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LA SALAMANDRA (1971)

Morris West

Para
S ILVIO S TEFANO
sabio consejero, abogado honesto,
amigo de mi corazón

Si aprendiéramos a mirar en vez de papar moscas,


veríamos el horror en el corazón de la farsa;
si simplemente actuáramos en lugar de hablar tanto,
no acabaríamos, una y otra vez, yendo de culo.
¡Hombres no celebréis todavía la derrota
de lo que nos dominaba hace poco!
Aunque el mundo se alzó y detuvo al bastardo,
la perra que lo parió está otra vez en celo.

La resistible ascensión de Arturo Ui


B ERTOLD B RECHT

NOTA DEL AUTOR


Este libro es una narración ficticia. Los
acontecimientos que aquí se relatan son analogías y
alegoría. Los personajes son producto de la
imaginación del autor.

LIBRO PRIMERO
La gente escrupulosa no es adecuada
para llevar a cabo grandes negocios.
T URGOT

Entre la medianoche y el amanecer, mientras sus


conciudadanos romanos estaban celebrando el final el Carnaval,
el conde Massimo Pantaleone, general del Estado Mayor, murió
en su cama. Soltero y con algo más de sesenta años, soldado de
hábitos espartanos, murió solo.
Su sirviente, un sargento de Caballería retirado, le llevó al
general su café a la hora habitual, las siete de la mañana, y lo
halló yaciendo de espaldas, totalmente vestido, con la boca
abierta y mirando al techo artesonado. El criado depositó
cuidadosamente el café, se persignó, cubrió con dos piezas de
cincuenta liras los ojos muertos, y luego telefoneó al ayudante
del general, capitán Girolamo Carpi.
Carpi telefoneó al director. El director me telefoneó a mí.
Encontrarán mi nombre en el dossier Salamandra: Dante
Alighieri Matucci, coronel de los Carabinieri, asignado para una
misión especial al Servicio de Información de la Defensa.
Al Servicio se le denomina habitualmente por sus iniciales
en italiano: SID (Servizio Informazione Difensa). Como
cualquier otro servicio de inteligencia, emplea gran cantidad del
dinero de los contribuyentes en perpetuarse a sí mismo, y una
cantidad inferior en recoger información que se supone
protegerá a la República contra los invasores, traidores, espías,
saboteadores y terroristas políticos. Ya habrán comprendido que
yo siento un cierto escepticismo acerca del valor de todo esto. Y
tengo derecho a ello.
Trabajo en este organismo, y cada hombre que pertenece a
él se desilusiona, de alguna manera. El Servicio no es muy apto
para que uno siga manteniendo su inocencia, pues trata de
lograr instrumentos de política maleable. Pero estoy
apartándome del tema...
El conde Massimo Pantaleone, general del Estado Mayor,
estaba muerto. Se me encargó disponer un discreto mutis
alrededor del cadáver. Necesitaba ayuda. El Ejército me la
suministró bajo la forma de un oficial superior médico, con el
grado de coronel, y un abogado castrense, con el grado de mayor.
Fuimos juntos en coche al apartamento del general. Nos recibió
el capitán Carpi. El sirviente del general estaba llorando en la
cocina sobre un vaso de grappa. Hasta ahora, todo iba bien. No
había confusión. No había vecinos en aquel piso. No se había
informado aún a los parientes. No sentía mucho respeto por
Carpi, pero tuve que reconocer su discreción.
El oficial médico efectuó un examen sumario y decidió que
el general había muerto por una sobredosis de barbitúricos,
autoadministrados. Extendió un certificado en el que se
declaraba que la causa de la muerte había sido un fallo cardíaco,
lo firmó y se lo hizo firmar como testigo al abogado castrense.
No era un documento falso, sino sólo un documento
conveniente. El corazón del general había fallado. Era una pena
que no l0 hubiera hecho años antes. Un escándalo no
beneficiaría a nadie. Podría dañar a mucha gente inocente.
A las ocho y media llegó una ambulancia militar y se llevó
el cadáver. Permanecí en el apartamento con Carpi y el criado.
Éste nos hizo café, y mientras lo bebíamos, lo interrogué. Sus
respuestas establecieron una serie de hechos simples.
El general había cenado fuera. Había regresado veinte
minutos antes de la medianoche, retirándose inmediatamente a
su dormitorio. El sirviente había cerrado puertas y ventanas,
conectado la alarma contra ladrones, y se había ido a la cama. Se
había levantado a las seis y media y preparado el café matutino...
¿Visitantes? Ninguno... ¿Intrusos? Ninguno. Las alarmas no
habían funcionado... ¿Llamadas telefónicas, en uno u otro
sentido? No había forma de saberlo. El general hubiera usado la
línea privada que había en su alcoba. Desde luego, el teléfono del
criado no había sonado... ¿El comportamiento del general?
Normal. Era un hombre taciturno. Resultaba difícil saber lo que
estaban pensando en cualquier momento. Eso era todo... Le di
una palmada en el hombro y lo mandé a la cocina.
Carpi cerró la puerta tras él, sirvió dos vasos del whisky del
general, me entregó uno e hizo una pregunta:
—¿Qué decimos a sus amigos... y a la Prensa?
Era el tipo de pregunta que él hacía: trivial e irrelevante.
—Ya vio el certificado de defunción, firmado y legalizado:
causas naturales, fallo cardíaco.
—¿Y el informe de la autopsia?
—Mi querido capitán, para ser un hombre ambicioso es
usted muy inocente. No habrá autopsia. El cuerpo del general ha
sido llevado a una empresa de pompas fúnebres en donde será
preparado para un corto velatorio. Queremos que lo vean.
Queremos que lo honren. Queremos que haya duelo por él como
noble servidor de la República... lo que, en cierto sentido, fue.
—¿Y después?
—Después queremos que lo olviden. Usted nos puede
ayudar en eso.
—¿Cómo?
—Su patrón está muerto. Usted trabajó bien para nosotros.
Se merece un destino mejor. Sugeriría algún sitio lejos de Roma:
el Alto Adigio, quizá Tarento o incluso Cerdeña. Ya verá cómo los
ascensos llegan mucho más rápidamente en lugares como ésos.
—Me gustaría pensarlo.
—¡No hay tiempo, capitán! Recogerá su petición de traslado
por la mañana. La devolverá, cumplimentada y firmada, a las
cinco de la tarde en punto. Le garantizo que tendrá un nuevo
destino inmediatamente después del funeral... Y, capitán...
—¿Sí?
—Tiene que recordar que se halla en una posición muy
delicada. Aceptó espiar a un oficial superior. Nosotros, los SID,
sabemos ser agradecidos, pero sus colegas oficiales lo
despreciarían. La menor indiscreción sería fatal para su carrera,
y quizás incluso lo expusiese a grandes peligros personales. ¿Me
comprende?
—Lo comprendo.
—Bien. Ya puede irse... ¡Ah, todavía queda un pequeño
asunto!
—¿Sí?
—Tiene usted una llave del apartamento. Déjela aquí, por
favor.
—¿Qué es lo que pasará ahora?
—Oh, la rutina habitual. Examinaré los papeles y
documentos. Prepararé un informe. Por favor, trate de mostrarse
triste en el funeral... Ciao!
Carpi salió, arropándose con los jirones de su dignidad. Era
uno de esos individuos apuestos y débiles que siempre necesitan
un patrón, y acostumbran a atraerlo, y que siempre lo traicionan
ante otro más poderoso. Lo había utilizado para que me
informase de los movimientos, contactos y actividades políticas
de Pantaleone. Ahora, era una molestia superflua. Me serví otro
vaso de whisky, y traté de ordenar mis pensamientos.
El asunto Pantaleone tenía todas las características de una
bomba política de relojería. Lo más irónico era que uno podía
gritar ese nombre corso arriba y abajo y ni uno de cada mil
ciudadanos de la República lo reconocería. De aquellos que lo
reconociesen, ni uno de cada diez comprendería su importancia
o la magnitud de la conspiración que había sido edificada a su
alrededor. El director la comprendía, también yo. Tenía dossiers
de todos los participantes principales. Durante largo tiempo yo
había estado hirviendo ante mi impotencia para hacer nada al
respecto. No eran criminales; al menos, aún no. Eran todos ellos
hombres importantes: ministros, diputados, industriales, altos
cargos de la burocracia, oficiales de las fuerzas armadas, que
creían poder imaginar un día en el que la confusión de Italia
—un Gobierno inestable, inquietud industrial, una economía
tambaleante, una burocracia inepta y un pueblo muy frustrado—
llevarían al país al borde de la revolución.
Aquel día, que estaba más cercano de lo que mucha gente
se imaginaba, los conspiradores esperaban hacerse con el poder
y presentarse a sí mismos, ante el pueblo asombrado, como los
salvadores de la República y los mantenedores de la ley, el orden
y los derechos humanos. Su esperanza tenía unos fundamentos
bastante aceptables. Si una junta de coroneles griegos lo había
hecho, no había razón alguna para que un grupo de italianos,
mucho mayor y más poderoso, no pudiera hacerlo aún mejor...
especialmente si tenían el apoyo del Ejército y la cooperación
activa de las Fuerzas de Seguridad Pública.
Su cabeza visible había sido designada hacía mucho tiempo:
aquel noble soldado, en otro tiempo joven ayudante del mariscal
Badoglio, apasionado patriota, amigo del hombre del pueblo,
general Massimo Pantaleone. Ahora, el general se había sacado
a sí mismo de la escena. ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué o quién
le había empujado hacia ese acto final, y por que? ¿Había un
hombre nuevo esperando entre bastidores? ¿Quién era? ¿Cómo
y cuándo aparecería? ¿Estaba ya cercano ese día? Me habían
designado para que respondiese a todas estas preguntas, y, desde
luego, tenía bien poco margen de error.
Incluso el solo rumor de que se estaba realizando una
investigación podría dividir el país en dos. Si la Prensa llegaba a
enterarse de que un documento tan dudoso había sido extendido
y legalizado por el Ejército, el asunto saldría en los titulares de
todos los periódicos del mundo.
La conspiración es endémica en Italia, siempre lo ha sido,
desde que Rómulo y Remo comenzaron su trata de caballos en
la isla del Tíber; pero si se llegaba a conocer públicamente la
dimensión de este complot, y sus grandes posibilidades de
éxito... Dio! Habría barricadas en las calles y sangre en las vías
de los tranvías en menos de un día; y uno no podía ni siquiera
descartar un amotinamiento de las fuerzas armadas, cuyas
lealtades políticas estaban profundamente divididas entre la
izquierda y la derecha. No había amenazado en vano al capitán
Carpi. Si trataba de venderse, él o su información, a unos nuevos
amos, se prepararía rápidamente un accidente en su honor.
Mientras tanto, yo tenía mi propio trabajo que hacer.
Me acabé el whisky, y comencé a buscar papeles por el
apartamento. Abrí cajones y armarios, y comprobé en todas
partes que no hubiera compartimientos secretos. Examiné el
contenido de cada bolsillo de todas las prendas de vestir que
había en sus armarios. Pasé las hojas de cada libro de la
biblioteca y recogí el papel secante de la carpeta de su escritorio.
No hice intento alguno de examinar lo que hallé, sino que,
simplemente, lo fui amontonando. Costaría horas de trabajo
ordenar y analizar todo aquello... y al final, sería de muy poco
valor. El general era un zorro demasiado viejo como para dejar
documentos peligrosos tirados por su casa.
Sin embargo, no podía permitirme correr riesgos; así que
aparté cuadros y tapices en busca de una caja fuerte oculta.
Después, hice una ronda final, alzando ornamentos, poniendo
boca abajo jarrones y vasos, levantando el tapizado de los joyeros
que guardaban las medallas y condecoraciones del general. Y
aun así, estuve a punto de no encontrar la tarjeta.
Estaba de pie contra la pared, tras la mesita de noche; un
pequeño rectángulo de gruesa cartulina con un dibujo en un lado
y una inscripción en el otro. Tanto el dibujo como la inscripción
habían sido hechos a mano, con tinta china negra. El diseño
había sido ejecutado de un solo trazo, con una serie de
intrincados giros y floreos. Mostraba una salamandra con una
corona nobiliaria en la cabeza, agazapada sobre un lecho de
llamas. La inscripción constaba de cuatro palabras de bella
caligrafía: «Un bel domani, fratello.»
—Un buen mañana, hermano... —Era una frase muy
italiana que podía anteceder a una serie de sentimientos: una
esperanza vana, una promesa de recompensa, una amenaza de
venganza, un grito de combate. También la palabra hermano era
ambigua, y la salamandra no tenía sentido alguno, a menos que
fuera el símbolo de un club o hermandad. Y, no obstante, no
tenía relación alguna con ningún símbolo o nombre en clave que
hubiera en mis dossiers. Decidí pasársela a los especialistas.
Volví al estudio, tomé un sobre en blanco, guardé la tarjeta en su
interior, lo cerré, y me lo metí en el bolsillo interior de la
chaqueta.
Entonces decidí que ya era hora de tener una conversación
privada con el sargento de Caballería. Lo encontré en la cocina,
un viejo desanimado que meditaba sobre su incierto futuro. Lo
consolé con la idea de que probablemente el general lo habría
recordado en su testamento y que, de cualquier modo, al menos
tenía derecho a una paga de compensación en el arreglo del
patrimonio del difunto. Esto lo hizo alentarse y me ofreció vino
y queso. Mientras bebíamos juntos, se le fue soltando la lengua,
y yo me sentí feliz de dejarlo charlar.
—...¿Sabe usted? No tenía por qué haber sido un soldado.
Los Pantaleone siempre tuvieron más dinero del que podían
desear. Eso no quiere decir que fueran muy generosos. ¡No, por
Dios! Contemplaban ambas caras de una moneda y se echaban
a llorar antes de gastarla. Probablemente por eso seguían siendo
ricos. Tierras en la Romagna, edificios de apartamentos en el
Lacio, el viejo dominio en Frascati, la villa en Ponza...
Naturalmente, todo eso será de ella.
—¿De quién?
—Ya sabe... de la polaca. Esa con la que estuvo cenando
anoche. ¿Cómo se llama...? Anders, eso es, Anders. Era su amiga
desde hace años. Aunque, tengo que admitirlo, él nunca hablaba
mucho de eso. Jamás la trajo aquí. Es raro eso... No quería que
la gente pensase que se estaba divirtiendo. Como decíamos en el
Ejército, nació con una escoba en la espalda. Claro que yo sabía
lo de ella. Recibía sus llamadas... A veces, fui a su casa a llevarle
cosas del general. Una mujer de buen aspecto, aún no muy
entrada en años. Lo que me recuerda que... Alguien tendría que
decirle lo que ha pasado.
—Yo lo haré. ¿Dónde vive?
La pregunta era pura cobertura. Sabía la respuesta y mucho
más acerca de Lili Anders.
—En Parioli. La dirección está en la agenda del general.
—La encontraré.
—¡Hey! ¡Eso sí que no! No pretenderá llevarse nada de las
cosas del general, ¿verdad? Soy el responsable. No quiero
problemas.
—Me voy a llevar todos sus papeles, y tomaré prestada una
maleta para hacerlo.
—Pero, ¿por qué?
—Es asunto de seguridad. No podemos dejar por ahí
documentos confidenciales. Así que los estudiaremos todos,
tomaremos los que pertenezcan al Ejército, y le devolveremos los
privados a su abogado. No tendrá usted ningún problema,
porque le daré un recibo oficial antes de irme. ¿Esta claro?
—Si usted lo dice... ¡Espere un momento! ¿Quién es usted?
Ni siquiera sé su nombre.
—Matucci. De los Carabinieri.
—¡De los Carabinieri...! ¿Es que pasa algo malo?
—Nada en absoluto. Es el procedimiento normal en el caso
de un hombre importante como el general.
—¿Quién va a tomar todas las disposiciones, decírselo a sus
amigos, y esas cosas que hay que hacer?
—El Ejército.
—Entonces, ¿yo qué hago? ¿Quedarme aquí sentado?
—Hay una cosa que puede hacer. Telefoneará gente. Tome
sus nombres y teléfonos y arreglaremos que alguien les llame.
¿Me seguirán pagando?
—No se preocupe. Tienen que pagarle. Es la ley... Quería
preguntarle otra cosa. ¿Dónde cenó anoche el general?
—En el «Club de Ajedrez».
—¿Está usted seguro?
—Claro que estoy seguro. Siempre tenía que saber dónde
estaba. A veces había llamadas del Estado Mayor o del
Ministerio... ¿Otro vaso?
—No, gracias. Ya me voy.
—¿Está usted seguro acerca de lo del dinero?
—Estoy seguro. Y usted, ¿se acordará de anotar las
llamadas telefónicas?
—Confíe en mí, amigo. El general lo hacía. Jamás tuvo
queja de mí. Mire, era tan frío como un pescado, pero echaré de
menos al viejo bastardo. Ya lo creo que sí.
El tipo estaba empezando a ponerse sensiblero y yo ya
estaba dispuesto a irme. Garabateé un recibo, tomé la maleta de
los documentos y salí al suave sol de la primavera. Era la una y
diez. Los comerciantes estaban cerrando sus puertas y los
callejones estaban repletos de romanos yendo a casa para comer
y hacer la siesta.
Tengo que admitirlo francamente. No me gustan los
romanos. Yo he nacido en Toscana, y considero que esta gente
son primos hermanos de los hotentotes. Su ciudad es un
estercolero. Los alrededores un depósito de basuras. Son los
peores cocineros y los tragones que más indigestiones tienen de
toda Italia. Son rudos, bastos, cínicos y están desprovistos de las
gracias más elementales. Sus rostros se cierran contra la
compasión y sus mentes son estrechas y rencorosas. Lo han visto
todo y no han aprendido nada, excepto las más bajas artes de la
supervivencia.. Han conocido la grandeza imperial, la pompa
papal, la guerra, el hambre, la plaga y el expolio; y, sin embargo,
hincarán la rodilla ante cualquier tirano que les ofrezca una
hogaza más de pan y una entrada gratuita al circo.
Ayer era Benito Mussolini, borracho de retórica,
arengándolos desde el balcón de la Piazza Venezia. Mañana,
quizá sea otro. Y, ¿dónde estaba en aquel mismo momento del
miércoles de ceniza, en aquel año de dudosa gracia...? Una cosa
era cierta, que no iba a estar como Dante Alighieri Matucci, en
pie en medio del Campo Marzio.
Salí de mi ensueño, caminé media manzana hasta mi coche,
tiré los documentos al asiento y volví a mi oficina. Podía
haberme evitado la molestia. Dos de mis oficinistas habían
salido a comer; el tercero estaba flirteando con la mecanógrafa,
y la computadora estaba inservible a causa de que el suministro
de energía había sido interrumpido por una huelga de dos horas.
Había un mensaje del Ministerio del Interior requiriendo «un
contacto inmediato por un asunto de grave importancia».
Cuando llamé, se me dijo que mi contacto estaba entreteniendo
a algunos visitantes extranjeros, y que probablemente regresaría
a las cuatro. Corpo de Bacco! ¡Menudo hatajo de imbéciles!
Podía llegar y pasar el Día del Juicio, quizás incluso los maoístas
estuvieran en aquel momento asaltando la Puerta Angélica de la
Ciudad del Vaticano, pero los romanos tenían que acabar la
siesta antes de hacer algo al respecto.
Dejé caer la maleta de los documentos sobre el escritorio y
le grité al oficinista número tres para que los ordenase y
relacionase. Luego, debido a que la huelga había dejado sin
funcionamiento los ascensores, subí tres pisos por las escaleras,
hasta el laboratorio forense, donde tenía que haber alguien con
vida, incluso durante la hora de la comida. Como de costumbre,
era el viejo Stefanelli, quien, según las leyendas locales, dormía
cada noche en una botella de formaldehído de la que surgía
fresco como un tití cada mañana, al salir el sol. Era un pequeño
individuo arrugado, con escasos cabellos, dientes amarillentos
y una piel que se parecía al cuero viejo. Debía de tener diez años
más de los de la edad de retiro, pero aún lograba, gracias a una
combinación de recomendaciones y puro talento, aferrarse a su
trabajo.
Lo que otros técnicos tenían que romperse el cerebro para
saber, Stefanelli ya lo sabía. Se le echaba un poco de polvo en la
palma de la mano y le decía a uno la provincia y la región de que
procedía, e incluso llegaba a una suposición razonable del pueblo
concreto. Se le entregaba un jirón de tela, lo manoseaba un
instante, y luego le decía a uno qué cantidad de algodón llevaba
y cuánto poliéster, y después hacía una lista de todas las
industrias que podían haberlo fabricado. Se le daba una gota de
sangre, dos cortaduras de uña y un mechón de cabello, y
reconstruía la muchacha a la que pertenecían. Era un genio por
derecho propio, aunque un genio quisquilloso y molesto, que le
escupía a uno en el ojo si lo engañaba, o trabajaba veinticuatro
horas seguidas por quien confiase en él. Leía incesantemente, y
apostaba dinero basándose en sus conocimientos científicos.
Pero sólo alguien recién llegado o muy estúpido apostaba en su
contra. Cuando llegué, resoplando y con cara de pocos amigos,
me saludó con exuberancia.
—¡Hola, coronel! ¿Qué es lo que tienes para Steffi hoy? Yo
tengo algo para ti... Una muerte por sofocación... Alcaloides
verdes en la sangre... Sin pinchazos, ni abrasiones, ni forma
aparente en que hayan entrado en el riego sanguíneo. Cinco mil
liras a que no sabes lo que es.
—Dicho así, Steffi, estoy seguro de que iba a perder mi
dinero. ¿Qué es?
—Es un marisco. Viene del Pacífico Sur. Lo llaman la Tela
de Dios. Al contacto, inyecta agujas microscópicas llenas de
alcaloides, que paralizan el sistema nervioso central. El caso del
que hablo es de un biólogo marino que trabajaba para los
americanos en el Pacífico Sur... Si te interesa, te enviaré una
nota.
—Gracias, Steffi, pero hoy no. Ya tengo bastantes
problemas propios. —Saqué la tarjeta de la salamandra y se la
entregué —. Quiero un informe completo acerca de esto: papel,
caligrafía, el significado del símbolo y cualquier huella que
puedas encontrar. Y lo quiero rápido.
Stefanelli estudió detenidamente la tarjeta durante unos
instantes y luego se lanzó a una perorata:
—La tarjeta está hecha con cartulina japonesa: papel de
arroz de muy buena calidad. En un día podré decirte quién lo
importa. La caligrafía... ¡es fantástica! ¡Le hace entrar a uno
ganas de ponerse a llorar! No he visto nada parecido desde que
Aldo el Calígrafo murió en 1935. Lo recuerdas, ¿no?
Naturalmente, no puedes. Eres demasiado joven. Tenía un
estudio cerca de la Cancillería. Hizo una fortuna falsificando
certificados de valores y títulos nobiliarios para tipos que
querían casarse con norteamericanas ricas... Bueno, Aldo está
muerto, así que no podrá ayudarte. Tendremos que buscar en los
archivos y averiguar quién trabaja en esto ahora... ¿El diseño?
Bueno..., obviamente es una salamandra, la bestia que vive en el
fuego. Lo que no sé es lo que significa aquí. Podría ser un
símbolo de marca. O quizás una tessera: la tarjeta de miembro
de un club. Podría haber sido sacada de un escudo nobiliario. Se
lo preguntaré a Solimbene... Tú no lo conoces. Es un viejo amigo
mío. Trabaja en el Consultorio Heráldico. Conoce todos los
escudos nobiliarios europeos. Puede leerlos como una persona
normal leería un periódico.
—Buena idea. De hecho, ¿por qué no haces algunas copias
ahora, antes de que los otros vuelvan de comer? Yo necesito una
para mis investigaciones.
—¿De dónde sacaste esto, coronel?
—El general Pantaleone murió anoche. Lo encontré en su
dormitorio.
—Pantaleone? ¡Ese viejo fascista! ¿Qué le pasó?
—Causas naturales, Steffi... Y tenemos un certificado
legalizado para probarlo.
—¡Muy conveniente!
—Muy necesario.
—¿Suicidio o asesinato?
—Suicidio.
—¡Eh! Eso huele mal.
—Así que por el momento, Steffi, este asunto es entre el
director, tú y yo. Guarda tú mismo esa tarjeta. Ni archivo, ni
discusiones en el laboratorio. Un silencio de tumba hasta que te
lo diga.
Stefanelli sonrió y se llevó un huesudo dedo a su nariz: el
gesto de saber de qué se trataba y estar de acuerdo en la
conspiración.
—Me gustan tan poco los fascistas como a ti, coronel... Y
tenemos un buen puñado de ellos en este departamento. A veces
me pregunto si queda algún demócrata, aparte de tú y yo, si es
que alguna vez los tuvimos en Italia. Si no conseguimos pronto
un Gobierno estable, habrá un colpo di stato, con un fascista en
las riendas. Y una semana más tarde estamos en plena guerra
civil... o algo muy parecido: izquierda contra derecha, norte
contra sur. Soy un hombre viejo, pero puedo olerlo en el viento...
y tengo miedo, coronel. Tengo hijos, hijas y nietos. No quiero
que sufran como nosotros...
—Ni yo, Steffi. Así que tenemos que saber quién se pone las
botas del general. Trabaja duro con esa tarjeta.. Llámame en
cuanto tengas algo, sea de día o de noche.
—¡Buena suerte, coronel!
—La voy a necesitar... Ciao, Steffi.
Ahora, estaba en un callejón sin salida. No podría hallar
sentido alguno en los documentos de Pantaleone hasta que
hubieran sido listados y correlacionados con el dossier del
general. El director era el único hombre con el que podía hablar
libremente, y no estaba en su oficina. Naturalmente, podía
llamar a Francesca, la pequeña modelo que siempre estaba
disponible después del mediodía, pero eso me dejaría atontado
y somnoliento durante el resto de la tarde. Me decidí a tomar
una taza de café en un bar y luego ir a Parioli a ver a Lili Anders.
Su apartamento estaba en el tercer piso de un nuevo
edificio realizado con aluminio y cristal, con un portero de librea
y un ascensor forrado en nogal. El lugar había costado, según el
dossier de la dama, sesenta millones de liras, y el
mantenimiento, según el contrato, era de ciento veinte mil por
mes. Los archivos fiscales de la Comune di Roma mostraban que
Lili Anders pagaba los impuestos correspondientes a un millón
de liras al mes, basados en signos externos de riqueza. Dado que
pagaba los impuestos sin protestar, era obvio que al menos debía
de vivir a una escala doble a la que se le había asignado. Yo tenía
un apartamento, una criada, un «Fiat» de tres años y alguna
amiga ocasional con seiscientas mil al mes, menos impuestos, y
pensaba que Lili Anders era una mujer muy afortunada. Por
consiguiente, para cuando toqué el timbre, estaba resentido y de
muy mal humor. Una vieja sirvienta, vestida de negro con
delantal y cofia blancos, almidonados, se enfrentó conmigo cual
una verdadera romana, lacónica y hostil:
—¿Sí?
—Soy Matucci, de los Carabinieri. Deseo ver a la Signora
Anders.
—¿Está usted citado?
—No.
—Entonces, tendrá que volver más tarde. La signora está
durmiendo.
Me temo que debo pedirle que la despierte. El asunto que
me trae es urgente.
—¿Tiene usted alguna identificación?
Le ofrecí mi carnet; lo tomó y lo leyó lentamente, línea por
línea. Luego, me barrió hacia el pasillo, como un montón de
polvo, dejándome allí.
Esperé, hosco y malhumorado, pero sin dejar de sentir una
agria admiración por aquella vieja matrona, cuyos antepasados
habían lanzado tejas a las cabezas de Papas, cardenales y
príncipes títeres. Entonces, Lili Anders efectuó su entrada. Para
una mujer que se hallaba mediados los treinta, estaba
singularmente bien conservada; un poco gorda para mi gusto,
pero aún, muy a las claras, de buen ver. Y, para una mujer que
acababa de levantarse de dormir, estaba perfectamente
arreglada: cada uno de sus cabellos rubios en su sitio, sin una
mácula en su maquillaje, ni una arruga en su falda, blusa o
medias. Su saludo fue educado, pero frío.
—¿Quería verme?
—En privado, si es posible.
Me hizo pasar al salón, y cerró la puerta. Me indicó que me
sentase y luego se quedó junto a la repisa de la chimenea, bajo
un retrato ecuestre de Pantaleone.
—Según tengo entendido, usted es de los Carabinieri.
—Soy el coronel Matucci.
—¿Y la razón de su visita?
—Me temo que es un asunto doloroso.
—¿Oh?
—Lamento informarle que el general Pantaleone murió a
primera hora de esta mañana.
No lloró. No sollozó. Me miró, temblorosa y con los ojos
muy abiertos, aferrándose a la repisa para no caer. Me acerqué
a ella, para ayudarla, pero me apartó con un gesto. Fui al buffet,
serví coñac en una copa, y se la entregué. Se lo bebió de un trago,
y luego tosió. Le di el pañuelo limpio del bolsillo superior de mi
chaqueta y se secó los labios y la parte delantera de la blusa.
Hablé con ella, en voz baja:
—Siempre es un shock, incluso en nuestro trabajo. Si quiere
llorar, por mí no se contenga.
—No voy a llorar. Era amable y educado conmigo, pero no
tengo lágrimas para él.
—Hay otra cosa que debería saber.
—¿Si?
—Murió por su propia mano.
No tuvo gesto alguno de sorpresa. Simplemente, se alzó de
hombros y extendió las manos en señal de derrota.
—En él, eso era siempre posible.
—¿Por qué dice eso?
—Había demasiados rincones oscuros en su vida, coronel,
demasiados secretos, demasiada gente que le esperaba con
alguna emboscada.
—¿Le dijo él eso?
—No. Lo sabía.
—Entonces, quizá sepa también esto: ¿por qué eligió
anoche para suicidarse? ¿Por qué no hace una semana, o el mes
que viene?
—No lo sé. Llevaba mucho tiempo huraño, un mes o más.
Le pregunté en varias ocasiones qué era lo que le preocupaba.
Siempre me hizo callar.
¿Y anoche?
—Sólo una cosa. Durante la cena un camarero le trajo un
mensaje. No me pregunte lo que era. Ya sabe cómo es el «Club
de Ajedrez»: es como estar en la iglesia, todo son susurros e
incienso. Me dejó en la mesa y salió. Estuvo ausente unos cinco
minutos. Cuando regresó, me dijo que había recibido una
llamada telefónica de un colega. No dijo nada más. Luego,
cuando me trajo a casa, le invité a entrar. A veces pasaba aquí la
noche, a veces no. Esta vez me dijo que tenía un trabajo que
acabar en casa. Era normal. No discutí. De todos modos, estaba
cansada.
Saqué la fotocopia de la salamandra y se la enseñé.
—¿Ha visto esto antes? ¿O algo similar?
La estudió detenidamente durante unos momentos y luego
negó con la cabeza.
—Jamás.
—¿Reconoce ese animal?
—Es algún tipo de lagarto... quizás un dragón.
—¿Y la corona?
—Nada.
—¿Las palabras?
—Lo que dicen... Un buen mañana, hermano... Eso es todo.
—¿Las había oído en algún sitio antes?
—No que recuerde. Lo lamento.
—¡Por favor, mi querida señora! No debe reprocharse nada,
en ningún sentido. Ha sufrido usted un horrible shock. Acaba de
perder a un buen amigo. Y ahora... ¿cómo lo diría? Tengo que
seguir molestándola. Es mi deber advertirle que, desde este
momento, se encuentra usted en grave peligro personal.
—No lo comprendo.
—Entonces, permítame explicarme. Ha sido usted, durante
un largo tiempo, la amante de un hombre importante, al que
ciertos elementos han considerado como explosivo. Se supone
que una amante es la confidente, un pozo de secretos. Incluso si
el general no le dijo nada, habrá quien crea que se lo dijo todo.
Por consiguiente, es inevitable que sea usted vigilada,
presionada, y posiblemente incluso amenazada.
—¿Por parte de quién?
Por extremistas de la derecha y de la izquierda, personas
que están entrenadas para usar la violencia como arma política;
por agentes extranjeros que operan dentro de los confines de la
República; e incluso, aunque me avergüenza confesarlo, por
parte de funcionarios de nuestra propia Seguridad Pública.
Como extranjera, que vive aquí con un permiso de residencia, es
usted especialmente vulnerable.
—¡Pero si no tengo nada que decir! Viví la vida de una
mujer con un hombre que necesitaba cuidado y afecto. Su otra
vida, fuera cual fuese, no la compartía. Cuando esta puerta se
cerraba tras de nosotros, el mundo quedaba fuera. Él lo deseaba
así. Debe creerme.
Ahora, estaba temblorosa. Su rostro parecía a punto de
desplomarse y tomar el aspecto de la edad mediana. Sus manos
tironeaban inquietas del pañuelo.
Me recosté en el sillón y le aconsejé:
—Me gustaría poder creerla. Pero la conozco, Lili Anders.
La conozco con pelos y señales, desde su primer cumpleaños en
Varsovia hasta su última información enviada a un tal Colomba,
que es un impresor y encuadernador de Milán. Como siempre,
usted se identificó con el nombre cifrado de Falcone. Todos los
miembros de su red tienen nombres de pájaro, ¿no? A usted le
paga Canarino mediante la cuenta numerada 68-Pilau en el
Banco Cantonal de Zurich... Como ve, Lili, nosotros los italianos
no somos tan estúpidos o ineficientes como parecemos. Somos
muy buenos conspiradores, porque nos gusta el juego y podemos
arreglar las normas de forma que nos vaya bien... ¿Otro coñac?
Si no le importa, yo me tomaré uno. Relájese, no voy a
comérmela. Admiro a una buena profesional. Pero es usted un
problema, un verdadero problema... Salute! ¡Por que siga con
buena salud!
Ella bebió, aferrando la copa con ambas manos, como si
fuera un pilar en el que apoyarse.
—¿Qué es lo que me pasará ahora?
—¡Ah! Ésa es una pregunta muy directa, Lili. Tal como
están las cosas, creo que hay dos alternativas. O la tomo en
custodia, bajo las acusaciones de conspiración y espionaje, y eso
significa un largo interrogatorio, una dura sentencia y ninguna
esperanza de libertad provisional; o la dejo libre, bajo ciertas
condiciones, para que continúe su confortable vida en Roma.
¿Qué es lo que prefiere?
—Estoy cansada del juego, coronel. Me gustaría dejarlo.
Estoy envejeciendo.
—Ése es el problema, Lili. No puede dejarlo. Sólo puede
cambiar de bando.
—¿A qué equivaldría eso?
—A una información total sobre la red y todas sus
actividades, y a trabajar para nosotros como agente doble.
—¿Pueden protegerme?
—Sí, mientras sea útil.
—Fui una buena amante, coronel. Mantuve feliz a mi
hombre, y le di buenos servicios por su dinero.
—Entonces, probemos con algunas preguntas más. ¿Quién
arregló su primer encuentro con el general?
—La marquesa Friuli.
—¿Cuál es su nombre cifrado?
—Pappagallo.
—Le va bien a esa vieja. Incluso tiene aspecto de loro.
¿Cuáles eran sus órdenes?
—Avisar por adelantado de cualquier intento de los grupos
neofascistas de dar un golpe de Estado, y de las acciones
pensadas para provocarlo.
—¿Tales como?
—Actos de violencia planeados contra la Policía o los
Carabinieri durante las manifestaciones laborales, colocación de
bombas que pudiese atribuirse a grupos marxistas o maoístas, el
extender el descontento entre los reclutas y los soldados recién
incorporados a las fuerzas armadas, cualquier contacto, secreto
o abierto, entre el régimen griego y los representantes de la
República de Italia, alteraciones de la influencia o cambios de los
grupos políticos en el Alto Estado Mayor italiano...
—¿Se ha producido alguno de estos cambios
recientemente?
—No... al menos no que yo sepa.
—Entonces, ¿por qué estaba deprimido el general?
—No lo sé. Estaba tratando de averiguarlo.
—¿Problemas monetarios?
—No lo creo... Nunca fue un manirroto... Ni siquiera
conmigo.
—¿Presiones políticas? ¿Chantaje?
—Tuve la sensación de que era un asunto personal, y no
político.
—Qué es lo que le dio esa impresión?
—Cosas que decía cuando estaba relajado aquí, conmigo.
—¿Por ejemplo?
—Oh, cosas sueltas. Tenía el hábito de decir algo... ¿Cómo
se dice? Algo críptico, y luego pasar inmediatamente a otro tema.
Si le pedía que me lo explicase, se cerraba como una ostra.
Pronto aprendí a moderar mi lengua... Una noche, por ejemplo,
me dijo: «Para mí, Lili, no hay un futuro simple porque mi
pasado es demasiado complicado.» En otra ocasión citó la
Biblia: «Los enemigos de un hombre son las personas de su
propia casa...» Cosas así.
—¿Algo más?
—Estoy tratando de recordar... Oh, sí. Hace unas tres
semanas nos encontramos en Venecia. Me llevó a la ópera, al
«Teatro Fénix». Me habló acerca de la historia del teatro y me
explicó su nombre. Dijo que el fénix era un pájaro fabuloso que
se alzaba, de nuevo con vida, de sus propias cenizas; luego
añadió que había otro animal aún más fabuloso y peligroso: la
salamandra, que vivía en el fuego y podía resistir las llamas más
ardientes... ¡Espere! ¡Eso es lo que hay en su tarjeta... la
salamandra!
—Así es, Lili. ¿Ve usted lo lejos que llegamos cuando
hablamos como amigos? ¿Qué otra cosa dijo acerca de la
salamandra?
—Nada. Nada más. Algunos amigos se unieron a nosotros.
Dejó pasar el tema, y lo olvidó.
—Entonces, dejémoslo nosotros también. De ahora en
adelante, estará usted bajo constante vigilancia. Aquí tiene mi
tarjeta con mis números diurno y nocturno. Se le notificará la
fecha del funeral. Me gustaría que estuviera allí.
—¡No, por favor!
— ¡Sí, por favor! Quiero lágrimas, Lili. Quiero pena y dolor.
No volverá a presentarse en sociedad hasta que yo se lo diga.
Naturalmente, le telefonearán sus jefes y los amigos del general.
Su criada querrá saber la razón de mi visita. A todos les dirá lo
mismo: que el general murió de un ataque al corazón. No haría
ningún daño el confesar que tenía una enfermedad que, a veces,
le imposibilitaba realizar su vida sexual... Otra cosa más. Nada
de nuevos amigos hasta que haya terminado el luto. Eso la
dejaría a usted en mala posición. Si consigue otro después de
eso, me gustaría investigarlo antes de que lo acepte.
Ella logró esbozar una débil y forzada sonrisa.
—¿Investigarlo a él o a mí, coronel?
—La admiro, Lili, pero no puedo arriesgarme con usted. Si
pudo hacer que un viejo fósil como Pantaleone perdiese el seso
por usted, sólo Dios sabe lo que haría con un tipo hambriento
como yo. No obstante, es una idea. Quizás algún día
interpretemos un poco de música de cámara. Ahora, sea buena.
Y habrá un premio por cada lágrima que derrame en el
réquiem... ¿Dónde está su teléfono?
Media hora más tarde estaba sentado en una terraza de la
Via Veneto, con un sandwich y un cappuccino, hojeando las
ediciones de la tarde de los periódicos de Roma y Milán. La
muerte del general sólo venía incluida en las últimas noticias.
Las palabras de cada informe eran idénticas, cita directa del
comunicado del Ejército. No había necrologías, ni comentarios
editoriales. Quizás hubiera alguno en las últimas, ediciones, pero
los sabuesos de la Prensa no ladrarían fuerte sino hasta la
mañana siguiente.
Para entonces, el general ya estaría cuidadosamente
embalsamado y yaciendo en la capilla ardiente de su cripta
familiar en Frascati, con los cadetes de su antiguo regimiento
haciéndole la vela de honor.

Las exequias del conde Massimo Pantaleone, general del


Estado Mayor, constituyeron una excelente obra de teatro. El
requiem fue entonado por el obispo de Frascati, cardenal Amleto
Paolo Dadone, asistido por el coro del monasterio de Sant’
Antonio della Valle. El panegírico fue pronunciado, con corte
clásico y tono rimbombante, por el secretario general de la
Compañía de Jesús, antiguo compañero de clase del difunto. A
la misa acudieron el presidente de la República, ministros del
Consejo, miembros de ambas Cámaras, prelados de la Curia
romana, oficiales superiores de todos los ejércitos,
representantes de la OTAN y del cuerpo diplomático, amigos y
parientes del difunto, sirvientes de la familia, periodistas,
fotógrafos y un grupo abigarrado de romanos, vecinos y turistas
que estaban de paso. Seis oficiales de campo llevaron el ataúd
hasta la cripta, donde el capellán castrense lo confió al descanso
hasta el día de la resurrección, mientras un destacamento de
oficiales jóvenes disparaba la última salva, y los Penitenciarios
de Sant’ Ambrogio recitaban los misterios dolorosos del Rosario.
La puerta de la cripta fue cerrada por el mismo presidente, en un
gesto de respeto, gratitud y solidaridad nacional que no se les
escapó a los caballeros de la Prensa. Lili Anders estaba allí,
cubierta con tupidos velos y apoyándose en el brazo del capitán
Girolamo Carpi, quien estaba visiblemente conmovido por el
fallecimiento de su amado patrón.
Yo también estaba entre los deudos, pero me preocupaban
menos las ceremonias que los esfuerzos de mi equipo de
fotógrafos para obtener una buena imagen de cada persona que
había asistido al funeral, desde el cardenal celebrante hasta la
florista que colocó los tributos florales. Odio los funerales. Me
hacen sentir viejo, indeseado y dispuesto a los ejercicios
sexuales, lo que es una especie de desafío a mi propia e
inminente mortalidad. Me alegré cuando terminaron los ritos,
porque así pude ir a ver a Francesca, mientras mis colegas
seguían engullendo spumante y dulces en la «Villa Pantaleone».
A las tres y media de la tarde volví al laboratorio forense,
para hablar con Stefanelli. El viejo daba brincos como un
saltamontes.
—¡...Te lo dije, coronel! ¡Apuesta con el viejo Steffi y seguro
que ganas! Le mostré la tarjeta a Solimbene, y la reconoció a la
primera ojeada. La salamandra coronada es el emblema de
Francisco I. Aparece, con ciertas modificaciones, en los escudos
derivados que ostentan la Casa de Orleáns, el Ducado de
Angulema y la familia Farmer en Inglaterra. Le he dicho a
Solimbene que nos haga una lista de todas las familias italianas
actuales que usan ese símbolo. Tendrás que autorizar el pago.
¿El trabajo a pluma? Diríamos que está basado en los de Aldo el
Calígrafo, pero que probablemente fue ejecutado por Carlo
Metaponte, que antes era un falsificador, que hizo papeles para
los partisanos durante la guerra y que, desde entonces, vive
honradamente. En cuanto a la tarjeta en sí misma... me
equivocaba en eso. No es japonesa. Es una imitación italiana
muy aceptable hecha en Módena por los hermanos Casaroni.
Nos van a suministrar una lista de sus principales clientes en
Europa. La inscripción aún no tiene sentido, pero nos vamos
acercando. ¿Qué te parece? ¿Eh? No está mal para cuarenta y
ocho horas. Dime que estás contento, coronel, o iré a ahogarme
en el retrete.
—Estoy contento, Steffi. Pero necesitamos mucho más. Por
ejemplo, huellas digitales.
—Lo lamento, coronel. Las únicas que hemos podido
encontrar fueron las del fallecido y llorado general. ¿No
esperarías encontrar otras?
—Quiero milagros, Steffi. Y los quiero ayer.
—Ten un poco de compasión por nosotros, coronel. Para
todo se necesita tiempo... ¿Qué tal fue el funeral?
—Muy bello, Steffi. ¡Me lo pasé entero llorando! ¡Y qué
elocuencia...! «Ese noble espíritu, que nos es arrebatado tan a
deshora, ese dedicado servidor de la República, ese patriota
cristiano, ese héroe de tantas batallas...» ¡Merda!
—Requiescat in aeternum —Stefanelli cruzó las manos
sobre el pecho y elevó los ojos al cielo —. Si está en el paraíso,
espero no ir jamás allí. ¡Amén! ¿Has leído los periódicos de hoy?
—Dime, ¿cuándo tengo tiempo para leer, Steffi?
—Los tengo en mi oficina. ¡Ven! Vale la pena mirarlos.
Las necrologías eran, como las exequias, un ejercicio de
grandilocuencia. La derecha, con sus alabanzas, caía en lo
repugnante; el centro era respetuoso y sólo censuraba
ligeramente el período fascista del general; la izquierda lograba
una cierta poesía del improperio, culminando en un poema
satírico, que, para mantener las formas, era atribuida a algún
romano anónimo:

Estirpato oggi! Extirpado hoy,


L’ultimo della stirpe, El último de la extirpe,
Pantaleone, Pantaleone,
Mascalzone. el ballaco.

No estuve muy descontento con las cosas que leí. Eran unas
buenas críticas de una obra mala y llena de contradicciones.
Ninguna de ellas ponía en duda la versión oficial de la muerte
del general, lo que no quiere decir que la creyesen, pero que a
todos los grupos les iba bien aceptarla. El poema satírico me
preocupaba un poco. Tomándolo al pie de la letra, era una
tontería que no podía hacer daño alguno. El general era el último
del linaje, y además un viejo bellaco. Pero leyéndolo de otra
forma, podía significar que la izquierda había tenido algo que ver
en su extirpación y que, felizmente no había sucesor alguno a la
vista. Si uno era sutil... y a mí me pagaban para encontrar
significado hasta en las páginas en blanco, podía verlo como la
jugada inicial de una campaña para vilipendiar al general y
airear toda la ropa sucia de su familia. Era una pena que hubiese
sucedido, pero no podía hacer nada al respecto. Ahora estaba
somnoliento y sin muchas ganas de trabajar, así que comencé a
hojear los periódicos, mientras Stefanelli añadía su comentario
picante.
—...Vaya, aquí tenemos una cosa bonita: «La Principessa
Faubiani presenta su colección de verano.» La conoces, ¿verdad?
Procede de la Argentina, se casó con el joven príncipe Faubiani,
le buscó un amigo, y luego pidió la separación alegando la
impotencia de él. De esa forma, mantuvo su libertad, el título y
el derecho a recibir una pensión. Desde entonces, ha tenido un
nuevo protector cada par de años; ahora se dedica a los viejos, y
todos ricos. Financian las colecciones y además mejoran su nivel
de vida. El último fue ese banquero, Castellani... ¿Quién será este
año? Y lo divertido es que sigue siendo amiga de todos ellos.
Mira, aquí está Castellani, junto a la modelo en bikini. Ah, aquí
está el nuevo, en la primera fila, entre la Faubiani y el director de
Vogue. Ése es el lugar de honor. El ritual, ya sabes. Cuando la
alta sacerdotisa se cansa de uno, se lo entrega a sus modelos. No
obstante, si uno tiene sesenta años o más, ¿qué le importa? Esas
chicas salen más baratas que toda una colección de verano, ¿no?
Tengo que averiguar quién es el nuevo.
—¿Y cómo es que te interesa la moda, Steffi?
—Mi esposa tiene una boutique en la Via Sixtina... alta
moda para turistas ricos.
—¡Viejo diablo astuto!
—Soy un hombre afortunado, coronel. Me casé por amor y
además conseguí dinero para mi vejez. Por otra parte, la gente
con que trato es decorativa y los chismes siempre son
interesantes... Lo que me recuerda una cosa: se supone que
Pantaleone tiene un hermano perdido por algún sitio.
—No hay nada de eso en mi dossier, Steffi. El viejo conde,
Massimo, tuvo dos hijas en los primeros tres años de su
matrimonio, y un hijo unos diez años después. Una hija se casó
con un Contini, y murió al dar a luz. La otra se casó con un
diplomático español y vive en Bolivia. Tiene tres hijos adultos,
todos ellos con nacionalidad española. El hijo, nuestro general,
fue el único descendiente varón. Heredó el título y la parte del
león de las posesiones. Eso es lo que está indicado, y verificado,
en el Registro Central, y en los certificados de bautismo de
Frascati.
—Bueno, estoy de acuerdo en que no es una cosa tan oficial
como para aparecer en el Registro Central, pero la vieja baronesa
Schwarzburg ha sido cliente de mi esposa durante años. Está
tambaleándose al borde de la tumba, pero aún gasta una fortuna
en trapos. Dice que conoció al padre del general... lo cual es muy
posible, porque el viejo estuvo persiguiendo a las chicas hasta el
día en que se cayó de su caballo en el Pincio y se partió el cuello.
Según lo que dice ella, el conde tuvo un bastardo con la
gobernanta de sus hijas. La compensó bien y ella se casó con
alguien que le dio al chico un apellido, aunque la baronesa no
podía recordar cuál era ese apellido. Naturalmente, está
comenzando a chochear, así que puede que todo esto no sea más
que un rumor escandaloso. Ya sabes cómo son esas viejas. Se
han quedado en el tiempo de su primer vals y en la ocasión en
que Vittorio Emmanuele III les mostró su colección de
monedas... De todos modos, esto no es más que una nota
marginal, por si estás interesado.
—No del todo, Steffi. Ahora bien, si pudieras hallarme una
nota de suicidio, o una carta de chantaje que me explicase el
porqué Pantaleone se mató, me harías feliz... Dio! Son casi las
cinco. Las fotos del funeral deberían estar ya a punto. Si no lo
están, te enviaré tres cabezas para que las pongas en vinagre. Te
veré luego, Steffi. Manténte en comunicación conmigo.
Como es natural, las fotografías no estaban aún a punto, y
el jefe del Archivo Fotográfico se mostró bilioso y descontento.
Todo el mundo comprendía la urgencia del asunto, pero debía
ser razonable. ¿No podía ver que los tanques estaban
abarrotados de películas, que las ampliadoras estaban
trabajando horas extras, y que incluso con tres fotógrafos y dos
expertos en archivo fotográfico le costaría horas identificar a
todos los personajes? E incluso así, habría lagunas. Aquello era
como una película épica hecha en Cinecittá, con todo el
escenario repleto con centenares de extras... Y, ¿cómo hacía uno
para reconocer a los campesinos y tres autocares cargados de
turistas?
Tras diez minutos de diálogo cortante, lo dejé correr,
disgustado, y regresé a mi propia oficina. Aquí, al menos, había
un aparente orden y eficiencia. Los documentos que había traído
del piso del general habían sido todos ordenados y numerados,
y el principal de mis oficinistas había realizado algunos
descubrimientos interesantes.
—Hay notas de agentes de Bolsa, coronel. Todo ello ventas.
El general se ha desprendido de valores de primera categoría por
importe de unos ochenta millones de liras, durante estas cuatro
últimas semanas. Hay varias cartas de esos agentes, y todas
hablan de lo mismo: «Hemos remitido el importe, de acuerdo
con sus instrucciones.» La pregunta es, ¿a dónde fueron a parar
esos importes? A su Banco no, pues aquí está el último estado de
cuenta, enviado hace una semana. Y aquí hay una carta de la
«Agenzia Inmobiliare della Romagna». Indican que, aunque la
propiedad de los Pantaleone ha estado en venta durante más de
dos meses, no ha habido ningún serio interés en adquirirla por
la cifra indicada. Recomiendan retirarla de la venta, hasta que la
situación crediticia europea mejore un tanto, y se hayan
anunciado los nuevos acuerdos agrícolas del Mercado Común...
Ahora, llegamos a este documento. Es una nota manuscrita de
Emilio del Giudice, de Florencia. Ya lo conoce: un gran nombre,
un importante tratante de obras de arte de categoría. Aquí está
lo que dice: «Le aconsejo encarecidamente evite toda
transacción que le relacione personalmente en un intento de
exportar obras de la colección Pantaleone. Como vendedor,
usted debe limitarse a ofrecer las obras en venta, sujetándolas a
las condiciones de las leyes en uso. Después de eso, toda la
responsabilidad de las formalidades de exportación recae en el
comprador...»
Así que estaba tratando de venderlas. ¿Hay alguna
indicación del porqué?
—En ésos papeles, no.
—¿Qué otras cosas tenemos?
—Matrices de talonarios de Banco, cuentas domésticas,
estados bancarios, correspondencia con los encargados de sus
propiedades y administradores de fincas, agenda de escritorio y
agenda de bolsillo. Aún estoy comprobando los nombres que hay
en ellas en nuestros dossiers y, hasta el momento, no hay
sorpresas. Aquí está el llavero del general, en el que hay una llave
de una caja de seguridad en el «Banco di Roma». Me gustaría
ver lo que hay dentro.
—Lo veremos... en cuanto abran los Bancos por la mañana.
—Su abogado está chillándonos para que le entreguemos
los documentos.
—Ya nos preocuparemos de eso más tarde. También quiero
tener una charla con los agentes de Bolsa del general. Me
gustaría saber a dónde enviaron el dinero de las ventas... Si me
necesita durante la próxima hora, estaré en el «Club de
Ajedrez». Después, en casa.

