Se quedó dormido en medio de la calle; a no más de siete metros de la esquina con la
avenida Morelos. A su alrededor la peste a orines viejos y sebo acedo. Su piel costrosa de mugre, los cabellos pegados, las barbas de meses, la boca babeante. Profundamente dormido. Uno más de los teporochos o de los locos de la ciudad. Como quiera que sea la gente se acostumbra a ellos. Ahí andan, sin historia para los otros. Simplemente van apareciendo, se quedan y desaparecen. Muchos de ellos se agrupan; así es más fácil conseguir el alcohol del 96 y los refrescos, hablar, soñar con otros tiempos, prometerse otra vida, olvidar y agarrarse a fregadazos. Pero él llego solo y así se quedó. Solo. Nadie se acuerda de su llegada. Pudo llegar ayer… Es uno más de los que deambulan por la ciudad sin destino fijo hasta que los vence el sueño para quedarse ahí, tumbados en la banqueta. El alcohol, remedio para domesticar la memoria, para encerrarla, para anularla por lo menos algunas horas. La cruda, el despertar con los efectos de la intoxicación por alcohol y la deshidratación… Lo de menos es el dolor de cabeza. Lo de menos es la sed que se hace infinita. Lo de menos es el estómago revuelto. Lo de menos es el vómito sanguinolento. Lo terrible, lo verdaderamente terrible, es el recuerdo. Ahora duerme. Quien sabe si en el sueño regresen ellos; es un sueño profundo, sin recuerdos, sin nada. Duerme como tantas veces antes. Como aquellas en que al sueño sucede la vela y con ella emergen los recuerdos, los malditos recuerdos. Entonces, siempre, es buscar el alcohol y algo con qué rebajarlo… Si se puede. Y adormecer nuevamente los recuerdos. No siempre fue así… Él tiene historia. Alguna vez fue un tipo con futuro. Se casó con una mujer morena y se amaron. Se amaron plácidamente. Y tuvieron dos hijos, un niño de ojos grandes y una niña de pelo ensortijado. Le encantaba llegar a su casa por las tardes; los niños lo recibían con enormes sonrisas que antecedían los abrazos. Él tenía un buen empleo, una casa grande, dos autos y las ansias de llegar a su casa todas las tardes… Pero todo acabó de pronto, como si hubiera recibido un tablazo en la cara o una puñalada en el hígado. Sin embargo ahora duerme y todo eso deja de existir… No hay memoria. No hay nada. Sólo el sueño, el coma etílico que lo borra del mundo. Mejor morir que recordar. La mujer se llamaba, o se llama, sepan ustedes, Rebeca. Llegó un mediodía. Todos voltearon a verla: piernas largas, cinturita, pechos enormes, trigueña, nariz respingada, cabello negro chino. El corazón de uno se desbocaba y amenazaba con reventar las costillas. Bastaron tres días para que todo el personal masculino (menos él) se le lanzara, y para que todas las mujeres la odiaran, menos una (pero es otra historia). Y una tarde se acercó a su escritorio; él fue amable… Pero hasta ahí. Ella lo intentó todo; problemas con su equipo de cómputo, arrimarle los muslos, enseñarle los pechos, inventar historias tristes… Pero nada, nada de nada. ¿Será gay? Se preguntó alguna vez. Eso ya es nada. Él ahora duerme en medio de la banqueta. La gente lo rodea y sigue su camino. Ni siquiera repara en el bulto humano que estorba el paso en la banqueta. No tiene historia, sólo es un molesto olor para el cual basta con contener la respiración. Rebeca se fue haciendo su amiga a fuerzas de insistir. A veces mataban los minutos muertos con pláticas breves y poco personales; un amigo lejano, un pariente perdido en el tiempo, un programa de televisión, algún comentario en el noticiario… Y ya. Al final de cuentas, ¿a quién le importa un tipo tirado en la banqueta? ¿A quién le importa un vagabundo más? ¿Un loco de esos que pululan? ¿Un bulto asqueroso que enseña la panza? ¿A quién le importa su ropa sucia y desgarrada? Y al final de cuentas, ¿qué le importan a él, desde su sueño, los fantasmas que caminan bien o más