verdad que hubiese podido echarse a llorar como un
niño golpeado.
Unos instantes más tarde apareció Rangel por la oficina. Golpeó la puerta, bien
educado.
- ¡Pasa Rangel!
- ¿Qué tienen de buenos Rangel? ¿Qué tienen de buenos estos chingados días?
Aguirre se va al ministerio del trabajo, no han movido a nadie en Guerra, soy un
pendejo y me voy a quedar aquí chingándome en esta pinche oficina de la
ciudadela… ¿Qué tienen de buenos estos pinches días Rangel?
El cabo no se dio por enterado. Se dio a la tarea de arreglar papeles aquí y allá sobre
el enorme escritorio del General.
Después de un rato largo, cuando el silencio le hubo dado permiso por fin dijo:
Pero para ser un buen político hay que saber también alargar una historia o un
argumento. Darle sabor. Dar a lo que uno tiene que decir, cierta importancia, alargar
las pausas, los silencios.
Rangel había sacado un pañuelito de felpa y limpiaba los estantes de libros sin leer en
la oficina del general que respondió un “ajá” bastante aburrido.
- Bueno – siguió el cabo como si narrara una historia de parrandas sin importancia
– Pues el caso es que en ese mismo tren venía Socorro, mi mujer
- A ver Ramiro ¡Comienza a barajármela más despacio! ¿Qué te traes tu con Isabel
y Pablo Aguirre?
Rangel se detuvo.
125
Rangel sacó de una cantina de madera, en forma de mundo, una botella barrigona.
- ¡Sírvete tu también!
Rangel vertió el licor en dos copas grandes. Su jefe prendió fuego al puro viejo y le
ofreció otro completamente nuevo.
Ahí estaban, los dos, de igual a igual. Conspirando para llegar a la cima sobre los
restos de Pablo Aguirre.
VIII
No es que hubiese tampoco mucho que hacer porque su nacimiento le había regalado
facciones menudas, discretas y rotundamente femeninas pero a ella, le gustaba
maquillarse (enmascararse) y ahí se pasaba horas mirando el espejo, descubriendo la
lentitud de los cambios que señalaban el fin de la infancia; la muerte tal vez.
Así recordaba, maquillándose, ahí, en el gran espejo del gran hotel, como un pianista
126
que practica nostálgico las escalas y los arpegios de un concierto muy conocido.
IX
Carlos ha llegado al piso superior. Abre la puerta del cuarto de su padre. Rechinan un
“hola” y un “adiós” de madera.
- Yo no
El hombre se queda callado. Mira para fuera de la ventana y Carlos, su hijo, quisiera
decir algo inteligente pero no puede. Lo sabe: sabe que le es imposible decir algo que
calme los miedos y los dolores de su padre; sabe que lo suyo (lo único
verdaderamente suyo) es la fiesta y la noche. Que su talento consiste sólo en hacer
sentir a una mujer como Margarita que vale la pena vivir.
Aunque tiene la mejor voluntad del mundo, Carlos está impotente ahí, frente a su
127
- Estoy cansado – dice – Muy cansado, Carlos. Todo está mal: muy mal. El país…
mis hijos… yo mismo. Te voy a decir algo: ¡También yo la extraño! ¡A mi hija
Isabel también yo la extraño y no hubiese querido que se fuera así o que la
raptaran o que se la llevara la leva o lo que sea que le haya pasado…
Hugo respira profundo. Aunque no sabe exactamente de que se habla allá arriba
supone que todo se está acabando como un hielito que se derrite en un vaso con agua.
- ¿¿Qué??
- No quiero que vuelvas, ni tu, ni nadie. Quiero que me dejen en paz. Que todos
ustedes se larguen y me dejen en paz.
- ¡Llévatelos! ¡A donde sea! No quiero que estén conmigo ni quiero verles la cara
tampoco nunca más
La barbilla de Don Miguel tiembla un poco. Por borrachera, no es que le esté faltando
valor.
128
- ¿Despedidos?