El «Club de Ajedrez» de Roma, es una institución casi tan


sagrada como lo es el «Club de Caza». Uno entra en el mismo, tal
como algún día espera entrar en el cielo, a través de un noble
pórtico para hallarse en un patio de dimensiones clásicas. Sube
una escalinata hasta una serie de vestíbulos en donde lo reciben,
con cauta deferencia, sirvientes de librea. Uno camina de
puntillas y habla en voz baja, para no molestar a los fantasmas
que aún habitan en aquel lugar: reyes y príncipes, duques,
barones, condes y todas sus consortes. En el salón uno se ve
empequeñecido por gigantescas pilastras, techos cubiertos de
frescos y muebles dorados diseñados para las nalgas de los
personajes. En el comedor, uno queda envuelto por una marea
de susurros, las conversaciones de hombres que tratan de
grandes asuntos como el dinero, la política y las esferas de
influencia comercial. Uno queda acobardado por los fríos ojos de
las viudas con título, amargadas por la virtud de la edad. Uno es
perseguido por camareros tan disciplinados que incluso una
miguita sobre las pecheras de sus camisas parecería un
sacrilegio. Y uno buscaría en vano a los jugadores de ajedrez,
aunque se rumorea que existen, encerrados cual carmelitas en
alguna celda secreta.
Yo no iba a jugar al ajedrez. Iba a tratar de ver al secretario,
quien podría condescender a presentarme al camarero jefe,
quien podría, si las estrellas estaban en una conjunción
favorable, ponerme en contacto con el camarero que había
servido al general Pantaleone la víspera de su muerte.
No me gustaba nada la perspectiva. El «Club de Ajedrez»
es uno de esos lugares que hacen que me sienta desesperado con
mis compatriotas. En las tierras altas de Cerdeña, donde en otro
tiempo estuve destinado, cuando era un joven oficial, hay
pastores que viven durante todo un invierno a base de pan de
maíz, olivas negras y queso de oveja, y han de dedicarse al
bandidaje para alimentar a sus familias, mientras que los
propietarios de las tierras en que habitan están agasajando a
senadores y ministros en el Club. En el depósito de cadáveres de
Palermo he identificado el cadáver de un colega asesinado por la
Mafia, mientras que el hombre que había ordenado su asesinato
estaba comiendo con un banquero de Milán..., naturalmente, en
el «Club de Ajedrez». Los economistas sudan sangre por la huida
de capitales italianos a Suiza, pero los hombres que dan alas a
ese dinero están sentados; sobrios y respetables, comiendo en la
mesa de la esquina. Aquí, los supervivientes del viejo orden y los
explotadores del nuevo firman una tregua y tratados, y
conciertan matrimonios de conveniencia, mientras que el
pueblo, pobre, sin educación e impotente, hierve, ante la
trapacería de los políticos y la tiranía de los estúpidos
burócratas.
Hubo un tiempo en que estuve pensando sobre si unirme
a los comunistas, que al menos prometían hacer tabla rasa y una
purga, así como una misma ley para todos. Mi entusiasmo murió
el día en que vi a un alto jerarca del Partido compartiendo
salmón ahumado y filetes con el presidente de una gran
compañía química. En Italia, cuanto más cambian las cosas, más
siguen siendo las mismas. El primogénito de una vieja familia se
une a la Democracia Cristiana; el benjamín queda libre para
flirtear con la izquierda o la derecha; y, sin importar quién gane
en la carrera, pueden estar seguros que seguirán sentados en el
«Club de Ajedrez»... ¡Bah! Los filósofos son una maldición tan
grande en este país como los políticos, y una conciencia
soliviantada es una mala cosa para un investigador. ¡Acabemos
con este trabajo y vayamos a casa!
Eran tan sólo las ocho y media y había poca gente. El
secretario se mostró inusitadamente amable, y el camarero jefe
estuvo dispuesto a ayudar. Me instaló en una sala de visitas, me
sirvió un aperitivo y, cinco minutos más tarde, reapareció con el
jefe de los botones y el camarero que había servido la última
cena del general. Expliqué mi misión con adecuada vaguedad.
En algún momento, durante la cena, el general había sido
llamado al teléfono. Por razones de seguridad militar, deseaba
averiguar quién había hecho la llamada, y entrar en contacto con
él. Entonces, tuve mi primera sorpresa.
—No, coronel —el jefe de los botones se mostró muy
enfático—. Deben de haberle informado mal. Al general lo
llamaron mientras estaba en el comedor, pero no fue para acudir
al teléfono. Uno de los miembros más antiguos del Club había
pedido hablar con él, en privado. Le esperaba en la sala de jugar
a cartas. El camarero condujo al general ante él. Hablaron unos
momentos, el general regresó a su mesa, el socio tomó su gabán
y salió del Club. Lo vi irse.
Y quién era ese socio?
—Un caballero de Bolonia. El Cavaliere Bruno Manzini.
Está ahora en el Club. Llegó hace unos veinte minutos, con la
Principessa Faubiani.
—La Faubiani, ¿eh? — me permití una sonrisita de
satisfacción. Al menos, le llevaba un punto de ventaja al viejo
Steffi.
El jefe de los botones tosió elocuentemente.
—Coronel...
—¿Podría usted decirme algo acerca del Cavaliere?
—Podría, señor, pero.., con todos los respetos, creo que ese
tipo de petición debería ser dirigida al secretario.
—Naturalmente. Mis felicitaciones por su discreción.
¿Podría usted darle mi tarjeta al Cavaliere y pedirle que me
conceda unos instantes?
El Cavaliere Manzini hubiera resultado una figura
impresionante en cualquier reunión. Debía de tener unos setenta
años; su cabello era blanco como la nieve, cepillado hacia atrás
para formar una melena de león que caía sobre el cuello de su
camisa; pero su espalda estaba tiesa como un palo, su piel era
clara y sus ojos brillantes y alegres. Llevaba un atuendo
moderno, una camisa inmaculada, y se comportaba con el aire
de un hombre acostumbrado a que le mostrasen deferencia. No
ofreció su mano, sino que se presentó con tranquila formalidad.
—Soy Manzini. Tengo entendido que desea verme. ¿Puedo
ver su identificación oficial?
Le entregué el documento. Lo leyó cuidadosamente, me lo
devolvió, y luego se sentó.
—Muchas gracias, coronel. Ahora, pregunte.
—Según creo, era usted amigo del general Pantaleone, ¿no?
—No era amigo, coronel, sino conocido. Sentía poco respeto
por él y ninguno por su política.
—¿Cómo definiría su política?
—Fascista y oportunista.
—¿Y la de usted?
—Eso es un asunto privado mío, coronel.
—La noche antes de que muriese, el general cenó aquí con
una dama. Me han dicho que tuvo usted una conversación con
él.
—Así es.
—¿Podría saber cuál fue el tema de la misma?
—Por supuesto. Soy cliente de un marchante de arte de
Florencia. Su nombre es Del Giudice. Me dijo que Pantaleone
estaba a punto de vender su colección familiar. Yo estaba
interesado en ciertas obras, un Andrea del Sarto y un Bosco. Le
dije a Pantaleone que me gustaría negociar con él directamente.
Eso nos ahorraría dinero a los dos.
—¿Y...?
—Me dijo que lo pensaría, y que me escribiría pronto.
—¿Le pidió usted que concertaran una fecha?
—No. Siempre podía comprar a través de Del Giudice.
¿Puedo saber la razón de todas estas preguntas?
—En este momento, señor, no estoy, autorizado para
revelarlo. Otra pregunta. La colección Pantaleone es importante
y muy antigua. ¿Por qué iba a querer dispersarla el general?
—No tengo ni idea.
—¿Podría pedirle que mantuviera en secreto esta
conversación?
—¡No, no puede! Yo no pedí tenerla. Ni di promesa alguna
de mantenerla en secreto. Tengo derecho a discutirla o no, según
desee... y con quien me plazca.
—Cavaliere, ¿sabe cuál es la organización a la que
represento?
—¿El Servicio de Información de la Defensa? Sé de su
existencia, pero no estoy familiarizado con sus actividades.
—Al menos, sabrá que tratamos asuntos muy delicados,
tanto políticos como militares.
—¡Por favor, mi querido coronel! Soy un hombre viejo. Ya
hace mucho que perdí mis dientes de leche. No me caen nada
bien ni los espías, ni los provocadores, ni quienes tratan con
ellos. Sé que los servicios de inteligencia pueden convertirse en
instrumentos de la tiranía. Sé que tienden a corromper a la gente
que trabaja en ellos. Si no tiene más preguntas que hacerme,
espero que me perdone... ¡Buenas tardes!
Salió de la habitación, tieso como un granadero, y yo lancé
un largo suspiro de alivio. Aquél era un hombre demasiado duro
para manejarlo, tenaz para engatusarlo e imposible de cambiar.
Te miraba directamente a los ojos y te daba respuestas claras,
una tras otra, sabiendo que uno no se atrevería a contradecirlo.
Pero aún quedaban en el aire importantes preguntas. ¿Por qué
iba Pantaleone, pensando ya en suicidarse, a llevar a cabo una
larga y tediosa venta de todas sus posesiones? Y, ya embarcado
en ella, ¿por qué no completarla? Y, ¿por qué prometer escribir
una carta que jamás iba a redactar?
¡Puah! Ya era suficiente para un día. Tenía la cabeza espesa
y el corazón lleno de envidia por un Cavaliere de setenta años de
edad que podía permitirse lujos tan caros como la Principessa
Faubiani. Salí del Club bajo una suave lluvia de primavera, saqué
mi coche del patio y conduje, de mala gana, hacia casa para
tomarme una cena caliente, pasar una hora aburrida ante la
televisión, y meterme luego en una cama fría.
De hecho, pasé una noche muy agitada. Poco después de las
diez me telefoneó un colega de Milán con la noticia de que un
joven maoísta, al que se le estaba interrogando acerca de la
colocación de una bomba, se había caído por la ventana de la
sala de interrogatorios, y había muerto. Saldría en los titulares
de todos los periódicos de la mañana. La izquierda juraría que lo
habían empujado. La derecha afirmaría que había saltado. De
cualquier modo, tenían a un mártir entre sus manos. Mi colega
se mostró evasivo, pero cuando mencionó el nombre del
interrogador, supe la verdad. Aquel hombre era un sádico, un
idiota al que habría que haber encerrado, y que no le importaba
cómo obtenía las confesiones, o si éstas eran veraces o no. Pero
tenía amigos muy bien situados que lo rociarían con agua
bendita en cualquier investigación. Era el tipo de locura que
ponía en mala situación a todo el país y desprestigiaba a toda la
Policía y el sistema judicial. Ahora, las brigadas antidisturbios
ocuparían las esquinas durante una semana y esto aumentaría
aún más la tensión y polarizaría las facciones, una gritando
contra la tiranía y la represión, y la otra pidiendo ley, orden y el
fin de la anarquía. Dio! ¡Qué lío de pesadilla! Si tuviera algo de
juicio, haría las maletas y tomaría el siguiente barco a Australia.
A las once y media Lili Anders telefoneó, presa del pánico.
Su contacto en la red la había llamado citándola en la «Osteria
dell’Orso». Tenía que presentarse allí a medianoche. ¿Qué debía
hacer? Le dije que acudiera a la cita, le hice que me repitiese tres
veces la historia que debería contar, y luego pasé quince minutos
de ansiedad tratando de reagrupar a mi equipo de vigilancia.
Estaba a punto de meterme en la cama, cuando sonó de
nuevo el teléfono. Esta vez era la sombra del capitán Carpi. El
capitán estaba borracho y charlaba hasta por los codos con una
chica de bar en el «Tour Hassan». ¿Qué era lo que quería que
hiciese? ¡Por Dios! Déjelo que se ponga como una cuba con ese
champaña malo. De todos modos, las chicas del «Tour. Hassan»
no se irían hasta las cuatro de la mañana. Después de esto, si
Carpi estaba aún en pie, o si no lo estaba, métalo en un taxi y
llévelo a casa... ¿Gastos? Que los incluyan en la cuenta de Carpi.
De todos modos, la van a abultar todo lo que puedan. ¡Buenas
noches, y que el diablo se los lleve a los dos!

A las nueve y media de la mañana siguiente estaba sentado


en conferencia con uno de los altos ejecutivos del «Banco di
Roma». Éste se mostraba cortés, pero muy firme. No habría
acceso a la caja de seguridad del fallecido general hasta que se
cumpliese con todos los requisitos judiciales. Comprendía
perfectamente mi posición. Se daba cuenta de que aquello se
relacionaba con la seguridad nacional. Sin embargo, también
estaba relacionada ésta con su determinacion. El Banco era una
institución nacional. La confianza pública dependía del
cumplimiento estricto de los contratos entre banquero y cliente.
La ley lo ordenaba. Los Carabinieri eran servidores de la ley.
Además... hizo una pausa antes de dar el golpe de gracia, la caja
estaba vacía. El abogado del general había tomado posesión de
su contenido, dado que tenía autoridad para ello. Reconocí mi
derrota, y fui a ver a los agentes de Bolsa del general.
Los agentes, filiales de una gran empresa estadounidense,
se mostraron mucho más cooperativos. Desde luego, habían
vendido grandes paquetes de acciones del difunto general. Según
sus instrucciones, habían remitido el importe obtenido en esas
operaciones al representante legal del general, Avvocato Sergio
Vandinelli. En lo que a ellos se refería, en aquel momento había
quedado cerrada la transacción. No tenían ninguna información
acerca del destino de los fondos. Sólo eran agentes de Bolsa.
Ofrecían consejos sobre el mercado, bajo las condiciones
normales. Compraban y vendían según las instrucciones de sus
clientes. Funcionaban rígidamente dentro de las leyes en vigor.
Fin de la conferencia.
De vuelta a mi oficina, firmé un invito solicitando al
Avvocato Sergio Vandinelli que me visitase en el plazo de
cuarenta y ocho horas. Luego, extendí las fotos del funeral sobre
mi escritorio, y me dispuse a examinarlas minuciosamente,
comprobándolas con la lista de nombres que las acompañaba. Lo
que me interesaba no era tanto los personajes, como su relación:
quién hablaba con quién, qué grupo parecía más cohesionado e
íntimo. A veces, en un acontecimiento como aquél, personas que
eran enemigas en público quedaban reveladas como aliados
secretos. A veces, por una de aquellas casualidades casi
increíbles, uno veía cómo alguien hacía una señal, o un mensaje
pasaba de mano en mano. Al cabo de una hora me encontré con
una pequeña sorpresa.
La sorpresa era el Cavaliere Manzini, el viejo autócrata del
«Club de Ajedrez». Aparecía en tres fotos, en una hablando con
el cardenal Dadone, en otra con el ministro de Finanzas, y, en la
tercera, algo apartado de la cripta del cementerio, se le veía junto
a un anciano campesino que estaba apuntado en la lista como
empleado de la «Villa Pantaleone». Para un hombre al que le
importaba poco Pantaleone, que lo consideraba fascista y
oportunista, aquélla era una acción bastante singular. Me
pregunté por qué lo habría hecho. Telefoneé a un colega de
Bolonia y le pedí que me enviase por correo urgente a Roma una
copia del dossier del Cavaliere. Luego, fui al laboratorio y llamé
a Stefanelli para tener una entrevista privada.
El viejo Steffi estaba cargado de noticias buenas y malas.
Primero, su esposa le había dicho que el nuevo protector de la
Principessa Faubiani era un tal Bruno Manzini, boloñés, más
rico de lo que nadie tenía derecho a ser: grandes empresas,
textiles, electricidad, aceros, industrias alimentarias. Cualquiera
que fuera el pastel que uno se comía, Manzini era propietario de
una porción.
—Ya sé todo eso, Steffi.
—¡Y una mismísima mierda! ¿Cómo?
Se lo expliqué largo y tendido. A continuación, puse las
fotografías sobre su escritorio.
—Ahora, dime, Steffi. ¿Qué estaba haciendo Manzini en el
funeral de un hombre que no le caía bien y al que despreciaba?
—Tranquilo, amigo mío. El Club. Quizá los miembros no se
caigan bien los unos a los otros, pero tampoco se insultan entre
sí. Tal vez yo no te caiga bien, pero vendrás a mi entierro, ¿no?
De lo contrario, ¿cómo puedes estar seguro de que estoy muerto?
—Tal vez... tal vez... ¿Qué otra cosa tienes para mí?
—Los hermanos Casaroli venden únicamente su papel de
arroz a los mayoristas, y tienen uno en cada provincia de Italia.
Los mayoristas lo venden al por menor a imprentas y papelerías.
Aquí hay una lista de los mayoristas. Los detallistas serían
centenares, posiblemente millares.
—Corpo di Bacco! ¿Es que no tienes buenas noticias, Steffi?
—Solimbene me llamó desde la Consulta Heráldica. Tendrá
su lista dispuesta mañana por la mañana. Hasta ahora, ha
encontrado quince familias en Italia que aún usan la salamandra
en su escudo de armas. Me temo que será otra persecución sin
objetivo... ¿Has leído los titulares de esta mañana?
—Sí.
—Tengo miedo, coronel. Cuando los policías parecen
gángsteres...
—O les hacen parecer gángsteres, Steffi.
—De cualquier forma, habrá problemas. Tenían dos mil
Carabinieri en las calles de Milán, esta mañana. Y hay otros mil
de refuerzo en Roma, para no decir nada de Turín y allá abajo en
Reggio. En este momento tenemos al país controlado... pero con
eso no curamos nada, no cambiamos nada.
—Ésa no es nuestra tarea, Steffi. Somos un brazo del
Gobierno, pero no el Gobierno mismo.
—No tenemos Gobierno, amigo. Tenemos partidos,
facciones, intereses contrapuestos, y el hombre de la calle, que
no sabe hacia dónde volverse. Para él, ¿quién representa al
Gobierno? Un policía que se marcha al ver un lío del tráfico;
algún chupatintas en la oficina de pensiones, que le cierra la
ventanilla en la cara. Si las cosas no cambian pronto, nuestro
hombre de la calle va a comenzar a gritar, pidiendo un líder...
¡Un nuevo Duce!
—¿Y quién sería, Steffi? ¡Vamos, escupe los nombres!
Pantaleone ha muerto. Ya no está en escena. ¿Quién es el que
entra ahora... y de dónde: de la derecha, de la izquierda o del
centro? Eso es lo que estoy tratando de averiguar.
—¿Y cuando lo hagas?
—Dilo tú, Steffi...
—Ayer enterraste un cuerpo molesto... bajo órdenes.
Supongamos que tropiezas con otra molestia, esta vez viva; por
ejemplo, un hombre de nuestro propio Servicio. Supónte que te
ordenan que cierres el caso y mantengas la boca cerrada. ¿Que
harías?
—Dímelo honestamente, de amigo a amigo.
—Steffi, que me aspen si lo sé. El viejo Manzini tenía razón.
Este trabajo corrompe a la gente. Yo sé que a mí me ha
corrompido: no me gusta preguntar demasiado.
—¡Pues tendrás que comenzar a preguntar pronto, coronel!
Escucha, la pasada noche, en Milán, un sospechoso que estaba
siendo interrogado saltó por una ventana, o fue empujado.
Ahora, está muerto. No puede ser llevado a juicio. Ni tampoco se
puede llevar a nadie. Tú y yo somos guardianes de la seguridad
pública. ¿Qué es lo que hacemos? ¿Qué es lo que hace todo el
Servicio? Nos absolvemos a nosotros mismos. ¿Por qué? Porque
podemos poner a diez, a veinte mil hombres armados en las
calles para mantener al pueblo callado y ahogar las preguntas.
¿Quiénes son los que realmente mandan ahora en Milán? ¿El
Gobierno? ¡Y un infierno! Nosotros: los Carabinieri y nuestros
colegas de la Policía. ¿Sabes?, ésa es una perspectiva muy
tentadora. Terriblemente tentadora. Ya no tenemos que ofrecer
pan y circo; sólo orden público, paz en las calles y los autobuses
llegando a su hora. Te digo que estoy atemorizado. Y ahora, te
diré el porqué. Soy judío, coronel. ¿No lo sabías? Bueno, aquí y
ahora, no es demasiado inteligente el dar a conocer este hecho.
Vivo tras la sinagoga, en el viejo ghetto. En la sinagoga tenemos
una lista de nombres, trescientos hombres, ochocientas mujeres
y niños. Fueron enviados desde Roma a Auschwitz en el Sábado
Negro de 1943. Tras la guerra, volvieron quince. Catorce
hombres y una mujer. ¿Sabes por qué me uní al Servicio? Para
saber por anticipado si esto iba a volver a suceder... ¿Qué edad
tienes, coronel?
—Cuarenta y dos. ¿Por qué?
—Eras un niño cuando esto sucedió. Pero ahora, cada vez
que veo un cartel electoral, tengo pesadillas. Y lamento si te he
ofendido.
—No lo has hecho, Steffi. Me alegra de que me lo hayas
dicho. Ahora, ¿por qué no te vas a jugar con tu microscopio?
Cuando el viejo se hubo ido, pasé largo rato mirando mi
escritorio atestado, las fotografías, los memoranda, las
grabaciones hechas la noche pasada en la «Osteria dell’Orso».
Repentinamente, todo parecía fuera de propósito, trivial hasta
lo absurdo. Lo que estaba en juego no era la política, ni la lucha
por el poder y los sórdidos planes del espionaje, sino yo mismo,
Dante Alighieri Matucci, y quién era, qué era lo que creía, y qué
precio aceptaría por mi alma... si es que la tenía.
El ser un servidor del Estado era fácil. El Estado era como
Dios. Uno no podía definirlo. Y por consiguiente, no tenía que
hacer preguntas al respecto. Ni siquiera tenía que creer que
existiese. Sólo tenía que actuar como si lo creyese. Ésta era la
diferencia entre los anglosajones y los mediterráneos. Para el
anglosajón, el Estado era el pueblo, y el Parlamento su voz. La
burocracia era el ejecutivo. Para el latino, el Estado era la res
publica, la cosa pública que tenía poco que ver con el pueblo, si
es que tenía algo. Por consiguiente, el latino siempre estaba en
una actitud defensiva contra el Estado, en oposición a sus
directrices, en compromiso con sus exacciones. El policía no era
su servidor, sino el lacayo de su amo. En Inglaterra llaman a sus
burócratas «servidores públicos». En Italia son funzionari,
funcionarios del Estado impersonal.
Pero yo, Dante Alighieri Matucci, era una persona, o creía
serlo. ¿Cuánto de mí era posesión del Estado? ¿Hasta qué punto
podían, legítimamente, dirigirme? ¿Hasta hacerme tirar a una
persona por la ventana? ¿Hasta hacerme disparar contra un
manifestante? ¿Hasta atosigar tanto a un ciudadano con papeles,
que llegase un momento en que ni siquiera pudiera mear sin un
permiso? Y, por otra parte, estaba la otra cara de la moneda:
cincuenta millones de personas encerradas en una estrecha
península, pobre en recursos, rica sólo en vitalidad y energía, de
espíritu turbulento, fácil presa para demagogos y agitadores.
¿Cómo se podía impedir que se hicieran pedazos los unos a los
otros, sin romper unas cuantas cabezas de vez en cuando? Era
muy fácil vivir bajo tierra como un topo, mordisqueando las
raíces de las vidas ajenas, sin preocuparse de sacar el sucio
morro a la luz del sol...
Estaba aún rumiando aquel amargo pensamiento cuando
se presentaron los chicos del equipo de vigilancia para informar
sobre Lili Anders. Sus grabaciones de la reunión del club
nocturno eran casi ininteligibles. Quería saber por qué.
—No hubo tiempo para colocar nada efectivo, coronel. Era
un local atestado, con las mesas colocadas al azar, y sólo media
hora de aviso... No hubo forma. De todos modos, sólo se
quedaron media hora. Los seguimos de regreso al apartamento
de Anders. El contacto la dejó allí y se marchó. Giorgio lo siguió
a él. Yo me quedé para recibir el informe de la dama.
—¿Quién era el contacto?
—Picchio: el pájaro carpintero.
—¿Qué es lo que? dijo la dulce Lili?
—Lo tengo aquí apuntado: Picchio le preguntó de qué había
muerto el general. Ella replicó que de un ataque al corazón.
¿Sabía que estaba enfermo? No, pero tenía algunos dolores en el
pecho, que él llamaba indigestión.
—Muy bien por Lili. Siga.
—¿Quién le había llevado la noticia? Un coronel de
Carabinieri. ¿Cuál era su nombre? Matucci. ¿Y por qué todo un
coronel? No sabía. Pero ahora le extrañaba. ¿Cuánto tiempo
había estado con ella? Veinte minutos, media hora. Se había
sentido trastornada. El coronel había sido amable. ¿Había hecho
alguna pregunta significativa? Sólo le había hablado acerca de
los movimientos y contactos de Pantaleone, la noche de su
muerte. Le había dicho la verdad, pues no había nada que
ocultar. Pájaro Carpintero preguntó quiénes eran los herederos
del general. Ella no lo sabía. Jamás había visto su testamento.
¿Conocía al abogado del general? Sí. ¿Era amigo suyo?
Razonablemente. Entonces, se le ordenó que cultivase esa
amistad y, si era posible, que se hiciese amiga de él, y tratase de
averiguar todo lo posible sobre el testamento del general. ¿Ha
conocido alguna vez a un tal general Leporello?
—¡Por Dios, ése es uno de los nuestros!
—También a mí me asombró bastante, coronel.
—¿Y qué es lo que dijo Lili?
—Que nunca lo había visto. ¿El general le había hablado
alguna vez de él? No. Al menos, no que recordase. ¿Cuál sería su
siguiente misión? Quedarse tranquila, concentrarse en el
abogado, esperar nuevos contactos e instrucciones...
desvanecerse, excelente. Eso es todo, coronel... Y, por cierto, no
me fui a la cama hasta las tres de la mañana.
—¡Pobrecillo! Espero que durmiese usted bien y
castamente. ¿Hay algo de la interceptación del teléfono de Lili?
—No hay nada nuevo desde su llamada a usted, coronel.
—Bien... ahora, oigamos acerca de nuestro capitancillo
Carpi.
—No hay nada que contar, coronel. Perdió el conocimiento
hacia las tres de la mañana. Pagué a la chica y la cuenta de las
bebidas con el dinero de su cartera, y luego lo llevé a casa. No
sabe emborracharse, coronel.
—Eso es nuevo para mí. De todos modos, parte para
Cerdeña mañana. Eso lo pondrá sobrio. Muchas gracias,
caballeros. Ahora, pueden volver a dormir. Quiero que estén
frescos y despiertos para las ocho de la tarde. Siguen ustedes de
servicio nocturno...
Salieron, con los ojos enrojecidos y murmurando, y sonreí
ante su evidente mal humor. Aquello era lo que los americanos
llamaban trabajo de capa y cuchillo. Uno se gastaba los pies
caminando, llamaba a puertas, estaba de centinela en las
esquinas, y vigilaba clubes nocturnos. Uno se hundía en resmas
y más resmas de informaciones inútiles hasta que lograba un
fragmento de dato que comenzaba o completaba un mosaico. Yo
tenía ahora uno de esos fragmentos. ¿Por qué estaba interesado
el Pájaro Carpintero, un agente polaco, en Marcantonio
Leporello, general de los Carabinieri?

Como investigador tengo muchas faltas y dos talentos


especiales. El primero es una memoria fotográfica. El segundo
es que sé esperar. En toda investigación llega un momento en
que no hay nada que hacer, excepto esperar y dejar que la
química del caso actúe por sí misma. Si uno trata de apresurar
el proceso, para satisfacerse a sí mismo, o a un superior, uno
comete errores. Acepta falsas premisas, crea una lógica ficticia.
Uno apresura a sus agentes para que hagan observaciones
miopes y le den a uno medias respuestas que lo mantengan feliz.
Tiende uno la mano hacia soluciones fáciles y la cierra sobre un
puñado de humo.
A los italianos les encanta el bullicio y la animación. Uno
les delinea una escena y, en menos de una hora, montan una
ópera. Son volubles, son dilatorios, son evasivos. Odian
comprometerse, ya sea dando una opinión o estableciendo una
alianza, por si mañana se ven obligados a atenerse a las
consecuencias. Preferirían que les arrancasen un diente a firmar
un documento que los comprometa. Yo soy coronel a los
cuarenta y dos porque he aprendido a convertir en virtud los
vicios de mis compatriotas. ¿Que el ministro del Interior deseaba
acción? La conseguía, orquestada para cornetas y timbales. ¿Que
la OTAN necesitaba informaciones terroríficas acerca de los
espías, para apretar las clavijas de la seguridad? Bene! Había
veinte guiones para elegir y villanos auténticos que emplear en
ellos. ¿Que había algo que olía mal en un contrato de
suministros? También para eso había una fórmula mágica:
sabotaje por agentes enemigos en la fuente, en tránsito, o en el
punto de entrega. Pero, cuando se producía una cosa
importante, el truco era crear una zona de silencio y sentarse en
ella, visible pero enigmático, digiriendo los hechos de que se
disponía, tranquilo como un Buda que esperase el siguiente giro
de la rueda de la vida. Era una táctica que desconcertaba a
muchos de mis colegas, e irritaba a bastantes de mis superiores;
pero, la mayor parte de las veces, funcionaba... con un poco de
juego de manos, para mantener la ilusión.
En aquel momento, el asunto Pantaleone estaba en
suspenso. El significado de la tarjeta de la salamandra aún no
había sido descifrado. Los papeles del general y su dinero
estaban en manos de su abogado, quien probablemente
esperaría hasta el último momento antes de responder a mi
invito y que luego se ampararía en su privilegio legal, para no
hacer nada. El hombre del funeral podía no significar nada. El
Cavalieri Manzini era sólo un comprador de obras de arte caras.
Aún no había llegado nada del experto en heráldica. Nada...
nada... nada. Excepto que un agente polaco llamado Pájaro
Carpintero estaba interesado en el general Leporello. Parecía un
momento adecuado para tener una charla con el director.
El director del Servicio de Información de la Defensa era
todo un personaje. Por parte materna estaba relacionado con los
Caracciolo de Nápoles, y por el paterno con los Morosini de
Venecia. En el Servicio le llamaban Volpone: el viejo zorro. Yo
tenía otro nombre para el: Camaleonte, el camaleón. Un
momento uno lo veía claramente, y al siguiente lo había perdido
entre la maleza política. Tenía los modales de un príncipe, y la
mente de un jugador de ajedrez. Tenía un sentido histórico, y el
convencimiento de que la historia siempre se repetía a sí misma.
Era irónico en ocho idiomas y hacía conquistas en todos ellos.
Jugaba al tenis, navegaba en una embarcación de vela,
coleccionaba arte primitivo y era un gran aficionado a la música
de cámara, tocando a veces la viola. Era desordenadamente rico,
generoso con aquellos que le caían bien y tan despiadado como
un verdugo con quienes no le gustaban. Insistía en que yo, Dante
Alighieri Matucci, era uno de aquellos que le caían bien, uno de
los pocos que respetaba. A menudo nos habíamos enfrentado.
Me había tentado más de una vez, pero yo había olisqueado el
cebo, y luego me había apartado, con una sonrisa y un
alzamiento de hombros. No mantenía en secreto mis
debilidades, pero desde luego no me iba a dejar chantajear con
ellas, ni por el director ni por ningún otro. Y, si el director quería
jugar a algo, yo sabía unos cuantos juegos que tenían
reglamentos bastante complicados.
Ahora, estaba jugando a uno de ellos. El general Leporello
era una persona importante dentro de los Carabinieri. Yo
deseaba saber si el director era lo bastante grande como para
manejarlo a él, si hubiera necesidad. Así que, sin ceremonias, le
hice la pregunta:
—Pájaro Carpintero está interesado en Leporello. ¿Por
qué?
El director se puso instantáneamente alerta, como un viejo
zorro husmeando un aire hostil. Me dijo tranquilamente:
—¿No es su trabajo el decírmelo a mí?
—No, señor, aún no. El dossier de Leporello está marcado
«Reservado para el director».
—Perdóneme, lo había olvidado. Veamos, el general
Leporello ha pasado los últimos cinco meses en el extranjero.
—¿Dónde?
—Japón, Vietnam, Sudáfrica, Brasil, los Estados Unidos,
Gran Bretaña, Grecia, Francia.
—¿Quién pagó el viaje?
—La gira era oficial. El general estaba en una misión de
estudio.
—¿Qué era lo que estudiaba?
—Control de motines y contrainsurrección.
—¿Conoce usted personalmente al general, señor?
—Sí. Es un hombre cabal.
—¿Vulnerable?
—Es un patriota, católico devoto, demócrata cristiano y
financieramente independiente. Dudo que pudiera ser comprado
o asustado.
—¿Atacado? ¿Asesinado?
—Posiblemente.
—¿Seducido?
—¿De qué modo, coronel?
—Con el cebo mayor que existe: la ambición.
—¿Por ejemplo...?
—El hombre que diseña la estrategia de la
contrarrevolución puede decidir ponerla en práctica por su
propia cuenta... o por cuenta de una potente minoría.
—¿Alguna prueba?
—Sólo ciertas indicaciones. Pájaro Carpintero y su red
tienen asignada la misión que voy a citarle: «...avisar por
adelantado de cualquier intento de los grupos neofascistas de
dar un golpe de Estado, y de las acciones pensadas para
provocarlo». Si Pájaro Carpintero está interesado en Leporello,
también nosotros tendremos que estarlo.
—Matucci, está usted en el país de los unicornios.
—La mitad de nuestras vidas estamos moviéndonos entre
fábulas. A veces, las fábulas se convierten en realidad.
—En el caso de Leporello, creo que no. No obstante, déjeme
darle vueltas a la idea. Ya le diré algo. Por el momento, no
emprenda acción alguna.
—Sí, señor.
—¿Algo más?
—No, señor.
—Entonces, permítame que le haga un cumplido. Me gusta
su actitud en el trabajo, es usted cuidadoso y tiene la mente
abierta. Eso es raro, aunque muy necesario, en estos tiempos.
—Es usted muy amable, señor. Muchas gracias.
—Hasta luego.
Salí, muy pensativo. Si el director estaba atemorizado,
todos los demás deberíamos estar buscando refugio. Si el
director estaba dedicado a la causa o a un compromiso, la única
cosa que lo detendría sería un balazo en la cabeza. Era el
perfecto hombre del cinquecento, con un confesor a su mano
derecha y un poeta a la izquierda, mientras sus enemigos se
pudrían, aullando, en los calabozos que había bajo sus pies. Yo
llevaba el nombre de un poeta y necesitaba un confesor; pero no
tenía el menor deseo de acabar mis ideas en los calabozos de la
malquerencia oficial. Y sin embargo... y sin embargo... Un
hombre que podía controlar manifestantes y guerrilleros
urbanos podría, un buen día, controlar el país, especialmente si
era patriota, un buen cristiano, y no tenía que preocuparse por
el pago del alquiler o por si iba a tener con qué comer.
Apenas había vuelto a mi oficina, cuando mi secretaria
anunció que el Avvocato Sergio Bandinelli había contestado a mi
invito y estaba esperando para verme.
El abogado era bajito, minucioso y muy irascible. Me
pregunté por un instante si representar el papel de burócrata o
el de caballero, y decidí ahogarlo en cortesías. Me dolía mucho
tener necesidad de molestar a un hombre tan ocupado. Estaba
agradecido por una respuesta tan rápida. Esperaba poder
liquidar rápidamente los pocos asuntos en cuestión. Comprendía
la relación entre abogado y cliente. Era mi deber el proteger esa
relación, y el obrar en contra de cualquier intento de ruptura de
la misma. Sin embargo...
—...en los casos en que está mezclada la seguridad nacional,
Avvocato, ambos tenemos que ser algo más flexibles. Estoy
seguro de que usted podrá comprender eso.
—No, coronel, no lo comprendo. He venido aquí, a su
oficina, a protestar por el embargo ilegal de los papeles de mi
cliente, y para requerir su inmediata entrega a mi persona.
—No hay problema en absoluto. Puede llevarse los papeles
con usted, al irse. En cuanto a la protesta, ¿qué va a sacar con
ello? El Servicio de Información de la Defensa trabaja bajo las
órdenes directas del presidente y con unas reglas un tanto
especiales. Naturalmente, si usted desea seguir adelante con su
queja...
—Bueno... bajo las circunstancias...
—¡Muy bien! Ahora, deseo hacerle partícipe de nuestra
confianza, solicitar su ayuda en un asunto de gran importancia.
—Me encantará ayudarle, coronel, siempre que pueda
preservar mi posición en el caso de un conflicto de intereses.
—Naturalmente. Procedamos pues. El general Pantaleone
era un hombre importante. Su muerte tiene consecuencias
políticas, y se me ha ordenado que estudie estas consecuencias.
Por tanto, estoy interesado en todos los aspectos de las
actividades del general. Por ejemplo, estaba procediendo a
vender sus posesiones, valores de la Bolsa, y preparándose a
dispersar su colección de arte. ¿Por qué?
—No puedo responder a eso.
—Sus agentes de Bolsa nos han informado que los importes
de las ventas de sus acciones le fueron transferidos a usted. ¿Qué
es lo que debía hacer usted con ese dinero?
—Tampoco puedo contestarle a eso.
—Me temo que deberá hacerlo.
—No, coronel. Tengo privilegio legal.
—Antes de invocarlo, déjeme decirle algo más. Su fallecido
cliente mantenía relaciones con un miembro de una red de
espionaje extranjera.
—No lo creo.
—De todos modos, es cierto. Usted mismo está siendo
vigilado por esa red.
—¿Es eso algún tipo de amenaza, coronel?
—No es una amenaza, Avvocato, es la afirmación de un
hecho. Por consiguiente... cuando rehúsa usted decirme lo
sucedido a grandes cantidades de dinero, se está usted
exponiendo a algún peligro. En todo esto está mezclado un
crimen, una amenaza a la seguridad del Estado. Su cliente está
muerto. Usted debe responder de la parte que ha representado
en sus negocios. Así que, de nuevo le pregunto: ¿Qué es lo que
pasó con el dinero?
—Me dio instrucciones para que lo reinvirtiese.
—¿Dónde?
—En el extranjero. En Suiza y Brasil, en su mayor parte.
—¿Y si se hubiera vendido la colección de arte y las tierras?
—Tenía las mismas instrucciones.
—Tal exportación de fondos necesita la aprobación del
ministro de Finanzas. ¿La tenía usted?
—Bueno, no... Pero la naturaleza de la transacción...
—No me lo cuente, Avvocato. La transacción incluiría el
uso de intermediarios que tienen canales seguros para exportar
capitales. Cobran un cinco por ciento por sus servicios. A
cambio, garantizan la inmunidad de su cliente. Es una vieja
historia. Pero no sirve en este caso, y usted lo sabe. Puede ser
acusado por conspirar para violar la ley. Tiene usted suerte de
que soy un investigador de la inteligencia, y no un policía... pero
puedo cambiar de gorra en el momento en que lo desee. ¡Así que
hable, Avvocato! ¡No quiero más juegos de niños...! ¿Por qué
estaba Pantaleone exportando capitales?
—En resumen, porque tenía miedo. Se había unido a los
neofascistas, de los que era el consejero militar, y para los que
sería comandante en jefe en caso de golpe de Estado. Pero sus
tácticas provocativas le preocupaban. Creía que aún no eran lo
bastante fuertes para arriesgarse a un golpe de Estado y que, si
lo intentaban, eso daría lugar a una guerra civil. Toda la fuerza
del Movimiento está en el Sur. En el Norte, la izquierda tiene el
control, y está mucho mejor organizada. Así que el Movimiento
comenzó a perder la fe en Pantaleone. Deseaban apartarlo en
favor de un hombre más atrevido.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Lo sabía Pantaleone?
—No. Lo único que sabía es que era alguien que podría ser
atraído hacia el Movimiento, en el momento oportuno.
—¿Un militar?
—Obviamente. Si provocaban un disturbio, tenían que ser
capaces de ofrecer una acción militar para suprimirlo. Ése es el
objetivo de la provocación, ¿no?
—Así que el general estaba asustado. ¿De un rival, o de
alguna otra cosa?
—De una acción en su contra.
—¿Qué tipo de acción?
—No lo sé.
—Entonces, supóngala.
—Un daño a su reputación. Algún tipo de revelación sobre
su pasado.
—De hecho, un chantaje.
—Sí. Tenía una carrera muy desigual, y muchos enemigos.
—¿Había recibido alguna amenaza directa?
—Bueno... en un sentido legal, no.
—¿Y en sentido vulgar, Avvocato?
—Hace una semana recibió un comunicado.
—¿Qué tipo de comunicado?
—Consistía en una biografía muy completa y exacta que, si
alguna vez hubiese sido publicada, hubiera dañado
irreparablemente su reputación, y lo hubiera apartado
definitivamente de la vida pública.
—¿Se la mostró a usted?
—Sí. Me preguntó si podría haber alguna defensa contra su
publicación, o algún método para hallar a su autor. Le dije que
no... al menos sin correr el riesgo de extender peligrosamente la
información.
—Pero, ¿se hizo una amenaza de publicar aquello?
—Sí, la leí.
¿Qué es lo que leyó?
—Una tarjeta, que iba con el manuscrito.
Deposité la tarjeta de la salamandra en la mesa, frente a él.
—¿Esta tarjeta?
El abogado la tomó con recelo, la examinó, y estuvo de
acuerdo.
—Sí, es ésta. ¿Dónde la consiguió?
—La encontré en el dormitorio del general. ¿Qué pasó con
la biografía?
—La guardó en su caja de seguridad del Banco.
—Que usted vació ayer.
—Sí.
—La quiero. Quiero todos sus documentos.
—Se los daré, con mucho gusto... cuando me traiga una
orden judicial. Sin ella, ni hablar.
—Esta tarjeta, Avvocato, ¿qué es lo que significa?
—Para mí, nada.
—Qué es lo que significaba para el general?
—Sólo puedo contarle lo que él me dijo.
—¿Sí?
—Era un hombre taciturno, muy dado a las citas. Me dijo:
«Bueno, llegó al fin el día de San Martín.»
—¿Y qué infiernos se supone que significa eso?
—No me lo explicó. Jamás lo hacía. Durante mucho tiempo
estuve preguntándome qué sería. Luego, encontré la referencia.
Es de Don Quijote: «A cada cerdo le llega su San Martín.» En
España, se acostumbra a sacrificar los cerdos en la fiesta de San
Martín.
—Avvocato Bandinelli, estoy seguro de que es usted un
excelente abogado. Jamás dice una mentira. Simplemente,
entierra la parte de la verdad que realmente importa, y la ley lo
protege, mientras lo hace. Sin embargo, se ha colocado usted
fuera de la ley, poniéndose así en peligro usted mismo y su
privilegio. Naturalmente, puede usted luchar conmigo. Mediante
sus tácticas y rodeos, puede retrasar mi trabajo, pero llegará su
día de San Martín. Si quiere evitarlo, estoy dispuesto a hacer un
trato con usted. Me olvidaré del asunto de los capitales. Enviaré
con usted a un hombre para reunir todo papel que tenga acerca
de la familia Pantaleone. Hará una lista de los papeles, y luego
los cerrará y sellará en su caja fuerte. Mañana, yo iré a su oficina
y los examinaré, en su compañía. De esta forma usted mantiene
su privilegio y yo obtengo la información que quiero. ¿De
acuerdo.
—Parece que no tengo elección.
—Así es.
—Entonces, de acuerdo.
—Muy bien. Puede firmar por los papeles que tenemos, y
llevárselos con usted. Cuando vaya a casa esta noche, deje la
llave de su oficina a mi hombre. Pasará toda la noche allí.
—¿Por qué?
—Por protección, Avvocato. En estos tiempos, la política es
un trabajo arriesgado.
Lo decía en tono irónico. Era el viejo profesional
mostrándose condescendiente con un civil. Debería haber sabido
lo que decía. En este trabajo, en este país, uno está siempre sobre
una trampilla, con la cuerda de la horca alrededor del cuello.
Dicho esto, estoy de acuerdo en que se necesita una
explicación. Lo que llamamos República de Italia, nosotros, los
llamados italianos, no es una nación en absoluto. Somos
provincias, ciudades, regiones, tribus, fracciones, familias,
individuos... todo y cualquier cosa, menos una unidad.
Pregúntenle a ese tipo de ahí, al barrendero, qué es. Les
contestará: «Soy un sardo, un calabrés, un napolitano, un
romañolo.» Jamás, jamás, les dirá que es italiano. Esa chica que
va en el «Ferrari», es una veneciana, una veronesa, una
paduana. Esposa, amante, madre o, lo que es más raro, virgen,
se identifica con un lugar, un trozo de tierra. Yo mismo, como ya
les he dicho, soy un toscano. Sirvo, porque me pagan para servir,
a esa nebulosa cosa pública llamada el Estado; pero a mí lo que
me atañe es otra cosa: Florencia y los Médicis y el Amo y los
pinos plantados sobre las tumbas de mis antepasados. ¿Las
consecuencias de esto? Una especie de anarquía que los
anglosajones jamás comprenderían; un tipo de orden que aún
podrían comprender menos. Sabemos quiénes somos, hombre
por hombre, mujer por mujer. Despreciamos al extranjero,
porque es diferente. Lo respetamos porque sabe, y nosotros
también, quién es. Por consiguiente, he aquí mi dilema: jamás
podré decir: «¡Éste es el enemigo, destruyánlo!» Debo decir:
«Éste es el enemigo de este momento, pero viene de mi región,
su hermana está casada con mi primo y mañana quizá
necesitemos ser amigos. ¿Cómo debo comportarme para que no
se rompan los eslabones, a pesar de que la cadena se tense hasta
el punto de ruptura?
Hay muchos que dirán que, en este sistema, no hay lugar
para los patriotas, sólo para los pragmáticos y oportunistas. Eso
son palabrotas... ¿no? Tenemos que sobrevivir, y ése es un
problema práctico. Tenemos una vida, una oportunidad para
llegar a un entendimiento con ella. Mientras ese entendimiento
sea negociable, tratamos de negociar. Si se nos obliga a aceptar
una situación desagradable, la aceptamos, y esperamos un
mañana en que el contrato pueda ser anulado o variado por
consentimiento mutuo. Como verán, lo sé todo. Por
consiguiente, no hay excusa para las estupideces que comencé a
cometer aquella tarde.
La primera fue mi despectivo trato con el Avvocato Sergio
Bandinelli. Juzgué que sería un hombre asustadizo y maleable.
Le asigné como guardián a un agente joven, un tal Giampiero
Calvi. Le di a éste unas instrucciones muy simples. Calvi
acompañaría a Bandinelli a su oficina. Tomaría posesión de los
papeles de Pantaleone, haría una lista de los mismos, los cerraría
en la caja fuerte del abogado, la sellaría y permanecería en
aquella oficina hasta que lo relevase a las nueve de la mañana
siguiente. Durante la noche, llamaría al oficial de guardia del
cuartel general de hora en hora. Calvi era un joven prometedor.
No le di ningún sermón. Supuse que bastaría el entrenamiento
que yo mismo le había dado.
Entonces, porque estaba cansado, decidí mezclar el negocio
con el placer. Porque era, y soy, demasiado arrogante para mi
propio bien, elegí llevar a cabo mi jueguecito contra el director.
Telefoneé a mi criada y le dije que no iría a casa a cenar, y que
quizá pasase la noche fuera de Roma. Luego, llamé a Lili Anders
y le dije que, por asuntos del servicio, la iría a buscar a las ocho
treinta para ir a tomar un cóctel y llevarla luego a cenar.
¿Dónde? Un lugar discreto pero elegante, donde pudiera olvidar
su dolor, y relajarse. ¿Mis intenciones? Querida señora, las de un
colega y colaborador. Ni más, ni menos.
Atravesé el pasillo para ir a charlar con mi colega Rigoli,
que está dedicado a los movimientos y a la seguridad de las
gentes públicas y no tan públicas. Rigoli es un individuo gris,
ratonil, con un archivador como mente. Lo que no sabe, puede
imaginárselo con un setenta por ciento de exactitud: dónde
puede ser hallado el ministro de Finanzas a las tres de la
madrugada del viernes, qué primer secretario tomó tal vuelo a
Venecia, y quién tenía el asiento contiguo al suyo. Me dijo que el
general Leporello estaba en la actualidad en Roma, alojado en el
«Hassler», y dedicado a dar una serie de conferencias, con altos
oficiales de los ejércitos. Llamé al hotel y, tras una breve
conversación con un ayudante, me comunicaron con el general.
La conversación fue breve y tensa.
—General, aquí el coronel Matucci, del SID.
—¿Sí?
—Es un asunto urgente. Me gustaría verle.
—¿Cómo de urgente?
—Mucho.
—Estoy ocupado hasta las seis. Después puedo concederle
media hora. Llámeme desde el vestíbulo. Suite diez.
—Muchas gracias, señor.
—Repítame el nombre.
—Matucci. Sección E.
Colgué el teléfono, y esperé. Si había juzgado bien a aquel
hombre, llamaría para comprobar, ya fuera a mi o al director. Si
llamaba al director, me esperaba una hora muy poco agradable.
Estaba apostando en el hecho, bien conocido en el Servicio, de
que el director era un tipo muy poco comunicativo, que rehusaba
los contactos casuales, incluso con los oficiales superiores. No
me equivoqué, al cabo de tres minutos sonó mi teléfono y se oyó
la voz de Leporello.
—¿Con quién hablo, por favor?
—Matucci, Sección E.
—Aquí Leporello. Según creo, tenemos una cita.
—Sí, señor. Suite diez a las dieciocho cero cero.
—Por favor, sea puntual. Adiós.
¡Puah! Era muy posible que necesitase un poco de
relajamiento tras media hora con aquel cabezota. Hice otra
llamada, esta vez a una curiosa pequeña oficina de la Via
Bissolati, que suministra a la Prensa y a los suscriptores privados
noticias acerca de las idas y venidas de las celebridades. Yo no
estoy suscrito a ella. La uso, y pago a cambio animando a mis
colegas de la Questura a que pasen por alto ciertas
irregularidades de su actuación: telefonistas alemanas cuyos
permisos de residencia ya han caducado, mecanógrafas inglesas
que no pasan su contribución a la seguridad social y cosas así. Es
una especie de corrupción, pero aquí le damos un nombre
mucho más histórico, tolleranza, vive y deja vivir, pero recuerda
siempre que la ley tiene una memoria de elefante y una bota muy
pesada. Mi contacto es una danesa de grandes senos que vive,
por desgracia, con un periodista español acreditado ante la Santa
Sede. Su estado civil es altamente dubitativo, pero su
información es siempre muy exacta.
—¿Faubiani...? Bueno, el viejo Manzini está en la ciudad,
así que ella debe de estar saliendo con él. Veamos... Ayer Valerio
dio un pase de géneros de punto. Esta noche Fosco está
exhibiendo joyería, y lo ha hecha coincidir con un acto de
Lavezzi, que presenta un libro de lujo sobre los orfebres del
Renacimiento. Probablemente la Faubiani estará allí. Es un
cóctel en «Fosco», a las ocho y media, y que durará hasta que se
acabe el champán. Si quieres una invitación, puedo darte la mía.
Claudio trabaja esta noche, y lo único que logro es que me entre
envidia cuando veo todas esas chucherías tan caras.
—Eres un ángel, Inger.
—No le digas eso a Claudio. Está volviendo a ponerse
demoníaco... ¿Cuándo voy a verte, Dante?
—Cuando vaya a recoger la invitación, a las siete y media.
Ciao, bambina!
Y así, con mi tarde ya programada, hora tras brillante hora,
quedaba una resolución por tomar: ¿qué número le dejaba al
oficial de guardia nocturno? Le di dos: el de Lili Anders, y el de
mi casa. Ahora, ya estaba dispuesto a arreglarme: cambiarme de
ropa, arreglado del cabello, afeitado, un masaje para tonificar
mis caídos músculos faciales y media hora de instructivo
chismorreo con mi manicura favorita.
A las dieciocho en punto telefoneé al general Leporello
desde la recepción del «Hassler». Me ordenó esperar hasta que
su ayudante bajara a buscarme. Me fijé en que el ayudante era
un joven musculoso de cabello rojizo, con pecas y acento
trentino. Se mostró respetuoso, pero lacónico, y quiso ver mi
carnet antes de salir del vestíbulo. Sospeché que, cuando me dejó
con el general, se apostó justo tras la puerta de la suite. Leporello
mismo fue una verdadera sorpresa. Era un hombre alto, rubio y
rubicundo, más germánico que latino. Su pecho era ancho, y no
tenía panza. Sus gestos eran comedidos y su comportamiento
seco y conciso. No tenía el menor sentido del humor.
—Su identificación, por favor.
Se la entregué. La estudió, línea a línea, y luego me la
devolvió.
—¿Qué es lo que quiere discutir, coronel?
—Asuntos resultantes de la muerte del general Pantaleone.
—¿Tales como?
—Esta tarjeta, señor. Fue encontrada en la habitación del
general, tras su muerte.
—¿Qué es lo que significa?
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar. Iba con un
manuscrito que le fue entregado a Pantaleone antes de su
muerte.
—¿Qué clase de manuscrito?
—Documentos incriminatorios acerca de la vida pasada del
general.
—¿Chantaje?
—Así lo creemos.
—¿Dónde está ahora?
—En la oficina de su abogado, bajo la custodia de un agente
del SID.
—¿Y esa tarjeta?
—Es nuestra única clave de la identidad del chantajista.
—¿El símbolo?
—Una salamandra.
—Es extraño.
—¿Por qué, señor?
—Durante la guerra, uno de los grupos más importantes de
partisanos que había en la Valpadana estaba dirigido por un
hombre que se llamaba a sí mismo la Salamandra.
—¿Cuál era su verdadero nombre?
—No lo sé. Desapareció hacia 1943. Corrió el rumor de que
los alemanes lo habían capturado.
—¿Usaba una tarjeta como ésta?
—Sólo tengo un recuerdo vago, porque toda mi
información, en aquel tiempo, era de segunda o tercera mano;
pero creo recordar que se habló de una tarjeta que apareció
prendida en el pecho de las víctimas de la banda.
—¿Era ése un grupo marxista?
—La mayor parte de los grupos del Norte tenían
conexiones, verdaderas o imputadas, con los marxistas.
—¿Trabajó usted alguna vez con esos grupos, general?
—¿Yo? Jamás. Mi lealtad estaba con la Corona. Jamás la
cambié... aunque podría haber sido conveniente hacerlo.
Despreciaba a los fascistas, odiaba a los alemanes; pero, aun así,
no podía convertirme en un traidor. Hoy, puedo mostrarme aún
honesto y orgulloso.
—Seguro que sí, señor. Pero también es un blanco natural
para los terroristas de la izquierda.
—Me lo imagino.
—Lo que me lleva al verdadero propósito de mi visita, que
es informarle de que se halla usted bajo la vigilancia de, al
menos, una red de agentes extranjeros.
Me dedicó una sonrisa breve y sin humor.
—Eso no es ninguna noticia, coronel. Siempre he supuesto
que estaba vigilado por todos los grupos... extranjeros o locales.
—La noticia es, general, que este grupo lo considera a usted
como posible sucesor del general Pantaleone.
—¿De qué manera?
—Como líder político y militar, en el caso de que se diera un
golpe de la extrema derecha.
—Lo que, naturalmente, es una tontería...
—Claro que sí, señor. Pero eso lo hace a usted vulnerable.
—¿A qué?
—A un chantaje o asesinato.
Había pensado que esto lo estremecería, o al menos le
interesaría. Imposible. Era duro y listo como el granito de
cementerio.
—¿Chantaje, coronel? Le aseguro que eso es casi imposible.
Mi vida es un libro abierto. No me avergüenza ni una sola página
del mismo. En cuanto a las tentativas contra mi vida, han sido
previstas, y se han tomado medidas de seguridad para
protegerme a mí y a mi familia. Me preocupa mucho más la
sugerencia, aunque haya sido hecha por elementos hostiles, de
que puedo tener ambiciones políticas. No tengo ninguna. Creo
en la jerarquía y el orden. Sólo me veo a mí mismo como un
servidor de la autoridad legalmente constituida.
—Lo comprendo perfectamente, señor.
—Una pregunta, coronel.
—¿Señor?
—¿Ha discutido este asunto con su director?
—Lo he hecho.
—¿Y cuál es su opinión?
—Que el SID no debe emprender ninguna acción. De hecho,
me he excedido en mis atribuciones al solicitar esta entrevista
con usted.
—Entonces, ¿por qué la solicitó?
—Usted y yo, general, somos colegas. Somos miembros del
mismo cuerpo. Creí que en esto se barajaba un asunto de honor.
Decidí actuar bajo mi propia iniciativa, y a mi propio riesgo.
—¿Qué riesgo, coronel?
—Bueno... para decirlo suavemente, el director tiene un
carácter impresionante.
—¿Le tiene miedo?
—No, señor... pero le tengo un saludable respeto.
—Entonces, ¿preferiría que no le informase de nuestra
entrevista?
—No he dicho eso, señor. Ni lo diré. He cumplido con mi
deber, tal como yo lo veo. Estaba, y estoy, dispuesto a aceptar
todas las consecuencias.
Por primera vez, Leporello se relajó. Me ofreció un
cigarrillo de una pitillera de oro, y llevó su condescendencia
hasta encendérmelo. Se recostó en su sillón y me contempló con
hosca aprobación.
—Me causa usted buena impresión, coronel. Si necesita un
amigo en el Servicio, lo tiene en mí. Daré instrucciones a mis
ayudantes para que tenga usted acceso instantáneo a mí, en
cualquier momento.
—Eso es muy generoso por su parte, señor.
—En absoluto. Tenemos un objetivo común: la seguridad
y estabilidad de la República. Debemos cooperar siempre que sea
posible. Pantaleone era un estúpido peligroso y un verdadero
bellaco. Hoy necesitamos hombres fuertes que estén dispuestos
a correr riesgos en pro del servicio público. Creo que usted es
uno de ellos. Naturalmente, su actual experiencia es muy valiosa.
Si alguna vez siente inclinaciones a unirse a mi plana personal,
me encantará tenerlo conmigo.
—Eso es un gran cumplido.
—Se lo merece. Y, coronel...
—¿Señor?
—No tengo intención alguna de discutir esta reunión con su
director.
—Gracias, señor.
Me estrechó la mano, y me llevó fuera, entregándome al
cuidado de su atlético ayudante, que me escoltó hasta el
vestíbulo con un poco más de amabilidad, y que me favoreció
con un saludo, mientras me alejaba.
En los jardines del Pincio, detuve el coche y permanecí
durante veinte minutos tratando de encontrarle sentido al
general Leporello. Tengo un miedo instintivo a aquellas
personas que actúan como si fueran primos hermanos de Dios
Todopoderoso. Su virtud me ciega. Su inexorabilidad nunca deja
de asombrarme. Su pasión por el orden los sitúa más allá de la
razón o la piedad. Tienen toda la rectitud de un gran inquisidor
y la habilidad de un jesuita en la casuística. Todos ellos son
dogmáticos y no dudan lo más mínimo en volver a escribir los
códigos en beneficio propio. Atraen lacayos, satélites, y
subordinados que alimentan su ambición e hinchan su virtud
consciente hasta convertirla en una leyenda de impecabilidad.
En resumen, odio sus tripas y tengo mucho más miedo de ellos
que de todos los villanos venales con que me encuentro en mi
trabajo. Y también me hacen temerme a mí mismo, porque me
provocan la ira, la pérdida del juicio y una salvaje reacción.
Y sin embargo, de aquello había surgido un tenue provecho.
Leporello estaba tentándome para conseguir una alianza,
primero con un mendrugo de información, cierta o falsa, acerca
de la Salamandra. Luego con una promesa de amistad y apoyo.
Una alianza indicaba una estrategia; una estrategia señalaba
hacia un objetivo. ¿Que objetivo? ¿Cual era la siguiente ambición
de un hombre que había sido designado para controlar ciudades
hormiguero con sus millones de volubles humanos? Incluso si
aún no la había definido por sí mismo, había otros dispuestos a
hacerlo por él. ¡Hey! Era demasiado tarde y demasiado pronto
para que Dante Alighieri Matucci leyese el futuro. Puse en
marcha el coche y conduje a través de los caminitos entre los
jardines para ir a beber cócteles con Lili Anders.

