Sunteți pe pagina 1din 143

La infancia de Isabel.

Fernando Zamora

En amour, il n'y a d'intéressant que la conquête et la rupture.


Tout le reste est du remplissage.

Maurice Donnay, "La Bascule" (1901)

1. Por abajo del agua

Si uno cierra los ojos y tiene suficiente imaginación, puede escuchar, en ciertos
edificios viejos, conversaciones dejadas. En verdad todo el antes y el después deben
suceder al mismo tiempo pues el año pasado, en un casino militar que no se utilizaba
desde tiempos del presidente Calles, escuché en el silencio polvoso la siguiente
pregunta:

- ¿!Qué pasó mi general?! ¿Se le fue la vieja?

Tenía la voz el timbre de un hombre de bigote ralo, indígena… (Así lo pensé de


primera instancia). El sonido articulando la pregunta era como una especie de
murmullo que sudaran las paredes y los pisos de madera.

- ¿!Qué pasó mi general?! ¿Se le fue la vieja?

… Ahí se quedó la pregunta, flotando.

Algún tiempo me di para pensar en esto: en los huecos que deja el silencio y las
palabras que exudan, como batimentos de antaño, los edificios viejos.

Otro día, varios meses más tarde, recordando éste trozo de conversación se me
apareció aquél hombre (en la imaginación, quiero decir). Supe, que se llamaba
Ramiro Rangel y que poco después del primer ascenso de Álvaro Obregón a la
presidencia de México, había organizado una tremenda bulla para perjudicar a cierto
enemigo de su jefe, el General Federico Quintero.
Sea como sea, pensé que aquél enredo no debía tener como finalidad, tanto el
provecho político como la revancha personal.
Con un poco de luz podríamos entender esto en la expresión de Rangel quien por
2

corto de mirada no pasó a la historia de México con todo y que su voz ahí se quedó,
flotando en un edificio indiscreto.
Y ahí estaría sin duda, sin que nadie la hubiese recogido, de no ser por la imprevista
circunstancia que me llevó a aquél bar, justo cuando algo estaba a punto de explotar,
bajo los pisos, atrás de las paredes, entre las escaleras, como el estómago de un gato
muerto que dejó salir, no un olor amargo sino la voz de Ramiro Rangel.

- ¿!Qué pasó mi general?! ¿Se le fue la vieja?

En otra década ya (en otro milenio incluso) me enteré que la cantina, iban a
demolerla.
Pensé entonces que todo iba a quedarse así, como una pequeña aventura un poco rara,
de esas que no contamos ni siquiera a los amigos de parranda, pero el día de hoy se
publicó en el Reforma una especie de ensayo periodístico sobre los edificios
arrasados por la modernidad en México. En este texto, un tal M. Del Amo comenta el
hecho de que aquella cantina fue el escenario de la muerte de Federico Quintero. Lo
del asesinato yo ya lo sabía. A decir verdad, salvo uno o dos datos eruditos, lo único
realmente interesante en el artículo es la ilustración: una foto de media página que
completa el sentido de la pregunta que había escuchado yo en el casino abandonado.
Se trata –ahora estoy mirándola - de una foto de Aguirre que nunca había visto.
Aquella pregunta de Rangel (¿Qué pasó mi general, etc.) fue dirigida precisamente a
él, es decir, se supone que fue a Pablo Aguirre a quien se le fue la vieja.

Los diseñadores del periódico, con razón de algún artilugio estilístico, decidieron
virarla al azul. Ahí está el General en 1921: tiene piel blanca y pelo negro. El bigote
y el pelo bien peinados; este último, sobre todo, fue acomodado con miras a disimular
la cara de niño (no debe tener más de veinticinco años en esta foto).
Junto a Pablo hay una mujer que llamaría la atención en cualquier época. Es Isabel.
No se trata de que sus facciones sean muy particulares. Si uno lo piensa bien, son en
realidad bastante simples. Hay sin embargo, un equilibrio exacto (casi diríamos que
provocativamente matemático) entre los tamaños y las formas de cada uno de sus
miembros: la nariz, la boca, los ojos, los brazos. Es evidente que la foto detuvo el
instante previo a un beso que deben haberse dado entre risas y juegos de esos que
tiene uno con los amantes que son también nuestros mejores amigos.

Además de las voces escuchadas en sueños y edificios a punto de venirse abajo y este
artículo en el periódico, que se me aparece junto al café en el desayuno, hay un tercer
factor que me ha llevado a estar interesado en la historia de la intriga que produjo el
fin de la relación entre Isabel y Pablo Aguirre y la muerte de Federico Quintero.
Por una cuestión de mecanismos literarios, esta última razón (sin duda la más
contundente) la dejaré para el final. No se trata de un asunto de sorpresas o
malabarismos estilísticos, no se me malinterprete. Más bien necesito darme todavía
un poco de tiempo y reflexión antes de emitir un juicio sobre mi propio pasado y todo
3

lo que me trajo hasta aquí, hasta el año 2001 para interesarme en un par de historias
que tuvieron lugar hace casi cien años, durante la infancia de Isabel.

En fin; la noche en la que culminaron estas dos historias (por un lado la de Pablo y
Hugo y por el otro la de Pablo e Isabel) el general Aguirre arrancó de tajo las raíces
de su pasado militar.
Durante su carrera, Pablo se había mantenido fiel al ejército de Obregón y sin
quererlo, con esta muerte, mandó al carajo su actuación como héroe de Celaya. Por si
fuese poco, la misma noche, asesinó también a su mejor amigo.
Ahora miro la foto de Aguirre y, poniendo una cosa sobre la otra, puedo imaginar
con claridad el casino en el que se le fue la vida: Se abren las persianas y no hay
polvo ni humedad. Huele a sudor y tequila y hay un poco de luz de madrugada que se
filtra por las ventanas.
Rangel se aproxima a Aguirre. El General ha perdido la sonrisa de niño. Está
envejecido (aunque tiene menos de treinta años). Ha bebido mucho y quiere más.
A Rangel le entran los escrúpulos y quizás por eso, para hacer como que no entiende
lo que pasa, viene y le pregunta:

- ¿!Qué pasó mi general?! ¿Se le fue la vieja?

Pablo sonríe. El cabo ha roto las formalidades. Cuando Aguirre lo invita, Rangel se
sienta y sirve un trago grande.

- ¿De qué se preocupa mi General? – escupe Rangel - ¡Si ahora tenemos a todas las
viejas de la ciudad de México para nosotros! ¡Viejas son lo que sobra mi general!

Vuelve a Pablo la mirada de niño y responde bebiéndose otro trago:

- No como Isabel, Ramiro ¡No como Isabel!

II

¿Cómo era el sonido de la voz de Pablo Aguirre?.


La pienso rayada, despostillada con tanto grito y tanto llanto y humo de cigarro y
alcohol aquella noche ¿Y la voz de Hugo?

Hugo Estrada era el mejor amigo de Pablo. Se conocieron en la infancia y juntos


descubrieron lo que viene después… Pero no nos adelantemos; hablábamos primero
de sus voces, no de sus historias personales.
Al general lo miro ahí, en ese bar con la mente, yendo y viniendo en el estado de
duermevela que da el alcohol en grandes proporciones. Lo imagino recitando como
hipnotizado. Enojado, exaltándose más y más todavía. Lo escucho diciéndose por
4

dentro:

Acabo de matar a mi mejor amigo. Y no es que me importe mucho, pero hay como un
polvo y un ruido que se lleva todo adentro. Es algo que nunca sentí ¡Como si
hubiera dejado de ver!

¡Acabo de matar a mi mejor amigo! No me importa acordarme de su nombre ni


tampoco me arrepiento. Lo hice con ganas Estaba encabronado. Triste también.
Triste tal vez, un poco y ahora… he dejado de ver.

Acabo de matar a mi mejor amigo y esto: mis manos y mis piernas, la música afuera
donde todo sigue como si nada, esto es tan extraño: Cerrar los ojos porque no tiene
caso dejarlos abiertos y ya ni siquiera me importa estar ciego. No ver.

Acabo de matar a mi mejor amigo. ¡Porque se me dio la gana y porque soy el


general Aguirre! Y ahora quiero beber más y más ¡Mucho más! Porque a mí nadie
me dice hasta dónde y quiero que este perro venga, salga de atrás de la barra y me
sirva otro trago aquí mismo.

- ¡Si mi general!

Acabo de matar a mi mejor amigo… ¡Porque soy muy cabrón y muy macho y nada
me importa! Estoy borracho y voy a seguir así hasta que chingue a su madre este
olor a pólvora y sangre seca.
¡Que venga el perro y me limpie la bota que Hugo me embarró con su sangre! No me
importa estar solo, ni pudrirme en el Infierno. No creo ni en Dios ni en el Infierno, ni
en la muerte y sé que nunca voy a morirme. ¡El General Aguirre no va a morirse
nunca! ¡Quiero que lo sepan! Porque la muerte es una historia de viejas pendejas
para asustar a los niños perfumados como el Hugo que no hace mucho ... no hace
mucho en realidad… tenía sólo trece años…

III

Tenía trece años Hugo Estrada en 1911, cuando conoció al futuro general Aguirre. Y
la guerra, la Revolución, en aquél tiempo, estaba lejos todavía: lejos del colegio de
jesuitas y de la casa de campo en San Agustín. Ahí se conocieron, en esa casa.
Pablo fue con su papá para comer. Tomaron por la mañana un tren que los llevó del
Centro hasta Tlalpan y luego subieron por la calle de Moneda hasta la casa de Hugo.
El papá de Pablo en realidad iba porque quería dinero del señor Estrada. Eran amigos
y habían hecho algunos negocios relacionados con minas y tesoros. Nunca dieron el
gran golpe, por supuesto y luego, todas sus ilusiones burguesas (incluso feudales) se
las llevó al carajo la Revolución.
5

La familia de Hugo estaba ya para aquél entonces, bastante venida a menos y sin
embargo, la casa en San Agustín era todavía muy impresionante.
Se trata de un edificio viejo de techos altos y retratos familiares, pianos de cola,
paredes de piedra, caballos...
Cuando uno sale por la puerta de madera y camina hacia la plaza, se topa con otras
fincas y haciendas con caminos de palmeras verdes.

De noche, los grillos hacen ruidos y en las mañanas los cuervos graznan.

Cuando te conocí, Pablo, la noche anterior, no sé porqué me acuerdo que mi


hermano y yo nos subimos a fumar. Desde mi recámara se veía la torre de la iglesia.
Estuvimos ahí como hasta las dos de la mañana riéndonos de puras tonterías.

Mi hermano Carlos, Isabel y todos en la casa sabíamos que ustedes, tu y tu padre,


habían venido para pedirnos dinero, pero con eso de la guerra y los gastos y todo,
nosotros ya tampoco teníamos nada. Desde que se fue mi mamá lo único que
hicimos fue gastar y gastar y gastar … y la casa esa en San Agustín era muy grande
pero a mi papá ¿Quién iba a poder comprársela?.
A la hora de la comida, Isabel y yo nos burlábamos de ti porque te sentabas en la
mesa derecho, como para hacerte más alto y más serio… Más grande.
Luego, en la noche comentó Isabel: “El hijo de tu padrino es un pesado”, como si
yo tuviera la culpa.
Y a mi hermana no le dije nada. Absolutamente nada de lo que pasó en el jardín
después de la comida.
Y eso te lo debo: Que me enseñaste ahí en San Agustín algo tan obvio... Algo tan
obvio que se llevaba todo lo viejo, lo que no sirve, el dolor de todos mis hermanos
cuando se fue mi madre. El sol y la lluvia tan aburridos de Tlalpan, el rechinido de
los pasos de mi hermano Carlos subiendo las escaleras. Era algo que aliviaba mi
vergüenza porque, no sé. Antes de conocerte Pablo, no pensé que pudiera existir. Y
fue Isabel quien me lo dijo mucho después, me dijo que aquello que me habías
enseñado se llamaba futuro.

IV

Al centro del parque, en la casa de los Estrada, en San Agustín, había un árbol
enorme de tronco grueso. Sus hojas cobijaban, una laguna que se formó con la lluvia.
Ahí, en esa laguna (por debajo del agua) habían aparecido bichos de toda clase.
Los niños, Hugo y Pablo, cazaron un sapo al que le pusieron Victoriano. Atraparon
chapulines y se quedaron con la boca abierta mirando los brazos largos de una mantis
religiosa.
Luego, sorpresivamente, comenzó la tormenta y Hugo se metió bajo el árbol a pesar
de que un caporal le había dicho que si hacía eso, un día le iba a pegar un rayo…
“pero yo no pienso mojarme”, concluyó.
6

A Pablo, en cambio, el agua lo tenía sin cuidado; es más, le gustaba mojarse.


Continuó jugando a la guerra bajo la lluvia hasta que de pronto por algún instinto
muy básico, por alguna cuestión que nunca entendió del todo, tomó a Hugo por el
brazo y lo jaló hacia la lluvia. Comenzaron a luchar. Jugando primero, mojándose de
barro y embarrándose de lodo. Oliéndose; acercándose, tocándose entre broma y
broma (por debajo del agua).
El sapo que habían atrapado, el sapo Victoriano, aprovechó el reverso de fortuna y
escapó fuera del árbol dando tumbos sobre la hierba.
Pablo era más fuerte y dos años más grande: En un momento tuvo al otro en el suelo,
con la cara hacia las nubes y sentado sobre su pecho, comenzó a hacerle cosquillas.
Hugo estaba a punto de reventar de risa. La lluvia se le metía en los ojos, en el
cuerpo, en los zapatos. Todo su cuerpo estaba lleno de agua. Pablo acercó su boca y
sonriendo, dejó salir un hilito de baba que iba y venía como una serpiente a punto de
morder..
Hugo soltaba patadas y movía la cabeza gritando:

- ¡Suéltame cabrón!

Pero no estaba enojado, más bien a punto de morir de risa.

Entonces Pablo se detuvo.

La saliva volvió a la boca. Se callaron (shhhh, la lluvia).


Así estuvieron un rato: mirándose. Tan cerca que sentían su respiración.
Podían oler el sudor de niño en su ropa mojada, su piel húmeda de pasto y lodo.
Era bueno sentirse así.
Y Aguirre dijo:

- ¡Pinche Hugo! ...

Hugo se quedó sorprendido y quieto, como si el otro hubiese encontrado algo


imperdonable en su cuerpo o abajo de la piel.

- Cómo me hubiera gustado que fueras mujer

Y Pablo, después de decir esto, se recostó a su lado, sin miedos ni remordimientos y


le acarició a Hugo el pelo, recibiendo en la cara (feliz) toda el agua de lluvia que se
caía del cielo.

Me gusta imaginar, a Ramiro Rangel y al General Aguirre desenredando borrachos


las historias de sus intrigas revolucionarias en la cantina del Centro que recientemente
7

demolieron.
En realidad es posible que Aguirre no haya tenido ni siquiera el perdón de confesarse
con este hombre simple que actuó solo para ayudar a su jefe a destruir a un enemigo
político.
Hay quien ha querido ver en Rangel (una amiga historiadora que me ayudó con esto,
por ejemplo) a una especie de Yago que obraba por pura mala voluntad. Yo pienso
que el cabo no tenía tales alturas dramáticas. Era mucho más simple, en todos los
sentidos.
Si nos sujetamos a los hechos y dejamos de lado las imágenes (repletas de fantasmas
y tardes lluviosas) las cosas son más sencillas:

Pablo Aguirre y Hugo Estrada se conocieron por la amistad de sus padres en 1911. Al
año siguiente, comenzaron a trabajar juntos en un taller de grabado que pertenecía a
Miguel Ángel Estrada, el papá de Hugo, un viejo con aspiraciones porfiristas,
descendiente de ciertos nobles virreinales. Perdió todo su dinero cuando comenzó la
Revolución. No es que Miguel Angel Estrada hubiese sido un millonario, pero tenía
lo suyo y antes de la guerra había vivido holgadamente, con sirvientas y nanas para
sus hijos.
Entre los bienes de los Estrada, hubo una casa de campo en San Agustín de las
Cuevas (hoy Tlalpan) otra casa en la San Rafael y algunas joyas; pinturas de Cabrera
y algo de dinero. Parece ser que cuando la mujer (la mamá de Hugo que también se
llamaba Isabel) decidió largarse con un hombre de identidad desconocida, Miguel
Ángel Duque de Estrada (así firmaba, con el “Duque” muy grande y muy ufano)
encontró consuelo en el alcohol. En 1913, lo había perdido casi todo.
Y es que deudas las había de cualquier clase: de juego, de negocios venidos a menos,
de amigos que cobraron favores en el momento más inoportuno…
En 1913 Don Miguel se sostenía solamente con un negocio: la imprenta aquella en la
que su hijo Hugo, selló amistad para siempre con el futuro general obregonista Pablo
Aguirre.
Esta imprenta que estuvo localizada entre 1911 y 1920 en la calle de Bucareli, frente
al reloj Chino, estaba bajo la administración de Fernando Sedel, hombre de buena
reputación que fue de hecho, el único amigo que siguió junto a Miguel Angel Estrada
cuando éste se quedó sin dinero.
Dentro del taller de Fernando Sedel debe haber habido por todos lados, bandos del
gobierno a medio entintar. Gracias a la filiación política de Don Miguel, habían
conseguido del gobierno federal una buena cantidad de trabajos imprimiendo
llamados que invitaban a la población civil a unirse a la causa de Victoriano Huerta.

Pienso en el taller y me vienen a la cabeza el aroma de las tintas de colores, el aroma


del aceite de las máquinas y el sudor de ocho aprendices entre los que se encuentran
Pablo y Hugo.
El ruido es alto, constante... e hipnotiza:
8

- ¡Hugo! – Gritó Don Fernando

- ¡Si señor!

- Mira nada más tus zapatos

- ¿Qué tienen mis zapatos?

- Que están muy limpios: ¡Se me hace que son nuevos! ¡Hay que darles el
remojón! – y la erre en su boca sonaba ligera y amenazadora - ¡Oigan todos!
Hugo trae zapatos nuevos y hay que darles el remojón.

Al escuchar el llamado de guerra, los aprendices dejaron de lado sus tareas y se


lanzaron sobre los zapatos de Hugo, pisoteándolos, llenándolos del lodo de sus
propios pies y el otro, el perfumado tuvo que dejarse hacer con algo de estoicismo.

- ¡A ver! ¡A ver! – gritó Don Fernando muerto de risa, calmando a todos - ¡A


chambear cabrones! Y tu Hugo... ¡En vez de andar con esas mariconadas,
deberías estar dibujando! O ¿Para que te puso aquí tu papá?

Hugo de mal humor, se limpiaba los zapatos con la parte posterior del pantalón

- Pues el cartel que le pidieron para los federales lo entinté yo solito

Algo había que obviamente preocupaba a Don Fernando: tener que vérselas con
algún chismoso que dijera por ahí que sus aprendices simpatizaban con la revolución.
Llamar “federales” a los soldados de Huerta era por aquellos tiempos, sinónimo de
amiguismo con los rebeldes de Carranza.

- ¿Fed? ... ¿Los Federales? ... ¿Qué es lo que quieres, Hugo? – Dijo Don
Fernando zarandeándolo por el brazo - ¿Qué me detengan por educar alzados
en este taller? Son los soldados del ejército mexicano...

El niño reía porque el zarandeo no tenía como intención hacerle ningún daño.

- El caso es que entinté yo solito el bando del ejército-mexicano-que-combate-


a-los-sucios-bigotones-revolucionarios-traidores-a-la patria – concluyó

- Eso está mucho mejor

Pablo sonrió también, detrás de alguna imprenta. Hugo lo miró y cómplice, levantó
los ojos al cielo.
9

- Ya te vi cabrón. ¡No me andes haciendo caritas!... ¿Para que te quería? Ah


si... tráele a éste – Don Fernando apuntó a Gerardo, otro aprendiz- los tipos
móviles del juego cuatro. Están encima del estante azul

Y tronando los dedos remató:

- ¡Rapidito Hugo, que no tengo tu tiempo!

El niño salió corriendo.


En la parte más oscura del taller (ahí donde aparecían muertos por las noches y el
peor de todos los fantasmas: La Llorona) había un estante enorme que Hugo tuvo que
escalar.
Una rata lo miraba desde abajo con aire de superioridad y menosprecio;
mordisqueaba a gusto un mendrugo de pan que encontró cerca de la ratonera que
pusieron por la mañana.
Cuando Hugo volvía con el estuche de tipos, un aprendiz que reparaba el vientre de
cierta máquina grasosa, sacó la pierna (con mala fe, suponemos) e hizo que el otro se
tropezara y se viniese abajo con todo y tipos.
Comenzó la batalla campal.
Hugo se fue a los golpes.
Y era inevitable: la pelea se extendió con facilidad en los ánimos de todos

- A ver muchachos ¡Detengan este desmadre! – gritaba Fernando con todo el


ímpetu de su respiración entrecortada

Pero ya era imposible pararse. Las hormonas y las frustraciones de trabajar diez
horas diarias los exaltaban: Pablo se metió a defender a Hugo que medio soportaba
los golpes intentando lanzar de vez en cuando una patada en los testículos de algún
otro.
Todos tomaron partido y gritaban y reían pasándoselo bien, como sucede siempre
durante una buena pelea de adolescentes.
Era muy divertido.
Pero de pronto se hizo el silencio.
Entró al taller el dueño, el papá de Hugo, Miguel Ángel Estrada. y todos se callaron
menos Don Fernando que reía como en una fiesta, con todo y que había manchado
su saco preferido con tinta amarillo limón.

- Mira nada más – comentó de humor excelente- Mira el desmadre que armó
tu chamaco.

Don Miguel, alto y serio, se encorvó sobre si mismo para mirar directamente en los
ojos de su hijo, como un médico que clasificase una nueva especie de bicho raro.
10

- ¿No puedes nunca quedarte quieto?

Hubo una pausa larga, un silencio bochornoso y luego risitas sarcásticas aquí y allá.
Don Miguel se dirigió al maestro del taller.

- Y a ti qué: ¿Ya se te olvidó que hoy toca jugar a la baraja?

- ¡Es verdad! hoy nos toca la baraja en casa de Rubén

Miguel Angel Estrada asintió poco antes de lanzar sobre su hijo un nuevo reproche:

- ¡Contigo arreglo cuentas en la casa!

Como Don Fernando en el fondo era un tipo campechano, miró a Hugo como
diciendo “pobre pelado” e intercedió por él de la única manera que podía: mintiendo

- Es que.. yo pensé que es mejor... que se quedaran Hugo y Pablo toda la


noche. La verdad es que los dos tuvieron la culpa ¿No es así Pablo?

Pablo dijo que sí.

- Además – continuó - todavía tienen que diseñar un nuevo trabajo para los
federales

- ¿Los federales?

- ¡Quiero decir!: Los soldados... mhhh: ¡El gobierno pues!

Don Miguel salió sin decir nada del taller que administraba don Fernando.

- Bueno chamacos – se despidió el maestro grabador - ahí les encargo el


changarro y espero que arreglen todo este tiradero porque yo me voy aquí con
mi compadre a buscarle la cara a la suerte – dijo mientras se ponía el saco
manchado

Se quedó pensando unos instantes y luego concluyó levantando los hombros:

- Y de ser posible pues también vamos a verle la cara a Don Rubén ¡Como
chingados no! – y salió riendo de buena gana.

VI

Cuando se hizo de noche, la ciudad se quedó callada muy temprano. Todos tenían
11

miedo de todos en esos tiempos (tanto como ahora). Había miedo de los criminales,
de los chivatos, de los soldados de Huerta, de la policía, de la Revolución…
Hugo y Pablo, castigados, trabajaban todavía, haciendo bocetos y grabando planchas
en el taller.
Les dolían los pulgares.
La rata que habitaba el rincón más oscuro y misterioso había terminado con varios
mendrugos de pan y medio hambrienta, cerca del estante de los tipos móviles,
levantó la cara. Miró a los niños con ojos amarillos y cierta especie de expresión de
pocos amigos.
Segura de sí misma, se aventuró cerca de las mesas de dibujo donde los aprendices
trabajaban.

- ¿Qué fue eso? – preguntó Hugo cuando escuchó el ruido de las patas
diminutas en el papel del basurero

Su voz era frágil, delgada. Detrás de los hombros le caía un resplandor vidrioso: un
brillo del farol de gas que en la calle iluminaba las tejas húmedas de Bucareli .

- Una rata – contestó Pablo, que recordaba la tarde lluviosa, bajo el árbol muy
cerca de la laguna llena de bichos.

(Ahora Pablo, recuerdas la sensación de dos años antes, cuando lo viste por primera
vez en San Agustín. Recuerdas lo que sentías y en tu estómago se finca otra vez el
ardor ligero y caliente que ya conoces. Se te prende y te abraza del torso)

Y los ojos del futuro general Aguirre se le pegaron al otro; sus ojos azules se
enredaron en la imagen del otro, en los ojos del otro. Se enredaron en la sombra de su
pelo y sus pestañas que bajaban como resbalándose sin ganas sobre los pómulos y la
nariz.

(Imaginas Pablo, imaginas su vientre y sus piernas y su sexo y sus pies enredados a
tus espaldas)

- Ya son las diez – dijo Pablo, por decir algo, por romper el silencio.

(Pero no te atreves, porque te está faltando valor)

- ¡Mira! – Hugo le mostró a su amigo el boceto de un nuevo bando del gobierno


huertista

- ‘Ta Bueno – confirmó Pablo - aunque éste te quedó como chueco

- ¿Chueco?
12

- Está bien

- A lo mejor, lo que pasa es que tiene la cara muy cuadrada ¿No?

Pablo levantó los hombros y volvió a su trabajo. Quería callar las voces que luchaban
dentro de él para salir y romperlo todo. Romper el silencio y decirle a Hugo
francamente lo único que necesitaba: que le quitara el dolor en el estómago y el
cosquilleo que comenzaba a subirle por las piernas, por la columna vertebral. No
estaba pudiendo.

Pasaron varios minutos.

- ¿Mejor? – preguntó Hugo después de un tiempo, mostrándole a Pablo el


boceto corregido

- ¡Mejor!

Se sonrieron. Como si fuesen un poco tontos. No había nada especial en sus sonrisas.
Eran amigables. Sólo eso.

- ¿A qué hora quedó de venir tu hermano?

- A las doce – dijo Hugo

- A las doce…

Y Pablo cruzó los brazos sobre la mesa de dibujo.


Recostado así podía sentir el golpe de su pulso… y no sabía ya para donde mirar

(Ni que decir)

- ¿Sabes? – explotó finalmente

(Era decir cualquier cosa con tal de matar el bochorno que viene con el silencio)

Hugo estaba demasiado concentrado en su boceto como para darse cuenta de los
nervios en las palabras de Pablo.

- ¿Sabes? ... Mhh. el otro día...

- ¿Qué paso?
13

- Estaba platicando con un amigo... ¿Te acuerdas de Federico?

- ¿El hijo del coronel Quintero?

- ¡Ese mero! Y estábamos platicando ¿No? y ¿Tu sabes?

(Dudas, alargas el pulso de las letras, el calor de tus intenciones)

- ¿Sabes qué significa conocer?

- ¿Conocer?– Preguntó Hugo sorprendido.

Levantó los ojos por fin y miró a Pablo

- Si sé que significa conocer, pero no puedo explicarlo – dijo

- ¡No! ¡Conocer no como te estas imaginando! ¡Yo digo como en la Biblia!


¿Sabes? ¿Has leído la Biblia?

- No... no se debe leerla si no te la explica un padre ¿No?

Hugo había comenzado a notar los nervios de Pablo

- ¡Eso no importa! En la Biblia dice que cuando uno se conoce es...

Finalmente el niño soltó la carcajada porque con una seña de las manos, había
entendido lo que Pablo le estaba queriendo decir.

- ¿Fornicar? – preguntó

- Más o menos

- Ahhh: ¿Como Adán y Eva?

- Eso, como Adán y Eva – dijo Pablo

El silencio se hizo liviano porque las palabras comenzaban a fluir.

- ¿Tu nunca has conocido?

- No, para nada ¿Y tu?

- Yo si... – dijo Pablo orgulloso de sí mismo


14

(El cosquilleo en las piernas te sube ahora por el pecho)

- ¡Se siente rico! ¡Calientito!

El ratón del taller hurgaba cerca de los pies de los aprendices. Se paseaba cerca de la
ratonera. Iba y venía retando sus fauces de metal.

- ¿Quieres... conocer?

- ¿Aquí? – preguntó Hugo nervioso pero sin molestias, como si fuese algo
perfectamente natural

- Atrás del taller no va nunca nadie

- ¿Ahorita?

Hugo tragó saliva

- Si...

VII

Las voces se les habían hecho ligeras porque sintieron miedo. Miedo de ellos
mismos, miedo de lo que iba a pasar, miedo del calor que les pulsaba en las sienes y
en las palmas de las manos y en los pies... del calor que sube por las piernas y la
espalda y se estaciona en la nuca. Miedo de Dios, de la confesión del domingo
siguiente, del porvenir... pero fueron atrás, como marchando, con rumbo de la
covacha.

Una vez ahí, encendieron la vela.


La humedad se embarraba por las paredes.
Había un sarape y un colchón medio roto en una cama vieja de latón.
Había un Cristo crucificado sobre una mesa y lo cubrieron para no blasfemar en su
presencia.
Pablo se sentó sobre la cama y atrajo al otro por la cintura (como le había enseñado
Federico Quintero en la vecindad)
Lo abrazó a la altura del vientre y así se estuvo un rato, mirando la vela y pensando
en lo que iba a hacer.
Escuchaba el corazón de Hugo saltando a contrarritmo del suyo propio.

- ¡Parece que se te va a salir el corazón!


15

Acercaron sus caras antes de comenzar a desabrochar y desatar, a desabotonar y


quitar, pero no se atrevieron a besarse.
Cuando cayó la ropa que le cubría el torso, el frío fue lo primero que acarició el
pecho de Pablo.

(Y deja tu cuerpo Pablo. Déjalo ser un instrumento de algo mucho más grande)

Hugo y Pablo se tocaron


Y a lo lejos se escuchaba una música en una fiesta… otro tipo de música y otro tipo
de fiesta a lo lejos, perdida en recovecos de Bucareli.

VIII

Era 1913. Pablo Aguirre y Hugo Estrada deben haber sentido mucho miedo, pero
igual se tocaron.

Pero paso el tiempo, con la rapidez de siempre y el farol de gas en la calle vibraba.
Hugo escuchó un golpe y volvió en sí sobresaltado: ¡Nada!. Un escalofrío le recorrió
el cuerpo.
El asunto en la covacha había terminado. Se lo pasaron bien pero duró poco.
Tampoco lo hicieron con la intención de que durara mucho.
Eso sí, la vela que encendieron se había consumido y el ratón aquel de los ojos
amarillos estaba a punto de morir en la ratonera.
Los muchachos volvieron a sus mesas.

- Otro más – dijo Hugo, cuando escuchó las fauces de metal quebrando el
cuello de la rata

El niño trataba de disimular el nervio que seguía en su garganta después de lo que


acababa de suceder…

Pablo no dijo nada: volcado exclusivamente en su trabajo y sus pensamientos

- ¿Qué te pasa? – le preguntó Hugo

Después de un tiempo, quedó claro que el silencio que había caído sobre ellos no era
el de dos amigos o dos amantes; era un silencio oscuro que no permitía trabajar ni
pensar ni extender las piernas y relajarse.

- ¿Porqué eres así? – Preguntó Pablo finalmente, muy arrepentido de lo que


acababa de pasar
16

- Así ¿Cómo?

Pablo había vuelto como de un sueño profundo o de un gran viaje por adentro de su
cabeza.
Era como si el que fue al cuarto trasero y el que había tocado a Hugo buscando su
desnudez hubiese sido otro, un Pablo muy diferente que se resistía a seguir una vida
normal y ser como los otros.

- Así, maricón

- ¡No sé! – contestó Hugo tratando de responder con toda sinceridad.


Comenzaba a sentirse enojado también - ¿Y tu qué?

- No quiero hablar de eso ¿Si? – Fue lo único que dijo el nuevo Pablo, el que se
resistía a enfrentar cualquier cosa que recordara lo que sucedió.

El cuerpo del futuro general Aguirre estaba cansado, pero no era molesto. En cambio
su mente giraba sin tregua. Intentaba hacerse cargo de todos los miedos que el placer
del cuerpo de Hugo le habían dejado flotando.
Fue el arrepentimiento el que habló:

- ¿Tu no estás molesto? – dijo

- No sé, creo que no

Pablo estaba a punto de explotar:

- Entonces sí es cierto que eres maricón... como dicen todos los del taller: Don
Fernando y hasta Carlos, tu hermano

- No metas a mi hermano en esto ¿Si?

A pesar de que Pablo hubiese querido seguir lanzando recriminaciones, se calló.


Volvió a su trabajo un poco más relajado: El otro era el raro después de todo: el
enfermo, el extraño. Él sólo había caído en una tentación tan insignificante como
tocarse bajo las sábanas o robar un chocolate. Ya lo diría el sacerdote del domingo.
El padre irlandés de Pablo lo había acostumbrado a ir a misa cada domingo y antes de
hacer la comunión debía confesar hasta la falta más insignificante y ahora ¡Vaya que
tenía una grande!. Después de lo de Federico, no se había presentado con nada de ese
tamaño.
Sea como sea, el pequeño par de recriminaciones que había lanzado sobre Hugo, lo
hizo sentirse mucho mejor. Después de todo, había sido como un juego de niños,
17

nada serio. Hugo podía seguir siendo su amigo siempre y cuando no pusiese en
peligro su alma inmortal porque si no...

- ¿A qué hora viene tu hermano? – preguntó de nuevo, para hacer las paces

- A las doce, ¡Ya te dije! – respondió Hugo levantando la voz

- Y ¿A ti? ¿Qué te pasa?

Que su mejor amigo estuviese molesto no era algo que Pablo hubiese podido pensar.
Después de todo él, Hugo, era quien había actuado así: contra la naturaleza ¿O no?

- ¿Y si fuera maricón? ¿Qué? – preguntó - ¿Qué pasaría si yo fuera maricón?


¿Ibas a dejar de ser mi amigo y saludarme en la calle?