- Eres…
Una bofetada impide a Carlos colocar un adjetivo adecuado sobre este verbo que
incompleto así, no dice nada.
- Carlos – amenaza el padre – Tu eres al que más he querido – no digas algo que
haga que me arrepienta.
Desde su recámara, Hugo escucha que su hermano azota la puerta. Luego, escucha
gritos por toda la casa. Carlos está histérico y comienza a romper lo que se encuentra;
lo que sea: tira libros, los deshoja, azota el piano y rompe porcelanas y lámparas
idiotas que se arrojan a su paso. Quiere romperlo todo, romper la columna de su
padre, romperle la cara y decirle “no sé como es que te quiero tanto”.
Don Miguel allá arriba, el viejo escucha también, mirando el caballito de tequila, pero
no hay más. Se le acabó para siempre. Suspira. Saca del buró una pistola. Se
recuesta sobre la cama. Sonríe y ahí se está un rato, cobijándose como si fuese un
niño con su frazada. Se encuentra ahora exactamente en la misma posición de Hugo
en la recámara de abajo: mirando al techo procurando no pensar. Procurando, tal vez,
dormir o elevarse unos centímetros para sentirse aliviado pensando que tal vez sí
exista el más allá.
Lo último que Hugo supo de su padre fue un disparo y los gritos de Carlos.
129
Cuando por fin todo se había calmado y no lloraba ya nadie y el hermano mayor se
encargó de que los gemelos se fueran con una vecina para que no vieran a su padre
muerto con el cerebro reventado, Hugo sigue pensando, con los ojos fijos en el techo
y se dice:
- Mi señor General – comienza Donato – Mhhh Mi General Aguirre dice que usted
no se preocupe
- ¿Que no me preocupe?
- ¿Con el presidente?
- ¡Así es!
130
XI
Efectivamente, Pablo Aguirre no tenía ninguna cita con el presidente. Había decidido
que tenía ganas de pavonearse por el casino militar para presumir su nombramiento.
No tenía ganas de estar con Hugo.
Se fue para beber y sentirse satisfecho de sí mismo.
Hay en el casino, por allá, alguno que juega billar. A otro le bolean los zapatos y
otros, los más, juegan dominó con las pistolas puestas sobre la mesa.
Atrás de la gigantesca barra de madera está un mesero que atiende a Federico. El
general Quintero está bebiendo porque tiene ganas de vengarse y sabe (saborea)
algunas cosas que pueden comprometer a Aguirre. Las trae en la cabeza. Las repasa y
les da vueltas, como para presentar un examen. Los secretos le cosquillean en la
garganta y ha bebido tanto que quiere gritar. El cabo Rangel en posición de firmes
observa todo, junto a él, con un poco de miedo de lo que le pueda pasar.
Cuando Aguirre entra al casino militar, lo hace en actitud de César. Se sabe cerca de
la silla presidencial; muy cerca ya de cumplir incluso más que lo marcado en sus
sueños infantiles. Finalmente es General; General de división, después de tantos años
de lamer botas y testículos para llegar cerca del trono de Obregón.
Lo escoltan a cuatro pistoleros inusualmente altos. Se trata, a todas luces de un
hombre protegido por el cacique que ganó la guerra.
Por allá un capitán se levanta para saludarlo. Todos lo miran y él se exalta con
seguridad en sí mismo. Hay quien le da ojos de cómplice, otros de admiración, otros
de envidia y uno allá, Federico, le regala el odio más profundo jamás. Se siente
traicionado, herido en su amor propio, dejado atrás “yo que lo traje hasta aquí”
piensa. “Yo que le di de comer en mi mano”.
Pero Federico nunca fue un buen político. No. No supo la diferencia entre callar o
hablar a su debido tiempo y eso es algo que llegado a ciertos niveles puede costar
bastante caro.
Pablo que saluda por allá a unos de los que juegan dominó se disculpa un instante y
con la sonrisa más estudiada de su repertorio, se acerca a la barra para saludar a su
mejor amigo-enemigo.