El apartamento había cambiado desde mi última visita. El


gran retrato ecuestre de Pantaleone había desaparecido de
encima de la repisa, y en su lugar había un brillante cuadro
surrealista de Spiro, un paisaje de flores con sonrientes rostros
humanos, y una procesión de instrumentos musicales, que
tocaban la música con la que danzaban. Los muebles habían sido
cambiados de sitio, y los adornos colocados de tal forma que
daban un aire de femineidad no diluida. La misma Lili había
cambiado, en cierta manera sutil que sólo podía definir mediante
detalles: llevaba el cabello peinado más suave, sus ropas eran
más modernas y extravagantes, su comportamiento más relajado
y confiado. Incluso la criada era un poquito menos brusca, si
bien aún seguía mostrándose suspicaz y nada acogedora. Cuando
comenté los cambios, Lili sonrió y se alzó de hombros.
—Ahora, vivo mi propia vida. No tanto como me gustaría,
pero, al menos, un poco más. ¿Qué quiere beber?
—Whisky, por favor.
—También usted ha cambiado.
—¿Cómo?
—Quizás es más humano. Menos profesional. ¿Cómo debo
llamarlo, coronel?
—Mi nombre es Dante Alighieri.
—Dante era un hombre muy sombrío. ¿Y usted?
—A veces. Esta noche, no.
—¿Qué hay de diferente en esta noche?
—Tenemos trabajo que hacer; pero, a pesar de eso, me
gustaría que disfrutásemos.
—Eso no es muy posible, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—Porque, Dante Alighieri, usted me posee. Me dirige como
a un títere. No tengo elección acerca de lo que puedo disfrutar,
o cómo... Su bebida, mi amo.
—A su salud, Lili.
—¿Dónde vamos a cenar?
—Estamos invitados a una exhibición, y después a un cóctel
con champán. Fosco va a mostrar sus joyas.
—Eso podría ser interesante. ¿Le gustan las joyas, Dante?
—Sí... me gustan... a pesar de que no puedo permitírmelas.
—¿Le gustaría ver las mías?
—Si usted lo desea.
—Se las mostraré cuando regresemos. Supongo que volverá
a traerme aquí, después de la cena.
—Está usted mostrándose muy dura conmigo, Lili.
—No. Quiero que sepa que comprendo nuestra relación.
Prometí un buen servicio, a cambio de dinero y protección.
—No soy un proxeneta, Lili.
—Entonces, ¿qué es lo que es usted?
—¿Me creería, si se lo digo?
—Quizá.
—Es muy simple. Soy un estúpido autoindulgente, al que le
gustan las mujeres hermosas.
—Ahora, cuénteme lo demás.
—Estoy cansado, y quiero reír un poco. Estoy asombrado,
y quiero dejar de pensar. Estoy atemorizado, y realmente no
quiero preguntar el porqué.
—¿Atemorizado usted?
—Sí. Ésta es la Era de los asesinos, Lili... la Era de los
fanáticos y los destructores. Quieren un nuevo mundo.
Derribarán veinte siglos de civilización para lograrlo. Lo que no
ven es que, cuando estén sentados sobre las ruinas, la vieja
banda tendrá que regresar, los tecnócratas para construir las
fábricas, los financieros para crear una nueva ilusión de dinero,
la Policía para amedrentar a la gente hasta que esté en orden, e
incluso los cazarratas ciudadanos como yo. Es una locura, Lili,
y estoy en el centro de ella. Y usted también. No hay huida para
ninguno de nosotros, pero pensé que, quizá por una hora, habría
una zona de tranquilidad en el ojo del huracán. Fui un estúpido.
Olvídelo. No soy ningún sádico. ¡Así que, por Cristo, no se sienta
insultada! Ahora, por favor, ¿puede darme otro trago?
Tomó el vaso sin decir una palabra, lo volvió a llenar y me
lo trajo. Entonces, colocó una fría mano sobre mi mejilla y dijo,
con mucha calma:
—Incluso si sólo es verdad la mitad de todo ello, lo creo. Y
no me siento insultada.
—No estaba seguro de creérmelo yo mismo; pero deseaba
sentirme menos como un alcahuete y más, mucho más, como un
hombre que podía enfrentarse sin vergüenza con la luz del sol.
Tomé su mano, me la llevé a los labios y la besé suavemente.
—Ahora, comencemos de nuevo con la escena. Entra Dante
Alighieri Matucci, que es recibido por Anders. Ésta lo saluda
formalmente, pero con una cierta amistad...
—Corrección. El saludo de ella es amistoso, aunque aún no
íntimo.
Se inclinó y me besó en la frente, y luego se apartó para
servirse otro trago. Veinte minutos más tarde entrábamos en
«Fosco» y nos unimos a la reunión dándonos la mano como
enamorados.
No se lo había dicho a Lili, pero tenía una pequeña
información acerca de Fosco, el joyero. Era, y aún sigue siendo,
un fenómeno: un joven homosexual de talento que había saltado
de aprendiz en los callejones de Florencia a establecerse, en
cinco años, como uno de los mejores joyeros de Roma. Apareció
en una ocasión en nuestros archivos como amigo de un
diplomático árabe; pero la asociación duró poco, y perdimos
interés en él. Somos muy tolerantes en cuestiones morales, pero
altamente sensibles a la política del Oriente Medio. A veces, dado
que sus exhibiciones atraían a un abigarrado grupo de gente con
nombre y título, y sin nombre, pero con dinero, yo plantaba a un
observador entre sus invitados o sus guardias de seguridad.
Pero, si bien esta práctica resultaba provechosa en grado menor,
el mismo Fosco siempre salía limpio: un buen artesano, con
maneras exquisitas y un egoísmo a prueba de bomba que le
permitía imponer su gusto y su lista de precios exorbitantes a un
amplio abanico de matronas romanas, esposas de diplomáticos,
estrellas de cine en alza y queridas de postín.
La presentación de su colección de primavera era un
acontecimiento de gala. Los mejores títulos de Roma llevaban a
cabo una lenta pavana alrededor de sus vitrinas. Las modelos
más caras se colocaban en puntos estratégicos de la galería. Un
maitre presidía el buffet. Un ejército de hermosos y jóvenes
camareros distribuía champán y canapés; e inclusos los guardias
de seguridad lograban parecer industriales milaneses. Era un
sofisticado ballet social, y Fosco lo dirigía con considerable
encanto y sólo una vaga nota de desprecio hacia los ejecutantes.
Llegamos mediado el primer movimiento. Los que cenaban
pronto y que llegaban, eran vistos, tomaban un cóctel o dos y se
marchaban. Los serios, los amigos del amo, llegarían más tarde,
se quedarían largo rato ante el buffet y se irían hacia
medianoche. Fosco nos recibió con vaga cortesía y nos indicó
con un gesto que nos uniéramos a la concurrencia. Nos hicimos
con un par de copas de champán y de catálogos y comenzamos
nuestro circuito de las vitrinas. Quedaba claro inmediatamente
un hecho: Fosco había tenido un gran éxito. La mitad de los
artículos estaban ya adquiridos, algunos marcados «Vendido»,
otros «Reservado», dados ya en opción, por anticipado, a las
grandes casas: «Bulgari», «Cartier», «Buccellati», «Tiffany». Y
no es que no se lo mereciese. Era un maestro en cada estilo: el
barroco, el antiguo, el vanguardista. Sus diseños eran originales,
su realización soberbia. Las piedras más pobres parecían como
gemas de primeras aguas. Las mejores estaban dispuestas cual
sagradas reliquias, y vivían bajo las artísticas luces.
Tampoco se mostraba muy modesto respecto a sus joyas.
Había etiquetado cada vitrina como si fuera una pieza de museo,
describiendo la génesis del diseño, las particularidades de las
piedras y su montaje y, siempre que podía, el nombre y título de
la persona que la había encargado. Las familias de más rancio
abolengo resoplaban ante tal vulgaridad, pero Fosco demolio su
esnobismo de un solo golpe.
—Quiero que mis joyas sean tema de conversación. ¿Cómo
puede hablar una mujer de algo que no conoce? Explico mi
trabajo, y así enfatizo su valor. ¿Correcto o no? ¡Vean el
resultado! Jamás tengo existencias. Quedo a cero después de
cada exhibición...
Según parecía, después de ésta le saldría el dinero por las
orejas. Estábamos a medio recorrer la sala cuando Lili tiró de mi
manga y señaló el catálogo. La sección que indicaba venía
titulada «Una fantasía de bestias raras» y se refería a una
colección de mariposas, pájaros y animales enjoyados, para ser
usados como broches, pendientes, cierres, hebillas, colgantes y
simbólicos guardianes de la castidad femenina. Lili estaba
señalando el número 63, del que decía la descripción:
S ALAMANDRA . Broche con la forma de una bestia
heráldica. Esmeraldas en payé. Coronada con
brillantes y ornamentada con rubíes de Birmania.
Adaptada de un diseño caligráfico. Encargada por el
Cavaliere Bruno Manzini, de Bolonia.

La pieza en sí estaba a seis metros de distancia, depositada


sobre un lecho de terciopelo negro, en una pequeña vitrina
montada sobre un pilar de alabastro. No era una joya alegre,
pero el artesano había preservado el carácter y dibujo de la
caligrafía original, así que, cuando la comparé con la tarjeta, no
me quedó lugar a dudas de que los diseños eran idénticos.
Me llevé a Lili lejos de la vitrina, hacia la masa de gente que
se agolpaba alrededor del buffet. En el mismo instante entró el
Cavaliere Bruno Manzini en la galería, con la Principessa
Faubiani a su lado, y un pequeño séquito de amigos tras ellos.
Fosco los saludó efusivamente, llamó a sus lacayos chascando los
dedos para que les ofreciesen champán y catálogos, y luego los
siguió para mostrarles sus obras maestras.
Problema inmediato: cómo enfrentarme con Manzini antes
de que saliese de la galería. Aquí, lo tenía a mano. Una vez
saliese, quizá tuviese que perseguirlo por toda la península. Por
otra parte, con la Prensa y todos los chismosos de la ciudad
presentes en masa, no podía arriesgarme a dar pie a un
escándalo. Dejando a Lili ante el buffet, me abrí camino hasta la
entrada, donde un agradable joven estaba sustituyendo a Fosco
como anfitrión.
Le enseñé por un instante mi identificación.
—Carabinieri. ¿Quién está a cargo de sus guardias de
seguridad?
—Aquél de allí, junto a la escalera, el tipo alto de cabello
gris. ¿No habrá ningún problema?
—Ninguno. Pura rutina.
Atraje al tipo alto hacia las sombras, y también le mostré mi
carnet, pero asegurándome esta vez de que lo leía
cuidadosamente antes de darle instrucciones.
—Esto es muy importante. No podemos permitirnos un
error. Me llevará a la oficina privada de Fosco. Le daré una nota
para el Cavaliere Bruno Manzini. Lo escoltará hasta la oficina,
y luego nos dejará solos. Quédese junto a la puerta, y no deje
entrar a nadie mientras estamos hablando... ¿Comprendido?
—Comprendido. Espero que no haya ningún problema.
—No hay problema alguno. Me he fijado en su dispositivo
de seguridad. Es de primera clase.
Eso lo hizo feliz. Me llevó a la oficina de Fosco: una glorieta
de hadas color rojo pompeyano. Escribí una nota para Manzini
con el papel de la casa. El texto era respetuoso, pero críptico:

Lamento intrusión pero tengo un comunicado urgente y


oficial que darle. Por favor, acompañe al portador hasta la
oficina.
Matucci SID

Estuvo conmigo en tres minutos, tan frío y condescendiente


como siempre. No quería sentarse. Tenía invitados esperándolo.
Pidió que le indicase lo que quería y que acabásemos de una vez.
Sigo ocupándome del fallecido general Pantaleone.
—¿Y?
Poco antes de que muriese, recibió un manuscrito que era
un verdadero dossier de toda su vida pasada.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Junto al dossier estaba esta tarjeta. Fíjese en el diseño:
una salamandra coronada. Hemos averiguado que el diseño se
corresponde exactamente con la joya número sesenta y tres del
catálogo de Fosco. Confiamos en que podrá usted explicarnos
esta coincidencia.
—¿Y por qué iba a desear explicarla, coronel?
—Porque con ello se relaciona un asunto de seguridad
nacional.
—¿Eso es un hecho o una opinión?
—Un hecho.
—¿Y podría establecerlo como tal, a mi completa
satisfacción?
—Creo que sí.
—¿Hay alguna sugerencia de actividad criminal en este
caso?
—Por el momento, ninguna.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí, coronel?
—En este estadio, una conversación informal.
—¿Cuándo?
—Ahora, Cavaliere.
—Es imposible. Estoy ocupado, con amigos.
—Entonces, después. ¿Quizás en su hotel?
—Mi querido coronel, tengo setenta años. Hacia
medianoche, estoy casi moribundo. No lograría sacarme nada
que tuviera sentido. Digamos que a las nueve en el «Grand
Hotel», y haré todo lo que pueda por ayudarle. Ahora, ¿me
excusa?
—Algunas preguntas antes de que se vaya, Cavaliere.
—¿Sí?
—Qué es lo que significa la salamandra?
—Supervivencia. Era mi nombre en clave durante la guerra.
El resto, es demasiado largo para contárselo ahora.
—¿Y la inscripción?
—También ésa es una larga historia.
—Entonces, cuénteme el principio, por favor.
—El principio y el fin, coronel. Pantaleone era mi
hermanastro. Sólo que a él lo concibieron en la cama correcta.
Lo miré con la boca abierta, como un idiota. Sonrió ante mi
asombro, e hizo un pequeño gesto de excusa.
—¡Por favor! No estoy tratando de hacer teatro, sólo quiero
mostrarle que necesitamos tiempo para ser francos el uno con el
otro. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Ahora, coronel, ¿querría contestarme una pregunta a mí?
—Si puedo, sí.
—¿Quién mató a Pantaleone?
—El certificado de defunción afirma que murió porque se
le detuvo el corazón.
—Pero eso es lo que nos mata a todos, coronel.
—Exactamente.
—¿No hay ningún otro comentario?
—Ninguno. Hasta mañana, Cavaliere.
—Mis cumplidos, coronel. Buenas noches.
¿Por qué no lo retuve? ¿Por qué no lo atosigué con
preguntas mientras le había hecho perder el equilibrio? Ya les he
dicho antes que aquel hombre era muy especial, el mejor de su
género. ¿Perdido el equilibrio? Ni por un instante. Yo era el
novato inseguro, que tanteaba buscando un asidero en una
montaña pelada. Además, y permítanme que lo deje bien claro,
esto es Italia, en donde las leyes se remontan a Justiniano, la
mitad de las cuales no han sido desempolvadas en siglos, y las
reglas del juego están escritas en la arena. Tres personas del
séquito de Manzini podían inmovilizarme durante un mes,
alzando un teléfono. Veinte nombres de los que había en la
reunión de Fosco podían enviarme para siempre al limbo de los
retirados. Y, si alguna vez han tratado de cobrar una deuda o de
conseguir salir airosos en una reclamación contra la República,
entonces sabrán de lo que estoy hablando. En China ahogaban
a sus enemigos en un foso lleno de plumas. Aquí en Italia los
ahogamos con el silencio y los enterramos bajo un túmulo de
carta bollata.
Aún eran sólo las diez treinta. Rescaté a Lili de la multitud
del buffet y la llevé a cenar a un lugar que conocía en el
Trastevere, donde la comida era honestamente toscana, el vino
era honorable y los camareros se sentían orgullosos de servirle
a uno, y había un gran fuego para el invierno y un emparrado
para las noches de verano. También había música: un tipo
gimoteante y delgado, con una guitarra, que se acercaba a la
mesa de uno, cuando uno ya estaba dispuesto a recibirlo, para
arrancarle el alma del cuerpo con las viejas canciones del sur.
Allí me conocían, pero no por mi trabajo, sino sólo porque sentía
gran afecto por el cocinero, y a veces bebía lo bastante como para
cantar y tocar una canción o dos mientras el tipo triste tomaba
su cena.
Tenía amigos allí: Castiglione, que era un gran cerrajero
hasta que le atacó la artritis; Monsignore Arnolfo Ardizzone, de
la Secretaría de Estado del Vaticano, un clérigo, inteligente y
discreto, que había renunciado al matrimonio para servir a Dios,
y adoptado la botella como la única amante aceptable para la
Madre Iglesia; Giuffredi, el poeta, que escribía sátiras en
romanesco, que ya nadie leía; y Maddalena, que vendía rosas del
día anterior a quinientas liras cada una y de la que se decía que
tenía toda una manzana de apartamentos en la Tuscolana.
¿Verdad o mentira? Jamás me preocupé por averiguarlo. Aquél
era el único lugar en el que me sentía yo mismo... fuera quien
fuese. Y aceptaba a todo el mundo como lo que representaban
ser. No utilizaba a nadie. Cumplía las reglas y era bien recibido
en la casa. ¡Y ya basta! Todo el mundo necesita una madriguera.
Aquélla era la mía.
Traté de explicarle todo esto a Lili, mientras caminábamos
los cien últimos metros a través de callejuelas en las que colgaba
la colada hasta llegar a una pequeña plazuela guardada por una
polvorienta virgen en una hornacina. Quería explicarle, lo que en
mi trabajo es una debilidad general. Ella parecía feliz,
manteniéndose muy junta a mí, mientras pasábamos sobre
sucios regueros de basura vertida, y mientras los gatos del barrio
se agazapaban entre las sombras. A veces, cuando alguna rara
luz le daba en el rostro, parecía una jovencita. Cuando se
persignó frente a la hornacina de la virgen, parecía una
campesina, cansada tras un largo día en los campos. Pueden no
creerme, no me importa. Ahora no estaba persiguiendo a nadie.
Simplemente, estaba contento por no estar solo.
Cuando estuvimos sentados a la mesa, con pan y vino y una
vela recién encendida, Lili se inclinó hacia mí, y colocó sus
manos sobre las mías.
—Ahora tienes otro aspecto, Dante Alighieri.
—¿Cómo es eso?
—En «Fosco» estabas tenso, avizor, como un zorro. Ahora,
estás tranquilo, liberado. Saludas a la gente como si fueran seres
humanos. Y también ellos están contentos de verte.
—Esto es el Trastevere, amor mío. Al otro lado del río.
¿Sabes cómo se llaman a sí mismas estas gentes? Noialtri:
nosotros. Rehúsan pertenecer a otra cosa que no sea ellos
mismos.
—Me gusta eso. Pues ahora, también nosotros somos
noialtri. Por favor, ¿puedes servir vino?
—Quizá me emborrache y cante.
—Cantaré contigo.
—¿Y quién nos conducirá al otro lado del río?
—Quizá jamás volvamos... Nunca más.
Era un alegre pensamiento y lo embellecíamos con toda
clase de fantasías mientras tomábamos la zuppa y la pasta y la
griglia y los dolci. Lo adornamos con la música del gimoteante,
que se sentó en el taburete contiguo al de Lili y tocó las
curiosidades de su repertorio: La canción de las lavanderas de
Vomero, Amigo, no te fíes de la solterona, La canción del
momento de desnudarse y El cuento del lascivo vendedor de
zuecos.
Llegó la medianoche y aún estábamos cantando. A la una
y media de la madrugada estábamos un tanto borrachos y los
camareros habían comenzado a desaparecer, así que nos fuimos
a la plazuela, le dimos las buenas noches a la virgen solitaria, y
caminamos hacia el aparcamiento cercano al río.
Lili dijo somnolienta:
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Quiero irme a la cama contigo, pero no quiero ir a casa.
—¿Por qué no?
—Porque mi casa es el ayer. Quiero olvidarlo.
—¿Y mañana?
—Mañana comenzará cuando salga el sol, y este lugar será
feo y maloliente y estará lleno de gentes tristes temerosas las
unas de las otras, y tú volverás a ser muy astuto y precavido.
—Pues vayamos a lo largo de la periférica. Conozco un
sitio...
—Donde tú quieras, caro mio. Lo que quieras.
—Antes tengo que hacer una llamada telefónica.
—¿Para que?
—Dejé tu número al oficial de guardia. Tengo que darle el
nuevo.
—¿No hay forma de escapar?
—Hemos escapado esta noche.
—Lo hemos hecho. Pero aún tienes que telefonear...
—Por favor, Lili.
—Por favor, bésame...
En caso de que estén esperando, como yo esperaba una feliz
narración de amor y libertinaje, ¡olvídenlo! Mi noche de libertad
terminó con aquel beso. Llamé al cuartel general desde la cabina
telefónica de la esquina. Eran las dos y diez. El oficial de guardia
me dijo que el agente Calvi no había hecho su llamada horaria.
¿Qué era lo que quería que hiciese al respecto? Ordené que
saliesen dos coches de nuestro escuadrón móvil, uno para
recoger a Stefanelli, el otro para que se encontrase conmigo en
la oficina del abogado. Detuve un taxi que pasaba, metí a Lili en
él, y la envié a casa. Luego, subí a mi propio coche y conduje
como un loco a través de la ciudad dormida.

La oficina del Avvocato Sergio Bandinelli estaba en el


quinto piso de un gran edificio moderno de la Via Sicilia, sólo a
doscientos metros del bullicio de la Via Veneto. Cuando llegué,
ya había un coche del escuadrón móvil aparcado frente a la
entrada. El segundo, que traía a Steffi y su pequeño maletín
negro, dobló, chirriando, la esquina unos instantes más tarde.
Antes de entrar en el edificio, di unas consignas muy claras
a los jefes de las escuadras: aquél era un asunto de alta
seguridad; ni Policía, ni Prensa, ni mirones curiosos; dos
hombres junto a los coches, uno de guardia con el portero, tres
que nos acompañasen a Steffi y a mí al quinto piso. Después,
llamamos al timbre.
El portero, con ojos somnolientos y gruñendo, abrió la
puerta e inmediatamente lanzó una retahíla de preguntas. Le
pusimos nuestros carnets bajo las narices, lo dejamos aún
murmurando y tomamos el ascensor hasta el quinto piso. La
oficina de Bandinelli estaba a oscuras, con la puerta cerrada,
pero sin que hubiesen echado la llave. Yo fui el primero en
entrar, encendiendo las luces.
La escena era curiosamente tranquila. El Avvocato
Bandinelli yacía tendido en un sofá de cuero. El agente
Giampiero Calvi estaba sentado en un sillón, tras el escritorio,
con la cabeza apoyada en los brazos. Encima del escritorio, junto
a él, había una novela de Moravia, una pistola cargada, dos
bocadillos de jamón, un huevo duro y un termo de café. El café
estaba caliente. Los dos hombres estaban fríos. El viejo Steffi
husmeó el aire, realizó un breve examen de los cadáveres y
pronunció su veredicto:
—Muertos. Gas cianhídrico. Pistola o bombona.
Examiné la caja fuerte. Los sellos estaban rotos, la puerta
abierta y los documentos de Pantaleone desaparecidos. La
tentación más inmediata era zambullirse en la acción:
procedimiento forense, interrogatorio de los testigos, todo lo
demás. Era una tentación difícil de resistir para cualquier
hombre con entrenamiento policial, pero en mi trabajo podría
ser fatal tratándose de un asunto tan delicado. Tomé el teléfono
y llamé al número privado del director. Me contestó con
sorprendente rapidez.
Le dije:
—Tenemos problemas. Faltan los documentos y tenemos
dos cestas de ropa sucia que hay que eliminar inmediatamente...
una de ellas es nuestra.
—¿Y?
—¡Informaré en persona, tan pronto como todo esté limpio!
—¿Cuándo será eso?
—Espero que antes del desayuno.
—Entonces, le espero a desayunar... Y cuanto antes mejor.
Steffi inclinó la cabeza, y cacareó, imitando perfectamente
a un viejo loro:
—¡Tan pronto como todo esté limpio! ¡Je! ¡Así que ahora
estamos en el departamento de los milagritos!
Los chicos del escuadrón móvil se agitaban nerviosos,
esperando que yo tomase algunas decisiones. El problema era
que cada decisión llevaba inherentes unas consecuencias
altamente explosivas. Si hacía una gran escena, con
procedimientos policiales e interrogatorios, la Prensa caería
sobre nosotros como avispas sobre un tarro de miel. En cuanto
averiguasen que los papeles de Pantaleone tenían que ver con el
caso, comenzarían inmediatamente a hacer preguntas acerca de
la muerte y del apresurado entierro del general. Por otra parte,
si no podíamos interrogar libremente, nos hallaríamos ante un
grave obstáculo en la reconstrucción de los acontecimientos de
la noche y, por consiguiente, en nuestra búsqueda de los
documentos de Pantaleone. Además, había dos cadáveres que
tenían que ser eliminados de una forma convincente, ya que no
legal. Steffi tenía razón, como siempre. Sin comerlo ni beberlo,
nos encontrábamos en la sección de los milagritos. Así que era
hora de comenzar con el ritual.
El primer problema era sacar los dos cadáveres del edificio
sin ruido ni comentarios. Envié a Steffi abajo, a interrogar al
portero en su propio cubículo, quitándolo de la vista de la
entrada. La cháchara de Steffi podía hipnotizar a un gallo de
pelea. Yo contaba con que el portero estaría tan alelado que no
vería a una manada de elefantes que pasase a dos metros de su
nariz.
A continuación, vaciamos los bolsillos de Bandinelli y de
Calvi. Los chicos del escuadrón móvil llevaron los cadáveres al
ascensor, los bajaron a la planta y los sacaron a los coches, que
esperaban, como si fueran un par de borrachos. Un coche llevó
los restos de Bandinelli al departamento de accidentados del
Policlínico; el otro depositó a Calvi en el Hospital de las
Hermanas Azules. En cada caso la historia era la misma: el
escuadrón móvil había encontrado a un hombre en el suelo de
un callejón, aparentemente inconsciente. Lo estaban llevando al
hospital mientras efectuaban investigaciones acerca de su
identidad. ¿Muerto a la llegada? ¡Dios mío! ¡Entonces dennos un
recibo y guárdenlo en el depósito, mientras complementamos la
investigación!
¿Suena un tanto infantil? Entonces, déjeme explicarle que
si su abuela, con todos sus documentos en el bolso, cae enferma
en el Corso y es llevada a un hospital público por algún buen
samaritano callejero, quizá le cueste a usted toda una semana
encontrarla. No somos demasiado buenos en cuestiones
administrativas, eso, en el mejor de los casos; pero nuestro
servicio de salud pública es un lío indescriptible. A menos que
uno vaya a una clínica cara, puede encontrarse con que su
análisis de sangre pertenece realmente a una bailarina de ballet
y que el de orina fue suministrado por un tipo que atrapó la
gonorrea en Fregene. Así que, según las reglas del juego, dos
cuerpos sin identificar permanecerían sin ser reclamados hasta
que estuviésemos dispuestos a hacernos cargo de ellos.
Mientras Stefanelli estaba interrogando al portero, yo me
bebí el café de Calvi, me comí uno de sus bocadillos de jamón y
examiné las notas de su agenda.

20.00 h. Se marchan los empleados de


Bandinelli.
20.30 h. Completado el índice de los
documentos de Pantaleone.
Cerrada y sellada la caja fuerte
en presencia de Bandinelli.
Firm ado recibo por los
papeles y las llaves. Bandinelli
se marcha.
21.00 h. Telefoneado a oficial de
guardia.
21.25 h. Llegan mujeres limpieza.
21.55 h. Se van mujeres limpieza.
22.00 h. Telefoneado a oficial de
guardia.
23.00 h. Telefoneado a oficial de
guardia.
23.36 h. Realizada comprobación final
del quinto piso.
24.00 h. T elefon eado a oficial d e
guardia.
00.37 h. Telefonea Bandinelli. Deseaba
p asa r p o r o ficin a p ara
conferencia nocturna con dos
clientes. Dijo era asunto de
rutina. No me molestaría,
pues usaría oficina adjunta
para conferencia. Dado que
mis instrucciones hablaban
sólo de custodia caja y
contenido, no tenía autoridad
impedirle acceso su propia
oficina. Estuve de acuerdo.
01.00 h. Telefoneado a oficial de
guardia. Le pedí anotase
petición Bandinelli y mi
decisión.

Las notas cesaban en este punto. Llamé al oficial de


guardia. Me confirmó las anotaciones de su propio registro. Lo
que me dejó ante una pregunta vital: ¿había ido Bandinelli a la
oficina obligado, ó como cómplice que había sido liquidado al
finalizar su utilidad? Aún estaba preguntándomelo cuando
regresó Steffi, irritado y descontento.
El portero no sabía nada, y no había visto a nadie.
Trabajaba estrictamente según su contrato, que decía que tenía
que permanecer despierto y en su puesto hasta medianoche o
hasta que se fueran las mujeres de la limpieza, si es que era más
tarde. Después, se podía ir a la cama. Todos los inquilinos tenían
llaves de la puerta de la calle. Tenían libre acceso a sus oficinas
a cualquier hora. A las otras personas se les rehusaba la entrada,
fuera de las horas de oficina, a menos que fueran las mujeres de
la limpieza o personas encargadas de alguna reparación.
—Así que, de hecho, cualquiera que tenga una llave de la
puerta podría meter todo un ejército en el edificio, después de
medianoche, sin que nadie se enterase.
—Así son las cosas, coronel.
—¿Dónde estaba Bandinelli cuando telefoneó a las doce y
treinta y siete?
—Hay una forma de averiguarlo, coronel. Llamar a su casa.
Levanté de nuevo el teléfono y llamé a la villa de Bandinelli,
en la Cassia. El teléfono sonó largo tiempo, y luego una voz de
hombre muy arisca contestó:
—¡«Villa Bandinelli»! ¿Quién habla?
—Carabinieri. Queremos hablar con el abogado.
—No está aquí.
—Entonces, con su esposa.
—La signora está en Nápoles.
—¿Quién es usted?
—De Muro, el mayordomo.
—¿Dónde puedo encontrar al abogado?
—¡A esta hora, sólo Dios lo sabe!
—¿A qué hora salió?
—No ha estado en casa desde la mañana. Telefoneó esta
tarde para decir que no vendría a casa a cenar.
—¿No tiene idea de dónde pueda estar?
—Ni la más mínima.
—Gracias. Buenas noches.
No respondió al saludo. Colgó violentamente. Steffi sonrió.
—¿No ha habido suerte?
—No. Su esposa está de viaje. No fue a casa a cenar.
—Lo que te ayuda en tu cuentecillo del cadáver no
identificado.
—Pero no me dice quién lo asesinó y se llevó los
documentos.
—¿Acaso importa, coronel?
—¡Por Dios, Steffi! ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Creo que una muy buena, coronel. Escucha. Esto es un
trabajo profesional, limpio, tranquilo, tan simple como el
respirar. ¿A quién buscar, a los liquidadores, o a la gente que los
pagó? Esto no es un trabajo policial, amigo; es análisis de
inteligencia, un ejercicio de razón pura. Empieza en el fondo, y
aún estarás chapoteando en las cloacas dentro de seis meses.
Empieza por arriba y te evitarás la mayor parte del trabajo, y
aumentarás las probabilidades... ¡Créeme!
—Te creo, Steffi. Pero en las próximas tres horas tengo que
enfrentarme con el director. ¿Qué le ofrezco?
—¡Un sacrificio humano! —Steffi me dedicó una sonrisa
patibularia—. Así que, ¿por qué no me sirves un poco de café,
coronel, y discutimos los candidatos?

El apartamento del director era el último piso de un palacio


del siglo XVI justo al lado de la Via della Scrofa. Las rentas del
resto del palacio —viviendas de lujo y tiendas de moda— lo
mantendrían en un status principesco durante toda la vida. Sus
pinturas, esculturas y objetos artísticos ya valían una fortuna. Su
biblioteca era una pequeña tesorería de ediciones raras, estudios
especializados y poesía exótica en diversos idiomas. El mismo
director era exótico, resplandeciente en un batín de brocado, y
atendido por un enjuto siciliano que era al mismo tiempo
mayordomo y guardaespaldas. A las seis de la mañana,
somnoliento, sin afeitar y muy inseguro de mí mismo, no estaba
en muy buen estado para apreciar la munificencia de la escena.
El director me ofreció una fría bienvenida y un desayuno
inglés: té, tostadas, huevos revueltos y mermelada. Le pedí café
y pastas. Me concedió el favor con una sonrisa y luego procedió
a señalar unos cuantos puntos.
—Sabía usted que los papeles de Pantaleone eran muy
importantes, coronel. ¿Por qué no entró inmediatamente en
posesión de ellos?
—Necesitaba una orden judicial. Para conseguirla, hubiera
tenido que presentarme ante un juez y atestiguar contra
Bandinelli. Creí que no era muy adecuado.
—Así que entonces hizo un arreglo que tuvo como resultado
la muerte del agente Calvi y del mismo Bandinelli, ¿no?
—Sí.
—¿Alguna excusa?
—Ninguna excusa. Una explicación. Estaba tratando de
atemorizar a Bandinelli para que hiciera nuevas revelaciones.
Creí que el riesgo de seguridad era mínimo. Tal como han
resultado las cosas, ha quedado demostrado que estaba
equivocado.
—¿Quién más conoce los hechos, en este momento?
—Sólo el SID. Esta mañana ya habíamos sacado los
cadáveres y limpiado el lugar. Tenemos la situación controlada
durante, al menos, unos cuantos días.
—Pero no sabemos quién tiene los papeles de Pantaleone.
—No.
—Entonces, imaginémoslo, coronel. ¿Un grupo local o
extranjero?
—Creo que local.
—¿De derecha o de izquierda?
—De derecha.
—¿Por qué?
—La izquierda tiene una buena cantidad de suciedades que
aún no ha publicado. La derecha tiene un buen montón de
suciedades que desea enterrar... pienso que la noche pasada
actuó un grupo de enterradores.
—No me convence, coronel.
—No estoy tratando de convencerle, señor. Estoy
contándole lo que creo. Si está usted pensando en Pájaro
Carpintero y su red, olvídelo. Hice que lo atrapasen a las cuatro
de la madrugada. Estuve trabajándolo yo mismo durante casi
dos horas, antes de venir a verle. Ya sabe cuál es su trabajo; el
asesinato no forma parte del mismo. Además, ha estado bajo
vigilancia constante y no tiene ni los recursos ni los contactos
necesarios para montar un trabajo como éste en medio día.
Ahora, veamos la otra cara de la moneda. Bandinelli era de
derecha. Servía a Pantaleone. Podría haberse vendido a un
sucesor...
—¿Y que lo matasen como pago?
—Así es.
—Dígame quién es ese posible sucesor.
—El general Marcantonio Leporello.
Por primera vez, el director quedó estremecido y lo mostró.
Dejó caer su taza de té y se quedó un largo rato mirándome con
ojos desorbitados y hostiles. Luego dijo en voz baja:
—Supongo que debe usted tener pruebas para demostrar
eso, coronel.
—Algunas. Me entrevisté con el general ayer, en el «Hotel
Hassler».
—¿Que usted hizo qué?
—Me entrevisté con Leporello.
—¿A pesar de mis órdenes de que no debía emprender
acción alguna acerca de ello?
—Sí, señor.
—¿Y qué es lo que le dijo usted?
—Que estaba siendo vigilado por una red extranjera que lo
consideraba como un candidato político de la derecha.
—¿Qué más?
—El lugar en que se encontraban los papeles de Pantaleone.
—¡Oh...!
—Y el hecho de que estaba obrando contra las órdenes que
se me habían dado directamente.
—¿Y cuál fue su reacción ante eso?
—Prometió que mantendría en secreto la entrevista... y me
ofreció un puesto en su plana personal.
—Siento tentaciones de dejarlo en libertad inmediatamente,
para que ocupe ese puesto, Matucci.
—Es privilegio suyo, señor... Y, aun desde el punto de vista
del Servicio, no sería mala idea.
—Está usted tratando de pactar conmigo, Matucci. No me
gusta eso.
—Y usted me está amenazando, señor. Tampoco me gusta
eso.
—Usted desobedece órdenes, y eso, en estas circunstancias,
es peligroso.
—Fue un riesgo. Lo corrí. Creo que obtuve beneficios.
—Obtuvo usted un sospechoso conveniente, y nada más.
—Algo más.
—¿Qué?
—He identificado a Salamandra.
Esto lo dejó alelado. Detuvo un trozo de tostada con
mantequilla a mitad de distancia entre el plato y sus delgados
labios. Luego, se lo metió en la boca y lo masticó
pensativamente. Al fin, dijo:
—¿Y piensa usted decirme quién es?
—Sí, señor. Si aún sigo en el Servicio, a las nueve de esta
mañana tendré una entrevista con él. Es el Cavaliere Bruno
Manzini. Me ha dicho, y espero confirmarlo en nuestros
archivos, que es el hermano bastardo del general Pantaleone.
—Primero Leporello, ahora Manzini. Leporello es su
superior militar. Manzini es uno de los financieros más
poderosos de Italia. Vuela usted muy alto, amigo mío.
—Y ahora, usted puede derribarme si lo desea.
—Quizá no tenga necesidad de ello. Quien mató a Calvi,
podría matarlo a usted.
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué pasaría si lo dejo seguir?
—Quiero mano libre y tener acceso al dossier de Leporello.
—¿Puedo fiarme de usted, Matucci?
—Puede, pero será mejor que no lo haga.
—¿Se fía usted de mí?
—Sí, con reservas.
—¿Qué reservas?
—Usted es el director. Sé lo que le han ordenado que haga.
Lo que no sé es cómo interpreta sus órdenes, y hacia qué fines
secretos dirige las actividades del SID.
—¿Tiene usted algún derecho a saberlo?
—Legalmente, supongo que no. Soy un oficial en activo,
hago lo que se me ordena... ¡y basta! ¿Personalmente? Ésa es
otra cuestión. Si me hubiera hecho esta misma pregunta hace
una semana, le hubiera dado una respuesta agradable y
complaciente: ¡bendígame, Padre, lléveme por el camino de la
salvación y cuídese de mi derecho a una pensión de jubilación!
Esta mañana, las cosas son diferentes. Tengo una edad mediana,
estoy cansado y no me he podido afeitar, y he perdido a un buen
chico porque no pensé correctamente. Así que no quiero seguir
siendo manipulado. Quiero saber a dónde se me dirige, y por
qué... Y si no le gusta, presentaré la renuncia a mi destino con
usted y volveré a trabajar en una oficina o en la calle, con la
Policía.
El director bebió lo que le quedaba de té y se secó los labios
con una servilleta. Echó hacia atrás su silla, caminó hasta la
ventana y se quedó largo rato contemplando los apretujados
tejados de Roma, dorados, pardos y escarlata a la primera luz.
Cuando regresó, la luz le daba en la espalda y los contornos de su
rostro estaban en sombras. Comenzó a hablar, al principio
suavemente, luego con creciente pasión y elocuencia.
—Es usted un tipo presuntuoso, coronel. Y, sin embargo,
puedo perdonarle, porque yo también lo soy muy a menudo. Lo
soy por mi dinero y mi familia, y por mí mismo como producto
de todas las alianzas, buenas y malas, de nuestra historia. En
cierta manera, soy un hombre del pasado; pero, después de todo,
Italia es tanto un país del pasado como del presente.
Construimos nuestras casas sobre tumbas. Edificamos nuestra
prosperidad sobre ruinas y monumentos papales y con el genio
de nuestros antiguos muertos. Nuestras leyes son una confusión
idiota de las de Justiniano, el Código Canónico, las de Napoleón,
Mussolini y los padres fundadores de los Estados Unidos.
Nuestra nobleza es una mescolanza de antiguas familias con los
aventureros recién llegados, ennoblecidos por la Casa de Saboya.
En política somos marxistas, monárquicos, socialistas, liberales,
fascistas, democratacristianos... ¡Todos oportunistas! Tenemos
los mejores negociantes y los peores burócratas del mundo
entero. Somos una nación de anticlericales, y hemos sido
manipulados durante siglos por la Iglesia Católica. Gritamos
contra la democracia republicana federal... y no obstante cada
provincia es un continente separado. El país de cada hombre es
el pueblo miserable en que ha nacido... Ahora usted, mi querido
coronel, me pide que le diga qué es lo que busco y a qué fines
dirijo el Servicio de Información de la Defensa... Déjeme darle la
vuelta a la pregunta e interrogarle a usted acerca de hacia dónde
caminaría si estuviera en mis zapatos, como puede que ocurra
algún día si es lo bastante frío y astuto y comprende el precio que
debe pagarse... ¿No hay respuesta? Entonces, aquí está la mía.
Nuestros problemas no serán resueltos por una elección, una
coalición de partidos, por la victoria de un sistema sobre otro.
Somos hombres mediterráneos, coronel, somos, nos guste o no,
una mezcla de griegos y latinos y fenicios y árabes y celtíberos y
vikingos y visigodos y los hunos de Atila. Vivimos, como hemos
vivido desde hace siglos, en un precario equilibrio de intereses
tribales y familiares. Cuando el equilibrio se altera, aunque sea
muy poco, nos vemos hundidos en el desorden y la violencia
civil. Cuando la violencia se convierte en demasiado sangrienta
para todos, suplicamos un alto y pedimos ser liberados, ya sea
por la Iglesia, por un salvador personal o, lo que es más patético,
por políticos y burócratas que están tan ensangrentados y
confusos como todos los demás. Los griegos y los portugueses
han buscado dictadores. Los árabes han echado a las potencias
coloniales y las han remplazado con autócratas locales. Nosotros
los italianos hemos probado con un dictador y hecho un buen lío
con la democracia. Ahora, no sabemos lo que queremos. ¿Yo? Yo
no sé lo que quiere el pueblo. Ni siquiera soy capaz de juzgar lo
que toleraría. Así que manipulo la información y las situaciones
para mantener las cosas en equilibrio, durante tanto tiempo
como pueda. No quiero una dictadura. No quiero el marxismo.
Estoy seguro de que el tipo de democracia que tenemos es
demasiado inestable para durar. Pero, haya uno u otro, trato de
hacer que las cosas sean tan tolerables como me es posible. La
política es el arte de lo posible. La política mediterránea es el
arte de lo imposible, y yo comprendo esto mejor que la mayoría.
A usted le preocupa Leporello, pero no tiene pruebas en su
contra, y yo no voy a enfrentarlo con nosotros justo en un
momento en que quizá lo necesitemos. Está usted preocupado
acerca de su Salamandra, cual, lo confieso, en este momento a
mí no me dice nada. ¿Quiere una investigación libre? Se la daré,
pero comprenda una cosa, Matucci: cuando yo muevo, sea cual
sea mi jugada, soy el rey del tablero y usted sólo un peón.
Acéptelo o déjelo.
Le di la respuesta sin un segundo de titubeo.
—Lo acepto. Y le daré a usted un informe honesto. Si no me
gusta lo que usted hace, se lo discutiré cara a cara. Si no estamos
de acuerdo, lucharé contra usted, pero lo haré abiertamente.
—Es una promesa muy atrevida, Matucci. No podría
mantenerla. Si alguna vez lucha conmigo, tendrá que mentir
como una puta y hacer trampas como un tahúr, sólo para salvar
el pellejo... Por cierto, no puede ir a visitar a Manzini con ese
aspecto. Mi mayordomo le llevará al cuarto de los huéspedes, y
le dará una máquina de afeitar y una camisa limpia.

A las ocho de la mañana de aquel mismo día de primavera,


con una hora que matar antes de mi entrevista con Manzini, me
reuní con el viejo Stefanelli mientras bajaba silbando las
Escaleras Españolas. El sol era muy brillante, el aire
transparente; cada uno de los escalones estaba repleto de
muchachas. Yo había estado despierto toda la noche, pero me
sentí milagrosamente vigorizado y pude ver cómo la savia subía
incluso por el marchito tronco de Stefanelli.
Aquello era lo mejor de Roma: el olor a polvo y a mujeres
y a pan tierno y violetas frescas; la cháchara de los chismorreos
mientras iban camino del mercado, los bocinazos de los taxis, el
solemne desfile de los turistas, pálidos por las nieblas de
Dinamarca y la Alemania del norte. La masa de cúpulas,
campanarios y tejados rojizos, coronados con tendederos y
antenas de televisión. Aquello era la fuente de la juventud que
insuflaba fantasías en un hombre, le llenaba de pájaros la cabeza
y ponía alas en sus encallecidos pies.
Al pie de la escalinata nos detuvimos para que Steffi
pudiera comprarse un clavel para su solapa. Luego, nos
dirigimos hacia el salón de té «Babington», donde Steffi había
prometido invitar a Solimbene a té y pastas inglesas. Solimbene
era una persona pedante, pero agradable, que gustaba de las
pequeñas excentricidades: chaquetas de seda, corbatas estilo fin
de siglo, reloj de bolsillo con cadena de oro e impertinentes
sujetos por una cinta de seda. También sentía una gran pasión
por las pelirrojas y las costumbres inglesas, aunque jamás en su
vida había viajado más allá de París.
Lo encontramos entronizado en un rincón del salón de té,
aferrando la mano de una camarera rubia y declamando su
pasión por ella en un alemán execrable. La dejó ir, a disgusto, y
lanzó el chorro de su elocuencia hacia Steffi:
—¡Mi querido colega! ¡Mi hermano de armas y arte! ¡Tengo
revelaciones para ti, mi Steffi! Revelaciones, misterios y
escándalos. ¡No te rías! Tu trabajo es horrible... sangre, polvo,
excrementos, y ropas arrancadas a los difuntos. ¿Yo? Yo vivo
entre cuentos de hadas: grifos rampantes y unicornios yacentes,
leones, osos y delfines danzarines, y mágicas espadas en brazos
sin cuerpo... pero, cuando necesitas un pequeño dato, ¿a quién
acudes? ¡A mí! ¡A Solimbene, el heraldista...! Sí, mi amor, mi
palomita, té, pastas y mermelada inglesa. El café es una bebida
de locos. Produce dispepsia y seca los riñones... Ahora, amigos
míos, comencemos con esto —colocó la tarjeta de la salamandra
y la pinchó con su tenedor de postre—. Que no es heráldica en lo
más mínimo, sino caligrafía, un arte de monje. Incluso la corona
está corrompida. Sin embargo, v a pesar de todo, mutatis
mutandis, estaba dispuesto a aceptar un origen heráldico.
¿Resultado? Me encontré cazando salamandras por todas las
casas nobiliarias de Europa. ¡Locura! ¡Locura total! Finalmente,
reduje el número de posibilidades a cuatro. ¡De nuevo locura!
—Extendió una serie de brillantes fotografías sobre la mesa, y fue
comentándolas—. Esas dos familias están extintas. El único
superviviente de ésta es un monje de la cartuja de Florencia. Lo
que nos deja, mis queridos amigos, con sólo esta última
fotografía. La encontré archivada en el apartado Curiosa et
Exotica. Aquí está su salamandra en el primero y cuarto cuartel;
los otros dos están ocupados por leones rampantes. Como
pueden ver, está bellamente ejecutado. Sólo hay un problema: no
es un escudo de armas, es una concepción artística. No pertenece
a familia alguna conocida.
Stefanelli alzó los hombros y extendió las manos en un
gesto muy levantino.
—De acuerdo, es bello y no significa nada. ¿Para qué nos lo
enseñas?
—Oh, sí que significa algo, mi querido colega. Significa
mucho: fraude, falsificación y escándalos tan jugosos como un
buen bistec. ¿Qué edad tienes, Steffi?
—Eso no te importa.
—Vamos, no seas irascible. Te estoy haciendo un favor.
—Nada de favores. Estás siendo muy bien pagado... siempre
que el coronel, aquí presente, autorice el pago. Ahora, aclárate
de una vez y muéstranos lo que contiene el bocadillo.
La camarera volvió con té y pastas, y Solimbene la
entretuvo de nuevo con cumplidos y piropos. Luego, cuando se
hubo marchado, comenzó de nuevo su comedia con un libro de
notas, sus gafas y un nuevo floreo de retórica.
—En el año del Señor mil novecientos diez, cuando reinaba
gloriosamente Pío Décimo, y tú, mi querido Steffi, aún no eras
más que un niño, vivía, a menos de un tiro de piedra de aquí,
una muy amable dama pública, que se llamaba a sí misma la
condesa Salamandra. Solamente recibía a los nobles y a los ricos,
entre los que había un cierto cantante de ópera que, al salir de su
casa a primera hora de una mañana, fue muerto de un disparo,
probablemente por algún rival celoso. Como es natural, hubo un
escándalo. La dama, ayudada por algunos de sus clientes, huyó
del país y se fue a vivir a Niza. Las investigaciones policiales
revelaron que la condesa Salamandra no era condesa, sino una
joven dama escocesa llamada Anne Mackenzie que, habiendo
caído en desgracia en una cama noble, decidió enriquecerse por
los mismos medios... ¿Qué le parece esto como preludio,
coronel? ¿Autorizará ahora el pago? ¿O está ya cansado?
—¡Adelante! ¡Vamos ya, hombre!
—Este escudo de armas era utilizado por la condesa
Salamandra. Había hecho que se lo dibujaran por motivos
profesionales.
—¿Es eso todo?
—¿Todo? —Solimbene estaba molesto—. Mi querido
coronel, cuando hago un trabajo, lo hago muy bien. He recorrido
toda esta ciudad en su servicio. He perforado como un topo por
los archivos del Registro Central. He pasado horas de mi vida
con marchitas y viejas viudas con título, lo que ha hecho casi,
pero no del todo, que desapareciese mi concupiscencia. La
señorita Arme Mackenzie estuvo en otro tiempo al servicio del
conde Massimo Pantaleone, como nurse y gobernanta de sus
hijas. El viejo conde la preñó, y abandonó su servicio. En agosto
de 1900 casó con un tal Luca Salamandra, descrito en el
certificado de matrimonio como artista de circo, el cual, dos días
después del matrimonio, se cayó de la cuerda floja y se partió el
cuello. El niño, que nació una semana después de su muerte, fue
bautizado con el nombre de Massimo Salamandra en la iglesia
de los capuchinos de la Via delle Zoccolette. Y como prueba de
todo esto he traído certificados de boda, de nacimiento y fe de
bautismo, todo ello fechado en 1900. En octubre del mismo año
una dama que se hacía llamar condesa Salamandra se instaló en
el Palazzo Cherubini, justo al otro lado de esa calle de ahí, y
comenzó a preparar su entrada en la sociedad romana. Es
razonable suponer, y esto viene apoyado por las habladurías de
mis vejestorios, que financió su aventura con la generosa
compensación pagada por el viejo conde Pantaleone.
—¿Y qué le pasó al chico?
—Su madre se lo llevó con ella cuando huyó a Niza.
Después de esto, no hay noticias hasta 1923, cuando un joven
llamado Massimo Salamandra se presentó ante un tribunal de
Roma pidiendo cambiar su nombre por el de Bruno Manzini. El
tribunal aprobó la petición y el cambio fue inscrito en el Registro
Central de Roma... que es donde yo lo encontré ayer. Ahora,
caballeros, ¿me he ganado mi dinero?
No se lo dije, pero en aquel momento podría haberme
pedido el triple, sin que yo hubiera rechistado. Cuando uno está
jugando contra la banca, siempre es bueno tener un as extra en
la manga. Aunque, claro está, ni siquiera eso le ayuda a uno
cuando el resto de la baraja está marcado en contra.