o menos bien vestidos? En eso las simpatías o las antipatías son mutuas. Y un día, un día como tantos otros, vino el golpe seco. Estaba en la cafetería de la empresa. Leía un informe y llegó Rebeca. Estoy muy molesta; hay mujeres muy malditas. Él la miró con ojos de estoy ocupado, pero ella no hizo caso y continuó: Es que me encontré a un amigo que hace mucho no veía. Nos pusimos a platicar y lo que me contó me dejó muy molesta. Y contó la historia… Y la historia lo dejó helado: Su amigo tiene una relación desde hace siete años (la edad de su hijo mayor, más o menos) con una mujer casada. Con ella tiene dos hijos, un niño y una niña; sus edades coinciden con las de sus propios hijos. La mujer hizo creer a su esposo que los hijos son de él y él lo creyó (cosa normal, porque el esposo no conoce la otra cara de la mujer). Lo peor es que se burlan constantemente del marido, al que consideran un perfecto imbécil. El nombre de la mujer, se lo reveló ella al final del relato, es… el de su propia esposa. Él no dijo nada cuando ella terminó. Se levantó, se fue a su oficina, se quedó ahí una hora más o menos y se largó. Esa mañana, cuando despertó en un parque, le vino todo el recuerdo de golpe. Y lo peor, parecía que el Cielo, Dios o el destino se ensañara contra él. No conseguía alcohol, y el dolor crecía y crecía. Las lágrimas brotaban sucias de sus ojos, pero nadie las vio o a nadie le importó porque, ¿a poco no?, de un loco se espera cualquier cosa. En su casa no lo esperaban; los niños hacían la tarea cuando entró. Voltearon y vio cómo sus miradas pasaban de la sorpresa a la alegría, pero no le importó, o si le importó no demostró nada. Cuando se acercaron a abrazarlo los rechazó con frialdad (real o fingida, eso sólo él lo sabía). Buscó a la mujer que estaba en el cuarto. Llegó un momento en que no pudo más. Fue en la plaza. Se hincó junto a una jardinera y pegó la frente al piso. No gritó, no habló; los pensamientos fluyeron en tropel… ¡Dios, ayúdame. Si me das otra oportunidad te prometo que no fallaré… Devuélvemelos. Déjame amarlos… Te lo suplico! ¡Ahorita mismo se largan los tres de aquí! Le dijo con rabia contenida. Lo más probable es que él interpretara la mirada de sorpresa como una mirada de miedo. ¿Qué te pasa? Preguntó ella azorada. Que eres una puta y ya descubrí todo tu juego. Cruzaron más palabras. Ella pasó de la sorpresa a la angustia y después al enojo. Poco a poco fue serenándose, como si el dolor se atenuara (pero sólo se atenuara). Levantó la cabeza y, de manera casi milagrosa, llegó su salvación; a unos metros de él estaba El Sax, un teporocho que conocía desde hace tiempo de vista. Dormía profundamente y, junto a él, una botellita de alcohol, de medio litro, casi llena. Llegó un momento en que ella quedó callada, completamente callada. Lo miró de una manera extraña. A pocos metros los niños lloraban. Ella fue hacia ellos. Tranquilos, les dijo, todo está bien. Su papá no se siente bien. Los llevó a su cuarto, tomó una maleta, metió algunas cosas, fue al cuarto de los niños, se afanó unos momentos y se largó con ellos. Sin meditarlo le dio varios tragos profundos. Apenas sintió cómo se iba quemando de la boca al estómago; el otro dolor atenuaba toda sensación física. Y empezó a caminar. Cada tantos pasos se detenía para dar un nuevo trago. El mundo dio vueltas y vueltas, hasta que los recuerdos desaparecieron. Jamás volvió a saber de ellos. Al día siguiente regresó a su oficina. Como pudo sacó el trabajo. Al medio día se acercó Rebeca. Parecía apesadumbrada… Lo siento mucho, dijo, yo no sabía que… No importa, cortó él. ¿Puedo hacer algo? Preguntó ella. Él denegó con la cabeza. Se detuvo en una calle. Ya no pensaba, se movía automáticamente hasta que se recargó en un muro. Resbaló lentamente hasta que se dejó caer y quedó dormido. Por la tarde, casi a la hora de la salida, se