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Daniel Link.

Material exclusivo para los alumnos de la materia Literatura del Siglo XX

19801

Roland Barthes nace en Cherbourg el 12 de noviembre de 1915. El año siguiente


moriría su padre, el alférez de navío Louis Barthes. Pasa su infancia en Bayona.
Bayona, bayoneta, cfr. "La arrogancia" y "Heterología y violencia".

Sólo hay una patria, sólo hay una lengua, diría más tarde (en Incidentes), en “La
luz del Sudoeste”: la patria de la infancia, la lengua materna. En 1934 le
diagnostican una enfermedad “retro” (tuberculosis). Durante ese año y el
siguiente realiza una “cura libre en los Pirineos, en Bedous, en el valle de Aspe”.
Estudia letras clásicas en la Sorbona.
De esa formación, la fruición por los neologismos ("enantiosema") y las
etimologías (cfr. "Etimologías").

Funda el Grupo teatro antiguo. Entre 1941 y 1942 sufre dos recaídas de su
enfermedad pulmonar. Durante su primera estadía en el Sanatorio de
Estudiantes, en Isère, publica su primer ensayo, sobre André Gide y su diario, en
la revista del lugar donde está internado. Adscribe al estructuralismo, al
marxismo, al nouveau roman, a la semiología, al maoísmo, a la nouvelle critique.
En 1960 ingresa como Jefe de trabajos de la École pratique des Hautes Études y
en 1962 es nombrado Director de Estudios en “Sociología de los signos,
símbolos y representaciones”. En 1977 accede (gracias a la intercesión de
Foucault) a su cátedra en el Collège de France. En 1978 dicta una conferencia
("Mucho tiempo he estado acostándome temprano") donde anuncia su proyecto
“novelesco”. Entre otras cosas señala que “lo natural es creerse inmortal; de ahí
tantos accidentes por imprudencia”. Poco más de un año después, en pleno luto
por la muerte de su madre, esa frase estúpida vuelve con toda su fuerza: muere
atropellado por una camioneta de lavandería.
De acuerdo con su extraño autorretrato (Roland Barthes por Roland
Barthes, 1975), seis son los períodos de su obra, dominados cada uno por un
intertexto y un género. Milner, por su parte, organiza la masa discursiva puesta
bajo su nombre en tres etapas, dominadas cada una por una forma de saber: el
1
“1980”, Capítulo de Link, Daniel. Clases. Literatura y disidencia. Buenos Aires, Norma, 2005,
págs. 217-225, enriquecido (quiero decir: intervenido) con algunos párrafos tomados de Link,
Daniel. "La comunidad de los ausentes" (sobre Diario de duelo), Ñ. Revista de cultura.
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saber de la estructura (la ciencia), el saber de la Muerte y, en el medio, la


inmmersión en lo di-verso. La clase anterior nos detuvimos en algunos puntos de
irradiación de esas "tribulaciones de un aprendizaje", y habíamos llegado hasta
El imperio de los signos.
Podría glosarse la experiencia de Barthes y de El imperio de los signos
con palabras de su amigo Michel Foucault ("El pensamiento del afuera"): se trata
de una “pura exterioridad desplegada” en la que el responsable del discurso no
es el sujeto que habla sino “la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin
descanso el derramamiento indefinido del lenguaje”, “alejándose lo más posible
de sí mismo. Y si este ponerse fuera de si pone al descubierto el propio ser, esta
claridad repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más
que un retorno de los signos sobre sí mismos”.
En Roland Barthes por Roland Barthes (1975), o en La cámara clara
(1980), su último libro publicado, urdido a partir del dolor que Barthes siente al
contemplar una foto de su madre muerta, se deja leer el proyecto barthesiano de
devolverle un porvenir a aquello que, en Mitologías (1957), habría de constituir el
objeto de una ciencia: lo imaginario, que deja de concebirse como sólo un
conjunto de representaciones estereotipadas y adquiere el estatuto de una
práctica (y en tanto tal, se liga con una ética y, por lo tanto, una política). Cfr. "El
imaginario"
Aún cuando Roland Barthes no desdeñara el tratamiento técnico de la
materia que se impone (el lenguaje, el relato, la fotografía, la ideología, la moda o
los mitos), lo que “decanta” de su obra está en otro dominio: un dominio de
indiscernibilidad donde ética y estética se presuponen. Barthes va recurriendo
progresivamente a diferentes paradigmas para resolver esa articulación, pero
está presente desde su primera intervención y constituye una de sus obsesiones
más recurrentes. En Diario de duelo (1977-1979) se lee: “¿En qué mamá está
presente en todo lo que yo he escrito?: en que hay por todas partes una idea del
Bien Soberano”.
Es sobre todo a partir de RB por RB y Fragmentos de un discurso
amoroso (1977) donde Barthes desarrolla ese proyecto (antimoderno) hasta
sus últimas consecuencias. Hay allí, como en El imperio de los signos, un
abandono de la theoria (el estructuralismo, al que le dedicó sus mayores
esfuerzos y le regaló todo su brillo) en favor de lo di-verso (lo imaginario, como
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diversión, es lo que escapa y se resiste al mismo tiempo a lo simbólico y a lo