Pablo al principio no podía creer la frialdad con la que se estaba tratando un asunto
tan grave. Ser maricón era contravenir las reglas de Dios.

- ¡Es tu problema! – dijo Aguirre – Yo no quiero ser así... ¡No voy a ser así!

- Pues ¡Eres así!

Aguirre levantó los ojos burlándose; consideraba innecesario reiterar algo que era
por todos tan sabido

- ¡No soy para nada maricón! ¡Ni tantito!

- ¿Y Hace rato?

Esa pregunta lo ponía en apuros. No supo qué hacer ni qué decir.


Había preguntas ante las que era imposible mentirse y esas Hugo Estrada las conocía
bien; las hacía a menudo. Con su cara de niño bueno iba y preguntaba alguna cosa
que no se podía responder... pero no porque no hubiese una respuesta. Isabel era
igual.

- Shhhh – ¡Mejor sigue trabajando! Ya van a ser las doce y tu hermano va a


venir

La ciudad de México (todos los que viven aquí deben saberlo) tiene un olor muy
particular, incluso ahora con todo esto del tráfico y la contaminación. En aquellos
tiempos, se mezclaba el olor del excremento y el orín de los caballos con el de una
noche clara en la que había humedad y pisos mojados a causa de la lluvia.
Como muchas calles no habían sido pavimentadas, por todos lados había lodo y un
18

frío húmedo que les lamía las espaldas.


En el taller, se enfriaron las narices y los pies de los niños.
Los aprendices dibujaban sin hablar ni mirarse.
La luna iluminaba allá afuera la pequeña plaza en la que el reloj chino había dejado
de dar la hora en espera –quizás- de que volviera a echarse a andar el ritmo de
México.
Dieron las doce de la noche. Aunque Hugo y Pablo no tenían forma de saberlo.
Dieron las doce y entre los dos, volvió la confianza una vez que hubo pasado el
cansancio que en los cuerpos y en las mentes les dejó la batalla.

Entonces, una sombra saltó desde adentro de la covacha.


Los dos se quedaron de una pieza. El ruido de sus corazones era lo único que
escuchaban, las orejas rojas lo único que sentían.
Carlos, el hermano de Hugo, saltó fuera del cuarto donde todo acababa de suceder.

Estaba borracho.

- ¡Ehhhhh! ¿Porqué tan nerviosos?

- ¿Dónde estabas? – preguntó Pablo

- ¿Cómo entraste? ¿Tienes llave?

- ¡Qué humor! – se defendió el otro - ¡No es para tanto! En el techo de ese


cuarto hay un tragaluz y como está roto... ¡Pues por ahí me metí! ¿Cuál es el
problema?

Los amigos se relajaron. Pasó el momento en que tuvieron la impresión de que


Carlos había estado presente en el momento más íntimo de sus vidas.

- ¿Alguien puede decirme? – continuó el hermano, con lengua un poco torpe –


¿Qué le pasa a todo mundo? ¡Yo también he tenido que trabajar desde que
empezó este desmadre y cuando YO estaba en el taller, no tenía un hermano
que me trajera de cenar...

Aquí, Carlos hizo una pausa de sabor melodramático.

- ¡Ni un amigo!

Trepó en la mesa de dibujo del maestro y sacó de un morral de cuero una canasta con
tacos y un frasquito de vidrio con pulque.
Con aires filantrópicos, repartió los tacos
19

- Uno para ti, otro para ti y dos para mí...

Comía con el gusto que trae la borrachera.

- ¡Bueno! ¡Creo que un amigo si tenía!: ¡El Pata!

Dio al pulque un trago grande y lo corrió hacia los otros.

- Era buena gente El Pata ¡Lástima que sus papás se fueron a Estados Unidos!
Dizque porque nos van a invadir para que se vaya Huerta mucho a la chingada

- ¿Quiénes? – Preguntó Pablo antes de beber del pulque

- ¡Los gringos! – contestó Carlos como recitando algo que todos sabían

- ¿Se lo llevaron para allá porque nos van a invadir?

- ¿Qué se yo?

- ¡Pues que tonto!

- ¡Además, es mentira! – dijo Pablo

Carlos comía sin dejar de verlos:

- ¡Tu lo dices porque eres gringo!

- Mi papá es irlandés no gringo – se defendió Pablo - ¡Además, yo vivo aquí


desde los cinco años! – y dio una gran mordida al taco y luego un trago al
pulque porque se había enchilado

- Pero ¡Ni siquiera sabes comer chile! – acusó Hugo

- ¡Claro que si!

- ¡A ver! ¡A ver! ¡Niños! – interrumpió Carlos - ¡No peleen por tonterías! Les
tengo una buena noticia

Aprovechó la pausa para dar otra gran mordida al taco y enchilado (también) acabó
con el pulque de un solo trago antes de continuar

- Mi novia...
20

- ¿La puta? – se burlaron Hugo y Pablo al mismo tiempo

Con aires de desprecio Carlos contestó

- Voy a hacer como que no escuché este comentario idiota… ¿En qué estaba?
Ah si: Mi novia, la señorita Marga Miranda...

Hugo y Pablo habían vuelto a ser amigos. No faltaba más. Sólo un poco de buen
humor para ser cómplices y reírse de sí mismos.

- Marga Miranda nos invita a todos a nadar a la alberca Ester – Carlos se


detuvo aquí y miró a Pablo como un monarca sobre un sirviente irrespetuoso
- ¡Incluso a los enemigos extranjeros!

- ¿A la alberca Ester?

Los dos estaban emocionados

- ¡Así es! Mi novia es muy amiga de la señora Ester que acaba de traer a unos
bailarines argentinos. Dicen que hacen un baile como... lúbrico

- ¿Que es eso?

- ¿Qué se yo? El caso es que vamos a ir todos y para eso, la señorita Marga
Miranda, me ha dado tres tostones para que compremos todo lo que se
necesita para un día en grande

- ¿Tres tostones? ¡Guau!

- Por supuesto Tengo que guardar un poco para comprarle alguna cosa.. ¡Un
detalle! ¿Qué se yo? Algo bien

Se guardó dos tostones en una bolsita de cuero y le extendió la otra moneda a su


hermano junto con algún cambio de bronce que llevaba en el morral.

- Hugo ha sido nombrado por este comité, ministro del tesoro. Tu Pablo eres el
encargado de los platos, la sal y … El aguardiente, por supuesto

- ¿Aguardiente?

- ¡Señores! Estoy haciéndoles favor de invitarlos a pesar de su corta edad a una


excursión exclusiva para adultos. Tienen que comportarse a la altura
¿Entendido?
21

Y mirando a Pablo lo retó:

- ¡¿No me digas que nunca te has robado un poco del aguardiente de Don
Fernando!? ¡Todo mundo sabe que lo guarda atrás de la cómoda de los
retratos!

Los tres estaban contentos y convencidos. No había nada más que decir.

Y es que esa era precisamente la virtud de Carlos. Puede que fuese un poco tonto
(simple tal vez) puede que no tuviese el don de saber consolar o imponer o regañar,
pero las mujeres lo adoraban porque no importaba el grado ni la profundidad de la
tristeza de nadie; un rato junto a Carlos era capaz de poner contento al más amargo.

- De mi papá yo me arreglo ¿De acuerdo Hugo? Y tu, te esperamos a las siete el


domingo por la casa ¿Te parece? ... ¡Bien! Asunto arreglado...

Las últimas gotas del frasco de pulque terminaron por deslizarse perezosas en su
garganta. Cuando estuvo claro que no había más para beber, Carlos cubrió la canasta
de los tacos y bajó de la mesa que le había servido de estrado para su arenga

- ¡Ya es hora! ¡Vámonos Hugo! ¿Tu vienes Pablo?

- El se queda a dormir aquí

- ¡Pues cuidado con la Llorona – dijo Carlos burlón

Pablo dio por saldada la conversación con una seña que indicaba que la Llorona podía
pelársela.

Salieron riendo sin formalidad, Carlos sobre todo, se imaginaba a la Llorona


pelándosela a Pablo.
Afuera del taller todo parecía nuevo, como si la lluvia hubiese limpiado los
adoquines.

Los hermanos caminaban a gusto con la noche y consigo mismos hasta que después
de un rato, Hugo preguntó:

- ¿Tu crees de verdad que existe La Llorona?

- Por supuesto que si

Sonaban sus pasos y sus pies se mancharon de lodo cuando llegaron más allá de
22

Bucareli.

- ¿Será como el diablo?

- ¡Mucho peor!

- Entonces... ¿Tu crees que se lleva a los maricones?

Carlos se puso serio. Por primera vez en mucho tiempo se puso serio. Abrazó a su
hermano:

- No lo sé – le dijo – No lo sé.

En la covacha del taller, quedaba aún la sombra de sus cuerpos. Pablo no sabía qué
Pensar. En cuanto Hugo se fue, comenzó a extrañarlo un poco.
Tendió un jorongo sobre la cama que chillaba con varios resortes saltados.
Cerraba los ojos y veía los diseños que había trabajado toda la tarde: Soldados,
fusiles, uniformes, letras y el cuerpo blanco de Hugo, sus caderas, sus piernas, sus
pies.
Suspiró. Trataba de pensar en otra cosa.

Hugo también, cerraba los ojos en su recámara y miraba las facciones de Pablo
enredándose con el lápiz y el cincel y la tinta que los condujo.
Una araña se descolgó del techo poco antes de que Carlos apagara la luz.

- ¡Ay mis hijos! – bromeó Hugo

- ¡Ya cállate cabrón! – gritó Carlos- ¡Quiero dormir aunque sea tres horas!

Pablo, en la covacha, se dio la vuelta. Acomodó la almohada. Con dos dedos


húmedos consumió la vela y ahí, en la obscuridad, aparecieron destellos de colores:
los soldados federales de los bandos de Don Fernando comenzaron a tomar forma:
Eran Hugo.

El futuro general Aguirre cerro los ojos. Soñó con agua y recordó el refrán aquél que
había aprendido con Hugo. Soñó lluvia que caía del cielo y se filtraba sobre su cama.
Agua que desbordaba el taller y lo arrastraba lejos de Bucareli.

La lluvia era un manantial. Venía del arriba y del abajo, crecía y cuando terminó por
cubrirlo, se vio a sí mismo nadando en la alberca Ester… más allá de la mirada
indiscreta de Dios y del padre del domingo … No necesitaba ahí ni siquiera del aire
y era como volar y todo era posible. ¡Se sintió tan cómodo!.
23

IX

Tocarse por abajo del agua.


Tocarse en la alberca Ester.
Habían ido para nadar y conocer a unos bailarines argentinos que presentaban una
especie de baile erótico. Aquella danza, les dijo Margarita con voz baja, calentaba a
los hombres y a las mujeres pervertidas: Se llamaba Tango.

Así los imagino: a Pablo y a Hugo. Olvidándose del futuro, en la alberca Ester (muy
popular en aquellos años). La fama del balneario duró incluso hasta la década de los
cuarenta. El pequeño paseo con Hugo y con su hermano no está, por supuesto,
documentado en ningún archivo de la Revolución que hable de la vida del general
Aguirre. Sin embargo, me parece justo darle a este hombre atormentado el placer de
ser niño de nuevo. Después de todo, no nació siendo un héroe, no apareció de pronto
arengando soldados medio muertos en Celaya ni tampoco asesinando a Federico
Quintero en un flamante casino militar de la ciudad de México. El también, como
todos, los más sublimes y los más abyectos, fue niño y tuvo este placer que es como
volar. Surcar por abajo del agua, pararse de manos, saltar de una tabla. ¡Se siente tan
bien!. Porque ahí abajo, es posible olvidarse de todo: Los sonidos se vuelven
nostalgia, las imágenes se disuelven. El cuerpo semidesnudo se complace con una
caricia primitiva.

Al fondo de la alberca, la luz jugaba con las hojas secas que se fueron hasta el fondo
y allá lejos, en la parte más honda, se perdía el final de la piscina en una nube
borrosa.
Mirar al cielo desde abajo le divertía a Pablo Aguirre: la cara de Carlos se deformaba
con las pequeñas olas.

Hugo, por su parte, se había dado a la tarea de cruzar de lado a lado la piscina sin
respirar. Apareció de pronto, riendo sofocado a la mitad de la alberca.

- ¡Ahí estás! – gritó Pablo

- ¡Ahora sólo te falta atraparme pinche chango¡

Por aquellos años, la guerra tenía ya consternado a todo México. De acuerdo con
testimonios de la época había en la ciudad un clima de luto, una sombra que debe
haber contrastado especialmente con la algarabía de Hugo, Pablo, Carlos y Marga.

El hermano mayor de Hugo Estrada, había conocido a Margarita en un burdel de la


extinta clase media porfirista. En el estado en el que se encontraban los sentimientos
de la población capitalina no era necesario guardar las apariencias: es bien factible
imaginarlos besándose y bebiendo al borde de la alberca, contraviniendo las reglas
24

sociales de un México que se fue de pronto.


Sea como sea, dos besándose sin tapujos hubiesen llamado la atención incluso varias
décadas más tarde pero a Carlos y Marga no les importaba el que dirán y a sus
acompañantes ¡Mucho menos!.
Marga había consentido en sostener una relación con Carlos porque le daba seguridad
como mujer tener aún los encantos para seducir a un muchacho tan joven (además,
entre las fotos que he visto de los Estrada sobreviven varias de él y es indudable que
hubiese podido seducir a cualquier mujer en este y en otros tiempos).
En cuanto a Carlos, es seguro que Marga era la salida adecuada a una libido que se le
desbordaba.
Con su novia, el hijo mayor de Miguel Ángel Estrada, se daba los aires de gran
señor. Se sentía seguro de sí mismo, querido, escuchado y por si fuera poco,
fomentado en un alcoholismo incipiente que llegó a madurar con el tiempo.
Es claro, por lo que sucedió después, que era Margarita quien marcaba el rumbo de la
relación. Ella decidía por los dos y cuando el padre de Hugo, Pablo e Isabel no pudo
más, fue su dinero quien sostuvo a los hermanos, a los descendientes de los Duques
de Estrada del virreinato.

¡¿Quien lo hubiera dicho?! Fue al final una puta, una madrota la que evitó que se
perdiera el recuerdo de un apellido que se remonta a aquellos nobles de cara dura que
yacen en el centro, en la iglesia de Dolores. Esos viejos descendientes de Fernando y
otra Isabel de más renombre.

Pero no nos adelantemos, Carlos en la alberca Ester bebía buenas cantidades de


alcohol barato y se besaba con Margarita muy a gusto, sin pensar en sus blasones.

- ¿Y tu hermano? – preguntó ella

- ¡No sé! Debe estar con Pablo nadando por allá

Le dijo la mujer aproximándose:

- Oye ¿Nos echamos un caldito?

- ¿Bien calientito? – preguntó Carlos un poco borracho y excitado

- ¡Bien calientito!

Del otro lado de la alberca, Hugo y Carlos habían detenido el juego de cazarse.
Sentados a la orilla, balanceaban los pies y cruzaban las manos sobre sus pechos para
calmar el frío.

- ¿Qué le habrá visto tu hermano a la Marga?


25

- Mmm ¿Las nalgas?

- ¡Qué burro eres! ¡Si lo que menos tiene son nalgas! ¡A lo mejor las tetas sí,
porque la tiran de hocico! pero ¿Las nalgas?

Marga y Carlos detuvieron de pronto su propio juego. Lanzaban miradas a los niños y
comentaban algo. Carlos parecía preocupado. Marga lo consolaba.

- ¿Tu ya no estás enojado? – preguntó Pablo de este lado de la alberca

- ¿Y tu?– fue la respuesta indirecta de Hugo. Sus pies chapoteaban

- ¡No sé! ¡Es que está mal lo que hicimos! ¡me lo dijo el padre!

- ¿Se lo dijiste a un padre?

- Me hizo rezar cien padres nuestros y quinientas aves marías

- ¡Pues a ver si funciona!

- Prometí que nunca volveríamos a hacerlo

- Está bien – contestó Hugo resignado - ¡Nunca más volveremos a hacerlo!

- ¿Es una promesa? – preguntó Pablo temeroso

Hugo levantó la mano con solemnidad

- Prometido

Y los dos juraron y se rieron pero por supuesto, volvieron a hacerlo no una sino
muchas, muchas veces...

Pablo por aquél tiempo estaba a punto de tomar la decisión de seguir la carrera
militar. De acuerdo con los registros de la Academia de Tlalpan, su padrino fue
precisamente el papá de Federico Quintero: Manuel Antonio Quintero Salgado. Debe
haber sido gracias a él que Pablo Aguirre se cambió el apellido irlandés para hacerse
más mexicano.

Hugo se enteró de las intenciones de Pablo (las de entrar a la Academia) por aquellos
26

tiempos. En 1913, tenía quince y Pablo dieciséis años y aunque la edad regular de
aceptación era dieciocho, con motivo de la guerra se estaban enrolando candidatos
mucho más jóvenes.

Después de un año en la Academia militar, Pablo desertó del ejército federal y se unió
a la causa de Carranza (para seguir tal vez a Federico quien había hecho lo mismo
unos meses antes). Mas tarde Aguirre se unió al ejército de Obregón. Estos hechos,
sin embargo, pueden consultarse en cualquier estudio profundo del periodo y no nos
corresponde comentarlos aquí.
Me parece que Hugo habrá tomado la noticia de la vocación militar de Pablo con una
mezcla de temor y celos. Después de todo, era evidente que lo quería y es posible
que fuese lo suficientemente iluso como para pensar que la carrera de las armas podía
limitar sus encuentros amorosos.

Por lo pronto, aquél día en la alberca Ester, Pablo todavía piensa que será grabador...
pintor en el mejor de los casos. Su intención más seria consiste, sin embargo, en ser
puro y evitar la tentación de la carne. Hugo no quiere pensar en ello.

En el balneario aparecen los grillos. Algunos nadan cerca de Hugo y Pablo, quienes
por su lado se refrescan del calor que cayó toda la tarde. Los bichos bucean como
niños indiferentes al oleaje de los humanos.

A los amigos les cosquilleaba la piel con ese cansancio que deja el sol en exceso. En
los cachetes de Pablo aparecieron dos enormes manchas rojas. Lo arrullaba el ligero
espasmo de los músculos relajándose después de haber nadado tanto.
También Carlos y Marga estaban un poco cansados. Habían sudado mucho con todos
aquellos embates.
A las seis se acabó el aguardiente que Pablo robó a Don Fernando. Marga sacó un
billete del monedero que le regaló su novio Carlos y enviaron al hermano y al amigo
por un poco más de aguardiente.

Un español les había tomado el dinero con desconfianza. Ellos, sin darse por
enterados, compraron con el cambio un montón de acitrones y decidieron que no
tenían porque entregar cuentas.
De todas formas, Margarita y Carlos tampoco se las pidieron.
El que estaba desesperado era el hermano mayor.

- ¡Como se tardan manito! Ya hasta me está entrando la cruda – les dijo

Hugo y Marga se sonrieron cómplices.


Los dos muchachos también le dieron un par de tragos a la botella. Pablo, con la
fama que tenía de gringo por ser hijo de un irlandés rubio como el que más, ponía
todos sus empeños en hacerse el puro mexicano de los que mientan madres y beben
27

sorbos grandes de aguardiente sin tapujos.


Eran las seis y media y comenzó a hacer un frió ligero que les lamía los pechos.
Estaba a punto de comenzar el gran show de la tarde.

Desde 1907 u 8, Doña Ester regenteaba la alberca como si fuese un centro de


espectáculos. Cerca de las siete, alrededor de un estrado de madera, mandaba
colocar mesas y sillas. Se vendía licor y en general se escuchaban cuplés un poco
picantes (el pianista era un tal “maestro Garrido”).
Aquél día era especial porque la dueña de la alberca decidió presentar en México a un
par de bailarines de tango. Según las malas lenguas, el baile invitaba a los excesos y
en tiempos de crisis, eso era precisamente lo que Ester necesitaba del respetable.
Los bailarines aguardaban a que doña Ester los presentase, atrás de una cortina vieja.
Un pianista y un acordeón esperaban abajo del estrado, el inicio de la fiesta.
Cuando Ester dio la señal hubo aplausos desapasionados.
Aparecieron los bailarines.
Se miraron primero como si se odiaran precisamente por quererse tanto y se tomaron
de las manos y la cintura. Entonces comenzó la música y comenzó la historia de dos
amantes ingratos:

Sobre el sonido del bandoleón se enredaban sus cuerpos. Miraban allá, a lo lejos
como si no se dignasen a posar sus ojos en la cara del otro.
Se retorcían, se celaban, se tocaban, se acariciaban.
Estaban a punto de besarse pero no... El calor no terminaba de manifestarse nunca.
Era como un coqueteo eterno que impedía que el fuego los consumiera. Besarse era
demasiado poco. Sus cuerpos querían algo más riguroso: mucho más.
Las luces quedaron opacadas. La noche bailaba con ellos: se amenazaban, se
dejaban, se reconciliaban, se traicionaban, se amaban.
Hugo se quedó extasiado, serio. Dejó de mover los pies bajo la silla. Sus ojos
abandonaron los ojos de Pablo:
Ese baile... era la entrega de dos cuerpos sin discursos idiotas. Era agridulce como la
humedad del sexo, de la sangre, de la luna.
Era cierto lo que dijeron ¡Era bien cierto!. Este era el baile de la lujuria. Se les
enredaba en las piernas, en los ojos. ¡Era tan claro! Y era como ver una
representación de la vida misma.
Por supuesto: ¡Hugo entendió muchas cosas!: En aquél momento fue fácil
comprender, por decir algo, que su juego en la covacha era parte de algo más grande
y más universal. Ahí estaban para ejemplo estos dos: moviendo las manos y las
piernas y ese acto les daba la certeza de sentirse vivos.
Era tan claro como el río de calor que lo abordaba ahora y le subía por las manos y
las piernas. Era como el río de hormigas que lo había conquistado desde la tierra y se
le había metido como Pablo en el vientre, en la cara, en las manos y los ojos...

- Se siente calientito – le había dicho (y era cierto)


28

Con este baile, Hugo se hizo consciente de lo que pasó: Supo lo que sentía Carlos por
Margarita, lo que sintió su madre por el hombre con el que se fue.
Era el amor en serio, el amor real, presente y concreto en otro cuerpo. No había en
este baile ningún romanticismo de idiotas.
Atrás se quedó la infancia y en el silencio que siguió al último golpe del bandoleón,
Hugo entendió también el significado del ruido de los grillos y se sorprendió a si
mismo descubriendo que todo, absolutamente todo estaba infestado de vida y estar
vivo y sentir estas hormiga ascendiendo ¡Era lo único que importaba!

Entre la gente de la alberca Ester, el tango produjo más escándalo que gusto. Cuando
Hugo volvió en sí, se dio cuenta que Marga le estaba sonriendo. Le cerró un ojo. A
ella también le había gustado el bailecito.
Pablo también se quedó mudo. Recordaba cierta tarde y un calor aprisionándole el
estómago y un cielo azul.
Estaba en el jardín de Hugo, bajo un árbol, junto a una pequeña laguna que dejó la
lluvia. Ahí, los insectos comían y eran comidos, por abajo del agua.

Hugo dijo:

- Pablo

- ¿Mh?

- ¿De verdad te hubiera gustado que fuera mujer?

Y el otro giró la cabeza para mirarlo de frente, sonriendo

- ¡Claro que si!

2. Tierra Infértil

En la cantina indiscreta resuena la risa del general. Es una risa amarga, desconsolada.
Aguirre da un trago grande al caballito de tequila. Escupe.

- ¿De qué se ríe mi General? – Pregunta Rangel

- ¿Sabes lo que más extraño de Hugo, Ramiro?

- ¿Qué?
29

- ¡Sus ojos!

- ¿Sus ojos?

- ¡Yo miraba a través de sus ojos!

El general hace una pausa de sabor a ajenjo. Ramiro no sabe qué decir, le gusta
escuchar intimidades es cierto, pero las interpretaciones metafísicas siempre se le
escapan.
Se rasca la nuca.

- ¡Yo miraba a través de sus ojos!

Y aquella tarde en la casa de los Estrada, los amigos vieron muchas cosas tendidos
sobre la hierba: Vieron a Isabel, la hermana de Hugo que se largo (o la raptaron tal
vez o se la llevó la leva) para unirse a la Revolución. Vieron una fiesta de pintores en
San Carlos y más tarde una estación de ferrocarril improvisada en el casco de una
hacienda que se vino abajo con el golpe del fusil y los machetes de la División del
Norte.

- ¡Han pasado siete años! – dijo Isabel caminando del brazo de Pablo Aguirre en el
anden de esta estación improvisada

Estamos en 1921. Faltan todavía algunos meses para que Pablo se vuelva el general
Aguirre. Faltan todavía unos meses para que asesine a Federico Quintero.

Ahora, Pablo Aguirre es teniente nada más, pero tiene tiempo ya demostrando su
lealtad y su celo al caudillo Alvaro Obregón.
En este momento tiene siete años de no caminar por la ciudad de México.
Parece que ha olvidado el taller y la alberca Ester y camina del brazo de una
imponente mujer de veintiún años; aquella con la que aparece retratado en el artículo
periodístico: Isabel.

- ¡Las cosas nos van a ir mucho mejor en la capital! – aseguró Pablo

- Eso no te lo creo

Se abrazan.
A su lado cruzan y suben a un tren maltrecho, toda clase de hombres heridos.
Este tren es uno de los últimos contingentes del ejército de Obregón.
Se trata de un pequeño grupo de retaguardia hecho de civiles leales a la causa,
mujeres, niños y soldados enfermos o heridos. El grueso de la milicia ganadora hace
tiempo que sentó sus reales en la capital.
30

Algunas de las mujeres que acompañaron a los obregonistas por todos los kilómetros
de polvo y tierra, acomodan a sus heridos o sus niños en compartimentos tan
magullados como ellos mismos.

Isabel quiso viajar al centro en este tren por dos razones: porque estaba queriendo
retrasar hasta el final su viaje a la ciudad de México y porque sabía que era el último
que haría con las amigas que conoció en la guerra: Socorro y Doloritas.

Aunque Pablo no estaba de acuerdo en que su mujer se juntara con esta ralea del
ejército, no tenía tampoco sobre ella ninguna autoridad. Le soltó la mano después de
un beso con sabor a despedida antes de que apareciera Federico Quintero.

- Y en ese tren – eructó Aguirre algunos meses más tarde, en el casino militar – en
ese tren venías tu cabrón.

Rangel bajó la mirada.

… Hay una estación de ferrocarril improvisada en el casco de una hacienda que se


vino abajo; un montón de mujeres y hombres heridos que abordan un tren viejo; un
teniente que se apellida Aguirre y que entró a la guerra porque necesitaba un pretexto
para hacerse dueño de México. Hay una revolución que se levantó contra todo y
contra todos: contra el tata Dios y el tata Díaz que viejo, se fue a París a morir un
sueño de valses y generales de Viena.

- Y la guerra– escupió Aguirre que quería morir de borracho – La gran puta, nos
regaló siete años y la última tarde con un beso que nos dimos junto al tren y nos
bañamos ahí de humo blanco y olor a fierros

Suena un silbato. Sale un tren chirriando de la estación. Pablo se da la vuelta porque


no tiene ganas de verla partir.

Para 1921 Aguirre se había vuelto ya teniente capitán y se preciaba con razón de ser
el más joven del círculo íntimo del nuevo presidente: Álvaro Obregón.

Luego de la precipitada huida de Carranza, los obregonistas se apoderaron del país


sin mucha dificultad. Y es que su jefe, Obregón, era el único con los tamaños y las
expectativas para dirigir a México. Nunca perdió una batalla, ni siquiera consigo
mismo. Para que dejara el poder iban a tener que matarlo.

Mientras en la ciudad, el nuevo jerarca tomaba las riendas de los asuntos de gobierno,
sus ejércitos se aglutinaban en diversos puntos estratégicos, especialmente al centro,
en Cuernavaca y la ciudad de México.
31

En uno de estos trenes con rumbo de la ciudad vine Isabel.

Pablo le asignó a su amante un guardaespaldas: Donato.


Sabemos, por una somera descripción que hace el general en una de sus cartas, que su
chofer y pistolero personal era un fornido guerrerense. Tenía sangre negra y se metió
a la revolución para escapar de la cárcel porque cuando era joven mató a un mozo de
cuerda en un asunto de mujeres. Una enorme cicatriz le atravesaba la cara.
Sea como sea y a pesar de su imagen, Donato era un hombre más bien relajado y
apacible. Desde que el tren abandonó la estación, se entretuvo forjando y fumando
carrujos de un tabaco oloroso y corriente en los pasillos del tren que los trajo a
México. Con nostalgia lanzaba anillos de humo fuera de la ventana… el viento se los
llevaba: uno, dos, tres...

- Estoy harta de estar aquí encerrada – Dijo Isabel descorriendo la puerta del
compartimiento que le asignó Aguirre

- ¿Necesita agua o alguna cosa señorita?

- Voy a ver a Dolores

- Mi capitán Aguirre me pidió…

- ¿Estoy prisionera? – interrumpió la mujer, coqueteando

- No ¡Por supuesto que no!

- Entonces… déjame pasar – sonrió

Donato tuvo algunos trabajos siguiéndola a través del tren de fierros viejos, heridos
quejumbrosos y niños llorones.
Cuando llegaron por fin a los compartimentos de segunda, Dolores los recibió con
una hermosa sonrisa regordeta de dientes grandes y blancos.
Donato levantó los hombros, se quedó afuera del cubículo y se dispuso a seguir
practicando las artes de hacer anillos de humo con sus cigarros baratos.

- ¿Se siente bien Doloritas? – preguntó Isabel acomodándose en el único lugar


disponible en el compartimiento.

- ¡Ay hija! ¡Tengo un calor! – respondió la mujer embarazada.

Isabel y Dolores se hicieron amigas desde el momento en que se conocieron, al inicio


de sus aventuras en un tren muy parecido a éste.
32

Entre las dos habían dedicado aquél tiempo a atender a las parturientas.

Cuando a Dolores le tocaba el turno de parir (cosa que sucedía muy a menudo) era
Isabel quien le aplicaba fomentos y cortaba el cordón umbilical.

En aquél tren y en aquél compartimiento, viajaban con su madre, dos de los nueve
niños que tuvo Dolores en siete años: Salud y Carmen; los dos estaban bien
orgullosos de haber llegado al mundo en las manos de Isabel.

Apretujada como todos, sufría también de los vaivenes ferroviarios Socorro, mujer
alta y de mala cara que tuvo sólo un hijo: Daniel.
El parto se le había complicado y ella se quedó sin tener posibilidades de
embarazarse nunca más. (Socorro, por cierto era la mujer de Ramiro Rangel).
A Daniel los otros muchachos de la guerra le habían puesto un apodo. Le llamaban
El Tusa, por que era huraño como una tusa.

Daniel tenía una pequeña perversión: le gustaba seguir desde hacía tiempo los pasos
de Isabel, la miraba bañarse… estaba pendiente de sus movimientos y sus amoríos
con el capitán Aguirre (quería Saber, Conocer).

Cuando Isabel descorrió la puerta del compartimiento, Daniel reconoció su olor y se


puso rojo. Para protegerse de su propia pena, se acurrucó en las faldas de su madre.

Así viajó mucho tiempo el Tusa: haciéndose el dormido, con los ojos medio cerrados,
escrutando las facciones de la amante del capitán.
No se piense sin embargo, que el de Daniel era un interés platónico. Un niño que ha
visto morir a su padre con los intestinos reventados y a su madre gimiendo enredada
con otro hombre (Rangel) tiene por fuerza con el mundo una relación poco
romántica. Más… honesta, digamos.

En 1921, a los doce años, Daniel sabía lo que tiene que saberse y deseaba sentirlo con
toda la naturalidad de una fruta que ha comenzado a madurar… Igual se puso rojo
cuando Isabel le hizo un guiño y ella.. lo había hecho sin malicia; simplemente
porque lo consideraba en muchos sentidos un familiar.

De un salto Carmen, la hija de Dolores se trepó en el regazo de la mujer de Aguirre.

- Niña ¡Bájese de ‘aí! – le gritó su madre

- ¡Déjela hombre!… si no pesa casi nada

Daniel, tras los mechones de su pelo maltratado sonreía.


33

- ¿Ahora que estemos en México… vas a venir a visitarnos?

- ¡Claro Doloritas!

- ¡Mmmmm! ¡Yo creo que no! – dijo Socorro

- ¿Porqué no? – Preguntó Isabel sorprendida con tanta sinceridad

- Porque el coronel Aguirre se ha vuelto muy importante

Daniel despertó:

- Es teniente mamá, teniente capitán

- ¡Pues eso! ¡Seguro que lueguito en cuanto lleguen a la capital, van a olvidarse
de sus amigos los pobres!

Isabel no dijo nada. No le gustaba discutir esa clase de cosas: la ventana se embarraba
afuera, del campo infértil que dejó la guerra.

Aunque en todo el país se sabía del triunfo de Obregón, había aún esporádicos
ataques sobre sus guardias. Una carga de dinamita estalló metros antes de que el tren
le pasara encima.

Afortunadamente el ferrocarrilero había aprendido las tretas de los guerrilleros


emboscados. Algún instinto lo hizo bajar la velocidad en la curva marcada, así que
tuvo tiempo de enfrenar justo a tiempo para que la dinamita no le explotase en las
narices.

No hubo nada que lamentar: gemidos si, gritos tal vez y una mancha de orina en el
pantalón de un raso que estuvo a punto de morir por cobarde.

Se rompió la nostalgia de Isabel hay que decir y ella se abrazó bien fuerte de Carmen
para que la niña no se rompiera las narices con el suelo.
En el compartimiento explotó, también, una maleta grande y suave que bañó a todos
con enaguas de colores.

- ¡Ay Dios!

- ¿Esta guerra no va a acabarse nunca? – gritó Socorro que intentaba en vano


reencontrar el punto de su tejido bajo el peso de la ropa interior de su comadre
Doloritas.
34

Daniel sonrió. Isabel también. Un instante, dos y de repente soltaron todos, la


carcajada hasta que Carmen interrumpió sus risas medio histéricas y preguntó
sorprendida:

- ¿Van a matarnos Isabel?