las ingenió para pasar por él y llevarlo a un bar. Más tarde, en el carro, se desarmó. Lloró. Lloró mucho. Lloró como no lo hacía nunca. Ella lo consolaba, lo acariciaba suavemente. Lo acompañó hasta su cama y se quedó con él. Esa noche no hubo nada más que llanto y consuelo. La gente pasa junto a él. Apenas lo miran con cierto malestar; un estorbo en la banqueta al que hay que rodear. Quizá alguno piense algo hay que hacer con estos vagabundos, es una mala imagen para la ciudad. Pero también es probable que tal pensamiento desaparezca tan pronto el hedor queda atrás. Ella lo esperaba casi todas las noches afuera de su casa. A veces no. Se estaba con él varias horas, hasta la media noche. Luego se iba. Sirvió de algo; el dolor por la ausencia se fue atenuando. Gracias a ella, regresar a casa dejó de ser tan terrible como pudo serlo. Una mañana llegó a la oficina. Había caras largas. Había un problema serio que se respiraba en el ambiente. Había murmullos que se silenciaban cuando él pasaba (los murmullos siempre están lejos de los jefes). Había una ausencia. Había algo terrible. Poco después llegó la noticia. Un nuevo golpe. El director llamó a reunión y ahí se enteró de todo; el contador general estaba detenido. Había un quebranto de algunos millones de pesos. Él y su amante, Rebeca, lo planearon. Ella logró huir, pero la policía estaba por localizarla. No dice nada. Nunca habla. Menos ahora que duerme profundamente. Menos ahora que los recuerdos están alimbados, ausentes, encerrados en quién sabe qué parte de su cerebro. Él no habló. La angustia lo envolvía. ¿Alguien sabría de su relación? Y un nuevo dolor: Ella era también amante del contador general. Y también ella estaba ausente. La ausencia, esa omnipresente, esa totalidad. Angustia, en esos momentos, era el mundo, era el futuro. Pero el golpe definitivo llegaría unas horas después. La tarde se hace más densa, pero la gente no se detiene. Sólo él interrumpe la marcha, el ritmo, el movimiento. Su figura quieta, absurda en medio del trajín del centro de la ciudad; como una mancha en medio de una pared blanca. Algo no concordaba. Reflexionaba en su oficina frente a una computadora con una imagen sin sentido. Ella no podía haber participado en el robo, debía de ser una argucia del Contador General para desviar la atención. Quizá en estos momentos ella estuviera en un peligro serio. Salió de la oficina y la buscó por el celular. La primera vez lo mandó al buzón después de las cinco llamadas. Luego envió un mensaje: ¿estás bien? Necesito hablar contigo. Poco después contestó a la segunda… Todo era cierto. Un loco, un borracho tirado en la banqueta, una bolsa de basura en medio del paso, un costal de cemento, una piedra… Cualquier cosa hubiera sido lo mismo para la gente que pasa junto a él. A lo más logra arrancar un gesto de asco de alguna doña. Ella estaba acostumbrada a atraer y él se convirtió en un reto. También quería dinero y el Contador General era el medio. Al final de cuentas logró ambas cosas, y ambas con sendas mentiras, porque, explicó, no cualquiera puede mentir. Las mentiras fueron simples: una frase (te amo) que le dio el dinero, y una historia de deslealtad que se le ocurrió una hora antes, que armo gracias a la información que proporcionaron sus compañeras, y por la cual ganó su reto. Ahora estaba a salvo con mucho dinero. Se revuelve en el piso, como asaltado por sueños terribles. Pero pronto regresa a la calma. Babea una sustancia rojiza. Así lo supo todo. Colgó el teléfono y marco otro. El número que marcó no existe. Corrió hasta su auto y manejo como pudo hasta una casa que quería olvidar. “No sabemos nada de ella”, le dijo su suegra y cerró la puerta de un golpe. Los buscó por días, semanas y meses. Buscó amigos, utilizó el Internet, hizo llamadas claves, pero nada. Maldijo al destino, a los cielos, a su estupidez, a