real, ese imposible), lo imaginario es lo que fluye en nosotros y nos arrastra.
Cfr. "Transgresión de la transgresión", que anticipa el proyecto de Fragmentos
de un discurso amoroso.
“No suprimir el duelo (la aflicción) (idea estúpida del tiempo que abolirá) sino
cambiarlo, transformarlo, hacerlo pasar de un estado estacionario (estasis,
nudos en la garganta, recurrencias repetitivas de lo idéntico) a un estado
fluido”, escribirá Barthes sobre la experiencia de su madre muerta. Hacer que
los signos fluyan es liberarlos del estereotipo. De ahí el equilibrio entre la
identificación y la distancia que implica la oscilación pronominal (yo/él/Ud.).
No se trata de situarse fuera de lo imaginario para denunciar sus engaños,
sino de operar desde su interior y, de ese modo, superar la coacción de dos
formas de saber: el saber de la estructura. Cfr., en ese sentido, "La coincidencia".
En ese sentido, Roland Barthes usa el fragmento y el "como si" como
herramientas de investigación/ inmersión: hacer como si fuera "un enamorado el
que habla y dice" (el epígrafe de los Fragmentos) permitiría sostener un discurso
riguroso de lo imaginario en lo Imaginario. En ese punto, no es casual la
recuperación de Sartre, a quien Barthes homenajea cada vez que puede
(particularmente, en la dedicatoria de La cámara clara).
En sus últimos cursos en el Collège de France (Cómo vivir juntos, Lo
neutro, La preparación de la novela), contemporáneos del duelo por la madre
muerta, Barthes está inmerso en una indagación sobre lo Neutro que es,
también, una experiencia del afuera: no se trata de optar, sino de suspender toda
resolución entre dos opciones. No se trata, por lo tanto, de lo "verdadero" y lo
"falso" de las imágenes [cfr. "Verdad y aserción"], porque el imaginario, en su
perspectiva, ya no funciona como discurso sino como práctica. Y no se trata
tampoco de un régimen de la negación como la dialéctica (que el primer Barthes
había adoptado de Brecht, pero que ya ha abandonado en estos años), ni de la
transgresión (cuya lógica verificaba como cada vez más hegemónica en la cultura
industrial, de la que fue uno de sus grandes analistas: Mitologías), sino de algo
(la sobria ebrietas) que involucra una recuperación de la ascesis como soporte de
una ética.
Hay que entender el pasaje de Derrida a Nietzsche (de la escritura al
texto) por la mediación de Foucault, el “otro” serio de Roland Barthes, tal como
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puede leerse en “Noches de París”. De la conjunción de la moralidad y lo