II

Afuera, en el campo, la sombra del tren se recortaba contra el suelo con las últimas
gotas de la tarde. Bajaron los obregonistas gritando, buscando, dándose órdenes los
unos a los otros, gimiendo y saltando como gorilas.

- ¡Abajo! ¡Todo mundo para abajo!

Donato abrió la puerta del vagón y ayudó a bajar a Isabel y a sus amigas. La Dolores,
cuando el guerrerense le tendió la mano, no pudo evitar una mirada coqueta y el
hombre respondió también con el presagio de un último amorío revolucionario (y otro
niño, faltaba más).

- ¡No hay nadie mi cabo! – confirmó el puño de soldados de botas percudidas


que salió primero para enfrentar una posible emboscada

Se habían ido: los últimos guerrilleros fieles a Carranza dejaron un montón de fusiles
herrumbrosos y una vía rota con la única intención de hacer más penosa la procesión
del ejército ganador.

Gutiérrez, un capitán veracruzano, se adelantó con uno de los pocos caballos que
traían para buscar refuerzos.
Ramiro Rangel tomó entonces el mando sin que nadie se lo pidiera y ordenó que
todos se juntaran cerca de la máquina. Con ganas de aprovechar la ocasión para
mostrarse heroico lanzó una arenga poco inspiradora.

- A ver – dijo – Ya mandamos a Gutiérrez por refuerzos, pero nosotros no


vamos a quedarnos aquí a esperar que estos cabrones regresen y nos partan la
madre ¡Vamos a caminar hasta Buenavista!

- ¡Está muy lejos Rangel! – gritó un raso – y traemos heridos y chamacos

- ¡Son sólo diez kilómetros!

- ¡No mi cabo! Son mucho más de diez kilómetros – dijo otro - Yo conozco
por acá… estamos cerca de Tipula y para Buenavista todavía le falta
35

Inspirado por Quintero, por Aguirre, por el mismo Obregón, Rangel quería demostrar
su liderazgo. No había tenido tiempo durante la guerra pero en ese momento se sintió
bragado y quiso dirigir aunque sea por una tarde aquella procesión de niños, soldados
heridos y mujeres con ganas ya de un catre y un cuarto decente para vivir y descansar.

- Vamos a quedar claros en algo – dijo Rangel – Si digo que son diez
kilómetros son diez kilómetros ¿Entendido?

Daniel miraba a Ramiro consternado. Era el amante de su madre y por supuesto, este
hecho, no le causaba ninguna gracia. Después de una batalla que auténticamente pasó
sin pena ni gloria, el papá del Tusa había llegado herido al campamento. Aunque no
era nada especialmente grave (al principio) el rasguño de bala se le infectó por dentro
y en poco tiempo le había reventado los intestinos.
A Socorro esa muerte le dolió casi tanto como al niño que veía en su padre a un héroe
de proporciones míticas. De cualquier forma, la soledad es fuerte y ella, en poco
tiempo tenía ya, atrás de sus caderas, babeando al cabo Rangel que ahora se
empeñaba en ganar no sólo el título de amante, también el de padre del Tusa y líder
nato frente al pequeño contingente del último ejército de Álvaro Obregón.

- Antes de que se venga la noche vamos a entrar todos juntos con un poco de
dignidad a esa pinche ciudad y al primer cabrón carrancista que se queje, aquí
mismo lo mando fusilar

Y lo logró: Se pusieron en marcha: heridos, hombres mujeres, niños y enfermeros


improvisados. Uno que otro en camilla, arrastrado por los más fuertes. La última
procesión de la guerra parecía más el linaje de Caín que un contingente del glorioso
ganador de la república mexicana.
Caminaron muchas horas hasta que llegaron al punto en que no tenía caso volver sino
seguir adelante, pero era obvio que todavía faltaba mucho para ver las luces de
México.
Ya para entonces Rangel había comprendido que por desobedecer las ordenes del
capitán Gutiérrez, corría el riesgo de enfrentar una corte marcial. Aunque le dolía el
estómago pensando en esto, se consoló diciéndose que era el protegido de Federico
Quintero y que él no iba a dejar que algún chismoso le jugara una mala pasada.
Así, Rangel caminó al frente de todos, levantando la cara con el garbo de sus
aspiraciones.
Marchaba como si fuese el líder de una tribu de nómadas que vaga por una desierto
infértil y sin rumbo fijo.

III

Hora tras hora, los rieles siguen ahí, kilómetro tras kilómetro. Como que se burlan de
ellos haciéndolos pensar que aunque llegó la tarde y caminaron tanto, no han
36

avanzado casi nada.

En un momento de cansancio y ternura, El Tusa toma la mano de Isabel.


Ella sonríe y siguen así, con las manos enredadas como dos novios tímidos que no se
atreven a mirarse ni siquiera.

Más tarde, los zapatos de Daniel, como los de muchos otros, terminaron por
romperse. El niño tuvo que continuar descalzo.
No había para cuando parar. Ahí estaba: el mismo campo, la misma montaña, los
mismos durmientes y el ruido constante, casi sordo, de los pies sobre la tierra en
contrapunto con un quejido de Dolores a punto de parir.
No había en aquél grupo ni formación ni disciplina; nada que recordara que fue un
ejército: Las soldaderas y sus hombres se pusieron los jorongos porque el frió
comenzó a bajar de la cima de la montaña. Desapareció el ejército: todos eran ya
hombres y mujeres comunes o niños y niñas y nada más.

- ¿¡No van a cansarse nunca!? – se preguntó Socorro exhausta, caminando al


lado de Rangel

Su hijo, había perdido el aliento por completo. Los pies comenzaron a sangrarle y
cojeaba. A cada minuto se le hacía un poco más difícil seguir el paso de la procesión.

A Isabel, por su parte, nunca le gustó mucho caminar. Lo hizo por supuesto, porque
no tenía de otra y había sacado fuerzas de quién sabe dónde para cargar a Salud, el
hijo de la Dolores mientras Donato se las ingeniaba para seguir tras ella, bien erguido,
sin una gota de sudor en la frente, con la niña Carmen dormida también entre sus
brazos.
Hubiese sido inútil que el pequeño destacamento intentara cargar todas las maletas.
Aunque Rangel prometió que en cuanto llegaran a Buenavista mandaría por las cosas
de todos, ya para estas, era evidente que sus trapos y enseres de cocina habían pasado
a formar parte de las cosas que se perdieron en la Revolución.

De vez en cuando el grupo se topaba con algún jornalero flaco o unos campesinos.
Les dieron agua y algo de comer. Los miraban incrédulos y se preguntaban ¿Quiénes
serán estos? Porque no tenían cara de pertenecer a ningún ejército.

Un hombre comenzó a cantar aquella canción del gato y la ventana. El paso


monótono del contingente no se aligeraba, se iba haciendo pesado, con todo y aquella
voz.

Así regresó Isabel a México después de siete años: caminando con la familia que se
hizo después de dejar la suya propia. Estaban ya muy cerca de la ciudad, pero ella no
había podido todavía reconocer nada: ni los árboles, ni la montaña; ni siquiera el
37

campo mismo que quedó exhausto, como todos, luego del paso de tantos hombres y
mujeres en pie de guerra.
Con todo y el cansancio, ella pensaba que era hermoso sentirse así, parte de algo más
grande, más poderoso que uno mismo y se puso a cantar también una canción.

IV

- Me dijiste que fue un gato el que entró por tu ventana…

A pesar del cansancio, Isabel se siente feliz. Es delicioso el aire que desciende de la
montaña. Es hermoso estar vivo aquí y para ella, qué mejor que caminar con este niño
entre sus brazos. Nada más por eso, relajada entre el cansancio y el aroma de la tarde
se sintió de pronto tan contenta que no tuvo tiempo ni siquiera de pararse para hacer
conciente su felicidad.

Más adelante, dejó de cantar y recordó una fiesta de máscaras en la Academia de San
Carlos. ¡Había pasado tanto tiempo! ¡Cómo le hubiera gustado bailar ahí con Pablo!
con Pablo Aguirre: besarlo, acariciar sus manos delante de todos.

- Algo tiene que pasar – pensó Isabel, porque sintió un frío muy especial que le
acariciaba la espalda - ésta es para mí, la última noche que me dio la
Revolución

Y si: Aquel siete de abril de 1921, muchas cosas pasaron. Muchas cosas que
encadenadas llevaron a Pablo Aguirre a la cantina indiscreta donde se confiesa con
Rangel al ritmo de su borrachera.

Durante la procesión rumbo a México, un soldado que se llamaba Simón, se puso a


beber tequila desde las cinco de la tarde. No es que fuese un mal hombre, pero el
aguardiente lo hacía sentirse muy macho, dueño de la verdad y de todas las mujeres.
Primero vino el estupor, cuando se detuvieron un rato para comer alguna cosa y luego
para despertar, se metió un trago grande de alcohol y mas tarde, un cigarro de
marihuana.

Para cuando se hizo de noche, Simón ya estaba viendo cosas y gritaba por todos
lados. Nadie dijo nada, a nadie le importaban sus gritos ni sus miedos. Estaban
acostumbrados: era Simón el mariguano, solamente. Pero el hombre se aproximaba a
Isabel, primero un poco y luego más.

- Hola chula – le dijo

- ¿Qué siente Doloritas? – preguntó Isabel a su amiga, para ignorar a Simón.


38

Aquél monumento de carne (monumento a la fertilidad) marchaba descompuesto:


empapado de sudor.

- Ay m’ija nada más estoy un poco cansada…

- No nos vaya a nacer de siete meses…

- Se me hace que me salieron mal las cuentas

Isabel soltó la carcajada.

Salud en sus brazos repelaba. Estuvo a punto de despertar con el ruido de las risas de
su madre.

- Sh sh sh sh sh – hizo Isabel para calmarlo y acarició su pelo y se llenó los


pulmones con el olor que exhalaba su cuerpo de niño

Salud volvió a dormirse chupando un dedo.

Mientras tanto, Simón había comenzado a obsesionarse. Seguía a Isabel de cerca,


entre delirios y escupitajos, hablaba consigo mismo y se daba ánimos para acercarse
un poco más.

- En un ratito te ayudo con el niño – resopló Dolores

- ¡No se preocupe!

(Entonces, adentro de Dolores algo sucede. Es una conciencia que se enciende, una
conciencia a la que le falta el aire)

- ¿Qué pasa mi chula? – eructa Simón y trata de acariciar al niño en los brazos
de la mujer de Aguirre

- ¡Dios! – exhala Dolores en un murmullo ligero

(... Y cae toda la furia sobre su cuerpo adentro. El niño por nacer siente primero que
se asfixia y luego, el miedo más profundo jamás)

- No te nos acerques – amenaza Isabel cuando Simón trata de acariciar a Salud


entre sus brazos.

- Uuuuuh – Se burla el otro – ¿La Chula ya tiene a su Juan?


39

- ¡Dios! – Grita Dolores

(El miedo más profundo jamás… Despiertas en una tumba y te sientes encerrado y
luego te expulsan, te oprimen, te falta espacio y el corazón se te acelera. Se enciende
en tu cabeza el instinto de la muerte y necesitas salir: ¡Escapar!)

- ¡La señorita ya tiene a su Juan hijo de la chingada! – Se interpone Donato


entre Simón e Isabel – Se llama Pablo Aguirre y es mi jefe cabrón

- ¡Isabel! – grita Dolores

Es un grito que viene de adentro. La Dolores se queda ahí, petrificada, con las piernas
abiertas. Agua y sangre le corren por abajo.
Algo parecido a una pequeña serpiente repta por su estómago: Es el niño que va a
nacer.

(Sientes el deseo de algo que no has sabido nunca. Algo que necesitas para calmar el
miedo. No sabes qué es ni cómo se toma)

El soldado flaco, sale corriendo. Es como un perro que deja el hueso y sale aullando
cuando escucha el nombre del capitán Aguirre.

La procesión se detiene. Todos están hartos, Rangel ordena que se monte un


campamento. Nadie lo escucha porque ya todos lo están haciendo.

Simón jura para sus adentros que va a vengarse (pero no lo hará).


Se encienden las fogatas, los hombres y mujeres, las enfermeras, los amantes, los
niños… todos extienden aquí y allá petates y jorongos para dormir. Algunas muelen
maíz y preparan tortillas y los hombres rasgan una guitarra y sacan del morral un
pomo de tequila.
A nadie le importan los gritos de Dolores por que no es sólo la más fértil; es también
la más escandalosa y eso se sabe entre la tropa desde hace mucho tiempo.

- Respire fuerte Doloritas

- ¡No lo vuelvo a hacer Virgen Santa, te lo juro: No lo vuelvo a hacer!

Salud y Carmen se ocultan en los brazos de Donato.

Isabel corta con los dientes el cordón del recién nacido. Le da un pequeño golpe en el
trasero. El niño despierta entonces

(… Aire, es algo que aligera tus angustias y te abre la garganta. Dios te sopla en la
40

nariz y en la boca el aire de las montañas que rodean al valle de México)

Mientras Dolores se daba (ella solita) a la tarea de repoblar todo el país después de
una guerra que le costó once millones de muertos, el pequeño contingente
obregonista había terminado de levantar el campamento en el que pasarían la noche.
Una vez que callaron los gritos de la parturienta, aparecieron la modorra y el sueño y
los sonidos de la noche: insectos llamándose para copular y las notas azules de una
guitarra. Se escucha también, por allá el ruido de una pareja que gime haciendo el
amor y un par de mujeres que platican.

- Primero me ayudaste a curarme de Jesusito – dice Dolores

Y está completamente recuperada porque parir, por alguna razón extraña, la llena de
vida

- Luego Salud…

- Y Carmen – recordó Isabel

- Y a este ¿Cómo vamos a ponerle?

- Usted dígame ¿Cómo se llamaba su papá?

Dolores rió de buena gana. Sacó de su morral una bolsita de uvas para compartir con
Isabel.

- ¡Ay no! El nombre de ese hijo de la chingada no, por favor

Isabel soltó también la carcajada. Se comió las uvas que le había tendido la Doloritas
y escupió las semillas sobre la tierra seca, junto al fuego que les daba calor.

- ¿Y el tuyo? – preguntó Dolores – De tu papá nunca me platicaste

Aunque las amigas conocen de sus vidas los detalles más íntimos, a Isabel nunca le
ha gustado hablar de su familia

- Creo que también era medio hijo de la chingada – dijo sonriente pero dando
por terminada la conversación.

- Pues como no le pongamos a mi niño “hijo de la chingada”


41

Y sonaron de nuevo las risas grandilocuentes de Dolores sobre el campamento.

Isabel suspirando, se recuesta junto a ella. Mira a su niño recién nacido exhausto
con los labios pegados al seno de su madre..

El cuerpo de Dolores, lleno de curvas y grasa, le daba a Isabel más calor todavía
que la fogata: le daba seguridad. Sonrió y cerró los ojos

Escupió una última semilla latosa que se le había escondido tras la lengua. Abrió
de nuevo los ojos y dijo:

- Póngale Pablo Doloritas

- Ta güeno – dijo la otra a punto de caer rendida. Y luego, ya desde el otro lado
del sueño comentó resoplando – ¡A ver si me sale así de cabrón!

- Uhhh ¡Que cabrón va a ser! – suspiró Isabel

- Cuéntame – despertó Dolores, con ganas todavía de tener una conversación


llena de confidencias - ¿A poco te lo trais cortito?

VI

Después de haber dormido toda la tarde en brazos de Isabel, Salud ahora no tenía
ganas de dormir. A media noche, despertó a la muchacha para que jugara con él.

- ¡Isabel!

En un rato, la otra le preparó un té y contaron cuentos. Enumeraron estrellas, una por


una, para matar el tiempo y jugaron a los maderos de San Juan.

Junto a la fogata dormían Socorro abrazada de Rangel y su hijo, el Tusa. Dolores


también, con su recién nacido pegado a la teta y su niña Carmen, acurrucada como un
gato cerca de los pies. Donato en otra parte roncaba con un aire de serenidad que
ponía los pelos de punta a los más nerviosos.

- A los maderos de San Juan… Piden pan y no les dan… piden queso y les
dan…

- ¡Un hueso! – gritó Salud

- ¿Y ahora? – Preguntó Isabel al niño desvelado después de cosquillearlo


42

Pero Salud parecía incapaz de cansarse

- ¡Otra vez! La última

- ¿En qué quedamos?

- En que esa era la última – dijo el otro entre pucheros

- Ándele, a dormir – y le dio una nalgada con ternura

Salud le devolvió una sonrisa de dientes grandes y blancos como los de su madre.

- Pero ¿Antes de dormir que se hace? – preguntó Isabel

- Ahhh pues hay que hacer pipi

- ¡Exacto! Porque con todo el té que te tomaste...

Tras una roca Salud toma distancia. Orgulloso orina intentando llegar muy lejos

- ¡Mira Isabel! Llega a más de quinientos metros

Y luego:

- Y ¿Tu?

Y por alguna razón, a Isabel aquella pregunta le dio unas enormes ganas de orinar.

- Pues también voy... yo también me tome litros de té

- ¡Exacto! – Dijo el niño

Isabel se levanta, le da un beso al hijo de Dolores y apurada atraviesa el campamento.

Los más borrachos todavía pasan aquellas horas, dando tragos a una botella de peltre
y fuman tabaco y marihuana.

En un momento, Isabel dejó atrás la luz de las fogatas y se metió en la noche.

Hacía frío y la luna no iluminaba gran cosa. Era nada más un cuerno pequeño, oculto
detrás de los árboles de la montaña.
43

(Este es el último día de tu guerra Isabel. Lo sabes y te sientes nostálgica. ¿Quién lo


dijera? Si eres sincera contigo misma nunca en toda tu vida fuiste tan feliz)

- En la guerra – le había dicho Silvette – todo es posible

Y sí, tuvo razón.

De pronto, la amante de Aguirre se siente como un niño travieso que deja la casa de
sus padres. En un instante olvida las ganas de orinar y se va dando saltos sobre la vía.
Se balancea sobre una roca y corretea a un conejo que, como ella, abandonó a media
noche su madriguera.

De pronto, escucha un ruido. Tal vez un grillo.


Una rama se quiebra atrás, a sus espaldas.

- ¿Quién anda ahí? – grita firme pero llena de miedo.

¡Nada!

Pensativa se da un tiempo entonces para recordar

- ¿Quién decía? ... ¿Quién decía que preguntar: “¿Quién anda ahí?” es de mala
suerte?

(Carlos. Carlos te lo decía)

Sonrió Isabel. Aspiró todo el aire que pudieron beberse sus pulmones.

- ¿Quién anda ahí? – gritó lo más fuerte que pudo

Y era su grito más que un reto: era llamar a la suerte, pedirle que viniera de una vez,
para descansar por fin porque tuvo miedo de lo que sucedería con ellos, con Pablo e
Isabel.... y Hugo (había olvidado a Hugo) durante su estancia en la ciudad de México

- ¿Quién anda ahí? – volvió a gritar y se le congestionó el pecho porque


acordarse de Carlos y Hugo le llenaba los ojos de sal

Exhausta por el trayecto de siete años, se sentó sobre la vía. Volvió a cantar para
olvidar a su hermano.

- “Me dijiste que fue un gato el que entró por tu ventana… “

Era como un niño que se da valor cuando tiene miedo


44

- ¡Nunca he visto gato prieto cooon sombrero y pantalón… ¡

Las risas en el campamento se escuchan a lo lejos.

“Mira Isabel! ¡Quinientos metros!”. Recordó la voz chillona de Salud. Sonrió


(volvió el buen humor, la felicidad). Se dijo a sí misma, bromeando:

- ¡Pipi! – y salió corriendo.

Unos cien metros más adelante, yacía un vagón abandonado junto a la vía (otro caído
en la batalla, sin duda). Sus pasajeros no deben haber tenido tanta suerte como ellos.

Isabel camina más allá del cadáver de vagón. Se desabrocha la falda con angustia

(“Cuánta tela” piensas).

Finalmente, sus ojos se abren y un chorro caliente, un río amarillo serpentea fuera de
su cuerpo.

Hubo un ruido.

Si: aquello no era ni un conejo ni un pájaro. Era un pié que partió una rama seca. Era
un humano.

- ¿Quién eres? – Gritó Isabel asustada

Los cuernos de la luna alcanzaron a iluminar una sombra pequeña y sorprendida.

- ¡Daniel! ¿Qué haces aquí? – preguntó la muchacha cubriendo su cuerpo

El Tusa la miraba estupefacto. Se quedó un instante, dos, viéndola apenado, pero con
un poco de deseo. De pronto como que despertó y salió corriendo de regreso al
campamento.

- ¡Tusa! – grita Isabel

Pero su grito suena seco en el campo yermo y por alguna razón, le recuerda el grito
de la Llorona.
45

3. Niños terribles

No es pertinente imaginar que el General Aguirre haya confesado en aquella famosa


cantina militar todas sus intimidades de un tirón. Sólo podemos pensar que el
hombre, herido, desvariaba sin rumbo fijo a invitación del Cabo que continuaba
sirviéndole tragos.

El alcohol libera al general. El tabaco de su cigarro se entierra en los pulmones y le


da un poco de la paz de mente que tanto trabajo le cuesta conseguir.

Rangel se distinguió siempre como especialista en el arte de echar leña al fuego: Fue
precisamente esta habilidad la que lo llevó a promover el escándalo Aguirre-Isabel
que condujo en última instancia al asesinato de su jefe. Sea como sea, Aguirre todavía
tiene los pies sobre la tierra: Divaga hablando de los ojos de Isabel (sus manos, sus
piernas, su sexo) y el recuerdo del jardín en casa de los Estrada (el recuerdo de
Hugo). Algunas memorias de guerra, eso sí, pero su divagar no es tanto producto del
alcohol como de la angustia.

El cabo lo escucha como se escucha a un lunático: con displicencia.

Piensa que algún día podrá utilizar toda esta información.


Pierde su tiempo: En una o dos semanas el general va a desaparecer definitivamente
de la escena política nacional.

El nombre de Pablo Aguirre aparecerá por vez última en los diarios el 5 de octubre de
1921. El Globo puso entre sus titulares: “Renuncia del nuevo secretario del trabajo”.
En El Universal: “Escándalo en el nuevo gabinete” y en letras más pequeñas:
“Renuncia el general Aguirre”. En El Noticioso apareció “Lío de faldas cobra muerte
entre los hombres de Obregón”.

- ¡Sírvase otro trago mi general! – dijo Ramiro

- ¿Tu que quieres cabrón? ¿Seguir jodiendo conmigo?

Y siente Pablo cómo su cuerpo quiere flotar cauterizado: sin dolor ni angustia ni
tristezas y aunque su estómago ha comenzado a tener ganas de vomitar todo el
alcohol y el odio de sentirse tan solo, su mente todavía está anclada aquí.
El, la parte más íntima de él (tal vez su vientre o sus venas o sus pulmones) quisiera
regresar el tiempo y volver al balneario con Hugo… con Carlos y Margarita… con
aquellos dos que bailaban tango…
46

- ¡Salud!

En la alberca Ester, antes de que llegara la noche, antes de que aparecieran los
bailarines, algo sucedió:

Pablo lanzó una sonora carcajada y Margarita, lista como era se dio cuenta que el
hermano de Carlos del otro lado de la alberca, se estaba burlando descaradamente de
sus tetas.

- Pinches chamacos- dijo en voz alta

- ¿Quien? – preguntó Carlos

- Míralos, manito: me ven y nomás se ríen

Pablo y Hugo fingen contenerse y luego, vuelven a sus rostros las carcajadas. Miran a
la pareja, disimulan. Cambian el rumbo de sus ojos y luego, con descaro, inflan los
cachetes e imitan sus curvas y sus nalgas.

- Les has de haber gustado, nada más

- Si, sobre todo a tu hermano ¿No?

Una oleada como de sobriedad cayó sobre Carlos.

- ¿Qué tiene mi hermano? – preguntó sorprendido

“Dios perdona el pecado, pero no el escándalo” les dijo una tía enigmática cuando se
largó su madre y sí, Carlos estaba convencido de la verdad del dicho: Podía perdonar
en Hugo cualquier excentricidad pero no que sus manos verbalizaran sus palabras,
que sus piernas se cruzaran con descuido, que sus ojos miraran los de Pablo como los
de una niña lista para la guerra.

A Margarita, por su parte, los jotos la tenían sin cuidado. Le caían bastante bien, de
hecho: En su casa se servía de ellos: Venían apaleados de rancherías con nombres
largos y aroma de mierda de vacas y caballos. La madrota había descubierto que a
cambio de un espejo y algo de respeto podían ser leales como el que más.
Con Hugo, sin embargo, la cosa era bien diferente.

A Margarita lo que le producía escándalo era que fuese un Estrada el jotito en


cuestión. Después de todo era nada más y nada menos que el hermano de su niño de
sangre azul y caliente el que andaba saliendo con esas cosas, con vicios de mocito sin
47

apellido.

- ¿Qué tiene mi hermano? – repitió Carlos

- ¡Nada hombre! ¡Nada!

- ¡Dime!

Margarita era una mujer de recursos. Primero, coqueteó:

- Ay manito... nada: te lo estoy diciendo

- Quiero que me digas – gritó el otro

Y se arrancó la toalla.

- Ay Carlos – dijo la otra más cabrona cada vez - ¡No te hagas pendejo!

Hubo un silencio.
La mujer había levantado la voz un poco, pero era evidente que podía levantarla
mucho más.

- ¡No estoy haciéndome pendejo! te estoy haciendo una pregunta

Con ternura, Marga soltó la carcajada

- Es que se le nota un chorro – y alargaba la ooo para seducirlo

- ¿Qué se le nota un chooooorro?

- Ay manito ... ¡Que este te salió más mujer que yo!

Carlos, serio, dio el último trago a la botella de aguardiente. Un trago que le devolvió
el sentido del humor: Sonrió también.

- No te preocupes manito – dijo la otra que entendía en los hombres las risas
amargas - yo te lo arreglo

- ¿Arreglas que? ¡Si eso no se quita!

- ¿Qué? ¿No crees que yo soy muy mujer? – Dijo la otra con un dejo de orgullo
profesional
48

- Y tú: ¿Qué vas a hacer?

Carlos estaba medio celoso e intrigado

- Mira, tengo en “la casa” a una muchacha… T’ovia es virgen papasito

Hugo y Pablo se quedaron boquiabiertos cuando Marga, del otro lado de la alberca
describió con todas las artes de sus manos regordetas a una belleza inmensurable.

- ¿Y? ¿Qué vas a hacer tu con esa muchacha? – dijo Carlos imaginando

- Esa le quita lo leandro a quien tu quieras

- ¿También a mi hermano? – preguntó el otro sin humor para milagros

- También a tu hermano aunque mira – Más allá, el juego de coqueteos entre


Hugo y Pablo se había reiniciado - ¡Se nota que va a costarle mucho trabajo!

Y volvió a soltar la carcajada.

II

A partir de que la revolución se hizo real en la vida de todos, Don Miguel, el padre de
Hugo, tuvo que malbaratar su patrimonio. Vendió la finca en Tlalpan y algunas otras
propiedades porque necesitaba sobre todo, sostener ciertos gastos en los que no
estaba dispuesto a condescender. La comida por ejemplo. Miguel Angel Estrada
quería seguir comiendo con todas las de la ley y aunque no podía tener ya criados
decidió que sus hijos tenían que servirle ¡Faltaba más!

Como los mayores habían tenido que comenzar a trabajar, eran los gemelos e Isabel,
la única niña, los que le servían entre semana. Tenían que hacerlo un poco rápido
porque por la tarde volvían a la escuela.
Los domingos, sin embargo, la tarea se la repartían entre todos.
Los amigos que tuvo alguna vez, ahora lo consideraban un imbécil que no supo medir
los tiempos y que por eso se quedó atrapado en este país de mierda sin dinero ya para
comprar los boletos necesarios para educar a sus hijos en París o Nueva York.
Aquí se estuvo si. Y los intentos que hacía por sostener un tren de vida porfiriano al
final resultaban medio patéticos. Era un roto, uno de esos que se paseaban por la
Alameda sin oficio ni beneficio. No había sabido ni cómo… ni dónde, ni cuándo.
Incluso los dineros que consiguió con la venta de la casa de Tlalpan se convirtieron
en poco tiempo en bilimbiques, en humo, en metal sin valor.
49

En 1913 Hugo Estrada vivía con su familia en una casa más o menos grande en la
colonia San Rafael. Este era el refugio que le permitía a
Don Miguel pensar que México algún día iba a ser el mismo…

Aquella mañana despertó soñando con que su mujer había vuelto. En el sueño, ella
prometía que las cosas no volverían a cambiar ya nunca.

Hugo por su parte, hubiese querido cambiarlo todo más rápido, más todavía.

Para comenzar, su casa. Había dos retratos en la sala: una mujer de ojos negros: era
la abuela. Había también un hombre en cuyos ojos podían leerse los escrúpulos: era
su abuelo. Hugo veía en aquellos dos espacios la historia de México juzgándolo,
haciéndole preguntas indiscretas sobre sus sueños y las caricias que sus manos
habían aprendido a darle bajo las sábanas.

Hugo había heredado esos ojos, muy a su pesar.

Por su parte, a veces, en secreto, cuando se tomaba una copa en la sala de su casa,
Don Miguel deseaba ser niño de nuevo y se sentía orgulloso de sus retratos en la sala.
Alzaba la copa y decía quedito:

-Madre, por favor, no es bueno que un hombre esté solo, haz que vuelva mi mujer…

En el comedor de la casa, había melancolía: en el olor de la madera, en el crujir de los


pisos y las escaleras. En el silencio lleno de polvo.

Parecía como si de pronto todo fuese a despertar. Entonces (cuando todo despertara)
aparecería sobre la mesa de centro, una charola de plata con un mantelito de Nantes.
La charola estaría repleta de pastelillos franceses y una criada con uniforme
almidonado aparecería en la sala sirviendo chocolate bien espeso y en tazas de
porcelana. La casa sería una delicia de aromas de perdón y chocolate caliente.

Habría también un piano. Cuando se disipara el humo de la revolución, sonarían las


melodías de Rosas y de Castro. También ese vals tan bonito que se llamaba… ¿Cómo
se llamaba? Si: Dios nunca muere.

Por lo pronto, las goteras filtraban una lluvia persistente. Devolvían al padre a la
realidad de su casa vieja de yeso picado, de vidrios rotos. Los trastos en el suelo
recibiendo el agua lo gritaban a risas: ni el tiempo pasado, ni su mujer, ni don Porfirio
volverían jamás.

Don Carlos se frotó las manos. Siempre hacía igual cuando se sentía consternado.
Levantó la copita de jerez pero no miró el retrato de su madre.
50

Era domingo. Los gemelos jugaban en la sala.

- ¡Te tengo villista! - Gritó uno de ellos

El padre se aclaró la garganta. Tosió. Los gemelos bajaron el ruido de sus juegos
porque aquél era sin duda el preludio de un regaño, pero no se detuvieron. Se
alejaron, eso sí, un poco más allá.

Se abrió la puerta de la cocina. En lugar de una sirvienta de uniforme almidonado


apareció Hugo con una charola. Isabel también. Traían platos y cazuelas de barro.
Sirvieron por la derecha, como debe ser. Repartieron los cubiertos, ordenaron las
cazuelas…
Don Miguel los observaba sin decir absolutamente nada.
Siempre comió solo. Era una costumbre que heredó tal vez de sus ancestros
españoles, machos, solitarios, asesinos e intolerantes.

Sobre la mesa, Hugo e Isabel destaparon una cazuela que humeaba y olía a sopa.
Don Miguel levantó la tapa de uno de los trastos.

- ¡Sólo hay tres tortillas! – dijo firme, sin dignarse a gritar

Hugo, sin embargo ya no estaba en edad de dejarse impresionar.

Y es que poco a poco había dejado de importarle lo que pensaran su padre y los
retratos sobre la sala. Estaba harto de vivir ahí, en esa casa a punto de caerse. Estaba
harto del miedo al castigo, de sí mismo, de herirse tanto… Estaba cansado de los
pasos lentos de su padre cruzando los pasillos de madera.
Lo odiaba, tal vez.

Se había roto entre ellos, todo vínculo. No eran ahora mas que dos extraños
repudiándose bajo el mismo techo, esperando el momento de deshacerse el uno del
otro.

- No sé si sabe que ha habido escasez de tortillas – dijo Hugo medio cínico.

El aroma de la sopa de arroz preñaba la habitación. Don Carlos daba pequeños sorbos
con su cuchara de plata. No dijo nada.
Isabel se sentó en el suelo, junto a los gemelos. Tomó uno de los muñecos que
andaban por ahí...

- Esos no son juegos para una señorita – gritó el padre


51

La niña tomó un lápiz y se puso a dibujar en un cuaderno abandonado.

Don Miguel terminó la sopa.


Hugo Trajo otra cazuela.

- ¿Dónde está la sal? – Gritó de pronto.

Silencio.

- ¿Dónde está la sal? – repitió.

Carlos, que había permanecido en la cocina, como dirigiendo la fiesta, salió corriendo
y trajo una cazuelita llena de sal.

- ¿Cuándo demonios voy a poder comer en mi casa como se debe? ¿Hasta


cuándo voy a seguir enseñándoles cómo se sirve una mesa? ¡Carajo! ¡No sé
ni para qué me enojo!. Si soy yo el culpable de haber malcriado a este montón
de bárbaros

Bárbaros era una palabra que le gustaba mucho. A veces, también los llamaba
trogloditas y a Hugo le parecía gracioso. No es que supiera qué significaba, pero le
sonaba divertido. Cuando se bañaba, saboreaba la palabrita:

- Tro-glo-di-ta... To-gro-li-ta... To-go-ri-li-ta

Como no hubo más faltas, la comida transcurrió sin aspavientos.


Del silencio se encargaba la lluvia que coartaba la solemnidad (chip, chip, chip en el
recipiente verde que recogía el agua de la gotera).

Cuando el trasto terminó de interpretar su sinfonía, Don Carlos acabó de comer.

- Qué ganas de fumar- pensó Hugo – ¡Que ganas de fumar!