Rebeca y al Contador General… Y comenzó a beber, para amortiguar la angustia primero, pero conforme los recuerdos eran más terribles la bebida fue útil para adormecerlos. Dejó el trabajo, se acabó el dinero, malbarató los muebles uno a uno y, finalmente, perdió la casa. Pero el alcohol no debía faltar. Igualmente pasó del whisky al ron barato y de ahí al alcohol del 96. El olvido era la mejor forma de esperar la muerte. Su mano se mueve, como por un espasmo. Pero el sueño sigue, se mantiene. La gente camina, lo mira, lo olvida y él duerme. ¡Despierta! Abrió los ojos, como si no quisiera hacerlo. Tan pronto logró enfocar la figura que estaba junto a él los abrió todo lo que pudo, como si quisiera llenarse de ella. Y es que ella, su esposa, estaba ahí. Lo miró entre severa y cariñosa. Ya basta de esta vida, le dijo, los niños te necesitan. Su rostro se fue serenando; si alguien lo viera pensaría que sus sueños se volvieron agradables, un algo de alegría había en su rostro dormido. Se levanta torpe pero rápidamente. Resbala y se vuelve a levantar. Ella lo mira. Te ves terrible, y hueles peor. No debes presentarte así ante los niños. Por la sorpresa no había reparado en el paquete que lleva bajo el brazo. Está envuelto en papel de estraza rodeado con un lazo de cáñamo. Se lo lleva a un hotel del centro. No hablan mucho. De hecho no hablan. Báñate y rasúrate, le dice. Y él obedece como un niño regañado y luego perdonado por los padres. En su cara costrosa de mugre se dibuja una sonrisa. Tenue al principio, pero poco a poco se va agrandando. La primera sonrisa en años. Nadie lo constata porque para la gente, simplemente, no existe como persona y, desde esa perspectiva, no hay sonrisa. En un rincón queda la ropa vieja. Su olor y aspecto son, ahora, una especie de fósil de un pasado lejano. El espejo ligeramente empañado le devuelve la imagen de antes. Apenas si se nota alguna huella del alcohol y de la calle. Cuando sale ella le abre los brazos. Se abrazan y se besan como si el tiempo continuara a partir de la última mañana en que estuvo con ella. Sobre la cama una muda de ropa limpia y en el piso una bola arrugada de papel de estraza. Y lloró abrazado a él, lloró fluidamente, las lágrimas salieron limpias para humedecer la blusa de su esposa. Perdón, perdón por mi estupidez, murmuró. Ella lo calló con un beso. Lágrimas silenciosas formaron surcos en su rostro ennegrecido por la mugre de meses y fueron a formar charcos sucios en el piso sucio de la banqueta. Sólo brotaron de sus ojos, continuas, en silencio… Ella maneja. Le cuenta de los asuntos triviales de los vecinos, de la escuela de los niños, de los amigos, como si nunca hubiera pasado nada y hoy, este día, simplemente hubiera pasado por el al trabajo. Al final llegan a su casa, a la casa de siempre. Su corazón late desbocado; ¿Cómo lo mirarán sus hijos? Piensa, y ese sólo pensamiento lo llena de angustiosa alegría. La puerta automática se abre, entran con el auto, ella lo apaga, descienden, caminan el breve tramo a la puerta de entrada, ella usa su llave, abre la puerta, él mira a los niños que están sentados ante la mesa, ellos voltean y ve cómo sus miradas pasan de la sorpresa a la alegría. Ellos no han cambiado nada, siguen igual que la última vez que los vio. Se levantan y corren hacia él. Se abrazan con fuerza, con desesperación. Los amo, dice en murmullos y los llena de besos. Jamás volveré a separarme de ustedes. Se estremece de alegría. Se estremeció en su sueño, una sonrisa enorme quedó congelada en su cara. Nadie se dio cuenta que había quedado quieto, rotundamente quieto, felizmente quieto, con la alegría pintada en su rostro sucio. Finalmente, en la banqueta sólo quedó él, un par de cucarachas y una rata aventurera que lo olisqueó y perdió el interés. Sería hasta el día siguiente, casi al mediodía, cuando alguien notó su muerte.