novelesco surgiría la inquietud de sí, que lleva a Roland Barthes, una vez más,
al diario como motor de escritura, desde “Deliberación” (1979) hasta el final de
su vida. Antes, en su primer artículo publicado, ya se había detenido en
algunos tópicos importantes en relación con la escritura y la lectura del diario
íntimo.
En “Notas sobre André Gide y su Diario” (1942) leemos un deseo de “no
tratar de enmascarar” la “discontinuidad”. "La obra no está hecha más que de
piezas fuera de texto", dice en "El círculo de los fragmentos" en RB X RB.
“La incoherencia”, dice Barthes, “me parece preferible al orden que
deforma”. El Diario funciona a partir de identificaciones (imaginarias)
intermitentes: “Muchas declaraciones del Diario irritarán sin duda a los que
tienen alguna manía (secreta o no) contra Gide. Esas mismas declaraciones
seducirán a los que tienen algún motivo (secreto o no) para creerse
semejantes a Gide (yo subrayo). Eso es lo que le ocurre a toda personalidad
que se compromete” (pág. 12). La forma diario se parece a otras formas de
confesión: “Los hombres de educación protestante (...) encuentran en la
confesión pública una especie de equivalente de la confesión sacramental”.
Pero el diario no es propiamente una confesión o un monólogo sino un diálogo:
“No es tanto una confesión como el relato de un alma que se busca, que se
responde, que conversa consigo misma (al modo de los Soliloquios de San
Agustín)”. En ese primer momento, el estatuto del diario (¿interior o exterior a
la obra?) es ambiguo para Roland Barthes:
No hay que pensar que el Diario se opone a la obra, ni que no es él
mismo una obra de arte. Contiene frases a medio camino entre la
confesión y la creación; solamente requieren ser insertadas en una
novela y ya son menos sinceras (o mejor: su sinceridad cuenta menos
que otra cosa, menos que el placer que produce leerlas). Diría de buen
grado lo siguiente: no es el Journal d’Édouard el que se parece al Diario
de Gide; al contrario, muchas de las declaraciones del Diario ya poseen
la autonomía del Journal d’Édouard. Ya no son del todo Gide; empiezan
a estar fuera de él, en ruta hacia alguna obra incierta que les apetece
ocupar y a la que llaman.

Es por eso que el hombre, el autor, son una figura del discurso, es decir:
el efecto de su obra. El diario, aunque Roland Barthes no lo plantee en esos
términos, es propiamente una tecnología del yo (pág. 20). En 1966 comentará
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el libro de Alain Girard sobre el diario íntimo (Le journal intime). En esa
segunda reflexión, el diario es ya “un desafío a la literatura” (pág. 155). Si bien
es un “género plenamente literario”, “la paradoja del diario íntimo es
precisamente ser un género; como ese género une lo más social (nada más
social que una obra publicada) con lo más individual (puesto que en él todas
las formas de la obra son rechazadas)” (pág. 155). Roland Barthes comenta
algunas observaciones de Girard: “El autor indica que el lugar que la escritura
ha ocupado en nuestra sociedad no ha dejado de crecer, pero que esa
importancia, paradójicamente, tiene por corolario el sentimiento de una
extrema dificultad; si una historia universal de la literatura dedicara un capítulo
a nuestro tiempo, su título podría ser en efecto la dificultad de escribir; los
intimistas son evidentemente los primeros testigos de esa dificultad; una vez
más, el diario íntimo ayuda a comprender esa mala conciencia general del
escritor moderno, que sin duda está ligada a la historia ideológica de la
burguesía”. En relación con el diario íntimo, pues,
el verdadero problema crítico no es conocer el motivo oculto de una vida
(puesto que la vida del intimista es en suma su obra) –eso sería una
búsqueda ilusoria, pues los hombres son oscuros por complejidad, y no
por secreto-; se trata más bien de encontrar el sentido que un autor
puede dar a esa búsqueda incesante que es la escritura. En otras
palabras, ante todo escrito íntimo (y tal vez ante toda obra), la cuestión
no es qué nos oculta el autor, sino por qué el autor escribe (pág. 158).

Toda la obra de Roland Barthes se organiza alrededor de dos obsesiones:


por un lado, la naturalización del signo (es decir: la percepción de la cultura como
una naturaleza) y la consecuente política intelectual como una demostración (y
una negación) de ese efecto ideológico. Por el otro, la novedad como motor
estético, afectivo y moral, al mismo tiempo.
*

Un amigo acaba de perder a un ser querido, y quiero expresarle mi


condolencia. Me pongo a escribirle espontáneamente una carta. Sin
embargo, las palabras que se me ocurren no me satisfacen: son `frases':
hago `frases' con lo más afectivo de mí mismo; entonces me digo que el
mensaje que quiero hacer llegar a ese amigo, y que es mi condolencia
misma, en resumidas cuentas podría reducirse a unas pocas palabras:
Recibe mi pésame. Sin embargo, el fin mismo de la comunicación se
opone a ello, ya que sería un mensaje frío, y por consiguiente, de sentido
contrario, puesto que lo que quiero comunicar es el calor mismo de mi
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sentimiento. La conclusión es la de que, para dar vida a mi mensaje (es