El Cavaliere Bruno Manzini me recibió en una suite


suficientemente grande como para alojar a una División de
Infantería y que aún quedase sitio para la Intendencia. Su rostro
matutino era benigno. Sus maneras, impecables. Incluso se
mostró solícito por mi salud.
—Parece un tanto cansado esta mañana, coronel. ¿Se acostó
tarde anoche?
—Ha sido una noche larga, Cavaliere. Aún no me he ido a
la cama.
—¡Mi querido amigo! Si lo hubiera sabido, hubiéramos
quedado para más tarde.
—Muy amable por su parte, pero necesito,
desesperadamente, cualquier información que pueda darme.
—Entonces, ganemos tiempo. ¿Qué es lo que sabe ya?
—Que su madre fue una tal Arme Mackenzie, en otro
tiempo nurse de la familia Pantaleone. Que es usted resultado de
su relación con el viejo conde. Que fue usted bautizado con el
nombre de Massimo Salamandra en Roma, en 1900. Que su
madre, por motivos de trabajo, adoptó un título ficticio y un
escudo de armas que le hacía juego. La salamandra aparece en
ese escudo de armas. En 1923, usted cambió su nombre por el de
Bruno Manzini...
—¿Y cómo ha obtenido toda esta información?
—Un poco de suerte, algo de heráldica, y el Registro
Central.
—¿Qué más puede decirme usted?
—Eso depende, Cavaliere, de lo que usted esté dispuesto a
decirme a mí.
—Cualquier cosa que desee saber.
—¿Lo dice en serio?
—De lo contrario, no lo diría.
—Entonces, ¿por qué chantajeaba usted a su hermanastro?
—¿Chantajear? Mi querido Matucci, desde la guerra, me he
hecho más rico de lo que pueda desear. ¡Podría haber comprado
todo lo que él poseía y veinte veces más! ¡Con lo que le amenacé
fue con la deshonra pública! Si hubiera persistido en esa loca
política suya, lo hubiera perseguido sin piedad.
—En lugar de eso, lo mató.
—¿Cómo dice usted?
—Murió a causa de una sobredosis de drogas...
autoadministradas.
—Un hecho que no fue dado a conocer públicamente. ¿Por
qué?
—Hablando claro, Cavaliere, por miedo a un escándalo
político que hubiera podido dar lugar a desórdenes civiles.
—Ahora, yo podría provocar ese escándalo.
—¿Lo hará?
—No. Iría contra mis propósitos, que son los mismos que
los suyos: evitar la anarquía política y la violencia civil.
—Entonces, la siguiente pregunta. Si el documento que
usted envió a su hermano cayese en otras manos, ¿qué uso se
podría hacer de él?
—Ahora que está muerto, muy poco. O, un periódico podría
publicarlo y ganar una fortuna con las ediciones especiales, pero
políticamente, al menos eso es lo que creo, sería como un fuego
de artificio mojado. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque todos los papeles de Pantaleone fueron robados
anoche de las oficinas del Avvocato Sergio Bandinelli. este y uno
de nuestros agentes fueron asesinados.
—No ha habido noticia alguna de eso en la Prensa.
—Ni la habrá, a menos que usted decida comunicarla.
Me miró con claro asombro. Entonces, agitó la cabeza como
un hombre que se despierta de un sueño y se pregunta dónde
está. Pronunció sus palabras siguientes, lentamente, como si no
fueran demasiado adecuadas para expresar sus pensamientos.
—No creo... no puedo creer... que ningún hombre
inteligente... fuera tan tonto como para ponerse de esta manera
en manos de un extraño. Coronel, usted ha puesto una bomba
atómica en mis manos. Podría volar el país con ella... Dios mío,
¿es que no lo ve? Usted, un oficial en servicio activo, acaba de
admitir que se ha falsificado el certificado de un suicidio y... ¡se
han ocultado dos asesinatos! ¿Cómo sabe usted que no voy a
levantar este teléfono y llamar a los periódicos, algunos de los
cuales son míos, y lanzar la noticia a los cuatro rincones del
mundo?
—No lo sé, Cavaliere. Estoy corriendo un riesgo.
—En ese caso, es usted un loco.
—Sólo si usted levanta el teléfono. Si no lo hace, si pone a
mi disposición sus conocimientos, entonces seré el hombre más
cuerdo de toda Roma.
—Pero no tiene ninguna garantía, ¿verdad?
—En este mundo de perros, Cavaliere, no existen las
garantías, y usted lo sabe. La ley no es más que una delgada capa
sobre un nido de hormigas guerreras. Incluso la muerte es ahora
un gran negocio; un negocio internacional. ¿Quiere que maten
a alguien en Israel? Pues trae asesinos volando desde el Japón.
Si quiere una muerte en Venecia, telefonea a Londres o a Munich
y su asesino llega al día siguiente. ¿Que le apetece secuestrar un
avión de pasajeros? Muy simple. Firma el contrato en Nueva
York, embarca a su gente en Estocolmo, y hace que lleven el
maldito trasto a Libia, si eso es lo que le va bien... Tengo que
fiarme de alguien. Digamos que me fío de usted porque
desprecia el trabajo que yo hago, y no lo oculta... Ahora,
¿podemos proseguir?
—Naturalmente, usted comprobará mis respuestas.
—Como si fuera el mismísimo Gran Inquisidor.
—Eso está mejor. Por favor, comience.
—Cavaliere, ¿qué es lo que esperaría usted hallar en los
papeles de Pantaleone que mereciese eliminar dos vidas y el
riesgo de cometer el crimen?
Pensó en ello durante largo rato, antes de contestar:
—En los papeles familiares, muy poco. Habría los
certificados del título, papeles sobre transacciones de negocios,
el testamento, acuerdos, vieja correspondencia, de la cual quizás
una parte fuera escandalosa, pero que sólo le interesaría a un
historiador social. ¿En los papeles personales de mi
hermanastro...? Bueno, pensemos en él como un soldado
politizado, jugando a la conquista del poder. Reuniría dossiers
tanto sobre sus amigos como sus enemigos. Algunos de ellos
serían muy valiosos tanto para los mismos afectados como para
unos rivales políticos. Pero un asesinato... De alguna manera, no
acabo de creérmelo. Usted es un experto en dossiers. También
yo los uso en mis negocios. Pero en realidad, ¿qué importancia
tienen? Todo el mundo en Italia conoce algunas cosas sucias, o
muchas, acerca del vecino de al lado. Todos nosotros somos unos
chismosos y propagadores de rumores, y lo que no sabemos, lo
inventamos. Es una enfermedad social, que sólo resulta tolerable
porque es endémica; como la sífilis entre los cosacos. Nuestra
moral sexual es especial, nuestra ética social no existe. Tras los
fascistas y la guerra, la ocupación y la búsqueda de comercio en
todo el mundo, la reciente historia del Vaticano y todas las
trampas de nuestra política reciente, ¿quién es el que tiene las
manos limpias? Por mucho que escribiera mi hermanastro en
sus libros de notas, podría apostar sin miedo a que otras veinte
personas sabían aquello antes que él. No es que esté diciendo
que aquello no podía ser valioso... pero, ¿hasta llegar al asesinato
de un abogado y un agente gubernamental? No, no me lo acabo
de creer. Tiene que haber algo más.
—¿Por ejemplo...?
—Lo más probable es que se trate de unos planes. La táctica
y estrategia de un golpe de Estado. La organización política y
militar que debe estar dispuesta a tomar el poder en cuanto se le
dé aviso. La lista de los participantes, activos y pasivos. La
localización de las armas, la disposición de las fuerzas utilizables
que sientan simpatía por los conspiradores. Incluso el propio
Servicio de ustedes llegaría a asesinar por cosas como ésa.
—En este caso no lo hizo.
—Así que ahora, Matucci, hemos llegado al corazón del
asunto. Hemos de decidir si podemos o no fiarnos el uno del
otro. ¿Quién hace el siguiente movimiento?
—¡Es su turno, Cavaliere!
—Antes de que usted llegase, su director me telefoneó.
¿Conocen esa extraña sensación de desdoblamiento que se
produce en los momentos de shock? Uno se encuentra,
repentinamente, fuera de sí mismo, mirando el comportamiento
de un cuerpo que ya no le pertenece. Yo la tuve entonces. Me vi
a mí mismo cayendo en la trampa que se había abierto bajo mis
confiados pies. Al momento, pasó la alucinación y estuve de
vuelta en mi propia piel, estremeciéndome bajo la ironía de la
situación. Manzini me contempló, grave y serio. Prosiguió:
—Está usted irritado. Tiene derecho a estarlo. Conozco muy
bien a su director. A veces, es demasiado astuto para su propio
bien, y siempre tan vano como Lucifer. Quería mostrarme lo
astuto que era y, me parece, también darle a usted una buena
lección por alguna cosa que no le ha gustado mucho.
—Al menos, eso es cierto. ¿Y ahora qué, Cavaliere?
—Ahora, le voy a dar una información que su director aún
no posee. A las ocho de ayer, por la tarde, firmé, en nombre de
una de mis compañías, un contrato de suministro al Gobierno.
El contrato se refiere al suministro urgente de grandes
cantidades de equipo de control de manifestaciones. Las
especificaciones del mismo fueron preparadas por el general
Marcantonio Leporello, y el equipo será utilizado por unidades
bajo su mando... He sacado ciertas conclusiones de esta
situación. Quizá le interese oírlas.
—Por favor...
—Si yo fuera un neofascista o un viejo fascista, si estuviera
buscando un nuevo líder, estaría muy dispuesto a negociar con
Marcantonio Leporello.
—Quizá ya se haya llegado a un acuerdo.
—No, coronel. Leporello estaba esperando el contrato que
le dará potencia de fuego y capacidad negociadora. Además,
estaba esperando algo más.
—¿El qué?
—No quería comprometerse hasta tener los papeles de
Pantaleone en sus propias manos.
—¿Y ahora los tiene?
—Así lo creo.
—Me parece, Cavaliere, que es usted algo más que un
hombre de negocios.
—Soy una salamandra, coronel... Un superviviente perenne.
¿Y usted?
—Un servidor del Estado. Excepto que no estoy muy seguro
de lo que es hoy en día el Estado... y me aterroriza lo que puede
ser mañana.
—Eso nos convierte en aliados.
—En una guerra bien difícil.
—¿Eso le asusta?
—Sí, Cavaliere, me asusta.
—Entonces, déjeme que le ofrezca una pequeña seguridad.
Le escribiré un nombre y una dirección. Si va allí oirá parte de la
verdad acerca de mí. Si esto le satisface, vendrá a verme a
Bolonia. Si no, de todos modos habrá sacado provecho.
Tomó una tarjeta personal de su cartera, escribió un
nombre y dirección en el dorso, y me la entregó. El nombre era
Raquel Rabin; la dirección, una calle cerca del «Teatro de
Marcellus». No me dio explicación alguna. Yo tampoco se la
pedí. Nos estrechamos las manos, me llevó hasta la puerta y la
mantuvo abierta para que pasase.
—Una última cosa, coronel.
—¿Sí?
—Un consejo de un viejo soldado. Camine siempre cerca de
la pared, y duerma con un ojo abierto... Espero que nos
volvamos a ver pronto.
—También yo lo espero, Cavaliere. Buenos días.
Cuando salí a la calle, eran exactamente las diez en punto.
Las campanas de Santa Susana estaban dando la hora. El tráfico
constituía una dramática nota discordante. La vasta indiferencia
de la ciudad era como una bofetada. De repente, me sentí
terriblemente cansado, tambaleándome. Subí a mi coche y
conduje, en una peligrosa semisomnolencia, hasta Parioli.
Golpeé la puerta de Lili y casi me derrumbé en sus brazos
cuando la abrió ella misma. No me hizo preguntas, sino que me
llevó de la mano hasta el dormitorio y me ayudó a desnudarme.
No sé lo que dije o traté de decir; pero me hizo callar como a un
niño, me tapó y dejó que me hundiese en el sueño.
Aquel sueño fue un viaje a un mundo inferior, tan profundo
que no pude ni esperar escapar a las pesadillas que me acosaban.
Era perseguido por cazadores sin rostro, acosado a través de
túneles oscuros, aparecía desnudó en un desierto, bajo los ojos
de cien acusadores; era enterrado en un cementerio por
cadáveres, me colgaban de los pulgares en mi propia sala de
interrogatorio, mientras un verdugo enmascarado mantenía una
redoma de veneno bajo mi nariz. Gemí mientras la aplastaba
entre sus dedos gigantes, y me desperté, sudando y tembloroso,
con las sábanas enrolladas a mi alrededor, como un sudario.
El hedor de mi propio cuerpo me molestaba. Era el olor del
miedo, que había reprimido durante demasiado tiempo, y que
ahora agriaba las secreciones corporales, dejadas atrás como las
defecaciones de un animal, para que las siguiesen las bestias de
presa. Ahora, estaba marcado: por el director, como un
intransigente; por Leporello, como un hombre que debía ser
comprado o seducido; por Manzini, como un colaborador, útil
un instante, eliminable en un abrir y cerrar de ojos. Estaba en
peligro, porque sabía demasiado. Estaba expuesto, porque podía
hacer bien poco. Era un estúpido chivo atado para atraer el
tigre... y si el tigre no venía, el cazador subido al árbol podía
matarme cuando lo desease.
También Lili estaba en peligro; si no a causa de mi gente,
a causa de la suya propia. Había capturado a Pájaro Carpintero.
Su red estaba desmantelada. Lili estaba comprometida. En el
código de nuestra profesión, estaba señalada para ser liquidada.
Si los asesinos no la cazaban, el director ordenaría su detención,
aunque sólo fuera para darme una lección. Miré mi reloj. Las
tres. Aún era la hora de la siesta. Alcé el teléfono de la mesita de
noche y llamé a casa de Stefanelli.
—¿Steffi? Aquí Matucci.
—Por Dios! ¿Es que nunca duermes?
—Steffi, se está desplomando el techo. ¿Tienes una
habitación vacía?
—¿Para ti?
—No. Para almacenar un paquete muy delicado.
—Cómo de delicado?
—Tiene que ser mantenido lejos de la luz y el calor, hasta
que se consiga otro lugar de almacenamiento.
—Porca miseria! Pasé toda la noche contigo. Desayuné
contigo. ¡He tenido dos horas de mal sueño, y aún llevo puesto
el pijama!
—¡Steffi... el paquete puede estallar, y volarme la cabeza!
—¡Hey, hey, hey...! ¿Dónde lo he de recoger?
—Te lo llevaré. Vuelve a dormir.
—Muchas gracias por nada, querido amigo.
Acababa de colgar el teléfono, cuando entró Lili, solícita y
con el ceño fruncido.
—Pensé que estabas hablando en sueños. Antes estuviste
gritando y gruñendo.
—Tuve malos sueños, Lili.
—Tú mismo pareces un mal sueño. ¿Qué pasó después de
que me dejaste anoche?
—No preguntes. Limítate a escuchar.
—Pero...
—Lili, el asunto está al rojo para ti. Quiero intentar sacarte
de este país, y llevarte a Suiza. Para eso necesito tiempo y
planearlo. Por consiguiente, te voy a llevar a un lugar seguro. Te
quedarás allí hasta que esté dispuesto a trasladarte. ¿Sí o no?
Sentí la repentina tensión de sus manos, vi la sospecha en
sus ojos.
—¿Y si digo que no...?
—No hay otra opción. O te mata tu gente, o te encarcela la
mía.
—No me lo creo. Anoche...
—Anoche fue hace un millón de años. Mientras tú y yo
estábamos cantando La canción de desnudarse, estaban
matando a dos personas: una de ellas de los míos, la otra el
abogado de Pantaleone. No aparece en los periódicos porque
llevamos a cabo un acto de magia. Arresté a Pájaro Carpintero
a las cuatro de esta madrugada. La red está desmantelada. Tú
estás comprometida. No puedo protegerte más que unos pocos
días y, al hacerlo, corro un riesgo.
—¿Por qué?
—Sólo para probarme a mí mismo que no soy un proxeneta.
¿Te sirve esto? Tienes quince minutos, que es el tiempo que voy
a emplear en darme una ducha y vestirme. Después de eso, tú te
las arreglarás.
—¡Por favor! Abrázame, estoy asustada.
—Quiero que estés asustada, Lili. Quiero que hagas
exactamente lo que te digo y que, por Cristo, no intentes pensar
por ti misma. ¿Comprendido?
—Sí.
—Comienza ya. Prepárate un maletín pequeño, de fin de
semana. Toma tus joyas, tus talonarios de cheques, todo el
dinero que tengas en casa.
En aquel momento, campanilleó el timbre: cuatro notas
musicales, ominosas en el silencio. Coloqué un dedo sobre los
labios de Lili y susurré:
—¿La criada?
—Ha salido. Es su día libre.
Salté de la cama, ridículo en mi desnudez, y me arrastré
fuera del dormitorio, a través del salón, hasta llegar al recibidor.
Una carta había sido tirada por la ranura del correo y se
encontraba a unos treinta centímetros de la puerta. Empecé a
inclinarme para recogerla, pero repentinamente me eché hacia
atrás. Era la hora de la siesta. Ningún cartero que se respetase
estaría en las calles a aquella hora sagrada. Regresé al
dormitorio.
—Lili, ¿tienes una espumadera en la cocina, o algo
parecido?
—Creo que sí, ¿por qué?
—Ve a buscarla, por favor.
Mientras estaba rebuscando por la cocina, me vestí. Luego,
incongruentemente armado con un cuchillo de hoja ancha,
regresé al vestíbulo, alcé la carta metiendo el cuchillo bajo ella y
la llevé cuidadosamente a la mesa de café situada en el centro del
salón. La dirección estaba mecanografiada. El sello era italiano.
Pero no había sido franqueado por ninguna oficina postal. La
dejé allí, volví al dormitorio, grité a Lili que acabase de hacer la
maleta, y telefoneé a un amigo mío de la sección de seguridad de
Correos y Telégrafos. Me dio la alegre noticia de que una carta
bomba normal contenía bastante explosivo como para matar a
la persona que la abría y mutilar a cualquiera que se hallase en
una habitación de tamaño normal. Me prometió enviarme a un
experto en menos de treinta minutos. Le dije que no podía
esperar tanto. Me sugirió llamar a la Policía y colocar un hombre
de guardia hasta que llegase el experto.
Apresuré a Lili para que acabase. Cerramos el apartamento
y luego, evitando los ascensores, bajamos los cuatro pisos por la
escalera, hasta el vestíbulo. El portero estaba sentado tras su
mostrador, con la nariz hundida en el Corriere dello Sport. La
calle estaba ocupada, a ambos lados, por vehículos aparcados. Mi
propio coche estaba bellamente atascado entre un «Mercedes»
y un «Fiat 600».
Dejé a Lili en la portería y salí. La calle estaba desierta,
exceptuando a una mujer que paseaba a un perro, un viejo
barrendero que empujaba laboriosamente un gran cubo de
basura sobre ruedas y la vendedora de flores adormilada en su
tenderete de la esquina. Miré los edificios del otro lado de la
calle. Todas las ventanas estaban cerradas, y algunas incluso con
las contraventanas. No había lugar para un tirador oculto.
Regresé al edificio y marqué Pronto Soccorso, el servicio de
emergencia policial de los Carabinieri.
Cinco minutos más tarde un coche patrullero llegó a la
entrada de los apartamentos y los dos hombres de su tripulación
salieron a la carrera. El brigadiere era frío y eficiente. Llamaría
al pelotón de artificieros para que se ocupasen de la carta y
comprobasen mi coche por si había alguna trampa explosiva.
Mientras tanto, ¿querría hacerle una declaración? Mi carnet le
convenció de que eso podía esperar. Necesitaba su coche y su
conductor para que nos llevase a la señora y a mí al «Hotel
Excelsior».
Senz’altro...! Salimos a toda velocidad y nos dejó enfrente
del hotel. Pasamos cinco minutos mirando las vitrinas de
«Rizzoli», y entonces tomamos un taxi hasta el «Teatro de
Marcellus», caminando a través del laberinto de callejones hasta
la casa de Steffi.
Steffi nos recibió con su característico floreo. Se atareó con
Lili, la cubrió de cumplidos, insistió en ayudarla él mismo a
instalarse en el cuarto, y luego bajo a la carrera a darme una
buena paliza con su cortante lengua.
—¡Matucci, estás loco! ¡Ese paquete de ahí arriba es
peligroso! Cuando el director se entere de esto... y lo hará, más
pronto o más tarde, te cocinará, aullando, como una langosta.
¡Buen Dios! Es un caso perfecto para encerrarte durante veinte
años: Coronel del SID se vende a una agente polaca. Yo mismo
podría escribir la sentencia, con los ojos cerrados. Y todo ese
otro melodrama... cartas-bomba y llamar a los Carabinieri para
que comprueben tu coche. ¡Espera a que comiencen a llenar
impresos!
—Steffi, ¿tienes whisky?
—Para ti, cicuta con soda.
—Pues sírveme uno doble, y calla.
—¡Calla, dice! La próxima vez me vendrás a pedir que te
deje dormir con una mujer en mi propia casa.
—Quizá lo haga, Steffi.
— ¡Oh, no, no lo harás! Ésta es una buena casa judía. Si
alguien va a profanarla, no será un estúpido gentil como tú. Aquí
tienes tu trago.
—Chin-chin, Steffi.
—¡Espero que te corroa la garganta...! Ahora, ¿podemos ser
serios por un minuto?
—Yo estoy serio, Steffi. Estoy sudando sangre.
—¡Excelente! Sangra un poco más para mí.
—Dime, ¿quién es Raquel Rabin?
—¿Quieres repetir la pregunta, coronel?
—¿Quién es Raquel Rabin?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Tengo una tarjeta de presentación para ella. Me gustarla
saber algo más, antes de ir a verla.
Por un momento, se quedó mirándome, con rostro
inexpresivo y hostil. Luego, se dejó caer pesadamente sobre un
sillón, rodeó con sus manos el vaso y se quedó mirando el licor,
un viejo maltratado por el tiempo y la historia.
—...volvieron quince de Auschwitz, coronel. Raquel Rabin
era la única mujer. En el ghetto, cuando uno pronuncia su
nombre, lo hace con respeto... con gran respeto. No tenía por
qué haber ido allá; tenía poderosos protectores. Pero cuando
llegaron los camiones allí estaba ella, de pie en medio de la
piazza, esperando como una hija de David. Era una artista,
Matucci, tenía una voz de ángel, una de las más grandes de su
tiempo. Cuando la veas, dirás que es más vieja que yo, pero sólo
tiene sesenta y seis años. Le pasó todo lo que nunca debería
pasarle a una mujer, pero aun sigue cuerda y tan espléndida
como la estrella vespertina... Te mostraras muy amable con ella.
Lo que te diga, lo creerás a pies juntillas. Y no la mezclarás en
este maloliente trabajo nuestro. ¡No la mezclarás, entiéndelo
bien!
—Tranquilo, Steffi... ¡Tranquilo!
—Te llevaré a ella, porque quiero que te muestres
respetuoso y humilde, porque es una gran mujer. Te he hecho un
favor, coronel. Tu mujer... porque es tu mujer, ¿no?, está bajo mi
techo, a mi riesgo. Ahora, dime una cosa, ¿quién te dio esa
tarjeta de presentación?
—Bruno Manzini.
—¿Por qué?
—Me dijo que si Raquel Rabin hablaba bien de él, quizás
estuviese dispuesto a confiar en él. Necesito eso, Steffi. En una
ocasión, me advertiste que me colocarían en el estrado de
subastas. Ahora estoy en él, Steffi. Mañana o pasado alguien va
a iniciar las pujas. Serán altas y tentadoras. No estoy seguro de
poder resistirlas... Un amigo con experiencia podría ayudarme.
Uno fuerte, darme valor. Se me está acabando, Steffi, porque ya
no sé en qué creer. Ni siquiera sé quién soy.
Se le iluminó el rostro al oír esto, como si acabase de darle
la mejor noticia del mundo. Inclinó su cabeza en su vieja pose de
loro, y me contempló con refunfuñante aprobación.
— ¡Vaya! Se está escribiendo la historia. El risorgimento de
Dante Alighieri Matucci. ¿Así que no sabes dónde estás? ¿Y
quién lo sabe? Pero, tan seguro como que respiras, será mejor
que veas lo que te están haciendo.
—Lo veo, pero no lo comprendo.
—Porque rehúsas llegar a un acuerdo contigo mismo. No
quieres decidir lo que eres: si un patriota o un mercenario.
—¡Duras palabras para pronunciarlas un amigo!
—Palabras verdaderas, porque soy tu amigo.
—He visto demasiados bribones llevando demasiadas
etiquetas brillantes, Steffi.
—Entonces, te haré una pregunta simple. Hoy podrías
haber sido asesinado, mañana el riesgo será aun mayor. ¿Por
qué no corres? Cuando pones en juego tu vida, ¿por qué te la
estás jugando... o contra qué?
—Quizá por un sueño, Steffi... no lo sé. Quizá contra una
locura que huelo cada día en las calles. De alguna manera esta
tierra es el centro de ella. Las parras que verdean en las terrazas,
las blancas colinas y los matorrales pardos y el río están
contaminados por su neblina. ¡Mi tierra! No viviré en ella por
privilegio y permiso. ¿El pueblo? Eso es otra cosa. Odio las
multitudes que me empujan, los estúpidos funcionarios que me
dan la lata desde el amanecer hasta que anochece; pero cuando
veo a una mujer llena a reventar, como una uva, de amor;
cuando soy servido por un campesino que me dice «Salve!» y me
ofrece vino, pan y sal, como si fuera su hermano... ésas son las
cosas buenas, Steffi, que están pintadas en las paredes de las
tumbas etruscas, y son celebradas en las canciones de los
pescadores... ¡Ah!, éste es mi hogar y no quiero que sea
pisoteado por botas militares o profanado por multitudes sin
mente... Ahora, dejémoslo correr, ¿eh?
—Yo puedo dejarlo, amigo. Tú no. Tú eres el hombre que
conoce la parte oculta de la política, los engranajes de la
máquina del poder. Tú tienes que decidir cómo usarás ese
conocimiento.
—No me pagan para usarlo... sólo para adquirirlo.
—Lo adquieres, pero también lo filtras. Suprimes, enfatizas,
interpretas. ¿Con qué fin?
—Por Dios, ¿qué es lo que todos queremos? Una vida
tranquila, alguna dignidad en nuestro vivir y en nuestro morir.
—¡No es bastante! ¡Ni mucho menos! Escucha...
—¡Cállese, viejo! —le gritó Lili desde la puerta, fría e
irritada—. Deje que encuentre sus propias respuestas, a su
debido tiempo.
—No tiene tiempo. —Steffi era brusco y brutal—. Se lo robó
a sí mismo cuando se lo entregó a usted.
—Estoy aquí para devolvérselo. Por favor, ¿me puedo
sentar?
Steffi indicó el sillón y ella se sentó entre nosotros. Colocó
las palmas planas sobre la mesa, como para mantenerse erguida
y dominarse. Permaneció en silencio unos minutos, acopiando
fuerzas, y luego nos dijo:
—Son ustedes amigos. Yo soy una extraña. Acepto estar
aquí porque tengo miedo. No quiero que me asesinen. No quiero
pasar el resto de mi vida en una prisión romana. Pero no soy una
pordiosera. Puedo pagar lo que me dan.
—No se te ha pedido que pagues.
—No, pero lo haré. —Se volvió hacia mí y colocó sus manos
sobre las mías—. Vas a irritarte mucho conmigo, Dante Alighieri.
—¿Sí?
—Hay algo que no te he dicho. Te lo podría haber dicho
anoche... si las cosas hubieran sido diferentes. Aunque quizá...
no lo hubiera hecho. Entonces, estábamos aún pactando. Esta
mañana tenías mi vida en tus manos. No trataste de conseguir
nada a cambio. Ni tampoco tu amigo.
—¿Y...?
—Massimo Pantaleone no dejó todos sus documentos en el
Banco.
—¿Dónde está el resto?
—En la villa de Ponza.
—¿Qué son, Lili?
—Microfilms y mapas.
—Cuánto tiempo llevan allí?
—Los llevó en nuestra última visita a la villa... una semana
antes de que muriese.
—Pero; ¿no se lo dijiste ni a Pájaro Carpintero ni a
ninguno de los tuyos.
—No.
—¿Por qué no?
—No tenía ningún control sobre lo que pudiera hacer
Pájaro Carpintero. Si robaba aquellas cosas, yo estaba acabada.
Sólo Massimo y yo podíamos saber el lugar en que estaban
ocultas.
—¿Podrías describírmelo?
—No. Tendría que llevarte allí.
—Eso significa nuevas disposiciones. Tendrás que esperar
aquí, mientras las tomamos. Steffi, tú y yo tenemos que hacer
una visita. No salgas de casa, Lili. Si llama alguien, no contestes.
Volveremos en una hora, más o menos.
—Quizá yo no vuelva jamás —dijo gimoteante Steffi—. Tal
vez me ahogue en el Tíber. No quiero estar con vida cuando
trates de explicarle esta locura al director.

No se ahogó. Se retiró con gran deliberación, hacia su


propio pasado, y me obligó a ir con él, como si fuera un rito de
iniciación que tuviera que pasar antes de conocer a Raquel
Rabin. Mientras paseábamos —no me dejaba apresurar el paso—
por los callejones del viejo ghetto, conjuró fantasmas en cada
portal: el viejo Marco, el ebanista, que le daba a un trozo de pino
la forma de un horrible bribón y firmaba con su nombre en la
parte inferior; Ruggiero, el farmacéutico, que una vez le hizo
partícipe de sus secretos: una mano momificada y líquidos que
cambiaban de color cuando uno los mezclaba; Blasio, el armero,
que le mostró pistolas que habían matado a cinco hombres en
duelos en el campo del honor.
Mientras hablaba, su narrativa se hacía más viva, sus gestos
más amplios y vehementes. Apartó todas las trazas del presente
y me colocó, con firmeza, en la ciudad de su propia niñez. Por
ejemplo, allí estaba Salomone, al que toda la gente del barrio
llamaba Salomone Vecchione. Era tan viejo que parecía hermano
gemelo de Matusalén, tan empequeñecido que parecía que, en
un año más, iba a desaparecer por completo. Llevaba un largo
caftán negro que se volvía verde cuando le daba el sol, un gorrito
negro colocado sobre su pelado cráneo, y una cadena de plata
con un colgante en forma de estrella de David sobre su hundido
y jadeante pecho. Empujaba una carretilla con la que vendía
viejos pergaminos y libros con lomos cubiertos de moho y tubos
de metal con pergaminos en su interior y tabletas de barro que
parecía como si las hubieran pisado pájaros antes de que fueran
metidas en el horno.
La gente del mercado le tenía miedo a Salomone y lo
trataba con el exagerado respeto debido a un mago o a un brujo.
Cuando pasaba, hacían el signo contra el mal de ojo y
murmuraban, temerosamente, acerca del fuego que consumiría
a todos los judíos y paganos. Pero para el joven Stefanelli era
como un genio surgido de una botella, con una maravilla en cada
bolsillo. No todos los fantasmas de Steffi eran amistosos.
Algunos eran tristes traidores, algunos eran enemigos de
pesadilla. Por ejemplo Luca, el jorobado, que estaba sentado en
su taburete junto al barbero y permitía que le tocasen la giba a
cambio de una moneda. Luca era un soplón de la Policía que
espiaba a la gente del ghetto a cuenta de los fascistas. Balbo era
un policía rufián que recibía tributo de todos los tenderos de su
distrito, y Fra Patrizio era un franciscano de cráneo afeitado que
en cada sermón maldecía a los pérfidos judíos que cada día
sacrificaban al Salvador...
—A veces —dijo tristemente Steffi—, me gustaría olvidarlos
a todos. Pero Dios es un bromista que guarda en sus manos la
llave de la memoria... Aquí estamos, coronel. Te presentaré a
Raquel Rabin y luego me marcharé. Irás directamente al grano
con ella y no estarás mucho tiempo. Es muy fragil.
Desde luego era muy frágil, de cabello blanco, pálida como
la leche, casi transparente, tanto que le hacía pensar a uno que
el siguiente scirocco podía arrastrarla por los aires. Sólo había
vida en sus ojos oscuros y brillantes, y extrañamente
compasivos. Estaba sentada, erguida y tranquila, escuchando en
silencio mientras yo le decía quién era y por qué había ido allí.
Cuando hube terminado, pareció caer en meditación como una
antigua pitonisa que aguardase al espíritu de la adivinación para
que la animase. Me sentí extrañamente disminuido; un neófito
ignorante en presencia de una mujer que lo había visto y sufrido
todo. Incluso cuando habló, y se mostró muy amable conmigo,
había un matiz hierático en su tono que aún me disminuía más.
—¿Sabe usted por qué Bruno le ha enviado a mí?
—No, señora.
—Fuimos amantes durante mucho tiempo. No unos
amantes que fueran felices siempre, porque yo era muy famosa
y cortejada y a Bruno lo perseguía su propio pasado: una madre
que fue en otro tiempo una célebre cortesana, y un padre que le
dio mucho dinero, pero que jamás estuvo dispuesto a
reconocerlo. Pero el amor existía. Y aún sigue existiendo.
—A pesar de que a usted se la llevaron y él se quedó aquí.
—Nos habíamos separado mucho antes. Fui por mi propia
voluntad. Él se quedó para luchar contra aquellos que se me
habían llevado. Sigue luchando.
—¿Cómo?
—Es un hombre extraño. Cree que hay que perdonar. Pero
no cree que haya que olvidar.
—¿Hay alguna diferencia?
—Él cree que sí.
—¿Y usted?
—Yo acepto las cosas tal cual son: que estoy viva y otros
están muertos; eso no puedo cambiarlo; y que la gente debe
olvidar porque no puede soportar el recordar.
—¿Puedo fiarme de Bruno Mazini?
—Puede fiarse en lo que es.
—¿Y qué es lo que es, señora?
—Un hombre que se ha edificado a sí mismo, célula por
célula, de la nada... Es muy fuerte, muy fiel. Cumple lo que
promete, por mucho que le cueste. Cada año, en el aniversario
del Sábado Negro, me envía una tarjeta. En el cajón de la
derecha del escritorio hallará una carpeta. Por favor, tráigamela.
La carpeta era de cuero repujado trabajado por un artesano
florentino. En la cubierta, grabada en oro,estaba la estrella de
David. Se la entregué. La abrió sobre sus rodillas, sacó las
tarjetas y me las entrego. Las tarjetas eran idénticas a las que
había hallado en el dormitorio de Pantaleone. Sólo eran
diferentes las inscripciones.

H ANS H ELMUT Z IEGLER


São Paulo — 3 de enero de 1968
E MANUELE S ALATRI
Londres — 18 de agosto de 1971

F RANZISKUS L OEFFLER
Oberalp, Austria

—¿Qué es lo que significa esto, señora?


—Son los nombres de los hombres relacionados, cada uno
a su manera, con lo que nos pasó a mí y a los otros en 1943.
Hasta el momento, tengo quince. Han de llegar nueve más.
Bruno Manzini los ha ido persiguiendo. Ha sido un trabajo de
años porque estaban dispersos por todo el mundo. Cuando los
halló, le envió a cada hombre una tarjeta y un dossier de su
pasado.
—¿Qué significan esas fechas?
—Los días en que murieron.
—Quién los mató?
—Se mataron ellos mismos.
—No hay fecha en éste.
—Sigue aún con vida...
—¿Cuál es la diferencia?
—Bruno me dijo que éste era el mejor regalo de todos: un
hombre que había hallado una forma en que vivir
honorablemente consigo mismo. Me sentí muy contenta al saber
esto.
—¿Es usted feliz con Bruno Manzini, un hombre que juega
a ser Dios?
—Él no lo ve así.
—Entonces, ¿cómo lo ve?
—Dice que a cada hombre debe permitírsele juzgarse a sí
mismo, pero que no se le debe dejar que entierre las pruebas.
—¿Y usted, señora?
—Yo estoy de acuerdo con él, coronel. Fui testigo de
Nuremberg... A favor y en contra de los que eran acusados.
Ahora, no odio a nadie. No temo a nada. Pero el terror ha vuelto:
en Vietnam, en Brasil, en África, aquí en Europa. ¿No es ésa la
causa por la que usted ha venido a mí... porque usted también
tiene miedo?
—Sí, señora. Tengo mucho miedo.
—Pues confíe en mi Bruno, pero no ciegamente, porque de
esa manera no tendría ningún respeto por usted. Discuta con él,
luche con él, de amigo a amigo. Quizá no le convenza; tal vez,
incluso, acaben como adversarios, pero jamás, jamás, le
traicionará a usted...
—Gracias, señora.
—Gracias a usted por haber venido. Que la paz llene su casa
y su corazón.
Quedé agradecido por la bendición, pero salí a la luz del sol
muy pensativo. Una nueva convicción estaba cristalizándose del
negro fluido de mis propios pensamientos. No había cura para
la condición humana, porque cada hombre contemplaba el
presente y planeaba el futuro a la luz de su propio pasado. No
existía esa cosa a la que llamamos un nuevo comienzo, porque
nadie perdonaba realmente, y nadie olvidaba del todo. Al final,
la memoria colectiva nos traicionaba. Los pecados de los padres
eran purgados por los hijos. Comprendía a Manzini y su fría
convicción de que a los tiranos no se les debía permitir medrar,
ni siquiera en el exilio. Comprendía al director y sus deseos de
lograr un equilibrio, por precario que fuera. Comprendía a
Leporello y su fantástica creencia de que era más barato el
orden, a cualquier precio, que el caos. A la única persona que no
comprendía era a mí mismo...
De regreso a casa de Stefanelli, me detuve en un bar e hice
una llamada telefónica a Manzini en el «Grand Hotel». Nuestra
conversación fue breve.
—Cavaliere, acabo de hablar con Raquel Rabin.
—¿Y...?
—Me alegro mucho de haberla conocido. Me gustaría verle
tan pronto como sea posible.
—Salgo para Bolonia dentro de media hora. Me alegrará
recibirlo allí, en cualquier momento. ¿Cuándo puedo esperar
verle?
—Como mucho, dentro de dos o tres días. Más pronto, si
me es posible.
—Bien. ¿Cuál es su propia situación?
—Difícil. Pero quizá mejore pronto. Al menos, lo espero.
—¡Entonces, buena suerte!
Su deseo debió de tener alguna fuerza, porque cuando
llamé al director, su ayudante me dijo que había sido convocado
urgentemente a una conferencia en el Ministerio. ¿Quería dar
algún mensaje? Ninguno que pudiera ser dicho con seguridad
por una línea abierta. Debía decirle al director que había nuevos
acontecimientos en mi investigación actual, y que estaría fuera
de contacto durante cuarenta y ocho horas. Sólo estaba
retrasando el mal momento, pero si podía llegar a Ponza y echar
mano al resto de los documentos de Pantaleone, quizás aún
podría escapar al verdugo.
Ahora me enfrentaba con un problema de espacio y tiempo.
La isla de Ponza, que no es mi lugar favorito en este mundo, se
halla a unos setenta y cinco kilómetros al suroeste de Gaeta. La
leyenda dice que Poncio Pilato nació allí. Los fascistas la
utilizaron como lugar de exilio para los prisioneros políticos.
Después de la guerra, dado que las islas eran escasas y se estaban
tornando más escasas en este siglo XX , la gente comenzó a
comprar tierras y a edificar villas en las laderas y alrededor de la
costa. La isla está comunicada por transbordadores que parten
de Anzio, Formia y Nápoles, pero cualquiera que sea el camino
que se elija, significa un viaje por carretera desde Roma y tres o
cuatro horas de navegación, lo que, con mal tiempo, es un
verdadero purgatorio. Yo deseaba a toda costa no utilizar los
transportes públicos, y acortar el tiempo de la operación hasta el
mínimo. Si el director decidía ordenar una búsqueda general de
mi persona, iba a resultar tan visible como un grano en la cara de
la Mona Lisa.
Además, había otra posibilidad más siniestra. Los papeles
robados de la oficina de Bandinelli estaban ya en manos de
personas desconocidas. En aquel momento, ya les debía de
resultar claro que la documentación era incompleta. Conclusión:
los cazadores debían de estar de nuevo tras la pista y, por pura
lógica, regresarían, más tarde o más temprano, a Lili Anders y a
la villa que había compartido con Pantaleone. Posdata a la
conclusión: necesitaba ayuda, a toda prisa.
Cuando regresé a casa de Steffi, eran las cinco treinta. Pedí
una llamada urgente a un tal coronel Carl Malinowski, en el
cuartel general de la OTAN en Nápoles. Malinowski es un
estadounidense muy complaciente, a veces demasiado
complaciente para su propio bien. Hace dos años logré sacarlo
de una situación embarazosa en la que estaba envuelta su amiga
napolitana y un agente ruso que operaba en el área del Arsenal.
Malinowski me debía un favor. Ahora, necesitaba que me lo
devolviese, bajo la forma del gran Baglietto, que usaba para sus
borracheras y sus escenas de seducción y que, con un mar
razonable, podía llegar a los veinticinco nudos.
Malinowski se mostró feliz de poder ayudarme. Se haría un
pase de permiso para sí mismo. Además, tenía una nueva
amiguita a la que le gustaría la excursión. Si estábamos en los
muelles de Mergellina a la primera luz, nos llevaría él mismo a
la isla. Aún mejor, si queríamos ir a Nápoles aquella misma
noche, nos daría de cenar y nos ofrecía una cama en su propio
apartamento. La cama era de matrimonio. Suponía que serviría.
Si no era ese tipo de excursión, podía dormir en el diván e irme
al infierno. El resto fue fácil. Alquilé un «Fiat 130» en una
agencia, y a las siete de la tarde, para infinito alivio de Steffi,
estuvimos fuera de Roma, dirigiéndonos hacia el Sur a lo largo
de la autostrada de Nápoles.
Disfruté con aquel viaje: la repentina sensación de
tranquilidad criando la ciudad quedó atrás, el atardecer
suavizando las colinas del Lazio, las luces apareciendo en las
granjas de las montañas, la hilera procesional de tráfico a lo
largo de la autopista, el alzarse de la luna amarilla tras las
estribaciones de los Apeninos, la breve, pero agradable soledad
de un hombre y una mujer en un pequeño mundo rodante.
Al principio, Lili estaba en tensión, resintiéndose a las
claras de mi comportamiento autoritario con ella. Yo había
hecho gran presión para conjurar los peligros de su situación;
pero ahora, sin raíces ni hogar, no podía tener ninguna
esperanza de futuro, y yo no estaba en posición de prometerle
ninguno. Estaba sentada, envarada y ausente, como si no
pudiese soportar el hallarse cerca de mí. Busqué una emisora
que diese música napolitana e hice ver que la ignoraba. Al cabo
de un rato, comenzó a cabecear y cuando la atraje hacia mí, no
resistió, sino que colocó su cabeza en mi hombro y dormitó
nerviosamente, hasta que pasamos Monte Cassino.
Ahora estaba más tranquila. Se sentó cerca de mí y
hablamos, en voz baja y sin ilación, hasta que volvió a nosotros
el ambiente de la primera noche.
—¿Sabes una cosa, Dante Alighieri?
—¿Qué?
—Que en este momento somos verdaderamente noialtri. Yo
no puedo ir a casa. Tú no sabes a dónde vas.
—Cierto, mi amor, cierto.
—Me gusta tu Steffi.
—Sí... es todo un carácter.
—Te aprecia mucho.
—Nos comprendemos el uno al otro.
—Pero teme que tomes decisiones equivocadas, ¿no?
—Yo también lo temo, bambina.
—Espero que no te vendas... a nadie. Una vez hecho, no hay
forma de echarse atrás. Lo sé...
—¿Por qué entraste en este juego, Lili?
—¿No tienes eso en tus dossiers?
—Tengo el cómo. No la verdadera razón.
—En toda mujer hay una prostituta, caro, y tú lo sabes.
Llega el momento triste en que se encuentra sola y sin amor y en
que empiezan a aparecerle las primeras patas de gallo, y
entonces se venderá, siempre que el precio parezca un regalo, las
palabras sean dichas con suavidad, y el mañana no parezca
demasiado cercano. Sin excusas. Y sin piedad, gracias.
—Supón que te saquemos del país, entonces, ¿qué?
—Soy una soltera de medios modestos, que busca a un
hombre.
—¿Qué tipo de hombre?
—Eso es un sueño privado, y no dejaré que te rías de él.
—No me reiría.
—¿Qué clase de mujer quieres tú, Dante Alighieri?
—He tenido de todo tipo, Lili... excepto aquella con la que
sentaría la cabeza y tendría hijos.
—¿No te sientes nunca solo?
—A menudo. Pero es una situación tolerable. Al menos, lo
ha sido...
—¿Y ahora?
—No me gusta el tipo que vive en mi piel.
—A mí me gusta... a veces.
—Es que no lo conoces bien, Lili.
—Lo bastante como para ponerle un nombre.
—¿Qué nombre?
—Búfalo solitario.
—Al que pagan para proteger al rebaño.
—¿De qué? ¿Los marxistas, los fascistas, los monárquicos?
No creo en esa «protección», ni tú tampoco. Eres un
instrumento político. Cualquier mano puede alzarte y utilizarte
para cualquier trabajo.
—Hablemos de cualquier otra cosa, ¿eh?
—Si quieres. ¿Qué haces cuando no puedes soportar el estar
solo...?
—Voy a tocar.
—¿Como anoche en el Trastevere?
—Algo así...
—Me gustaría que no tuviéramos que ir a Ponza.
—A mí también.
—¿Qué pasará cuando regresemos?
—Depende de lo que hallemos y lo bien que pueda
ocultarlo... Eso de ahí es Capua, donde Espartaco inició la
revolución de los esclavos.
—Conozco lo de Espartaco, caro... Y espero que tengamos
mejor suerte que él.

