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¡SANTO INCIENSO!
Regresaría a Misa al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Cada vez que volvía,
«descubría» que se cumplían ante mis ojos más Escrituras. Sin embargo, ningún libro
se me hacía tan visible en aquella oscura capilla como el libro de la Revelación, el
Apocalipsis, que describe el culto de los ángeles y los santos en el cielo. Como en ese
libro, también en esa capilla veía sacerdotes revestidos, un altar, una comunidad que
cantaba: «Santo, santo, santo». Veía el humo del incienso; oía la invocación de
ángeles y santos; yo mismo cantaba los aleluyas, puesto que cada vez me sentía
más atraído hacia este culto. Seguía sentándome en el último banco con mi Biblia, y
apenas sabía hacia dónde volverme, si hacia la acción descrita en el Apocalipsis o
hacia la que se desarrollaba en el altar. Cada vez más, parecían ser la misma acción.
Con renovado vigor me sumí en el estudio de la primitiva cristiandad y encontré que
los primeros obispos, los Padres de la Iglesia, habían hecho el mismo
«descubrimiento» que yo estaba haciendo cada mañana. Consideraban el libro del
Apocalipsis como la clave de la liturgia, y la liturgia, la clave del Apocalipsis. Algo
tremendo me estaba pasando como estudioso y como creyente. El libro de la Biblia
que había encontrado más desconcertante el Apocalipsis, estaba iluminando ahora
las ideas que eran más fundamentales para mi fe: la idea de la alianza como lazo
sagrado de la familia de Dios. Más aún, la acción que yo había considerado como la
suprema blasfemia: la Misa, se presentaba ahora como el evento que sellaba la
Alianza de Dios. «Éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna».
Estaba entusiasmado con la novedad de todo ello. Durante años, había intentado
encontrar el sentido del libro del Apocalipsis como una especie de mensaje
codificado acerca del fin del mundo, del culto en unos remotos cielos, de algo que la
mayoría de los cristianos no podrían experimentar mientras estuvieran aún en la
tierra. Ahora, después de dos semanas de asistir a Misa a diario, me encontraba a mí
mismo queriendo levantarme durante la liturgia y decir: « ¡Eh, vosotros! ¡Dejadme
enseñaros en qué lugar del Apocalipsis estáis! Id al capítulo cuatro, versículo ocho.
Estáis en el cielo, justamente ahora».