III

A la semana siguiente, cuando el muchacho terminó de limpiar la mesa, durante el


mismo ritual, su padre por alguna razón se había puesto cariñoso. Le dijo:

- Estuvo bien Hugo... Hoy todo estuvo bastante bien

Pero el muchacho no dijo nada. Sentía un poco de repulsión en el hecho de que su


padre de pronto intentase restablecer un afecto perdido desde hace mucho. Subió a su
cuarto. Cerró la puerta y comenzó a cambiarse: escogió con calma la combinación
52

adecuada.
Se peinó frente al espejo.
Sacó también, de uno de sus cajones alborotados, un trapito, un pedazo viejo de jabón
de calabaza y dos monedas de cobre.
Subió los pies a un taburete y limpió los zapatos con el jabón ayudado con un poco de
saliva.
Tomó luego las monedas y aprisionando con ellas el pantalón, se puso a dejar bien
derecha la raya.

En el comedor, su padre, con un poco de la euforia que le dio el haber comido por
primera vez sin tener que regañar a nadie, se dispuso a iniciar, como Hugo un rito,
pero de otra naturaleza:

- Carlos – llamó al mayor

- ¿Si papá?

Don Miguel sacó una llave del gabán. Se la dio a su hijo.


Los gemelos se acercaron: estaban contentos con la anticipación de lo que vendría.

Carlos, con la llave, abrió un juguetero en la sala.

- Ven – le dijo el muchacho a Isabel que leía un libro de hojas pegadas

La niña se acercó, a pesar de que no le emocionaba ya en absoluto el único juego que


conocía su padre.

Carlos puso sobre la mesa un payasito. El hombre le dio cuerda.

Desde su recámara, Hugo escuchaba las risas de los gemelos. No se detuvo, sin
embargo. Muy serio, siguió alisando el pantalón y recordaba que aquél juguete fue
de su mamá.

- Era simpático, el payasito – se dijo en voz alta

Abajo los niños disfrutaban el espectáculo, cautivados con el mono que daba vueltas.

Carlos entro al cuarto.

- ¿Vas a salir? – preguntó

- A lo mejor...
53

- Y qué ¿Con Pablo?

Hugo guardó las monedas y el trozo de jabón de calabaza.

- A lo mejor

El acto con el payasito de cuerda había terminado en el comedor. Los hermanos


escucharon los pasos del padre (tump, tump) subiendo las escaleras.

- Carlos ¡Ven acá! – gritó

Hugo miró a su hermano. Le sacó la lengua sonriendo porque no iba a poder seguir
cuestionándolo…

IV

La recamara de Don Miguel olía a naftalina. El techo estaba marcado. Las cortinas
amarillas se inflaban con el aire que soplaba un vidrio roto.

Había sobre la cama una virgen, en el cajón del buró, un libro que nunca leyó… y
una pistola.

Había también un pequeño balcón hacia la calle llena de ruidos.

- ¿Estás consciente – comenzó el padre, con la mirada fija en el balcón,


dándole la espalda – de que sé perfectamente todo lo que haces?

Carlos estaba consciente

- Si papá

- Siempre lo he sabido – volteó para mirarlo de frente - Incluso antes de que tu


madre se largara....

Cierto cuchillo afilándose lanzaba un grito agudo allá abajo, sobre la banqueta.

- Y sabes que no lo apruebo ¿verdad?

- Sí papá

Carlos esperaba cualquier cosa menos lo que vino después de haber asentido:

- ¡De acuerdo! Ahí sobre la cama hay algo de dinero !Tómalo! Quiero que
54

lleves a Hugo contigo a uno de los lugares que frecuentas. Debe haber alguna
forma de... solucionar esto... ¿Sabes? Quiero… quiero que lo ayudes.

Le estaba costando trabajo encontrar las palabras

- Con la experiencia que tienes, no dudo que sepas cómo ayudarlo… ni con
quien – había sarcasmo en esta última afirmación

Pero Carlos no hizo caso, al contrario, se sintió orgulloso de sí mismo. Después de


todo, aquella vida que su padre mismo había calificado alguna vez de “crapulenta”
era la que lo autorizaba ahora como líder en la misión de enderezar el árbol torcido de
su hermano.

- Si papá... creo que si sé con quién – dijo sonriendo

- !Un momento! !No hay nada que agradecer! Tú lo sabes... Debes saber que no
lo apruebo. ¿De acuerdo Carlos?

- Claro papá

Carlos hubiese querido abrazarlo. Muchas veces hubiese querido abrazarlo pero no lo
hizo.

- Puedes irte

Y el muchacho salió del cuarto feliz pensando que el asunto de la cura de su hermano
era ya cuestión de tiempo.

Hugo había salido para la calle.

En el cuarto que compartían dejó, como siempre, un poco de sí mismo en el taburete


movido, en la ropa con su aroma sobre la cama, en el cajón medio abierto y
alborotado, con las monedas de bronce y el jabón de calabaza.

- ¿Y Hugo? – le preguntó Isabel

- ¡Ya se fue! – respondió Carlos, recordando con una sonrisa lo que acababa de
pedirle su padre.

Pasaron los días y el otro sábado, por la tarde, como le sucedía cada semana, Carlos
comenzó a sentir un vaivén en el estómago: era una especie de antojo.
55

Había estado más o menos tranquilo todo el día. Incluso en el trabajo, pero conforme
se hizo de noche, sintió la necesidad de meterse en la cama de Margarita. Todo a su
alrededor empezó a parecer absurdo, como borroso. Lo único real entonces eran las
caderas y los senos de su mujer.

A las seis, cuando salió de trabajar, la tarde le supo a fiesta. Se fue directo hacia la
calle de Misterios. Saboreaba el cosquilleo de saber lo que vendría: El silencio un
poco triste frente a la puerta de la Marga, el gorila abriendo con el disgusto de
siempre, el pianista afeminado (¡Como Hugo carajos!) cantando canciones de arrabal.
El alcohol y la lujuria. Los besos con sabor a maquillaje y el cuerpo húmedo de una
mujer… Los hombres de bien perdiendo allá adentro, en el burdel, la compostura,
entregados al vicio más gratificante de todos: la fiesta.

Carlos había conocido la casa de la Marga hacía como tres años por casualidad.
Resulta que antes de irse para Estados Unidos, un muchacho al que llamaban con
desparpajo El Pata, encontró en el gabán de su papá una tarjetita que ponía: “Se tejen
toda clase de chaquetas, de día y de noche” y como era abusado para los albures la
llevo a la escuela para enseñársela a su mejor amigo, es decir, a Carlos.
Entre los dos terminaron de descifrar el significado hermético de la tarjeta que ponía
también la dirección del sastre misterioso. Con todo y uniforme de colegio de
jesuitas, el par emprendió la aventura de perder la virginidad. Lo consiguieron, por
supuesto y no solo eso, Carlos conoció también a aquella mujer voluptuosa, llena de
carnes y cariño. Una mujer incapaz de cansarse cuando se trataba de querer, incapaz
de decir “eso no”.

Margarita por su parte…

Bueno, no es que a ella le gustaran los niños. De hecho, en su casa no aceptaba


colegiales más que los lunes por la mañana; a esa hora las muchachas estaban
despiertas y bien podían aventarse un trabajito rápido mientras en la cocina alguna
desocupada sin suerte preparaba un remedio casero para la cruda.

No, no es que la mujer se hubiese interesado nunca en los muchachos pero Carlos
despertaba en ella una especie de amor materno.
Desde que una curandera de mano temblorosa le practicó un legrado mal hecho, la
Marga creyó que se había quedado sin la posibilidad de embarazarse (pero la vida es
más cabrona, por supuesto y habría de darle un hijo más tarde, un hijo igualito a
Carlos que no dudó un momento su paternidad, sobre todo por esos hoyos en el
cachete del bebé)... el caso es que esta aparente inmadurez del vientre le resultaba a la
Márgara muy cómoda para el oficio.

No importa: cuando apareció en su vida Carlos Estrada, con uniforme de colegio y


56

zapatos brillantes, como que le dio ternura y el hijo de ambos comenzó a tomar forma
en alguna parte. Con el tiempo había llegado a descubrir con este muchacho, algo que
no pensó que pudiera sentir.
Además, él, Carlos, no tenía las aspiraciones ridículas de otros hombres. Nunca
sugirió ni siquiera que Márgara debía cambiar de profesión. Así la había conocido y
así le gustaba: puta y alegre, llena de risas y caricias y carnes para regalarles a todos.

VI

Ese sábado, mientras Carlos corría a los brazos de la Marga, Hugo salió de su casa en
San Rafael. No se despidió ni de su hermana ni de los gemelos; tampoco dijo adiós a
los retratos que lo juzgaban sobre la sala.
Atrás de Catedral se vio con Pablo y compraron dulces de nuez y palanquetas.
En la plaza escucharon el grito de los vendedores ambulantes en sinfonía con los
niños blandiendo matracas. La calle toda era una fiesta de sonidos: Bajaron por
Plateros y en La Alameda escucharon las risas alborotadas de una mujer que se había
subido al volador en una pequeña feria que hubo cerca de la calle de Reforma. Más
allá escucharon también el pregón de un merolico vendiendo remedios contra la
calvicie.
Un pajarero caminaba cerca de los dos en Bucareli y del balcón de una casa vieja se
asomó una mujer lanzando fuera sus orines en una palangana

- Agua va!-
-
En la puerta de la vecindad, junto al taller de Don Fernando, unos niños gritaban y
apostaban canicas en una pelea de gallos callejera.
Eran las siete de la noche. En el taller no había nadie y Pablo tenía la llave. Abrieron
la puerta con reverencia. Estaban nerviosos y contentos. Comieron dulces y
bromearon. Platicaron de cualquier cosa caminando sobre las mesas de dibujo
tratando de tocar el techo. Se burlaron del maestro imitando aquella erre que sonaba
a ge, inventando historias de sus compañeros en el taller…

Más tarde, cuando todos éstos sonidos comenzaron a callarse, cuando Bucareli con su
reloj chino se quedo quieta, como esperando algo, Pablo tomó a Hugo por la cintura,
le dio un beso muy pequeño, con sabor a dulce de nuez y comenzaron a tocarse.

VII

Varios años después, en 1921, el general Aguirre paseaba por Santo Domingo del
brazo de Isabel. Ahí, entre los impresores, y las máquinas, el aroma de la tinta le
recordó el sabor de Hugo. Esto sucedió poco antes de que tuviera que matarlo.
57

VIII

La idea de morir a Hugo lo tenía sin cuidado porque aquella otra tarde, junto al árbol
y la laguna, había visto su vida pasar... y su muerte.

Hugo decidió entonces que morir por esto si que valía la pena. Fue un momento
rápido, que se fue como la memoria de un sueño. Todo lo que yo aquí escribo, Hugo
y Pablo lo vieron juntos en un segundo muchos años antes, ahí en la casa de Tlalpan.
Lo vieron juntos si. Y por eso, el general Aguirre se quedó ciego cuando presionó el
gatillo.

IX

Pablo tomó a Hugo por la cintura, le dio un beso muy pequeño, con sabor a dulce de
nuez y comenzaron a enredarse.

… cuando salieron del taller la noche les enfrió los ánimos. Pablo, como siempre, se
sentía culpable, pero en esa ocasión se contuvo y no dijo nada (sus arrepentimientos
habían comenzado a ser ridículos incluso para sí mismo).
La ciudad, a los niños, los invitaba a vivir su vida, pero ellos metidos en sus propios
pensamientos, no se dieron cuenta ni siquiera de que de todas las casas, de las
vecindades y los edificios, ese sábado, salía un aroma de fiesta, calor y sexo.

Se despidieron en el reloj chino. Ahora, después de todo, les daba pena mirarse y ni
siquiera se dieron la mano. Se fueron melancólicos, contando sus pasos sobre la calle.

Por aquellos tiempos, Hugo Estrada no sabía si creía o no en Dios.


No congeniaba ya, por supuesto con la idea que el padre de la iglesia en San
Francisco le inculcó con las lecturas y retiros previos a la primera comunión. De
hecho nunca fue muy devoto de este dios, pero cuando todo se callaba y afuera de su
cuarto no se escuchaban ni los juegos de sus hermanos ni los cascos de los caballos,
entraba por el balcón una presencia grande y fresca. ¡Todo era entonces tan bueno!
¡Tan saludable!. Sentía incluso que no era blasfemia querer a Pablo. Hasta llegó a
pensar con un poco de temor, que aquel sentimiento que a veces se metía por la
ventana era parte también de todo lo que le había regalado a su amigo en el taller de
Bucareli.

Era de noche y se metió a la cama con esta idea y así se quedó dormido.

- ¡Hugo! – Murmuró Carlos completamente borracho abajo de su recámara.


58

El hermano mayor no quería gritar demasiado y despertar a su padre pero había


llegado el día de la cura y era imprescindible llevarlo a casa de Margarita.

Silencio. Roto de pronto por un perro que ladró.

- ¡Hugo!

¡Nada!. Carlos dio a su cigarro una fumada grande y volvió al ataque.

- ¡Hugo! ... ¡Carajo!

Al primer perro se le sumaron otros y Carlos desesperado ya, comenzó a lanzar


piedritas a la ventana.

- ¡Chingada! ¡Despierta cabrón!

Hubo un último momento de silencio (incluso los perros cayaron). Entonces Carlos
bebió todo el aire que le permitieron los pulmones y gritó:

- ¡!Hugo!

Despertaron los vecinos y una manada de perros, Isabel, Don Miguel (que no dijo
nada porque presumía lo que estaba pasando) y finalmente… también Hugo.

- Shhh – dijo el niño asomándose al balcón para mirar a su hermano allá abajo
– Carlos ¿Qué chingados te traes?

- ¡Baja cabrón!

- Estás loco... si mi papá te ve así, te va a matar

- Pero no me va a ver...¿Bajas o qué?

Hugo sonrió.

- ¡Pinche changuito! Ahorita bajo, pero deja de gritar

Carlos exhaló una hermosa carcajada: Su hermano nunca antes lo había llamado
“Pinche changuito”.

- ¡Viva Villa, cabrones! – gritó

Era cosa nada más de ponerse un pantalón sobre la ropa de dormir. Tomó también
59

una gabardina pero no se dio tiempo, ni siquiera, para escoger los zapatos.

Isabel su hermana, entró al cuarto. Era la última vez que se veían.

- ¿Qué haces? – preguntó la niña - ¿Era Carlos el que te estaba gritando?

- Si, voy a salir con él ¿¡Quién sabe qué se trae!?

- ¿Me puedo dormir en tu cama? Así espero a que regreses...

Se miraron. La niña se acomodó un mechón detrás de las orejas.

- Si, métete en mi cama dijo Hugo y luego la abrazó bien fuerte.

Volvieron a mirarse y sonrieron.

- Qué bonita eres – le dijo

Y luego:

- ¡No me voy a tardar!

Se despidió en el quicio de la puerta sin saber ya qué decir.

Afuera, Carlos siguió gritando sin miedo, pero el hermano menor se dio tiempo
todavía para apagar el viejo quinqué de aceite.

- Dime cabrón – le preguntó Carlos cuando lo tuvo frente a sí en la calle de


abajo - ¿Cuántos años tienes?

XI

Un poco más adelante, las risas del muchacho se callaron un rato.

Caminaron sin decirse nada. Él, el mayor se sentía como navegando sobre un barco
ebrio.

- Allons enfants de la patrieeeeeee – cantó con la idea de romper la solemnidad


en recuerdo de viejos tiempos, de poemas franceses y colegios de jesuitas.

- ¡¿Qué traes Carlos?! Le preguntó Hugo - ¿Qué te fumaste? –

- Un poco de hashís, nada más… ¿Cuántos años me dijiste que tenías?


60

Hugo cruzó las manos sobre su pecho para cubrirse del frío.

- Catorce – contestó riendo - ¿Alguna otra pregunta?

- ¿Catorce? – confirmó el otro como en un gran sueño – Yo creí que tenías


quince cabrón... ¡No importa! ¡Tienes la edad adecuada!

- ¿La edad adecuada para que?

- Shhh ... ¡Vamos a una casa!

Hugo se detuvo.

- ¡Vente! – lo jaló - ¡Vamos a la casa de Margarita!

- ¿Para qué?

- ¿Para que? ... pues para que mi hermano se vuelva igual de cabrón que los
cabrones

Carlos lanzó un grito estentóreo.

- Vienes de ahí ¿verdad? – preguntó Hugo sonriendo

Antes de responder, Carlos soltó un suspiro. Lo miró con ojos grandes y brillantes.

- Hoy la vi – susurró– y como soy un hermano a toda madre, te la voy a


presentar. Se llama Silvette y tiene exactamente tu edad ¡Si esta no te gusta!

Hizo una pausa. El silencio describía mejor que cualquier adjetivo, el embrujo que
podría caer sobre la casa de los Estrada si las artes de Silvette no eran suficientes para
conjurar la desgracia que por algún arte maléfica cayó sobre la descendencia de su
padre.

- Si esta no te gusta ¡No sé que voy a hacer!

Y Carlos se adelantó feliz, cantando la Marsellesa por toda la calle.

XII

¿Quién lo dijera? los viejos porfirianos con todo y su moral estrecha y sus juicios
61

estrechos, sabían divertirse. En aquellos tiempos florecieron en la capital mexicana


una buena cantidad de burdeles “con tema”. Los más populares eran, por supuesto,
los franceses. En ellos, las muchachas vestían a la “Molino Rojo” y bailaban can-can
para complacer a los clientes jocosos que gastaban buenos pesos con tal de estar a la
moda.
Burdeles, los había italianos o ingleses, americanos o españoles. Había también
algunas casas con diseños más aventureros para los de gustos refinados. Los dueños
de esta clase de establecimientos adornaban sus salas y sus cuartos con motivos
turcos o rusos. Otros más, como Margarita, habían encontrado inspiración en cierta
cultura milenaria experta en el dolor y el placer: la cultura china.

No es que Margarita supiese un carajo de China, tampoco le importaba, pero con


objeto de incorporar su casa a la moda romántica de los adornos exóticos, había
invertido algún dinero en dragones dorados, tapices orientales y batas de seda para las
muchachas. El contraste al final resultaba… divertido, digamos:

Bajo un tapiz adornado con bambúes, una muchacha de rasgos mazatecos dejaba caer
discretamente la bata de seda azul para mostrar al público sus senos redondos,
morenos y núbiles. En la esquina un pianista casi tan joven y femenino como ella,
cantaba con voz aguda, viejas canciones de amor arrabalero.

Carlos introdujo a su hermano en la casa como si le mostrase a un común, su propia


corte de los milagros. Ahí, él, era un hombre, no un niño. Un hombre respetable y
cachondo.

Margarita, en cuanto los vio llegar, dejó en su soliloquio a un cliente borracho que no
había dejado de quejarse de los maltratos de su mujer.

Los saludó lanzando grandes cascadas de humo fuera de la boquilla de marfil.

- Aquí lo tienes – dijo Carlos orgulloso

Hugo estaba hipnotizado viendo en cada detalle del jardín secreto de su hermano el
futuro de Pablo Aguirre.

- Que bueno que lo encontraste – comentó Marga – pensamos que ibas a estar
dormido papacito … tu hermano llegó aquí desde la tarde

El niño sonrió con cara de tonto. No tenía ni idea de qué decir o cómo comportarse.

- ¿Cuantos años tienes? – preguntó Margarita, por hacer algo de plática

- Mira, no entremos en detalles – atajó Carlos - ¿Donde está la maravilla que


62

me enseñaste?

- ¡No comas ansias! - le dijo la otra que esperaba alargar un poco más el
momento: invitar a Hugo a tomarse una copa, hacerlo sentir confortable

- ¿Dónde esta? –apuró Carlos con tono de niño mimado

- Ash – se quejó la Márgara – ¡De verdad que no se cómo te soporto!

Y golpeándose las manos, le ordenó a una de las muchachas:

- A ver Caro, vete trayendo a la Silvette

- ¡Silvette! – suspiró Carlos

- Bonito nombre ¿Verdad? – Comentó Margarita y luego en secreto le dijo –


Yo le puse así... ¿Y tu, niño? – se estaba refiriendo a Hugo – nada más te
advierto que hoy te vas a volver igual de cabrón que tu hermano

- ¿Igual? – preguntó Hugo entre broma y broma, como para demostrar que
tampoco es que se muriera de miedo

- Igual o peor ¡Ya dios dirá!

Los tres rieron y Hugo comenzó a recuperar el aliento.

Platicaron un poco de cualquier tontería. Se sirvieron un trago. En unos minutos


había aparecido Silvette con su piel morena y su pelo largo. Los ojos grandes y
almendrados, la cintura ligera. Llevaba una falda que dejaba los muslos al aire. Venía
descalza y los pechos (apenas dos botones) de fuera. Un largo collar de perlas
artificiales le apuntaba al pubis.

- Mira esto, nada más – exclamó Margarita – ¡A esta no le duele nada!

- Vas a tratar bien a mi hermano ¿Verdad? – le pidió Carlos

Silvette no se dio por enterada

- ¿Este es el niño? – le preguntó a Margarita como si ella misma fuese ya una


mujer de muchos años y mucha experiencia

- Este mero – dijo la madrota – y ahorita mismo los dos se me van a perder el
quinto.
63

Silvette, con ternura, tomó una de las manos de Hugo

- Ven

El niño se quedó plantado sobre la tierra. Completamente blanco, temeroso. Sus ojos
sobre los de Carlos gritaban “no me hagas esto”

- ¿Qué esperas?

Se hizo el silencio. Hugo sintió que todos lo miraban. El pianista había hecho una
pausa. Giró sobre su taburete y le sonrió con complicidad.

- O me voy yo con ella – sugirió Carlos, con ganas de probar

- Tu aquí te sientas cabrón – le respondió Margarita

Luego tomó a Hugo por los cachetes y le dijo en secreto, al oído y un poco
amenazadora:

- ¿Qué esperas niño? Esta te va a dar ahora mismo lo que tu necesitas

Su aliento era de alcohol y tabaco.

Silvette lanzó una risa afable. Se acercó a Hugo. Lo besó con toda la ternura que le
fue posible. Tomó una de sus manos y se la colocó sobre los dos botones en el pecho.

Hugo cerró los ojos y sintió en su nariz el aliento fresco de ella. Sabía a río y a una
choza en La Huasteca con mucho viento y una fogata por la mañana. Había también
un muchacho vestido de manta…

Bajo su mano, Hugo sintió el pezón de Silvette endurecerse.


La boca del niño se relajó.

Su mano se decidió finalmente a explorarla. Sus labios la besaron porque su cuerpo


todo estaba declarando independencia.

Se esfumó el silencio. Carlos lanzó un grito de mariachi borracho. El pianista volvió


al teclado y el burdel regresó a lo que era siempre luego de aquella ridícula pausa de
virginidad.

Silvette y Hugo desaparecieron tras los pasillos de la casa mientras en una esquina el
parroquiano que hablaba solo, detuvo su discurso. Ahora besaba los senos de una
64

muchacha rubia y llegaba con la mano abajo, cada vez más abajo.

XIII

En la habitación de Silvette, Lao Tse observaba con su barba venerable desde una de
las paredes. Habían también aves fénix y osos pandas comiendo bambúes; dragones y
un cuadro pequeño con una pareja haciendo el amor. El hombre tenía un falo
enhiesto y descomunal.
Silvette de un golpe se quitó la bata sin mucha gracia. Tomó una mascada de seda que
había por ahí y la colocó coqueta sobre una lámpara para que el cuarto se pintara de
verde.

La niña le toca los labios. Sus ojos se cierran y vuelven a abrirse. Se lamen como si
fueran una fruta

- ¿Quieres un poco de hashis? – pregunta ella

Hugo levanta los hombros.

- Si, supongo que si

Ella saca del buró junto a su cama una pipa de agua y juntos fuman y se acarician la
cara.

Hugo, transfigurado por el humo cree mirar a Pablo metiéndosele en el cuerpo.

Silvette abre sus labios (y sus piernas) y él, Hugo, se aproxima y le besa los senos.
Los chupa como si fuese un recién nacido, un animal herido. Como si él mismo fuese
Pablo y ella la mujer que el otro hubiese querido que fuese.

Cierran los ojos y recuerdan sus propias fantasías.

Las manos de ella encuentran un punto entre el vientre y el muslo. Mas arriba, más al
centro, al centro del cuerpo: ella lo blande. Hugo recuerda. Vuelve la imagen de
Pablo.

- ¿En qué estas pensando? – le pregunta Silvette

Hugo no dice nada. Se transforma en Pablo así, en silencio, sin dar explicaciones y la
bebe como a él le gustaba beberlo en el taller.

En su sueño de ojos abiertos, a Hugo le gusta la imagen que le devuelven los espejos:
la imagen de la niña que pudo ser.
65

Cuando gira, la sombra de sus curvas se recorta contra los motivos chinos que se
visten de verde. Su desnudez misma los mira desde allá y él es a veces una niña y a
veces Hugo y las más es Pablo que los toca, los toca a los dos y entra en él y en ella
por turnos.

Silvette le muestra al otro el centro de su sexo, como presionarlo, como beberlo,


como cortarle la respiración .

Y Hugo blande su sexo y le hace el amor imaginándose Pablo.

Ella baja por su pecho, por su estómago. Hugo cierra los ojos y se humedece los
labios.

Se giran de nuevo y ella explora sus espaldas. Sube el ritmo, enardecido de sus
manos, lo toma por la cintura, lo acerca y lo aleja, lo aproxima y se penetra. Los dos
se arquean y se sienten embestidos por la humedad. Explota el olor de sus cuerpos en
el cuarto. Baña las paredes de bambúes que se escurren y ellos aprehenden sus manos
y sexos, pies y pelo, aquí y allá boca abajo y erguidos, pechos y piel… una y otra y
otra vez, vez que los conduce y Hugo no se ha dado cuenta de que la ola acaba de
salir pero él ahí sigue prendido a la cama y deseando y ardiendo como la fiebre y el
delirio de una enfermedad exótica.

- ¿Quieres volver a hacerlo? - pregunta ella

- Si – contesta Hugo, mirando que su sexo seguía ahí, levantado sin pudores,
cuestionando todavía...

Hugo por algún sortilegio del hashis le hizo el amor a Silvette imaginándose Pablo.
Luego se besó a si mismo imaginándose Silvette, a contratiempo. Fue bebido por
Pablo, fue arañado por Pablo, querido por Pablo, penetrado por Pablo.

Y ella, la niña, lo supo.


Lo supo desde el principio, que Hugo no estaba pensando en ella. Pero, aprendiendo
las artes de un oficio, en lugar de enojarse, dio gracias con toda sinceridad al dios
poderoso que había enfebrecido sus intenciones y la imaginación se le escapó de las
palmas, liberada para prenderse como de una tabla en un mar tempestuoso: sus
propias fantasías y sus recuerdos… Los recuerdos aquellos, cuando vivía en el pueblo
y hubo una mañana de mucho viento, cerca del río donde divagan las casas
miserables.
En una de estas casas culminó la cita por fin, la cita con el muchacho de pantalones
de manta.
El muchacho aquél que su padre vino a matar a machetazos.
66

Lo mató si, porque los había descubierto, porque algún celoso fue con el chisme y le
contó que su hija andaba allá de puta, allá arriba, cerca del río, en la casa de él, del
muchacho vestido de manta.

Y ella recuerda cómo el padre los descubrió gimiendo y ella gime. Los descubrió
besándose y ella lo besa (a Hugo, como soñando) los descubrió jugando y ella juega
aquí… y su cuerpo se estremece en un espasmo cuando ella está a punto de sacar del
pecho el grito que contuvo todo este tiempo, cuando apareció el cabrón este, su
pinche padre con el machete y ella ahí con las piernas abiertas y el muchacho adentro,
abrazándola fuerte, martilleando al ritmo de sus deseos y ella, que el calor lo tenía ya
justo en el pecho, a punto de explotar, no pudo seguir porque lo mataron, cuando más
lo necesitaba lo cortaron y ahora, quién lo dijera, ahora, varios meses después, éste
otro que acaba de conocer, tabla apolillada, le saca el grito que se quedó atrapado,
doliendo tanto. Este perfumado que no había visto antes, que nació en esta ciudad
que no pensó que pudiese existir, le regala el martilleo y no importa, no importa ya
nada porque hay algo ahí, algo adentro que tiene que salir.

Y ella explota, efectivamente, explota fuera de sí; más fuerte que nunca y exhala
como un lamento, largo y perfecto. Largo y perfecto…

Su placer es también el último grito del muchacho que le arrebataron a machetazos.

Y las lenguas de Hugo y su puta se enredan por instinto cuando el río por fin se viene
fuera y calma el dolor y la muerte que habían quedado encajados adentro. Todos los
ríos de todas las pieles, se vienen limpiando el miedo y el horror de lo que les ha
pasado: Lo que no eran, lo que eran, lo que querían ser y lo que no habían sido, lo que
los trajo ahí, bajo la mirada del Chino a esta recámara pintada de verde donde, en el
sentido más textual de la palabra, Hugo e Isabel se conocieron en sus orgasmos.

XIV

- ¿Cómo dices que te llamas?

Volvió la mañana.
Habían dormido después de la batalla, abrazados.
Hugo despertó temprano y melancólico, porque extrañaba a Pablo, miraba boca
abajo, sobre la cama, las motas de polvo que exhalaba la ventana. Subía y bajaba una
pierna.

- Hugo… Tu eres Silvette ¿No?

- Llámame Isabel – dijo ella – ese es mi verdadero nombre


67

- ¿Isabel? – preguntó el niño

- Si, cuando me vine para México, me cambiaron de nombre. Margarita dijo


que nunca había conocido a una puta que se llamara Isabel.

- Que chistoso – dijo Hugo – así se llama mi hermana. Y así se llamaba mi


madre también

Isabel dio una gran mordida a una manzana frente al espejo, sentada en su tocador.

- ¿Quieres? - (le extiendes la fruta roja) -

Hugo dijo que sí. Se sentaron juntos. El espejo los halagaba. Compartieron la
manzana. La niña comenzó a maquillarse.

- ¿En quién estabas pensando?

- ¿Mhh?

Isabel hizo una pausa. Tomó luego un poco de pintura roja y a Hugo le rayó la cara.

- ¡Anoche! ¿En quién estabas pensando?

- En nadie – mintió – ¿Y tu?

- Yo si…

- ¿En quien?

- No importa… un muchacho que conocí. Por él me trajeron para acá. Mi


madrina me vendió con Margarita así que tengo que pedirte un favor

- ¡Claro! Lo que quieras

- Tienes que decir que yo era virgen

- ¿No eras virgen?

- ¡Ay que buey eres! ¡Claro que no!

- Si, yo digo que eras virgen, no hay problema

- Por mi parte yo me encargo de contarle a todo mundo, cómo fue que nos la
68

pasamos

Hugo sonrió. Le dio un beso rápido en el cachete.

- ¿Tu eres mampo verdad? – preguntó ella

- ¿Mampo?

- Así les dicen en mi pueblo… maricón pues

- Creo que si

- No tiene nada de malo

- ¿No?

La niña suspiró, levantando los ojos al cielo con aquella pregunta tan tonta.

- ¿Sabes? – dijo por fin - Creo que tu y yo vamos a ser muy buenas amigas…

Hugo rió. Nunca le habían hablado como mujer.

- Y qué – siguió Isabel - ¿Estas enamorada?

- A lo mejor– dijo Hugo, como no dándole importancia

- Yo también… bueno, estaba, pero mi papá lo mató

- ¿Por?

- Porque un tipo le fue con el chisme y nos encontró… tu sabes…

- ¡Vaya!

- Se armó un escándalo que para que te cuento… por eso estoy aquí… pero ya
pasó.

La muchacha no quería parecer afectada. Se maquilló los labios y lo miró sonriendo.

- ¿Que me ves? – preguntó Hugo

- Creo que tu hubieras sido una mujer muy bonita


69

Le dio un beso, largo y tierno.

Cuando se separaron, Hugo se quedó viendo al espejo. Un poco de la pintura carmín


de ella, se le había quedado en los labios. Entonces la muchacha, le tomó la cara y en
forma natural, como si para ello hubiese nacido, comenzó a maquillarlo.

XV

El 11 de abril 1913 (era Semana Santa) desapareció Isabel Estrada, la única hermana
de Hugo. Algún vecino lioso, les dijo que se la había llevado la leva, el ejército
federal.
En aquellos tiempos era usual que desaparecieran los niños y los muchachos. Iban a
comprar tortillas o carbón y nunca volvían. Aunque la leva era una práctica que
llevaba a cabo el gobierno, los guerrilleros, los revolucionarios, también hacían lo
suyo.

El año de mayor rapto de menores fue 1915. Cuando menos ciento cincuenta niños y
adolescentes se reportaron desaparecidos en menos de un año. En una época en que la
gente no solía denunciar ningún delito es posible que hayan sido raptados muchos
más.
Se especula todavía hoy, ochenta y cinco años después con que los simpatizantes de
la revolución se llevaban a estos niños para adoctrinarlos en Puebla o en Tlaxcala,
nadie lo sabe de cierto. Tal vez los llevaban allá y les enseñaban a usar el fusil para
unirlos luego a las filas de los rebeldes.
No se ha estudiado muy a profundo qué hay de cierto en aquello de que los
revolucionarios solían secuestrar niños en la capital de la república. Es posible, sin
embargo, que más que los ejércitos bien organizados del norte y del sur (o el ejército
federal) los raptores fuesen bandas de ladrones que aprovechaban la guerra para
atacar haciendas y robar ganado. Se hacían de niños tal vez para reclutarlos en estos
ejércitos de salteadores, para obligarlos a pedir limosna o cosas peores.
Sin embargo, secuestrar niñas no fue algo normal de ninguna manera.
Lo más probable es que algo grave le haya sucedido a la niña. Hugo lo sabía, Carlos
también y su padre.
A los Estrada los tranquilizaba sin embargo, el antecedente familiar. La mamá
también, se había largado sin decir absolutamente nada, una tarde así sin más ni más.
Era factible suponer que la hija habría heredado algo de aquella locura.
En secreto, rogaban que así fuese. Deseaban que Isabel hubiese decidido buscarla, por
amor o por aventura y no que la hubiesen raptado para venderla o qué se yo.

Cuando la madre de Hugo se fue, les mandó una carta desde Mexicali. Miguel Angel
Estrada, el padre, la quemó después de leer una serie de disculpas que consideró
70

carentes de sentido. Sus hijos no se enteraron ni de sus razones ni de su estado de


salud.