El mayor Carl Malinowski de la Infantería de Marina de los


Estados Unidos fue un tónico para nuestros maltratados
espíritus. Medía un metro ochenta, todo ello hueso y músculo,
con puños como jamones, una sonora risa y un acento sureño
que, a pesar de que yo hablo un inglés muy aceptable, a veces me
costaba mucho entender. Tenía la inalterable convicción de que
el mundo era aún un Jardín del Edén, repleto de Evas
aquiescentes y serpientes amistosas. Su apartamento,
amueblado al estilo americano, era el paraíso de un soltero, con
una vista a la bahía, desde el Vesubio hasta el cabo de Sorrento,
un asombroso mueble bar y música que se oía en todas las
habitaciones. Su nueva chica era una sueca, arrancada de la
cosecha veraniega de turistas y floreciendo después del
trasplante. Dio una mirada a Lili y gritó su aprobación, para que
se enterara todo el vecindario.
—Bella! Bellissima! Dante, hijo mío, tu gusto está
mejorando. ¡Ésta sí que es una mujer de estilo sureño! Cariño,
sé bueno con este hombre. Es el mejor italiano que conozco:
todo él corazón y ansias sexuales. Y además, brillante, aunque
uno no lo diría, al verlo. Helga, ¿por qué no te llevas a Lili y le
enseñas su cuarto, mientras Dante y yo preparamos algunos
tragos? —Colocó una mano de hierro sobre mi hombro y me
llevó hasta el bar—. Dime ahora, coronel, señor, ¿esto es trabajo
o placer?
—Trabajo, Carl.
—¿Y qué es lo que quieres que yo haga?
—Llevarnos a Ponza, y traernos rápido.
—Con este tiempo serán tres horas en cada dirección... más,
si refresca el viento. ¿Cuánto tiempo quieres estar allí?
Con dos horas debería bastar.
—Saldremos a las seis de la mañana, y estaremos de regreso
a media tarde. ¿Te va bien?
—Excelente.
—¿Esperas problemas?
—No es muy probable.
—¿Qué hay entre tú y la Lili-belle?
—Parte placer, parte trabajo. No lo bastante del uno,
demasiado del otro.
—Te comprendo, coronel, señor. Te comprendo bien y
claro. Así que esta noche nos beberemos un buen vino y nos
daremos una retozada en la cama. ¡Mañana, desembarcaremos
en las playas de Ponza!
Fue una larga y alegre noche. Cenamos como reyes, caviar,
bistec y helado napolitano. Nos bebimos dos litros de «Lacrima
Christi» y media botella de «Courvoisier», arreglamos el mundo
con nuestra charla, contamos chistes verdes, y nos echamos
sobre la alfombra, dormitando mientras escuchábamos la
música grabada. En algún momento, después de medianoche,
nos separamos por parejas y fuimos a la cama, y debo decirles
que no hay cama en todo el mundo más confortable, más apta
para hacer el amor, que un gran letto matrimoniale napolitano
de metal.
Fue una buena noche para los dos. Hicimos lo que nos
gustaba, y nos gustamos el uno al otro. Estábamos agradecidos,
estábamos contentos y, por un tiempo, no estuvimos solos.
Dormimos profundamente, sin soñar. Estábamos despiertos y
disfrutando de nuevo, cuando Malinowski martilleó la puerta y
nos llamó a desayunar.
Lo he contado mal; debo de haber usado las mismas
palabras para una docena de encuentros porque soy, y lo digo
agradecido, un hombre que ha sido afortunado con la mayoría
de sus mujeres. Pero aquella vez había una diferencia, una
sensación de consecuencia, si no aún de dedicación. Y también
hubo otra diferencia: yo estaba dispuesto a mostrarme
sentimental tras aquello, mientras que Lili no quería saber nada.
Me lo dijo, secamente, mientras estábamos juntos en la
cubierta posterior del Baglietto y contemplábamos cómo el
verde cono de Ischia se desvanecía en el amanecer.
—Caro, a veces me tratas como si no tuviera cerebro. Sé lo
que está en juego. Si el material de la villa es importante; te dará
poder. Tú crees que también servirá para que yo obtenga un
pasaje gratis para salir de Italia.
—Eso espero.
—Y salvar tu conciencia a mi respecto.
—Si quieres decirlo así...
—Pero, ¿no me prometes nada?
—No puedo.
—¡Tonterías! No te necesito para salir de Italia, Dante
Alighieri.
—¿Crees que puedes escapar a los guardias fronterizos por
ti sola? Ni lo intentes, Lili.
—No tendría que hacerlo. Podría contratar a cualquier
pescador de Ponza para que me llevase mañana a Córcega.
—¿Qué es lo que estás tratando de decir, Lili?
—Que me necesitas, como necesitas los papeles de
Pantaleone, como carta negociadora. Déjame ir, y pierdes poder,
te castras tú mismo. Lo comprendo. Lo acepto. Pero me insultas
cuando tratas de hacer parecer eso como una prueba de
confianza. Tu amigo Steffi tenía razón. Siempre rehúsas llegar a
un acuerdo contigo mismo... Ahora, ¿podemos entrar, por favor?
Tengo frío.
Hacía frío. El viento estaba soplando del Noroeste,
levantando un mar poco agradable, y Malinowski estaba guiando
rápidamente la canoa, enfrentando su talento como timonel
contra la inclinación de la poderosa embarcación y la corta y
engañosa ola. Nos aposentamos en el salón y traté, con una
especie de desesperación, de ganar la argumentación y salvar mi
propio orgullo.
—Aclaremos eso, Lili. Hice un trato contigo. Hasta ahora,
lo he cumplido. Hasta ahora estás libre y protegida. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo.
—Ahora, quieres que lo cambie. Quieres que cierre los ojos,
mientras tú escapas a Córcega.
—¡No! Quiero estar segura del tipo de trato que estás
haciendo con otra gente, y qué es lo que harás al final.
—¿Y por qué infiernos te podría importar?
—¡Pobre Dante Alighieri! Tantas mujeres, y lo poco que has
aprendido. ¡Qué desperdicio!
—Al menos, yo no tengo ninguna ilusión.
—¡Bah! No discutamos, pues. Tú escribes el guión, tú dices
las palabras y tiras de las cuerdas y, cuando haya terminado la
función, Lili, el títere, es guardado en su caja. Los dos lo
sabemos, mi amor.
—¿Y decías que no habría chantaje? ¡Dios!
—El chantaje implica una amenaza, ¿no? ¿Cómo puedo
amenazarte yo? ¿Con los papeles Pantaleone? Los tendrás en
cuanto lleguemos a la villa. ¿Con una noche en la cama? Ésa es
la costumbre de nuestro trabajo, ¿no? ¿Con tu promesa de
protección? Eso también forma parte del trabajo... cada pequeño
policía utiliza el mismo truco en todos los interrogatorios... Así
que... ¿qué es lo que te asusta, mi bravo coronel, sino tú mismo?
—Si así es como tú lo ves... ¡excelente! Te equivoques o no,
no cambia nada... Subamos al puente.
—Me gustaría estar sola un rato.
—Esto es trabajo, Lili.
—A su servicio, coronel.
Malinowski nos recibió con su sonrisa y ojos azules, todo él
salud e inocencia, y extendió sobre la mesa de planos un
pequeño mapa de Ponza. En el mismo, Lili identifico la situación
de la villa, un pequeño promontorio en la costa este de la isla. La
villa estaba marcada en el libro de navegación como un punto de
referencia para los navegantes: «...un gran edificio cuadrado de
piedra gris, a cuyo este se pueden ver claramente los pilares y los
arcos de una ruina romana. Con viento del Oeste al Noroeste, la
bahía sur ofrece un buen refugio a los barcos pequeños. El fondo
es de piedra y rocas con un poco de madera».
Le pregunté a Lili:
—Si echamos el ancla aquí, ¿podremos subir a la villa desde
la playa?
—Sí. Hay un sendero que llega hasta las ruinas. Malinowski
nos interrumpió con una pregunta de marinero.
—Si anclamos, tendremos que bajar el bote auxiliar y volver
a subirlo después. Tendréis un viaje poco confortable y muy
mojado hasta la playa. ¿Por qué no atracamos en el puerto y
tomáis un taxi hasta la villa?
—Estrategia, Carl. En el puerto llamaríamos mucho la
atención. Estamos fuera de temporada. La gente local hablaría.
Prefiero que esto no ocurra.
—Muy claro, coronel, señor. Anclaremos.
—En cuanto a la villa, Lili, ¿hay algún criado?
—No. Fuera de temporada está cerrada. Una familia del
pueblo pasa una vez por semana a limpiarla y encender la
calefacción unas horas. Pero no tenemos que acercarnos a la
villa. Lo que buscamos está ahí, en las ruinas.
—¿Por qué en las ruinas?
—Lo verás cuando lleguemos allí.
—¿Se pueden ver las ruinas desde la casa?
—Sólo la parte superior. La casa está rodeada totalmente
por un muro. Las ruinas están en tierra del Gobierno, que posee
parte de la costa.
—Mejor aún. Dale una mirada a la carta, Carl. ¿A qué
distancia de la costa puedes anclar?
—Veamos... Para poder estar más seguros, a un largo de
cable.
—¿Visibles desde la casa?
—Al aproximarnos, sí. Cuando estemos anclados,
probablemente no. No obstante, no comprendo qué problema
hay en ello. Eso es terreno público. Cualquiera puede tomar
tierra en él. Si no, es algo de la ley italiana que no conocía.
—No me preocupa el entrar allí, Carl. Además, Lili es la
propietaria de la villa. Digamos que lo que me preocupa serían
intrusos hostiles.
—De ésos, coronel, señor, nos podemos ocupar
perfectamente —abrió el armario bajo la mesa de mapas y sacó
un rifle automático—. Llevo esta preciosidad por si algún tiburón
persigue a una de mis chicas cuando está nadando con el culo al
aire. Así que, mientras tú y Lili-belle van a tierra, yo me quedaré
vigilando en cubierta, por si vienen intrusos hostiles...
¿Satisfecho?
—No. No puedo dejar que un oficial estadounidense se vea
envuelto en un drama doméstico italiano. Así que, si no te
importa, me llevaré el arma a tierra conmigo.
—Como quieras. ¿Me haces el favor de conectar la radio?
Dentro de un minuto oiremos las noticias, y luego me gustaría
escuchar el informe meteorológico.
—Si no me necesitas más —dijo Lili—, creo que me iré a
echar al salón. Me siento un poco mareada.
—Deberías habérmelo dicho, Lili- belle. Tengo una cosa
que...
—No, gracias, Carl. Me pondré bien. Excúsenme.
Cuando nos hubo dejado, Carl sonrió y me clavó una
mirada de complicidad.
—¿Problemas, hermano? ¿Necesitas algunos pequeños
consejos posnupciales?
—De hecho, los necesito.
—De acuerdo, cuéntaselo todo al tío Carl.
—¿Qué dirías si te contase que Lili es una agente doble que
trabaja para mí y para los marxistas?
—Te diría qué mala suerte... y me olvidaría de que lo has
dicho.
—¿Y si te contase que quizá tenga que meterla en la cárcel
para satisfacer a mi gente?
—Diría que estás en un buen lío.
—Y si entonces te dijese que la conservases a bordo y la
llevases a Córcega, fuera de la jurisdicción italiana, ¿qué es lo
que me dirías?
—Te diría, coronel, señor, que eres un muy buen amigo
mío, que te debo un gran favor que ahora te estoy pagando. Pero
también te diría que soy un republicano de nacimiento, que he
visto a mis camaradas morir en Corea y en Vietnam y que no me
gustan mucho los negros, aunque he aprendido a vivir con ellos;
pero lo que no puedo soportar es a los comunistas de ningun
sexo o condición. Y por consiguiente, si me lo pidieses, y estoy
seguro de que no lo harías, tendría que decirte no, señor, no,
gracias, eso no, de ninguna manera. ¿Me comprendes, coronel?
Lo comprendía tan claramente, que no podía creerlo.
Durante un instante, pensé que estaba bromeando. Bromeaba
acerca de la mayor parte de las cosas. Lo asombroso es que lo
decía completamente en serio. Supongo que jamás había creído
que un pueblo grande y vigoroso pudiera sobrevivir con unos
artículos de fe tan simples. Pero, después de todo, nosotros los
europeos habíamos tenido una experiencia mucho más larga y
sangrienta, y aún no éramos ni la mitad de lo escépticos que
deberíamos ser.
Carl Malinowski extendió la mano.
—No estarás resentido, ¿eh, Dante?
—No, Carl.
—Y no estoy diciendo que seas un rojo, ya lo sabes.
—Naturalmente.
—Ni tampoco estoy juzgando a Lili-belle. Se podría decir
que sólo estoy escurriendo el bulto.
—Lo comprendo.
—Y sigo contigo contra los intrusos hostiles.
—Gracias.
—Ahora, escuchemos las noticias, ¿eh?
Las noticias, dichas en el suave y eufórico estilo de la R.A.I.,
eran la habitual mezcla: la guerra de Vietnam, las negociaciones
de paz en París, los feudos tribales de África, huelgas en
Inglaterra, huelgas en Italia, otro comentario del Papa sobre la
ley italiana de divorcios, otra pelea parlamentaria italiana, esta
vez sobre la distribución de los subsidios provinciales, y
finalmente, una tensa coletilla: un empleado árabe de la
Embajada de Libia en Roma había sido muerto de un disparo
frente a su casa en la Colina Aventina. La víctima era el
representante en Roma de la organización guerrillera palestina
Al Fatah. La Policía estaba tratando el crimen como si fuera un
asesinato político probablemente organizado por agentes
israelíes.
Esto hizo que se me pusiera de punta el pelo del cogote. En
el SID se me consideraba como un experto en actividades
terroristas árabe-israelíes. Había preparado nuestros primeros
archivos sobre los guerrilleros palestinos residentes o actuantes
en la República. Tenía buenos informadores entre los jordanos
y los egipcios. Conocía al director de la organización
antiterrorista judía, un letón de ojos fríos que, desde mi punto de
vista, era uno de los mejores agentes de inteligencia del mundo.
En una ocasión, en una reunión muy privada de expertos, lo
había oído hablar sobre la verdadera naturaleza del terror, tanto
como arma política como en su aspecto de infección social.
«Como arma, es casi irresistible. Infunde miedo y duda.
Destruye la confianza en los procedimientos democráticos.
Inmoviliza a las fuerzas policíacas. Polariza facciones: los
jóvenes contra los viejos; los que no tienen contra los que tienen;
los ignorantes contra los intelectuales; los idealistas contra los
pragmáticos. Como infección social es más mortífera que una
plaga: justifica los remedios más viles, la suspensión de los
derechos humanos, las detenciones preventivas, los castigos
crueles e inusitados, el soborno, la tortura y el asesinato legal.
Los hombres más morales, los Gobiernos más cuerdos, no son
inmunes a esta infección. La violencia engendra violencia; se
paga a los chantajistas con el tesoro público; las represalias caen
duramente tanto sobre los inocentes como sobre los culpables...
Ustedes los italianos hicieron un héroe de un hombre que
secuestró un avión de pasajeros. Cuando caemos sobre un árabe
que planta una bomba en Roma, tenemos que aceptar que
despertaremos a todos los antisemitas latentes en Italia, y
daremos un chivo expiatorio a los neofascistas. Cada marxista al
que se le da una paliza en un calabozo de la Policía consigue
veinte reclutas para la revolución. Cada bomba lanzada en las
calles hace que se cree una nueva brigada de policía
antidisturbios, con escopetas de gases y coches-bomba con
mangueras a presión. Cada gran ciudad tiene su propia
universidad del terror. Y las lecciones circulan desde Ulster al
Udine, desde Vietnam a Venezuela, desde Río a Atenas y
Roma...»
Por consiguiente, para mí, el asesinato de la Aventina era
algo más que malas noticias, era un desastre personal. Aquí
estaba viajando como un turista entre Nápoles y Ponza, en una
compañía muy heterogénea, mientras el director debía de estar
apretando todos sus botones, y buscando por todo el país a un
experto en asuntos semíticos, prófugo. Si regresaba con los
papeles de Pantaleone y, además, con Lili Anders, quizás
escapase al potro y al revientadedos. Si regresaba con las manos
vacías, me arrancaría miembro tras miembro, y me entregaría a
los leones del zoológico.
Durante un momento de pánico, pensé en tratar de entrar
en contacto con él mediante la radio de la embarcación, al menos
para hacer acto de presencia. Luego, me di cuenta de que esto
sólo sería un suma y sigue de todos los errores de los últimos dos
días y vocearía mi misión a todo el Mediterráneo Occidental. Así
que, al infierno con ello. Me había dado mano libre. Clavaría su
concesión a su puerta como los artículos de Lutero; si no le
gustaba lo que iba a leer, se lo podía comer como cena. Al menos,
esperaba que eso lo ahogase.
Llegamos a Ponza entre un aguacero acompañado de
vendaval, y tuvimos que costear lentamente antes de poder
identificar positivamente el promontorio y la villa de Lili. Ni
siquiera el libro de navegación cumplió con su promesa: el
refugio ofrecido por la bahía no era nada bueno, y era un tanto
dudoso que el ancla quedase bien clavada. Pero había una
pequeña ventaja; si había algún vigilante en la villa, no tendría
mejor visibilidad que nosotros. Lili y yo nos habíamos envuelto
en impermeables de marino, y bajado al caracoleante bote. Carl
me entregó el rifle y, tras la acostumbrada lucha por poner en
marcha el motor fuera borda, atravesamos el agitado oleaje,
hacia la playa.
La playa estaba desierta. En el promontorio no había señal
alguna de vida. El sendero que llevaba a las ruinas era muy
empinado y lleno de hierbas resbaladizas, y en un punto tuvimos
que gatear, ayudándonos con tirones a los matorrales y
enredaderas. Cuando llegamos a la parte superior, me hallaba
sin aliento y muy irritable. Estaba convencido de que o bien
Pantaleone estaba loco, o Lili me había engañado
deliberadamente. No podía hallar razón alguna para que,
disponiendo de la gran fortaleza que era la villa, alguien fuera a
esconder documentos valiosos en unas ruinas mohosas, en una
tierra que ni siquiera le pertenecía. Se lo dije, y muy
acaloradamente, a Lili, que se echó a reír.
—¡Tienes un aspecto tan ridículo..., eres como un payaso de
circo! Y esa escopetilla de juguete, ¿que es lo que vas a matar con
ella... gaviotas?
Me tomó de la mano y me llevó, a través de un arco, al
refugio de una bóveda que, de alguna manera, había soportado
la acción destructora de los siglos. Las paredes exteriores eran de
piedra tallada, pero los interiores eran de ladrillos que se alzaban
formando una pequeña cúpula. El suelo estaba pavimentado con
losas de mármol, agrietadas, descoloridas y hundiéndose en
algunos sitios, pero en general bastante intactas. El lugar olía a
causa de los excrementos pútridos y la espuma del mar. Lili echó
hacia atrás la capucha de su impermeable y se quedó, en jarras,
contemplando el oscuro interior.
—¿Crees que Massimo estaba loco? Yo también lo pensaba
cuando me trajo aquí. Pero piénsalo mejor. La villa está
abandonada todo el invierno. Los sirvientes meten las narices en
todo cuando el padrone está lejos. Mira a tu alrededor. ¡Vamos,
examínalo! ¿Qué es lo que ves?
El enladrillado de las paredes no revelaba nada. Recorrí el
suelo, buscando espacios vacíos bajo el mismo. De nuevo nada.
Lili permaneció sonriéndome triunfal.
—¿Ves, Dante Alighieri? No eres ni la mitad de lo astuto
que crees ser. Y Massimo no era siempre tan estúpido como
parecía. ¡Mira esto!
Se dirigió a un pequeño trozo hundido del suelo, en donde
la lluvia, entrando a través del arco, había formado un charco de
unos tres o cuatro centímetros de profundidad. Se arrodilló y
arrancó un pequeño trozo triangular de mármol. Lo alzó para
que lo inspeccionase. Era del tamaño de mi palma, cubierto en
su parte inferior con una gruesa almohadilla de cemento.
—¿No te parece que es como un tapón de baño? No te
metiste en el charco, pero aunque lo hubieras hecho, el suelo
hubiera sonado sólido.
Metió los dedos en la abertura y sacó un largo tubo de
aluminio similar a los que los arquitectos usan para los planos y
especificaciones. Estaba cerrado por ambos extremos con cinta
aislante negra. En cuanto sacó el tubo, el agua del charco se
vació en el interior del agujero. Lili volvió a colocar el tapón de
mármol y me entregó el tubo.
—Está exactamente tal como lo dejamos. Los mapas están
enrollados en el interior. Los microfilms se hallan en pequeñas
cápsulas.
—¿No hay nada mas?
—Nada.
—Vámonos. Tú lleva esto.
—¿Ni siquiera le das las gracias a tu títere Lili?
—Gracias, títere Lili. Ahora, me seguirás hasta que
lleguemos al sendero de la playa. Luego, irás delante.
Quité el seguro del rifle y me dirigí hacia la entrada de la
bóveda. A mitad de la misma me detuve para atisbar el estrecho
horizonte enmarcado por el arco. Lo único que podía ver era la
elevación del terreno, cubierto por matorrales, rocas, arbolillos
y la parte inferior del muro que rodeaba el terreno de la villa.
Hasta ahora, todo iba bien. Me acerqué más, hasta que la vista
se amplió y quedó visible la parte superior del muro, en la que
había una capa de cemento y, clavados en ella, trozos de cristal.
Entonces, oí un grito, amplificado y distorsionado por un
megáfono.
—¡Ustedes, los que están ahí! Salgan con las manos en alto.
Les hablan los Carabinieri. Repito... los Carabinieri.
Me volví hacia Lili y le arranqué el tubo de las manos.
—Ahora, escúchame bien. Quédate muy junto a mí. No
hagas nada, no digas nada, a menos que te lo indique.
¿Comprendido?
—Comprendido.
—Vamos a salir, pues.
—Tiré hacia atrás la capucha de mi impermeable y
entonces, manteniendo el rifle y el tubo muy por encima de mi
cabeza, atravesé el arco, con Lili pisándome los talones. A veinte
metros de la entrada, justo fuera de mi campo de visión anterior,
había cinco hombres, dos en un lado, tres en el otro. Cuatro iban
de uniforme y estaban armados con sus fusiles. El quinto iba
vestido de civil y llevaba el megáfono. Lo reconocí
inmediatamente. El pelirrojo pecoso, ayudante del general
Leporello. También el me reconoció, y la expresión de su rostro
me produjo un singular placer.
Los agentes comenzaron a acercarse, con las armas
amartilladas y dispuestas. El joven los siguió, algo menos
confiado. Los dejé acercarse hasta cinco metros, antes de
detenerlos con mis mejores órdenes de desfile. Se detuvieron,
mirando inciertos hacia mí y hacia el pelirrojo. Así que les dije:
—Me identificaré en forma adecuada. Quienquiera que esté
al mando, comprobará mi documentación. Soy Matucci, Dante
Alighieri, coronel del Servicio de Información de la Defensa. La
persona que me acompaña es Anders, Lili, bajo mi custodia y
ayudándome en mis investigaciones. Ahora, bajaremos nuestras
manos, y el oficial al mando se aproximará para completar la
identificación, y explicarme la situación.
Al cabo, el pelirrojo recuperó su voz y valor. Se aproximó,
me dedicó un dudoso saludo y se presentó.
—Roditi, Matteo, capitán, ayudante del general Leporello.
¿Podría ver sus papeles, por favor, señor?
Los saqué de dentro del impermeable y se los entregué.
Hizo una gran ceremonia al leerlos, y luego me los devolvió.
—Gracias, señor. La situación, señor, es la que sigue. Estoy
aquí bajo órdenes del general Leporello, para mantener vigilada
la «Villa Pantaleone» y sus alrededores y para impedir cualquier
intento de llevarse papeles o cualquier otro tipo de objeto, de
esta propiedad. Siguiendo tales órdenes, cuento con el poder de
solicitar la asistencia de las unidades locales. Esto explica la
presencia de este destacamento.
—¿Podría ver esas órdenes, capitán?
—Ciertamente, señor.
Me las entregó, y pasé algo más de lo que necesitaba
estudiándolas. Luego me dirigí a él, lo bastante alto como para
que los agentes locales pudieran oír y tomar nota.
—Parece, capitán, que ha comprendido usted mal estas
órdenes.
—¿Señor?
—Las órdenes se refieren específica y exclusivamente a, y
cito textualmente, «la villa y los terrenos dependientes de la
misma, que son conocidos bajo el nombre de ‘Villa Pantaleone’».
Es así, ¿no?
—Sí, señor.
—Se fijará en que el terreno en que nos encontramos ahora
está fuera de la propiedad de la «Villa Pantaleone» y, de hecho,
es propiedad pública. ¿Correcto?
—Correcto, señor.
—Por consiguiente, se ha excedido usted en sus órdenes. Ha
puesto impedimentos a un oficial superior del Servicio de
Información de la Defensa en la realización de un cometido
altamente secreto. Ha puesto a él y a la persona que está bajo su
custodia ante un riesgo considerable. Un movimiento incauto
por parte de alguno de sus agentes podría haber causado un
accidente fatal. Supongo que aceptará esto.
—Respetuosamente, querría informar que este peligro era
mínimo.
—No me cabe duda de que esa información será
considerada en su debido tiempo y lugar. ¿Algo más, capitán?
—Me gustaría tener unas palabras en privado con usted,
señor.
—No es posible en este momento, capitán. Le sugiero que
regrese a su trabajo, y me deje a mí realizar el mío.
—Esa embarcación, señor, que hay en la bahía...
—Ha sido puesta a mi disposición por cortesía de nuestros
amigos y aliados de la OTAN. ¿Alguna otra pregunta?
—No, señor.
—Mis saludos al general Leporello. Le telefonearé a mi
regreso a Roma. ¡Puede retirarse! Venga, señorita Anders.
Camine frente a mí, por favor.
Es difícil retirarse dignamente con cuatro armas a la
espalda de uno. Es aún más difícil tratar de hacerlo bajando un
resbaladizo camino de cabras, bajo la lluvia, llevando un rifle y
un largo tubo lleno de explosivos documentos. De hecho,
resbalamos unos diez metros sobre nuestras partes posteriores
y chapoteamos hasta la lancha como focas.
Cuando llegamos al Baglietto, ambos éramos presa del
shock. Yo estaba sudando por cada poro, y Lili vomitaba por el
costado del bote. Helga tiró de nosotros subiéndonos a bordo, y
ató la embarcación auxiliar. Carl... ¡Dios bendiga a los
marines...! había subido el ancla y estaba abalanzándose mar
adentro a veinticinco nudos, antes de que yo tuviera tiempo de
servir el primer coñac.
Lili, grisácea y temblorosa, yacía en el sofá mientras yo
forzaba el licor entre sus temblorosos dientes. Me miró como si
fuera un extraño.
—¡Allá arriba... iban a matarnos!
—No lo han hecho, Lili. Y ahora, no pueden tocarnos.
—Ahora no. Pero mañana, pasado mañana...
—Acábate el trago. Cierra los ojos. Trata de dormir...
—¿Quién era ese hombre Roditi?
—Ya lo oíste.
—Lo oí. No lo comprendí.
—Te lo explicaré luego. Ahora, relájate... relájate...
—No te conozco en lo más mínimo, Dante Alighieri. Tu cara
está cambiando continuamente. No puedo saber cuál es
verdaderamente la tuya.
—Soy un mal actor. Eso es todo. Confía en mí, bambina.
—Tendré que hacerlo... No tengo a nadie más.
—¿Otro trago?
—No podría.
—Cierra los ojos... así está mejor... Lasci’andare,
bambina... Déjate ir. Olvídate de todo.
Al cabo de un rato, se quedó tranquila y el balanceo del mar
la hizo adormecerse. Me serví otro coñac, arranqué las cintas que
cerraban el tubo metálico y examiné su contenido: una serie de
mapas transparentes para colocar encima de mapas normales,
cada uno de ellos rotulado con el nombre de una ciudad y
referencias a los mapas militares estándar, y media docena de
cápsulas metálicas, cada una de las cuales contenía un rollo de
microfilm. Los mapas eran fáciles de interpretar. Mostraban las
posiciones de los puestos de la Policía, las instalaciones
militares, los centros de comunicación, los puntos de control de
tráfico, los aeropuertos militares y civiles. Los microfilms eran
imposibles de descifrar sin equipo de proyección. No obstante,
tomé la lupa del puente y pude establecer que consistían en
documentos, cartas, listas de nombres y listas de números. No
me cabía duda alguna de que eran el verdadero motivo de los
asesinatos de la Via Sicilia y, de hecho, eran los diagramas de un
golpe de Estado. Se necesitaría un grupo de expertos para
interpretarlos correctamente, y un estadista muy sensato para
utilizarlos. Volví a meterlos en su tubo y fui al puente a hablar
con Carl.
Lo encontré estudiando sus cartas, mientras Helga se
hallaba al timón. Le pregunté:
—¿Cuánto combustible tienes, Carl?
—Mucho. ¿Por qué?
—¿Bastante para llevarnos hasta Ostia?
—¡Ostia! ¡Por Cristo, eso no fue lo programado!
—Lo sé, Carl, pero, ¿podrías llevarnos allí?
—Podría. ¿Querrías decirme el porqué?
—Porque acabo de identificar a un asesino, y nosotros
mismos podríamos haber sido asesinados.
—¿Los comunistas?
—No, Carl. Los otros.
—Entonces, nos vamos a Ostia. Échate un sueño mientras
calculo el rumbo.
—¿Puedes darme una hora aproximada de llegada?
—Te la daré exacta, hermanito.
—Entonces, me gustaría hacer una llamada por radio.
—De acuerdo. Ahora, siéntate tranquilo, mientras juego con
mi regla de cálculo.
Mientras Carl estaba haciendo sus cálculos, garabateé el
mensaje en código que le comunicaría al director mis
necesidades inmediatas: un coche y una escolta armada que se
encontrase con nosotros en Ostia, una conferencia de
emergencia inmediatamente tras nuestra llegada a Roma,
alojamiento seguro, y un agente que guardase a Lili Anders
mientras se decidía su futuro. Cuarenta minutos más tarde tenía
la respuesta del director:
—Captada comunicación. Tomadas disposiciones.
Tenemos palabras en código que significan felicitaciones y
gracias. No las usó. Dadas las circunstancias, no podía culparle.
Después de todo, el director se mostró muy educado. Al
principio, estaba algo gélido, pero se fundió como un cubo de
hielo en el whisky cuando le entregué mapas y microfilms y le
hice mi primer informe verbal. Aprobó, sin reservas, mi
preocupación por Lili Anders, como prueba de lo cual dio
contraorden a una disposición previa y la alojó, bajo guardia y
con un nombre ficticio, en el «Grand Hotel». Incluso cambió a
su centinela por un tipo más presentable, que no desentonase en
el ambiente.
Me invitó a cenar en su apartamento. Me felicitó por mi
imaginación, mi habilidad, mi valor al arriesgar mi carrera, y
quizá mi vida, para concluir una investigación importante. Creía
que mis sospechas sobre Leporello tenían sentido, aunque no
estaba aún dispuesto a enjuiciarlo. Asistió conmigo a una
proyección privada de los microfilms, y se cuidó de sopesar mi
opinión sobre los documentos y los personajes nombrados en
ellos. Leyó los mapas conmigo y aceptó los puntos principales de
mi interpretación. Al final de la sesión, que duró hasta después
de la medianoche, me ofreció café recién hecho, sacó su mejor
coñac y me entregó el premio a mi buen comportamiento.
—Esta Lili Anders... estoy de acuerdo con lo que usted dice.
Nos ha prestado un buen servicio. Ya no es ningún peligro para
la seguridad. Podría ser embarazosa. Saquémosla del país...
mañana.
—Gracias, señor.
—Ahora, hablemos de su propio futuro. ¿Cuántos permisos
tiene acumulados?
—Unos cuatro meses.
—Me gustaría que los disfrutase ahora. Cuando regrese de
su permiso, tengo la intención de enviarlo a realizar extensos
estudios a los servicios amigos del exterior. Tendrá usted las
mejores presentaciones posibles, unas órdenes muy flexibles, y
su paga y dietas serán suplementadas por una generosa
subvención de los fondos del Servicio. ¿Qué le parece esto?
—Algo así como una tarjeta de despedida. El director sonrió
y extendió sus elegantes manos en un gesto conciliador.
—¡Mi querido Matucci! Usted y yo vivimos en un mundo
puesto al revés. Será enterrado durante un tiempo, pero no
estará muerto, sino disfrutando mientras espera el día de la
resurrección.
—¿No hay alternativas?
—Siempre hay alternativas, amigo mío. Pero no creo que
resultasen muy recomendables para un hombre inteligente. Por
ejemplo, podría mantenerlo en la investigación Leporello, en
cuyo caso usted sería un riesgo constante, un elemento abrasivo,
un objetivo primario para los asesinos. Por otra parte, podría
inclinarme ante las presiones que inevitablemente serán
aplicadas, apartarlo del Servicio y devolverlo a su propio cuerpo
de los Carabinieri, en donde caería bajo la autoridad directa del
general Leporello. Sabe que es usted una molestia, quizá lo
considere una amenaza.
—Ya veo lo que quiere decir.
—Lo ve todo menos el meollo del asunto.
—¿Y cuál es?
—Que sabe usted demasiado. Que le falta autoridad y,
perdóneme, experiencia para utilizar lo que sabe.
—¿Y?
—Que no estaría satisfecho como instrumento pasivo de
una política complicada y altamente variable.
—Además, no me sometería a la presión de un sospechoso
de asesinato, por muy alto que estuviera.
—Y se mostraría muy poco dispuesto a tratar con
conspiradores políticos, por muy altos que se hallasen.
—Exactamente.
—Así que, dado que lo respeto y porque me gustaría
hallarme en posición de volver a llamarlo en el momento
apropiado, voy a inmovilizarlo. Lo ofreceré como víctima
propiciatoria a la poderosa gente cuyos nombres conocemos.
Ganaremos tiempo para tratarlos según la fórmula clásica:
divide y vencerás. Ya le dije en una ocasión que ésta es la única
trayectoria que considero posible para Italia en este momento de
la historia. Usted polarizaría las facciones, Matucci. Ya lo ha
hecho.
—También ésa es una fórmula clásica.
—Y, como toda fórmula, tiene aplicación limitada. No le
estoy echando ninguna culpa, Matucci. Por el contrario, dado
que no acostumbro a explicar lo que hago, estoy haciéndole con
ello un cumplido que creo que se merece... ¿Y bien?
—También a mí me gustaría hacerle un cumplido, señor.
Creo que es usted un hombre muy educado. No podría pedir un
funeral más elegante.
—¡Excelente! ¿Más coñac?
—Gracias.
—Ahora, a los detalles. Desde este momento está usted
oficialmente de vacaciones por cuatro meses, y liberado de todas
las obligaciones y responsabilidades respecto al Servicio...
excepto una. Escoltará a Lili Anders a Zurich mañana por la
mañana. Su vuelo ya ha sido reservado. Le hemos hecho una
reserva de hotel en el «Baur au Lac». Le entregaré los billetes y
el dinero necesario antes de que salga de aquí esta noche.
Después de eso puede tomar las disposiciones que quiera para el
resto de sus vacaciones. Si elige divertirse con la dama, a la cual,
evidentemente, está ligado de alguna manera, ése es su
problema. El Servicio ya no tiene ningún interés en ella, siempre
que no intente volver a la República. Me temo que esto sea algo
apresurado, pero estoy convencido de que encontrará las
disposiciones financieras más que generosas... Alguna pregunta?
—No. Sólo una pequeña preocupación. No me gustaría
pasarme unas largas vacaciones esperando una bala en la
espalda. Preferiría seguir trabajando, siempre que haya una
cierta posibilidad de protección.
—Pensaba que ya habíamos hablado de eso. El propósito de
esta táctica es demostrar que ya no es usted una amenaza para
Leporello o cualquier otra persona, y que una actitud en su
contra violaría lo que yo llamaría su muy útil neutralidad... No
obstante, hay un período de peligro: desde el momento en que
salga de esta casa hasta que parta para Zurich mañana.
—También yo estaba pensando en eso.
—Así que he asignado un equipo de dos hombres para
cubrir todos sus movimientos. Ya han hecho las maletas con su
ropa y las han llevado al «Grand Hotel». Su habitación es
contigua a la de la señorita Lili Anders. Saldrán del hotel, juntos,
a las ocho y media. Mucho más simple desde el punto de vista de
la seguridad.
—Naturalmente.
—Ahora... dos billetes de avión, diez mil francos suizos en
billetes de diversas denominaciones y una orden para el «Union
Bank» de Zurich por otros veinte mil. Es una prima, con mi
agradecimiento personal. Su sueldo le será remitido en la forma
normal a su cuenta bancaria de Roma... Eso es todo, creo. El
coche lo espera para llevarlo al hotel. Le deseo un viaje agradable
y unas vacaciones muy tranquilas. Sogni d’oro, Matucci: sueños
dorados.
Nos separamos con un apretón de manos, firme y fraternal.
El guardaespaldas siciliano me escoltó hasta la planta baja y me
entregó al cuidado de dos colegas jóvenes, quienes me llevaron,
cual si fuera un potentado visitante, al «Grand Hotel».
Era la una y media de la madrugada. El vestíbulo estaba
desierto. Me hicieron pasar, sin detenernos, junto a recepción y
el conserje, subieron conmigo en el ascensor, y me instalaron en
mi dormitorio. Uno de ellos miró en los armarios, en el baño e
incluso debajo de las camas, mientras el otro me indicaba lo bien
que me habían empaquetado las cosas, y cómo me hablan
planchado todos los trajes y que, si deseaba hablar con la
signorina Anders, la llave estaba de mi lado, en la puerta de
comunicaciones... Como el director había prescrito precauciones
máximas, podía dormir tranquilamente. Me desearon buenas
noches y se retiraron como lacayos de la presencia de un
príncipe.
Quizá tuvieran razón. Era el servidor del príncipe,
comprado y agasajado. Su dinero estaba en mi bolsillo. Su regalo
dormía tras la puerta de al lado. Su marca estaba en mi frente
como la marca de un esclavo. No obstante, había que reconocerle
al diablo su mérito, era un espécimen bien raro. Reconocía los
méritos. Disfrutaba comportándose maliciosamente, pero jamás
lo hacía sin beneficio alguno. Había sido escrupulosamente
educado. Había logrado mi consentimiento con la presión y
finura justamente adecuadas. Él era el rey. Yo el peón. Me había
barrido del tablero, para que esperase otro juego. En ninguna
ocasión había sugerido que me iba a tratar como un esclavo.
Naturalmente, él sabía. Y yo también. Y por eso, a pesar de lo
mucho que la deseaba, no podía dar la vuelta a la llave e ir hacia
Lili, sino que, por el contrario, permanecí vestido y despierto
hasta el amanecer, planeando una revuelta como Espartaco en
Capua.
A la madrugada abandoné aquel fútil ejercicio y fui a ver a
Lili Anders. Con una ironía muy refinada, el director la había
mantenido en la ignorancia de sus disposiciones, así que, a las
seis de la madrugada, sin haber dormido y con necesidad de
hacer el amor, me vi obligado a explicarle todo aquel juego
complicado, paso a paso. Cuando le dije que iba a ser puesta en
libertad en Suiza, se sintió histéricamente dichosa. Cuando le
dije que iría con ella, fue Navidad, Epifanía y todos sus
cumpleaños en una sola pieza. Después de eso, no tuve ni deseos
ni corazón para decirle cuál era el precio. Desde el momento en
que abandonase Italia sería, de hecho, un exiliado. Desde el
momento en que me convirtiese en un exiliado quedaría sujeto
a un cambio clínico que el director había calculado
maravillosamente. Para la mayoría de los europeos, para todos
los anglosajones y americanos, la palabra exiliado tiene un
sonido anticuado. Sean cuales sean los crímenes que cometa un
hombre, nunca es privado de su ciudadanía, de su relación
primigenia con su tierra natal. Puede ser puesto en prisión,
puede ser tratado brutalmente, pero jamás se le roba ese
elemento esencial de su identidad, su contacto con la madre
tierra.
Sin embargo, para nosotros los italianos, cuya identidad
depende de un pequeño terreno, un grupo tribal, un área
dialectal, el exilio es una realidad constante y siniestra. Aún
podemos ser transportados y confinados legalmente en una
provincia lejana, en una isla deprimida, en una comunidad cuya
lengua, costumbres e historia sean totalmente extrañas para
nosotros, en donde seremos extranjeros hasta el día en que
muramos. No podemos salir de ella sin el permiso de la Policía.
No podemos florecer en ella, porque somos un maíz extraño.
Sólo podemos existir tolerados y bajo vigilancia.
Las consecuencias personales son tan profundas y
desmoralizadoras como si hubiéramos sido transportados a
Siberia o abandonados cual náufragos en las secas islas Tortuga.
El terror comienza sutilmente con un sentido de
desorientación y discontinuidad. Puede finalizar con un trauma
de impotencia, cuando cada acto parece sin sentido, cada paso
acaba en una puerta cerrada, cada esperanza resulta ser una
ilusión.
El director lo sabía porque lo había utilizado muchas veces
como medio de inmovilizar a hombres que le eran hostiles. Yo lo
sabía porque mi padre había sido un exiliado en tiempos de los
fascistas, y lo había visto volver a casa convertido en un despojo.
Pero, ¿cómo podía explicárselo a Lili, que había sobrevivido a su
propio exilio y ahora estaba huyendo hacia la libertad? Quizá
fuera mejor así; nuestro amor no hubiera sido ni la mitad de
dulce, ni nuestra salida de Italia la mitad de impresionante.
A las ocho y veinticinco se llevaron nuestro equipaje bajo la
supervisión de un agente. A las ocho treinta, sin cuentas que
pagar, y con tantas reverencias como si las hubiésemos pagado
dos veces, nos llevaron del vestíbulo a un coche oficial. A las
nueve y cuarto fuimos conducidos a la sala de personas muy
importantes de Fiumicino y guardados con todo confort y
respeto hasta quince minutos antes del despegue. Luego,
despreciando el apretujamiento de los viajeros comunes, fuimos
escoltados al aparato y depositados en un par de asientos de
primera. Nuestro agente estuvo con nosotros hasta el momento
en que se cerraban las puertas. Entonces, con un saludo final en
nombre de una República agradecida, nos abandonó. Cinco
minutos más tarde, pues aquél era un día despejado y sin
huelgas en Fiumicino, estábamos en el aire, y al cuidado de los
suizos. Nos tomamos de la mano. Hicimos estúpidos chistes. Nos
dedicamos brindis con champán. Luego, me quedé dormido y no
me desperté hasta que estábamos descendiendo ya hacia el
aeropuerto de Kloten, en Zurich.
Cuando llegamos al «Baur au Lac», nos encontramos con
que el director había previsto todas las contingencias. Nos
hallamos acomodados en habitaciones separadas, cada una de
las cuales se comunicaba con un gran salón común, que ya
estaba provisto de flores, fruta, licor y una nota de bienvenida de
la dirección. También había un telegrama del director: S EGUNDO
S AMUEL S IETE U NO . Zurich es una ciudad profundamente
calvinista, así que descifré la broma con la Biblia que había en mi
mesita de noche: «El Señor le dio descanso de todos sus
enemigos.»
Más tarde, durante aquel mismo día, llegó un segundo
telegrama, con sólo dos palabras: T EKEL S TEFANELLI. No
necesitaba la Biblia para descifrar aquél. Recordaba bien el
pasaje, de mi juventud religiosa: «Tekel: Has sido pesado en la
balanza y hallado falto de peso.» Tenía que contestarle, y lo hice
con Deuteronomio 1,16: «Oíd a vuestros hermanos, juzgad según
justicia las diferencias que pueda haber o entre ellos o con
extranjeros.» Pero el chiste era amargo y rancio. Tenía que
acabar ya con él. Le conté a Lili la verdad.
El momento de hacerlo tuvo curiosas características. Eran
las siete de la tarde. Habíamos decidido cenar pronto en la suite,
para relajarnos tras las alarmas y excitaciones de aquellos
últimos días. Lili, brillante tras una visita a la peluquera, la
masajista y la manicura, estaba vestida con una bata que había
comprado para celebrar su nueva libertad. Me había regalado
una camisa de seda y una corbata bastante exótica. Yo estaba
preparando bebidas como un camarero amateur, sintiéndome
muy doméstico, muy confortable y, de alguna manera, remoto y
desapasionado, como si me estuviera recuperando de una larga
enfermedad. La historia se contó a sí misma de igual forma
remota, y luego me oí hablar, como si estuviese escuchando el
informe que daba otro hombre:
—...Todo lo que dice el director es cierto, y sin embargo, la
suma total es una mentira, aunque uno no puede desmentirla.
Es un gran actor. Te lleva a un mundo que no existe, y, a pesar
de ello, hace que uno se crea que cada hoja de cada árbol es real.
Te muestra otra personalidad, y te hace creer que eres tú... «Le
falta autoridad, Matucci. Le falta experiencia. Es usted un
elemento abrasivo. Polariza las facciones.» Todo es cierto, pero
cierto de otra manera... «Estará enterrado, pero no estará
muerto...» Pero yo sabía que en el momento en que bajaba de
ese avion estaba muerto; porque ahora tiene todos mis archivos
y datos, y puede reprocesar la historia en la forma que desee.
Dice que desea dividir y vencer. Pero, supongamos que no es así.
Supongamos que quiere unir y conquistar y luego hacer de
Fouché para un Napoleón que sería Leporello. Le he dado los
medios para ello... Y me ha pagado por ello: contigo, con unas
largas vacaciones, con una sinecura por la que darían los ojos la
mitad de los hombres del Servicio. Y cumplirá con el pago, no lo
dudes, mientras yo juegue este juego según sus reglas y espere
a oír la palabra del Señor...
—¿Por qué aceptaste el pago, Dante Alighieri? —No había
reproche en su pregunta. Tampoco había compasión. Estaba
tranquila y compuesta como un magistrado en un juicio—.
¿Porque yo formaba parte del mismo?
—No. Creo que, aunque me hubiera enfrentado con él, te
hubiera dejado ir, tan sólo para demostrarme que estaba siendo
obstinado e irrazonable. Incluso quizá te hubiera puesto en mi
contra... Teje redes tan finas, que uno no puede ver los hilos.
—¿Y por qué consentiste? Para mí, esto es la libertad; para
ti, el exilio.
—Es extraño, pero en este momento estoy disfrutando de
este exilio.
—Si pudieras seguir disfrutándolo, conmigo o sin mí,
entonces sería otra historia. ¿Puedes?
—No sé... ¡Sí, por Dios, lo sé! La noche pasada cené con él
y lo pasé bien. Después de la cena trabajamos juntos en los
documentos y lo respeté; porque él me respetaba a mí. Así que,
cuando me pidió que saliese de escena y me dio sus razones,
también tuve que respetarlas. Entonces, cuando hube aceptado,
tuvo que mostrarme lo astuto que era, que sabía por anticipado
que yo tenía que consentir. Estaba tan seguro, que lo había
arreglado todo por adelantado, incluso el licor y las rosas de esta
suite. De repente, ya no era un hombre, era...
—¡Un títere, mi amor! Una marioneta, de tamaño natural
e inerme, sin un ápice de masculinidad. Es una amarga
experiencia, ¿no?
—Creo que es divertido, muy divertido.
—¿Lo es?
— ¡La broma del siglo! ¡Dante Alighieri Matucci, tenor
castrado del coro de los títeres!
—Entonces, ¿por qué no ríes?
—Soy un títere payaso, Lili. Hago que los otros rían. Ése es
su triunfo final, ¿no lo ves? Ha extendido la noticia por todo el
Servicio. De lo contrario, ¿cómo iba a saberlo Steffi? ¿Por qué
me iba a enviar ese telegrama... pesado en la balanza y hallado
falta de peso? ¡Madre de Dios! ¡Qué hermosa, hermosa comedia!
—Me gustaría ver el final.
—Éste es el final, Lili. ¿Es que no comprendes?
—Éste es el final que él escribió. Creo que hay otro mejor.
—Me gustaría oírlo.
—El títere se convierte en un hombre, se limpia las pinturas
de payaso y cabalga a enfrentarse con su enemigo.
—Es un cuento de hadas, Lili.
—¡No! Es una verdad... mi verdad. Y ahora, que estamos
empatados, puedo decírtelo. Sé que eres un hombre, muy
hombre... y no sólo en la cama, Dante Alighieri.
—Gracias. Eso ayuda un poco.
—Pero no lo bastante. ¿Dónde está tu cartera?
—En el dormitorio, ¿por qué?
—Hay una tarjeta en ella, ¿recuerdas? Una salamandra y
una inscripción: «Un buen mañana, hermano.» Un buen lema,
¿no crees? Y un animal muy apropiado: el lagarto que vive en el
fuego. Ve a buscar la tarjeta, mi amor. Y busca el número de
teléfono del Cavaliere Bruno Manzini. Creo que deberías
llamarlo a Bolonia.
La idea era seductora. Pero aún estaba algo atemorizado y
me mostraba suspicaz ante cualquier nuevo embrollo. Bruno
Manzini pertenecía a otro mundo, con otro tipo de reglas: el
mundo de los condottieri, los mercenarios que se vendían al
mejor postor, que habían tomado las ruinas de un imperio de
cartón piedra y edificado otro nuevo de acero, cemento y oro
internacional. Dispensaban un enorme poder, pero era en otra
moneda distinta de aquella a la que yo estaba acostumbrado.
Cierto, Bruno Manzini me había invitado a fiarme de él. A través
de Raquel Rabin me había ofrecido la prueba de su buena fe.
Pero, si me traicionaba, entonces yo estaría perdido más allá de
toda posible redención, pues la jurisdicción del dinero es
universal y sus lacayos están desprovistos de piedad.
Discutí aquello con Lili, la nueva Lili que en una noche
había florecido para convertirse en otra mujer; serena, madura
y totalmente confiada en sí misma. Derrumbó mis dudas con
una simple interrogación:
—¿Qué tienes que perder? Nada. ¿Qué tienes que ganar? En
el mejor de los casos un poderoso amigo, en el peor una alianza
de intereses que puedes anular cuando lo desees. Pero, lo que es
más importante, habrás comenzado a luchar. ¡Por favor!
¡Telefonéale ahora mismo!
Llamarle era fácil. Hablar con el Cavaliere era sólo un poco
menos difícil que tener una conversación dominical con el Papa.
Me pasaron de una telefonista a una secretaria, y de la secretaria
a un ayudante, muy eficiente, muy alt’Italia, que me informó que
el Cavaliere estaba llevando a cabo una importante conferencia
y que en ningún caso podía ser interrumpido. Entonces corrí un
riesgo y utilicé el mágico nombre del Servicio amenazando con
todo tipo de vagas crisis si el Cavaliere no acudía
inmediatamente al teléfono. Esperé otros tres minutos antes de
que apareciese en la línea. Le dije:
—Cavaliere, ayer recuperé ciertos documentos en Ponza. Se
los entregué a mi superior, nuestro común amigo. Ahora, tengo
cuatro meses de permiso y luego seré transferido a otras
actividades en el Servicio. Estoy bajo órdenes de no regresar a
Italia durante un mes, y me alojo en el «Baur au Lac» de Zurich.
Hubo un momento de silencio, y luego una serie de bruscas
preguntas:
—¿Ha examinado los documentos?
—Sí.
—¿Importantes?
—Como usted sugirió en Roma.
—¿Sabe lo que sucederá con ellos ahora?
—Sólo sé lo que puede suceder. Hay varias posibilidades.
—Que usted ya no controla.
—Exactamente.
—¿Necesita ayuda, financiera o de otro tipo?
—Necesito al hombre que me recomendó Raquel Rabin,
siempre, claro está, que aún siga disponible.
—Lo está. Se hallará con usted mañana por la tarde... A
propósito, ¿cómo está nuestro amigo común?
—Muy complacido consigo mismo.
—No me cabe duda. ¿Y usted?
—Más feliz, ahora que he hablado con usted.
—¿Goza usted de buena salud?
—Nuestro amigo común me asegura que no tengo nada que
temer.
—Naturalmente, él debería saberlo bien.
—Sí. Pero jamás dice todo lo que sabe.
—Recuérdelo, amigo mío: camine siempre cerca de la
pared.
—Gracias, Cavaliere... Buenas noches.
Cuando colgué el teléfono, estaba temblando y tenía las
palmas de las manos húmedas. Ahora, estaba verdaderamente
aterrado. Las últimas palabras del viejo habían demolido la
última frágil ilusión de seguridad. Era un extraño en un país
repleto de dinero e indiferente hasta el punto de la
insensibilidad. Yo era un miembro de un bajo mundo legal,
sospechoso en todas partes y no apreciado en ninguna. Podrían
pegarme un tiro en cualquier esquina, y los suizos limpiarían la
sangre con una manguera y volverían a hacer rodar el tráfico
antes de que uno pudiera decir Juan Calvino. Ya les he dicho que
nací en Toscana. En aquel momento saboreé todo el gusto
florentino de la venganza del director. Entonces, llegó Lili, me
echó los brazos alrededor y nos apretamos el uno contra el otro
mientras susurraba las palabras una y otra vez como un
encantamiento:
—Un buen mañana, hermano... Un buen mañana...
Mañana fue un regalo de Dios: sin viento, ni nubes, con el
lago como espejo bajo el sol de primavera, nieve en las cumbres,
con los prados de los valles tapizados por un césped que llegaba
hasta los tobillos, mientras los pastores llevaban el ganado
ladera arriba, a la música de sus cencerros. Alquilé un coche y
fuimos hacia el Este, a lo largo del lago, hasta los Grisones, sin
rumbo y tan felices como una pareja en luna de miel. Lili estaba
en éxtasis por la alegría. Cantaba, hacía el payaso, jugaba con las
palabras y con el amor y construía castillos en el aire,
alhajándolos y demoliéndolos, después imaginaba una futura
prole, que luego aventaba de un soplido como si fuese de paja.
¿Yo? También me sentía feliz. Hacía tiempo que no conocía
aquel tipo de simplicidad. Mis relaciones con las mujeres habían
estado demasiado agobiadas por el tiempo, habían sido
demasiado frágiles y febriles para dar lugar a cualquier tipo de
paz. Yo cazaba; ellas aceptaban el reto; nos uníamos, nos
separábamos, y mañana era otro día y otra caza, con un saludo
con el sombrero y ciao, ciao, bambina y se acabó todo. No sabía
nada de vueltas al hogar y besos en la puerta y la diaria
absolución amorosa de todos los pecados de mi profesión. Era el
búfalo solitario, siempre en la periferia de la manada, atrapando
a las hembras errantes, dejando que fueran otros machos los que
las preñasen y quisiesen. Yo acostumbraba a fanfarronear de
ello, dado que éste es nuestro pasatiempo nacional, para probar
que nuestra potencia es infinita. Pero hoy, empequeñecido por
el miedo, disminuido mi autorrespeto, estaba, quizá por primera
vez, verdaderamente agradecido a una mujer.
Y también por primera vez, y esto puede sonar extraño en
un hombre al que se le ha entrenado a observar y a colocar a
cada persona en una ficha antropométrica, la vi en una forma en
la que la iba a recordar: el color de miel de su cabello que
escapaba por debajo de su pañuelo, las altas mejillas eslavas
enrojecidas por el viento y la excitación, las motas de oro en sus
ojos, la semisonrisa que se albergaba en las comisuras de sus
labios, la forma de su barbilla, hombros y senos y la manera en
que aleteaba con las manos cuando hablaba, e incluso la primera
marca del tiempo en la textura de su piel. Aquella Lili no era
ninguna niña. Había vivido de una forma demasiado extraña,
durante demasiado tiempo. Pero tampoco yo era un niño; y
estaba cansado de charlar de niños y mentiras de amantes y de
todos los chismorreos del mundo de las novelas.
Comimos en un hostal de montaña, que colgaba alto sobre
un valle. Pedimos suflé de queso y fondue de carne, bebiendo un
vino ligero y burbujeante, muy diferente al espeso vino de mis
colinas toscanas. La muchacha que nos servía era rubia,
sonrosada y blanca, y vestida como una muñeca con su delantal
y su blusa bordada. Nos sentamos frente a un gran fuego de
troncos y bebimos café y coñac de pera; y disfrutamos con el
sólido y tranquilo confort suizo de todo aquello. Hablamos del
futuro y Lili estimó el suyo sin resentimiento.
—...Ahora, estoy en el archivo. Cualquier policía que
conozca mi historial puede molestarme como si fuera una
prostituta. Así que tengo que ir con cuidado. Si vivo modesta y
sobriamente, los suizos me darán un permiso temporal de
estancia. Lo prolongarán de mala gana; pero con un buen
abogado y en un cantón pequeño, quizá pueda vivir en paz
durante largo tiempo. Si me casase, sería diferente. Tendría un
nuevo status civil y una nueva vida. Así que tendré que
pensarlo... pero aún no. Tengo dinero, bastante para un par de
años de vida sencilla. Tengo la villa en Ponza, que puede ser
vendida y por la que me pagarán un buen precio. Massimo me
dijo que se había acordado de mi en su testamento, pero ahora
lo han robado. Y, en cualquier caso, supongo que habría un
litigio, por lo que no espero nada de él... especialmente dado que
ya nunca puedo volver a Italia... No obstante, tengo mucha
suerte. Y también soy afortunada por tenerte a ti, mi amor... No
creí que fueras a preocuparte tanto por mí.
—¡Bah! Jamás creí que fuera a necesitar a una mujer para
esto. Para estar tranquilo, sin necesidad de probar nada, para
sentirme feliz sólo porque esté en la habitación. ¿Qué dirías si te
dijese que pasases este mes conmigo?
—Diría que sí. Pero también diría, por favor, déjame antes
de que te aburras; por favor no discutamos ni tengamos malas
palabras. Que sea como es ahora, simple y fácil, hora a hora, día
a día.
—Día a día. Bien...
—Y cuando te vayas, y sé que tendrás que hacerlo, y te
encuentres solitario, vuelve de nuevo. Tú y yo no nos hemos
hecho ninguna promesa. No tendremos que hacerla. Ahora
tienes que ser muy libre, libre para arriesgarte o disfrutar, como
tú elijas. Has comenzado a conocer al hombre que vive en tu piel.
—Le tengo miedo, Lili.
—Pero un día tendrás que enfrentarte con él en el espejo.
Después, si Dios quiere, serás capaz de ser feliz.
—Lo espero. Pero hay algo que debe ser dicho, Lili.
—¿Qué?
—Si llega un día en que tienes que elegir entre tú o yo,
considera primero tus propios intereses. Es lo que yo querría.
—No comprendo.
—¡Escucha, bambina! No estamos aquí por casualidad. No
nos han alojado juntos en un bello hotel porque la gente quiera
que seamos felices. Esto fue dispuesto por el director para que
surja un lazo entre nosotros, y cuanto más íntimo, mejor.
Entonces, una amenaza a uno sería una presión al otro. Ha
intentado comprarme. Quizá creo que lo ha logrado. Pero
también está buscando un seguro para el día en que yo pueda
tratar de hacer trampas con el contrato. ¿Comprendes?
—Comprendo. Y quiero que hagas trampas. Dime una cosa.
—¿Qué?
—Jamás te he oído pronunciar el nombre de esa persona.
Únicamente lo llamas el director. ¿Por qué?
—Una de las reglas del juego que se ha convertido en
natural. Pero, ahora que me lo dices, veo que hay otra razón. Es
un hombre muy atractivo. Puede seducirte, como me ha
seducido a mí muchas veces, con una sonrisa, un apretón de
manos, una demostración de confianza e infinito buen sentido.
Nació con ese talento. Es el resultado de veinte generaciones. Lo
envidio... ¡Dios, cómo lo envidio! Me asombra. Y cada vez le
temo más. Así que me obliga a pensar en él no como en un
hombre, sino como en un cargo, como el Papa o el presidente.
De esta forma, puedo enfrentarme a él. Puedo obstruir, inhibir,
cambiar de dirección, como a menudo he hecho en el pasado. ¡Es
extraño! Jamás había admitido esto a ninguna otra persona.
—Quizá llegará el día en que puedas nombrarlos a los dos
seguidos: al hombre que vive en tu piel, y al otro al que aún
tienes miedo.
—¿Soy un cobarde tan grande, Lili?
—¡Hay un miedo que nos convierte a todos en cobardes!
—¿Y cuál es el tuyo?
—La pequeña habitación, la luz brillando en mis ojos, los
rostros que no puedo ver, las preguntas y los golpes que vienen
de la nada. Me salvaste de eso, y nada que pueda hacer podría
pagártelo.
—Todos hemos recibido nuestro premio, cara... Este buen
día es ya bastante.
—Y esta noche llega tu Cavaliere Manzini... ¿Vas a hablarle
de mí?
—Me sería difícil evitarlo. ¿Te preocupa?
—No. Pero es una situación extraña. Fui la amante de su
hermanastro. Ahora me encontrará contigo. Me pregunto qué es
lo que pensará o dirá.
—¿Te importa?
—Sí. Quiero que sea amigo tuyo.
—Se llama a sí mismo la Salamandra. Debe de haber
pagado su propio precio por la supervivencia. Comenzaremos
con la esperanza de que nos comprenda. Después de eso, ¿quién
sabe? No hay signos en el cielo y no sé leer una bola de cristal...
Deberíamos regresar ya. Hay una hora y media hasta Zurich.

A las ocho y media de la tarde el Cavaliere Bruno Manzini


me recibió en su suite del «Dolder Grand». De nuevo el
ambiente era opulento: el vasto salón, la vista al oscuro bosque
y el lago iluminado por la luna y las luces de la acurrucada
ciudad; y, sin embargo, el hombre mismo parecía lejano,
austero, de tal forma que uno sabía que, aunque todo lo demás
fuera arrastrado por el viento, él seguiría allí en pie, recto como
una columna, con sus ojos orgullosos y su nariz patricia, y su
cabello como la nieve de los grandes Alpes. Su bienvenida fue
cálida y sonriente, pero desde el momento en que entré estuvo
estudiando mi actitud, mi comportamiento y entonación. Su
primer comentario fue característico:
—Ha cambiado usted, coronel.
—¿En qué sentido, Cavaliere?
—De muchas formas. Lleva su ropa como si disfrutase de
ella. Está usted más suelto, más seguro de sí mismo. Yo diría que
ha encontrado una mujer satisfactoria y un poco más de valor
del que tenía ayer.
—Acertó en ambas cosas.
—¿Un trago?
—Whisky, por favor.
Me sirvió él mismo y me fijé en que bebía muy poco. Alzó
su vaso en un brindis:
—Salud, dinero y amor...
—Y tiempo para disfrutar de todo ello, Cavaliere.
—Eso por encima de todo, coronel... He ordenado que nos
traigan la cena aquí, dentro de media hora. Pensé que se fiaría de
mí en la elección del menú.
—Naturalmente.
—Ahora, dígame todo lo que ha pasado desde que nos
encontramos en Roma.
Se lo dije. Recité todos los hechos sin darles brillo ni
interpretación, hasta llegar al momento en que me había
encontrado en Zurich junto con Lili Anders y la relación que
había empezado a madurar entre nosotros. Durante toda la
narración no dijo palabra, pero sus ojos jamás abandonaron mi
rostro, y supe que estaba sopesando cada frase e inflexión.
Cuando hube terminado, permaneció largo rato en silencio, tras
lo cual comenzó a interrogarme. Su tono era seco e inquisitorial.
—¿Está usted convencido de que el general Leporello se ha
aliado con los neofascistas?
—Estoy convencido de que era y es un candidato para tal
alianza. No puedo probar que lo haya firmado.
—Por consiguiente, usted infiere que ordenó, o estuvo de
acuerdo, con los asesinatos de Via Sicilia y el robo de los papeles
de Pantaleone.
—Afirmo que es un caso que debe ser investigado.
—¿Y en qué evidencia lo basa?
—Leporello sabía, por mí, dónde estaban los papeles y qué
pasos se habían dado para protegerlos. De llegar a su poder los
papeles, habría sabido instantáneamente que estaban
incompletos. Daría, y de hecho los dio, pasos para hallar los
restantes, para encontrar los microfilms y los mapas de Ponza.
Su ayudante estaba allí, provisto de órdenes firmadas por
Leporello.
—¿Y por qué iba a ser tan estúpido como para firmar unas
órdenes que lo incriminasen a él y a su ayudante?
—Esas órdenes no tenían por qué incriminarlo
necesariamente. Las podía justificar de una manera bastante
fácil como una medida investigadora de su nuevo programa de
contrainsurrección. Ya sabe cómo están organizados nuestros
servicios y agencias. A veces corren paralelos. Otras se
sobreponen; y a veces van unos en contra de los otros. Hay
rivalidades entre ellos y los Ministerios que los controlan.
—¿También hay conflictos internos?
—Naturalmente.
—Conflictos de política?
—Siempre.
—¿Cuál es el terreno de la disputa entre usted y su director?
—Hay varios. Solicité una investigación de Leporello. Él la
retrasó. Desobedecí una orden directa y entré en contacto con
Leporello.
—De hecho, puede ser usted responsable de dos asesinatos
y el robo de documentos vitales.
—Creo que soy responsable.
—Así que su director estuvo perfectamente justificado al
apartarle de la investigación.
—Si lo hizo por motivos disciplinarios, sí.
—¿Sugiere usted que tuvo otras razones?
—Las indicó claramente: me faltaba la autoridad y la
experiencia necesaria para enfrentarme con una situación
política compleja; polarizaría facciones existentes que era mejor
que continuasen divididas; era una víctima muy conveniente que
le proporcionaría tiempo.
—¿Razones buenas o malas?
—Eminentemente sensatas.
—¿Y le ha tratado a usted generosamente?
—Mucho.
—Entonces, ¿cuál es su queja de él? ¿Por qué protesta por
la forma en que ha actuado?
—No tengo queja. No tengo protesta alguna que pueda
mantener con validez. Pero...
—¿Pero qué, coronel?
—Se lo dije a la cara, y sigo afirmándolo: no me fío de él.
—¿Y su respuesta?
—La citaré al pie de la letra: «No quiero una dictadura. No
quiero el marxismo. Estoy seguro de que el tipo de democracia
que tenemos es demasiado inestable para durar. Pero, venga una
cosa u otra, trataré de hacerla tan tolerable como pueda.»
—Una ambición laudable, ¿no le parece?
—Eso depende de la interpretación. Él mismo puso un tono
especial a la misma: «Soy el rey del tablero y usted el peón.»
—¿Y no le gusta ser un peón, coronel?
—No me gusta.
—Sin duda, preferiría ser usted el rey.
—Cavaliere, mi padre fue un socialista de la vieja escuela
que pasó cinco años de exilio en Lípari, en tiempo de los
fascistas. Lo dejaron volver a casa a morir.
—Lo lamento, no lo sabía.
—No había razón para que lo supiese.
—Entonces, ¿qué es lo que le gustaría ser?
—Un servidor de una sociedad abierta.
—Pero se unió usted a un servicio cerrado, más sujeto que
cualquier otro a la corrupción del secreto. ¿Por qué?
—Me recomendaron, Cavaliere. Aproveché la oportunidad.
—¿Por qué?
—Tengo talento para la investigación.
—¿Y para la intriga?
—También para eso, si así lo prefiere.
—Y le gusta tener influencia sin responsabilidad.
—No. Me gusta la responsabilidad.
—¿Y le duele el hecho de que ya no pueda tenerla?
—Sí, así es.
—¿Y qué es lo que más le duele?
—Que un hombre, si lo desea, pueda rebajarme a algo
menos de lo que era... y que el mismo hombre pueda, si le da la
gana, enterrar, manipular o intercambiar información que puede
determinar el futuro político del país. Mi país, Cavaliere... y
también el de usted.
—¿Qué sabe usted de nuestro país, coronel?
—Demasiado poco. Y mucho de la parte mala. Conozco
criminales, agitadores, propagandistas, policías, políticos; pero
la gente... ¡Je! Hay veces en que me siento como un hombrecillo
verde de Marte, todo él cerebro y antenas, pero sin corazón.
—¿Puede usted ser comprado, coronel?
—Lo fui, Cavaliere. Hace cuarenta y ocho horas.
—¿Puede usted ser asustado?
Estoy asustado ahora. Sé demasiado. Estoy aislado. Soy un
blanco fácil.
—¿Y quién iba a querer eliminarle a usted?
—Por una parte, el director. Por otra, Leporello.
—O los dos, trabajando juntos.
Ésa es la verdadera pesadilla. Y podría ser cierta. Mire lo
que pasó en Grecia. Y fíjese con qué rapidez se tornaron
respetables los coroneles. Pantaleone, su hermanastro, tuvo los
primeros planes de un golpe de Estado, y ya eran muy terribles.
Con Leporello y el director actuando conjuntamente, podrían
convertirse en doblemente peligrosos, e inmediatamente.
—Y, cuando me llamó ayer, ¿qué era lo que creía que yo
podía hacer al respecto?
—Creí que podría aconsejarme sobre cómo seguir con vida
y usar los conocimientos que tengo para prevenir un golpe de
Estado.
—Qué es lo que sabe, Matucci?
—Sé cada nombre de los microfilms. Podría reproducir cada
documento. Podría reconstruir cada mapa. Tengo una memoria
fotográfica, Cavaliere. Aseguraría un noventa por ciento de
fidelidad.
—Sabe eso el director?
—Sí.
—Entonces, le dijo la verdad. Es usted una víctima natural.
—¿Y usted, Cavaliere?
—Yo también le dije la verdad. Somos aliados naturales.
Pero tendrá usted que aceptar que sea, ¿cómo lo diría?, una
alianza desequilibrada.
—¿Hacia qué lado estaría desequilibrada?
—Enormemente a mi favor. Lo introduciré en un nuevo
mundo. Tendrá usted que aprender su historia, su idioma y sus
símbolos. Tengo todo lo que a usted le falta: influencia, dinero,
amigos o servidores en cada país del mundo. Además, soy viejo
y obstinado. Así que tengo que mantener mi ventaja.
—Lo comprendo, y lo acepto.
—Hay una condición más.
—¿Si?
—Esa Lili Anders... Es un peligro para usted, y una molestia
para mí. Deshágase de ella y olvídela.
—No puedo hacer eso, Cavaliere.
—Insisto en ello, si quiere usted que trabajemos juntos.
—Cavaliere, estoy seguro de que hace treinta años tuvo
usted muchos amigos que le dieron el mismo consejo acerca de
Raquel Rabin. Como celebridad judía, ella era un peligro para
usted y una molestia para ellos. ¿Qué es lo que hizo usted?
—Acepté sus consejos.
—Raquel Rabin me contó una historia diferente.
—Lo sé, pero mi versión es la verdadera.
—Y, no obstante, ¿me pide usted que le haga lo mismo a
otra mujer?
—Por una razón diferente.
—La misma razón, Cavaliere.
—Está usted cometiendo un grave error.
—Probablemente. Pero me ofrece usted el mismo trato
inaceptable que el director: sométase y esté a seguro. Lo
lamento. Se cerró el mercado. No hay trato.
—¿Otro whisky?
—No, gracias. Y, si me excusa, no me quedaré a cenar.
—No le excuso, coronel. Se quedará aquí y me seguirá la
corriente, aunque sólo sea porque tengo treinta años más que
usted y alguna excusa para mostrarme maleducado.
—Cavaliere, también yo tengo excusa. Quizás esté muerto
pronto. Me gustaría disfrutar del tiempo que me quede.
—¡Siéntese ya, por Dios! Se acabó el juego.
—¿Cómo dice?
—Mi amigo, le ofrecía a usted un contrato inaceptable. Si lo
hubiera aceptado, yo mismo lo hubiera vendido a los asesinos...
Ahora, toque el timbre, por favor. Creo que ya podemos cenar.

El hombre que cenó conmigo aquella noche en el «Dolder


Grand» era un fenómeno, diferente de cualquier imagen que me
hubiera formado de él. Tenía setenta años, una edad en la que la
mayoría de los hombres se contentan con caer en la inactividad
y el confort. Pero no aquél. Burbujeaba como el champán.
Hablaba de libros, mujeres, pinturas, dinero, petróleo, películas,
modas, religión, cotos de caza, vino y el cultivo de las rosas. Era
tan variado que me asombró, y sin embargo, tan completo en lo
que era y hacía que me avergonzó por la pérdida que
representaban mis propios buenos años. No era sólo que fuera
elocuente o estuviera interesado; sabía, y lo sabía
profundamente. Disfrutaba, saboreaba. Había sacado su propio
sentido a la loca matemática de la creación. Pero, sobre todo,
aún tenía respeto al misterio y, aunque juzgaba de una forma
implacable, siempre había en el veredicto una pincelada de
reserva y de compasión. Entre la fruta y el queso inició una
nueva línea de conversación:
—Todos somos herederos, Matucci, y no podemos negar el
pasado, como tampoco podemos arrancarnos la piel. Sólo somos
libres de sacar el máximo beneficio de lo que tenemos, en el
tiempo del que ahora disponemos. Enviamos hombres a la luna
y creemos haber descubierto el mañana; pero el mañana está
aún creciendo de todos nuestros ayeres, y lo desciframos por
fragmentos y trozos, como la aritmética de los incas. Usted y yo,
por ejemplo, hemos compartido el pan, la sal y el vino. Hemos
comenzado una amistad. Pero usted jamás me comprenderá a
menos que recuerde que nací en un ático sobre un prostíbulo, en
la fiesta de la Asunción de la Virgen, el día que los acróbatas
llegaron a la ciudad. ¿Siente curiosidad...? Me alegra. Cuando
llegue a mi edad, Matucci, encontrará que quedan pocos con los
que puede compartir su pasado. Los viejos se van. Los jóvenes
no tienen interés. Uno está allí, una columna rota en un campo
de trigo, con los triunfos que celebra olvidados hace mucho, las
manos que lo alzaron convertidas en polvo y esparcidas por el
viento. Déjeme hablarle del día de mi nacimiento. La mayor
parte de lo que le diré es cierto; algo es incierto; el resto, quizá lo
haya soñado; pero, sin embargo, es parte de mí. Por favor,
sírvase algo de vino. Le ayudará a mostrarse paciente con mi
cuento de hadas.
Y así fue exactamente como lo contó, como un cuento de
hadas, con amplios gestos y obvia satisfacción. Estaba haciendo
de gigione, el saltimbanqui, y mirándome de reojo para ver
cómo reaccionaba ante su improvisación.
—...La fecha, mi querido Matucci, fue en 1900. Víctor
Manuel III era rey de Italia y León XIII estaba reinando
gloriosamente como Pontífice de la Sagrada Iglesia Romana. El
lugar es la Piazza delle Zocolette, o lo que es lo mismo, la plaza
de los pequeños zuecos, en Roma...
»Yo no lo vi, Matucci, pero puedo reconstruirlo para usted
porque vi muchas veces a los acróbatas de mi juventud...
Llegaban dando volteretas, volapiés y saltos mortales vestidos
con sus alegres trajes de retales mientras los pífanos desafinaban
y los tambores hacían bum-bum-bum, rat-rat-rat, y el que iba
delante lanzaba por los aires su bastón de cintas y anunciaba a
los cuatro vientos las maravillas que pronto se podrían
contemplar en la Plazza delle Zoccolette... Montaban un estrado
para la mascarada y un tenderete para vender talismanes y
pociones curalotodo... Y un teatrillo para los pulcinella. Erguían
postes y escaleras y tendían una cuerda para que el funambolo
pudiera hacer su paseo de desafío a la muerte, muy por encima
de las multitudes, de una esquina a otra de la piazza... Hacían un
cuadro con cuerdas para mantener alejada a la muchedumbre,
y colocaban brillantes colchones para los saltarines, y traían
rodando las grandes pesas que sólo Carlo el Magnífico podía
alzar... a pesar de que afirmaba que pagaría una moneda de oro
a cualquiera que lo lograse. Y mientras tanto, el del bastón iba
dando vueltas distribuyendo programas de mano, voceando los
talentos de su compañía, la virtud de sus panaceas y la
insuperable belleza de sus contorsionistas fememnas...
»...En los viejos tiempos, Matucci, había un prostíbulo en
la piazza llamado, por cortesía, casa de citas y dirigido por una
alcahueta llamada Zia Rosa. No era el lugar más elegante de la
ciudad, pero tampoco era el peor. No lo recuerdo, pero mi vieja
nurse Angela, que era la hermana de Zia Rosa, contaba a veces
historias acerca del mismo a las aleladas sirvientas de la casa de
mi madre... Para Zia Rosa el día de la fiesta y la llegada de los
acróbatas equivalía a dinero en la caja. El día de fiesta
significaba comer, beber y pasear por el río, y luego, todo chico
joven con sangre en las venas estaba dispuesto a una actuación
en la cama. El espectáculo representaba multitudes y un
agolparse de cuerpos en la piazza; y la visión de las acróbatas
dando saltos vestidas de mallas era bastante para hacer que san
Antonio saliese aullando en búsqueda de satisfacción para
aquella lujuria de verano... Lo sé, Matucci, más de una vez me
pasó a mi en mis días mozos...
»...Aquel día, Matucci, mi madre estaba sintiendo los
dolores en el ático de Zia Rosa. Cómo había llegado allí era
bastante simple: una chica embarazada, deshonrada, con poco
dinero, era inevitable que llegase a Zia Rosa o a alguien similar.
Zia Rosa proporcionaba un doble servicio. Su hermana Angela
era tanto comadrona cómo experta en abortos. Y, después,
reclutaba a las chicas que mejor le parecían para el servicio de la
casa.
»En una ocasión oí a Angela describir a mi madre, tal como
era entonces. La llamó «original», una furbacchiona, esquiva y
difícil de comprender. Tenía tez pálida, ojos azules y un cabello
color miel. Hablaba italiano, inglés y romanesco. Sus ropas eran
buenas, pero un tanto demasiado modestas para alguien que
evidentemente sabía algo más que las oraciones. También tenía
dinero en el bolsillo, al menos lo bastante como para que Angela
la ayudase en el parto; pues Angela no hacía nada sin cobrarlo
por adelantado...
»...Aparentemente, aun entonces mi madre era arrogante
y exigente, a pesar de su vientre hinchado y su necesidad de un
refugio, aunque fuera aquél. Deseaba sábanas y toallas limpias,
y jabón, y dos buenas comidas al día traídas de la cocina, y una
lista de medicinas de la farmacia. Afirmó de buenas a primeras
que se quedaría hasta una semana después del nacimiento del
niño, y que pagaría a una criada para que la cuidase durante su
convalecencia. También era dura. En aquel tiempo, la mayoría
de las mujeres hubieran aullado, estremeciendose y suplicando
se les evitase los dolores del parto. No aquélla, dijo Angela. Tenía
que arrancársele cada gruñido como si fuera una mártir en el
potro. Cuando pasaba cada espasmo, se forzaba a hablar con
aquella voz fría y sensata que hacía que incluso el italiano
pareciese extraño. Lo que decía no tenía mucho sentido,
especialmente viniendo de una mujer que estaba sudando las
penas del parto en la buhardilla de una casa de putas. Pero el
caso es que la mayoría de las mujeres están un poco locas en un
momento como ése, así que Angela le siguió la corriente hasta
que los dolores se hicieron más fuertes y rápidos y estuvo
gritando continuamente... ¿Le suena extraño, Matucci, que esté
reviviendo mi propio nacimiento? Todo esto tiene un
significado, al menos yo lo creo así.
»Allá abajo, en la piazza, y esto lo sé porque Angela estaba
mirándolo, Luca Salamandra, el que caminaba por la cuerda
floja, estaba a punto de comenzar su paseo por el cielo. Iba
vestido totalmente de negro, con el cabello aplastado por el
fijador y los bigotes tiesos por la gomina. A mitad de distancia en
la escalera se volvió para saludar a las multitudes que lo
aclamaban. Luego, subió a la pequeña plataforma en la punta del
mástil y puso un pie en la cuerda. Se oyó un jadeo entre la,
muchedumbre cuando vieron que vibraba bajo su peso y lo
contemplaron colocarse en peligroso equilibrio. Luego,
quedaron en silencio...
»...Al principio, se movía lentamente, probando la fuerza de
la brisa y la tensión del cable bajo sus plantas. En el centro de la
piazza se detuvo y comenzó a dar saltos sobre el cable. Luego,
dio un salto mortal y aterrizó en pie sobre el oscilante cable.
Estaría, quizás, a unos cinco metros del extremo del cable,
cuando se detuvo, mirando directamente a los ojos de Angela.
Ésta recuerda cómo le sonrió, comenzando a caminar hacia ella.
En aquel preciso momento, Matucci, mi madre aulló y yo saqué
de mala gana mi cabeza al mundo y Luca Salamandra cayó a la
eternidad.
»Diez días más tarde, una mujer enlutada de pies a cabeza,
con una acompañante mayor, se presentó en la Oficina del
Registro General para depositar una serie de documentos
legalizados. El primero era un certificado de matrimonio entre
Anne Mary Mackenzie, soltera, de la Gran Bretaña, y Luca
Salamandra, soltero, acróbata. El segundo era el certificado del
forense sobre la muerte de Luca Salamandra. El tercero era una
notificación del nacimiento de Massimo Luca Salamandra,
varón, hijo de Anne Mary Mackenzie y Luca Salamandra,
fallecido.
»Esta extraordinaria concatenación de documentos era el
resultado de una larga discusión entre Anne Mary Mackenzie y
Zia Rosa, seguida por tres horas de regateo entre Angela la
comadrona, Zia Rosa, el jefe de los cómicos y Aldo el Calígrafo,
un viejo falsificador de documentos que vivía en una callejuela
junto a la piazza y estaba especializado en la reproducción de
manuscritos históricos. El hecho de que el oficinista del registro
aceptase los documentos sin ninguna duda, fue un buen tributo
a la habilidad del calígrafo.
»El resultado de toda la transacción fue que Anne Mary
Mackenzie se convirtió en una respetable viuda romana, y que yo
disfrutaba de una legitimidad espuria que podría permitirme
entrar al servicio de la Corona, o incluso tomar las órdenes
Sagradas, en el poco probable caso de que alguna vez aspirase a
ser sacerdote...
»Naturalmente, jamás he deseado ser sacerdote, coronel,
pero a veces creo que hubiera sido un maravilloso cardenal, en
tiempos de los Borgia, claro, cuando el celibato no era requerido
de una forma tan estricta... ¿Quiere que le diga lo que está
pensando en este momento? Se está preguntando a qué viene
toda esta larga historia, si me estoy riendo de usted, o estoy
aprovechándome de que no le queda más remedio que
escucharme. Tendría razón en ambos casos. Pero también le he
contado una parábola. Fui concebido por un noble, y se me dio
como padre a un acróbata muerto. Soy, y siempre lo he sido, una
contradicción. Para tratar conmigo necesitará paciencia y tanta
fe como hay que tener para creer en la sangre de san Genaro.
Ahora bien, usted es el hombre que está en la cuerda floja.
Quiere salvarse y servir a un país muy dividido y a un pueblo
apasionado. Necesitará unos nervios de acero, porque usted
también verá arder monstruos, y si resbala, aunque sólo sea en
una ocasión, estará muerto... Espero que comprenda esto.
—Lo comprendo muy bien. Pero, ¿por dónde comenzamos?
—Está usted bajo órdenes de no regresar a Italia durante un
mes. Usaremos ese mes para establecer un seguro. Mañana por
la mañana usted y Lili Anders se marcharán del «Baur au Lac».
Les estará esperando un coche para llevarles, por un camino
retorcido, a Liechtenstein, donde vivirán en una casa que
pertenece a una de mis compañías. Se trata de un pabellón de
caza transformado, original, pero muy cómodo. Allí transcribirá
todo lo que sabe del asunto Pantaleone los microfilms, los
mapas... todo. Ese material será copiado y las copias guardadas
en una serie de Bancos, fuera y dentro de Italia. Durante este
mismo mes, usted recibirá otro material que le enviaré. Lo
estudiará cuidadosamente, porque servirá para prepararle para
la siguiente etapa de la operación: su regreso a Italia.
Naturalmente, permaneceremos en comunicación personal y
continua. Tendrá a dos personas de mi equipo a su servicio
constante, como guardianes y mensajeros.
—¿Y cuando regrese a Italia?
—Seguirá usted de permiso, un oficial de carrera, mal
pagado, con cualificaciones especializadas. Lo que yo haré, para
usar una frase gastada, será darle un tirón hacia arriba, tanto
profesional como socialmente. Le ofreceré un sueldo muy
sustancioso como consultor de inteligencia económica. Será una
transacción abierta, sancionada por una lamentable costumbre.
Cada funcionario publico de este país trata de suplementar sus
ingresos en la industria privada. Como es natural, su director se
enterará de ello. De hecho, yo me cuidaré de obtener su
aprobación.
—¿Está seguro de que se la dará?
—¿Por qué no? Tendría otra forma de comprometerle
cuando lo desee. Le demostrará que usted es lo que él espera que
sea, un hombre venal, fácilmente comprado y silenciado. Bajo la
cobertura de esa situación, continuará sus investigaciones sobre
el movimiento neofascista y la conexión de Leporello en el
mismo. Me informará de sus hallazgos y decidiremos un medio
de acción. ¿Le parece bien todo esto?
—Con una reserva, Cavaliere.
—¿Y cuál es?
—El director... Le he visto escribir el guión de comedias
similares. No creo que se trague ésta.
—Ni yo. Pero tratará de hacernos creer que se la ha
tragado... Que es lo único que necesitamos. El verdadero
problema es otro: tenemos que mantenerle a usted con vida.