- ¿Porqué?
Los soldados en el casino detienen sus ocupaciones, sus platicas, sus juegos y
chismorreos.
Y se da la media vuelta:
ni madres más tarde. Aquí mismo, ahorita mismo todo vamos a aclararlo, como
chingados no y ¡Es más! Nos lo vas a aclarar a todos, a todos los que hicimos la
guerra que arregló este pinche país que se está yendo a la mierda.
Aguirre se giró lentamente. En algo tenía razón Federico: Había cometido un error
imperdonable dándole así la espalda a un enemigo de esa talla. No importaba que
estuvieran ahí, delante de todos. Dar la espalda en esas condiciones había sido
estúpido: el asunto se estaba poniendo demasiado serio.
Por su parte, Quintero se sintió feliz. Había conseguido finalmente el silencio de
todos, incluso el de Pablo. Estaba listo para romperlo ahora mismo, como si fuese a
cantar el aria más difícil de una opereta.
Afuera del salón, los policías militares comentan algo, no saben qué hacer.
Escándalos siempre ha habido y se supone que deben tolerarlos pero aquí las cosas
están llegando más allá.
- Quiero que sepan algo cabrones – grita Federico fuera de sí– mi General Obregón
está llenando su gabinete de maricones
- Rangel: ¡Vente para acá! quiero que les cuentes aquí a los compañeros, lo que me
dijiste ayer: la historia de este puto de mierda
Pablo hace una señal discreta y detiene al policía militar: “No hay nada de que
preocuparse” parece decir. En realidad se está dando tiempo para contestar:
- Tranquilo Federico – los ojos de Pablo han comenzado a ponerse rojos y su animo
se ha llenado de violencia pero todavía puede pensar – Has bebido demasiado
Todavía puedes arreglar las cosas conmigo y con mi general
El cabo se acercó a su jefe y estaba a punto de hablar. Pero Aguirre (que sí era
político) sabía que hay tiempo para todo (como dice el Eclesiastés) incluso tiempo
para matar
133
Le bastó un titubeo de Rangel para acercarse a Federico y dispararle frío, sin ninguna
emoción, un balazo en el pecho.
Quintero tuvo tiempo todavía de mirarse la herida y sentir la sangre y levantar la cara
para ver los ojos de su asesino, incrédulo, con la boca abierta como un idiota. Rangel
se quedó callado, y por supuesto se quedó completamente callado.
Los militares ahí, tomaron sus armas por instinto, igual que los policías, pero los
soldados que custodiaban a Aguirre habían cortado cartucho mucho antes y hubo un
silencio incómodo en el que todos supieron que en cualquier momento podría
desatarse la balacera.
Pero no. No pasó nada entre otras cosas, porque Pablo no hizo aspavientos (porque
era tan violento que sabía conservar la calma) y porque todo sucedió demasiado
pronto.
Así se matan los hombres – le dijo Pablo por último y todos se sorprendieron de que a
Aguirre no le temblara la voz – De frente Federico: los hombres se matan de frente
(Como los perros, vete aprendiendo Rangel, que hay que bajar los ojos con el que
tiene las fauces más fuertes)
Pablo se dio tiempo todavía de hacer un poco de teatro: sacó un cigarro que le
encendió uno de sus hombres y con la mano ordenó que “nada, nada” a un grupo de
policías militares que habían aparecido por ahí y que sin embargo, no se atrevían a
entrar en acción contra un general recién nombrado directamente por el presidente y
que para colmo, estaba perfectamente protegido por soldados mucho mejor
entrenados que ellos mismos.
Mira Rangel – dijo Pablo guardando la pistola, muy calmado – mañana vas a pasar
por mi oficina. Te voy a dar dinero para la viuda de mi amigo
134
- Si mi general
- Vas a encargarte de todo este desmadre porque aquí – y se refirió entonces a todos
– aquí no ha pasado nada ¡Yo soy el general Aguirre!