De cualquier forma, los niños sabían que la familia de su madre vivía en el norte.
Isabel hija, alguna vez expresó en voz alta el deseo de buscarla en casa de sus tíos con
todo y revolución.
Ni Hugo ni Carlos la apoyaron porque estaban heridos. También ellos se habían
sentido traicionados.

Es factible posible pues, pensar que Isabel decidió, aquél 11 de abril, hallar los
medios para ir al norte y encontrarse con la familia de su madre.
Personalmente yo no lo creo, pero dejémoslo escrito aquí. Digamos que así sucedió
porque Hugo y Carlos sufrieron mucho por Isabel.

Si: Escribamos que Isabel Estrada tomó la carretera de un país en crisis, se fue al
norte y vivió una vida larga y feliz. Por alguna razón inexplicable no dijo nada y años
más tarde, cuando quiso saber de sus hermanos, la vida de todos había girado tanto
que no tuvo forma de saber qué sucedió con ellos, ni donde estaban, ni cómo
encontrarlos. Todavía hoy, algunos de sus hijos y nietos la visitan el día de muertos
en un cementerio de Baja California. Le llevan cigarros y ron y pasteles azucarados.
Se ríen cuando recuerdan sus chistes cínicos, su sentido del humor un poco oscuro.
Hugo deseó tanto, siempre, hasta el día de su muerte que así fuera que así lo
escribimos hoy, que así fue y que así sea.

De cualquier forma, el tiempo no se detuvo (¿Alguna vez lo ha hecho? ¿Detenerse?).


Hugo y Carlos siguieron trabajando y los gemelos yendo a la escuela; cada día, sin un
minuto para mirar atrás.

Era temprano al día siguiente y Hugo en el taller, entintaba un molinillo y daba grasa
a una de las máquinas. Al fondo del salón, Don Fernando practicaba un nuevo truco
con la baraja.

Pablo se acercó y le dijo:

- ¿Qué te pasó changuito? ¿Por qué tan callado?

- ¡Nada! ¿A ti que te pasa? – respondió Hugo en voz alta, como retándolo.

- ¿De qué? Yo normal

- ¡Normal!

(Sonrisa sarcástica: “normal”). Los nervios de Hugo reventaron:


71

- Ese es el problema – escupió - que estas “normal”, siempre “normal”. Aunque


otra vez venimos el sábado y estas “normal” aunque le habías dicho al padre
que no volveríamos a hacerlo y estas “normal” como si nada, siempre
“normal”

- Shhh – dijo Pablo muy alarmado - ¿Qué te pasa? ¿Quieres que todos se
enteren de que eres maricón o qué?

- ¿Yo soy el maricón? – Hugo levantó la voz un poquito más.

Pablo tomó al otro por la solapa. Levantó un puño. Hugo, sin embargo, no estaba
asustado. Lo miró de frente. Hubo silencio de todos. Sus compañeros sonreían aquí y
allá. Esperaban con gusto algún pretexto para saltar en medio de una batalla..
Finalmente, el puño también se quedó esperando.
Pablo dijo (hombrunamente sobreactuado)

- ¿Qué te pasa cabrón? ¡Un día de estos te voy a romper la madre!

Hugo se arrancó la mano de la solapa, calmado y amenazador:

- Un día de estos, Pablo – le dijo - soy yo el que te va a partir la madre

Hubo expresión de sorpresa general. Los compañeros estaban deseosos de que


comenzara la pelea. Hubo algunos gritos furtivos (“dale” “no te dejes”) que atrajeron
la atención de Don Fernando quien muy a su pesar tuvo que dejar suspirando la
baraja y se acercó para separarlos.

- ¡A ver cabrones! ¿Qué se traen? Se me ponen a trabajar ahorita mismo…

Y separó a los aprendices que se fueron cada cual por su propio lado; mentando
madres y murmurando.

Un poco más tarde, mientras Don Fernando revisaba una prueba recién salida de la
impresora, Pablo volvió a acercarse:

- ¡Está bien, cabrón! Si te enoja tanto y así lo quieres, ¡Ahora si no volveremos


a hacerlo! Lo juro: ¿Esta bien?

- Yo no estoy diciendo eso Pablo... No sé porque estoy así. Es que ¿Sabes?...


Mi hermana…

- ¿Qué tienes Hugo? ¿Qué te pasó?


72

XVI

A la hora de la comida, los niños se fueron a un puesto de tacos de canasta que ponía
un muchacho sobre una bici despintada muy cerca del taller.

- La verdad es que algo tiene que haberle pasado a la Isabel… - concluyó Hugo
-

- Vas a ver que luego regresa –

- Algo malo…

- ¡Oh que no! ¡A mí se me hace que se fue para la revolución! O a buscar a tu


mamá… Acuérdate que el otro día dijo que quería irse…

- Me lo hubiera dicho… A mí… o a Carlos…

- ¡Mira! No puedes ponerte triste por todo lo que pasa en este país.
Tranquilízate. ¿Quieres que nos veamos hoy en la noche?

Hugo se limpió con el dorso de la mano una lágrima de rabia. Había algo de
seguridad en esta forma un poco frívola de tomar la vida.

- Está bueno – le contestó

- ¿A las ocho? ¡Te tengo una sorpresa!

- ¿Una sorpresa?

- Ey

Levantó los hombros. Agradecía por dentro aquella muestra de interés.

- Entonces ya quedamos. A las ocho ahí enfrente del reloj chino ¿Sale?

- ¡De acuerdo! – dijo Hugo sin muchas ganas.

XVII

Por la noche, Hugo esperaba sentado bajo el reloj aquél que se quedó pasmado por
una bala que atravesó sus fierros durante la decena trágica. A la glorieta toda, la
iluminaba la luna.
73

Le dieron ganas de fumar y encendió un cigarro viejo con el último cerillo de la caja
que tomó “prestada” del cajón de Carlos.
El humo le abrió la garganta, le abrió la cabeza, le relajó los nervios. Era placentero
fumar.
Se tranquilizó un poco. La tristeza se le volvió nostalgia.

Entonces apareció un hombre. Un hombre moreno y alto; elegante, con polainas y


gabán.

- ¿Me regalas un cigarro? – le preguntó

Hugo le acercó su propio cigarro sin dar explicaciones y sin mirarlo. El otro, al
tomarlo, le rozó los dedos discretamente.
El corazón del muchacho se aceleró.

Una nube de humo cubrió la cara del desconocido que exhaló el humo con un siseo
largo e inusual.
Se miraron a los ojos. El hombre sonrió y levantó un poco su sombrero, como si
estuviese ante una señorita.
Hugo estaba un poco abochornado.
Estuvo a punto de decir alguna cosa pero al final, no se atrevió.

- Gracias – fue lo único que le salió, después de un compás estúpido y


bochornoso

Y le dio la espalda y se marchó.


Y Hugo se sentó consternado, sin saber qué había sentido ni porqué se le había
acelerado el corazón.
Bajito se escuchaba, allá lejos el tañido en el vientre de otro reloj dando las ocho.
Pablo llegaría en cualquier momento.

Siguiendo el ritmo del tañido, el hombre aquél, de gabán y polainas, saboreando el


humo del tabaco de Hugo, se perdió en alguna de las calles contiguas a Bucareli.
74

IV El Amor y la guerra de Pablo Aguirre.

El 19 de febrero de 1880 nació en una hacienda del norte de México el General


Álvaro Obregón...

- Dime cabrón, ¿Alguna vez has visto los ojos del presidente?

- ... Por supuesto que si – afirmó Rangel con orgullo en la cantina indiscreta – he
visto los ojos de mi general muchas veces

- No ¡De verdad Ramiro! – Dijo Pablo borracho - sus ojos cuando te mira de
frente… cuando está a punto de entrar en la batalla…

El cabo se quedó callado, con la boca un poco abierta.

- … Cuando toma decisiones…

Aguirre se calló también, con reverencia.

Dio a su caballito de tequila un trago largo y se quedó pensando. Nunca, en toda su


vida civil o militar, Pablo había admirado a nadie tanto, como al general Obregón.

“Álvaro Obregón”. Bastaba escuchar su nombre para saber que era un guerrero, que
había nacido para mandar, para ser presidente…
Pablo, desde que supo de su existencia, había hecho todo lo posible por incorporarse
a sus filas.
Por supuesto, al principio se había ido a la guerra como tantos otros, con la única
intención de abandonar su casa, el taller, la disciplina católica de su padre. Quería
buscar la aventura y cambiar su destino mediocre, ser un héroe, un soldado como los
de los cuentos infantiles. Para lograrlo estaba dispuesto a matar, a Hugo incluso y a
Pablo Aguirre.

El papá de Federico Quintero lo ayudó a enlistarse en el ejército federal aunque no


tenía aún la edad requerida y Pablo que era casi un niño, se sintió héroe marchando
fuera de la ciudad hacia el futuro de México.

Su primer comandante fue el General de División Pascual Orozco, quien ya para estas
había olvidado la revolución y tuvo el mal gusto de reconocer al gobierno de Huerta
(fue el traidor quien lo nombró General, ni más ni menos).
75

Pablo marchando fuera de México para unirse a las tropas de Orozco había dejado
atrás su pasado, sus miedos, su celo. No sabía nada de política y tampoco le
interesaba: quería ser otro, nada más. Un poco como Hugo, aunque las sutilezas de su
transformación correspondían a otra naturaleza.

Más tarde, cuando comenzaron las batallas de verdad y por las noches en el
campamento le contaron de qué se trataba la guerra; cuando supo qué se estaba
peleando, porqué se estaba peleando, cuando entendió, muy a su manera, los intereses
de los diversos bandos y los cambios bruscos en la dirección de los ejércitos, no hubo
nunca un nombre y un rostro que le llamara tanto la atención en los periódicos y en
las conversaciones como el de Alvaro Obregón.

Y Pablo se fue marchando; como Mambrú se fue a la guerra, pero cambió de bando
… y de ejército.
Se distinguió en la batalla y nunca le tembló la mano para matar.

Y lo logró: logró conocerlo, estar con él, luchar a su lado, sentir el peso de sus ojos,
ser el más joven de su círculo inmediato, ser un hombre del hombre: de Alvaro
Obregón.

El líder de carne y hueso no lo había decepcionado, al contrario, su admiración creció


todavía más cuando lo tuvo cerca: el deseo de ser como él, de ser él…
Y estuvo a su lado en Torreón y en el exilio, y estuvo con él en Guerrero y cuando lo
traicionaron… y cuando, tuvo que ponerse a las órdenes de Adolfo de La Huerta (él,
Obregón quien nació para mandar ¡A las órdenes de de la Huerta!)
Pablo estuvo con Obregón en Sonora y antes, durante su convalecencia, cuando
perdió la mano. Estuvo en la ciudad de México donde su nombre sonaba grande: con
toda la profundidad de un héroe que ganó siempre, todas las batallas, políticas y
militares.

Isabel había notado, en los últimos años de su vida junto a Pablo, ciertos cambios en
su naturaleza: Imitaba al presidente hasta en los detalles más íntimos, en la forma de
pararse, de alisarse el bigote, de cruzar los brazos o acomodarse el saco; en la forma
de amenazar o cerrar los ojos, de saludar o ver, de caminar o mentar madres. Soñaba
con sentarse en su trono de Palacio Nacional, en tener sus tamaños, su pluma, su
oficina, su firma; su historia de jefe y hombre de mando. Se ofendía cuando alguien
lo llamaba “manco”, era capaz de matar si alguien sugería que traicionó a Carranza,
escupía al escuchar el nombre de sus enemigos.

Si, hacia el final de la guerra el capitán Aguirre ya no estaba enamorado ni de Isabel


ni de Hugo. Estaba enamorado solamente de Alvaro Obregón…
76

II

En el campamento aquél que se montó la última noche de la revolución, había caído


el sueño.
Daniel, el Tusa, abrió los ojos. No podía dormir. Miró a Isabel del otro lado de la
fogata, jugaba con Salud, el hijo de Dolores: “A los maderos de San Juan… Piden
pan y no les dan… piden queso y les dan…“

- Un hueso – gritó el niño

(Sonríes, Daniel y cierras los ojo)

- Mira Isabel – gritó Salud – Quinientos metros

Presumía el niños, lo lejos que llegaba el chorro de su orina.


Isabel reía y al Tusa este sonido, su risa, la felicidad de ella, le erizaba la piel.
Cuando la amante de Aguirre recostó a Salud (“Buenas noches” y un beso) en un
petate junto a su madre, el Tusa discretamente se quitó de encima el jorongo que lo
cubría y se preparó para seguirla.
Era cosa de no despertar a nadie, sobre todo a su madre, que roncaba exhausta por
haber caminado tanto.
Isabel se alejó por el campamento.
Algunos hombres bebían y fumaban en silencio, con los ojos vidriosos concentrados
en el chirrido de los maderos consumiéndose en las hogueras.
Daniel, con los pies descalzos (y heridos) fue tras ella. Aunque algunos soldados lo
notaron, no le dieron importancia. Era un niño, pensaron, que se va a hacer sus
necesidades allá lejos, junto a la vía que se quedó muerta en espera de refuerzos.
No lo relacionaron con Isabel que había pasado unos segundos antes.

- ¿Quién anda ahí? – preguntó ella cuando el pie desnudo del Tusa reventó una vara
seca por la mitad

Daniel agazapado tras una roca la miraba con el corazón dándole tumbos.

- ¿Quién anda ahí?

El Tusa, atento la escuchó decir:

- ¿Quién decía? ... ¿Quién decía que preguntar: “¿Quién anda ahí?” es de mala
suerte?

Daniel se quedó consternado. Hizo una mueca. Era raro escuchar a alguien hablando
consigo mismo. Era como hurgar en su cabeza, como echar una mirada sobre sus
77

pensamientos.

- ¿Quién anda ahí? – Gritó Isabel, bromeando; retaba de así a la mala fortuna, pero
la suerte no le devolvió ni siquiera el eco de su pregunta.

Y luego, la muchacha se puso a cantar:

- “Me dijiste que fue un gato el que entró por tu ventana”

Más allá, quedó un vagón roto junto a la vía. Algunos metros más adelante había
también un árbol, una piedra enorme y unos arbustos. Hacia ahí se dirigió Isabel.
El Tusa retomó ánimos y fue tras ella, agazapado como un animal, pero de pronto:
Apareció frente a él una culebra. Lo miraba con los ojos abiertos, indecisa entre
morder o retirarse.
Daniel se quedó petrificado. En un instante recordó haber soñado todo esto. Haber
soñado esta serpiente y él ahí, con los pies helados y desnudos. Tuvo miedo, porque
no recordaba el final de su sueño…

III

Pablo Aguirre suspira, en otro lugar y en otro tiempo.

Como Daniel cuando mira a la serpiente, el Teniente Capitán tiene miedo, un miedo
que le sale de los intestinos. Duerme y sufre alguna de las muchas pesadillas que lo
han atormentado desde que llegó a la ciudad de México. Se revuelve en su cama,
agita las manos, quiere despertar pero no puede…

Los más insignes hombres de Obregón vivieron los primeros meses de su estancia en
el centro del país en el Gran Hotel de la ciudad de México.
La situación del edificio es privilegiada. Solamente el Zócalo lo separa del Palacio
Nacional. Ahí, en aquellos cuartos sobrios pero elegantes, atendidos como monarcas,
los hombres de la nueva elite habían esperado la toma de posesión del nuevo
presidente.
Aguardaban ahora, si es posible, aún con mayor impaciencia la conformación del
gabinete que tomaría las riendas de la joven República Mexicana.
Aguirre, como muchos otros, vivía cómodo en el Gran Hotel, cargando las cuentas al
erario nacional. Esperaba encontrar tiempo más tarde para comprar una casa con su
amante, una casa grande como sus aspiraciones; una que opacara la de los Estrada en
Tlalpan, aquella casa de campo que tanto lo impresionó cuando era niño.
Mientras se llegaba el momento, el capitán no hacía otra cosa que esperar, intrigar e
imaginar cómo sería el momento de la llamada telefónica que indicaría finalmente
que él, Pablo Aguirre había sido ascendido a General y que, por si fuera poco, se le
regalaba, con su nombramiento, una rienda del gobierno, un ministerio nacional.
78

Cuando recibiera la llamada, pensaba Aguirre, todo iba a ser felicidad. Él, Pablo,
podría salir y pavonearse al fin por las calles de la capital; reconciliarse con su padre
tal vez (el hombre nunca le perdonó que se hubiese cambiado el apellido, sin contar
conque Pablo había entrado al colegio militar sin avisarle y había aprendido a matar
con todo y que su educación infantil había sido estrictamente católica).
No importaba nada: cuando Obregón lo distinguiese con un ministerio, Aguirre
podría ser un hombre nuevo y – tal vez – olvidar por completo su pasado.

El futuro idílico en aquél momento quedaba lejos.

(Ahora, Pablo, sufres una pesadilla y te retuerces en la cama y por más que lanzas
maldiciones semi-inconsciente, no puedes abrir los ojos)

Isabel despertó con los gemidos de Pablo al lado suyo. Todavía un poco dormida lo
miró. Las venas pulsaban en la sien del revolucionario.

- ¿Pablo? – le dijo al oído...

IV

Algunos meses antes, el Tusa se había quedado petrificado. Con mucho cuidado,
para no alarmar a la culebra que lo miraba de frente, caminó en reversa y de un salto
se refugió en el vagón junto a la vía.
Desde ahí, con el pulso agitado, sobrecogido, con ganas de vomitar de espanto,
encontró un espacio propicio para mirar a Isabel que se desabrochaba las faldas y las
telas y los fondos preparándose para orinar.
El pulso de Daniel se aceleró todavía un poco más. Abrió los ojos lleno de calor en el
pecho

- I – sa – bel – intentaba gritar el Capitán Aguirre en su habitación del Gran Hotel


de la ciudad de México.

(No te sale más que un gritito agudo como el del día de tu muerte Pablo Aguirre)

Su mujer lo toca discretamente, con discreción. No quiere sobresaltarlo. Intenta


hacerlo despertar sin demasiados aspavientos.

VI
79

En el campo yermo:

- ¿Quién anda ahí? – pregunta Isabel, cuando escucha un ruido que viene del
vagón abandonado.

(Sisea la culebra)

Daniel sale corriendo de las entrañas del vagón junto a la vía.

(Pero te detienes y te quedas ahí, un instante o dos, parado frente a ella sin saber qué
pensar o qué decir)

- ¿Quién eres? – Grita Isabel asustada.

(Las nubes se mueven y los cuernos de la luna iluminan un poco tu cara)

- ¡Daniel! ¿Qué haces aquí? –

El Tusa la mira estupefacto.


Pero como que despierta de pronto y sale corriendo de vuelta al campamento.

- ¡Tusa! – grita Isabel

Pero el otro no escucha. Vuelve corriendo al campamento y se acurruca, como si


fuese un niño pequeño, en los brazos de su madre. Socorro lanza un suspiro. No abre
los ojos.
El Tusa sonríe satisfecho y se prepara para soñar y pensar en todo lo que acaba de
ver.
VII

- ¡Despierta Pablo!

Un aire como de realidad y espanto recorre la piel del capitán Aguirre

- ¿Qué pasó? – se levanta agitado; despierta sudando

- Era un sueño, no te preocupes

- ¿Isabel?

- Si, soy yo, no te preocupes...

En el Gran Hotel de la ciudad de México, Pablo Aguirre termina de reconocer su


80

habitación: el techo, el espejo, el tapiz, la luz filtrándose por el baño, el aroma de


Isabel y el suyo propio. La cortina inflándose con el aire que entra por el balcón.

- Federico – dijo una vez que recuperó el aliento– estaba soñando con Federico

Se rascó la cabeza a punto de soltar la carcajada. .


Isabel lo miraba consternada. Después de una pausa, se rieron juntos.

- ¡Ese cabrón! No me deja ni en sueños.

Isabel le acaricia la cara.

- ¿Qué estabas soñando?

Se recuesta en el regazo del capitán.

- No sé, algo con Federico y … No me lo vas a creer

- Te lo juro Aguirre, que de ti puedo creer cualquier cosa

- También estaba soñando con La Llorona

- ¿La Llorona?

- Si ¡Te lo juro!

- Eres un niño Pablo – sonríe Isabel y le planta un beso

- Conque un niño ¿Eh?

Con cariño, Pablo conduce la mano de su mujer rumbo a su sexo.

- Bueno – dice ella, acariciándolo – no en todos los sentidos

Pablo Aguirre y su amante hicieron el amor aquella mañana besándose largamente;


como siempre que estaban contentos.

VIII

- ¿De qué te ríes? – preguntó el capitán

Habían terminado de hacer el amor y miraban para afuera de la ventana en el gran


81

Hotel de la ciudad de México.

- ¡Nada! Me estaba acordando de tu cara hace rato cuando no podías despertar

- Era algo con el cabrón ese de Federico… ¿Qué sería?

- Lo bueno – dijo ella – es que según ustedes, son los mejores amigos

(Aguirre, recuerdas una tarde en el parque cerca de la vecindad donde vivías con tu
padre.

- Tu sabes – te pregunta Federico - ¿Lo que significa conocer?… )

De vuelta en el Gran Hotel, Pablo sonríe, recordando sus iniciaciones sexuales.

- ¡Mi mejor amigo! ¡Ni madres! Con el cabrón de Federico, todo se puso mal desde
que nos encontramos y ahora, en la guerra… se moría de celos cuando el general
me nombró su secretario para la campaña presidencial

- ¡Vámonos de aquí Aguirre! – dijo ella – La ciudad no puede ser buena para
nosotros

- Mira, no vamos a discutir eso otra vez – el humor de Pablo había cambiado de
pronto - Tengo aquí, en el puño, una carrera política y no la voy a dejar.

- ¡Va a estar duro que seas presidente!

Aguirre se puso rojo. Sintió como si lo estuviesen maldiciendo.

- ¡Lo que va a estar duro es que me quede contigo!

Isabel, cansada de los cambios bruscos en el carácter de Pablo. Le dio la espalda y se


metió en la cama con ganas de dormir todavía un poco más.

IX

El fin de los enfrentamientos militares puso en la mente de todos los mexicanos un


dejo como de buen humor. Aunque el país estaba en bancarrota había signos que
apuntaban hacia un progreso constante.
Por ejemplo: La fábrica de automóviles Ford acababa de abrir una fábrica en el centro
del país. Demostraba con esto que los capitales extranjeros efectivamente tenían fe en
el futuro de la república revolucionaria.
Los militares y los civiles, inmediatamente quisieron ponerse a la moda del mundo y
82

vivir como las mujeres y los hombres en las capitales del mundo: París, Londres,
Nueva York.

Del otro lado del espectro, habían aparecido otras modas. Ideologías, les llamaron: La
revolución bolchevique, el triunfo de Lenin en Rusia, la entrada en vigor de la
primera constitución socialista en 1921…

Según esto, era factible algo que antes sólo los teólogos o los ilusos habían pensado:
Los pobres podían ser emancipados.
Con el triunfo del socialismo en Rusia, parecía evidente que el mundo no tenía
porqué dividirse en ricos y pobres. En México, después de todo, la Revolución fue
también producto de un descontento social así que, con los soviéticos, los nuevos
gobernantes de la república tenían muchos puntos en común.
No todos, ni siquiera los más importantes, pero sí muchos.
El carácter social de la Revolución le dio al país un giro antiburgués muy particular:
Aunque los militares obregonistas vestían a sus mujeres de Coco Chanel y aunque
comían con cubiertos de plata y se empeñaban en aprender las etiquetas porfiristas,
eran liberales, anticlericales y defendían con encono (cuando menos en las
discusiones públicas maceradas con coñac) a los indígenas y a los pobres.

El desayunador del Gran Hotel era como una metáfora del país: Allá afuera, en el
Zócalo mendigaban todavía cientos de niños morenos mientras que adentro, los
militares del nuevo gobierno levantaban el dedo meñique para brindar por el futuro
de los pobres con sus vasos llenos de champagna con jugo de naranja.

- ¿Estas enojada? – preguntó Pablo y untaba con el cuchillito sin filo un cuerno con
mantequilla para hacer como que no le estaba dando importancia al pleito de la
mañana.

- ¡Para nada! – Respondió Isabel

La mesa del general olía a mermelada y hojaldre. Los flanqueaban dos pistoleros bien
entrenados que no se hacían notar demasiado.

- Estoy arrepentido de lo que te dije en la mañana – suspiró el general y dio un


sorbo a su tasa de porcelana – Tu eres mi mujer pero… necesito… Sabes ¿No?
Necesito que me apoyes para tener un mejor… futuro. Mira, me dijo Juárez que
Obregón tiene mi expediente en su escritorio

- ¿Y?

- ¿No te das cuenta? ¡Va a nombrarme ministro! – rió - ¡O a correrme, a lo mejor!


83

Isabel levantó los ojos, bromista

- No creo que quiera correrte después de la campaña que le armaste

Luego bajó los ojos

- Si te vuelves ministro, es evidente que no vamos a tener más que problemas

- No lo veas de esa forma. Si me vuelvo ministro vamos a ser más ricos

- A mi no me interesa – dijo ella. Créeme que puedo pasármela bien

Sonrió con amargura pero después de una pequeña pausa concluyó:

- Mira: ¡De acuerdo! Después de todo Vas a hacer lo que quieras. Siempre has
hecho lo que quieres y ¿Quién soy yo para impedírtelo?

- ¡Te amo! Quiero que me creas: ¡De verdad! ¡Necesito que me creas!

Le tomó la mano y le dio un beso con algo que parecía veneración.

Mas tarde, paseaban por el Zócalo con rumbo del Palacio nacional.
Estaban jugando. Ella silbaba una melodía y él...

- Si yo encontrara un alma como la mía… - Gritó el general. Esa es mi preferida


¿Cómo no me la voy a saber?

- ¡Igual! – sonrió Isabel - ¿Cómo te voy a ganar si te sabes todas las canciones?

- Ya lo ves: tengo alma de cantante

- Muy bien señor cantante. He estado… ¿Sabes Pablo? He pensado que ya que
llegamos tan lejos y que estoy aquí sin saber muy bien cómo… del brazo tuyo en
la ciudad de México frente a la catedral y el Palacio nacional... ¿Quieres estar
conmigo?

- ¡Claro que quiero!

- Entonces si quieres, voy a apoyarte en todo, pero me preocupas... yo no sé que va


a pasarte con todo ese círculo de matones…

Pablo levantó los ojos al cielo y sonrió


84

- ¡No es para tanto! No va a pasar nada, de verdad

- ¿Lo prometes?

- Palabra de revolucionario

- Uhhh – rió Isabel – entonces seguro que no vas a cumplir.

Se abrazaron un poco y se dieron un beso discreto para no contrariar demasiado las


etiquetas.

- ¿Vas a volver tarde?

- Como a las seis – contestó Pablo acomodándose el uniforme antes de entrar al


Palacio - Dile a Donato que te lleve a dar una vuelta por la ciudad y no seas tan
preocupona ¿De acuerdo?

- ¡Prometido! A lo mejor me voy a dar un tiempo para visitar a la Doloritas…


¡Extraño a sus niños!

- ¡Ta bueno! – dijo Pablo que se acomodaba el uniforme listo ya para entrar al
edificio

- ¡Nos vemos a las seis!

- ¡Mero a las seis!

Isabel volvió al hotel y ahí se estuvo un rato, escuchando al pianista en el salón


principal: “Júrame, que aunque pase mucho tiempo, nunca olvidarás el momento…“.
Escuchar esa música la hacía sentirse feliz. No hay otro adjetivo: feliz, como después
de hacer el amor.

Por aquellos tiempos, Isabel y Pablo descubrieron un nuevo gusto: El cine.


No es que antes no lo hubiesen conocido, pero en 1921 tuvieron por fin el tiempo y el
dinero para ver todas las películas que quisieron.
Se aprendieron los nombres y las caras de Rodolfo Valentino, Tom Mix, Gloria
Swanson y los mexicanos Carlos Villaltoro y Elena Sánchez Valenzuela, la diva que
hizo por aquellos años Santa, la mujer aventurera, puta buena, que inspiró tanto cine
y tantas historias como ésta.

Conocieron también nueva música que venía del norte (Jazz, le llamaban) y rieron
85

sorprendidos con un aparatito que les presentó un secretario del general. Era una
curiosidad apenas: Se llamaba radio y Obregón estaba convencido de que a nadie le
iba a interesar: “A quien puede gustarle recibir un mensaje que no va dirigido a nadie
en particular”, comentó uno de sus asesores para quedar bien con el presidente.
En los periódicos se enteraron de la aparición del nazismo en Alemania, del facismo
en Italia, de la guerra de Marruecos en España y de la gran depresión en
Norteamérica.

Afuera el mundo parecía caerse a pedazos y sin embargo después de su Revolución,


México estaba rozagante, y parecía lleno de buena salud… tanta como la que había
en la relación entre Pablo e Isabel. Nadie hubiese podido pensar que pronto todo
aquello iba a acabarse… y no había en el continente americano una pareja tan fresca y
tan joven como la de ellos y no había en el continente americano una ciudad tan llena
de luz y vida como la capital mexicana.

Entonces, con motivo de los cien años de la consumación de la guerra de


Independencia, el gobierno creó una compañía de Opera que iba a presentarse en
todos los teatros de la ciudad.
Pablo e Isabel fueron invitados a la presentación de Nabuco con Fanny Anitúa,
Claudia Muzio y Virgilio Lazari…

Después de los aplausos (de pie, por supuesto) vino la fiesta en el Lobby del teatro
principal. Isabel estaba triste y se miro un rato largo en uno de los espejos. Se quitó
los aretes. Se sintió cansada.
Había comenzado a angustiarle que el país estuviese tan maquillado y tan lleno de
trapos. Verse ahí, en el espejo le recordaba esto: Que aquí todo parecía lujo y
voluptuosidad y sin embargo, más allá, en las calles de la periferia, en el campo, en la
selva y la montaña las cosas no habían cambiado para nada. Ella lo sabía. Aquella
tarde había ido a visitar la nueva casa de Dolores en una vecindad detrás de Catedral.
No tenían agua ni siquiera, no había escuela para Carmen, la más chiquita, no había
vacunas para Pablo, el niño que nació en mal momento, ya cerca de la capital.

En el teatro, el Capitán Aguirre ríe y llama a su mujer; le presenta a viejos amigos de


parranda. Los meseros van y vienen sirviendo jaiboles entre la concurrencia. Los
hombres presumen sus trajes. En los pechos de las mujeres resplandecen las alhajas.

Los amigos de Pablo se despiden.

- Vaya – dice el capitán con un dejo de inocencia – Aquí puede verse que las cosas
no han cambiado en el fondo

- Efectivamente, no han cambiado – suspira Isabel


86

- ¡Esta bien!

- ¿Está bien?

- Bueno… cambió lo que tenía que cambiar ¿No? Las cosas buenas se quedaron

- Pablo: ¿fue para eso la Revolución? ¿Para que cambiara lo que tenía que cambiar?

- Por supuesto que si

- No seas hipócrita Pablo

- ¿Y’ora tu? ¿Qué mosca te picó? ¿De cuándo acá me saliste tan revolucionaria que
hasta me dices hipócrita?

- Porque no fue por nadie que te metiste a la revolución: te metiste por ti mismo,
para estar aquí, rodeado de burgueses mientras la gente que luchó de verdad está
allá afuera muriéndose de hambre todavía.

- ¡Eso no es cierto Isabel!

Era tal vez el miedo al futuro o el hartazgo de jugar a ser otra cosa. Isabel explotó:

- Estoy harta de todas estas gentes, incluso de mí y de ti…

El Capitán, por su parte tampoco estaba para escuchar discursitos edificantes:

- Pues lárgate. ¡No se que haces conmigo! ¡No se para qué me seguiste!

- Vamos a dejar una cosa bien clara Pablo Aguirre: yo no te seguí.

- ¿Ah no?

- Por supuesto que no y si estás con ganas de arrepentirte ¡Se acaba! Y


efectivamente, me largo.

Un golpe de sensaciones encontradas penetró el cerebro de Pablo. Era evidente que


la necesitaba, que quería tenerla junto y sin embargo. Hubiese querido una mujer más
como las de aquellos tiempos, sumisa… menos rebelde digamos ¡Menos liosa y
revolucionaria!.

- Haz lo que quieras no me importa un comino ni tu vida ni dónde vas a terminar –


dijo Aguirre
87

La gente en el lobby del teatro había comenzado a notar cierto tono poco amistoso en
la pareja.

- Todo esto es demasiado. Toda esta mierda es demasiado. Todo este hacer como
que no pasa nada. ¿Dónde están los amigos con los que comenzaste la
Revolución?

- ¿Quintero?

- ¡Por favor! ¡Ese es igual a todos! No, tus amigos de verdad: Darío y Salvador
¿Dónde están?

- ¡No lo sé! A Salvador lo mataron...

- ¿Qué ganaron? ¿Qué puesto ganaron? ... ¿Para qué se murió Salvador? ¿Para que
tu vinieras al teatro con estos perfumados? ¿A escuchar opera? ... Pero yo soy
igual, supongo y vamos a dejar que pase el tiempo hasta que todo nos explote en
la cara y no haya lugar para volver atrás…

- ¡Calmate! La gente nos está mirando

- ¿Y qué importa Pablo? Si de todas formas vamos a seguir haciendo como que no
pasa nada y de todas formas vamos a jugar a que somos como ellos y de todas
formas vamos a seguir siendo aquí un par de burgueses más

Sin que nadie hubiese podido adivinarlo, Pablo le soltó una cachetada que calló no
sólo a Isabel sino al resto de la concurrencia.

Hubo un instante de sorpresa y luego ella, intentando recuperar la compostura, salió


enojada del teatro y se perdió en la noche de la ciudad.

XI

Una vez que se le fue el coraje, Isabel comenzó a sentirse muy a gusto caminando sin
pistoleros por las calles de la ciudad...
Conversaba con ella misma.
Trataba de convencerse de que aquellos siete años junto a Pablo valieron la pena y de
que sufrir era innecesario aunque era evidente que todo había comenzado a hundirse
lentamente.