decir, en resumidas cuentas, para que sea exacto), es preciso no sólo que
lo varíe, sino además que esta variación sea original y como inventada.
En esta sucesión fatal de condicionamientos reconocemos a la literatura
misma (que mi mensaje final trate de escapar a la `literatura' no es más
que una variación última, una argucia de la literatura). Como mi carta de
pésame, todo escrito sólo se convierte en obra cuando puede variar, en
determinadas condiciones, un mensaje primero (que quizá también él sea:
amo, sufro, compadezco). Estas condiciones de variaciones son el ser de
la literatura, y al igual que mi carta, finalmente sólo pueden tener relación
con la originalidad del segundo mensaje. Así, lejos de ser una noción
crítica vulgar (hoy inconfesable), y a condición de pensarla en términos
informacionales (como el lenguaje actual lo permite), esta originalidad es
por el contrario el fundamento mismo de la literatura; ya que sólo
sometiéndome a su ley tengo posibilidades de comunicar con exactitud lo
que quiero decir; en literatura, como en la comunicación privada, cuanto
menos `falso' quiere ser, tanto más `original' tengo que ser, o, si se
prefiere, tanto más `indirecto'.

“Prefacio” a Ensayos críticos

Nouveau (nuevo) es bueno, es el movimiento dichoso del Texto: la


novedad está justificada históricamente en toda sociedad donde, por
régimen, la regresión es una amenaza; pero neuf (novedoso) es malo: hay
que luchar contra un traje neuf cuando se lo lleva por primera vez: lo neuf
envara, se opone al cuerpo porque lo priva del juego de las articulaciones
cuya garantía está en un cierto desgaste: un nouveau que no fuese del
todo neuf, tal sería el estado ideal de las artes, los textos, los trajes".

Roland Barthes por Roland Barthes

Los códigos de referencia poseen una especie de virtud vomitiva, pues


repugnan por el aburrimiento, el conformismo, el hastío de la repetición
que los funda.

S/Z

¿Cómo se podría sostener un proyecto de resistencia a la repetición, es


decir un proyecto de originalidad que responda a la dinámica de “lo nuevo” sin
caer en la lógica de lo novedoso, propia de la cultura de masas, sierva de la
repetición y del orden establecido? Es claro que Roland Barthes es enemigo del
(“vomitivo”) realismo literario, pero también es claro que las soluciones
neovanguardistas (neuf, “el chantaje a la teoría”) lo dejan atónito: “Para el que
escribe, para el que ha elegido escribir, me parece que no puede haber otra `vida
nueva´ que el descubrimiento de una nueva práctica de la escritura”. (“Mucho
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tiempo he estado acostándome temprano”)


Es igualmente claro que Roland Barthes se encuentra igualmente
distanciado de los delirantes proyectos ideológicos del capitalismo como de las
soluciones institucionalizadas (las doctrinas partidarias) a la “sensibilidad de
izquierda” que le gusta proclamar. Fuera de la dialéctica, entonces, ¿cómo es,
pues, legítimo actuar?
Admitamos que la tarea histórica del intelectual (o del escritor) sea hoy la
de mantener y acentuar la descomposición de la conciencia burguesa.
Entonces, hay que conservar toda la precisión de la imagen; esto quiere
decir que fingimos quedarnos voluntariamente dentro de esta conciencia y
que vamos a deteriorarla, desplomarla, desmoronarla, desde dentro, como
se haría con un terrón de azúcar que se sumerge en el agua. La
descomposición se opone pues aquí a la destrucción: para destruir la
conciencia burguesa hay que ausentarse de ella, y esta exterioridad sólo
es posible en una situación revolucionaria (...), destruir, en resumidas
cuentas, no sería más que reconstituir un sitio para la palabra cuyo único
carácter fuese la exterioridad: exterior e inmóvil: tal es el lenguaje
dogmático. En suma, para destruir hay que poder saltar. ¿Pero saltar a
dónde? ¿En qué lenguaje? ¿En qué lugar de la buena conciencia y de la
mala fe? Mientras que al descomponer, acepto acompañar esta
descomposición, descomponerme yo mismo en la misma medida:
desbarro, me aferro y arrastro conmigo.