Esto último lo dijo alto, como un héroe que encuentra de pronto su lugar en la historia
de México.
Atrás de Pablo, alguien confirmaba en el pulso de Federico que por lo pronto había
dejado el panorama nacional uno de sus políticos más mediocres.
Aguirre lo supo. Ahí mismo lo supo, que con este acto de machismo teatralero lo
había perdido todo. Abandonó el casino con el honor intacto pero el futuro roto. Entró
en su coche y le dijo a Donato
- ¡Vámonos al hotel!
XII
De camino hacia el Zócalo el general venía pensando y como siempre, cuando algo
grave y fortuito le sucedía, le dio por buscar a un culpable que no fuese él mismo y se
puso todavía más enojado cuando concluyó que después de todo la culpa de lo que
había pasado tenía que ser de Hugo, sobre todo ahora que estaba muerto Federico,
tenía que ser Hugo.
Una media hora más tarde, en su habitación, Pablo fuma y mira con nostalgia allá,
casi al alcance de la mano, el Palacio Nacional. En este edificio largo y franco, ve la
materialización de un deseo que se le acaba de ir de entre las manos.
Aguirre se siente tan abatido que se mira fuera de sí mismo en este balcón.
Se descubre separado físicamente por vez primera del despacho del presidente ahí,
del otro lado. El Zócalo lo separa, Isabel lo separa, la muerte de Quintero lo separa...
Hugo, con veintidós años encima está a su lado y mira también más allá. En esta
ocasión solemne, ha decidido que quiere ser Hugo (usar, como si estuviese de luto, la
135
- ¿Qué?
“Lárgate” piensa Isabel “ha valido la pena y estos siete años ¡Son tuyos y nadie puede
quitártelos”.
Pero no:
- No me voy a largar Pablo – contesta más serio que nunca ¡No me voy a largar!
Pablo termina su cigarro y lo lanza fuera. Lo mira caer, uno, dos instantes. Luego
toma fuerzas. Entra al cuarto, y de nuevo, violentamente sereno. Toma una pistola, la
carga.
Quizás sólo está queriendo amenazar, asustar a Hugo. Pero él, su amante, lo reta
porque ha dejado pasar al miedo y a la muerte incluso la desea.
- Es buena idea Aguirre: Para deshacerte de todo este escándalo vas a tener que
matarme
- Quiero que sepas algo cabrón: Cada vez estoy más cerca de la silla de Obregón -
(mientes Pablo, sabes que la perdiste definitivamente hoy por la tarde) - Cada vez
estoy más cerca y no quiero que todo este desmadre contigo me siga causando
problemas
(Y lo retabas Hugo porque en el fondo querías sentirte aliviado y esa noche con ese
viento metiéndose por la ventana te gustó para morir).
136
XIII
XIV
Adentro del cuarto, el General Aguirre se sirve un buen trago de tequila. Se siente
triste, es verdad. A sus pies, su amigo de toda la vida, Hugo Estrada, ha dejado salir
fuera, la última gota de sangre del cerebro que se le apagó reventado por una bala.
137
VII El Inicio de siete años que son como toda una vida
Si: valieron la pena esos siete años. Porque no todo en la historia entre Hugo y Pablo
fue violencia. Hubo muchas mañanas de despertar juntos y comer y hacer el amor e
ir al teatro y al cine, como todos los amantes, en todos los tiempos. Hubo novelas que
compartieron y secretos perdidos en sus cuerpos.
Si, los siete años que vivieron juntos son como toda una vida.
Ya he dicho muchas de las razones por las que la historia de la Infancia de Isabel (y
su muerte habría que decir también) me llamó la atención. Hay otra, sin embargo; la
más personal. Resulta que de aquella relación entre Hugo e Isabel nació un niño y ese
niño, resulta ser mi padre.
Lo digo sin pena, porque incluso me parece divertido aunque a mis primos y a mi
padre tal vez les resulte comprometedor recordar sus orígenes (ellos son personas
mucho más serias, por supuesto).