(Acéptalo Isabel, no es que te preocupen los pobres ni que seas una revolucionaria de
verdad. Después de todo, la guerra a ti sólo te sirvió de celestina. Y la muerte de
88

Salvador y la de muchos otros si cambió las cosas. No hay nadie más taimado que
quien diga que la revolución no sirvió para un carajo pero eso, aquí, no vamos a
discutirlo. Estás enojada porque Pablo se ha transformado demasiado y sabes que a
dónde él va no quieres seguirlo)

En una esquina, arrinconada encontró a una vieja mendigando: muerta de frío,


hablaba con algún compañero imaginario y se rascaba las canas llenas de piojos y
lodo. Despedía un olor agrio de alcohol y orines e Isabel sintió mucho miedo porque
tuvo de pronto la sensación de estar viendo su propio final.

- ¿Cómo te llamas? – preguntó

Pero antes de que la mujer dijera nada, como tenía miedo de la respuesta, Isabel le dio
un tostón y salió corriendo de regreso, al Zócalo: al lado del capitán.

XII

Poco después de las tres de la mañana entró a la habitación del Gran Hotel, Pablo
Aguirre. Estaba completamente borracho. Tomó su pistola y la colocó sobre el buró
como para que le hiciera guardia.

Se dio todavía tiempo para mirarse en el espejo y tallarse los dientes con un dedo.
Miró a Isabel acostada ahí, abrazada de una almohada. Se sintió reconfortado. Se le
acercó un poco mareado.

- Oye – le dijo al oído – ¡Despierta!

Sin decir nada ella se volteó y se le echó a los brazos. Así estuvieron, enlazados un
rato largo.

- Perdóname ¿Si? – dijo el general

- ¡No me vuelvas a pegar! – le pidió ella como si fuese un niño

- Te lo prometo… estoy muy arrepentido … no lo recuerdes por favor. Olvídalo,


bórralo de tu mente.

Se besaron. Pablo comenzó a desvestirse, a quitar las sábanas, a encontrar el lugar de


las caricias y desde el balcón se metía un inquietante aroma de novedad.

XIII

Cuando volvió la mañana, entre Isabel y Pablo Aguirre había vuelto también la
89

complicidad. Eran las cuatro y media y el cielo negro comenzaba a volverse azul
pálido, casi gris.

El general, con ojos nostálgicos fumaba en el balcón de su recámara. Isabel descorrió


la cortina y afuera, lo abrazó por la cintura.

- ¿Otra vez no puedes dormir?

- ¡No! ¡No puedo!

- ¿Qué tienes Pablo? ¡Deja de preocuparte tanto! ¡Te vas a quedar pelón!

Se rieron

- ¿Y que? ¿me vas a querer de todas formas aunque sea pelón?

- Aunque en lugar de cabeza tengas una bola de billar yo te voy a querer…

Pablo un poco reanimado, riendo, lanzó por el balcón la colilla de cigarro.

- ¡Mañana quiero que estés más guapa que nunca! – le dijo

- ¡Lo que usted ordene mi Capitán! ¿Tenemos una cena?

- Otra cena de hipócritas – dijo Aguirre con sonrisa chueca

- ¿Qué le vamos a hacer? Y ¿Cuál es la dirección exacta si puede saberse?

Pablo suspira

- No te hace muy feliz esta cena ¿Verdad Aguirre?

- No, no me hace muy feliz

- Supongo que es en casa de Federico Quintero

- ¡Ey!

- Te prometo Aguirre, que voy a ser la mujer más guapa de toda la ciudad: Federico
se va a morir de envidia

El Capitán levanta los ojos al cielo:


90

- Mas envidia no por favor – dice bromeando

- ¿Qué celebran?

- Tenemos seis meses de haber llegado a la capital

- ¡Seis meses ya!

El capitán asiente; se besan.

- ¡Mira! – dijo él, repentinamente entusiasmado – ¡Se encendió una luz en el


Palacio Nacional!

XIV

… Hay quienes viven movidos por el deber, son los moralistas. Otros se engañan
pensando que actúan por devoción, son los ilusos. Hay quienes hacen de las suyas
articulados por el dinero, los avaros. A otros los mueve la envidia, simple y llana,
temblorosa y verde: la envidia.

Amelia Quintero y su esposo, Federico eran de esta especie. Los unió la envidia y
atados estaban en esta búsqueda desde que se conocieron, mucho antes de antes que
terminara la revolución.

Cuando Obregón y sus hombres llegaron a la capital de la república por vez primera,
Federico fue de los pocos que se dio tiempo para comprarse una casa grande y con
jardín y fuente como le gustaban. Quería despertar en los otros esta sensación que
tanto disfrutaba: Finalmente se quedó con una ganga; una mansión en San Angel de
tres pisos, techos altos de madera y rodeada de jardines. Estaba lejos del centro si,
pero valía la pena.
En la habitación principal de su casa, Federico coqueteaba ahora, consigo mismo
alistándose para la cena frente a un gran espejo múltiple.

En el comedor, Amelia daba a la mesa los últimos toques de presunción, asesorada


por un libro de aroma rancio.

Frente a su espejo, sabiéndose solo, Quintero busca el ángulo adecuado.

Se siente bien así: omnipresente. Puede admirar al mismo tiempo su perfil derecho e
izquierdo; puede verse por atrás y por adelante.

El General Quintero mira que nadie haya en su habitación y se lanza un beso coqueto
y afeminado.
91

Suelta la carcajada. Se divierte mucho consigo mismo.


Toma luego el pisacorbatas italiano que le regaló su compadre el General Alvarez con
motivo de su cumpleaños e intenta abrirlo pero no puede.
No puede abrirlo.

- ¡Estas chingaderas! – murmura de mal humor – ¡No se quien las inventa!

Apachurra aquí y allá pero el pisacorbatas, necio, sigue ahí, con las fauces trabadas.

- ¡Amelia! – grita Quintero - ¡Mándame a alguien que me ayude a ponerme esta


chingadera carajo!

Amelia por su parte va y viene apresurada pasando lista y dando órdenes al pequeño
ejército de sirvientas en su cocina.

Entra el cabo Rangel.

- Mi señora – le dice – El capitán Aguirre y la señorita Isabel acaban de llegar

- Válgame Dios ¡Que puntualidad! – suspira Amelia exasperada - y eso que en mi


libro dice que llegar a tiempo a una cena es de muy mal gusto… A ver Ramiro,
corre a decirle a mi marido que ya llegó Aguirre. ¡Rosita donde andas! Y todavía
faltan doce pelados más. ¡Rosita!

Aparece una muchacha indígena, de cara redonda.

- A ver chamaca, tu vas a atender a los hombres de Aguirre en la cocina

- ¿Nada más?

La mujer truena los dedos.

- Ábrele al capitán m’hijita ¿En que andas pensando, niña?

En su recámara, Quintero se embolsa el pisacorbatas para preguntarle más tarde a su


mujer como se usa. Ahora se peina el bigote.

- Me caes bien Aguirre – se dice en el espejo – y ¿Sabes? No eres una mala persona
cabrón… nomás que ya se te olvidó que fui yo el que te sacó del arroyo.

Rangel entra a la recámara. Escucha a su jefe decir:

- Vas a estar conmigo cuando llegue a presidente cabrón, no te preocupes, nada


92

más que, como a los perros, a veces hay que darles una patada en el hocico pa que
recuerden quién les da de comer.

Rangel toca a la puerta con naturalidad.

- Ya llegó el capitán Aguirre mi general.

- ¡Ahorita bajo!

Antes de que Rangel partiera, el General lo detuvo en el quicio de la puerta

- ¡Oye!

- ¿Qué desea mi General?

- Tu no me estabas espiando ¿Verdad?

- ¿!Cómo cree mi general!?

XV

Cuando se encontraron Federico Quintero y Pablo Aguirre, hicieron sonar


grandilocuentes los abrazos. Parecía que estuviesen probando las ancas de una
yegua.

- ¡Hermano! – decían

- ¡Hermano!

- ¡Vente! Vámonos para la sala

- Como quieras

- Tengo un coñaquito que me trajeron de Alemania

- ¿De Alemania, Federico?

- A ver Amelia ¿Dónde dejaste mi coñac

E Isabel y Pablo se cerraron el ojo. Solo Rangel se dio cuenta.

- Ya está listo lo que me pidió mi general – dijo el Cabo


93

- Puedes retirarte Ramiro – le contestó su jefe – dile a mi chofer que te lleve a


México ... (luego cambió el rumbo de la conversación) y dime Pablo… ¿Todavía
sigues viviendo en ese hotel de quinta?

Rangel salió apurado de la casa de los Quintero. Tenía una cita muy importante
aquella noche, en otra casa, muy lejos de San Angel, cerca del barrio de la Soledad.

XVI

Pasó la velada y a casa de Federico llegaron otros hombres con muy diversas
insignias y autos y gabanes de lujo. Corrieron los alcoholes y cenaron con
abundancia.
Más tarde se encendieron los habanos y en la sobremesa intrigaron uno por uno,
apostando casi sobre el futuro del gabinete… Solo Aguirre se mantuvo callado.

Finalmente, pasaron a la sala. Ahí, los hombres midieron sus tamaños con el nombre
de sus conocidos y las fiestas que atendieron las últimas semanas.
Las mujeres por su parte, lucían sus joyas, presumían lo largo de sus collares, lo fino
del tejido y la tela de sus mantones. Isabel quería sentirse amigable pero no era fácil
así.

Federico Quintero obsesionado, contaba el mismo chiste de yucatecos una y otra y


otra vez…

Sobre la mesa del comedor habían quedado los cadáveres de una cena poco frugal.
Dos sirvientas y un muchacho bebían de las botellas abiertas a medio consumir. Se
fueron poniendo borrachos y también, comenzaron a hacer bromas idiotas.
Les llegaba de lejos el sonido de la fiesta del patrón donde había aparecido una
tambora norteña para amenizar con corridos de la Revolución.
La música y el grito de los hombres en la sala se mezclaba en un todo que a Aguirre
terminó resultándole profundamente incómodo (nunca le gustó el ruido en exceso al
general). Por si fuera poco, a su amigo Federico le dio por coquetear con Isabel.

Quintero perdió con el alcohol no sólo la cordura, también las mancuernas que le
ataban la camisa. Le pareció entonces muy chistoso desatarse los zapatos de charol y
anudarse los ojales con las agujetas de sus zapatos.

Todos lo festejaron.

Pablo bebía fuerte, bebía rápido. Quería, según él bajarse un poco la molestia,
participar de la algarabía de Federico.

En su mirada el mundo comenzó a desintegrarse. Dejó de ser un algo continuo. Ahora


94

miraba nada más de pronto una sonrisa, el seno de una mujer, las manos de Isabel con
sus guantes blancos, las joyas tintineando en el pecho de la señora Quintero, el arma
en la sobaquera del General Ramírez que se mueve con desgano entre grito y grito de
¡Salud!.

Amelia, apoltronada en el sillón de su sala se siente… humillada. Si: ¡Humillada! En


su libro de modales no pone que un anfitrión no debería coquetear con las mujeres de
los invitados pero eso… incluso ella lo sabe y es demasiado.
Amelia bebe un jeresito y tranquiliza su furia acomodando obsesivamente un cuadro
que en la sala movió algún militar medio borracho.

En la visión rota de Pablo Aguirre explota la mano de Isabel.


Federico haciéndose el chistoso había brindado muy efusivo, reventando en la mano
de su mujer las copas de vidrio.
Quintero rió.
A Pablo le volvió un poco la cordura y abrazó a Isabel enojado; de verdad muy
enojado…
95

V Baile de máscaras

Aguirre, a punto de reventar con tanto alcohol acelerándole las venas, se levantó de
su mesa en la cantina militar que acaban de demoler. Sus ojos sudaban un vacilante
aire de desprecio. Tuvo ganas de aventarlo todo: voltear la mesa, reventar la botella
de tequila en las paredes, mentar madres y vaciar los ojos del cabo a puñetazos.
Se contuvo más por un dolor de cabeza delgado y punzante que por que le quedase
algún recato.

- ¿A dónde va mi General? – Le preguntó Rangel

- A Chingar a mi madre – dijo Pablo y salió sin decir otra cosa más elegante

Dando tumbos pensaba: “Para estas horas, el general Obregón ya debe estar enterado
del desmadre que se armó aquí”.

- Pinche Federico – se preguntó a sí mismo - ¿Porqué, cabrón? ¿Porqué quisiste


chingarnos?

Donato le abrió la puerta de su coche. Sin reverencia como otras veces. Se dio su
tiempo para arrancar.

- ¿Te hiciste cargo del cadáver de Hugo? – preguntó Aguirre a su chofer

Donato le respondió que sí con arrogancia, a través del retrovisor.

Pablo sonrió con amargura. Siempre eran otros los que se hacían cargo de sus
cadáveres personales (los de la guerra no contaban, por supuesto aunque es evidente
que fueron otros los que se encargaron de enterrarlos).

Rangel había arreglado el asunto de la muerte de Quintero y Donato se hizo cargo de


desaparecer a Hugo sin demasiado escándalo.

El General Aguirre amaba desde pequeño, el carácter de perro en todos los hombres.
Los había que ladraban mucho y mordían poco (como en el refrán) los había
traidores, dóciles, mansos, bravos, animosos para defender su hueso, el hueso que
lanzaba siempre al suelo, la mano de un hombre fuerte como él, un hombre sin trazas
caninas.
Donato había sido fiel y a veces le hacía fiestas y sacaba la lengua, movía la cola.
Ahora lo miraba con descaro a través del retrovisor. Había dejado de ser un perro;
96

intentaba dejarlo de ser.

“Hace bien” pensó Aguirre “quiere dejar de ser lo que es”. Y lo enfrentó un rato,
mirada contra mirada, testículo contra testículo a través del espejo de su coche
particular.

Finalmente Donato bajó los ojos. Giró las llaves, arrancó y condujo lento, sin decir
una palabra, rumbo al hotel de la ciudad de México. Aguirre seguía siendo el más
fuerte después de todo, pero se sintió miserable.

- Estas chingaderas son culpa de Federico – murmuró

Le dolía todo, todo el cuerpo, todo junto y se sintió arrastrado por una nube
gigantesca de humo y balas y olor de pescado muerto.
Donato no hizo plática como otras veces.
El General, aturdido, descontento consigo mismo, para entretenerse, bajó la ventana,
respiró el aire de la noche y recordó con placer agridulce, las vicisitudes que lo
trajeron aquí, con este perro incapaz de sostenerle la mirada:

II

Fue Darío el primero que le habló de las virtudes de la Revolución.

- ¿Entonces se van a juntar con los villistas? – preguntó Pablo que entonces tenía
15 años –

- Pues no exactamente con los villistas cabrón, con los ejércitos del norte, con
todos los que han desconocido al hijo de puta de Huerta – dijo Darío quien por
esas fechas ya tenía veintiuno y odiaba al dictador con todas sus fuerzas, desde
que una bala perdida le mató al hermano durante la decena trágica.

- Ya estamos hasta la madre de este gobierno ¿Que tu no? – preguntó Salvador, el


aventurero – Además, de cualquier forma, un día de estos va a venir la leva y nos
van a llevar a todos. Aunque no queramos nos van a meter a pelear. Ahora que si
vienen los de Huerta vamos a estar en el lado equivocado ¿No crees?

Su lógica sonaba contundente.

- ¿Cuándo se van?

- Estamos juntando dinero…

- No creas que es fácil llegar hasta Coahuila con todo este desmadre
97

- ¿Puedo irme con ustedes?

- ¡Va a estar duro valedor! Estas bien chamaco– sonrió Darío

- ¡Que te pasa! Ya tengo dieciséis años

- Uy que grande – se burlaron los otros

- ¿Y crees que los acepten así nomás en el ejército? – volvió al ataque Pablo
Aguirre

- Yo me voy a llevar el uniforme de mi papá – afirmó Salvador con Orgullo – ya


ves que era militar. Vas a ver luego, cómo cuando aparezca con su uniforme,
mero mero me ponen en las filas

Carranza acababa de desconocer al gobierno de Huerta y aunque su nombre resultaba


practicamente desconocido a Pablo, le simpatizaba el hecho de que se hubiese aliado
con Francisco Villa. Además, aquello que estaban diciendo Salvador y Darío en tono
de complot, tenía sentido común: Si a Doroteo Arango, un salteador de caminos
metido a revolucionario, el gobernador lo había nombrado jefe de la División del
norte, cuánto más no haría por él, por Pablo Aguirre, el aprendiz de grabador que se
sintió de pronto un héroe de México.

“Voy a llevarme el uniforme de mi papá”… resonaba en la cabeza del hijo del


irlandés la voz de Salvador.

Uniforme: La palabra mágica.

Pablo imaginó su pecho cruzado con insignias. Se vio guiando un caballo azabache
por los montes terregosos del norte. Ganando batallas en pueblos y ciudades
desconocidas con nombres de santos y catedrales hundidas en el desierto. Se vio
siendo cabo y teniente y luego, como chingados no: General: El General de división
Pablo Aguirre, el más cabrón, el más hombre de toda la guerra, el más listo para
matar.

Al final sus amigos no se lo llevaron (siguieron considerándolo un niño) se fueron


cada quien por su lado y años después, Pablo los reencontró pero él era ya mucho
más importante.

III

La carrera de Aguirre se inició en el colegio militar. Con solo tres meses de


98

entrenamiento le dieron un fusil, una cartuchera, un petate enrollado y lo mandaron al


norte, a pelear bajo las órdenes de Pascual Orozco.

Así había comenzado su carrera, el camino largo que lo llevó hasta aquella noche en
que aún tuvo fuerzas para sostener la mirada amenazadora del perro Donato, su
chofer.

En la vecindad, Pablo se había despedido de sus amigos, de Salvador y Darío, pero la


idea de ir a la guerra se le quedó dando vueltas en la cabeza.

Ahora caminaba un poco aprisa, con rumbo de Bucareli. Traía la cabeza baja. Había
hecho una cita con Hugo y aunque venía un poco tarde no se dio tiempo para pensar
en amores trastocados.
No, su mente traía adentro cosas más importantes. Tomaba una decisión que, según
él, iba a cambiar no sólo el futuro de Pablo Aguirre sino el de todo México.
Se sintió feliz. Levantó la cara, miró la luna y le pareció el instante perfecto para
gritar que “si” que su destino era la guerra. Que su destino era México y su guerra de
parto.

Su paso se hizo firme. De un trago se tomó la decisión. Dejó que la certeza le


recorriera el cuerpo, que se apoderara de sus venas como si fuese un licor muy fuerte
y muy dulce.
Supo entonces que por todos los medios posibles, pasara lo que pasara él, este niño
sin futuro, este aprendiz de grabador que no era ni irlandés ni gringo ni mexicano iba
a volverse General, el General de división Pablo Aguirre.

Corrió por Bucareli, feliz como nunca y saltó y de un solo tajo arrancó un puñado de
nísperos en un árbol de la calle.

Soy Pablo Aguirre pensaba: el general Aguirre cabrones. Y lanzó un grito de


felicidad que se mezcló con los otros ruidos de la noche.

IV

Poco antes de llegar con Hugo, Pablo se estrelló, en una esquina cerca de Bucareli
con un hombre moreno y elegante; vestía polainas y gabán. El niño no dijo nada. Ni
siquiera se disculpó, venía demasiado feliz incluso para notarlo.
El hombre levantó el ala de su sombrero y dijo “Buenas noches”. Sonrió y siguió su
camino.

IV

Cuando finalmente Pablo Aguirre estuvo frente a Hugo, se sentía rozagante. El placer
99

de haber visto su futuro le enrojecía la cara, le brillaba en los ojos.

- ¡Cuádrate cabrón! – le dijo a Hugo, resoplando de contento

- ¿¿¿Qué????

- Que te cuadres

- ¿Que me cuadre?

- Tienes ante ti al General Pablo Aguirre

Hugo dibujó una sonrisa chueca. Lo quiso tanto en ese momento que todo aquello: su
padre y su casa con goteras, Isabel secuestrada o sepa dios, todo junto, dejó de
dolerle.

Miró para la derecha y luego para la izquierda, para arriba y para abajo y luego le
dijo:

- Yo sólo veo aquí a un changuito sin oficio ni beneficio: no, definitivamente no


veo a ningún general

Pablo lo abrazó por la cintura. Jugo a acercar su boca, amenazaba con besarlo (como
siempre) sin concretar el juego (como siempre). Listo para tocar sus labios pero sólo
en el momento adecuado.

- Ah cabrón – le dijo – ¿Conque no ves a ningún general?

Y Hugo, abrazado, sonrió y dijo:

- Puede que sí

Más tarde, luego del beso rápido que supo a sed y agua. Hugo se enteró que Pablo
estaba hablando en serio. Que quería entrar a la revolución y que Darío y Salvador le
habían hablado de las virtudes que tenía la guerra, capaz de hacer de los hombres
comunes y corrientes, generales de división.

- ¡Estas loco Pablo! – dijo Hugo un poco escandalizado - es la guerra de lo que


estas hablando, no es jugar a villistas contra federales. Están matando gente de
verdad

- A ti nada te importa – dijo Pablo – ¡Claro! Porque tu papá se dedicó a robar a


todo México
100

- Todo mundo puede ver que mi papá no tiene en que caerse muerto

- Pues no parece; Carlos, por ejemplo, se sigue dando la gran vida

- Todo se lo saca a Margarita

- El caso es que yo no me voy a quedar viendo como todo mundo hace algo
importante de su vida menos yo. Está decidido, quiero ser militar; voy a ser
militar.

- Haz lo que quieras – contestó Hugo – pero no creo que aguantes ni un día la
disciplina militar

- Eso lo dices tu porque eres maricón

Hugo, molesto dio la vuelta con rumbo de su casa.


En un instante, Pablo lo había alcanzado y le dijo:

- ¡Espérate cabrón! ¡No te enojes!

El otro se detuvo. Pablo no sabía que decir. Entonces soltó la primera estupidez que
le vino a la mente:

- Es que… ¿Sabes? A mi no me gustan los hombres

Esta clase de cosas, a Hugo lo confundían, lo hacían sentirse miserable, porque si a


Pablo no le gustaban los hombres entonces ¿Qué hacían en la covacha de don
Fernando? Ahora mismo, ¿Porqué cuando nadie los veía venía abrazándolo y le
gustaba sentirse cerca?

- Entonces supongo que a mi tampoco me gustan los hombres - dijo Hugo

Y Pablo lo hizo volver y siguieron caminando.

Después de un instante de silencio, a los dos les había vuelto la felicidad. Hugo alzo
el hombro y se desató del abrazo de Aguirre que comenzaba a sofocarlo. Le preguntó:

- Bueno ¿Cual es la sorpresa que me querías enseñar?

- ¿Cual? – Repitió el muchacho, jugando a ser misterioso

- Si cabrón – sonrió el otro - Te estoy preguntando que cuál…


101

Cada año, por aquellos tiempos, se hacía en la Academia de San Carlos un gran baile
de máscaras. Era este baile probablemente el evento más esperado entre los jóvenes
artistas plásticos de una ciudad que soñaba con ponerse a la altura de París. No sólo
implicaba un despliegue de colores e imaginación pocas veces visto: Había también
mujeres listas para todo en los rincones más inesperados. Mucho alcohol, por
supuesto, desenfreno y un palacio vestido de fiesta que brillaba toda la noche con
ambigüedad y música.
Estos bailes se siguieron llevando a cabo hasta el final de la década de los cuarenta en
el siglo pasado y eran el fresco en el que se expresaba con mayor fuerza la creatividad
de los alumnos de la Academia mexicana de las artes.
Cada año se hacía un concurso para adornar el palacio. Los alumnos presentaban su
propuesta y los profesores votaban por la mejor, la más creativa, la más inusual…

Llegaron frente a San Carlos Hugo y Pablo.

- ¿Esta es la sorpresa? – preguntó el más joven, ciertamente desilusionado (por lo


pronto)

Frente a las puertas de madera se arremolinaban muchachos sin futuro, artistas


consagrados, señoritas pasadas de moda y jóvencitas ansiosas de conocer las artes
manuales de los alumnos de la academia. El futuro y el pasado de la plástica
mexicana. Todos ellos con atuendos fantásticos, desquiciados… multicolores.

- No la fiesta – afirmó Pablo -¡Las estudiantes de la Lerdo!

Porque resulta que uno de los mayores atractivos de tal fiesta eran las jóvenes
estudiantes de taquimecanografía de la escuela Lerdo de Tejada.

- Ay Pablo – dijo Hugo mirando al cielo con enfado

- ¿Qué te pasa?

- Nunca me dijiste que te acompañara a una fiesta de disfraces

- Pues era una sorpresa ¿No?

- Pero ni siquiera tenemos disfraz

- Eso es lo de menos – y coqueteando le dijo – Podemos decir que venimos


102

disfrazados de novios ¿No?

La mirada de Hugo le confirmó que se trataba de uno más de los comentarios que
podía agregar al ingente repertorio de sus chistes idiotas.

Pablo soltó la carcajada.

- Y que. Supongo que tampoco traes invitación

- ¡Por supuesto que no! – dijo Pablo orgulloso de NO traer invitación – ¡Vamos a
tener que colarnos! ¡Vas a ver! Nos vamos a divertir un chingo… Además, va a
haber montones de muchachas

- ¿De la Lerdo?

- Eso mero… a ver si alguna te hace el favor y te endereza compadre

Hugo rió.

- Ya lo intentaron

Pablo se sintió consternado y molesto (celoso) por un instante. No se esperaba una


respuesta de estas.

- Y que ¿Funcionó? – preguntó como si no tuviese que darle mucha importancia

- No más que contigo cabrón... – hirió Hugo sonriendo - ¡Qué pues! ¿Por dónde
vamos a colarnos?

- No lo sé – contestó el otro, repuesto por fin del sutil ataque de celos

- Ay Aguirre ¡Todo tengo que hacerlo yo mismo!

Hugo se adelantó como marchando, en busca del lugar propicio para colarse en la
fiesta de San Carlos.

Pablo se quedó del otro lado de la acera unos instantes. Lo miraba. Uno, dos
segundos. Sintió de pronto algo muy profundo, como un calor en el pecho. Sonrió y
durante un instante no le conflictuó pensar que tal vez era amor aquello.

- ¡Pinche Hugo! – se dijo - ¡Si eres a todo dar!


103

VI

En menos de media hora, los amigos habían encontrado varios lugares para colarse.
Lanzaron una moneda al aire para que el azar escogiese por ellos la más libre de
riesgos.
En un momento se encontraban ya deslizándose como dos gatos por los techos del
Palacio.

- ¡Espérate cabrón! – dijo Pablo – espérate tantito, si nos agarran aquí nos vamos a
ver con la policía federal

- ¡Vaya! Si revolucionarios como tu van a salvar el país…

Rieron

- ¡Mira!

Se toparon de frente con una escalera ruinosa que bajaba dando vueltas hacia el
primer piso. Desde ahí podrían descender al patio…

El ruido de la música se les acercaba poco a poco, peldaño sobre peldaño.

Los mareaba un poco tanta vuelta y el olor de la humedad que salía por las paredes, la
claustrofobia de un espacio tan estrecho y tal vez el miedo de los espíritus indígenas o
españoles. Todo se fue de pronto.

Emergieron en otro mundo. En el baile de máscaras más espectacular de toda


América. Era como haber aparecido en la imaginación de un artista que acaba de
soñar el cubismo, el expresionismo, el surrealismo: todas aquellas malas palabras que
los profesores de la Academia despreciaban; todos aquellos murmullos de otra
historia que podían beberse aquí de pronto, si, pero a condición de que fuesen sorbos
cortos y nadamás en este baile, una vez al año en que San Carlos se permitía explotar
con decadencias plásticas y morales.

- Me dijo un amigo que este año el ganador del concurso fue El Gigante – comentó
Pablo

- ¿Qué concurso?

- Cada año se hace un concurso para decorar el patio… El Gigante es un alumno de


tercero y acaba de regresar de Paris …

- ¡Mira! Te están hablando por allá – lo interrumpió Hugo


104

- ¡Ulises!

Se abrazaron, él, Aguirre y un muchacho mayor, disfrazado de Dios griego (Zeuz, por
supuesto). Junto a él, Huitzilopochtli condesciende a mirar de frente a los mortales.

- Mira, te presento a Victor – dice Ulises

Pablo estrecha la mano de Victor (el que viene disfrazado de dios azteca)

- Este es Hugo

Se dan la mano

- ¿Qué pasó valedor? ¡Qué bueno que vinieron!

Victor, tras su máscara azteca esboza una sonrisa franca. Levanta una anforita de
peltre.

- ¡Salud hermanos! – y da un trago grande

- ¿Y el Gigante? – pregunta Pablo

- Está por allá, platicando con un arquitecto ¿Cómo la ves?

- Le quedó bien ¿No?

- ¡No tiene madre!

- ¿Y tu que? – le pregunta Zeuz a Hugo descaradamente – ¿También vas a venirte


acá con nosotros para ser pintor?

Hugo levanta los hombros. La idea no le resulta desagradable. Nunca lo había


pensado.

- He decidido que ya no quiero ser pintor – dice Pablo dando un trago grande

- ¿Entonces qué? – pregunta – ¿Ahora quieres ser militar?

- ¡Exactamente!

El dios griego suelta una carcajada mayestática. Hugo y Víctor se le unen. Sólo Pablo
no parece entender de que puedan estarse riendo.
105

- ¿No estas hablando en serio verdad? – Pregunta Ulises - ¡Hace una semana
morías por entrar a San Carlos

- Cualquiera puede ser pintor – dice Pablo - pero militar…

Victor y Ulises no dicen nada. Es evidente, sin embargo, que se sienten de pronto
frente a un bicho raro. Hugo percibe tras las máscaras de los dioses unos ojos que
miran a Pablo con desprecio.

- Ay Aguirre – dice por fin uno de ellos – de verdad que serías un excelente
pintor… ¿Pero militar?

- Me voy a ir con Darío y con Salvador a Coahuila para unirme a los ejércitos del
gobernador.

- Mira, para empezar – dice Victor - si no quieres a todos meternos en un lío gordo
no andes diciendo esas cosas por aquí. No tenemos idea de quien puede estarnos
escuchando…

- ¡Salud por el revolucionario Aguirre! – bromea Ulises en voz baja para que nadie
pueda escucharlos

Y corren la anforita de peltre y brindan todos (entre broma y broma) por el brillante
futuro del militar.

- Tengan – dice Victor después del brindis y saca de su bolsa de cuero un par de
antifaces sin mucho estilo – pónganse esto, que se están haciendo notar.

- Este arroz ya se coció – comenta Ulises volteando la anforita de peltre - Hay que
conseguir un poco más

Victor saca entonces, de la misma bolsa, una botella de tequila. Pablo se frota las
manos.

- ¡A todo dar!

Hugo consigue, con un mesero, unas copas de vino.


Las vacían en seguida y el dios azteca las rellena con aquel tequila salido de la
mágica bolsa de cuero negro.
Todos beben.
Por la fuerza con la que raspa la garganta, los amigos saben que se trata de un alcohol
mucho más interesante que el vino blanco que habían estado sirviendo en la fiesta.
106

- ¡Salud!

(Ahora Hugo, das un trago grande y cuando todos sonríen, te sientes bien, rodeado de
dioses y héroes de cuentos infantiles)

VII

… Hugo se mete otro trago y otro y otro más.

Los amigos aquellos Zeuz y el otro dios de nombre impronunciable, rellenan su copa
cada vez.

Los personajes míticos, los animales, las sirenas y los dioses se mezclan entre sí. Se
coquetean y se dan ánimos para seguir adelante, viviendo, dibujando, danzando,
fornicando...

Porfirio Díaz baila con una calavera.

Hay hombres de levita con máscara de cerdo. Lobos de lengua salida, diablos y una
muchacha con bigote que camina del brazo de un jeque árabe.

Aturdido y animado por el alcohol, Hugo levanta su antifaz y ve a una muchacha con
disfraz de ángel.

(Es una muchacha delgada, con alas discretas de seda y un antifaz de plumas de
pavoreal).

Un pintor, envuelto en telas transparentes y azules protege con toda la fuerza de sus
brazos velludos a una esclava africana.

A un mesero que pasa por ahí, Hugo le roba otra copa de vino. Sabe dulce después
del tequila.

El ángel baja las escaleras.


Hugo va tras ella y la mira tropezar de frente con un demonio. Se miran y ríen por
tanta obviedad. Lucifer, muy educado, se disculpa acariciándose la cola y se despide
lanzando al aire un beso discreto y amoroso.

Hay un hombre disfrazado de serpiente y en las paredes, dibujos de mujeres en casas


como las de Márgarita.
107

Hugo camina, pasea, disfruta mirando. Voltea porque se siente observado.

Es Pablo. Sonríen y se sacan la lengua.

Reaparece el ángel y camina por entre la gente que baila. Se pierde en la multitud.

Un genio de las mil y una noches se detiene frente a Hugo y le pregunta:

- ¿Quieres que te cumpla un deseo?

Pero él no escucha y sigue su camino para perderse también.

En una esquina aparece un grupo de soldados federales. Una bailarina de corsé y


zapatillas rosas les tiende la mano para bailar.

Victor y Ulises, miran a lo lejos, con descaro a las niñas de la escuela de secretarias.

Ellas, las futuras taquimecanógrafas ocultan sus rostros, pero sus vestidos y disfraces
entallados prometen cuerpos adolescentes, con ganas ya de probar las manos y las
técnicas de los futuros artistas de México.

En un momento, Hugo se da cuenta que el ángel ha llegado hasta donde esta Pablo.

Victor y Ulises la miran con ganas.

El rostro de la muchacha no oculta ni sus ojos, enormes y redondos, ni su cutis: pistas


suficientes para suponer que el conjunto de cuerpo y cara debe ser sin duda acorde
con el disfraz angélico.

Pablo baila con ella.

(Pablo y el ángel bailan y tu Hugo, encuentras en otro trago de vino la cura para los
celos... Quieres ser ella para estar con él ahí rodeado de todas las máscaras)

Es como si el baile se detuviese por un instante. Un presentador aparece en el


estrado. Dice alguna cosa pero nadie entiende nada. Hugo escucha el latir de su
corazón que se acelera.
La música reinicia.

(Con otro trago tomas fuerzas. Te acercas a la muchacha, apartas a Pablo y bailas con
ella)

Los amigos de Aguirre aprueban la actitud: aúllan como coyotes.