Roland Barthes por Roland Barthes

La destrucción vanguardista, de un lado. La descomposición del otro. Le gusta


pensar en términos binarios (sólo allí encuentra un verdadero ejercicio de la
libertad). El placer del texto clásico opuesto al goce del texto “nuevo”
(vanguardista o no): “El placer es decible, el goce no lo es. El goce es in-decible,
inter-dicto" (El placer del texto). Mejor: el placer del texto legible frente al goce del
texto escribible:
Lo escribible es lo novelesco sin la novela, la poesía sin el poema, el
ensayo sin la disertación, la escritura sin el estilo, la producción sin el
producto, la estructuración sin la estructura. (S/Z)

Y, para escapar a toda dialéctica, también el texto recibible:


Es legible el texto que yo no podría volver a escribir (¿puedo escribir hoy
en día como Balzac?); es escribible el texto que leo con dificultad, a
menos que modifique completamente mi régimen de lectura. Lo recibible
sería lo ilegible que engancha, el texto ardiente, producido continuamente
fuera de toda verosimilitud y cuya función --visiblemente asumida por su
autor-- sería la de impugnar la restricción mercantil de lo escrito; este
texto, guiado, armado por un pensamiento de lo impublicable, suscitaría la
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respuesta siguiente: no puedo ni leer ni escribir lo que usted produce, pero


lo recibo, como un fuego, una droga, una desorganización enigmática.
(Roland Barthes por Roland Barthes).

*
¿Es que todo esto quiere decir que voy a escribir una novela? No lo sé. No
sé si será posible llamar “novela” a la obra que deseo y de la que espero
que rompa con la naturaleza uniformemente intelectual de mis anteriores
escritos (aunque son muchos los elementos novelescos que alternan su
rigor). Me conviene hacer como si tuviera que escribir esa Novela utópica.
Y por fin, aquí, estoy encontrando el método. “Como si”: ¿no es acaso esta
fórmula la propia expresión de un discurrir científico, como se ve en
matemáticas? Hago una hipótesis y exploro, descubro la riqueza de lo que
de ella se deriva; postulo una novela por hacer, y así, de esa manera,
puedo esperar aprender más sobre la novela que considerándola
solamente como un objeto ya hecho por los otros. (“Mucho tiempo he
estado acostándome temprano”)

“Me pongo en la situación de aquel que hace algo, y ya no de aquel que


habla sobre algo: no estudio un producto, endoso una producción; elimino
el discurso sobre el discurso; el mundo ya no me llega en forma de objeto,
sino como escritura, es decir, como práctica; paso a otro tipo de saber (el
del que Ama). (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”)

Todo esto debe ser considerado como algo dicho por un personaje de
novela (Roland Barthes por Roland Barthes)

Es pues un enamorado el que habla y dice: (Fragmentos de un discurso


amoroso)

El fragmento, o, si se prefiere así, la reticencia, permite retener el sentido,


para que así se dispare mejor en direcciones abiertas. (Ensayos críticos)

El fragmento tiene su ideal: una alta condensación, no de pensamiento, o


de sabiduría, o de verdad (como la Máxima), sino de música: al
“desarrollo” se opone entonces el “tono”, algo articulado y cantado, una
dicción. (Roland Barthes por Roland Barthes).

El buen fragmento es denso en algo del orden del afecto (tono, cadencia,
dicción, timbre) antes que del pensamiento. Dos condiciones son, pues,
necesarios para transformar la sensación en notación (en escritura, en arte). La
hiperestesia o una “sensibilidad” aguda al mundo y la hiperconciencia o
amplificación del yo hasta que coincida con el universo entero (“la vida como
texto”). ¿Qué garantías tener en relación con una hiperestesia y una
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hiperconciencia semejantes?

El poder de goce de una perversión (en este caso la de las dos H:


homosexualidad y haschisch) es siempre subestimado. La Ley, la Doxa, la
Ciencia no quieren comprender que la perversión, sencillamente, hace
feliz; o, para precisar, que produce un plus: soy más sensible, más
perceptivo, más locuaz, me distraigo mejor, etc., y en este más reside la
diferencia (y de allí el Texto de la vida, la vida como texto). En
consecuencia, es una diosa, una figura invocable, una vía de intercesión"
(Roland Barthes por Roland Barthes)