El pabellón de caza estaba a diez kilómetros al sur de


Triesen, donde los picos del Rhätikon se unen con los Alpes
Glarner y los bosques de pinos suben, hechizados y oscuros,
hacia el límite de las nieves. Estaba edificado en la entrada de un
alto valle, que sólo era accesible por un camino de vía única
asfaltado que terminaba en un tremendo portalón de regio pino,
acabado en puntas de hierro y fijado a pilares de piedra tallada.
Pasada la puerta, un sendero pavimentado corría entre altos
árboles hasta llegar al mismo pabellón, un largo edificio de
piedra arenisca con un ensamblaje de maderas y techos de cinc
sobre troncos, que se alzaba macizo y sólido contra el paisaje de
pinos y las neblinosas cimas.
Desde el exterior parecía frío y nada acogedor, dispuesto a
resistir una invasión o una avalancha. En el interior era simple,
pero cálido, con la luz del fuego brillando en las paredes
recubiertas de madera, el reluciente cobre y la vajilla campesina.
La casa era cuidada por un viejo tirolés y su esposa, y había otras
dos personas: Heinz, un enorme tipo taciturno de los Grisones,
y Domenico, un atezado y joven varesino, que era un charlatán
en francés, inglés, italiano y switzerdeutsch. Formaban una
pareja rara, pero formidable: Heinz era infalible con un rifle;
Domenico un atleta de circo maravilloso tanto con la pistola
como en el kárate. Siempre había uno de ellos de guardia,
patrullando el terreno, vigilando el camino, atisbando los altos
desfiladeros por si se veían pastores o alpinistas. Cada mañana
Heinz iba en coche a Triesen de compras y a buscar el correo.
Cada tarde, al ponerse el sol, eran cerradas las puertas, dispuesta
una complicada serie de alarmas, y los dos hombres se dividían
la guardia nocturna.
Había un teléfono en la casa, pero nos advirtieron que no
lo usásemos. Podíamos caminar libremente por los confines de
la propiedad, pero siempre y sólo con Heinz y Domenico
acompañándonos. Por lo demás, había una máquina de escribir,
papel, papel carbón, una copiadora y, si necesitaba algo más,
sólo tenía que pedirlo y Heinz lo iba a buscar, aunque tuviera
que viajar a Zurich.
Durante los primeros días me sentí encerrado e inquieto;
pero Lili estaba tan alegre como un pajarillo y me incitaba a
relajarme y a dedicarme a la simple rutina del trabajo. Nos
levantábamos pronto y, tras el desayuno, yo me dedicaba a la
tarea de reconstruir, a partir de mi memoria, el material de los
microfilms. Era un trabajo tedioso que dependía de toda una
serie de trucos técnicos, cada uno de los cuales ponía en
funcionamiento una secuencia de memorias visuales. Con
interlocutores entrenados y una estenógrafa que fuera tomando
inmediatamente los datos, podría haber realizado el trabajo en
la mitad del tiempo. Tal como estaban las cosas, tenía que
intercalar la labor mecánica de transcribir cada secuencia con la
máquina. Por consiguiente, tenía que tener en cuenta el factor de
la fatiga y detener mi trabajo inmediatamente que se introducía
en la ecuación memorística. De hecho, podía trabajar tan sólo
unas cuatro horas por día en la reconstrucción. El resto del
tiempo lo pasaba clasificando y tomando notas de los informes
que Bruno Manzini me enviaba cada día por correo.
Todos los informes eran enviados desde Chiasso, que es la
ciudad fronteriza del cantón suizo de Ticino. La información
estaba bellamente codificada y cubría una asombrosa variedad
de temas: la organización y control de los sindicatos, la
localización de las células marxistas y la trama de sus
actividades, diagramas mostrando la estructura financiera y
directiva de las grandes compañías con dossiers sobre sus
principales dirigentes, listas de contribuyentes a los partidos
políticos, alianzas matrimoniales entre las grandes familias,
paquetes de acciones poseídos por organizaciones extranjeras,
informes crediticios, notas sobre las políticas editoriales de los
periódicos y las editoras, actividades de las Embajadas
extranjeras, nombres e historias privadas de funcionarios
prominentes y la agenda de sus visitas a Grecia y España, una
serie completa de muy explícitos documentos acerca de las
finanzas vaticanas y de las actividades políticas del Secretariado
de Estado de la Santa Sede...
Yo llevaba en trabajos de inteligencia mucho tiempo, pero
buena parte de aquel material era nuevo incluso para mí, y
mostraba la existencia de una enorme y costosa organización, no
sólo dedicada a reunir la información, sino también a clasificarla
y procesarla para su uso constante. Cuanto más leía, más me
asombraba la complejidad de la vida italiana y el problema de
mantener incluso únicamente una apariencia de orden en una
nación industrializada moderna. La tensión era enorme, y el
equilibrio de fuerzas tan precario que incluso los más optimistas
no podían ignorar la continua amenaza de un desastre.
Comprendía claramente la frustración de los
revolucionarios que deseaban barrer a un lado todo aquel lío y
comenzar de nuevo. Comprendía la desesperación de los jóvenes
que deseaban apartarse de todo, como el Poverello d’Assisi, y
vivir en fraternal simplicidad, a base de cannabis y pan de maíz.
Comprendía la seductora ilusión de la dictadura: el que un
hombre mesiánico, armado de un poder total, pudiera imponer
el orden y la unidad con un movimiento de su cetro. Y, aunque
más lentamente, comenzaba a ver el significado de la creencia de
Bruno Manzini acerca de que todos éramos prisioneros de
nuestros genes y que nuestra historia y nuestro futuro estaban
escritos por escribas perecidos hacía mucho.
Había días, los malos, en los que la memoria me fallaba y
la razón se tambaleaba, durante los cuales me sentía oprimido
por una sensación de futilidad total. Era un loco bufón, tratando
de parar a gritos una avalancha. Era un mono saltarín, llorando
por ser el rey de la Humanidad. ¿Qué derecho tenía yo a
determinar, por indirecta o minúsculamente que fuera, el texto
de una sola línea de la Historia? Me sentía atraído, con profunda
añoranza, hacia las creencias de mi niñez: un Dios personal para
el cual ni siquiera dejaba de tener importancia el pajarillo de los
cielos, que en un tremendo y glorioso juicio lo arreglaría todo, lo
renovaría y lo estabilizaría. Y entonces me di cuenta de que lo
había sacado de mi universo con mi razonamiento y que ya
nunca podría volver a acudir a Él.
En aquellos días desiertos Lili era un oasis de seguridad.
Rehusaba ser alejada por mi brusquedad. Me cuidaba con
ternura. Me sacaba de la casa y me hacía caminar a través de los
bosques de pinos, obligándome a fijarme en cada pequeña
maravilla: la forma de un hongo que había en el hueco de un
árbol, la música de una fuente en la montaña, la textura de la
piedra y la corteza, las luces del sol en los altos farellones.
Quedase lo que quedase en mis secas entrañas de soñador, ella
lo despertó y lo nutrió con extraordinaria paciencia. También
bromeaba conmigo, y me obligaba a avergonzarme y volver a ser
sensato.
—...Sé cómo te sientes, amor mío. Todo pasa. Tú y yo
también pasaremos. Y el horror del mundo continuará. Pero
piensa en esto: mientras seguimos luchando, lo mantenemos
apartado aunque sólo sea por un poco más. Si todo el mundo
abandonase la lucha, los bárbaros volverían a hacerse con el
poder durante otro millar de años. Aunque seamos ignorantes y
estemos equivocados, la causa sigue siendo buena. Tienes que
creer esto, nunca debes olvidarlo. Mira... incluso yo soy un
pequeño triunfo para ti. No, por favor, escúchame. No puedo
recordar cuánto tiempo hacía desde que me pertenecía a mí
misma. Hoy es así. Incluso cuando me entrego a ti, lo hago como
mujer libre. Si no te hubiera importado, aunque fuera un poco,
estaría muerta, o encerrada con las prostitutas de la Mantellate.
¿No es bueno este día, este lugar? No estaríamos disfrutando de
él si no hubieras luchado, y también si no te hubieras
equivocado... Ahora, ¿por qué no me llevas a casa y hacemos el
amor? Aquí fuera está todo demasiado húmedo.
Hacer el amor siempre es bueno; pero también esto estaba
maldito por el pensamiento de que iba a acabar demasiado
pronto. Hablábamos poco de aquello; yo era un hombre sin
recursos, demasiado viejo para empezar otra carrera en el exilio.
Ella tenía que renacer y salir de la oscura matriz de nuestro
trabajo hacia otra existencia. Yo era el cordón que la ataba a su
pasado. El cordón debía ser cortado para que pudiera ser
totalmente libre. No había esperanza para ninguno de nosotros
en un futuro de ensueño; y el pensamiento de nuestro solitario
mañana pesaba mucho sobre ambos, y nuestras noches eran, a
causa de esto, aún más desesperadas y preciosas.
Llevábamos unas dos semanas en el pabellón cuando vino
Bruno Manzini a visitarnos. Era un domingo. Llegó justo
después de la comida, cansado y brusco. Se apoderó de mis notas
y se retiró a su dormitorio, y no lo volvimos a ver hasta las siete
y media de la tarde. Se disculpó por su mal humor e hizo grandes
esfuerzos para lograr que Lili estuviese a gusto.
—Es usted buena para este hombre, Lili Anders. Estoy
seguro de que también lo fue para Pantaleone. Por favor, no esté
asustada conmigo. La vida es demasiado corta para invitar
fantasmas a la mesa... Y yo soy lo bastante viejo como para
valorar a las mujeres hermosas. He estudiado sus notas,
Matucci. ¡Excelentes! Pero muy preocupantes. ¿Ha sacado algún
sentido de las cosas que le he enviado?
—A algunas sí. Me gustaría discutirlo con usted después de
la cena.
—Para eso estoy aquí. La dejaremos fuera, mi querida
dama, pero me va a perdonar por anticipado; pues, cuanto más
supiese usted, más riesgo correría, y nuestro amigo aquí
presente tiene un especial interés por usted. ¿Se lo ha contado,
Matucci?
—¿Qué es lo que tenía que contarme, Cavaliere?
—Que le ordené que la alejase y le amenacé con no ayudarle
si se rehusaba. Me desafió. Al conocerla ahora, me alegra que lo
hiciese.
—Gracias, Cavaliere. No me lo contó.
—Matucci, es usted un estúpido.
—Eso ya es viejo. No insista en el tema, ¿eh?
Se echó a reír, puso su brazo alrededor de Lili y brindó por
ella con su galantería de antiguo estilo, luego, lanzó una tal
cascada de anécdotas y recuerdos, que nos arrastró desde la sopa
al café sin pausa aparente. Después, cuando estuvimos solos, con
el coñac calentándose entre nuestras manos, me dijo:
—...Las cosas están mal, Matucci. Primero tenemos este
asunto de Bessarione. La Policía dijo que se voló él mismo
mientras intentaba sabotear un poste de alta tensión. La
izquierda dice que fue asesinado por la derecha. Yo conocía a ese
hombre. Si quiere, sería un excéntrico, pero era un romántico
muy rico, que al mismo tiempo era un editor excelente. ¿Cuál es
la verdad? Quién lo sabe. Pero, al menos, debería quedar
expuesta a público debate. ¿Y qué es lo que sucede? Que hay una
serie de detenciones de periodistas y estudiantes. ¿La
acusación?: «Difundir noticias con el fin de alterar el orden
público.» ¡Por Dios! Eso es lo que decían los fascistas. Recuerdo
el día en que promulgaron esa ley. ¿Resultado? Más divisiones.
Más intranquilidad. Mañana los obreros vuelven a abandonar la
«Fiat». En Roma los basureros entrarán en huelga y la ciudad
será un estercolero dentro de tres días. Después de esto,
acercándose la Pascua y llegando la estación turística, harán su
huelga los empleados de hotel. Mientras tanto, estallará una
bomba o dos, y quizás a un niño le alcance una bala de la
Policía... Ya ve lo bien engranado que está todo. Los fascistas
echan la culpa a los marxistas, los marxistas culpan a los
fascistas. Cada uno de ellos provoca al otro. Cada uno echa las
culpas de la violencia al otro. Y en medio está el pueblo: los
estudiantes, que no pueden obtener su educación porque no
construimos suficientes aulas; las amas de casa, que no pueden
volver a sus hogares porque los autobuses no funcionan; los
enfermos, que están colocados tres por cama en nuestros
atestados hospitales. Déjeme decirle algo, Matucci. Se me ha
notificado que tengo que acelerar la entrega de todos los equipos
de control de manifestaciones que pueda fabricar. Lo que no
pueda hacer debo comprarlo, pedirlo prestado o robarlo, sin que
se me ponga límite alguno a las divisas que vaya a utilizar.
También las Bolass comienzan a sentir el pánico. Si le contase
cuánto dinero salió del país la semana pasada, se echaría a llorar.
Y, ¿cuál es el resumen de todo esto? Los marxistas pueden, y
quizá lo hagan, crear una anarquía en el país, pero aún no están
preparados para dirigirlo. Ni estoy seguro de que quieran
dirigirlo, al menos no creo que deseen ocupar la Colina del
Quirinale. Su apoyo lo tienen a nivel local, en las ciudades, en los
pueblos y en las provincias. Pueden practicar el terror y la
intimidación con grupos de guerrilla urbana, pero no pueden
montar un golpe militar. Como usted sabe, la derecha podría
hacerlo, siempre que contase con el suficiente apoyo tácito del
centro y la religión. En cuanto a la simpatía del exterior,
contarían con la de Estados Unidos, que tiene enormes
inversiones en el país y la Sexta Flota embotellada en el
Mediterráneo jugando a indios y vaqueros con los rusos. Y la
tendrían de España, Grecia, y probablemente de Francia.
Después, ¿a quién le importa? Sus notas me lo confirman,
Matucci. Pero me dicen aún más: mi hermanastro era menos
estúpido de lo que yo creía. Planeaba mejor de lo que me
pensaba. Con ciertas modificaciones, su estrategia sigue siendo
válida hoy o mañana... Y me he guardado la peor noticia para el
final. Leporello ha firmado el trato. Se ha puesto las botas de
Pantaleone.
—¿Y el director?
—Se ha unido a él... Se reunieron el fin de semana pasado
en una fiesta que había en «Villa Baldassare».
Cómo lo sabe?
—Porque yo también estaba allí. Querían que me uniese a
su club.
—¿Y?
—Naturalmente, acepté. Cuando piense en ello, se dará
cuenta de que es una unión natural. Industrias pesadas, textiles,
periódicos, Bancos y un Gobierno estable dedicado a la ley y el
orden.
—¿Por qué no se lo habían pedido antes?
—Porque Pantaleone no quería ni oír hablar de eso. Y, en
aquel tiempo, lo necesitaban a él más que a mí.
—¿Y por qué ahora sí?
Porque, gracias a su investigación y a la información que
había en los papeles de mi hermano, el director y el general
Leporello conocían mi conexión con la muerte de mi hermano.
Así que había llegado el momento de llevar a cabo un acuerdo
civilizado. ¿No lo cree así?
—Creo, Cavaliere, que me estoy volviendo loco.
—Aún no, Matucci, por favor. Lo necesito muy cuerdo. Me
uní para estar dentro de la conspiración. Quiero que esta
preciosa junta sea destruida para siempre. Entre nosotros, creo
que podemos hacerlo.
—¡Por Dios! ¿Cómo?
—Acusando a Leporello de asesinato y al director de
conspiración con un asesino. ¿Podría hacerlo?
—Me gustaría probar.
—Ahora el peligro es doble.
—Lo sé.
—¿Dudas?
—Algunas. Creo que necesitamos un nuevo guión.
—Discutámoslo en un momento. ¿Tiene alguna condición
que poner?
—Conduciré el asunto a mi manera, sin interferencia de
nadie.
—De acuerdo.
—Que cuando le pida información, dinero y cualquier otra
ayuda que necesite, de vez en cuando, lo obtenga.
—De acuerdo. ¿Qué hay de los arreglos financieros?
—Nada de arreglos financieros, gracias. No soy ningún
mercenario y no puedo pedirle que me pague por anticipado mi
seguro de vida. Tengo una petición, eso es todo.
—Hágala.
—Desde el momento en que salgamos de este lugar, quiero
que se proteja a Lili Anders. Si logro éxito en mi trabajo, quiero
que le den una amnistía presidencial para que quede libre de
volver a Italia, si así lo desea. ¿Puede garantizarme esas cosas?
—La primera sí. La segunda no. Pero me romperé la
espalda tratando de obtenerla.
—Entonces, eso es todo. Ahora, hablemos del guión.
Sorbió lentamente su coñac, dejó la copa, luego hizo una
pequeña catedral con las puntas de sus dedos y me sonrió por
encima del techo de la misma. Me dijo, con placidez:
—Mi amigo, ya le he vendido este guión al director.
Repentina e irrazonablemente me sentí irritado. Tenía la
garganta amargada por la bilis y la cabeza llena de zumbidos.
Salté del sillón y me quedé en pie frente a él, lanzándole una
invectiva vehemente:
—Es usted un viejo arrogante. Arrogante y peligroso. ¡Ésta
es mi vida, mi vida! ¡No puede jugar con ella! Lo que haga usted
es asunto suyo. Es rico, está protegido. Puede comprarse
abogados, guardaespaldas, privilegios diplomáticos, inmunidad
contra todo menos un fallo cardíaco. Yo no. Yo tengo que
cuidarme de ser mi propio seguro. Así que no quiero que haga
ningún trato que yo no haya aprobado. Ni que cierre negocios
que yo no haya ratificado. No me ha comprado, Cavaliere.
Entérese bien de esto. ¡No me ha comprado! Oh, sé que es usted
la Salamandra y que ha sobrevivido mucho más de lo que es
probable que yo haga. Pero usted escribió esa historia por sí
mismo. ¡Yo tengo que escribir la mía, aunque sólo sean dos
palabras: Hic iacet!
Sin pensar en lo que estaba haciendo, lancé la copa de
coñac contra el fuego, donde estalló con una gran llamarada. Las
llamas murieron en pocos segundos, y me volví para ver a
Manzini aún sonriéndome por encima de las puntas de los
dedos. Luego, se alzó y se enfrentó a mí al otro lado de la
alfombra del hogar, aún tranquilo y benigno.
—Mi querido coronel, realmente me infravalora. O quizás
estoy siendo demasiado críptico para una hora tan tardía.
Cuando hablamos en Zurich, hace dos semanas, ¿no estuvimos
de acuerdo en una estrategia?
—Estuvimos. Pero las circunstancias son diferentes. Usted
está ahora dentro del club. Eso da color a cualquier relación que
tenga con usted.
—¿Podría sugerirle que ese color es un mejor
enmascaramiento que antes?
—Puede sugerir lo que quiera. Necesito pruebas.
—Entonces, déjeme tratar de dárselas. Cuando hablé con su
director y Leporello en la «Villa Baldassare», su nombre fue
mencionado varias veces.
—¿Quién lo mencionó?
—Primero el director. Luego Leporello. Naturalmente, yo
también tuve algún comentario que hacer.
—¿Qué es lo que se dijo?
—El director, con su habitual delicadeza, dijo que usted era
una molestia. Leporello usó la frase «¡Un grave riesgo!». El
director dijo que estaba usted inmovilizado. Leporello dijo que
exigía que se eliminase del todo aquel riesgo.
—¿Y usted, Cavaliere?
Indiqué que era usted un oficial muy veterano e inteligente,
y que, si estuviese en sus zapatos, yo hubiera tomado ciertas
precauciones, por ejemplo, guardando documentos en un Banco
para que fueran publicados en caso de muerte. Expresé mi
opinión de que un accidente repentino podía desmoralizar a sus
amigos y colegas del Servicio. Luego, les conté un pequeño
cuento: que, después de su llegada a Suiza, me había
telefoneado, preguntándome si podría hallar un lugar para usted
en mi organización. Que usted me había dicho que lo habían
tratado muy mal y que estaba pensando muy en serio en
presentar su renuncia y buscar un empleo civil. Le dije al
director que lo había invitado a usted aquí este fin de semana,
para discutir el asunto. Comenté que me parecía una buena idea
ofrecerle un empleo temporal mientras él seguía manteniéndolo
a su disposición y bajo la autoridad del Servicio. En resumen,
logré convencer al director de que era usted más seguro vivo que
muerto, al menos por el momento.
—¿Y Leporello?
—No estuvo de acuerdo. Pero el director se impuso.
—¿Por cuánto tiempo?
—Buena pregunta. Y no sé la respuesta. No obstante, como
ve, el trato aún no está cerrado porque se necesita su
consentimiento. Puede cambiar de idea. Quizás elija el llevar a
cabo esta operación en secreto, y sin ninguna conexión clara
conmigo. Estaría de acuerdo con ello, si eso sirviese para que
usted quedase más libre y pudiera ser más eficiente. Por lo
demás, a menudo me muestro arrogante, aunque no deseo serlo
con usted. También soy viejo, y puedo ser peligroso, pero nunca
con mis amigos. ¡Créalo, Matucci!
—Lo creo, Cavaliere. Fui rudo. Pero estoy harto de que la
gente juegue con mi vida.
—¿Le dan a menudo ataques como ése?
—No.
—Me alegra oírlo. Ése es un coñac muy caro. Tómese otro.
—Acabemos primero con la discusión. Si trabajo en secreto,
estaré huyendo continuamente. Tendré que usar papeles falsos,
quizá dos o tres identidades, y a menudo habitar lugares poco
adecuados. Ya lo he hecho antes. Puedo hacerlo de nuevo; pero
sería un impedimento. Preferiría trabajar abiertamente como
empleado suyo, pero eso puede comprometer su posición y
exponerle a riesgos personales. Así que la decisión es suya.
—Ya la he tomado. Se unirá a mí.
—¿Cuándo?
—Telefonearé mañana al director, diré que quiero
emplearlo a prueba y le pediré permiso para llevarlo a Italia
conmigo.
—¿Tan pronto?
—La respuesta está en sus propias notas. Queda muy poco
tiempo.
—Aún no he terminado con esas notas.
—Termínelas en mi casa. Vivirá allí, hasta que tomemos
otras disposiciones.
—¿Qué le digo a Lili?
—Lo que sea necesario para mantenerla feliz. Le daré
cuenta de las disposiciones para su seguridad antes de que nos
vayamos. Usted dedíquese a la parte amorosa.
—Hablando de parte amorosa, Cavaliere...
—¿Sí?
—¿Cuál es exactamente su relación con la Principessa
Faubiani?
Ahora, fue su turno de irritarse. Se puso rojo como la cresta
de un gallo. Echó hacia atrás la cabeza y vibraron las aletas de su
nariz de patricio. Me espetó:
—¿Y qué infiernos le importa eso a usted?
—Tengo que preguntárselo, Cavaliere. Conozco a muchos
hombres buenos que han muerto por hablar demasiado en la
cama.
Me miró durante un largo y hostil momento. Tragó el coñac
que le quedaba y lanzó la copa al fuego, tal como yo había hecho.
Luego se relajó y sonrió, y la sonrisa le hizo parecer veinte años
más joven.
—Digamos que soy un acaudalado protector que tiene
ciertos privilegios cuando está en Roma. Pero acepto su punto de
vista, Matucci. Este arreglo no es exclusivo, y la dama
acostumbra a chismorrear. Quizá debería presentársela y dejar
que usted juzgase por sí mismo. ¿Quién sabe? Tal vez incluso la
halle útil. Tengo otras relaciones, Matucci. ¿Piensa inmiscuirse
en todas?
—Sí, si se relacionan con mi vida, Cavaliere.
—Dio! Qué forma de discutir. Necesito una pelea de vez en
cuando, para mantenerme en forma. Pero no lo hagamos muy a
menudo. Le daré una idea, para que la consulte con la almohada.
Llega un momento en el que a uno sólo le queda savia para un
buen coito y valor para una buena lucha. No malgaste el coito en
una prostituta o la lucha con un dragón de papel. ¡Buenas
noches, amigo!
Era la salida de un actor, y me pregunté, irritadamente, por
qué se había tomado la molestia de hacerla tan obvia. No tenía
nada que probar. Tenía demasiado poder, había sobrevivido a
demasiadas tormentas, por lo que las bromas y la mixtificación
sólo servían para rebajarlo. Luego, comencé a preguntarme si no
estaría tratando de rebajarme a mí, de hacerme más flexible ante
sus designios. Le conté esto a Lili, mientras yacíamos en la
oscuridad, pasando las horas de nuestra última noche juntos.
Ella estuvo apasionadamente en desacuerdo:
—Tienes que confiar en él, amor mío. Creo que es un viejo
maravilloso, muy alerta y vigoroso; pero le duele el paso del
tiempo. Como te ha dicho, está solo. Así que trata de lograr tu
interés y respeto. Puede ser un hombre muy duro, Dante
Alighieri. Has tenido una vida aventurera. También Manzini ha
sido un aventurero. Te considera como un amigo, pero también
como un rival. Sopórtalo un poco. Al final, no saldrás perdiendo.
Le hablé de las promesas que le había arrancado de
mantenerla segura y de tratar de conseguir luego una amnistía.
Para mi sorpresa, rechazó la idea de plano.
— ¡No! Quieres ser amable. Pero ése no es el camino. ¿No
lo ves? Me atas al pasado. Me atas a ti mismo de una forma que
no deseo. Cuando vuelvas a mí, si es que vuelves, me visitarás en
mi casa, beberás mi vino y comerás en mi mesa. No tendré las
manos tan vacías como ahora. Necesito eso, mi amor. En cuanto
a los riesgos, no me importan. Prepararemos unas direcciones a
las que podamos escribirnos. Además, hay otra razón. Estarás
haciendo un trabajo peligroso. No puedes hacerlo con la mente
dividida. Necesitarás otras mujeres. Al final, debes ser libre para
escoger entre ellas y yo. También yo debo ser libre... Por favor,
no nos mostremos tensos y desesperados. Esta noche, ámame
con suavidad, con suavidad y lentamente. Te quiero tanto...
En algún momento, durante las horas nocturnas, mientras
estábamos durmiendo uno en brazos del otro, se puso en
funcionamiento la alarma: un estruendoso sonido de campanas
y sirenas. Salté de la cama y corrí a la ventana. El terreno estaba
iluminado con cegadores focos, y vi a Heinz y Domenico
corriendo a través del espacio abierto hacia los bosques de pinos.
Nos pusimos nuestros batines y acudimos a la sala de estar,
donde hallamos a Manzini, en pie, tieso y tranquilo, junto a la
ventana. Era imposible hablar. El sonido siguió y siguió, un
terrible ataque a los oídos, hasta que veinte minutos más tarde,
Domenico regresó apresuradamente, desconectó el sistema y lo
volvió a poner en funcionamiento. Unos momentos más tarde
informó a Manzini.
Lo cazamos, Cavaliere. En el límite norte.
—¿Vivo o muerto?
—Muerto. Heinz lo alcanzó con el primer disparo.
—¿Quién era?
—Creo que italiano. Nadie que conozcamos. Ni papeles, ni
señales identificatorias. Tampoco etiquetas en la ropa.
—¿Armado?
—Granadas, explosivo plástico con fusibles y una pistola
«Walther».
—¿Cómo entró?
Tuvo que venir por la montaña, a pie. Podremos averiguar
la ruta cuando salga el sol.
—No vale la pena.
—¿Llamamos a la Policía?
—¿En Liechtenstein? ¡No! Entiérrenlo.
—Con todos los respetos, Cavaliere, la alarma puede ser
oída en muchos kilómetros a la redonda.
—Por lo que sabemos, un corzo tropezó con uno de los
cables de alarma.
—Como usted diga, Cavaliere.
—Entiérrenlo bien hondo, Domenico.
—Déjemelo a mí, Cavaliere... Buenas noches.
Cuando se hubo ido, Manzini sirvió tres copas de coñac y
nos pasó una a cada uno. Su mano estaba firme. Alzó la copa en
una especie de hosco saludo.
—Como en los viejos días de los partisanos, Matucci, que
usted es demasiado joven para poder recordar.
Quería hacer de ello una especie de antiguo grito de batalla.
A mí, me sonó como un epitafio.

LIBRO SEGUNDO

La práctica de la política en el Este puede ser definida con


una palabra: disimulo.
B ENJAMIN D ISRAELI:
Contarini Fleming

No fuimos directamente a Italia, sino que pasamos por


Salzburgo, donde Manzini quería discutir un contrato maderero
con una serrería austríaca, y luego, a través del Brennero, hasta
Mestre, donde una de sus compañías estaba construyendo un
dique para pequeños petroleros. Fue un viaje tedioso debido a
que empeoró el tiempo y, a causa de las fuertes nevadas al norte
y sur de los Alpes, las carreteras eran una porquería de nieve
aplastada y peligroso hielo.
No obstante, Manzini estaba muy animado, determinado,
como él decía, a que nos divirtiésemos antes de entrar en la jaula
del león. Le gustaban las leyendas y la historia local, y comprendí
la continuidad de la misma, y cómo las viejas familias feudales
estaban aún mezcladas en la vida moderna de Europa. No
chocheaba como algunos viejos, pero cada tema del que hablaba
lo completaba hasta agotarlo. Era un dramaturgo natural, e
incluso cuando inventaba diálogos y situaciones, uno notaba una
cierta sensación de concordancia y verosimilitud.
Una y otra vez regresaba a su propia juventud, como si su
más profunda necesidad fuera el purgarse de viejos rencores y
recordar alegrías olvidadas.
—Me crié en un tiempo en el cual había mucho más
espacio, Matucci, en una ciudad tolerante y cínica. Vivía en un
palacio detrás de Condotti: una casa llena de mujeres
mentecatas, de la que nunca estaban ausentes los hombres.
Tenía todas las ilusiones que necesitaba y ninguna sensación de
culpabilidad. En esto, supongo que fui un niño muy afortunado.
Por extraño que pueda parecer, tuve mucha suerte con mi
madre. Eran muchas mujeres, ¿comprende?, una nueva para
cada día.
»La recuerdo desnuda en el baño, suave y apetitosa como
un melocotón pelado, silbando y cantando y bebiendo champán
de una copa colocada en un taburete junto a la bañera. La
recuerdo en corsé y camisola, toda ella lazos y puntillas,
pirueteando ante el espejo y charlando acerca de mis tíos...
Ningún muchacho del mundo tuvo tantos tíos como yo.
»Estaba el coronel Melchior, que tenía una mano de
madera cubierta con un guante de cuero negro, porque la había
perdido en Abisinia, en la matanza de Adua. Estaba el tío
Burckhardt, con su gran cadena de oro sobre el vientre, que
resoplaba al inclinarse y al hablar, y que aburría tanto a mi
madre que se quedaba distraída. Estaba el tío Freddie, que me
compró mi primer tren de cuerda y me enseñó a jugar al ajedrez.
Era inglés y su nombre era Ffolliot-Phillimore, y los sirvientes le
llamaban el «ángel del Papa», porque tenía una vocecita aguda
como la del tenor eunuco del coro papal. Mucha gente lo odiaba.
Incluso Mamma lo odiaba a veces porque podía ser muy
malicioso. Pero yo lo quería mucho...
»Me abrió un nuevo mundo. Me llevó por el Tíber en bote
de remos. Leyó mis primeros textos latinos y griegos conmigo.
Me enseñó a buscar restos arqueológicos y monedas en el
Testaccio. Se sentaba conmigo en un pilar caído del Foro, me
hacía cerrar los ojos y veíamos a las vestales cubiertas de
guirnaldas de flores y a los augures prediciendo el futuro
mediante el vuelo de los pájaros, y a Petronio caminando
orgulloso y elegante entre los chismosos... Un día me dijo:
«Cuando crezcas, jovencito, debes ser un hombre elegante, o de
lo contrario me sentiré muy desengañado contigo. Mira eso. Ésa
es tu ciudad. Debes imponerte tal como lo hizo Petronio, con
cerebro, buen gusto y talento para las burlas. También debes
aprender otras cosas de ella. Aprende el arte de la supervivencia
y a renacer cada día. Cuando tengas tu primera mujer, que sea
una romana, toda ella fuego y furia, lágrimas y ternura. Esta es
una ciudad de bellacos. Aprende también a ser un bellaco, si es
preciso. ¡Pero, por Dios, sé un bellaco con estilo!»
»¡Extraño! Lo recuerdo como si fuera ayer. Naturalmente,
no sabía nada sobre eso del estilo. Así que le pregunté qué era.
Señaló al cielo y dijo: «Mira ahí arriba. Mira las golondrinas,
cómo vuelan, utilizando el viento como si fueran las propietarias
de los mismos cielos. Ahora, mira allí. Fíjate en ese pobre y
estúpido burro tirando de ese carro de vino. Es un ser útil. No
podríamos vivir sin él. Pero, ¿qué prefieres ser, la golondrina o
el burro...? ¡La golondrina, claro está! Eso es estilo, jovencito.
Eso es estilo...»
»¿Mi padre? Bueno, eso fue duro, Matucci. Verá, durante
mucho tiempo creí que mi padre estaba muerto. Lo acepté como
hacen los niños, sin preguntas y sin demasiada pena. Incluso
después de que lo hube conocido personalmente, durante
muchos años se me hizo creer que era otro amable tío. Ésa es
una de las cosas que más me cuesta perdonar. Me preguntó
usted si tenía muchos enemigos. A veces me pregunto si todos
mis enemigos no serán un solo hombre: el conde Massimo
Pantaleone. Me pregunto si no será por eso que odiaba a mi
propio hermanastro, debido a que usaba el apellido que debería
haber sido mío. Y, no obstante, dadas las costumbres de aquel
tiempo, vistas las leyes de la legitimidad y la herencia, no debería
culparlo tanto.
»La primera vez que lo vi, estaba cabalgando con Mamma
en el Pincio. El tío Melchior me había regalado un poney y
Mamma me había comprado una chaqueta y pantalones de
montar de estilo inglés, y aquél era el primer día que salía con
ella. Debería haber conocido el Pincio en aquellos días, Matucci.
Era el lugar en donde se veían los landós más elegantes y
algunos de los mejores caballos de Roma. Los cardenales
llegaban en sus carruajes y caminaban solemnemente entre los
pinos, mientras sus sirvientes, todos de librea, murmuraban
juntos. Los nobles de Roma llegaban allí y se saludaban y
flirteaban según la costumbre de la época. No todo el mundo
saludaba a Mamma. La mayoría de las damas mantenían sus
cabezas muy erguidas y miraban a través de ella como si fuera de
cristal. Recuerdo que acostumbraba a hacer un gesto despectivo
y a maldecirlas en romanaccio: «¡Viejos pedos! La única cosa
que les entra alguna vez bajo las faldas es un caballo.»
»Bueno, aquella mañana un caballero llegó con su montura
y empezó a hablar con Mamma. Era alto y robusto, con una gran
nariz parecida a un pico de águila, probablemente como la mía,
y una mata de cabello gris. Cabalgaba sobre un animal negro de
belfos nerviosos y parecía una gigantesca estatua que hubiera
adquirido vida. Mamma era como una muñeca a su lado, pero
permaneció erguida y sonriente y le tendió la mano como si
fuera el más humilde de los hombres. Hablaron durante largo
rato. Luego, repentinamente, él me arrancó de mi poney,
poniéndome sobre su propia silla y me llevó a un loco galope por
entre los bosques. Hizo correr a su caballo hasta que estuvo
cubierto de sudor y entonces desmontó en un pequeño
bosquecillo, ¡que hace mucho que desapareció!, donde había una
estatua de Pan y un arroyuelo de agua límpida. Puso sus dos
manos sobre mis hombros y me miró, silencioso y con el ceño
fruncido. Luego, sonrió y dijo: «Buen chico. Tienes buenos
modos y un corazón valiente... un buen trofeo para cualquier
hombre en sus días otoñales. Me gustaría tener valor para
reclamarte...» No sabía de qué hablaba, sólo que estaba
complacido conmigo. Luego, me llevó de vuelta con Mamma...
»¡Eh, Matucci! Si está aburrido, la culpa es suya. Quería
conocerme. ¡Pues aquí estoy! Ahora, hablemos algo de negocios.
Se quedará algunos días conmigo en mi posesión campestre en
las afueras de Bolonia. Luego, le sugiero que se establezca en
Milán. Tengo un apartamento amueblado, que puedo poner a su
disposición, junto con sirvientes de los que podrá fiarse.
Necesitará una cuenta bancaria y facilidades de crédito, y una
historia de cobertura para sus actividades como empleado mío.
Después de eso, buena suerte y un ángel guardián muy activo.
—Más, Cavaliere. Necesito una lista de direcciones seguras
y dos o tres documentos. Las mejores falsificaciones.
—Y no sabe cómo obtenerlas?
—Sé cómo, dónde y cuánto costarán, pero no puedo
aparecer en las negociaciones.
—Conozco al mejor falsificador que existe.
—Yo también lo conozco... Carlo Metaponte, pupilo de Aldo
el Calígrafo. Él dibujó su tarjeta de la salamandra. Está en
nuestros archivos.
—¿Se puede usar aún?
—Sí, si puede controlarlo.
—Puedo controlarlo... Matucci, ¿quiere aceptar un pequeño
consejo mío?
—Sí.
—Por favor, trate de ser generoso conmigo. Soy lo bastante
viejo como para ser su padre. Por extraño que parezca, aún tengo
una conciencia, porque trato de vivir según la lógica y la
conciencia es el resultado final de un silogismo. He tratado de
examinar esta conciencia con respecto a nuestra relación. Y he
llegado a la conclusión, correcta o equivocada, que lo que nos
separa no son los principios sino la historia... la lucha de clases,
la imagen de clase. Su padre era un socialista de viejo estilo,
exiliado en Lípari. El mío era un aristócrata de viejo estilo, que
explotaba a los pobres y se rompió el cuello persiguiendo
mujeres en el Pincio. Pero cuando usted tenía trece años,
Matucci, yo estaba haciendo cócteles Molotov en una granja
cerca de Pedognana. Cuando usted tenía catorce, yo colgaba de
los pulgares en una celda de la Gestapo en Milán. Por lo que
luchaba entonces es por lo que usted está tratando de mantener
ahora, una libertad, por precaria e imperfecta que sea. No puedo
arriesgarme como usted, porque sólo me queda la parte final de
una vida a mi disposición. Pero aún es dulce, y saboreo cada
segundo de la misma. Créame, esto no es ningún reproche; es...
¿cómo podría llamarlo?, una afirmación de que vamos a
disfrutar con esta lucha. Nos hundiremos, si no hay más
remedio. Sobreviviremos, si podemos, cantando y gritando.
¿Puede comprender esto?
—Puedo. Lo comprendo. Y se lo agradezco, Cavaliere.
—¡Por favor! Ya basta de «Cavaliere». Soy Bruno. Tú eres
Dante Alighieri... Bene?
—Bene, grazie!
—Y deseo que adquieras algo de estilo, mi Dante. Nuevos
uniformes para las ocasiones especiales. Un coronel debe tener
aspecto de coronel, y no de cabo de quintas. También nuevos
trajes, de la mejor moda, con corte moderno. Y no seas tacaño
con el dinero; extiéndelo como la salsa sobre los spaghetti...
¡Bien! ¡Es la primera vez que te oigo reír como un hombre feliz!
Luego, como aún quería seguir jugando al mago, me dio
una nueva sorpresa. Nos quedaríamos no en Mestre, que es una
ciudad bárbara, sino, cruzando el mar, en Venecia, en el «Gritti
Palace»... y el director vendría a reunirse con nosotros para
cenar. Después de todo el encanto que había estado
dedicándome, no tenía por menos que aceptarlo con buena cara.
Eso le complació casi tanto como su propia astucia, y me explicó
la razón larga y detalladamente:
—...Alguna vez tendrás que enfrentarte con él. Será mejor
conmigo que solo. Y mejor en su propia ciudad, donde se siente
como un verdadero príncipe. Al otro lado del brazo de mar podrá
ver algunas de las empresas que me hacen ser lo que soy. Y
también te verá a ti bajo otra luz: un hombre comprado, gozando
de los frutos de un juicioso compromiso. Ahora, estamos en
nuestra casa donde estas sutilezas importan mucho. No es que
tengas que rebajarte. ¡Jamás! Serás cortés, un poco reservado,
pero no insensible a su magnanimidad. Naturalmente, te
acosará, pero tú seguirás luchando, aunque no con tanta fuerza
como antes, porque tienes menos que perder. Te preguntará
acerca de Lili Anders. Te alzaras de hombros, como si fuera un
melocotón maduro que probaste y echaste a un lado. Cuando
creas que ya has soportado bastante, te vas. Tienes que
encontrarte con una mujer en el «Bar de Harry». Ella estará allí.
Su nombre es Gisela Pestalozzi. Estará en tu lista de direcciones
seguras... El encargado de la barra la conoce. Dirás que la
Salamandra te envía... ¿comprendido?
—Comprendido. Lo que no comprendo es cómo logras
hacer todo esto.
—Es un juego, mi Dante. Uno de los pocos que sé jugar
bien.
Llegamos a Venecia cuando anochecía. Había niebla en los
canales. Una neblina espesa y pestilente, cargada de humos
sulfurosos y las exhalaciones de los canales. Domenico aparcó el
coche y tomamos una góndola hasta el hotel porque, según dijo
Manzini, todos los gondoleros eran unos buitres, pero aun los
buitres tienen derecho a sobrevivir. En el «Gritti» fuimos
recibidos como cardenales medievales y alojados en suites
contiguas que daban al Gran Canal. No es que hubiera mucho
que ver, porque la niebla estaba baja sobre el agua y las luces del
escaso tráfico eran apagadas manchas amarillas en el canal. Me
afeité y bañé tranquilamente, mientras me planchaban la ropa.
Me vestí con más cuidado de lo habitual y logré entrar justo en
el momento en que Manzini y el director se estaban sentando a
la mesa.
El director me recibió como al hijo pródigo.
—¡Mi querido Matucci! Me encanta verle. Asqueroso
tiempo, ¿no le parece?
Estuve de acuerdo; pero después de todo, Venecia era
Venecia.
—Tiene usted buen aspecto y parece descansado. Eso es
bueno. ¿Han tenido un viaje agradable?
—¡Brutal! —dijo desabridamente Manzini—. ¡Cadenas todo
el trayecto! No obstante, eso hará que la gente vaya a esquiar.
¿Invirtió en ese pequeño proyecto de Bolzano que le recomendé?
—Lamentablemente, no. En lugar de eso, me compré un
Picasso.
—¡Tonterías! Hay muchos cuadros suyos, y saldrán más
cuando haya muerto. Tendría que haber esperado hasta que
saliese al mercado la colección Pantaleone. Como bien sabe,
acabarán vendiéndola.
—¡Mi querido Bruno! ¿De qué sirve eso, si uno no puede
exportarla cuando se cansa de ella? ¿Está usted interesado en la
pintura, Matucci?
—Lo estoy, señor, pero no puedo permitirme ese lujo. Al
menos, aún no.
—Acépteme un consejo. Empiece con los jóvenes. Si tiene
buen ojo, no puede dejar de elegir al menos un vencedor de cada
diez. Y con eso, aún logrará un buen provecho. ¿Qué dice usted,
Bruno?
—Primero quiero que se interese en mi provecho. Es la
forma más rápida que tiene para sacar beneficios él mismo.
¿Tiene usted idea de los cientos de miles de liras que perdemos
cada año a causa de los derroches, robos a gran escala, sabotajes
industriales y mala contabilidad? Matucci me ha hecho algunas
sugerencias muy inteligentes. Si puede llevarlas a la practica,
estaré dispuesto a recompensarlo muy generosamente.
—Siempre, mi querido Bruno, que el Servicio esté dispuesto
a cederle sus valiosos talentos... No obstante, debo decir que me
alegra ver que le llega su oportunidad. Se lo merece. Tengo que
darle las gracias, Matucci. Se comportó muy bien en una difícil
situación diplomática. No le culpo por sentirse irritado. Me
alegra ver que tuvo la iniciativa de entrar en contacto con Bruno.
Es una situación que podría irnos muy bien a todos, incluso al
Servicio, pues, como usted mismo ha dicho a menudo, somos
algo débiles en el sector de la alta industria. No obstante, eso
será para más adelante. Desde que usted se fue, hemos hecho
algunos cambios en el cuartel general.
—¿Sí?
—Gonzaga se ocupa de la sección del Oriente Medio y
Rampolla pasa a ocupar la de los Balcanes. El resto de los
cambios son menores, excepto que hemos jubilado a Stefanelli
del departamento forense... ¡Ah, el menú! ¿Qué es lo que
recomienda, Bruno?
—Mi querido amigo, debería saber ya que jamás
recomiendo comida, caballos o mujeres. Es la forma más segura
de perder amigos. El vino es otra cosa. Creo que usted tuvo una
muy buena cosecha el año pasado.
—Una de las mejores de esta década. Aún es demasiado
pronto, pero cuando esté lista, le reservaré algunas cajas.
—Gracias. Me encantaría. Por cierto, ¿ha recuperado ya el
testamento de Pantaleone?
—Aún no. Eso me recuerda una cosa, Matucci. Tuvimos
mucha suerte con lo de Bandinelli. Parece ser que su mujer tenía
un asuntillo con un joven cantante de San Carlo. Se mostró muy
cooperante al consentir un funeral privado, sin preguntas
indiscretas.
—Me alegra saberlo, señor. Me temo que no manejé
demasiado bien aquella situación.
—Todos cometemos errores. Y usted estaba sometido a una
gran tensión. Pidamos la comida, ¿les parece? Odio tener
camareros echándome el aliento en el cogote.
Me alegró la tregua y la conversación sin importancia que
siguió: la charla de hombres de alta posición que jugaban con el
poder y la gente como si fueran las fichas de una mesa de juego.
Aquellos dos estaban muy igualados: el director, tan firmemente
atrincherado en la historia, que uno sólo tenía que cambiarle de
traje para colocarlo en el Consejo de los Diez; Manzini, el viejo
tecnócrata, caminando por el pasado, el presente y el futuro
como un coloso vestido de etiqueta. Pero el lenguaje era el
mismo y el poder idéntico al de los días en que las galeras se
deslizaban por los muelles y la mitad del tesoro de Bizancio
arribaba a la Venecia de los Dogos. Durante un tiempo, me
ignoraron, y me sentí feliz de escuchar y comenzar a aprender el
lenguaje estilizado de aquel otro mundo.
Inevitablemente, al cabo de un tiempo, la charla se volvió
atrevida y escandalosa: quién estaba aprovechándose de la nueva
ley de divorcios y quién no, y por qué. Luego, sin advertencia
previa, el director me lanzó una pregunta.
—Por cierto, Matucci, ¿qué pasó con esa mujer, la Anders?
—Seguí su consejo, señor.
—Oh, perdóneme, Bruno. Me olvidaba de que había una
conexión familiar.
—¡Por favor! No me preocupa en lo más mínimo. Sólo
espero que Matucci se lo pasase bien.
—¿Lo pasó usted bien, Matucci?
—Brevemente, señor.
—¿Dónde está ahora?
—Hablaba de ir a Klosters por un tiempo. No le pregunté
demasiado. Ya sabe cómo son estas cosas.
—¿Cree que volverá al trabajo?
—No al nuestro, señor. Creo que pensaba casarse.
—¿Alguna perspectiva?
—Le aseguro que conmigo no. Lo que me recuerda, si
ustedes me excusan el café, que tengo una cita con otra dama.
—Naturalmente, a menos que Bruno...
—¡No, no! Adelante. Disfrute mientras pueda. Después,
tendrá poco tiempo.
—Ah, antes de que se vaya, Matucci...
—¿Señor?
—Ese empleo doble de usted. A mí, claro está, me alegra
mucho. Me encanta poder hacerle un favor a mi amigo Bruno.
Pero, ¿verdad que será discreto al respecto? Es algo ilegal, y no
me gustaría que eso provocase el descontento de sus colegas del
Servicio. ¿Comprende?
—Perfectamente, señor. Y le estoy muy agradecido. Buenas
noches, caballeros.
—Buena suerte con la dama.
—Es una noche sucia —dijo Bruno Manzini con una
sonrisa—. No se caiga al canal.

Era una advertencia, y me la tomé en serio. Fui a mi


habitación, me puse un abrigo y me metí una pistola en el
bolsillo. Pasé un momento en recepción comprando sellos de
Correos y luego al callejón que hay entre el Palazzo Pisani y el
«Gritti». Ya conocen ese sitio. El callejón se abre a una piazza
frente al Zobenigo. Uno dobla a la derecha, cruza sobre un
pequeño puente y llega al Largo Ventidue Marzo, que le lleva
justo frente a la fachada de la Basílica de San Marcos. Aun de día
es un camino tranquilo. Hay pocas tiendas y nada que ver
excepto la Basílica, y las pútridas aguas bajo el puente están
repletas de góndolas y barcas. De noche, con aquella niebla que
ahogaba, y con todas las ventanas cerradas, era como la ciudad
de los muertos.
Me detuve un instante bajo la luz y escuché un murmullo
de voces hacia la izquierda; probablemente boteros que
esperaban llevar a casa a algunos de los que cenaban. No podía
verlos, pero podía oír los botes golpeando contra las pilastras.
Comencé a caminar, no de prisa, pero a buen ritmo, tanteando
la pared para mantener la dirección, escuchando si oía otras
pisadas. Nada, excepto el rumor del canal, el sonido de música
lejana y el gemido de las sirenas en la dársena del Mestre.
Cuando giré en la Piazza Zobenigo, me detuve y escuché de
nuevo. Esta vez oí, o creí oír, el suave golpear de suelas de goma,
corriendo de puntillas sobre los adoquines. Pero el sonido era
tan vago, tan ahogado por la niebla, que podría haber sido una
ilusión. Comencé a caminar, ahora más de prisa, hacia el difuso
resplandor amarillo que marcaba la parte superior del puente.
Entonces, detrás de mí, escuché un silbido largo y agudo. Me
detuve, me aplasté contra la pared, saqué la pistola del bolsillo
y le quité el seguro. Ahora, la situación estaba clara. Tras de mí
había un hombre. Delante, donde el canal atravesaba el callejón,
había otros dos, uno a cada lado del traghetto. Antes de que
llegase al puente cerrarían la trampa y me matarían. Dando la
espalda a la pared, comencé a deslizarme lentamente a lo largo
de la misma, tanteando en busca de una puerta o una proyección
de la pared que me diera un pequeño refugio. Oí las suelas de
goma dando unos pocos pasos rápidos, a la carrera. Vi un
movimiento confuso cerca del puente, que podría haber sido un
hombre, pero también un remolino en la niebla. Entonces, mis
dedos perdieron el contacto con la áspera superficie y quedaron
flotando en la nada. No era una puerta. Era un arco abierto, bajo
y estrecho, que llevaba a la parte trasera del patio de un palacio
o una mansión. ¡Gracias a Dios! Ahora, tendrían que venir por
mí. Me deslicé sobre una rodilla y atisbé el exterior, con cautela.
Quizá pasaron diez segundos antes de que comenzasen a
moverse, dos abrazando la pared en mi lado, el tercero
moviéndose a lo largo de la acera opuesta del callejón. Aquél era
el que tenía que cazar primero, si podía ver con la suficiente
claridad para alcanzarle. Se movían irregularmente, en una serie
de cortas carreras, primero uno, luego los otros, jamás con la
misma secuencia. Tenía que dejarles acercarse más. Pero no me
atrevía a dejarles acercarse mucho, por si iban armados con
granadas o una bomba de clavos. En aquel momento, por suerte,
el hombre del lado opuesto dio una carrera que lo puso a mi
alcance. No podía verlo con claridad. Tenía que imaginármelo
entre una ventana cerrada y la sombra más oscura que era una
puerta. Apunte cuidadosamente y disparé. La detonación resultó
ensordecedora en el estrecho espacio. No me devolvió el fuego.
Se volvió y corrió. Los otros también corrieron. Disparé dos
veces más, a ciegas, en la niebla. Luego, como se estaban
abriendo ventanas y apareciendo cabezas en los huecos
iluminados, también yo corrí callejón abajo y sobre el puente. No
dejé de correr hasta que llegue al refugio del «Bar de Harry».
Por fortuna, el bar estaba repleto, así que mi entrada
jadeante no atrajo la atención de nadie. Ordené un trago doble,
me lo llevé a la cabina telefónica y llame a Manzini al hotel. Le
avisaron mientras tomaba el café, y le dije:
—Gracias por el aviso. Casi me caigo al canal.
—¿Qué pasó?
—Una trampa bien montada. Tres hombres. Disparé. Se
largaron.
—¿Dónde estás ahora?
—Donde me enviaste. Aún no me he encontrado con la
dama.
—Ven a mi habitación cuando regreses.
—¿Cómo está nuestro común amigo?
—Relamido como un gato. Me parece que voy a agitarlo un
poco. Hasta luego, ¿eh?
Me llevé el vaso de vuelta al bar, me subí a un taburete y
esperé un momento de tranquilidad para hablar con el
encargado de la barra. Cuando le pregunté acerca de Gisela
Pestalozzi, sonrió.
—Interesado en un poco de diversión, ¿eh? Bueno, es cara,
pero tiene las mejores chicas de la ciudad.
—¿Cuánto?
—De sesenta a cien mil por la noche durante la temporada.
En esta época, quizá menos, pero tendrá que regatear. No
obstante, todas ellas tienen sus propios apartamentos, y eso ya
es algo con este tiempo. ¿Dónde vive usted?
—Con amigos de la familia. Gente muy remilgada.
—Vaya. Entonces, Gisela es la mejor.
—¿Cómo la reconoceré?
—Se sienta en aquel rincón. Una pelirroja grande, mediada
la cuarentena. Lleva un montón de chatarra: cadenas, collares,
grandes pendientes, todas esas cosas. No puede equivocarse. Es
una vieja vaca, pero siempre le hace reír a uno. No obstante, le
daré un consejo: no le haga trampas, tiene muchos amigos.
—¿La Policía?
—Algunos. Pero más de los del otro bando.
—Gracias... Aquí tiene algo para el servicio.
—Gracias. ¿Se quedará mucho en Venecia?
—Lo dudo. ¿Por qué?
—Bueno, como ya le he dicho, no me gustaría hacerle una
mala jugada a Gisela; pero si está usted interesado, tengo
algunos números de teléfono propios...
—Gracias. Lo recordaré. Sírvame otro vaso, y envíelo al
rincón.
Me recosté sobre la banqueta. El camarero trajo el vaso y
fui sorbiendo lentamente mientras pensaba en el Cavaliere
Bruno Manzini, alias la Salamandra. Todo lo que decía era
mágico, pero yo no podía saber cuánto de ello era cierto y cuánto
un cuento de hadas. Bruno Manzini, héroe partisano, que se
había unido a los fascistas y luego me había llamado a mí, el
coronel Don Nadie, para destruirlos. Me sentía como un
derviche girador, bailando hasta caer muerto, para probar que
Dios era Dios, y que todas sus obras eran una espléndida
inconsecuencia.
Entonces, llegó Gisela Pestalozzi, desparramando saludos
y perfume, y se sentó junto a mí. Llevaba anillos en los dedos y
campanillas en las orejas, y las suficientes cadenas como para
anclar el Galileo. Sus brazos eran como los de un luchador y sus
pechos lo bastante llenos como para alimentar a un continente.
Su cabello era rojo ticiano, sus labios color geranio y su voz como
piedras en un triturador de grava. Sudaba abundantemente y se
abanicaba con una servilleta de papel. Me ignoró durante medio
minuto, y luego anunció:
—Éste es mi lugar, joven. Debe de ser usted nuevo aquí.
—Y usted debe de ser Gisela.
—Así es. ¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo un amigo.
—¿Qué amigo?
—¿No puede bajar un poco la voz, por favor?
—¿Por qué iba a hacerlo? Es mi voz. Es mi sitio. Si quiere
hablar de negocios, ya es otra cosa.
—Quiero hablar de negocios.
—Sesenta mil por noche. Cena y bebidas aparte. ¿Sí o no?
—No. Me envía la Salamandra.
—¡Oh! —Se deshinchó como un globo, y su voz bajó diez
decibelios—. ¿Por qué no lo dijo de buenas a primeras? ¿Qué es
lo que necesita?
—Una casa segura.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé aún. Semanas, meses.
—¿Con o sin?
—Con o sin qué?
—Una mujer, claro. ¿Qué otra cosa podía ser?
—Sin.
—Dos habitaciones, cocina y baño. Totalmente amueblada,
luz, calefacción y teléfono. Doscientas mil al mes.
—Es un precio de asesinato.
—Es una casa segura. Entrada privada. Sin portero y con
otras dos salidas.
—¿Dónde?
—A cien metros de San Marcos.
—¿Calidad?
—Bueno, no es el «Cá d’Oro», pero es confortable.
—Dónde obtengo la llave?
—Se la doy yo. Con un mes por adelantado y otro de
depósito.
—Lo pensaré. ¿Dónde la encuentro cuando no está aquí?
—La Salamandra tiene mi teléfono.
—Bien. ¿Un trago?
—¿Cuál es su nombre?
—Lo cambio cada día. Llámeme amor.
—¿Quiere una chica?
—Esta noche no.
—¡Entonces, largo, amor! Éstas son mis horas de trabajo.
—¡Ciao, Gisela! Nos veremos.
Y eso fue todo. Tan sin propósito y sin objetivo como todo
lo que me estaba sucediendo. Dejé mi bebida sin acabar sobre la
mesa y le pagué a un adormilado conductor de bote mil liras por
llevarme los doscientos metros, canal abajo, hasta la puerta
delantera del «Gritti», que, siendo un hotel civilizado, tiene un
buen servicio telefónico y cabinas en las que uno puede hablar
sin que se entere todo el mundo y su amiguita. Hice una llamada
a Stefanelli en Roma y, dos minutos más tarde, lo tuve al
teléfono. Bastaron diez segundos para enterarme de que mi
llamada no era bien recibida.
—Steffi, soy Matucci.
—Recuerdo ese nombre. ¿Sí?
—Estoy en Venecia, Steffi.
—Feliz tú, feliz Venecia.
—¡Steffi, deja de hacer el payaso, por Cristo! Esto es serio.
—Lo sé. Estoy sin trabajo. Cada fascista del Servicio ha
subido dos grados y tú estás comiendo langosta en Venecia.
¿Pueden ponerse aún más serias las cosas?
—Quiero verte.
—Estoy en casa todo el tiempo... de medianoche a
medianoche.
—¡Escucha, por favor!
—¡No! Escucha tú. ¡Te vendiste, hermanito! Aceptaste un
largo permiso y un buen sobre y ahora estás a sueldo de la
industria privada. Eres un stronzo, Matucci. El peor que jamás
haya conocido.
—¿Dónde has oído todo eso?
—¿Importa?
—Sí, importa. ¡Y si cuelgas, Steffi, escupiré sobre tu tumba!
¡Ahora, dímelo!
—Lo escuché de labios del mismo caballo hablador, nuestro
querido director, el día en que me jubiló. Voy a citarlo: «Aún es
usted activo, Stefanelli. ¿Por qué no emula a su colega, Matucci,
y dirige su talento, su muy considerable talento, hacia una
ocupación civil?» Sigo citándolo: «Los beneficios son muy
grandes, como Matucci le puede decir. Tuvimos nuestros
desacuerdos, pero pudimos resolverlos, y me atrevería a sugerir
que Matucci acabará siendo un hombre muy rico.» Fin de la cita.
¿Quieres oír más?
—No, gracias. ¿Recibiste mi telegrama?
—Lo recibí.
—Pero no te lo creíste.
—No.
—¿Me harás un favor?
—Si se trata de comprar flores para tu funeral, quizá.
—Ahórrate el dinero. Podría ser más pronto de lo que te
imaginas. En lugar de esto, ve a hablar con Raquel Rabin.
Pregúntale sobre lo que discutimos el día que fui a verla.
—¿Y después?
—Te llamaré de nuevo. Entonces, si quieres, puedes
largarme todos los insultos que hay en el libro. Buenas noches,
Steffi.
Tras lo cual subí a hablar con Bruno Manzini. Me
sorprendió descubrir que el director estaba aún con él, pero la
atmósfera había cambiado. Estaban tensos conmigo y tensos el
uno con el otro. Manzini inició, sin rodeos, el interrogatorio.
—Díganos lo que sucedió, Matucci.
Se lo dije. Dibujé un mapa del hotel para que resultase
claro. Aclaré aún más que alguien me había tomado por un plato
de los del tiro, y que eso no me gustaba nada. Manzini me cortó
en medio de mi discurso y dijo secamente:
—Ya le he contado a su director lo que pasó en el pabellón.
—Ya veo.
—Y le he comunicado nuestra sospecha de que ambos
intentos fueron de inspiración oficial.
—Y me asombra esa sugerencia, Matucci —parecía
realmente asombrado. Por primera vez capté una sombra de
inquietud bajo su máscara sardónica—. ¿Creen realmente que,
después de llegar a un arreglo amistoso, después de aceptar su
regreso a Italia y su trabajo privado con mi viejo amigo, iba a
haber un intento contra su vida?
—Tiene que ser usted o Leporello. A usted le informaba
constantemente el Cavaliere. Usted sabía que yo tenía una cita
en su pabellón. Usted sabía que yo iba a venir a cenar aquí, esta
noche. Conociendo nuestro trabajo como ambos lo conocemos,
no es ilógico, ¿verdad?
—Desde mi punto de vista es una locura, Matucci. Lo
aplastaría a usted, sin pena alguna, si tuviera que hacerlo; pero,
tal como están las cosas, tengo cierto interés en mantenerlo con
vida.
—No trabajaré con imbéciles —dijo cortante Bruno Manzini
—. No toleraré amenazas contra mis empleados. Usted razonará
con ese engreído de Leporello.
— ¡Por favor! —dijo suavemente el director—. Por favor,
Bruno. Somos ya demasiado viejos para las rabietas. Me ocuparé
de él... Duerma bien, Matucci.
Cuando se hubo ido, Bruno Manzini se recostó en su sillón
y me contempló con irónica diversión.
—Bueno, mi Dante, ¿qué te ha parecido esto?
—Creo que está diciendo la verdad.
—Sé que es así. Y sé que está preocupado. Si no puede
controlar a Leporello ahora, jamás podrá lograrlo luego... ¡Todo
es beneficioso, mi Dante! Cuando los ladrones se matan, el oro
sigue en los bolsillos de los honrados.
Reí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Reí hasta que las lágrimas
corrieron por mis mejillas, mientras el viejo permanecía sentado
en su sillón, riendo entre dientes como una araña que acaba de
comerse una mosca.