A mi abuela, nunca le importó haber salido de un pueblo miserable ni ser la puta de
un burdel arrabalero.
Carlos Estrada, por su parte, hizo bien su papel de padre substituto y disfrutaba ya
grande recordando su pasado. Lo contaba sin aspavientos ni nostalgias
melodramáticas. El nunca tuvo problemas con la vida y se la bebió a sorbitos, Con
gusto mexicano.
Me hubiese gustado brindar con ellos por largas vidas en burdeles porfirianos aunque
todos supiésemos qué cortas iban a ser.
Cada uno de los siete capítulos de la Infancia de Isabel ha comenzado con la historia
del General Aguirre bebiendo en el casino militar. Si, después de haber asesinado a
Hugo Estrada, se fue a beber y ahí se topó con Rangel (quien definitivamente se había
convertido en su cómplice después de la muerte del jefe Quintero). Platicaron un
poco y fue cuando el cabo se hizo el tonto y preguntó
138
Pablo seguramente recordó entonces toda esta historia fragmentada, porque así
recuerda uno. Tomando prestado de la memoria restos aquí y allá.
Más tarde, cuando no pudo más, subió a su coche y lo llevaron de regreso al gran
Hotel de la ciudad de México. Efectivamente, Donato se había ocupado de
desaparecer el cadáver de Hugo. No quedaba ya mas que una mancha café sobre la
alfombra.
Pablo Aguirre después de aquella noche se prometió que no bebería más. Hizo todo
lo posible por enderezar los escándalos que lo habían seguido desde que llegó a la
ciudad de México. Quiso por todos los medios continuar perteneciendo al círculo
íntimo del general Obregón pero no le fue posible. El teatrito en el que asesinó a
Federico Quintero, había sido demasiado grande: En menos de una semana lo
corrieron (lo renunciaron) del ministerio del trabajo y él, tuvo a bien retirarse de la
política (precisamente sin trabajo).
Finalmente compró una casa en la Escandón donde murió de viejo, completamente
solo, porque no tuvo familia aunque sí dos o tres amantes de su mismo sexo.
(Ya lo vez Pablo, que Hugo no había sido el culpable de tus gustos).
II
Hay dos historias que hace falta concluir: la del matrimonio de Carlos con Margarita
y la del primer encuentro entre Pablo, quien en 1913 entró a la Academia militar y
Hugo Estrada, transformado en Isabel.
Las dos historias confluyen en una sola escena que comienza en el burdel de
Margarita, después del suicidio del padre de Hugo, cuando la madrota y su joven
amante, decidieron formalizar relaciones y se casaron para escándalo de putas y
parroquianos.
Por las fotografías de la boda puede verse que el jardín del burdel, era un clásico
intento de fines del XVIII por recrear un aire de
sofisticación oriental-europeizada.
139
En 1913 con la crisis que cargaba México, el sitio se había venido abajo y el jardín
parecía desarreglado, un poco deforme, decadente, como todo lo romántico: Más
salvaje y sin embargo, más sensual.
Hugo Estrada aparece en la última foto que le tomaron vestido de hombre abrazado
de Isabel, la prostituta estrella de Margarita. Están sentados en una fuente llena de
lirios y agua sucia. “Voy a robarme tu sexo y tu nombre” parece decirle.
En otra foto aparecen las prostitutas de la Márgara. Algunas de ellas muy sonrientes
con Carlos al fondo vestido de gala y la novia (Margarita misma) de vestido
ridículamente blanco, dándole besos.
Un sacerdote de nariz roja (cliente regular según se supo) terminó de oficiar la misa y
Carlos y Margarita quedaron casados formalmente.
Entre la concurrencia están también, vestidos de fiesta, los gemelos: Van y vienen y
juegan alrededor del pianista. Le miran las manos con curiosidad y risa.
- ¿Por?