Biografema. Y también: "Activo/ Pasivo", oposición cuya suspensión lleva a "un


texto gongorino y una sensualidad dichosa".
En “Deliberación” (1979), Roland Barthes propone una teoría del diario
íntimo y una justificación para escribir uno. La “enfermedad” del diario es la del
parresiasta: la “duda irresoluble sobre el valor de lo que en él escribe”. Duda
sobre el valor de verdad, duda sobre el valor estético.
Pero además, lo sabemos por el curso Cómo vivir juntos, duda sobre la
posición misma de parrresiasta: “Parresía como forma dogmática del lenguaje”.
El hastío ante las frases nominales (del orden estético), bien mirado es
un cansancio ético: se trata de rechazar lo intransitivo. El diario debe servir
para la transformación de si. “Percibo con gran desánimo el artificio de la
`sinceridad’ ”, percibo “la mediocridad artística de lo `espontáneo’“. El enemigo
del parresiasta es el poseur. Se trata de asumir la necesidad de transformarse:
“ahí reside toda la dificultad de la literatura”, y no el deseo de explicarse a uno
mismo. Cuatro motivos podrían llevar a Barthes al diario íntimo:
1) poético: hacer del diario un laboratorio de estilo.
2) histórico: dejar testimonio de las huellas de una época.
3) utópico (o más bien histérico): seducir con “mi persona”.
4) idólatra: usar el diario como taller de frases “exactas”.
A la pregunta sobre si de puede (o se debe) publicar el diario íntimo,
Roland Barthes da una respuesta ambigua pero que, en todo caso, permite
despejar la práctica del diarista de toda sospecha de narcisisimo. Lo que hay
que evitar, en todo caso, es el egotismo.
Su amigo Francois Wahl se apresuró a publicar las páginas íntimas
incluidas en “Incidentes” y en “Noches de París”. Esa segunda parte, ese diario
erótico amoroso, sigue siendo el mejor ejemplo de “lo novelesco sin la novela”
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y un hito en la imaginación estética europea de finales del siglo XX:

Desde el tren del que acababa de bajarse en una estación desierta


(Asilah), lo vi correr por la ruta, solo, bajo la lluvia, abrazando la caja
vacía de cigarros que me había pedido “para guardar sus papeles”
(Incidentes)

17 de septiembre de 1979 Ayer, domingo, Oliver G. vino a comer;


dediqué a la espera y al recibimiento el especial cuidado que revela, por
lo general, que estoy enamorado. Pero, ya mientras comíamos, su
timidez o su distanciamiento me intimidaron; ninguna euforia en la
relación, ni de lejos. Le pedí que viniera a mi lado, a la cama, mientras
dormía la siesta; acudió muy amablemente, se sentó en la orilla, leyó en
un libro ilustrado; su cuerpo estaba demasiado lejos, cuando alargué mi
brazo hacia él, no se movió, encerrado en sí mismo: ninguna
complacencia; y acabó por marcharse a la otra habitación. Me invadió
como una desesperación, tenía ganas de llorar. Me pareció evidente que
iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de
ellos hacia mí, y porque yo soy demasiado escrupuloso, o demasiado
torpe, para imponer el mío; creo que éste es un hecho indiscutible,
avalado por todas mis tentativas de flirt, que mi vida es triste, que, bien
mirado, me aburro, y que es necesario que expulse este interés, o esta
esperanza, de mi vida. No me van a quedar más que los taxi-boys.
He tocado un poco el piano para O., a petición suya, a sabiendas de que
acababa de renunciar a él para siempre; tiene bonitos ojos y una
expresión dulce, suavizada por los cabellos largos: he aquí un ser
delicado pero inaccesible y enigmático, tierno y distante a la vez. Luego
le he dicho que se fuera, con la excusa del trabajo, y la convicción de
que habíamos terminado, y de que, con él, algo más había terminado: el
amor de un muchacho. (Incidentes).

Tánger: Paul Bowles, viaje de aprendizaje (acumulación de sentidos);


Mohamed Chukri, viaje colonial; Elías Canetti, viaje ontológico; William
Burroughs, viaje bélico; Truman Capote y Roland Barthes: vagabundeo
estético. “Incidentes, minitextos, pliegos, apuntes, juegos semánticos, cosas
caducas como las hojas de un árbol.” (“Libros en proyecto” en Roland Barthes
por Roland Barthes). Más abajo: “Puede concebirse un libro inverso, un libro
que contase mil incidentes sin permitirse incluir ni una sola línea de sentido, se
trataría muy exactamente de un libro de haiku”.

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