Había leones en las puertas, bestias gemelas de piedra


cubierta con líquenes, aguantando bajo sus patas alzadas un
escudo irreconocible. Las puertas eran de hierro negro, forjado
y retorcido, de dos veces la altura de un hombre. El portero era
un enano que llegó corriendo a la puerta del coche, a recibir a su
dueño con un estallido de dialecto que parecía la cháchara de un
mono. Más allá de la puerta, un sendero de grava serpenteaba a
través de una avenida de cipreses y se abría a una fantasía
geométrica de parterres de flores y setos miniatura, tras la cual
una escalinata de mármol blanco llevaba a la villa, una pequeña
joya seudoclásica paladiana, luminosa y bella incluso bajo el
cielo gris y la continua lluvia torrencial.
Aquello era Pedognana, la mansión campestre del
Cavaliere Bruno Manzini, y me la mostró con orgullo infantil.
—¡El hogar, mi Dante! El único lugar de todo el mundo en
el que soy realmente yo. Mi madre lo compró en los buenos años,
y lo vendió en los malos. Cuando gané por primera vez dinero,
de verdad, la volví a comprar, y la he tenido desde entonces. El
escudo que hay en la puerta es el que mi madre se inventó para
ella misma. Aún puedes distinguir la salamandra si te fijas bien.
La borré en mis días de partisano, porque éste era mi cuartel
general hasta que los alemanes me arrestaron y me metieron en
un calabozo. Aquí hay de todo: frutales, campos de cultivo,
moreras para los gusanos de seda, arroz en las llanuras del río,
parras y olivos en las colinas. Y algo de la vida de antes, como
podrás ver por ti mismo. Entra...
En la columnata de la entrada, bajo un domo
resplandeciente con fantasías estilo Tiépolo, estaba reunida la
servidumbre: Gualtiero, el comisionado, de un metro ochenta de
altura y sólido como un roble; Gianfranco, mayordomo de la
villa; Don Egidio, capellán del latifundio; Doña Edda, el ama de
llaves, una maciza mujer campesina, vivaracha y muy activa; y
con ellos un pequeño ejército de camareras, jardineros y criados.
Manzini saludó a cada uno por su nombre, y yo tuve que repetir
el saludo, así que, cuando hubo terminado la ceremonia, estaba
convencido de haber sido trasladado al siglo XIX .
Terminadas las presentaciones, fui entregado al cuidado de
Doña Edda, que me empujó al piso superior con tal fervor de
bienvenida que me sentí mareado. El esplendor de la habitación
me anonadó: la cama con baldaquino, el enorme escritorio de
taracea, el fuego que ardía tras la pantalla de bronce, la
biblioteca que llegaba hasta el techo, abarrotada de tomos
encuadernados en piel. De repente, fue demasiado, y me
pregunté irracionalmente si no sería todo una táctica:
atosigarme con su grandeza y atarme a su servicio, como otro
siervo más. No obstante, se cuidó muy bien de explicarse y de
explicarme sus intenciones.
—...Trata de comprenderlo, Dante Alighieri. Soy un hombre
libre. Entiendo la libertad en la forma anglosajona, porque mi
madre era escocesa y, a su manera, una mujer libre. Luchó con
Pantaleone para lograr una situación para mí, y lo logró. Le
importaba un comino la sociedad, y nunca se quejó porque la
sociedad la despreciase. Pero la libertad como ésta es un raro
estado de la mente. La gente tiene que crecer en ella, ser educada
para ella. Y este país sólo educa a medias, y en algunas partes no
está educado en absoluto. Muchos prefieren la tiranía a la
libertad, porque los tiranos pueden ser corrompidos mientras
que la libertad requiere una inocencia drástica, una batalla diaria
como la de san Antonio con los demonios... Yo no soy inocente;
ni tampoco tú; pero no queremos ser putas toda la vida.
¿Recuerdas a Raquel Rabin? Bueno, ésa es una historia que lo
dice todo. Como sabes, éramos amantes. Nos separamos...
ambos por la misma razón. Yo me incliné ante las presiones
sociales. Ella encontró un protector más poderoso: un
vicepresidente del Consejo Judío, un hombre muy bien situado
en los asuntos fascistas. Eres demasiado joven para reconocerlo,
Dante Alighieri, pero incluso los judíos creían en el Duce y
confiaron hasta el fin en que los salvaría de los holocaustos
alemanes... Al final, supimos que ambos nos habíamos
traicionado a nosotros mismos. Raquel fue a Auschwitz: una
víctima voluntaria. Yo me metí en la Resistencia para luchar.
¿Recuerdas la Biblia?: «Los enemigos de un hombre serán los de
su propia casa.» Sigue siendo así. Por tanto, tuve que hacerte
una prueba. Y seguiré haciéndote pruebas, porque aún no te han
colgado por los pulgares, ni te han dado corrientes eléctricas con
electrodos sujetos a tus testículos... Perdóname. Soy demasiado
vehemente. Aún no soy todo lo sensato que debería ser...
Más tarde, con mapas y documentos extendidos por toda la
mesa, hicimos el primer plan de campaña. De nuevo me
maravilló que un hombre tan viejo pudiera ser tan preciso e
implacable en sus designios.
—Indica, de manera concisa, el propósito de este ejercicio,
coronel.
—Acusar al general Leporello de conspiración para asesinar
al Avvocato Bandinelli y al agente Calvi. Desacreditar al director
mostrando que se unió a la conspiración.
—¿Y cómo comienza?
–Con tres hechos: Leporello conocía la localización de los
papeles de Pantaleone y mis disposiciones para guardarlos; su
ayudante, el capitán Roditi, apareció en Ponza con órdenes de
reclamar los otros documentos; luego el director se unió a
Leporello en un complot para establecer una dictadura militar.
—Considerando estos datos, ¿por dónde empezará tu
sondeo?
—Por el punto más débil. El capitán Roditi. ¿Y luego?
—Leporello.
—¿Por qué no el director? Lo conoces mejor.
—Tal como están las cosas, es casi inexpugnable. Puede
justificar cualquier acción basándola en las necesidades secretas
del Servicio.
—Entonces, volvamos a Leporello.
—Jamás he visto su dossier. Podemos preparar uno, pero
llevará tiempo. Aparte de eso, tenemos dos versiones de él: la
suya propia y la del director.
—Cítalas.
—El director: «Un patriota, un devoto católico, un
demócrata cristiano, financieramente independiente. Dudo que
pueda ser comprado o asustado.»
—¿Y la suya propia?
—Cata textual: «Mi lealtad estaba con la Corona. Jamás la
cambié... aunque podría haber sido conveniente hacerlo.
Despreciaba a los fascistas, odiaba a los alemanes; pero aun así,
no podía convertirme en un traidor. Hoy, puedo mostrarme aún
honesto y orgulloso.» Final de la cita.
—Dio mio! ¡Una virgen resoluta! No me lo creo.
—Yo tampoco. ¿Cuál es tu impresión de él?
—Frío, ambicioso, bastante paranoico. Pero ponlo en ese
balcón de la Piazza Venezzia y mucha gente enloquecerá por él.
Me gustaría examinarlo en circunstancias sociales. Lo invitaré a
una reunión adecuada, en Milán. Tiene su base allí, así que será
fácil. Traerá a su ayudante, con lo que también tú tendrás un
punto de partida. Lo mejor será instalarte en el apartamento tan
pronto como sea posible. Lo que trae al caso otra cuestión, Dante
mío... ¡Las mujeres!
—¿Oh?
—¿Cómo te propones arreglártelas, para los negocios y el
placer?
—Estoy organizado para ambos.
—Te creo. No obstante, te sugiero que también te intereses
un poco por el mercado de los matrimonios.
—¡Debes de estar bromeando!
—Por el contrario. Eres soltero, todo un coronel, con
perspectivas interesantes. Así que eres un buen candidato para
cualquier lista de invitados de una muer. Usa eso, amigo mío,
especialmente aquí en el Norte, en donde el dinero habla y
quienes lo tienen chismorrean como monjas. Ahora... dado que
el chismorreo es importante, discutamos tu historia de
cobertura. Has sido nombrado mi consultor personal en todos
los aspectos referentes a la seguridad industrial. Entras a un
nivel directivo. Tendrás acceso libre a todas las fábricas y
oficinas. Se te suministrará una tarjeta de crédito de la compañía
y un coche para tu uso personal. Harás tantos amigos como
puedas dentro de mis empresas, y tratarás de evitar, en lo
posible, cualquier envidia que pueda surgir por tu posición
privilegiada. Cuando esté ausente del país, como ocurre
frecuentemente, trabajarás a tu propia discreción, y me
informarás con un código que te suministraré. Mi secretaria
tendrá instrucciones de informarte de todos mis movimientos.
Si no los conoce, pues a veces son secretos, yo mismo te
informaré con anticipación. Mi banquero llegará a las diez de
mañana por la mañana para abrir tu cuenta y establecer una
cobertura de crédito avalada por mí. Ahora, ¿qué más queda en
la lista?
—Personal.
—Emplea a quien quieras. Pero consúltame antes de utilizar
a alguien de mi equipo. ¿Después?
—Has escrito aquí: «La Iglesia.»
—Oh, sí. Ese es un punto delicado, Matucci. La Madre
Iglesia está metida hasta el cuello en la política italiana. Lo
sabemos. Es una dama muy vieja y muy astuta, y tiene amigos a
derecha, a izquierda, y también en el centro. A veces es difícil
distinguirlos, porque la casulla hace que todos los sacerdotes
parezcan iguales y todo el mundo en el Vaticano usa el mismo
lenguaje... con unas tonalidades muy sutiles, que son las que
cambian el significado. Si te encuentras con que estás pisando
una casulla, pisa suavemente hasta que sepas quién la usa... A
propósito, ¿eres religioso?
—Fui bautizado, recibí la comunión y la confirmación, y los
buenos hermanos me dieron de palos hasta que perdí la fe. ¿A
qué viene esa pregunta?
—Me ayuda a saber lo que piensa un hombre acerca de la
muerte... la suya o la de otro.
—Yo pienso en ella tan poco como me es posible. Eso me
ayuda. ¿Y tú?
—Yo soy viejo. Esto hace que las cosas sean diferentes.
—Creo que lo comprendo.
—He vivido en la discordancia, pero creo oír una armonía.
La oigo mejor en las viejas palabras y las viejas señales de gracia.
Quizá sea una ilusión, pero prefiero morir con ella que sin ella...
No obstante, cada cual hace lo que prefiere. ¡Dios mío!
Realmente necesito encontrarte un buen sastre. Ese traje fue
cortado por un carnicero.
A la mañana siguiente llegó el banquero y, por la tarde,
traído de Milán, un sastre, que me tomó medidas para hacerme
más trajes de los que mi padre había usado durante toda su vida.
Mientras tanto, y hasta bien entrada la noche, jugué a mi
jueguecito de la memoria con los microfilms, y sudé sobre la
montaña de material que me había sido proporcionado. Por la
tarde, con una extraña sensación de turbación llamé a Stefanelli.
Esta vez volvía a adoptar su vieja actitud truculenta.
—Bueno, me excuso, Matucci; ahora, ¿qué?
—Ahora, te ruego que ni lo menciones.
—Y ahora, ¿qué?
—Ahora te digo: ¿qué te parecería trabajar para mí? Buen
salario, gastos pagados, algunos viajes.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Escucha, Steffi. Si fuera tan tonto como para decirte eso
por teléfono, tú serías un tonto si trabajases para mi.
—¡Oh! Ese tipo de trabajo.
—Sí, Steffi. ¿Qué me dices?
—Tendré que preguntárselo a mi esposa.
—Eres una rueda de molino alrededor de su cuello, y lo
sabes. No habría cosa que le agradase más que verte marchar de
casa.
—Ésa es una gran verdad, hermanito. ¿Cuándo?
—Dentro de una semana, aproximadamente. Como mucho,
diez días.
—¿Cuánto tiempo?
—Ni idea.
—¿Cuánto?
—Tu salario en el Servicio.
—Hecho.
—Bien. Me pondré en contacto contigo pronto. Y, Steffi, por
favor...
—Ya sé. No me lo digas. Éranse tres monos sabios...
—Steffi, eres una joya.
—Y también estoy loco de atar. Pero aún enloqueceré más
si me quedo en esta casa demasiado tiempo.
—Una cosa más. ¿Me queda algún amigo?
—Aún algunos... ¿Necesitas algo?
—Sí. Roditi, Matteo, capitán de los Carabinieri, ayudante
del general Leporello. Cualquier dato que logres obtener.
—Debería ser bastante fácil.
—Gracias, Steffi. Hasta pronto, ¿eh?
—Shalom...
Después de eso, me sentí más feliz. Me senté y escribí a
máquina una corta nota para Lili, que se encontraba en un
pequeño hotel del Oberland de Berna. La nota sería llevada al
otro lado de la frontera por un mensajero, y echada al correo
dentro de Suiza. No hay una censura oficial del correo en Italia,
pero algunas cartas son abiertas y mucha información privada
acaba en los archivos. No podía decir mucho debido a que Lili
podía seguir aún bajo vigilancia y alguien podía leer su
correspondencia. Y es difícil ser muy apasionado cuando uno
firma una carta «tío Pavel». Sin embargo, ella sabría que yo
estaba bien, y podría contestarme a través de la dirección
intermediaria en Chiasso, suministrada por Manzini.
Durante la semana siguiente, trabajé como un esclavo de
galeras con las notas y la mnemónica, además de las
conferencias con Manzini, interrumpidas únicamente por las
sesiones con el sastre, que llegaba cada dos días con una nueva
serie de pruebas, y que, gracias a algún milagro de la industria
italiana, lo tendría todo dispuesto para ser entregado el día en
que tomase posesión del apartamento. Yo me sentía inclinado a
mostrarme molesto con el asunto del sastre, pero Manzini se
puso muy testarudo y me dio una bronca de cinco minutos
acerca de ello:
—Esto no es ninguna broma, Matucci. Y no dejes que ese
esnobismo toscano tuyo te nuble el juicio. Estamos hablando de
algunos de los hombres más poderosos que existen hoy en el
mundo: los creadores de imágenes, los mercaderes de sueños,
los ilusionistas. Pon a ochocientos millones de personas con
chaquetas negras cerradas hasta el cuello y, ¿qué es lo que
tienes?: la China de Mao, y todo el mundo con los ojos
desorbitados por el asombro. Yo fabrico textiles, Matucci, y sé lo
que significa el mundo de la moda... El turismo es nuestra
segunda industria en importancia, y si quitases el bikini de los
carteles de propaganda de viajes, quedaría reducido a la mitad
en un abrir y cerrar de ojos. ¿Has leído ese montón de recortes
que te he dejado esta mañana en el escritorio?
—Aún no. ¿Por qué?
—Porque los fabricantes de imágenes ya están trabajando
en este mismo momento con Leporello. Hay dos artículos
gráficos, cuatro resúmenes de conferencias recientes sobre la ley
y el orden y otras veintitrés referencias en diversos temas. Es el
inicio de una campaña, Matucci. Están tanteando el mercado
antes de adoptar una línea publicitaria. Y hay una gran agencia
detrás de eso: «Publitalia»; y si compruebas tus notas, hallarás
el nombre del propietario... ¡Ahora, por Dios, deja de hacer el
estúpido, y volvamos al trabajo!
Era un burdo viejo pirata, pero estaba comenzando a
apreciarlo. Tenía tanto talento, tanto celo y tanto empuje que a
veces me hacía sentir como un patán de pueblo. No había ningún
detalle que fuera demasiado pequeño para su atención: los
nombres que yo debía usar en mis documentos falsos, la
decoración del apartamento de Milán, los clubs en los que me
presentaría, si tenía que jugar al tenis o tomar algunas lecciones
de golf, e incluso la marca del coche que iba a conducir. Me
instruyó en el funcionamiento de la Bolsa, para que pudiera
hablar inteligentemente de sus operaciones y acciones. Me
delineó las historias de las grandes familias: los Torlonia, los
Pallavicini, los Doria, los Orsini. Me habló de las carreras de los
modernos aventureros mercantiles y las estupideces de sus
esposas e hijos. Me mostró dónde estaba el dinero yanqui, el
alemán y el suizo, y cómo se lucha en la guerra del petróleo, y
cómo los tentáculos de la Honorable Sociedad llegaban incluso
al Norte. Una y otra vez, repitió la misma lección:
—...Piensa siempre dentro del marco de la Historia, Dante.
Se necesitan más de ciento cincuenta años para edificar una
nación y una conciencia nacional. En cuanto Mussolini fue
derribado, volvimos a caer en los días de los ducados en guerra.
Incluso los marxistas están divididos. Ahora, estamos buscando
otro punto de enfoque, y ése es el atractivo del neofascismo. Lo
que la gente no ve es que tenemos que dejar atrás por nosotros
mismos esa desunión, y no ser arrancados de ella a porrazos por
los nuevos camisas negras. Si lo intentan... ¡Dios! ¡No quiero en
pensar en las consecuencias!
Luego, tan abruptamente como siempre, dejó el tema y me
llevó a dar una vuelta por el latifundio, recordando durante toda
ella su juventud y las relaciones con su padre.
—...Era el perfecto espejo de su tiempo, Dante: un
pragmático sin vergüenza que estaba convencido de que el
dinero y un título podían darle todo, incluso la inmortalidad.
Creía en Dios, pero lo hallaba agradablemente ausente en la
mayor parte de los tratos humanos. Creía en la Iglesia como en
una de las más estables y útiles instituciones humanas. Pensaba
en el matrimonio como un contrato social, pero no como solaz
para los deseos normales del hombre. La diplomacia era un arte
de caballeros, pero la política era un negocio para los arribistas
y bellacos. No tenía ningún problema en utilizar a los políticos
cuando le era conveniente, pero rehusaba dedicarse a la política,
bastándole con una pública afirmación de lealtad a la Corona y
una manipulación privada de los partidos en conflicto para el
único y exclusivo interés de Pantaleone...
»Veo que sonríes, amigo mío. Tienes razón. Soy muy
parecido a él. También él era un buen negociante. Invirtió en
acero, electricidad, astilleros, seguros y Bancos, y no empleó ni
un solo céntimo en aventures coloniales. Como te he dicho, mi
madre luchó con él para lograr que me creara una posición, y eso
fue el fundamento de lo que tengo hoy. Tras aquel primer
encuentro en el Pincio comenzó a interesarse por mí, y lo acepté
como el mejor y más interesante de todos mis tíos...
»Mirando ahora hacia atrás, veo claramente sus
intenciones. Deseaba sacarme de la atmósfera de harén de la
casa de mi madre y lanzarme hacia un mundo de hombres.
Entonces, aquél era un mundo maravilloso, Matucci,
especialmente si uno no veía la otra cara de la moneda... y
durante muchos años, se me evitó eso. Una vez por semana iba
a la salle d’armes, en donde Pantaleone practicaba con sable y
espada con el profesor Carducci. Alguna vez, al amanecer,
íbamos a lo largo de la Appia Antica hacia el criadero de caballos
de Tor Carbone, donde criaba animales de carrera de razas
británica e irlandesa. Contemplábamos los galopes matutinos,
recorríamos los establos, y luego nos sentábamos a desayunar en
la cocina de la vieja casa de campo con el maestre de cuadras y
el entrenador...
»Otros días, me llevaba a visitar a los artesanos que
trabajaban bajo su mecenazgo y el de sus amigos ricos. Eran
hombres maravillosos, Dante, que han desaparecido todos ya.
Estaba Ascoli, el anticuario, un arrugado viejo enanito que podía
tomar un puñado de restos y reconstruirlos en forma de urna
etrusca y, a partir de ella, contarte toda una historia. Estaba
Haro, el español, un armero que vivía allá en Prati y al que
incluso los británicos consideraban a la par con sus mejores
maestros. Tenía una galería de tiro en su bodega y trampas para
pichones y una hilera de blancos en los campos, en donde los
caballeros que constituían su clientela podían probar su
puntería. Allí fue donde aprendí a manejar un arma y también
a cuidarla... ¡Ah! ¡La memoria es un don traicionero!
—Pareces preocupado. ¿Te pasa algo?
—Acabo de recordar algo. Una lección que me dio
Pantaleone. Entonces, lo odié por ella. Ahora, y Dios sabe por
qué, me hace tener ganas de llorar.
—¿Quieres hablar de eso?
—¿Por qué no? Es una historia muy corta. Un día, mientras
galopábamos, resbalé y caí en el barro. Un chico de los establos
se echó a reír y salté sobre él, arañándole, dándole puñetazos y
gritandole en romanaccio. Pantaleone me apartó y me dio
coscorrones hasta que me zumbaron los oídos, y estuve llorando
por el dolor. Se mostró bastante frío acerca de ello, brutal y
deliberado. Y luego me dijo: «Nunca volverás a hacer eso. El
chico no te hizo ningún daño. Tenías un aspecto ridículo, y se
rió. No te podía devolver los golpes porque es un pobre
campesino que depende de mí para su trabajo. Se supone que
eres un caballero. Actuaste como un animal sin control alguno.
Ahora, irás a excusarte.» Rehusé. Me lanzó una mirada de tal
desprecio, que me sentí aniquilado. Luego, se alejó y me dejó.
Después me excusé, pero entonces ya se había ido, y la gente de
la granja tuvo que devolverme a Roma en un carro de vino. No
lo vi durante muchos meses. Pensé que me había rechazado a
causa de mi desobediencia. Hasta mucho después no supe que
su esposa le había dado un hijo legítimo, y que había sido
relegado a las sombras... Eso es todo.
—No lo es, creo yo.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—Que la lección no fue en vano. Estuve hablando con
Guatiero, tu administrador. Me dijo que has convertido este
lugar en una cooperativa, para que tu gente pueda quedárselo
después de tu muerte.
—¡Oh, eso! Bueno, supongo que hay alguna relación. Pero
en realidad estoy inclinándome ante la necesidad social. Vamos,
cambiemos de tema. Mira esas flores, Dante. Toda la colina está
en flor. Pronto habrán desaparecido. Pero lo que quiero que
sepas es que serás bien venido aquí siempre que quieras venir.
Te aprecio mucho.
—Y yo a ti, Bruno. Lamentaré dejar este lugar.
—¿No tienes ninguna tierra propia?
—No.
Entonces, cómprate un terrenito, por pequeño que sea.
Áralo, plántalo y ámalo un poco. Todo el mundo necesita alguna
tierra que pueda decir que es suya.
Quizá, cuando esto haya acabado.
El resto del pensamiento no fue formulado, pero ambos
comprendíamos el gran quizá. Si las cosas iban mal, tendría toda
la tierra que necesitaría: dos metros de largo, por un metro y
medio de profundidad; una tumba en el camposanto.

El apartamento de Milán era el ático de un nuevo edificio


construido por Manzini, no muy lejos del centro de la ciudad.
Tenía dos dormitorios, dos baños, una cocina estilo
estadounidense, un gran salón, un comedor y un estudio, así
como alojamiento separado para dos sirvientes. Había terraza en
tres de los costados, plantada con arbolillos y flores de primavera
en urnas. El único acceso era a través de un ascensor privado
cuya entrada e interior podía ser vigilada por un circuito cerrado
de televisión, desde dentro del apartamento. Los criados tenían
una llave del ascensor, yo otra. Las puertas del apartamento
estaban equipadas con doble cerradura y cadena, y las ventanas
con contraventanas de acero. Había dos sistemas de alarma
independientes, cada uno conectado mediante un circuito
telefónico al cuartel del escuadrón móvil.
Todo en aquel lugar era nuevo y estaba diseñado para un
soltero rico y sociable: muebles tapizados en cuero, un bar bien
provisto, un sistema de alta fidelidad, estanterías de discos, un
aparato de televisión, alegres cuadros modernos, libros, viejos y
nuevos, para las noches solitarias. También habla una máquina
de escribir, una copiadora «Xerox», un magnetofón, papel
impreso con mi nombre, dos series de tarjetas de visita, una civil
y la otra militar. Tras las estanterías de libros, oculta por un
panel falso, había una moderna caja fuerte con una cerradura
electrónica y una alarma conectada al sistema central. Incluso la
agenda telefónica de mi escritorio estaba puesta al día con todos
los números que pudiera necesitar pertenecientes a la
organización de Manzini y con las direcciones de proveedores,
doctor y dentista. Manzini me lo entregó todo, con una sonrisa
de satisfacción.
—Aquí tienes, mi querido Dante, todo tuyo. No tienes nada
más que hacer que trabajar y divertirte con provecho. Ahora,
deja que te presente al servicio.
Eran dos hermanos gemelos, procedentes de Cerdeña;
hombrecillos oscuros, taciturnos y tan dignos como grandes de
España. Se llamaban Pietro y Paolo, para así poder celebrar
juntos el día de su santo. Pietro era el mayordomo y cocinero.
Paolo era el criado y valet. Siempre había uno de ellos en
servicio, de día y de noche. Llevaban sirviendo a Manzini
durante diez años, y, si la primera impresión significaba algo, me
iban a cuidar como a una estrella de cine. A los diez minutos de
mi llegada, mi ropa estaba guardada en el armario, mis artículos
de aseo colocados en el baño, y mis ropas sucias habían
desaparecido de la vista. Manzini me dijo que eran originarios de
Nuoro, y que habían pasado un tiempo en la cárcel por
bandidaje. Él los había contratado para una temporada en su
yate, y luego les había ofrecido un trabajo permanente. Eran
fielmente leales y tan discretos que ni siquiera le decían la hora
a un extraño.
Brindamos por el trabajo y bendijimos la casa con una copa
de champán, y después, antes de irse, Manzini hizo una cosa que
me emocionó. Puso sus manos en mis hombros y me abrazó,
mejilla contra mejilla, como si fuéramos hermanos. Luego, se
soltó la corbata y se quitó del cuello una delgada cadena de oro
con una medalla, me la puso pasándomela por encima de la
cabeza y dijo, la voz baja:
—Es un San Cristóbal. Lo llevé durante toda la guerra. Ni
tienes por qué creer en él. Llévalo para darme el gusto, ¿eh?
Un instante después volvió a su viejo comportamiento
irónico y, con un gesto de la mano y una mueca se dirigió hacia
la puerta.
—Ahora, un poco de estilo, Dante Alighieri. Freghiamo i
noncredenti! ¡Demos por el culo a los infieles! Buena suerte.
Era la primera obscenidad que jamás le había oído usar;
pero, de alguna manera, me dio valor y la fuerza de voluntad
para seguir adelante. Telefoneé a Steffi y le dije que pusiera en
marcha su trasero y que viniese a Milán tan pronto como le fuera
posible. Me dijo que había logrado obtener el dossier del capitán
Matteo Roditi, pero oue no había en él nada que valiese la pena.
Allora...! Tendría que comenzar a husmear por mí mismo.
Hay un club en Milán, llamado el «Duca di Gallodoro». Fue
fundado por un inglés que lo vendió, bajo presiones, a unos
bandidos milaneses y que después, según me contaron, se casó
con una viuda norteamericana, y se había ido a vivir a Boston.
Jamás me había preocupado en comprobar esa historia, pero
usaba del club cada vez que iba a Milán, porque era uno de los
pocos lugares que quedaban en donde uno podía comer
razonablemente bien, bailar tranquilamente y no ser llevado a la
insensibilidad por unos estúpidos escandalosos con un
amplificador de un millón de vatios. Los tragos eran honestos,
las chicas mejores que el promedio y los precios lo bastante caros
como para descorazonar a los palurdos. También estaba lo
bastante cerca del cuartel general como para que los oficiales de
los Carabinieri entrasen a tomar un trago y vieran el tipo de
ciudadanos para cuya protección eran pagados. Decidí ir allí,
sólo por esta vez, para poder ir de un lado a otro y chismorrear,
y escapar antes de aburrirme o las chicas se mostrasen muy
ansiosas.
Eran aproximadamente las diez y media cuando llegué. El
restaurante estaba lleno, pero en el bar había poca gente, así que
me coloqué en mi rincón favorito y charlé un poco con Gianni,
el encargado de la barra, que conocía a todo el mundo y hablaba
de todo con un espeso acento genovés. Fue lo bastante amable
como para fijarse en mi ropa nueva y dedicarme lo que él creía
un cumplido.
—¡Eh! ¡Hermoso! ¡Paño inglés, de pura lana virgen; y el
corte... perfecto! ¿Qué es esto, coronel, una herencia o una viuda
rica?
—Los ahorros de toda mi vida, Gianni. Estoy de permiso, y
pensé que ya era hora de que me hiciera un regalo a mí mismo.
¿Qué pasa en la ciudad?
—Lo de siempre, sólo que más. Huelgas cada tres días. Los
estudiantes manifestándose. La Policía en cada esquina. Y
también los ingresos bajan. El veinte por ciento la semana
pasada. La gente está asustada. Cierran sus bolsillos y se quedan
en casa a ver la televisión. ¡Toda esta violencia! Hubo otro asalto
relámpago esta tarde. Fabbri, el joyero. En pleno día, y lograron
escapar... Quizá necesitemos un nuevo Duce para que meta las
cosas en cintura.
—Quizá.
—No obstante, ese tipo nuevo está haciendo que las cosas
marchen. ¿Cómo se llama? Lep-algo, eso es... Leporello. He oído
a sus colegas hablar de él. Dicen que no le importa cuántas
cabezas ha de romper, con tal de obtener una ciudad tranquila.
¡Y tiene razón! Y no se queda cruzado de brazos. Cada noche sale
a la calle con las patrullas. Me han dicho que está entrenando
nuevas fuerzas antidisturbios, como las que tienen los franceses.
Ya sabe, blam-blam, limpiar las calles y no hacer preguntas.
Usted debe de conocerlo. Un tipo alto. Tiene cara de alemán. Los
chicos lo llaman el viejo «mandíbulas de acero».
—Buen nombre. ¿Conoce a alguno de los de su plana
mayor?
—Seguro. Algunos de ellos vienen aquí. Aunque jamás
mientras están de servicio. Ha acabado con todo eso. Una falta
y fuera. Según me han dicho, ésa es la regla que impera ahora.
Incluso quiere saber el tipo de mujeres con las que salen.
Pregúnteselo a algunas de las chicas. Ellas se lo dirán... Mire, ¿no
es ése un amigo suyo?
Se acercó al bar, con sus dos metros y sus ciento veinte
kilos: Giorgione, el gran Jorge, el mayor Marianello, del
escalafón general del Cuerpo. Tenía el aspecto de un gran perro
de aguas con ojos tristes y grandes papadas; pero cuando me vio,
se animó un poco y alzó un gran puño en saludo.
—Hola, Matucci, me alegra verte.
—También a mí, Giorgione.
—¿Qué estás haciendo en esta ciudad?
—Estoy de permiso.
—Apostaría que persiguiendo a una mujer.
—Preparándome para ello. Deja que te invite a un trago.
—Gracias, lo necesito. El viejo mandíbulas de acero ha
estado pisándome los talones todo el día.
—Grandes cambios, ¿eh?
—¿Cambios? ¡Dios! Está metiéndonos todas las Naciones
Unidas por el gaznate. Como lo hacen los griegos y los franceses
y los brasileños y los británicos y los japoneses... Salute!
—Chin-chin.
—Te aseguro, Matucci, que deberías estar agradecido de no
seguir en el Cuerpo. Este Leporello es un bastardo completo de
piel acorazada. Y deberías ver los tipos con los que se está
rodeando. Mamma mia! ¡Según dice, está trayendo cerebros,
chicos de los computadores, estadísticos y, Dios nos libre,
incluso psiquiatras! Pero eso no es todo. ¡Está haciéndose un
pequeño ejército privado de gorilas, para servicios especiales!
Algo raro está sucediendo. Me gustaría saber el qué... Tiene a ese
tipo, Roditi, yendo por todos lados, como un pedo dentro de una
botella. ¿Lo conoces?
—Me he encontrado con él, pero personalmente no lo
conozco.
—No te has perdido nada. Es un tipo muy raro... Dios, qué
cansado estoy.
—Tómate otro trago.
—Gracias.
—¿Qué quieres decir con eso de raro?
—Oh, ya sabes: mucha presunción, grandes secretos, el
general le presenta sus respetos, señor... Todas esas cosas.
Ningún amigo, excepto entre los nuevos. No me fiaría de él.
—¿Viene alguna vez aquí?
—¡No, no! Esto es territorio femenino, Matucci. Ya lo sabes.
Me parece que nuestro amigo Roditi es de la acera de enfrente.
—¿Alguna prueba?
—¡Prueba! ¡Infiernos, no! Corro tanto estos días, que no sé
si estoy casado o soy soltero.
—¿Es también Leporello así?
—No lo creo. Está casado, y tiene dos hijos. Va a comer con
el cardenal arzobispo. ¡Todo muy correcto!
—Entonces, ¿por qué lo de Roditi y los otros tipos raros?
—No lo sé. Supongo que lo que pasa es que le gusta la idea
de la guardia de élite y todo eso... Oye, ¿por que te interesa todo
esto? Tienes un estupendo trabajo en el SID; ¿por qué te interesa
lo que nos pasa a nosotros, pobres peones camineros? ¡Hey, un
momento...! —Dejó su vaso y giró en su taburete para mirarme
a los ojos—. Vamos, Matucci, dímelo, ¿eh?
—¿Qué te parecería dar un paseo, Giorgione?
—¿Adónde?
—A mi casa. Es tranquila, y las bebidas son gratis. Ven, sólo
está media docena de manzanas. Allí te podrás quitar los
zapatos.
—Bueno, de acuerdo. Pero no te creas que voy a dejarte
escapar, Matucci, quiero saber...
—Calla, o te haré pagar la consumición.
El paseo me dio tiempo de pensar. A pesar de su gran masa
y su forma de ser descuidada, Gioreione era tan astuto como un
tejón. Jamás lo ascenderían, pero era uno de los pilares de la
división que se enfrentaba con el fraude y la corrupción. Si
quería su ayuda, tendría que contar lo bastante de la verdad
como para mantenerlo contento y discreto. Cosa extraña, el
apartamento me ayudó. Olía a dinero y olía a poder, y él tenía un
sano respeto por ambos. También Pietro ayudó. Su frío servicio,
con cara de palo, habría dejado asombrado hasta a un cardenal.
Así que, cuando juzgué que Giorgione estaba dispuesto y
relajado, le conté la historia.
—Datos para el archivo, Giorgione. Si quieres, puedes
contárselos hasta a los barrenderos. Estoy de permiso, cuatro
meses. Trabajo, por mi cuenta, para una gran compañía, como
consejero de seguridad. Este apartamento va incluido en el
empleo. Todo lo demás, es privado... y me refiero a que es tan
privado que nadie debe verlo ni con un telescopio.
—Escucha, Matucci no quería..
—Sé que no querías. Giorgione, y quizá puedas ayudarme.
Primero, sigo en el SID, en activo, ¿comprendes? Todo esto es
una cobertura; y no quiero que los chicos vengan por aquí a
tomar un trago o a hacer una visita de inspección.
—Comprendido.
—Segundo, estoy en un trabajo del que no puedo hablarte.
Máxima seguridad y peligroso. Tanto, que ni siquiera puedes
imaginártelo, ¿entiendes?
—Entiendo.
—Tercero, también estamos interesados en Roditi. Me han
pedido que averigüe cosas sobre él mientras esté aquí, y que lo
haga sin molestar al general Leporello. Si es un finocchio, no
queremos que esté en un puesto de responsabilidad. Si es una
influencia perturbadora, también es una buena razón para
trasladarlo. Así que tendré que moverme con mucho cuidado;
pero, a causa de este otro trabajo, no puedo perder el tiempo. ¡Si
puedes ayudarme, excelente! Si no, no pasa nada, siempre que
te quedes callado, y sé que eso lo harás. Ésta es la historia,
Giorgione.
—Bueno, gracias por contármela. Te estoy agradecido por
confiar en mí. ¿Qué es lo que quieres saber acerca de este tipo?
—Todo, Giorgione. O tanto como puedas obtener.
—Ya sabes que no puedo servirte como testigo presencial.
Soy demasiado grande y conspicuo.
—Tú dime dónde y cuándo. Yo arreglaré el resto. Dos
puntos principales: ¿cuál es su relación con Leporello y qué tiene
que ver, si es que tiene que ver algo, con los gorilas? ¿Se te
ocurre algo ya?
—Sí se me ocurre algo. El mismo Roditi es bastante gorila.
Es el jefe de la escuadra de gimnasia y formación física. Pasa un
rato cada día en el gimnasio: alzamiento de pesas, judo, kárate.
Cualquier cosa que se te ocurra, la hace. Tiro con pistola,
entrenamiento con armas automáticas... No sé cómo tiene
tiempo para todo ello. Además, está realizando algún tipo de
reclutamiento por el país, quiero decir que dentro del Cuerpo.
Por lo que he oído, están montando una especie de grupo de
comandos. Suena como esos tipos que había en Francia... ¿Cómo
se llamaban?
—¿Los barbouzes?
—Eso es. Según he oído, unos verdaderos matones.
—¿Dónde se entrenan?
—Oh, ése es uno de los grandes secretos. Nadie parece
saberlo, y ellos no dicen ni palabra. Sin embargo, husmearé un
poco, y te haré saber.
—¿Dónde vive Roditi?
—Tampoco sé eso, pero debe de estar en el archivo. Haré
que Rita me lo busque. ¿Te acuerdas de Rita, no? Morena, con
cara de gitana. La última vez que estuviste aquí, tú y ella...
—No hablemos de eso, Giorgione. ¡Y, por Dios, no le digas
que estoy en la ciudad! Bien, crees que Roditi es un finocchio.
¿Alguna prueba?
—Bueno, no. Pero el que no tenga amigas y todo eso de los
musculitos señala en esa dirección, ¿no?
—Podría ser. ¿Algún amiguito en el cuartel general?
—No. Las mujeres lo vigilan como zorras en época de celo.
Hay media docena a las que les gustaría darle un revolcón; pero,
hasta ahora, no han descubierto nada.
—¿Cómo lo trata Leporello?
—Oh, muy formalmente, pero... ¿cómo te diría?, muy en
plan de hombre de confianza. Ya sabes cómo van esas cosas...
«Si necesita alguna aclaración más, el capitán Roditi estará a su
disposición... El capitán Roditi lo llamará para disponer una
conferencia...» Sé que visita a Leporello en su casa.
—¿Dónde está eso?
—En la carretera del aeropuerto de Linate. Una gran villa
con un alto muro de piedra.
—¿Trabaja alguna mujer en la oficina de Leporello?
—Tres. Una secretaria y dos mecanógrafas. Pero no hay
nada que te sirva ahí, Matucci. La secretaria es un dragón y las
otras dos parecen directamente salidas de un convento.
—Y qué hay de la esposa de Leporello?
—Jamás la he visto. No creo que nunca haya ido al cuartel
general. Si lo hubiera hecho, estoy seguro de que me hubiera
enterado.
—Cuando hizo ese viaje de estudios, ¿fue su mujer con él?
—No... ¡Pero Roditi sí, por Dios! Sí, lo hizo.
—Eso no prueba nada, Giorgione.
—Tienes razón. No prueba nada.
—¿Cuál es el sentimiento general que hay en el Cuerpo
respecto a Leporello?
—Bueno... He estado escuchando lo que comentaban en el
bar. Es un bastardo. Nos hace trabajar como si fuera un capataz
de esclavos. Y es más fácil sacarle leche a una gallina que lograr
una palabra de encomio por su parte... pero es bueno. Es muy
bueno. Y muchas de las cosas que ha hecho son verdaderas
mejoras. ¿Que cómo nos sentimos acerca de él? Ya conoces el
Servicio, Matucci. Puedes contarlo como un mazo de naipes. Hay
el gran grupo central que se limita a hacer su trabajo y no
pregunta nada, pero que se queja acerca de todo, sólo para
afirmar sus derechos. Está la parte inferior, a la que yo llamo los
amantes de la tierra. Sirven muy contentos en puestos
campestres, pequeños pueblos y las provincias más lejanas. Son
unos muy buenos guardianes de la paz. Están muy unidos al
pueblo, y se muestran absolutamente dedicados a él. Luego, está
el grupo superior, los chicos chulos, los que lo hacen todo según
el reglamento, sirven al Estado y dicen que son tres años de
trabajos forzados si les das en la nariz cuando estás borracho. A
ésos les gusta Leporello. El grupo central está un tanto inquieto
acerca de él. Los amantes de la tierra lo odian. Aunque no sea
siempre por la misma razón, tenlo en cuenta, ya que algunos de
ellos pueden ser bastante negligentes, como ya sabes. Pero lo
hacen instintivamente... ¿lo he dicho bien?, estoy un tanto
borracho... Desconfían de él instintivamente.
—¿Y qué hay de ti, Giorgione?
—¿Yo? Yo odio sus tripas. Pero eso también es natural. Soy
bastante bueno en mi trabajo, pero mírame. No soy ningún gran
ornamento para el Servicio. Y Leporello me hace darme cuenta
de ello, de continuo. ¡Dios! ¡Qué tarde que es! ¡Mi esposa me
matará! ¿Cuándo quieres esa información?
—Para ayer, si es posible.
—¿Cómo me pongo en contacto contigo?
—Telefonéame aquí. Si estoy fuera, deja un mensaje a los
criados. Di un lugar y una hora e iré a verte, o te llamaré si no
puedo. Gracias, Giorgione.
—Ni lo menciones. Me he alegrado de volver a verte. Ah,
Matucci, si cambias de idea acerca de Rita...
—¿Crees que hace juego con este lugar, Giorgione?
—Pensándolo bien, no del todo... De cualquier forma, es
una buena chica. Ten cuidado. No quedamos ya demasiados de
los buenos.
Salió, un enorme y amable gigantón que estaba
comenzando a darse cuenta de que este mundo era demasiado
complicado para vivir en él. Me dejó a un tiempo complacido y
preocupado. Roditi, mi primera presa, era un tipo impopular,
con una reputación dudosa. Leporello era un mandón, con unos
subordinados descontentos. Por consiguiente, la investigación
preliminar podría llevarse a cabo rápidamente, y habría muchos
ayudantes entusiastas, dispuestos a sacar la porquería a la
superficie. Por otra parte, la noticia acerca de las nuevas
escuadras antidisturbios eran muy preocupantes. Eran un paso
regresivo, una nueva amenaza a la intimidad y a los derechos
personales. Parecía una sanción oficial a la intimidación y a la
brutalidad policial.
En cualquier caso, la ley italiana estaba muy cargada en
favor del Estado y contra el individuo. Muchos de los viejos
decretos fascistas seguían en los libros, y podían ser invocados
en cualquier momento. Jamás habíamos adoptado, y Dios sabe
por qué, el sistema británico del habeas corpus. Un hombre
podía ser encerrado casi indefinidamente con una acusación
arreglada; y un magistrado complaciente podía retrasar las
investigaciones y traspapelar los documentos hasta el día del fin
del mundo. Nuestro sistema judicial estaba sobrecargado,
nuestros sistemas de documentación horriblemente pasados de
moda. Nuestros métodos de interrogación eran brutales, en el
mejor de los casos, y nuestro sistema de prisiones una vergüenza
pública. Juntar todo esto con un abierto o tácito uso del terror,
y una deliberada explotación del vicio, tan mediterráneo, de la
crueldad, era saltar atrás, de regreso a las eras oscuras.
Comprendía la ansiosa convicción de Manzini de que ya había
pasado la hora veintitrés, y que el minutero se estaba acercando
ya a medianoche.
Ahora, estaba inquieto, ansioso de compañía y acción, así
que hojeé mi agenda en busca de otro contacto entre los
habitantes de la noche. Escogí a Patrizia Pompa, una lesbiana de
singular belleza y metálico encanto, que se ganaba muy bien la
vida decorando los apartamentos de los milaneses ricos. Sabía
con certeza que Patrizia jamás se iba a la cama antes de las tres
de la madrugada. En mis días mozos había tratado de llevarla a
ese lugar, y estuve escaldado por la experiencia durante mucho
tiempo. Sin embargo, al fin llegamos a comprendernos el uno al
otro, y logramos mantener, durante los años, algún tipo de
amistad. La llamé. Me contestó con aquella voz profunda y ronca
que prometía todo tipo de locas experiencias. Parecía algo hostil.
—¿Quién infiernos es?
—Dante Alighieri Matucci, cariñito. ¿He interrumpido algo?
—Nada importante. ¿Qué es lo que quieres a esta hora?
—Información... y algo de compañía.
—Puedes tener la mía, si traes una botella de whisky... ¿Qué
tipo de información?
—Clubes de chicos alegres. ¿Conoces alguno?
—Un par. ¿Por qué?
—Estoy buscando a un hombre.
—No pensé que estuvieras buscando una chica, amor. ¿Qué
clase de respuesta es ésa?
—Es un tipo malvado. Creo que mató a un amigo mío.
—¡Oh! Entonces, prueba en el «Pavone» y el «Alcibiade».
Ambos están abiertos hasta las cuatro de la madrugada.
—¿Admiten chicas?
—Sólo chicas buenas, amor... como yo.
—¿Quieres venir a llevarme de la mano?
—¿Por qué no? Estoy lo bastante aburrida como para
disfrutar viendo a Matucci entre las flores de invernadero.
—Tienes una mente sucia, cariño.
—Nunca digas no hasta que lo hayas probado, amor. Estaré
dispuesta en veinte minutos. Trae transporte, ¿eh? Por cierto,
¿dónde vives?
—En un convento. ¿Dónde si no? Hasta ahora.
Pasé a recogerla en mi propio coche, un modelo deportivo
de la «Mercedes», rojo. Ella iba vestida para el combate con un
traje chaqueta, estilo hombruno, con camisa blanca y una
enorme corbata negra. Cuando vio mi nuevo vehículo exclamó:
—Buen Dios, Matucci, me parece que te has pasado al otro
bando. No puedes tener esto con tu salario de coronel. ¿Quién te
mantiene?
—Dulzura, me estás asustando.
—Aún estarás más asustado cuando veas el sitio al que
vamos. ¿Decías en serio eso de...?
—Sí, lo decía. Por tanto, escucha, cariño, y empápate de la
historia. Soy un viejo amigo, y estás enseñándome la ciudad.
—Supónte que nos encontramos con alguien al que
conoces.
—La misma historia. Y sí luego tienes alguna llamada
telefónica continúas con ella. No hagas ninguna cosa rara.
Podría ser peligroso.
—Con un amigo como tú, Matucci, necesito un seguro de
vida especial.
—Soy el mejor seguro que puedas tener, cariño. ¿Quién va
a tocarte, escoltada por un buen chico como yo a tu lado?
Era un mal chiste, y se hizo peor cuando entramos en el
«Pavone», un sótano lleno de humo junto al Duomo. Los
matones de la puerta ya daban buena idea del lugar: dos Adonis
musculosos del club atlético local, con tejanos ajustados,
cinturones claveteados y suéteres de cuello de cisne. Hicieron un
par de comentarios de doble sentido, recogieron cuatro mil liras
como billete de entrada, y nos dejaron pasar con una reverencia.
En el interior había más del mismo estilo: chicos grandes y
chicos pequeños, todos ellos con tejanos y pantalones ajustados,
y ni una sola mujer a la vista. Había una neblina que se podía
cortar con un cuchillo y, para dar atmósfera, un pavo real
disecado con las plumas de la cola abiertas, atusándoselas,
colocado sobre un pedestal en el centro de la sala. Había un tipo
que tocaba el piano y un joven picado por la viruela, con una
guitarra eléctrica, que hacían sonar continuamente un aire de
rock, y las charlas eran susurros secretos que se cortaron en seco
en cuanto entramos y nos dirigimos a la barra. Inmediatamente,
hubo un coro de silbidos y maullidos, y Patrizia me murmuró al
oído:
—Me parece, amor, que nos hemos equivocado de lugar.
De todos modos, nos iba a costar una consumición, así que
pedimos dos tragos y los fuimos bebiendo lentamente, hasta que
los chicos acabaron con su diversión y volvieron a dedicarse a
sus susurros. Entonces, nos pusimos cara a la sala y atisbé entre
la neblina para tratar de distinguir algún rostro familiar. El
encargado de la barra me golpeó en un hombro con un suave y
grueso dedo.
—¿Buscas a alguien, cariño?
—Sí, a un amigo.
—¿Qué aspecto tiene?
—Pelirrojo, muy robusto y con pecas. Tienes aspecto de
alemán, pero en realidad es de Trento. Un chico encantador.
Pero no lo veo por aquí.
—¿Tiene nombre?
—Me dijo que se llamaba Matteo.
—Pero no el apellido.
—No...
—Debes de echarlo de menos, cariño.
—Así es.
—¿Cuánto lo echas de menos?
Deslicé un billete de diez mil liras sobre la barra y lo
mantuve bajo la palma de mi mano.
—Así... para empezar.
—Bueno, creo eue lo he visto aquí algunas veces. ¿Sabes?,
no puedo estar seguro. Hay un grupo que se deja caer cada par
de semanas, son tres o cuatro que van juntos. Nunca los he
conocido demasiado, porque son muy silenciosos... y están
interesados en cosas muy rudas. Si lo veo de nuevo, ¿qué
querrías que hiciese?
—Llámame a este número —se lo escribí en la parte de atrás
de una servilleta de papel y se lo entregué—. Te ganarás otras
diez si establezco contacto.
—¿Y por quién tengo que preguntar cuando llame?
—Pregunta por Dante. Como el poeta, ¿sabes? Mi amiga
aquí presente es una poetisa. ¿No es cierto, cariño?
—Me siento como el culo de un caballo —dijo insatisfecha
Patrizia.
—También tienes ese aspecto, cariño —dijo con dulzura el
encargado de la barra—. ¿Por qué no te vas a tu sitio y nos dejas
a nosotras, chicas, haciendo nuestras labores?
El «Alcibiade» era otra cosa, completamente distinta, por
todo lo alto, estrictamente montado en plan comercial... y había
mucho ganado que elegir, de ambos sexos. El lugar estaba
diseñado para formar un círculo completo, como el Panteón, con
un bar al extremo de un diámetro y un escenario curvado en el
otro extremo, y las mesas dispuestas alrededor de una pequeña
pista de baile en el centro. Tenía aire acondicionado, lo cual era
un verdadero alivio, pues allí estaban fumando mucho, y no sólo
tabaco. El decorado era ingenioso y tremendamente caro. Las
paredes estaban cubiertas de terciopelo negro, interrumpido a
intervalos regulares por nichos iluminados, en cada uno de los
cuales había una figura de yeso blanco, a mitad de tamaño
natural y provista de sus partes sexuales, que representaban
héroes masculinos de la antigüedad clásica. La mujer sólo era
honrada por una Leda, blanca como la nieve, y era montada por
un cisne muy sinuoso.
Los clientes eran la manada más elegante que hubiera visto
en mucho tiempo: principalmente jóvenes, pero con un puñado
de caballeros canosos y solteronas hombrunas, que llevaban el
cabello corto y largas boquillas. En esta ocasión, nuestra entrada
no atrajo la más mínima atención. El escenario estaba ocupado
por tres jóvenes con pantalones bombachos dorados y zapatillas
de punta retorcida. Uno de ellos tocaba el sitar, el otro estaba
soplando con todas sus fuerzas por un flauta, mientras el tercero
ejecutaba algún tipo de danza lenta que me dejó tan frío como
a un Narciso junto a su estanque de las lilas.
El encargado de la barra era un muchacho espléndido, con
una bella barba e inefablemente bien educado. Las bebidas
costaban un ojo de la cara y parte del otro, pero eran servidas en
cubiletes de cristal tallado, con un canapé recién hecho para
ayudar a pasarlas.
Patrizia ronroneó satisfecha.
—Amor, me alegra que me hayas traído. Creo que he estado
demasiado tiempo fuera de la circulación. Si tengo suerte, paga
la cuenta y déjame.
—Lo que tú digas, dulzura.
—¿Puedes ver a tu hombre?
—Aún no. Espera a que acabe el número, y se enciendan las
luces.
Esperamos una pequeña eternidad hasta que se esfumaron
las últimas notas y el danzarín se hundió como un pétalo
cansado hacia el suelo, para lograr unos aplausos bastante
pálidos. También las luces eran bastante pálidas, pero lo
bastante brillantes como para mostrarme al capitán Matteo
Roditi, con una chaqueta azul medianoche, sentado con otros
dos jóvenes, en una mesa al borde de la pista de baile.
Me volví hacia la barra y le susurré a Patrizia:
—Lo he visto.
—¿Qué quieres hacer?
—Hablar con él... a solas.
—Te esperaré.
—Lo mejor será que no te vean conmigo.
—Esto es excitante.
—No lo parece, pero esto es peligroso. Pide otro trago y
arréglatelas por ti sola.
Le coloqué algunos billetes en la mano y luego caminé entre
las mesas, como cualquier otro cliente que estuviese valorando
el talento local. Roditi y sus amigos estaban tan ocupados entre
sí que no se fijaron en mí hasta que no me hallé junto a su mesa
y les dediqué mi pequeño saludo.
—El capitán Roditi, ¿no?
No me reconoció por un instante, luego saltó en pie y
tartamudeó:
—¡Coronel Matucci! Perdóneme, no lo había reconocido.
—Relájese, capitán. No estamos en un desfile.
—¿Qué está haciendo usted en Milán, señor?
—Disfrutando de un permiso.
—Perdóneme, pero había oído que lo habían retirado a
usted del Servicio.
—Eso está bajo discusión. Aún no hay nada definido. Sigo
en la lista activa. ¿No me presenta a sus amigos?
—Oh, lo lamento, señor. Franco Gozzoli, Giuseppe Balbo,
el coronel Matucci.
—¿Son ustedes, caballeros, también del Servicio?
Fue rápido, pero no lo bastante como para interceptar sus
rápidas miradas inquisitivas.
—No, señor, no. Los dos son empleados civiles.
—¿Qué tipo de empleo?
—Oh... esto... dibujantes arquitectónicos.
—Muy interesante. Por favor, siéntense, caballeros. ¿Viene
aquí a menudo, capitán?
—Ocasionalmente. Es diferente al tipo habitual de club. ¿Y
usted, señor?
—Oh, yo simplemente me he dejado caer para tomar un
trago... buscando, se podría decir.
—¿Sí? —reaccionó de inmediato a esta palabra, y una débil
sombra conspiradora flotó en su sonrisa—. ¿Se quedará mucho
tiempo en Milán?
—Probablemente algunas semanas. ¿Por qué no viene un
día a tomar un trago conmigo, capitán?
—Me encantaría hacerlo, señor.
—Bien. Le llamaré al Cuartel General. Por favor, salude de
mi parte al general Leporello. Dígale que espero verle pronto.
—Lo haré, señor, con mucho gusto.
—Buenas noches, Roditi. Que lo pase bien.
Mientras pasaba junto a la barra, vi a Patrizia Pompa en
plena charla con una pequeña rubia, con aspecto de muñeca y
que iba vestida con unos pantalones verdes. Me hizo un guiño y
agitó en despedida los dedos. Ya no me necesitaba más, estaba
de nuevo en circulación.
Eran las tres de la madrugada cuando regresé al
apartamento. Estaba desesperadamente cansado, pero no pude
dormir hasta que no hube hecho un resumen de los encuentros
de aquella noche. Había algunos puntos provechosos. En
Giorgione tenía un amigo y una fuente de información. Roditi
era vulnerable, a causa de sus intereses sexuales. Leporello era
poco popular entre sus hombres, algunos de los cuales podían
ser persuadidos para que informasen en su contra. Sin embargo,
la columna del debe era alarmante. Leporello estaba entrenando
un aparato terrorífico que podría operar a su voluntad dentro o
fuera de la ley. Un grupo así atraía a delincuentes sociales, y
ponía un enorme poder en las manos de un manipulador
político. Si este manipulador lograba un éxito político, el aparato
se convertía en un brazo del Gobierno, autoperpetuante y
autojustificado. También había una entrada en el debe de mi
cuenta personal. Si los asesinatos de la Via Sicilia eran obra del
aparato, sería difícil, si no imposible, presentar cargos contra
Roditi y Leporello. Y si Leporello quería eliminarme, tenía toda
una jauría de matones bien entrenados para montarme una
emboscada.
Era un pensamiento estremecedor. Me persiguió durante
todo un sueño inquieto y seguía conmigo cuando me desperté,
irritable y con los ojos enrojecidos, a las diez de la mañana.