- ¿Qué pasa? –
- ¡Nada! Sólo quería decirte que allá afuera está la guerra y en ese desmadre, todo
es posible
Hugo se quedó con aquello dándole vueltas en la cabeza, que “en la guerra todo se
puede” y tomó la determinación de largarse para ser él mismo. La tomó rápido, no se
crea, ahí mismo, viendo a su hermano casarse porque se sintió tremendamente solo
140
- ¡Hugo! – gritó Carlos, cuando les tocó el turno de abrazarse. Estaba bien
borracho y casi lo carga
- Yo también cabrón
- ¡Muchísimo!
- Ya deja de ser tan preocupón chamaco, todo va a estar bien siempre. Vas a ver.
Aquí vamos a vivir juntos como siempre hemos querido y vamos a vivir a todo
dar
Y se abrazaron un tiempo largo, muy largo sin importar que hubiera tanta gente
esperando en la cola para abrazar al novio.
III
Al día siguiente o tal vez aquella misma tarde, Isabel maquilló a Hugo por última vez.
La transformó en su deseo, le regaló su nombre y él salió para vivir su vida de siete
años nada más.
Y el, Hugo, ella, Isabel, se metieron por entre las calles de la ciudad y anduvieron
dejando su reflejo en los aparadores de las tiendas y en los vidrios de los autos, en los
adoquines húmedos incluso, de la lluvia vespertina. Se sonreían, se coqueteaban, se
miraban incrédulos y felices de su nueva condición: todos los reflejos de todos los
hugos y todas las isabeles.
Pegado en una pared de la calle, miró el bando del gobierno que alguna vez entintó
141
IV
Una vez en el tren, se dio cuenta que venía rodeada de cientos de soldados que iban a
luchar (en un desorden bastante colorido) contra el viejo Carranza.
Cuando el tren dejó atrás la ciudad, Hugo conoció a Dolores. Es una mujer
portentosa y fértil.
Naturalmente Dolores viene embarazada. Salud, uno de sus niños (tiene entonces uno
o dos años) grita a sus pies y exige a su madre que lo cargue.
A Isabel le entra un como instinto maternal y se hace cargo del niño con toda la
ternura que le queda.
Así se fue para el norte, con el niño en los brazos: toda la tarde y buena parte de la
noche, paseando y cantando entre los vagones para que Salud no llorara y luego, para
que no fuera a despertarse.
Pablo tiene diecisiete años y ha abandonado su casa y sus amigos para buscar fortuna
en la guerra donde todo se puede.
Se van juntos por allá, los amantes, un poco lejos. Quieren coquetearse a gusto en los
pasillos del tren. Ahí, con todo aquél ruidajo, nadie podrá escucharlos.
- ¿¡Hugo!?
- ¡No! en realidad me llamo Isabel, como el ángel en la fiesta ¿Te acuerdas que
pensamos que se llamaba Isabel?
El joven cadete no dice nada, pero está feliz, feliz de verdad porque todo ese tiempo
se había sentido solo y había comenzado a extrañar la covacha en el taller de Don
Fernando.
- Te ves muy bien con ese niño – le dijo con algo de ternura
- ¿Qué te sorprende?
- No… bueno, en realidad no era mi intención, supongo que tampoco la tuya, pero
ya que estás aquí ¿Que quieres que haga? ¿Que te largue de la guerra?
- Cabrón – suspira Pablo ¡Te ves muy bien!… y en la guerra ¿Te vas a quedar
conmigo?
143
- ¡Luego no!
- Que bueno que no hiciste un escándalo de los que acostumbras – dice Hugo y
levanta los ojos
Un joven capitán pone orden en este montón de fierros que se divide entre quienes
van a pelear contra Carranza y quienes van a unírsele.
En poco tiempo, descubrirán todos que al fin de cuentas, son mexicanos. Para morir
y matarse, todos son mexicanos.
Ahí se quedan; en ese tren. Los dos amantes, al inicio de siete años que son como
toda una vida.
Ahí los dejamos, con todos los kilómetros de la revolución muy adelante, muy lejos
todavía del triunfo del General Alvaro Obregón y de la toma de la ciudad de México.
Fernando Zamora