108

(Bailas y la ves y no te alcanza el idioma para decir lo que necesitas)

Divertido, el ángel no sabe lo que sucede al lado suyo. Sigue el ritmo de la música y
se deja querer.

(Hugo, en tu borrachera, ella es una aparición y recuerdas todo lo que te ha pasado y


todas las mujeres que has conocido. Todas las que fueron importantes en tu vida se
llamaban Isabel. A esta no le preguntas, porque tienes miedo. Miedo de que lo sea o
tal vez de que no)

La muchacha disfruta de la música, lo mira, sonríe...

- ¿Por qué tan pensativo?

Pero Hugo no dice nada.

(“¿Quién soy? Te preguntas, Hugo, por dentro.

- Eres una mujer – te responde Silvette

Y así te quedas, consternado, porque no entiendes porqué te pasó. ¿De todos los
humanos aquí, de todos los del antes y el después, porqué fue a ti que te sucedió?)

VIII

El niño y la muchacha del disfraz angélico bailaron un rato largo y en él (en ese
tiempo) y en él (en Hugo) se dio la transformación.

(Porque ese día, Hugo, así como Pablo había decidido ser militar, tu decidiste que
eras mujer. Y te bautizaste a ti mismo con un trago de vino blanco y tequila barato.
Bailando entre máscaras y dioses decidiste que tenías que ser Isabel para ser tu madre
y quedarte siempre con tu hermana y no dejarla salir nunca del pecho que te quedó
tan irritado. Quisiste también aprender de Pablo incluso más de lo que te enseñó en tu
propio cuerpo aquella hermosa prostituta que en un burdel pintado de verde, había
saboreado tu masculinidad)

El sonido de San Carlos se apaga poco a poco, como todos los fuegos artificiales. Se
desvanece en el ritmo de una música que macerada de celos, promete que más tarde
Hugo y Pablo tendrán que encontrarse borrachos y solos, otra vez, en el taller de Don
Fernando. Sus lenguas tendrán el sabor de la borrachera y sus cuerpos el aroma de la
fiesta.
109

Se aleja la voz; poco a poco. Se nos queda en la yema de los dedos un poco del
sollozo de San Carlos que desaparece allá abajo. Se trata de un murmullo ligero que
se apaga con el ladrido de los perros muertos hace mucho, perros que conciertan la
calma de una noche magnífica y luminosa en ésta que será muchos años más tarde,
mi propia ciudad de México.
110

VI Tratado de política mexicana

La historia de La infancia de esta soldadera (Isabel) que era en realidad un muchacho


(Hugo Estrada) se me apareció, ya lo he dicho, en diversas formas y estaciones de la
vida. A decir verdad no recuerdo si fue primero la voz de Rangel cuestionando a
Aguirre o más bien la fortuita aparición del artículo aquél que en el periódico contaba
la historia de un oscuro revolucionario que lo perdió todo por atreverse a ser
homosexual en una guerra de machos, muy machos y mujeres muy mujeres.
No me llamó nunca la atención la mirada “diferente” (o escandalosa) de la guerra
social que configuró el México moderno. Lo que resonaba en mi lengua (en mis
manos tal vez) era la historia de una transformación más personal, menos arrogante.
Había en ese pedazo de vida revolucionaria, el tránsito de quien llega a ser su propio
deseo. Como es evidente, Hugo se volvió más real en cuanto comenzó a llevar su
propia máscara.
El primer maquillaje que tuvo que quitarse con este propósito, fue el nombre. Cuando
encontró por fin que su deseo se llamaba “Isabel” acarició tal vez el sentido de su
verdadera lógica junto a Aguirre.

Él, Pablo, por su parte (y paradójicamente) siempre quiso ser fiel a sí mismo. Por eso
terminó traicionándose: como hombre, como amante y como revolucionario.

Sí, Pablo se traicionó tanto, se engañó tanto que tuvo el descaro de culpar de la
muerte de Isabel (o de Hugo Estrada quien para efectos prácticos es el mismo) a su
amigo de guerras y parrandas: Federico Quintero.

- ¡A la salud de Quintero! – había brindado el cabo Rangel en la cantina aquella, en


el casino militar que aprisionó su voz

- ¡Salud! – secundó Aguirre

Y luego remató, como no queriendo la cosa:

- Porque se pudra para siempre en el infierno…

Sin embargo el tiempo ha pasado. Decíamos que ahora el auto de Aguirre es


conducido por Donato de la cantina militar al Hotel de la ciudad de México y Pablo
sonríe recordando afuera de la ventana los ojos de Rangel cuando dijo “Porque se
pudra para siempre en el infierno”. La sonrisa del general es amarga, las luces se le
embarran en los ojos; no puede ni siquiera cerrarlos porque se le aparece la cara de
Hugo a quien asesinó hoy por la tarde y no… no quiere pensar en eso.
111

Pero el alcohol es más fuerte que su voluntad y el vaivén del auto y el sueño se lo
llevan pronto y le dan una vuelta por sus espacios.
Aparecen entonces mezclados, los colores y las formas, los ruidos y las caras de todos
los vistos aquella tarde.
Toman forma los aromas del tabaco y el alcohol y la pólvora y luego, cuando el
sueño es más pesado, aparece el recuerdo de otra noche; aquella noche con Isabel.
Una en la que hubo una fiesta en casa de Federico Quintero:

Cuando se abrió la puerta de la casa de Federico y miraron el camino y al fondo la


casa y el jardín, Isabel se había quedado sin aliento

- Me parece que Quintero y su mujer le compraron esta casa a la viuda de Cuervo –


dijo Aguirre para romper el silencio de la sorpresa

- ¡Vaya que deja el tequila! – sonrió Isabel

- Y la Revolución – bromeó Pablo con sarcasmo…

- Y la Revolución…

Los anunció una sirvienta enfundada en un uniforme que le quedaba grande.


Más tarde (ya lo hemos dicho) los hombres se dieron palmadas en la espalda como si
probasen las ancas firmes de una mula fina.

- ¡Hermano!

- ¡Hermano!

Isabel conoció a la esposa de Federico.


Amelia era una mujer de caderas grandes, no muy mayor. Tendría unos 35 o 40 años,
aunque las carnes ya un poco flácidas le agregaban décadas a sus facciones.
De la cocina salió el cabo Rangel y le dijo a Quintero, cuadrándose con aspavientos:

- ¡Ya estuvo lo que me pidió mi General!

- Puedes retirarte Ramiro – le contestó su jefe – dile a mi chofer que te lleve a


México

II

El chofer de Quintero condujo a Rangel desde San Angel hasta la ciudad de México y
luego al barrio de la Soledad atrás de Catedral. El cabo se bajó del auto de su jefe y
112

tuvo que caminar todavía un trecho grande, sobre calles sin pavimento, bajo la luz
ámbar de un farol de gas, silbando una melodía de tiempos que ya se fueron.

Finalmente Ramiro Rangel llegó hasta la vecindad de su mujer, Socorro.


Hasta afuera, hasta la calle, llegaban las risas de otra fiesta allá adentro; una mucho
más humilde que la que en ese momento estaba sucediendo en casa de Federico
Quintero.

- ¡Ramiro! ¡Que gusto verte! Le dijo Dolores a Rangel cuando abrió la puerta

El cabo se quitó el sombrero y comenzó a saludar a todo mundo

- ¿Ora si te dejó salir temprano tu patrón? – preguntó algún mal intencionado como
haciéndose el chistoso

- Me trajo su chofer – presumió Rangel

Todos se callaron; con respeto, admirados de que Socorro se fuese a casar con la
mano derecha de un hombre tan importante.
Había muchos niños como siempre (¿Porqué hay siempre tantos niños en estas
fiestas?) y dos peroles humeando en la cocina de carbón. Uno tenía tamales y el otro
champurrado.

- ¿Cómo estás Danielito? – preguntó Rangel al hijo de su prometida

- ¡Ai nomás! – contestó el Tusa sin dejar de jugar en el suelo con un carrito de
madera.

A lo lejos los otros niños pateaban una pelota o se correteaban sin hacerle caso al hijo
de Socorro.
Entonces se abrió la puerta de la cocina y apareció ella, la mamá de Daniel. Rangel le
tendió la mano para saludarla sin efusión: igual se pusieron rojos. Socorro se apretaba
las manos, nerviosa e insistía en acomodarse un pelo que en la cabeza estaba necio en
salirse fuera de lugar.

- ¿Ya saludaste a tu papá? – le preguntó a Daniel

- ¡Ya!

La gente volvió cada quien a sus conversaciones. Después de los saludos


protocolarios y algunas presentaciones inútiles, Rangel, instalado en dueño de la casa,
pasó la charola con las botanas y sirvió algunos aperitivos. Las amigas de Socorro
ayudaban en la cocina y en la sala, los hombres fumaban grandes habanos y reían con
113

las anécdotas de Dolores que para eso de la cocina no era la mejor: “Yo soy buena
p’al petate” se disculpó “no p’al metate” y lanzó una carcajada que llegó hasta la
calle.

Organizando la cena en la cocina, con Socorro, las vecinas se habían enterado


sorprendidas que aquella casita en la vecindad de Soledad se las había regalado el
mismísimo General Quintero.

- .. Porque no quiso que nos quedáramos en el campo, en casa de Ramiro –


comentaba Socorro dando vuelta al champurrado – quería tenernos aquí en la
capital con él

Más tarde, Socorrito salió con un platón lleno de tamales cubiertos con una servilleta
de tela bordada por ella misma. Los colocó sobre la mesa (platón, servilleta y
tamales) y dijo al tiempo que se limpiaba el sudor de las manos en el delantal:

- Ya en un momentito pasamos a sentarnos – pero antes quisiera comunicarles


algo…

Daniel levantó los ojos al cielo pero no hubo respuesta ni rayo que cortase el aliento
de su madre

- Como algunos saben, Ramiro… y yo, hemos pensado en casarnos desde que
estábamos en Teocala y pues…

Socorro no sabía como seguir adelante

- Mejor diles tu – le pidió a su prometido

- Pues sí – retomó el cabo su discurso, también con alguna dificultad – Este,


quisiéramos decirles a todos ustedes que… digo, si Danielito aquí no tiene
inconveniente y si Socorro me acepta pues yo quisiera casarme con ella y aquí
tengo un anillo que es el símbolo de lo que siento por ti…

Rangel sacó, de la bolsa de su pantalón una cajita negra con un anillo de oro. Con
ternura le tomó la mano y se lo puso en el dedo. Se abrazaron con timidez, sin atrever
a besarse en la boca. Era como si hubiesen olvidado que hace mucho tiempo habían
decidido quererse de verdad, con libertades más amplias que un beso simple; allá en
la guerra, donde todo era posible.

Dolores estalló en aplausos y vivas

- ¡Bravo!
114

Y todos la siguieron. Incluso Daniel que se cubría la boca riendo con la efusividad
que tuvo la concurrencia para al nuevo amor de su mamá.

- ¡Qué chulo anillo! – dijo alguna

- Que suerte tiene la Socorrito

Y un tío bigotón que también había venido de Teocala le dio un abrazo efusivo, de
buena gana.

Luego, vinieron los augurios (todos buenos, como debe ser) y más abrazos.

Socorro volvió a levantar la voz y dijo

- Bueno, ahora si, podemos pasar a sentarnos a la mesa… para que no se nos vayan
a enfriar los tamales

Y así lo hicieron y el ruido de las mandíbulas, engullendo la masa y el cerdo y las


pasas y los “¿Puedo servirme otro de dulce?” “Pero si claro: ¡Como de que no!”
fueron el mejor halago para Socorro que se había pasado la tarde entera preparando
su fiesta de compromiso.

- Hubieras invitado a Chabelita –comentó Dolores entre tamal y champurrado

- Ay – contestó Socorro – lo único que me faltaba era seguir aguantando a esa


perjumada

Todos rieron, algunos preguntaban “¿Quién es Isabel?” y otros comentando que “sí
que seguro que se creía mucho con todo lo que había subido su Juan”. Solo Dolores y
Daniel se quedaron callados.

- Tiene razón mi mujer – dijo Rangel ya instalado en hombre de la casa – Esa


señora, la señorita Isabel pues, es medio alevantada y además, tenía hoy una
reunión bien importante en casa de mi patrón

- ¿Lo ves? ¿Cómo iba a dignarse a venir con los pobres la señorita Isabel? –
preguntó Socorro cancelando de un golpe las nostalgias de Dolores por aquella
amiga que siguió sus pasos siete años por los caminos terregosos e infértiles de la
revolución.

Socorro, a decir verdad, imaginaba aquella fiesta, la fiesta en casa de Quintero como
un desfile de manjares y buen gusto que estaba muy lejos de ser la realidad de
115

problemas que a Aguirre y su mujer les estaba ocasionando en aquél momento la


borrachera de Federico.
Por lo pronto, en la casa del General Quintero, el anfitrión coquetea con la mujer de
su amigo sin censuras y ha comenzado ya a darse con el tequila, valor para lanzar
carcajadas ostentosas como el vestuario de su mujer e insinuaciones pretendidamente
graciosas.

En la de Socorro, por su parte, no hay demasiado tequila ni aspavientos. La gente


come bien y comenta algún punto sin importancia. No tienen acá pretensiones de
arreglar el país y mucho menos al mundo (se trata de gente más graciosa sin duda).

Llega la hora de los postres y se sirven los buñuelos (¡Con mucha miel!).

Al cabo le ponen ración doble. En el tiempo que tiene de vivir en la capital, la panza
le ha crecido más allá de cualquier disciplina militar.

Las mujeres se vuelven a la cocina para fregar platos y comentar lo guapo de Ramiro
(con todo y panza, porqué no).

Algunos otros se mueven para la sala.

En la mesa quedan finalmente solo Daniel y su futuro padrastro.

El, Ramiro, fuma un habano que ha robado del escritorio de su jefe. A su derecha, el
niño masca y masca y masca la carne de cerdo del tamal sin atreverse a tragarla de
una vez por todas.

Rangel le lanza a su hijastro una mirada de ternura, le acaricia la cabeza y hay entre
ellos, por primera vez, un intercambio de miradas que anuncia tal vez cierta especie
de confidencia familiar.

- Vas a ver – le dijo el cabo – Tu y yo vamos a terminar llevándonos muy bien

Daniel sonríe y en ese momento el recuerdo de su verdadero padre comienza a


disolverse bajo la tierra, confundido entre todos los huesos de los once millones de
muertos que se llevó la guerra.

Mientras en la salita, Dolores se ha dado a la tarea de organizar una partida de viuda


negra, el Tusa agarra valor y levanta los ojos hacia Ramiro Rangel. Lo mira un rato y
luego le dice, como para poner de una vez por todas a prueba su confianza:

- ¡Oye! ¿Tu sabes? … cosas ¿Cosas de mujeres?


116

- ¿Cómo que cosas de mujeres? – pregunta Rangel sorprendido- ¿Cocinar y eso?

- ¡No! ¡No! quiero saber si tu sabes mhhh… ¿Cómo están por dentro las mujeres?

- ¿Por adentro? ¿Dices las tripas?

Daniel exasperado se hace ver todavía más infantil

- ¡No! ¡Por dentro! ¡Por abajo! ¡Sin ropa pues!

El cabo se acomoda en su silla listo para enfrentar el reto de ser padre y llevar a buen
puerto una de esas conversaciones “de hombre a hombre” en las que se revelan los
misterios de la carne.
No tiene forma de saber que el sorprendido va a ser él.

- ¡Bueno! Pues algo sé – contesta con un dejo de erudición paternal – pero ¿Porqué
la pregunta Danielito?

- Entonces tu sabes… lo de la pipí

El cabo se contiene para no reír. “seriedad” piensa “para que de una buena vez me
tenga respeto”.

- ¿Cómo está eso de la pipi? ... ¿Qué me estas queriendo preguntar Danielito?

El niño sigue mascando sin saber si continuar o evadir de una vez por todas, la
conversación que él mismo ha iniciado.

- Es que… ¡Las mujeres! Pues son diferentes a los hombres ¿No?

- Ey

- No tienen – Se señala allá abajo antes de tragar finalmente la carne de su tamal –


pipí

- No, no tienen…

Cuando el cabo estaba a punto de comenzar una pequeña lección de anatomía se dio
cuenta, mirando en los ojos de su hijastro, que algo bien interesante podía haber
detrás de todas esas preguntas:

- ¿Qué te preocupa Daniel? –


117

- Es que ¿Te acuerdas del tren en el que nos venimos para la capital?

- Si

Hubo una pausa…

- ¿Qué viste Daniel?

- ¡A Isabel! – contestó el otro y no sabía si reír o sentirse apenado de lo que estaba


a punto de contar, con todo lujo de detalles, a su futuro papá…

III

En otro lugar de la ciudad (en San Angel, para ser más exactos) un poco más tarde,
Pablo Aguirre decidió que había tenido suficiente, que la borrachera de Federico
había llegado ya demasiado lejos y que no iban a seguir aguantándolo.
Isabel y Pablo se despidieron por fin de Quintero, de Amelia y de todos los otros,
corteses pero de mala gana.

Tomaron la carretera rumbo a México.

Venían rodeados de noche y la luz de algunos faroles se metían por la ventana como
si fuesen una cosa rota, con cuchilladas de luz.
Llovió y cuando llegaron cerca del Zócalo, sobre los adoquines húmedos pasó como
un gato la sombra deforme del auto del general Aguirre.

Isabel, viene procurando pensar en otra cosa, en cualquier otra cosa lejos de ahí.
Conoce a Pablo y sabe lo que vendrá.
En realidad comienza a sentirse cansada. Cansada y harta, tal vez. Son ya muchas las
veces que ha visto los ojos de Aguirre hincharse de celos y ella sabe que luego de los
celos viene la violencia. En momentos como esos, Isabel hubiese querido no
conocerlo nunca, para no conocerlo así…

Para su desgracia, las cosas sucedieron como era de esperarse: Pablo le hizo a Donato
una señal a través del retrovisor.
Resbalaron las ruedas en la humedad de la calle.
El coche se detuvo.
La mano de Pablo acarició el pecho llano de su amante. Bajó por el vientre hasta su
sexo y sus muslos. La tocó (¿o debo decir que lo toco?). Lo hizo con descaro, como
un marchante que prueba el peso y la redondez de una fruta madura. Como un caporal
que prueba las ancas de un caballo, como si en verdad le pertenecieran a él, a Pablo,
las facciones y las manos de Hugo transformado en Isabel.
118

- ¡Eres una mujer! - Le dijo

- ¿Qué te sorprende? – preguntó ella

- Efectivamente me sorprende – dijo Pablo y se desabotonó el pantalón blandiendo


luego su sexo con orgullo - ¿Viste cómo le gustabas a Federico? ¿Viste cómo te
deseaba? Y a ti también te gustaba él ¿Verdad?

- Por supuesto que no – se dijo Isabel, se lo dijo a si misma porque Pablo ya no


estaba ahí con ella, estaba en su propio mundo de rabia y borrachera, sin entender
nada

Aguirre se excita un poco más y se pone furioso. La odia y se odia. Blande su arma y
la reta. La toca. Odia al universo. Quisiera reventarlo de un golpe, con un estoque de
su sable lujurioso: acabar con todo, con él mismo, con sus placeres, esos placeres que
no puede nombrar y que se le han ido siempre, de las manos.
Todo se calla. Reaparece el silencio.
Ninguno de los dos dice nada durante algunos instantes y luego:

Los gemidos de Aguirre (sus malas palabras) llenaron el auto y Donato bajó un poco
la ventana, sin hacer mucho ruido, para mirar afuera, con ganas de vomitar.

Las manos de Pablo se han hecho cada vez más impertinentes.


Isabel por su parte, ha aprendido un mecanismo para vengarse de Pablo: cuando a
éste le da por beberla, como si fuese un líquido en una taza, ella lo ignora. Así,
magníficamente, nada más. Lo ignora con la mente vagando tal vez en otro instante o
en una noche llena de grillos junto a su hermano Carlos en Tlalpan.
A veces, cuando Pablo furioso la viola, ella decide recordar a su hermana, la otra
Isabel, o a la puta de Margarita. Se pregunta ¿Qué habrá sido de ellas? Mientras Pablo
gime y la toquetea.
A veces, no sabemos qué piensa o que recuerda y tal vez incluso otras tantas se le va
el recuerdo con el otro Pablo, el que fue amable y lo abrazó bajo la sombra del reloj
chino en la calle de Bucareli.

IV
La única arma de Isabel en esos momentos era el silencio.
Y es que el silencio, efectivamente, puede ser hiriente y puede ser justo y político. Se
puede lanzar a veces con mayor facilidad que el argumento más contundente y a
veces sirve también para burlarse de los enemigos.

De Federico Quintero, por ejemplo.

Y es que aunque decirlo tenga tintes de lugar común, Pablo Aguirre tenía una virtud:
119

era un político nato. Sabía moverse y hablar en el momento preciso, sabía presumir y
dejar caer el comentario exacto, el pasaje adecuado de su biografía para dar en el otro
la impresión deseada. Sabía manipular en los otros el retrato de sí mismo; reír o
entornar los ojos, ser violento o franco y apretar la mano con firmeza o tal vez con un
poco de desgano. Y sobre todo, Pablo Aguirre sabía algo, lo más importante de todo
(lo había aprendido de Isabel): Sabía callar cuando era necesario.

Así lo hizo con Federico, a pesar de que se lo llevaba el diablo con él y a pesar de que
había comenzado a odiarlo con toda el alma (siempre se arrepentía cuando se portaba
violento con Isabel y siempre culpaba a alguien más de sus arranques) se calló; como
los políticos de verdad.

El pobre Federico, por su parte, era tan tonto y tan pagado de si mismo (sólo un tonto
puede ser en verdad pagado de sí mismo) que llegó a pensar que a Aguirre hubiese
podido manipularlo.
Por eso lo invitó a la semana siguiente de la fiesta, para contarle: “algo mi hermano,
algo aquí, en privadito sin que nadie nos moleste” y Aguirre se tragó su desprecio y
fue y se tomó también un trago de coñac en la oficina de Quintero en la Ciudadela.
Fue todo un rito y cuando llegó el momento del puro, Aguirre sonrió por dentro
porque sabía que era tiempo de quedarse callado y dejar hablar a Federico.

- Mira Pablo – comenzó Quintero como no dándole importancia a lo que iba a decir
– Ya sabes que estoy muy cerca del presidente

Pablo abrió los ojos un poco, casi imperceptiblemente. Sonrió con complicidad, le dio
confianza para seguir adelante.

- Muy cerca – repitió Federico soltando más allá de su bigote, una gran bocanada
de humo

Pablo sabía también, parecer indiferente sin ser grosero. Dejó que su mirada vagara
con el humo de los puros, por la oficina. Ahí estaba él, Federico en un retrato,
abrazado de Alvaro Obregón en Celaya, en Torreón y en la más reciente en el
mismísimo Palacio Nacional.

- Tu sabes – continuó Quintero – que el General esta por hacer cambios en el


gabinete: Me dijeron que va a mandar a la chingada a Jorge Rojas y déjame
decirte algo: también en guerra… también en guerra va ha haber cambios

- ¿En Guerra? – preguntó Aguirre haciéndose el sorprendido

- Así es y mira, te voy a decir algo


120

- ¡Fedrico tu lo sabes! Yo soy una tumba

- Ya me dijeron de buena fuente… ¡A ver Rangel! Sírvele un poco más de coñac a


mi compadre.

Con discreción, Pablo detuvo sutilmente la mano de Rangel que pudo servir sólo un
chorrito porque tampoco era cuestión de dejarse atrapar borracho tan temprano,
faltaba más.

- ¿Y luego? – invitó Pablo como si estuviera muy curioso

- Y me dijeron de buena fuente compadre, que de nuestra generación yo soy el


bueno ¡El general revisó ayer mi expediente y yo soy el bueno!

- ¿En Guerra? ¿Te van a nombrar ministro de Guerra?

- ¡Eso mero! ¡De Guerra!

- ¡Felidicades Federico! – dijo Aguirre y levantó la copa para mojarse otro poquito
los labios que hubiesen querido más bien hacer una mueca de burla y soltar la
carcajada (porque Guerra, Pablo lo sabe, se va a mantener inamovible).

- Mira Pablo, a pesar de nuestras diferencias, te tengo en buena estima. En cuanto


sea ministro te quiero cerca de mí.

“Ah que Federico tan chambón”, pensó Pablo. “Hasta cursi se está poniendo”. Pero
no dijo nada (por supuesto) se levantó y levantó también la copa:

- Brindo por eso, Federico

Y el otro lanzó una carcajada y los dos brindaron.

El cabo (que sabe cosas que no debería saber) los mira desde un rincón y espera
también el momento adecuado para decir lo que tiene que decir

Los amigos pasaron después del primer brindis a una pequeña sala y siguieron
bebiendo porque Aguirre también sabía beber cuando era necesario.
Ahí, en la sala de una oficina en la Ciudadela, la que da a un jardín interior, Pablo y el
General sellaron grandes pactos de amistad y compadrazgo y Aguirre hubiese estado
a punto de querer otra vez a Federico si no hubiese sido porque éste; necio (perdido
otra vez por el alcohol) volvió al ataque sobre lo que más odiaba (y amaba) Pablo de
121

sí mismo.

Nada más dime una cosa Teniente Aguirre – le dijo, seco y sin preámbulos después
de una conversación que se había mantenido en el terreno de lo amistoso.

Pablo engulló la actuación. Abrió los ojos y las orejas y estuvo alerta porque algo
bien dentro le dijo que era muy importante lo que iba a escuchar:

- Dime una cosa: A tu mujer ¡Muy guapa la Isabel! Dime ¿Donde la levantaste?

Rangel mira a Pablo con desprecio. “Yo sé donde la levantaste pinche maricón”,
piensa.

Aguirre, sonríe. Aunque por dentro está odiando a Federico nada más por haberla
mencionado, por saber de su existencia por haber querido tocarla, es un buen político
mexicano y no va a dejar que se le note el desprecio.

No, nunca podrán volver a ser amigos. Aguirre lo supo en ese momento y luego
tomó fuerzas para inventarse una historia larga y llena de enredos porque sí, también
para ser buen político hay que aprender a inventar historias largas y enredadas y eso
Pablo, sí; él también sabe cómo hacerlo.

VI

A la semana siguiente, las cosas sucedieron como tenían que suceder: Federico no fue
promovido al ministerio de Guerra como había previsto.

La esquina en la que alguna vez estuvo el taller de Don Fernando había cambiado ya,
radicalmente para 1921. Frente al reloj chino, yacía ahora un local viejo, con vidrios
rotos y un letrero que pone “se traspasa”.

El país ha cambiado casi tanto como la calle de Bucareli: Los autos han substituido
por completo a los caballos que todavía llenaban el pavimento de excremento cuando
Pablo y Hugo eran aprendices en este local.

Algunos metros más delante de la plaza de Bucareli, solía ponerse los fines de
semana un puesto de tacos de canasta.

Entre los comedores de tacos aquel domingo de mayo de 1921, estaban Dolores, tres
de sus niños, Daniel, el joven indiscreto que atisbó a Isabel orinando tras un vagón
abandonado y su nueva familia: Socorro y el cabo Rangel.

El cabo viste de civil.


122

- ¡Ay Ramiro! – comenta Dolores con esa voz suya de mamá consentidora – Ya
deje de comer tanto chile que se va a enfermar del estómago

El cabo no hace caso. Se prepara otro taco con un chilito curado y camina de aquí
para allá dando soplos y disfrutando en la lengua del ardor.
Así, caminando, llega frente a un puesto de revistas y nada más para entretenerse en
lo que el picor se le va, pasa revista a los titulares de los periódicos.
El sabor de las venas del chile pasa a segundo término. Hay ahí, frente a sus ojos, una
noticia mucho más interesante que todos los chiles y todos los tacos de canasta.
Saca de su bolsa unas monedas y las cambia por el diario El Mundo.

- ¿Ya viste Socorrito? – le dice a su mujer enseñándole los titulares y apurando, al


mismo tiempo, otra enorme mordida de su taco con chile curado

Dolores con el dedo meñique levantado no deja que interrumpan fácilmente su


comida, pero le da curiosidad y como no sabe leer le pide:

- A ver Ramiro si nos va leyendo mejor lo que lo trae tan apurado, hombre

- Dice aquí que nombraron a Pablo Aguirre General de división y lo promovieron


al ministerio del trabajo

- ¿A Pablo Aguirre? – Pregunta Socorro más sorprendida y preocupada incluso que


Rangel

- ¡Híjole! – suspira la Doloritas – ahora si, mi Isabel se va a volver bien importante

- ¿Isabel? – pregunta Carmen, la hija de Dolores

- Si niña, si

- Mi jefe debe estar que se lo lleva la chingada – dice Rangel

(Efectivamente, Federico está que se lo lleva la chingada)

- Y con razón – confirma Socorrito – Federico tendría que haber sido ministro de
guerra

- Del trabajo mamá – corrige el Tusa

- Del trabajo pues


123

Todos callan un rato, sumidos cada uno en sus pensamientos. Luego Rangel mira a
Danielito y deja salir una enorme sonrisa.

- ¿Y usted de qué se ríe?

- No, no, no – musita el cabo pensando – ni madres. No nos conviene Socorrito


que a mi jefe se lo lleve la chingada… ¡No nos conviene de ninguna manera!

Y sonríe pero ya sin decir absolutamente nada.

Porque lo hemos mencionado: esperar el momento propicio es otro de los atributos de


un político de verdad.

Rangel no permitió aquella tarde que la anticipación le arruinara el placer del paseo
con su familia. Siguió comiendo tacos y no volvió a tocar el tema. Esperó con calma
que llegara la mañana del día siguiente.

VII

En su oficina, Federico Quintero camina de un lado para otro. Está furioso:

- ¡Hijo de la chingada! – vocifera - ¡Y tragándose mi coñac el muy pendejo!


¡Guardadito se lo tenía! ¡Era él quien se iba de ministro y a mí, me dejó decir!

Hizo una pausa grandilocuente. Se tumbó en el sillón de piel de su escritorio. Aventó


un pequeño montón de papeles que había por ahí sin clasificar.

- ¡Qué la mierda! ¡Ya lo sabía! ¡Que el bueno era él! Y a mí me dejó hablar y
hablar: ¡El General Aguirre! ¡Ahora me sale con que hasta lo subieron de rango al
muy cabrón! ¡Si fui yo quien le presentó al pendejo de Obregón!… ¡Serás
imbécil, Quintero!

Se calló de pronto. Parecía de verdad que hubiese podido echarse a llorar como un
niño golpeado.
Unos instantes más tarde apareció Rangel por la oficina. Golpeó la puerta, bien
educado.

- ¡Pasa Rangel!

- Buenos días mi general

Federico lo miró a los ojos sonriendo con amargura.


124

- ¿Qué tienen de buenos Rangel? ¿Qué tienen de buenos estos chingados días?
Aguirre se va al ministerio del trabajo, no han movido a nadie en Guerra, soy un
pendejo y me voy a quedar aquí chingándome en esta pinche oficina de la
ciudadela… ¿Qué tienen de buenos estos pinches días Rangel?

El cabo no se dio por enterado. Se dio a la tarea de arreglar papeles aquí y allá sobre
el enorme escritorio del General.

Después de un rato largo, cuando el silencio le hubo dado permiso por fin dijo:

- Oiga mi general… ¿Le puedo preguntar una cosa?

- ¿Qué chingados quieres Ramiro?

- El Teniente… mmmmh el General Aguirre ¿Hace cuánto tiempo que es amante


de la señorita Isabel?

Federico con el anzuelo adentro (y doliendo) preguntó intrigado:

- ¿Por qué? ¿Te gusta la Chabela?

Ramiro pensó bien adentro: “!Otro pinche maricón!”.

Pero para ser un buen político hay que saber también alargar una historia o un
argumento. Darle sabor. Dar a lo que uno tiene que decir, cierta importancia, alargar
las pausas, los silencios.

- Usted sabe, mi General, que la señorita Isabel llegó a la ciudad de México en el


último tren de nuestro ejército ¿No es así?

Rangel había sacado un pañuelito de felpa y limpiaba los estantes de libros sin leer en
la oficina del general que respondió un “ajá” bastante aburrido.

- Bueno – siguió el cabo como si narrara una historia de parrandas sin importancia
– Pues el caso es que en ese mismo tren venía Socorro, mi mujer

Federico comenzó a olisquear algo muy interesante en todo aquello

- A ver Ramiro ¡Comienza a barajármela más despacio! ¿Qué te traes tu con Isabel
y Pablo Aguirre?

Rangel se detuvo.
125

Lo miró a los ojos.


Le habló de frente, como los hombres de la revolución cuando conspiran.

- Mi General – le prometió - ¡Yo se como va usted a hacer para acabar con la


carrera política del General Aguirre

Los músculos en la cara de Federico se relajaron un poco. Estuvo a punto de sonreír.


Miró a los ojos a su ayudante. No sabía si debería creerle o no. Finalmente, sacó de
un cajón un viejo puro abandonado.

- ¡Sírveme coñac! – ordenó

Rangel sacó de una cantina de madera, en forma de mundo, una botella barrigona.

- ¡Sírvete tu también!

Rangel vertió el licor en dos copas grandes. Su jefe prendió fuego al puro viejo y le
ofreció otro completamente nuevo.

- ¡Este habano te va a gustar cabrón! – le dijo – es un tabaco finísimo

Ahí estaban, los dos, de igual a igual. Conspirando para llegar a la cima sobre los
restos de Pablo Aguirre.

- A ver pinche Rangel– fumó Quintero acomodándose en el sillón de su escritorio -


¡Comienza a contarme todo este asunto que te traes entre Pablo e Isabel! Despacio.
¡Tómate tu tiempo! Y cuéntamelo desde el principio.

VIII

Esa noche. Hugo se transformaba en Isabel, maquillándose lentamente en su recámara


del Gran Hotel.

No es que hubiese tampoco mucho que hacer porque su nacimiento le había regalado
facciones menudas, discretas y rotundamente femeninas pero a ella, le gustaba
maquillarse (enmascararse) y ahí se pasaba horas mirando el espejo, descubriendo la
lentitud de los cambios que señalaban el fin de la infancia; la muerte tal vez.

Esa noche. Hugo se transformaba en Hugo maquillándose lentamente en su recámara


del Gran Hotel y recordaba el último día de la vida junto a su padre, antes de que se
fuera al norte, antes de encontrarse de nuevo con Pablo Aguirre.

Así recordaba, maquillándose, ahí, en el gran espejo del gran hotel, como un pianista
126

que practica nostálgico las escalas y los arpegios de un concierto muy conocido.

IX

Hugo está recostado en su cuarto. Es 1911 y huele a humedad. Abajo, en el comedor,


la gotera se hace grande con una lluvia frugal pero constante.
Su hermano Carlos sube las escaleras.

Hugo cierra los ojos. Intenta pensar en otra cosa.


Se dice a sí mismo, con toda la seriedad de los catorce años:

- Si me concentro lo suficiente quizás pueda flotar… tal vez un centímetro, un


centímetro, un centímetro...

Carlos ha llegado al piso superior. Abre la puerta del cuarto de su padre. Rechinan un
“hola” y un “adiós” de madera.

Don Miguel en su recámara mira fuera de la ventana. Trae en la mano un caballito de


tequila. Está cansado pero es alto y airoso… todavía.

Hugo está recostado en su cuarto. Mira el techo.

- Un centímetro nada más…

- ¿Encontraste a Isabel? – Pregunta el padre en el piso superior

- No papá – dice Carlos

- Las cosas no están bien – y Don Miguel parece a punto de llorar –

- No papá – confirma su hijo mayor, también con los ojos rojos

- Sé que todos ustedes… ¡Yo sé que me culpan!

- Yo no

El hombre se queda callado. Mira para fuera de la ventana y Carlos, su hijo, quisiera
decir algo inteligente pero no puede. Lo sabe: sabe que le es imposible decir algo que
calme los miedos y los dolores de su padre; sabe que lo suyo (lo único
verdaderamente suyo) es la fiesta y la noche. Que su talento consiste sólo en hacer
sentir a una mujer como Margarita que vale la pena vivir.

Aunque tiene la mejor voluntad del mundo, Carlos está impotente ahí, frente a su
127

padre que bebe tequila y saca fuerza de sus angustias.

- Estoy cansado – dice – Muy cansado, Carlos. Todo está mal: muy mal. El país…
mis hijos… yo mismo. Te voy a decir algo: ¡También yo la extraño! ¡A mi hija
Isabel también yo la extraño y no hubiese querido que se fuera así o que la
raptaran o que se la llevara la leva o lo que sea que le haya pasado…

Hugo respira profundo. Aunque no sabe exactamente de que se habla allá arriba
supone que todo se está acabando como un hielito que se derrite en un vaso con agua.

- ¡Concéntrate Hugo! Un centímetro nada más…

- No, no hubiese querido que se fuera – concluye el padre en su propia habitación


– También a tu madre la extraño y yo… sé que mis hijos me culpan y por eso
estoy cansado. Hoy, fui a buscar a mi amigo Gabriel. ¡También se fue! ¡Creo
que para Francia y yo… Si no hubiese gastado todo lo que tenía para dársela a tu
madre… para regalárselo a mi mujer ¡Yo también me largaría! Pero ¿Sabes?
Carlos ¡Yo no me arrepiento! No me arrepiento de nada porque no soy de esa
clase: de los que se arrepienten. Ni siquiera soy de aquí ya. Ni de este país ni de
esta casa y estoy por encima de toda esta mierda.

Carlos se aproxima a su padre un poco más. Quiere substituir su falta de elocuencia


con algún gesto. Intenta abrazarlo pero el hombre lo rechaza. De un golpe se termina
el resto del caballito de tequila.

- Sé que eres un irresponsable, pero cuida a tus hermanos y encárgate… procura


cuidar a Hugo especialmente. No va a serle fácil. Con respecto a mí… No quiero
que vuelvas a esta casa nunca más.

- ¿¿Qué??

- No quiero que vuelvas, ni tu, ni nadie. Quiero que me dejen en paz. Que todos
ustedes se larguen y me dejen en paz.

- ¿Y los gemelos? – Pregunta Carlos (años después, sonreirá con amargura


recordando aquella escena que en ese momento le pinta como un sueño estúpido)
- ¿Y los gemelos?

- ¡Llévatelos! ¡A donde sea! No quiero que estén conmigo ni quiero verles la cara
tampoco nunca más

La barbilla de Don Miguel tiembla un poco. Por borrachera, no es que le esté faltando
valor.
128

¿Nos estás corriendo? – Pregunta Carlos y ha comenzado a pasar de la ternura y el


amor, al enojo desmesurado

- Sí, si así quieres verlo si: ¡A todos!. ¡Todos están despedidos!

- ¿Despedidos?

Nunca, en toda su vida, Carlos se había atrevido a levantar la voz en presencia de su


padre. Esta vez estuvo a punto de gritar cuando dijo:

- ¿Despedidos? ¿Pero si no somos tus sirvientes? ¡No puedes despedirnos!

El padre sonrió. Lo miró a los ojos.

- ¡Claro que puedo! ¡Estas despedido así que lárgate!

- Eres…

Una bofetada impide a Carlos colocar un adjetivo adecuado sobre este verbo que
incompleto así, no dice nada.

- Carlos – amenaza el padre – Tu eres al que más he querido – no digas algo que
haga que me arrepienta.

Carlos llora de rabia. Furioso sale de la habitación de su padre y azota la puerta.

Desde su recámara, Hugo escucha que su hermano azota la puerta. Luego, escucha
gritos por toda la casa. Carlos está histérico y comienza a romper lo que se encuentra;
lo que sea: tira libros, los deshoja, azota el piano y rompe porcelanas y lámparas
idiotas que se arrojan a su paso. Quiere romperlo todo, romper la columna de su
padre, romperle la cara y decirle “no sé como es que te quiero tanto”.

Don Miguel allá arriba, el viejo escucha también, mirando el caballito de tequila, pero
no hay más. Se le acabó para siempre. Suspira. Saca del buró una pistola. Se
recuesta sobre la cama. Sonríe y ahí se está un rato, cobijándose como si fuese un
niño con su frazada. Se encuentra ahora exactamente en la misma posición de Hugo
en la recámara de abajo: mirando al techo procurando no pensar. Procurando, tal vez,
dormir o elevarse unos centímetros para sentirse aliviado pensando que tal vez sí
exista el más allá.

Lo último que Hugo supo de su padre fue un disparo y los gritos de Carlos.
129

Cuando por fin todo se había calmado y no lloraba ya nadie y el hermano mayor se
encargó de que los gemelos se fueran con una vecina para que no vieran a su padre
muerto con el cerebro reventado, Hugo sigue pensando, con los ojos fijos en el techo
y se dice:

- Un centímetro, Hugo, se trata de flotar un centímetro y nada más…

Ya de vuelta en 1921, en el Gran Hotel, Hugo-Isabel, sigue recordando y


preguntándose con sincera curiosidad:

- ¿Cuánto tiempo vale la pena?

Isabel, la prostituta en casa de Margarita era pragmática y le responde en otro lugar


(muchos años antes)

- Un día, una semana, qué se yo – y le enseña la forma exacta de afilar sus


facciones con los afeites - Eso no es lo importante, el tiempo no tiene nada que
ver. No te preocupes del tiempo junto a Pablo pero estáte con él, no te preocupes
de nada. Tu eres una mujer muy bonita así que no debes preocuparte

En el hotel de la Ciudad de México, tocan a la puerta justo a tiempo.


Isabel ha terminado de ponerse los aretes.
Entra Donato.
El chofer de Aguirre la mira con algo parecido al éxtasis religioso. Ha estado con ella
también desde el principio. La conoce, la conoce de verdad, conoce sus secretos y los
de su jefe. No le importa. No le preocupa lo que no es importante, no se pregunta lo
que hay abajo de aquella máscara porque la máscara misma (él lo sabe) la máscara es
lo único importante.

- Mi señor General – comienza Donato – Mhhh Mi General Aguirre dice que usted
no se preocupe

- ¿Que no me preocupe?

- Que no va a poder venir como quedaron – y luego, dejando de lado el protocolo,


con voz más natural, dice – Pablo Aguirre tiene una cita muy importante con el
presidente de la República…

- ¿Con el presidente?

- ¡Así es!
130

- Dile que no mienta Donato… - sonríe Isabel - dile que no me mienta.

- Está bien señorita

Como si fuese una película en reversa, Isabel comienza ahora a desmaquillarse. Se


quita los aretes, el collar. Hugo la mira en el espejo. Está triste, nostálgico.
Se le acabó, justo como a su padre se le acabó, el caballito de tequila.

XI

Efectivamente, Pablo Aguirre no tenía ninguna cita con el presidente. Había decidido
que tenía ganas de pavonearse por el casino militar para presumir su nombramiento.
No tenía ganas de estar con Hugo.
Se fue para beber y sentirse satisfecho de sí mismo.

Hay en el casino, por allá, alguno que juega billar. A otro le bolean los zapatos y
otros, los más, juegan dominó con las pistolas puestas sobre la mesa.
Atrás de la gigantesca barra de madera está un mesero que atiende a Federico. El
general Quintero está bebiendo porque tiene ganas de vengarse y sabe (saborea)
algunas cosas que pueden comprometer a Aguirre. Las trae en la cabeza. Las repasa y
les da vueltas, como para presentar un examen. Los secretos le cosquillean en la
garganta y ha bebido tanto que quiere gritar. El cabo Rangel en posición de firmes
observa todo, junto a él, con un poco de miedo de lo que le pueda pasar.

Cuando Aguirre entra al casino militar, lo hace en actitud de César. Se sabe cerca de
la silla presidencial; muy cerca ya de cumplir incluso más que lo marcado en sus
sueños infantiles. Finalmente es General; General de división, después de tantos años
de lamer botas y testículos para llegar cerca del trono de Obregón.
Lo escoltan a cuatro pistoleros inusualmente altos. Se trata, a todas luces de un
hombre protegido por el cacique que ganó la guerra.

Por allá un capitán se levanta para saludarlo. Todos lo miran y él se exalta con
seguridad en sí mismo. Hay quien le da ojos de cómplice, otros de admiración, otros
de envidia y uno allá, Federico, le regala el odio más profundo jamás. Se siente
traicionado, herido en su amor propio, dejado atrás “yo que lo traje hasta aquí”
piensa. “Yo que le di de comer en mi mano”.

Pero Federico nunca fue un buen político. No. No supo la diferencia entre callar o
hablar a su debido tiempo y eso es algo que llegado a ciertos niveles puede costar
bastante caro.

- ¡Hermano! – grita del otro lado del salón.


131

Pablo que saluda por allá a unos de los que juegan dominó se disculpa un instante y
con la sonrisa más estudiada de su repertorio, se acerca a la barra para saludar a su
mejor amigo-enemigo.

- ¿Cómo te va Federico? – pregunta sin asomo de sarcasmos, en un tono más bien


conciliador

Pero Quintero no esta ya para limar asperezas

- ¡De la chingada! – responde

- ¿Porqué Federico? – ríe Pablo, evidentemente sorprendido de toparse con una


respuesta tan honesta en un momento así

- ¿Porqué?

Federico ha comenzado a levantar la voz

- ¿Me vas a preguntar tu a mí por qué me siento de la Chingada Pablo? Te lo voy a


decir: Porque eres un canalla, porque yo te saqué del arroyo y te traje hasta aquí,
porque te tuve en mi mano y te presenté al presidente cabrón y seguro que has
conspirado contra mí que no me ha tirado ni un lazo… pero ¿Sabes? ahora me las
vas a pagar todas juntas Aguirre

La sonrisa se ha congelado en la cara de Pablo. Es obvio, sin embargo que su cerebro


sigue funcionando y no es tan tonto como para dejarse emboscar (todavía).

Los soldados en el casino detienen sus ocupaciones, sus platicas, sus juegos y
chismorreos.

El cantinero después de aquella declaración decide de mutuo propio retirar de la barra


la copa de Federico.

(Finalmente, Pablo encuentras qué decir)

- No deberías tomar tanto Federico. Mejor lo hablamos luego ¿Que te parece?

Y se da la media vuelta:

- Capitán Ibañez ¿Cómo está su mujer?

- Cómo te atreves a darme la espalda maricón – grita Quintero – no vamos a aclarar


132

ni madres más tarde. Aquí mismo, ahorita mismo todo vamos a aclararlo, como
chingados no y ¡Es más! Nos lo vas a aclarar a todos, a todos los que hicimos la
guerra que arregló este pinche país que se está yendo a la mierda.

Aguirre se giró lentamente. En algo tenía razón Federico: Había cometido un error
imperdonable dándole así la espalda a un enemigo de esa talla. No importaba que
estuvieran ahí, delante de todos. Dar la espalda en esas condiciones había sido
estúpido: el asunto se estaba poniendo demasiado serio.
Por su parte, Quintero se sintió feliz. Había conseguido finalmente el silencio de
todos, incluso el de Pablo. Estaba listo para romperlo ahora mismo, como si fuese a
cantar el aria más difícil de una opereta.

Afuera del salón, los policías militares comentan algo, no saben qué hacer.
Escándalos siempre ha habido y se supone que deben tolerarlos pero aquí las cosas
están llegando más allá.

- Quiero que sepan algo cabrones – grita Federico fuera de sí– mi General Obregón
está llenando su gabinete de maricones

Molestia general: Federico con esta borrachera no se da cuenta de que se está


hundiendo también a sí mismo. Los policías se aproximan a detener la arenga, pero
Quintero todavía se da tiempo para decir:

- Rangel: ¡Vente para acá! quiero que les cuentes aquí a los compañeros, lo que me
dijiste ayer: la historia de este puto de mierda

Pablo hace una señal discreta y detiene al policía militar: “No hay nada de que
preocuparse” parece decir. En realidad se está dando tiempo para contestar:

- Tranquilo Federico – los ojos de Pablo han comenzado a ponerse rojos y su animo
se ha llenado de violencia pero todavía puede pensar – Has bebido demasiado
Todavía puedes arreglar las cosas conmigo y con mi general

El General Aguirre no la pierde nunca, la sonrisa. Ni siquiera cuando Federico le


responde:

- No vamos a arreglar ni madres cabrón. Tu aquí no vas a negar delante de todos


que eres un puto hijo de la mierda: ¡Rangel!

El cabo se acercó a su jefe y estaba a punto de hablar. Pero Aguirre (que sí era
político) sabía que hay tiempo para todo (como dice el Eclesiastés) incluso tiempo
para matar
133

Le bastó un titubeo de Rangel para acercarse a Federico y dispararle frío, sin ninguna
emoción, un balazo en el pecho.

Quintero tuvo tiempo todavía de mirarse la herida y sentir la sangre y levantar la cara
para ver los ojos de su asesino, incrédulo, con la boca abierta como un idiota. Rangel
se quedó callado, y por supuesto se quedó completamente callado.

Los militares ahí, tomaron sus armas por instinto, igual que los policías, pero los
soldados que custodiaban a Aguirre habían cortado cartucho mucho antes y hubo un
silencio incómodo en el que todos supieron que en cualquier momento podría
desatarse la balacera.

Pero no. No pasó nada entre otras cosas, porque Pablo no hizo aspavientos (porque
era tan violento que sabía conservar la calma) y porque todo sucedió demasiado
pronto.

Federico cayó hincado escupiendo sangre y mentadas de madre.

Así se matan los hombres – le dijo Pablo por último y todos se sorprendieron de que a
Aguirre no le temblara la voz – De frente Federico: los hombres se matan de frente

Y viéndolo a los ojos le disparó el tiro de gracia en la frente.

Hubo toda clase de expresiones y luego, la pistola de Aguirre cambió de rumbo.


Pareciese que fuera ella la que hablara, la que ordenara silencio.

- Rangel – gritó Pablo

- Si mi general contestó el cabo cuadrándose muy derechito ante su nuevo jefe

(Como los perros, vete aprendiendo Rangel, que hay que bajar los ojos con el que
tiene las fauces más fuertes)

Pablo se dio tiempo todavía de hacer un poco de teatro: sacó un cigarro que le
encendió uno de sus hombres y con la mano ordenó que “nada, nada” a un grupo de
policías militares que habían aparecido por ahí y que sin embargo, no se atrevían a
entrar en acción contra un general recién nombrado directamente por el presidente y
que para colmo, estaba perfectamente protegido por soldados mucho mejor
entrenados que ellos mismos.

Mira Rangel – dijo Pablo guardando la pistola, muy calmado – mañana vas a pasar
por mi oficina. Te voy a dar dinero para la viuda de mi amigo
134

- Si mi general

- Vas a encargarte de todo este desmadre porque aquí – y se refirió entonces a todos
– aquí no ha pasado nada ¡Yo soy el general Aguirre!

Esto último lo dijo alto, como un héroe que encuentra de pronto su lugar en la historia
de México.

- Yo soy el general Aguirre y soy muy macho y aquí no ha pasado nada

Atrás de Pablo, alguien confirmaba en el pulso de Federico que por lo pronto había
dejado el panorama nacional uno de sus políticos más mediocres.

Así se acabó la carrera de Federico Quintero y arrastró consigo a Pablo porque


aunque lo hizo con elegancia, el General asesinó a uno de sus compañeros delante de
todos los otros y eso era algo que Obregón no iba a permitir de ninguna manera (un
asesinato furtivo tal vez, pero nada tan abierto y escandaloso).

Aguirre lo supo. Ahí mismo lo supo, que con este acto de machismo teatralero lo
había perdido todo. Abandonó el casino con el honor intacto pero el futuro roto. Entró
en su coche y le dijo a Donato

- ¡Vámonos al hotel!

XII

De camino hacia el Zócalo el general venía pensando y como siempre, cuando algo
grave y fortuito le sucedía, le dio por buscar a un culpable que no fuese él mismo y se
puso todavía más enojado cuando concluyó que después de todo la culpa de lo que
había pasado tenía que ser de Hugo, sobre todo ahora que estaba muerto Federico,
tenía que ser Hugo.

- Si: es tu culpa, chingada madre – murmuraba camino del hotel

Una media hora más tarde, en su habitación, Pablo fuma y mira con nostalgia allá,
casi al alcance de la mano, el Palacio Nacional. En este edificio largo y franco, ve la
materialización de un deseo que se le acaba de ir de entre las manos.
Aguirre se siente tan abatido que se mira fuera de sí mismo en este balcón.
Se descubre separado físicamente por vez primera del despacho del presidente ahí,
del otro lado. El Zócalo lo separa, Isabel lo separa, la muerte de Quintero lo separa...

Hugo, con veintidós años encima está a su lado y mira también más allá. En esta
ocasión solemne, ha decidido que quiere ser Hugo (usar, como si estuviese de luto, la
135

máscara de Hugo). No trae maquillaje.

- Tuve que matar a mi compañero de toda la vida – le dice Pablo

- Me parece, Aguirre, que se trataba de tu peor enemigo

- ¡Ni madres! Era mi amigo… Y lo maté por tu culpa.

- ¡Por mi culpa! – Repite Hugo y mira fuera, la inmensidad negra y la catedral un


poco chueca y los palacios que los rodean

- Abre mi cajón – ordena Pablo

- ¿Qué?

- Toma unos dólares y lárgate

“Lárgate” piensa Isabel “ha valido la pena y estos siete años ¡Son tuyos y nadie puede
quitártelos”.
Pero no:

- No me voy a largar Pablo – contesta más serio que nunca ¡No me voy a largar!

Pablo termina su cigarro y lo lanza fuera. Lo mira caer, uno, dos instantes. Luego
toma fuerzas. Entra al cuarto, y de nuevo, violentamente sereno. Toma una pistola, la
carga.
Quizás sólo está queriendo amenazar, asustar a Hugo. Pero él, su amante, lo reta
porque ha dejado pasar al miedo y a la muerte incluso la desea.

- Es buena idea Aguirre: Para deshacerte de todo este escándalo vas a tener que
matarme

- Quiero que sepas algo cabrón: Cada vez estoy más cerca de la silla de Obregón -
(mientes Pablo, sabes que la perdiste definitivamente hoy por la tarde) - Cada vez
estoy más cerca y no quiero que todo este desmadre contigo me siga causando
problemas

- Yo soy Hugo Estrada ¿Me entiendes? - (mientes Hugo, te llamas Isabel) – y tu


has llegado a ser lo que quieres para llegar hasta aquí, donde el general Aguirre va
a tener que matarme

(Y lo retabas Hugo porque en el fondo querías sentirte aliviado y esa noche con ese
viento metiéndose por la ventana te gustó para morir).
136

XIII

Un botones recoge zapatos para bolearlos en el tercer piso, el de los Generales en el


Gran Hotel de la ciudad de México. Desde que llegaron a la capital los hombres de
Obregón él y sus compañeros han tenido que acostumbrarse a la violencia. No se
inmuta el botones demasiado cuando escucha un tiro en el cuarto de Aguirre. Algo
sucede, sin embargo que abre los ojos y no sabe si gritar o correr: un deseo cruza la
puerta sin abrirla; es una aparición (un fantasma pues). Es Isabel, lo que queda de
Isabel. Camina por el pasillo, frente al muchacho que la mira con los ojos abiertos.
Desciende las escaleras del hotel; está un poco apurada, un poco preocupada y se
pone unos guantes blancos elevada unos centímetros por encima del suelo y va más
allá.

XIV

Adentro del cuarto, el General Aguirre se sirve un buen trago de tequila. Se siente
triste, es verdad. A sus pies, su amigo de toda la vida, Hugo Estrada, ha dejado salir
fuera, la última gota de sangre del cerebro que se le apagó reventado por una bala.
137

VII El Inicio de siete años que son como toda una vida

Si: valieron la pena esos siete años. Porque no todo en la historia entre Hugo y Pablo
fue violencia. Hubo muchas mañanas de despertar juntos y comer y hacer el amor e
ir al teatro y al cine, como todos los amantes, en todos los tiempos. Hubo novelas que
compartieron y secretos perdidos en sus cuerpos.
Si, los siete años que vivieron juntos son como toda una vida.

Ya he dicho muchas de las razones por las que la historia de la Infancia de Isabel (y
su muerte habría que decir también) me llamó la atención. Hay otra, sin embargo; la
más personal. Resulta que de aquella relación entre Hugo e Isabel nació un niño y ese
niño, resulta ser mi padre.
Lo digo sin pena, porque incluso me parece divertido aunque a mis primos y a mi
padre tal vez les resulte comprometedor recordar sus orígenes (ellos son personas
mucho más serias, por supuesto).
A mi abuela, nunca le importó haber salido de un pueblo miserable ni ser la puta de
un burdel arrabalero.

Carlos Estrada, por su parte, hizo bien su papel de padre substituto y disfrutaba ya
grande recordando su pasado. Lo contaba sin aspavientos ni nostalgias
melodramáticas. El nunca tuvo problemas con la vida y se la bebió a sorbitos, Con
gusto mexicano.

No le importaba tampoco, ya al final, haber tenido un hermano homosexual e incluso


hacia el final de su vida estaba convencido de que a los homosexuales NO se los lleva
la Llorona como pensó cuando era joven.

Me hubiese gustado conocerlos a todos, especialmente a tantas Isabeles.

Me hubiese gustado brindar con ellos por largas vidas en burdeles porfirianos aunque
todos supiésemos qué cortas iban a ser.

En fin. Me parece que es hora de cerrar las historias que me contaron o se me


aparecieron o escuché o leí o simplemente inventé porque se me dio la gana.

Cada uno de los siete capítulos de la Infancia de Isabel ha comenzado con la historia
del General Aguirre bebiendo en el casino militar. Si, después de haber asesinado a
Hugo Estrada, se fue a beber y ahí se topó con Rangel (quien definitivamente se había
convertido en su cómplice después de la muerte del jefe Quintero). Platicaron un
poco y fue cuando el cabo se hizo el tonto y preguntó
138

- ¿Qué pasó mi general? ¿Se le fue la vieja?

Pablo seguramente recordó entonces toda esta historia fragmentada, porque así
recuerda uno. Tomando prestado de la memoria restos aquí y allá.

Más tarde, cuando no pudo más, subió a su coche y lo llevaron de regreso al gran
Hotel de la ciudad de México. Efectivamente, Donato se había ocupado de
desaparecer el cadáver de Hugo. No quedaba ya mas que una mancha café sobre la
alfombra.

Pablo Aguirre después de aquella noche se prometió que no bebería más. Hizo todo
lo posible por enderezar los escándalos que lo habían seguido desde que llegó a la
ciudad de México. Quiso por todos los medios continuar perteneciendo al círculo
íntimo del general Obregón pero no le fue posible. El teatrito en el que asesinó a
Federico Quintero, había sido demasiado grande: En menos de una semana lo
corrieron (lo renunciaron) del ministerio del trabajo y él, tuvo a bien retirarse de la
política (precisamente sin trabajo).
Finalmente compró una casa en la Escandón donde murió de viejo, completamente
solo, porque no tuvo familia aunque sí dos o tres amantes de su mismo sexo.

(Ya lo vez Pablo, que Hugo no había sido el culpable de tus gustos).

Se fue Pablo Aguirre, recordando su infancia en la ciudad de México. Al padre


irlandés y católico, al taller de Don Fernando, a Hugo y a todos los miedos que de
niño tuvo, miedos que no se cumplieron. Se fue, recordando los dos asesinatos que en
una noche le quitaron la vida. Se fue como si nunca hubiese existido; como todos
nosotros, nadamás así: ¡Se fue!.

II

Hay dos historias que hace falta concluir: la del matrimonio de Carlos con Margarita
y la del primer encuentro entre Pablo, quien en 1913 entró a la Academia militar y
Hugo Estrada, transformado en Isabel.

Las dos historias confluyen en una sola escena que comienza en el burdel de
Margarita, después del suicidio del padre de Hugo, cuando la madrota y su joven
amante, decidieron formalizar relaciones y se casaron para escándalo de putas y
parroquianos.

Por las fotografías de la boda puede verse que el jardín del burdel, era un clásico
intento de fines del XVIII por recrear un aire de
sofisticación oriental-europeizada.
139

En 1913 con la crisis que cargaba México, el sitio se había venido abajo y el jardín
parecía desarreglado, un poco deforme, decadente, como todo lo romántico: Más
salvaje y sin embargo, más sensual.
Hugo Estrada aparece en la última foto que le tomaron vestido de hombre abrazado
de Isabel, la prostituta estrella de Margarita. Están sentados en una fuente llena de
lirios y agua sucia. “Voy a robarme tu sexo y tu nombre” parece decirle.

En otra foto aparecen las prostitutas de la Márgara. Algunas de ellas muy sonrientes
con Carlos al fondo vestido de gala y la novia (Margarita misma) de vestido
ridículamente blanco, dándole besos.

Un sacerdote de nariz roja (cliente regular según se supo) terminó de oficiar la misa y
Carlos y Margarita quedaron casados formalmente.

- Puedes besar a la novia – dijo el padre de la gran nariz

- ¿Más? – gritó una muchacha con voz vulgar y todos se rieron

Los novios no escuchaban chismes ni murmullos. No se acongojaban con esas cosas


porque se querían de verdad y se besaron largo y fuerte cuando inició la fiesta y la
comunión, la bebida en el jardín del prostíbulo porfiriano de aires orientales.

Un pianista toca canciones de época y el sacerdote se relaja y se quita la sotana. Da


un gran trago a una botella de champagna y se abraza de una muchacha.

Entre la concurrencia están también, vestidos de fiesta, los gemelos: Van y vienen y
juegan alrededor del pianista. Le miran las manos con curiosidad y risa.

- Quiero que tengas cuidado – le dijo Isabel, la prostituta, a Hugo

- ¿Por?

- Cuando me vine de mi pueblo...

- ¿Qué pasa? –

- ¡Nada! Sólo quería decirte que allá afuera está la guerra y en ese desmadre, todo
es posible

Hugo se quedó con aquello dándole vueltas en la cabeza, que “en la guerra todo se
puede” y tomó la determinación de largarse para ser él mismo. La tomó rápido, no se
crea, ahí mismo, viendo a su hermano casarse porque se sintió tremendamente solo
140

(Pablo hacía varios meses que había entrado al colegio militar).

Apuró un trago de tequila y luego se formó en la cola larga de clientes y muchachas


que querían, como él, darle un gran abrazo al novio, su hermano.

- ¡Hugo! – gritó Carlos, cuando les tocó el turno de abrazarse. Estaba bien
borracho y casi lo carga

- Te quiero mucho – dijo Hugo

- Yo también cabrón

- ¡Muchísimo!

Se besaron en la mejilla. Se vieron a los ojos.


El hermano mayor modeló con los dedos en la boca de Hugo una sonrisa.

- Ya deja de ser tan preocupón chamaco, todo va a estar bien siempre. Vas a ver.
Aquí vamos a vivir juntos como siempre hemos querido y vamos a vivir a todo
dar

- Gracias Carlos, gracias por todo.

Y se abrazaron un tiempo largo, muy largo sin importar que hubiera tanta gente
esperando en la cola para abrazar al novio.

III

Al día siguiente o tal vez aquella misma tarde, Isabel maquilló a Hugo por última vez.
La transformó en su deseo, le regaló su nombre y él salió para vivir su vida de siete
años nada más.

Y el, Hugo, ella, Isabel, se metieron por entre las calles de la ciudad y anduvieron
dejando su reflejo en los aparadores de las tiendas y en los vidrios de los autos, en los
adoquines húmedos incluso, de la lluvia vespertina. Se sonreían, se coqueteaban, se
miraban incrédulos y felices de su nueva condición: todos los reflejos de todos los
hugos y todas las isabeles.

Finalmente, apareció frente al taller de Don Fernando en la calle de Bucareli. “Nunca


más volveré a ver a ninguno de estos” pensó sin nostalgias. Era pragmático, como
todos los Estrada y no se ponía a llorar o acongojarse por tonterías.

Pegado en una pared de la calle, miró el bando del gobierno que alguna vez entintó
141

por la noche junto a Pablo. Recordaba… y siguió caminando.

Así llegó hasta la estación del Ferrocarril en Buenavista.


Un destacamento de soldados sin mucho porte cruzaba por ahí. Subía a los trenes
para unirse a los ejércitos federales en el norte. Las mujeres despedían a sus hombres
y otras se les unían. La mayoría de aquellos soldados que salieron con uniforme del
ejército Federal se revelaron finalmente contra el traidor de Huerta y se unieron como
Pablo e Isabel a la causa de la Revolución.

IV

Como arrastrado por la historia, Hugo compró un boleto en un tren de segunda. El


hombre que le entregó el billete le cerró un .

Una vez en el tren, se dio cuenta que venía rodeada de cientos de soldados que iban a
luchar (en un desorden bastante colorido) contra el viejo Carranza.

(“Estoy en el camino de la guerra” , pensó. “Estoy en el camino correcto”)

Cuando el tren dejó atrás la ciudad, Hugo conoció a Dolores. Es una mujer
portentosa y fértil.

Naturalmente Dolores viene embarazada. Salud, uno de sus niños (tiene entonces uno
o dos años) grita a sus pies y exige a su madre que lo cargue.

A Isabel le entra un como instinto maternal y se hace cargo del niño con toda la
ternura que le queda.

Así se fue para el norte, con el niño en los brazos: toda la tarde y buena parte de la
noche, paseando y cantando entre los vagones para que Salud no llorara y luego, para
que no fuera a despertarse.

Entonces apareció en el corredor un cadete al que acababan de mandar para el norte:


Se llamaba Pablo Aguirre.

Pablo tiene diecisiete años y ha abandonado su casa y sus amigos para buscar fortuna
en la guerra donde todo se puede.

De golpe, Pablo no reconoce a Hugo.

- ¿Qué? – le pregunta el cadete contento – ¿se viene con nosotros a la Revolución


chula?
142

Hugo no responde; con el niño en los brazos inquieto y a punto de despertar.

Se van juntos por allá, los amantes, un poco lejos. Quieren coquetearse a gusto en los
pasillos del tren. Ahí, con todo aquél ruidajo, nadie podrá escucharlos.

- Yo me voy a matar carrancistas ¿Y usted? ¿A poco ese niño es suyo? –

Y luego, ya un poco desesperado con tanto silencio le dice:

– Que: ¿Le comieron la lengua los ratones? ¡Dígame! ¿Cómo se llama?

Isabel piensa un instante.

- ¿Cómo quieres que me llame? – le dice -

Cuando escucha la voz, Pablo se sorprende. Sonríe pensativo. No dice nada, se


queda callado un instante y luego:

- ¿¡Hugo!?

- ¡No! en realidad me llamo Isabel, como el ángel en la fiesta ¿Te acuerdas que
pensamos que se llamaba Isabel?

El joven cadete no dice nada, pero está feliz, feliz de verdad porque todo ese tiempo
se había sentido solo y había comenzado a extrañar la covacha en el taller de Don
Fernando.

- Te ves muy bien con ese niño – le dijo con algo de ternura

- Si, es mío – bromea el otro

- ¡Carajo! ¡Si eres una mujer!

- ¿Qué te sorprende?

- ¿Vienes para quedarte conmigo?

- No… bueno, en realidad no era mi intención, supongo que tampoco la tuya, pero
ya que estás aquí ¿Que quieres que haga? ¿Que te largue de la guerra?

- Cabrón – suspira Pablo ¡Te ves muy bien!… y en la guerra ¿Te vas a quedar
conmigo?
143

- Supongo que si, si quieres: Todo el tiempo que valga la pena

- ¡El tiempo que valga la pena!… ¿Y luego?

- ¡Luego no!

Pablo ríe de buena gana.

- Que bueno que no hiciste un escándalo de los que acostumbras – dice Hugo y
levanta los ojos

El niño, en brazos de Isabel despierta. Comienza a llorar. Hugo, Isabel, lo consuelan.

El tren hace una parada.

Un joven capitán pone orden en este montón de fierros que se divide entre quienes
van a pelear contra Carranza y quienes van a unírsele.

En poco tiempo, descubrirán todos que al fin de cuentas, son mexicanos. Para morir
y matarse, todos son mexicanos.

Ahí se quedan; en ese tren. Los dos amantes, al inicio de siete años que son como
toda una vida.

Ahí los dejamos, con todos los kilómetros de la revolución muy adelante, muy lejos
todavía del triunfo del General Alvaro Obregón y de la toma de la ciudad de México.

Fernando Zamora

Ciudad de México- La Habana – Nueva York.

Otoño 2000 – Primavera 2001

S-ar putea să vă placă și