Al mediodía llegó Steffi, chirriante como un grillo. Me traía


las bendiciones de su esposa, que según afirmaba, se mostraba
muy feliz por haberse librado de él. Recitó los saludos de algunos
de nuestros colegas en Roma y una letanía de maldiciones contra
los chaqueteros. Examinó cada centímetro del apartamento y
concluyó, con aire lúgubre, que sólo una puta podría disfrutar de
tanto lujo sin sentir remordimientos de conciencia. Purgado al
fin de su información y su bilis, escuchó en silencio mientras le
contaba lo que me había sucedido desde nuestra última
entrevista. Luego, sobrio y tranquilo, me dio su propia versión
de los acontecimientos en Roma:
—...Nosotros los liberales estamos pasados de moda,
hermanito. Todas las corrientes fluyen en contra nuestra. Cada
viento sopla frente a nosotros. Justo cuando pensamos que
vamos a tener un momento de tranquilidad para regar las flores,
los árabes secuestran otro avión de pasajeros, o los sionistas
matan a un agente, o algún idiota de veinte años atraca un
Banco, o la Policía dispara contra los manifestantes en una
provincia pobre. Y si esto no está pasando en el país, pasa en la
puerta de al lado. ¡Mira, un pequeño ejemplo! Cuando llegué al
aeropuerto esta mañana, se había estropeado el sistema de
com putadores. U na pequeña falla m ecánica, pero
repentinamente hubo un caos. Los empleados del mostrador no
querían responder a las preguntas. Los burócratas de las
compañías aéreas se escondieron. Y cinco mil pasajeros de los
vuelos nacionales e internacionales no sabían adónde iban o
venían. No somos como los ingleses. No formamos una cola y
leemos The Times. Gritamos y aullamos sólo porque nos gusta.
Pero sólo habría tenido que haber alguien que gritase más fuerte
o que empujase con mayor decisión, para que se hubiese
producido un motín... ¿Y por qué? Por un fusible quemado que
quizá cueste cien liras... Eso es lo más aterrador, Matucci. Nadie
le echa las culpas al fusible. Todo el mundo quiere un chivo
expiatorio al que puedan patear hasta convertirlo en culpa
ensangrentada porque el avión llega tarde. Ahora, están
pintando consignas en los puentes de Roma: «Muerte a los
fascistas», «Abajo los marxistas». Y, donde yo vivo, es «Cerdos
sionistas». Me pregunto si sabrás realmente con qué te estás
enfrentando, amigo mío.
—¿Y tú?
—A veces desearía no saberlo. Simia quam similis...
—Ése no lo sé, Steffi.
—¡Cuánto nos parecemos a los simios! Es de Ennio... No
hemos cambiado mucho desde su tiempo, ¿verdad?
—No, excepto que tenemos computadores para multiplicar
nuestra maldad. Steffi, tienes que comprender una cosa. Éste es
un proyecto terriblemente peligroso. No quiero que estés
demasiado cerca de mí. Trabajarás en el «Hotel Europa». Nos
encontraremos en diferentes sitios.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
—Estamos investigando un asesinato. Así que es el viejo
trabajo de los detectives, Steffi. Primero con Leporello y Roditi.
Quiero saber lo que comen para desayunar y qué marca de
dentífrico usan. Si tienes algún colega en el Cuartel General de
Milán que sea buen amigo tuyo, úsalo; pero, por Dios, sé
cuidadoso.
—Debería darte el mismo consejo, hermanito. El director ya
no te ama.
—Pero tiene interés en mantenerme con vida. Eso, según
sus propias palabras, Steffi.
—No te dijo qué interés era ése, ¿verdad?
—No.
—Entonces, deja que te dé otra mala noticia. Tiene a un
hombre trabajando y dedicando todo su tiempo en tu dossier.
—¿Quién te dijo eso?
—Rampolla. Lo consideraba una gran broma. ¡Y qué
broma! Matucci, has ido siempre al borde del precipicio.
Necesitarías a un biógrafo que te tuviera mucha simpatía para
que quedases medianamente respetable. En este momento, están
escribiendo un Libro Negro sobre ti.
—Yo también estoy escribiendo un Libro Negro, Steffi.
—La pregunta es, ¿cuál de ellos entrará primero en Prensa?
Otra cosa más... Pájaro Carpintero, ha sido interrogado
continuamente desde que saliste de Roma. Ha delatado a toda la
red. Y tu amiguita, Lili Anders, tiene un lugar prominente en sus
declaraciones.
—Ahora no pueden tocarla. Los suizos no conceden
extradiciones por crímenes políticos.
—Pero lo hacen por crímenes comunes.
—Oh, vamos, Steffi. Me conozco su dossier de cabo a rabo.
No hay nada de eso en su contra.
—No lo había cuando tú lo estudiaste. Quizá lo haya ahora.
Si le tienes cariño a esa mujer, es algo en lo que tienes que
pensar.
—Steffi, me haces sentir como Job sobre su montón de
mierda.
—Entonces, bendice a Dios por tus aflicciones, hermanito,
y ruega con mucho fervor y muy fuerte por sus mercedes.
Además, no infravalores al director. Te quiere vivo..., pero
enterrado hasta el cuello en este montón de mierda del que
hablas. ¿Tienes algo que beber en este prostíbulo?
—Por las noticias que me das, te debería dar cianuro.
—Que sea whisky escocés, y te daré a cambio una buena
noticia.
—Primero la noticia, viejo buitre.
—¿Recuerdas la carta-bomba que fue enviada al piso de Lili
Anders?
—¿Sí?
—La Policía nos envió un informe sobre ella. El informe
llegó a mi despacho, junto a una excelente serie de huellas
digitales, emparejadas con las que habían encontrado en sus
archivos. Traje una copia conmigo, por si podía ser de utilidad.
—¿Y?
—Las huellas pertenecían a Marco Vitucci, de veintiocho
años, en otro tiempo camarero en un barco de la Flotta
Bernardo, buscado en Roma y Nápoles por diversas acusaciones
de robo y atracos con violencia.
—Jamás oí hablar de él.
—Ni yo. Pero es un inicio... un eslabón en la cadena. La
Policía está trabajando activamente para hallarlo. Se sabe que
usa otros dos nombres, para los que tiene documentaciones
falsas. Esos nombres son Turi Goldoni y Giuseppe Balbo...
—¡Repite ese último!
—Giuseppe Balbo.
—¡Steffi, eres un genio! ¡Eres un maravilloso mago de
primera categoría!
—Eso ya lo sé, pero, ¿cuándo lo has descubierto tú?
—Ahora... en este mismo minuto. Te he dicho que me
encontré con Roditi anoche en el «Club Alcibiade». Uno de los
chicos que estaba con él en su mesa, se llamaba Giuseppe Balbo.
—Si es el mismo, es casi suficiente para crucificar a Roditi.
—Casi, pero no del todo. No con la protección que tiene.
Pero es un comienzo hermoso y, dado que es un informe de la
Policía, el SID no puede enterrarlo. ¡Steffi, la sopa está
empezando a hervir...!
—Entonces, ¿puedes darme mi whisky, si no te importa?
Lo hablamos de arriba abajo y de izquierda a derecha.
Durante la comida y hasta el anochecer. Preparamos códigos,
lugares de reunión, una tabla de contactos telefónicos; después,
Steffi partió para descansar sus viejos huesos en el hotel y
planear su propia campaña de investigación. Yo estaba acabando
de transcribir la nueva información en el magnetofón, cuando
sonó el teléfono. y oí la voz del general Leporello. Se mostraba
apremiante, pero sorprendentemente cordial.
—Bien venido a Milán, coronel.
—Gracias, señor.
—El capitán Roditi me transmitió su mensaje. Me
encantará verle.
—Sólo quería presentarle mis respetos, señor. Sé lo
ocupado que está usted.
—A cenar el jueves. ¿Le va bien?
—Sí, señor. Estoy libre esa noche.
—Muy bien. En mi casa, de ocho y media a nueve. Le
enviaré una confirmación con explicaciones de cómo llegar allí.
Estrictamente informal.., un cuarteto familiar. Esto... ¿hay
alguien a quien desease traer?
—No, señor.
—Entonces, déjeselo a mi esposa... ella es la que está
acostumbrada a estas cosas. Por cierto, ¿ha vuelto a pensar en mi
oferta?
—Sí, señor. Lo he hecho.
—Entonces, hablaremos de nuevo de ello. Hasta el jueves.
—Lo espero con impaciencia, general.
Había confiado en algún tipo de aproximación: quizás unos
tragos en la cantina, café en el club..., pero aquello estaba fuera
de toda previsión. Hacía dos semanas había deseado verme
muerto; ahora, me invitaba a cenar. Aunque ambas cosas no
tenían por qué estar necesariamente en contradicción: ha habido
algunas traiciones muy notables en los banquetes italianos; pero
ciertamente eran anómalas. No podía ir armado a una reunión
familiar, y sólo tenía cuarenta y ocho horas para encontrar una
cuchara muy larga.
Las noticias de Steffi me habían preocupado mucho, no
porque fueran inesperadas, sino porque de nuevo había caído en
un descuido peligroso, ocupándome sólo de un tema e ignorando
todo el complejo de amenazas y problemas que había tras él. El
Libro Negro era una ingeniosa perversión, diseñada en principio
por el director como un ejercicio de entrenamiento y luego
refinado hasta convertirse en una técnica de chantaje. El truco
era tomar el dossier de un hombre y, mediante cortes, énfasis e
interpretaciones, distorsionarlo hasta convertirlo en una
caricatura criminal. En vez de «soltero» se leía «no interesado
en las mujeres», en lugar de «le gusta jugar a cartas» se leía
«conocido tahúr», y así se lograban verdaderas preciosidades. Es
un juego sucio, pero da resultado, porque todo hombre tiene
alguna culpa y la simple exhibición del dossier a la víctima es
una aplastante demostración de cínico poder.
Conocía el juego porque había jugado a él a menudo.
También sabía que era la víctima más fácil del mundo, un agente
secreto trabajando siempre al borde de la ley y a veces mucho
más allá de ella. Lili Anders estaba en una situación similar, una
conocida subversiva, huésped de un país neutral. Sólo se
necesitaba una llamada telefónica del director a su contrapartida
suizo para que Lili también quedase tan indefensa como una
hoja de árbol en una tempestad invernal. Estaba aún rumiando
este amargo pensamiento, cuando llegó un correo con dos
mensajes de Bruno Manzini.
El primero era una nota en la que, excusándose por el breve
plazo de aviso, me solicitaba que fuera a cenar con el, aquella
misma noche, en el «Club de Banqueros», con el fin de, como
decía él, «entrevistarme con el dinero y ver si hedía o no».
Sugería que nos encontrásemos en la sala de naipes media hora
antes de la cena, para una puesta a punto privada. El segundo
era una carta de Lili:

Querido,
Ha pasado tanto tiempo desde que escribí por última vez
a un hombre, que casi no sé cómo empezar. Aunque me imagino
que tú, mi cuidadoso Don Juan, jamás habrás escrito cartas a
una mujer. El tío Pavel no cuenta, porque no existe; pero, de
todos modos, me alegró tener noticias de él. Estoy sentada en
mi balcón, bañada por la luz del sol, con una maravillosa vista
de un valle verde, picos cubiertos de nieve y granjas que
parecen casitas de muñecas... todo para que yo disfrute
viéndolo. Y estoy disfrutando, cariño, de una forma, que jamás
hubiera creído posible. Hago bien poco. Camino. Leo. He
empezado a hacer ganchillo. Hablo con los otros huéspedes. Por
las noches, juego al bridge. Me voy a la cama a las diez y
duermo hasta que la criada me trae el desayuno. Es todo tan
simple, que me pregunto cómo he dejado que se me escapase
durante tanto tiempo.
A veces me preocupo, porque aún estoy muy insegura y
me siento como en transito; pero mi abogado, Herr Neumann,
me tranquiliza. Es un hombre pequeño y viejo con cabello
blanco y antiparras de oro. Me llama «jovencita», lo que
siempre ayuda. Ahora, lo sabe todo de mí, excepto algunas
cosas muy íntimas, y dice que quizá pueda solicitar asilo
político. Me ha tomado una serie de declaraciones, y busca el
consejo de sus colegas de Zurich. Me gusta bastante la idea del
asilo. Suena como si le diesen a una refugio en una iglesia,
donde todo es confesado, todo es perdonado y una puede
comenzar de nuevo, sin miedo.
La gente de aquí son personas simples, sobrias y amables.
También los otros huéspedes son agradables. Hay una pareja
de viejas damas, una de las cuales es mi compañera en el
bridge. Hay una pareja en luna de miel, que a veces me hace
sentir envidiosa; un profesor estadounidense, bastante mayor,
que está escribiendo un libro sobre las migraciones germanas;
y hay un tipo fanfarrón de Lugano, que me habla en italiano,
me invita a un cóctel antes de la cena, y me ofrece llevarme a
sitios con su «Maserati». Aún no he aceptado, pero quizá lo
haga pronto. Es muy atento. No tiene mal aspecto y es bastante
inteligente; trabaja como ingeniero o algo así en un proyecto de
construcciones que hay a quince kilómetros de aquí.
Y tú, mi Dante Alighieri, ¿cómo estás? No te pregunto lo
que estás haciendo, porque sé demasiado y no puedo hacer
nada por ayudar. Te amo, y te echo de menos; pero no me
atrevo a depender de ese amor, y tengo que acostumbrarme a
tu falta. Te diré tan sólo que sueño muchas veces contigo y me
despierto medio esperando encontrarte junto a mí. Mientras
escribo, siento celos por todas las mujeres con que te encuentres
o con las que te encontrarás. Me pregunto si tú también tendrás
celos de mi ingeniero. Me gusta pensar eso.
Ten cuidado, querido. Piensa con cariño en mí, tal como yo
lo hago en ti.
Un buen mañana, quizá sea
Tuya, L ILI

La leí tres veces, luego la rompí y quemé los trozos en el


cenicero. Estaba celoso, y no tenía derecho a estarlo. Si aquello
no era amor, era lo más cercano que jamás hubiera sentido en
toda mi vida. No podía arriesgarme a aquella distracción. No
podía permitirme ese lujo. ¡Entonces, debía olvidarlo! Había
demasiados mañanas peligrosos a los que sobrevivir, y el día
brillante y luminoso de Lili quizá jamás llegase.
El «Club de los Banqueros» de Milán es sólo un poquito
menos venerable que el «Club de Ajedrez» de Roma. Sin
embargo, es mucho más impresionante, porque el foco de su
poder es mucho más claro y todos sus miembros son duchos en
un único lenguaje internacional: el dinero. Es un lenguaje
religioso reservado a sus sacerdotes y acólitos, como el latín de
la Iglesia o los símbolos del tiempo de los incas. Es preciso,
flexible, sutil y bastante ininteligible para la población profana.
Es prueba de la naturaleza cíclica de la historia, porque los
primeros Bancos del mundo fueron los templos de Babilonia,
Grecia y Roma, en donde uno podía obtener préstamos, hacer
depósitos, lograr crédito y hacer que comprobasen mediante
ensayos la ley de la moneda que uno poseía, bajo los vigilantes
ojos de la deidad local.
Si uno pregunta por qué un tipo como yo iba a saber o le
podía importar una cosa así, entonces deberé recordarles de
nuevo que soy toscano, y que me criaron en la historia de los
Bardi, los Frescobaldi y los Petruzzi, que eran banqueros de la
corona inglesa en el siglo XIV , y que mi padre era un socialista de
la vieja escuela, que casi me dejó sordo hablándome de la
necesidad de nacionalizar los Bancos y dejar sin trabajo a los
especuladores. Me gusta el dinero. ¿Y a quién no? Pero también
estoy fascinado por su historia, su forma, su potencia, el motivo
por el que algunos hombres lo acumularon y la mayoría lo
pierden e incluso el porqué Caronte, el de la barca, pide una
moneda a cambio de hacerte pasar el Estigio, camino de la
eternidad.
Así que encontré que era bastante adecuado que mi primera
entrada en el mundo de Bruno Manzini fuera a través de las
puertas del «Club de los Banqueros». También sentía curiosidad
por saber por qué había elegido un lugar tan delicado y
sacrosanto para presentarme. Le hice la pregunta a bocajarro,
mientras nos tomábamos un cóctel en la sala de naipes, un
privilegio reservado únicamente a los sumos sacerdotes. Me
contestó con una sonrisa:
—Es cuestión de pura lógica, mi querido Dante. Aquí todo
el mundo tiene dinero. El dinero impone discreción. La
discreción lleva a la libertad de palabra. Por consiguiente, aquí
hay libertad de palabra... De hecho, mucha. Hay siete de
nosotros que nos reunimos para cenar una vez al mes. Hablamos
de todo lo que se nos ocurre. Todo miembro puede traer a un
invitado, siempre que garantice que es un hombre que sabe
guardar un secreto.
—Gracias por el cumplido.
—Siempre estoy dispuesto a hacerte cumplidos, mi querido
Dante. Hay dos hombres a los que quiero que conozcas esta
noche. Uno es Ludovisi, de la «Banca Centrale», el otro es
Frantisek, de la «Opera Pontificia» del Vaticano. Es uno de los
banqueros más astutos que existe. El que sea estadounidense y
obispo, es puro accidente. Estos dos hombres pueden serte muy
útiles.
—¿Cómo?
—Te pueden decir, más rápido que nadie, a dónde va el
gran capital y por que. Además, hay otra razón. Ludovisi es el
cuñado de tu director —cloqueó y alzó la mano—. No, no te
alarmes. Se tienen el mismo cariño que un perro y un gato.
Ludovisi ha pedido el divorcio. Echa la culpa del fracaso de su
matrimonio a la familia de su esposa. Es muy elocuente y aporta
muchos datos al respecto. Por su parte, Frantisek es un carácter
muy complejo. Parece un jugador de rugby, habla italiano con
acento de Brooklyn, tiene que conceder un handicap en el golf de
cinco puntos, y cuenta con todo el aprecio del actual Pontífice.
Ayudó a reorganizar las finanzas del Vaticano y a negociar el
asunto de los impuestos con el Gobierno italiano. No es muy
buen teólogo. Su filosofía es puramente pragmática. Su virtud
más noble es una fanática lealtad a la Santa Sede. No obstante,
huele el viento y, si le caes bien, puede ser un poderoso amigo.
¿El resto? Bueno, son agradables y están muy bien informados.
Uno es liberal, los otros son demócratas cristianos de diversas
tendencias. Paolini es un fascista declarado, pero,
personalmente, es tan agradable, que uno casi puede
perdonárselo.
—¿Y que es lo que quieres que haga?
—Lo que quieras. Habla, escucha, discute. Si metes la pata,
no te preocupes, ése es un privilegio del club. Ahora, dime, ¿qué
has estado haciendo?
Me escuchó en silencio, y luego lanzó un largo y bajo silbido
de satisfacción.
— ¡Bien, bien! Como tú dices, la sopa está comenzando a
hervir. ¿Qué es lo que te propones hacer ahora?
—Esperar hasta que tenga más evidencias. Muchas más. Es
un riesgo, debes comprenderlo. Puedo perder a Giuseppe Balbo,
que es nuestra única relación con lo que sucedió en Roma. Pero
si lo cazo ahora, y se lo entrego a la Policía, quizá se me escapen
los grandes, Roditi y Leporello. Ya sabes cómo son estas cosas.
Necesitamos un caso totalmente hermético antes de empezar
nuestra actuación, y una copia legalizada de cada documento
que tengamos en nuestras manos.
Pensó en eso largo rato, con el ceño fruncido, y al fin
asintió.
—Odio la idea de perder un testigo clave, pero el riesgo de
una acción prematura es aún menos agradable. Esas nuevas
escuadras antidisturbios me preocupan. Sólo están a un paso de
las Escuadras de la Muerte brasileñas... asesinos policiales.
Sondeemos un poco en la mesa esta noche, para ver si corre
alguna noticia por ahí. Sé que Leporello cuenta ahora con los
favores de los hombres de negocios. Dio una charla aquí, la
semana pasada, sobre el tema del Orden y el Progreso. Según he
oído, fue muy seductor. Y muy bien recibido. Me pregunto por
qué te ha pedido que vayas a cenar y quién será el cuarto
invitado. ¿Un cebo femenino?
—Posiblemente. Aunque no parece ser ése su estilo.
—Si está reclutando gimnastas homosexuales y criminales,
no creo que se eche atrás ante una simple seducción. Entremos,
¿te parece? Los otros ya deben de estar ahí.
Había ocho personas en una mesa redonda, por lo que no
había problemas de precedencia. El protocolo fue honrado por
una acción de gracias dicha por el obispo Frantisek, que desde
luego se parecía a un jugador de rugby. Su acento era horrible,
pero su gramática era impecable, su charla fluida y sus maneras
afables. Ludovisi era el más ingenioso del grupo, un caballero
delgado de ojos grises, con una sonrisa de fauno v una reserva
inagotable de historias escandalosas. Los otros, con la excepción
de Paolini, eran típicos de su especie, bien acicalados, bien
alimentados, elocuentes acerca de todo lo que tenía que ver con
el dinero, agradablemente cínicos al respecto de cualquier otra
preocupación humana. A Paolini, lo encontré un enigma. Sus
modales eran impecables, e irradiaba encanto, pero su mente
estaba cerrada a toda otra lógica que no fuera la suya... que, debo
confesar, era difícil de refutar. Su afición favorita eran las
compañías multinacionales, los grandes consorcios que
atravesaban las fronteras del mundo y operaban en todas las
jurisdicciones, sin prestar alianza a nadie.
—...Cuatro mil compañías que hacen el quince por ciento
del producto bruto mundial, de eso estamos hablando.
Controlan más bienes que muchos de los países en que operan.
¡Fijaos en la «General Motors»! Veintiocho mil millones de
dólares en ventas anuales. Y la «Royal Dutch Shell», doce mil
quinientos millones... ¿Cuál es el Gobierno que puede regular
empresas como ésas? Desde luego, no puede hacerlo una
democracia. Son demasiado poderosas en los Parlamentos, su
palanca en empleos y capital es demasiado grande, para no decir
nada de las presiones externas ejercidas a través del comercio y
la diplomacia... y se están haciendo mayores continuamente,
como un gordo que no pueda dejar de comer. Vosotros os reís de
mí y decís que soy un fascista, pero mostradme cualquier
autoridad que sea tan fuerte y beligerante como el consejo de
dirección de una compañía gigante. De Gaulle lo vio. Los
sindicatos lo ven, y es el mejor argumento que tienen para el
marxismo... Incluso los estadounidenses lo están viendo ahora,
a medida de que los japoneses aplican la lección y construyen sus
multinacionales propias...
—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —cortó Ludovisi con
una risa—. ¿Una junta que puede ser comprada más
rápidamente que un Parlamento, porque no hay nadie para
hacer preguntas? ¡Vamos! Sé realista.
—Estoy siéndolo, querido amigo. Mira lo que pasó en
Grecia. Hace unos años, apenas si podían conseguir un dólar de
inversión. Ahora que tienen algo de ley y orden, les está llegando
el dinero a chorros. Incluso regresa el capital que se había
expatriado. Y el Gobierno controla las condiciones. Ésa es una
situación mucho mejor que la que tenemos en este momento.
—Corrección, viejo amigo —intervino el monseñor, con una
mordaz aclaración—. Los coroneles suspendieron la ley e
impusieron el orden.
—Es una distinción muy adecuada —dijo sin inflexión
Bruno Manzini—. Pero me pregunto si eso supondrá realmente
alguna diferencia para el hombre de la calle. Tenemos tantas
leyes que no podemos hacerlas cumplir todas, y acabamos con
un Gobierno por compromiso. Tenemos tantos partidos que la
gente no está representada por ellos, sino únicamente los
intereses de las facciones.
Ludovisi lanzó una rápida mirada inquisitiva. Paolini
aplaudió.
—¡Bravo! Si Bruno puede ver la luz, ¿por qué no podéis el
resto de vosotros?
—No es la luz —dijo Manzini con una sonrisa de
geniecillo—. Pienso que puede ser un pilar de nubes con un
demonio muy familiar en su interior. ¿Escuchó alguien la
conferencia que dio aquí el general Leporello la semana pasada?
—Yo —dijo Paolini—. Creo que fue muy sensata.
Pareció haber un tibio acuerdo en ello por parte de todos,
excepto Ludovisi, que alzó las manos en un gesto de
desesperación y gruñó en voz alta:
—¡Dios mío! Ese tipo usó todos los lugares comunes que
existen: «No hay que confundir la libertad con el libertinaje; el
pueblo desea una sociedad pacífica; los elementos provocativos;
fuertes medidas de seguridad...» ¡Oh, buen Dios, buen Dios,
buen Dios! Sonaba como mi cuñado hablando con la lengua en
la mejilla. Paolini, ¿conoces personalmente a ese tipo?
—Sí. Creo que es la clase de hombre que necesitamos,
resuelto, de ideas claras, absolutamente incorruptible.
—Todavía no he visto a un solo hombre incorruptible.
¿Conoce alguien más a ese fenómeno?
Vi, o creí ver, una débil señal de Manzini, así que entré en
la discusión.
—Yo lo conozco.
Se alzaron las cejas del monseñor e inclinó su robusto
cuerpo sobre la mesa, para interrogarme.
—¿Y cuál es su opinión de él, Matucci?
—Preferiría no enjuiciarlo como persona. Pero diría que se
ha embarcado en una política altamente peligrosa.
—¿Y qué política es ésa?
—Seguramente ustedes la deben de conocer. La comenta
toda la ciudad. Yo soy un recién llegado aquí, pero lo he oído en
cada bar. Está reclutando unas escuadras especiales
antidisturbios, al estilo de los barbouzes franceses. Es una
operación secreta, y esto me preocupa. Sé de dónde vienen
algunos de sus reclutas y eso aún me preocupa más.
—¿Y de dónde vienen, Matucci?
—De las filas de los criminales conocidos y los delincuentes
sociales.
—Eso es una afirmación grave —Paolini estaba visiblemente
asombrado.
—Lo sé. La hago en el secreto de esta reunión. Le
presentaré algunas pruebas al respecto al mismo general
Leporello el próximo jueves.
—Quizá ya lo sepa —dijo hoscamente Ludovisi—. ¿No ha
pensado en eso? Ha mencionado a los barbouzes, también
podría haber mencionado las Escuadras de la Muerte del Brasil.
Es lo de siempre: se saca a los matones de las calles y se los pone
a romper cabezas bajo amparo legal. Si su información es
correcta, Matucci, diría que vamos encaminados hacia un lío
sangriento.
—Estoy de acuerdo.
—Me parece que estáis haciendo un juicio demasiado
precipitado —Paolini se mostraba demasiado suave y bien
educado para que sonase cierto—. ¿Por qué no cambiamos de
tema? No pretendo ofenderle, Matucci, pero usted no conoce a
mis colegas tan bien como yo. Si extiende el pánico y la alarma
de esa manera, hará que el mercado se estremezca durante un
mes. ¿Eh, Bruno?
—Espero que no —Manzini rió como un niño feliz—. Yo
mismo voy a ir mañana al mercado. Los ingleses acaban de sacar
un soldador electrónico que junta dos planchas de acero de
veinte centímetros de espesor con un solo pase de soldadura.
Quiero comprar sus derechos y financiar su fabricación local.
¿Hay alguno de vosotros que esté interesado, o tendré que ir al
Vaticano? Tú me seguirás, ¿verdad, monseñor? Es justo lo que
Su Santidad necesita para reparar las grietas de la Iglesia.
Todos ellos se echaron a reír, y la tensión disminuyó.
Mientras salíamos del comedor para tomar café en el salón,
Ludovisi me puso una mano en el brazo y me llevó hacia el
lavabo. Estaba sobrio y muy preocupado.
—Ésa fue una mala noticia, Matucci. ¿Está seguro de ello?
—Muy seguro.
—¿Sabe hacia dónde nos lleva eso?
—Sí.
—¿Y cómo lo sabe?
—Trabajo para el SID, al tiempo que para Manzini.
—Entonces, conocerá a mi cuñado.
—Sí.
—¿Qué posición toma con respecto a este asunto? Antes de
que me conteste, le diré que ya le debe de haber resultado obvio
que no siento ninguna simpatía por él. Pienso que sigue caminos
tortuosos y que puede ser muy peligroso.
—Como oficial en activo, no puedo comentar. Como
invitado a su club, diría que estoy de acuerdo con usted. Y en
público, negaría haber hecho jamás esta afirmación.
—Gracias. Aquí está mi tarjeta. Si alguna vez puedo
ayudarle, telefonéeme.
—Gracias, pero dudo que pueda ayudarme en este lío.
—Usted tenga la mente abierta, yo tendré la puerta.
D’accordo?
A las once y media los comensales se dispersaron, pero
Manzini me hizo quedar para un último café en la sala de naipes.
Obviamente estaba cansado. Tenía ojeras y su piel mostraba una
curiosa tonalidad amarillenta. Incluso le fallaba su mordacidad
de avispa. Cuando le pregunté si se encontraba mal, se alzó de
hombros cansinamente.
—Esa cena de esta noche... ¡Desde luego, podía ir a
cortarme las venas en una bañera! Les echaste una granada sin
seguro a las narices, y sólo dos tuvieron bastante sentido para
verlo. Los otros, no quisieron verlo... ¿No has pensado nunca,
amigo, que si mueres una noche en un callejón, estarás
muriendo por hombres como ésos?
—Tú también lo habrás pensado.
—Lo hice, muchas veces. ¿Te acuerdas de lo que te conté de
mi tío Freddie? Pensé en él esta tarde cuando hablabas de esos
tipos que está reclutando Roditi. Freddie también podía ser muy
malvado, especialmente cuando estaba corto de dinero o le había
ido mal un negocio, lo que le pasó cada vez con más frecuencia
a medida que se iba haciendo viejo. Acostumbraba a darle
sablazos a mi madre, y si con llanto no le abría la bolsa,
intentaba hacerle algún chantaje... Así es como me enteré de que
tío Pantaleone era mi padre. Yo debía de tener, déjame ver, esto,
unos diez años, me parece. Tenía un juguete nuevo, una caja con
un muñeco de resorte. Quería sorprender a mamá con él. Entré
a hurtadillas en el salón donde estaba hablando con tío Freddie
y me oculté tras un biombo. Me hallé en medio de una terrible
pelea. Freddie quería dinero. Mamma se lo rehusaba
vehementemente. Entonces, Freddie amenazó con extender la
historia de mi origen por toda la ciudad. Debía de estar muy
desesperado porque nunca antes me había mostrado otra cosa
que amabilidad. Finalmente, no pude soportarlo más. Salté de
mi escondrijo y les supliqué que dejasen de pelear. No recuerdo
lo que dije, pero recuerdo un largo y extraño silencio, y lo
descompuesto que parecía Freddie, y que jamás había visto a
Mamma tan irritada y feroz. Después de eso jamás volví a ver a
Freddie, aunque sé lo que le pasó. Por aquel entonces, ya podía
leer. Lo vi en un periódico. Una noche, no mucho más tarde,
estaba vagando borracho como una cuba a lo largo del
Lungotevere. Se le acercó un joven marinero que lo invitó a subir
a una barca del río. Allí fue atado, amordazado y golpeado hasta
morir. Un cazador descubrió su cuerpo, diez días más tarde,
enredado en las hierbas de la orilla del río, a medio camino de
Ostia. No era muy popular. Por el contrario, en sus últimos años
contaba con muy poca reputación. Pero tenía buenas conexiones
en Inglaterra, así que la Policía fue diligente en sus
investigaciones e hicieron un voluminoso informe para el cónsul
británico. Parece que pagaron a la gente que lo mató, por
hacerlo.
—¿Quién?
—Oh, no lo supe durante mucho tiempo. No hasta que
murió mi madre y tuve que leerme todos sus papeles. Encontré
el anillo de Freddie con una pequeña etiqueta: «In memoriam...
Pantaleone.» Mi padre era un hombre muy consecuente y, como
yo, tenía afición por la ironía... Hay una secuela, mi Dante.
Puedo responder a la pregunta que no has hecho por delicadeza.
Cuando la Gestapo me tuvo encerrado, creo que llevaba una
semana de interrogatorio, y no estaba en muy buena forma, llegó
mi hermanastro a verme. Entonces, era capitán: muy elegante,
muy de Estado Mayor. Me ofreció un trato. A cambio de la lista
de la red Salamandra, la Gestapo me soltaría y podría vivir
durante toda la guerra en confortable retiro en la «Villa
Pantaleone» de Frascati... No le escupí a los ojos, como habría
hecho un héroe. Estaba demasiado cansado y enfermo. Le conté
la historia que acabo de contarte. Pensé que estaba firmando mi
condena a muerte, lo que me hubiera venido muy bien en aquel
momento. Pero mi hermanastro era sólo la mitad del hombre
que fue mi padre. Me devolvieron a los interrogadores.
Estuvieron trabajándome durante otro mes. Luego, un día, sin
previo aviso, me soltaron para confinarme en detención
domiciliaria. Me metieron en un coche cerrado y me llevaron
hasta Frascati. Los criados de la villa me cuidaron. Mi
hermanastro se encontraba ocupado en sus tareas militares. Yo
no podía dejar la casa y, además, no me encontraba bien, no
tenía lugar al que ir ni papeles que usar. Un día mi hermanastro
vino a verme. Me dijo que él había logrado mi liberación. Me
explicó el porqué: ¡Deseaba acabar con toda obligación que
hubiera podido tener mi padre conmigo! Me temo que entonces
sí que le escupí a los ojos; aunque, mirando hacia atrás, creo que
al menos sentía un cierto interés por mí. Y fue esto lo que me
hizo ir a su funeral. Por otra parte... Bueno, ya ves lo que quiero
decirte acerca de los motivos para el martirio, ¿no? A veces son
muy simples, y a veces muy confusos...

A primera hora de la mañana siguiente, mientras aún


estaba frotando mis ojos somnolientos, Giorgione me telefoneó
desde su casa. Tenía buenas noticias. Gracias a un comentario
hecho en la cantina y algunas investigaciones cuidadosas
realizadas por Rita en el archivo, había descubierto la
localización de un nuevo campo. Creía que podía ser uno de los
usados en el entrenamiento de las escuadras antidisturbios. Me
dio un nombre y una referencia en el mapa: Camerata, una
pequeña ciudad lombarda en las montañas al norte de Bérgamo,
a una hora de distancia de Milán. Me dijo que no tendría
dificultades para encontrar el lugar, pero que quizá las tuviera
para entrar en el mismo. El sitio estaba clasificado como un área
de máxima seguridad. También tenía otras informaciones. El
capitán Roditi vivía, con un nivel bastante alto, en un nuevo
edificio de apartamentos no muy lejano del «Hotel Europa». El
alquiler era muy superior al que podía permitirse con el
estipendio de capitán. Así que, o tenía una renta privada, o
alguien le pasaba subsidios.
Lancé bendiciones sobre la gran cabeza de Giorgione y
luego me senté, meditabundo, a desayunar. Tras el desayuno
telefoneé a la oficina de Roditi para concertar nuestra cita para
tomar un trago. Su sargento me dijo que Roditi había salido para
Turín con el general Leporello y que no regresaría hasta la tarde
del jueves. A las nueve llamó Stefanelli. Le dije que íbamos a dar
un paseo por el campo. Lo recogería en su hotel en treinta
minutos. A las diez estábamos en la autostrada, camino hacia el
oeste, para tomar la salida de Bérgamo.
Mi plan era simple, pero arriesgado. Como oficial al servicio
del SID aún estaba en posesión de mi documentación, que me
daba entrada a cualquier instalación militar o civil, y acceso a
todos los documentos, por muy secretos que fuesen. El riesgo era
que el oficial al mando insistiese en su derecho de comprobar la
documentación en su origen, antes de admitirme en su área. Por
tanto, me proponía dejar a Steffi en Bérgamo, con instrucciones
de telefonear a Manzini si no regresaba en un tiempo razonable.
Steffi no se mostró muy entusiasta.
—Creo que estás loco, Matucci. Si comprueban tu
documentación, te verás en líos hasta el cuello.
—Lo sé, Steffi; pero los presagios son buenos para hoy.
Leporello y Roditi están fuera de la ciudad. Creo que puedo
resolver todas las preguntas con buenos faroles.
—¿Y cuál es la razón para la visita... la razón oficial?
—La mejor de todas. Estoy buscando a un hombre llamado
Marco Vitucci, al que se busca por crímenes de subversión y
asesinato. Creemos que puede haberse deslizado a través del
cedazo para entrar en esa organización tan delicada.
Naturalmente, no encontraré a Vitucci. Pero si encuentro a
Giuseppe Balbo, entonces habremos obtenido un buen provecho.
—Lo bastante como para comprar una bella lápida,
hermanito.
—Tranquilízate, Steffi. Es un bello día... Regresaré en un
par de horas y te pagaré la mejor comida que hay en Bérgamo.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo durante esas dos
horas, en Bérgamo?
—Veamos... Podrías hacer un peregrinaje a la casa del Papa
Juan. Después de todo, volvió a hacer que los judíos fueran
respetables, y un montón de gente no le pudo perdonar eso...
Podrías leer algo de Tasso, podrías escuchar algo de Donizetti, o
incluso danzar la bergamasca, si puedes encontrar alguna mujer
lo suficientemente vieja como para recordarla.
—Menudo guía turístico estás hecho, Matucci.
—No lo creerás, Steffi, pero eso era justamente lo que hacía
en mis tiempos estudiantiles... hasta que le hice una sugerencia
poco adecuada a una de las clientes. Ella estaba muy dispuesta,
pero su esposo nos cazó haciendo manitas en la Cappella
Colleoni y perdí el trabajo. Siempre puedes hacer una visita a ese
lugar, en mi nombre.
—Tengo una idea mucho mejor, hermanito. Sigamos
conduciendo hasta llegar a Suiza. Tú te puedes ir a vivir con tu
chica, y yo les venderé relojes cucú a los turistas. De esa forma,
quizás ambos viviremos un poco más de tiempo.
Desde Bérgamo la carretera subía serpenteando a través del
valle de Brembo, siguiendo los flancos de las colinas lombardas.
Conducía cuidadosamente, preparándome mentalmente para los
delicados momentos de mi primera entrada en el campo. En
Camerata me detuve a preguntar la dirección y me encontré con
el primer perímetro de seguridad. Las tres personas a las que
pregunté sabían que había un campo en alguna parte, pero no
tenían ni idea de dónde estaba. Finalmente, tuve que ir a ver a la
Policía local y enseñarle mi carnet al brigadiere, que me dibujó
un mapa en una hoja de papel amarillo. Aun así, casi me pasé la
desviación, un estrecho desfiladero de metal ondulado encerrado
al extremo de una empalizada de troncos dominada por una
torre de vigilancia en la que había un reflector y una
ametralladora. También había centinelas en la puerta, dos tipos
de aspecto duro que me detuvieron a diez metros de la entrada
y quisieron saber qué era lo que buscaba. Les mostré mi tarjeta
y les dije que quería hablar con el comandante. Uno de ellos
tomó mi documentación y regresó a su garita a telefonear.
Esperé cinco minutos y entonces me hicieron un gesto para que
atravesase el portalón, cerrándolo tras de mí. En el interior, el
lugar era hosco y nada atractivo: hileras gemelas de barracones
de madera con un amplio campo de desfile en medio, y, más allá,
una gran explanada medio desbrozada y medio cubierta aún por
la maleza, que evidentemente era el área de entrenamiento.
Detuve mi coche junto a la oficina del comandante y pasé al
interior. Un sargento oficinista tomó mi identificación y entró en
la habitación contigua. Esperé otros cinco minutos antes de ser
introducido a presencia de un delgado Mayor con cabeza de bala,
que parecía capaz de enderezar herraduras y romper anuarios
telefónicos con las manos. Su escritorio estaba cubierto por una
masa informe de papeles y parecía bastante molesto por ello.
Jugueteaba con una hoja o con otra, como si no estuviera muy
seguro de lo que había escrito en ellas. Su saludo fue respetuoso
e inquieto.
—Mayor Zenobio, a su servicio, coronel. Lamento no haber
sido avisado de su visita.
—Había buenas razones para ello, mayor.
—¿Sí?
—El general Leporello salió para Turín a primera hora de
esta mañana. Yo aún estaba esperando información de Roma,
que llegó justo antes de las diez. Salí inmediatamente. Tengo que
informar al general, a su regreso. De hecho, vamos a cenar
juntos mañana por la noche. Si cree que tiene necesidad de
comprobar esto, por favor llame inmediatamente a su secretaria.
Me gustaría que comenzásemos inmediatamente a trabajar.
Dudó un momento, dio otra mirada a mi identificación,
luego la cerró y me la devolvió. Su tono era algo menos frígido.
—No, no creo que necesitemos eso, coronel. Ahora, ¿qué es
lo que le trae aquí?
—Es un asunto que, en este momento, queda reservado
entre usted y yo, Mayor. Tengo que insistir en esto desde el
principio.
—Comprendo.
Jugueteó de nuevo con los papeles, tirándolos en alto como
si fueran confeti. Para mí, un hombre cuya vida dependía del
papel, aquello era una especie de sacrilegio.
—Mayor, estoy buscando a un hombre. La Policía lo busca
por intento de asesinato. Nosotros queremos hallarlo porque es
un subversivo bien conocido, y tenemos que hablar con él antes
que nadie.
—¿Y espera encontrarlo aquí, coronel?
—Hay una cierta lógica en la idea que ha elaborado mi
gente. Esos nuevos grupos suyos constituyen un proyecto
delicado, altamente político. Sus métodos de reclutamiento son,
digamos, bastante poco ortodoxos. Para decirlo con mayor
claridad, se ha acordado, como decisión de alta política, que
incluso se acepte a delincuentes sociales, siempre que puedan
ser reentrenados para ejercer ciertas funciones esenciales.
¿Correcto?
—Correcto.
—Sigamos. El proyecto es secreto, los requisitos especiales.
Un hombre que quisiera desaparecer podría presentarse al
alistamiento. Si su dossier no pareciera demasiado desastroso,
usted lo aceptaría.
—Una pregunta, coronel. El proyecto es secreto. ¿Cómo lo
conoce ese hombre?
—Ah, ése es uno de los asuntos de los que tengo que
discutir mañana por la noche con el general. No le afecta a usted,
Mayor. Pero afecta a otro oficial que no se ha mostrado muy
discreto... No obstante, esto es confidencial hasta que el general
dé su visto bueno. Pero dé por sentado que el hombre al que
busco podría saberlo, y presentarse... Ahora bien, no estamos
interesados en el aspecto policial del asunto; pero un subversivo
conocido, un agente marxista activo, dentro de este tipo de
grupo... ¡Bueno! ¿Comprende mi punto de vista?
—Con toda claridad, coronel. ¿Cuál es el nombre de ese
hombre?
—Marco Vitucci.
—Demos una ojeada a la lista.
—Lo haremos dentro de un instante. ¿Qué otro tipo de
documentación tiene de sus tropas?
—Cada hombre tiene una ficha que contiene sus detalles
personales y los informes del equipo de entrenamiento.
—¿Fotografías?
—Cada ficha lleva una fotografía, una huella digital y una
relación de señales distintivas. Éstas también están incluidas en
el documento de identidad del individuo, que lleva en todo
momento, además de su identificación civil.
—Bien. Ahora, demos una mirada a esa lista.
Le llevó tres minutos el encontrarla en el lío que había en
su mesa y en los cajones. Sólo le llevó un minuto o así ver que en
la lista de cuatrocientos nombres de los dos grupos de
entrenamiento no había ningún Marco Vitucci.
—Bueno, tenemos otro alias —busqué ostensiblemente en
mi libro de notas—. Aquí está: Barone, Turi.
Eso me colocó en medio de las bes. Tampoco había ningún
Barone; pero encontré el nombre Balbo, Giuseppe, y se lo
indiqué al Mayor.
—Balbo, ¿eh? Naturalmente, no tiene que ver nada con el
caso. Pero me preguntaba si no tendría alguna relación con el
general Balbo, el que marchó con el Duce.
El Mayor sonrió por primera vez.
—Lo dudo. Pero demos una ojeada, por pura curiosidad.
Sería una coincidencia que lo fuera. Balbo fue uno de los
primeros quadrumvirate del fascismo. Nosotros podríamos ser
el nuevo inicio... Aquí tiene.
Abrió un archivador, sacó una ficha y me la entregó. La
estudié cuidadosamente. La identificación era clara. Aquél era el
mismo hombre que había visto con Roditi en el «Club
Alcibiade». Si la huella digital coincidía con la que había en los
archivos policiales, entonces tenía todo lo que necesitaba. Le
entregué la ficha al Mayor, que la tiró al atestado escritorio,
medio enterrándola bajo las listas.
—Me temo que no haya conexión alguna. El viejo general
era de Ferrara. Éste ha nacido en Gaeta. Bueno, fue una fantasía
agradable. Creo que eso es todo, Mayor. Sin dolor alguno para
usted y un pequeño desengaño para mí. Sin embargo,
seguiremos buscando. Me pregunto si le podría pedir un favor.
—Cualquier cosa, coronel.
—¿Podría darme una taza de café?
—Por supuesto.
Aulló llamando al sargento, y al no haber respuesta,
atravesó la puerta corriendo y le oí gritar a través del campo de
desfile. Me metí la ficha de Balbo en el bolsillo y lo seguí afuera.
—Por favor, Mayor, no se preocupe. Ya me voy. Sólo quiero
recordarle una cosa... Esta visita es estrictamente secreta.
—Naturalmente, coronel. Que tenga un buen viaje.
Le alegró verme marchar, pero no se alegró ni la mitad de
lo que yo cuando oí las puertas de la empalizada cerrarse tras de
mí. En el momento en que hube perdido de vista la torre de
vigilancia, pisé con fuerza el acelerador y conduje rápida y
peligrosamente todo el camino hasta Bérgamo. Arranqué a un
gimotearte Steffi de la plaza de la Ciudad Alta y conduje
directamente de vuelta a Milán. Las huellas de la ficha de Balbo
coincidían con las que Steffi había traído de Roma. Hicimos
cuatro fotocopias y encerramos el original en la caja fuerte.
Luego, llamamos a Pietro y le ordenamos champaña y una cena
de gourmets para celebrar aquella primera victoria contra los
infieles.
Era una de aquellas horas jubilosas que sólo un profesional
puede comprender y compartir. Era como ganar a la lotería o
que la chica más hermosa de la habitación cayese en tus brazos.
Yo era el tipo más astuto de todo el mundo, tan chulo como un
tahúr que se hubiera apostada la virtud de su mujer a la carta
más alta. Pero... post coitum tristitia, post vinum capitis dolor!
A las cuatro de la tarde, sobrios pero adormilados, aún no
sabíamos qué hacer con el documento Balbo. Steffi, que se había
perdido su siesta, lo resumió irritablemente.
—Ebbene! Ahora tenemos las pruebas necesarias para
llevar a un tal Giuseppe Balbo a la cárcel para toda su vida. Pero
tú no quieres eso. Lo quieres aquí, en esta habitación, cantando
como un jilguero, diciéndote todo lo que sabe acerca de Roditi,
la carta-bomba y los asesinatos de la Via Sicilia. Luego quieres
a Roditi aquí, cantando otra canción acerca del general
Leporello. Luego, cuando hayas copiado toda la melodía, ¿qué es
lo que vas a hacer con ella? Eres como el rabino que jugo al golf
el sábado y consiguió un agujero de un solo golpe, ¿a quién se lo
contaba? Y, cuando lo cuentes, ¿quién va a querer creerte? Y, lo
que es mucho más importante, ¿quién va a hacer nada al
respecto? Matucci, hermanito, gran cabezota, tendrás que
responder a todas esas preguntas.
—¡Dame tiempo, Steffi, por Dios!
—No tienes tiempo, hermanito. ¿Y si tu mayor Zenobio ha
echado de menos la ficha?
—Espero que no haya sido así. Es muy descuidado con los
papeles.
—Supón que telefonea a Leporello para confirmar tu
identificación.
—Estoy corriendo un riesgo, en la esperanza de que no lo
haga.
—¡Riesgos, esperanzas! Si sigues así, te ahorcarás tú
mismo.
—¡Lo sé, lo sé! Demos un paso después de otro. Quiero
dudas, confusión y pánico... ¿Qué hora es?
—Las cuatro y media.
—¿A qué distancia está Chiasso?
—A menos de cincuenta kilómetros. De nuevo, ¿por qué?
Tomé el teléfono y marqué el número privado de Bruno
Manzini. Cuando lo tuve al teléfono, le dije lo que quería:
—...Un correo, Bruno. Lo quiero ahora. Tiene que ir hasta
Chiasso y echar algunas cartas. Tendrán que ser entregadas en
Milán con el reparto de mañana. Y quiero verte en este
apartamento, tan pronto como sea posible. Lamento molestarte,
pero es muy urgente.
Quizá fuera un tanto estrambótico, pero siempre cumplía
sus compromisos. El correo estaría conmigo en quince minutos.
Él vendría a las seis. Steffi me estaba mirando como si fuera un
loco no peligroso. Abrí la caja fuerte, saqué el documento Balbo,
lo limpié con un pañuelo y lo dejé sobre el escritorio. Luego
llamé a Paolo y le pedí que me trajese un par de sus guantes
blancos, limpios. Finalmente, Steffi no pudo soportarlo más.
—!Dímelo de una vez, Matucci! ¿O es que tengo que
quedarme aquí y mirar cómo juegas al inspector Maigret?
—Paso uno. Hacemos dos copias nuevas del documento
Balbo. Esta vez sin dejar nuestras huellas por todo el papel de
copia. Paso dos. Cortamos la huella de Balbo de cada copia. Paso
tres. Escribo dos notas idénticas para acompañar las huellas
digitales. Paso cuatro. Dichas notas y huellas digitales salen para
ser enviadas por el correo nocturno del sur de Suiza.
—¿Y qué dirán esas notas?
—Dos nombres: Bandinelli, Calvi. Un lugar: Via Sicilia,
Roma. Y la fecha en que murieron.
—¿Y quién recibe las notas?
—El general Leporello y el capitán Roditi... en sus
direcciones privadas.
—¿Y cuánto tiempo les costará comprobar la huella con sus
archivos?
—Al menos cuarenta y ocho horas.
—¿Y cuánto tiempo para concatenarlo todo contigo a través
de la ficha robada?
—Otras veinticuatro horas. Eso son los límites mínimos.
Quizá las cosas aún vayan mejor.
—Y entonces ¿qué, hermanito?
—Entonces viene la escena más hermosa, Steffi. Creo que
lograremos que Fellini se decida a grabarla. Yo, Dante Alighieri
Matucci, estoy de pie, solitario y noble, en el centro del Estadio
Olímpico. Todas las graderías están repletas. Todos los
espectadores tienen el mismo aspecto que el director. Todos
tienen armas y me apuntan con ellas... Lo que pase después, es
algo de lo que no estoy muy seguro.
—Yo sí estoy seguro, Matucci. Me voy a casa de mi madre.
—Oh, no, no lo harás. Al menos, no esta noche. A las diez
vamos a ir a hacer una visita privada al apartamento del capitán
Matteo Roditi. ¿Qué te parece eso?
—Una locura, hermanito. ¡Estás loco de atar!

Bruno Manzini llegó puntualmente a las seis. Cuando oyó


mis hazañas de aquel día, no pareció nada divertido. Ni tampoco
me lanzó ninguna elegía tolerante. Se mostró fría y
elocuentemente airado:
—¡...Matucci, me asombras! No te falta talento. Tienes una
gran experiencia. Al menos, tienes un sentido rudimentario de
la política. Por lo tanto, este juego de niños al que te has
dedicado hoy es una estupidez increíble e inexcusable.
—¡Escúchame, Cavaliere!
— ¡No! ¡Escúchame tú antes! Te has comprometido. Me has
comprometido. Has puesto en movimiento toda una serie de
acontecimientos para los que no estamos preparados y para los
que no tenemos tiempo de prepararnos. ¡Buen Dios, muchacho!
¿Es que no has aprendido nada? Esto es alta política. ¡Estamos
hablando de la revolución, Matucci, barricadas en las calles, tiros
y bombas! ¡Y sin embargo, tú te comportas como un agente con
cerebro de mosquito salido de una revista de historietas! ¡Desde
luego, me haces desesperar!
—Creo que te desesperas con demasiada facilidad,
Cavaliere.
—¿Eso crees? Entonces, demuéstrame que esta estúpida
escapada tiene un mínimo de sentido, y moriré feliz.
—Entonces, ahí va. Encerrado en esa caja hay un
documento, quizás el único documento que exista, que puede
ligar a Roditi y Leporello con una conspiración de asesinato. Lo
obtuve con un acto arriesgado con posibles consecuencias,
pero...
—¡Posibles! ¡Madre de Dios! ¡No se te ocurre decir otra
cosa!
—...Pero, Cavaliere, si en mi trabajo uno no corre riesgos
se queda en pie como un payaso mientras la gente le echa cubos
de agua por la cabeza. Siguiente punto, acordamos una política
de duda y confusión. He comenzado a crearla...
—Prematuramente. ¡Sin previsión!
—Bueno, con perspicacia. Estamos enfrentándonos con
brujos, con gente que puede hacer desaparecer archivos, con
gente que puede sobornar testigos, silenciar políticos y comprar
perjuros.., si les damos el suficiente tiempo. Lo que estoy
intentando, correcta o equivocadamente, es negarles ese tiempo.
Soy un agente con cerebro de mosquito, porque no puedo darme
el lujo de ser un Lorenzo de Médicis, preparando la caída de sus
enemigos por lentos y principescos grados. Soy un oportunista,
porque tengo que serlo. Tú puedes estar sentado en el «Club de
los Banqueros», y planear la campaña. Yo tengo que luchar en
las escaramuzas y las batallas callejeras, y si las pierdo, tu
campaña será puro papel mojado... ¡Bah! ¡Esto es una locura!
¡Dejémoslo correr!
Se quedó mirándome largo rato, con rostro hosco y hostil,
luego asintió lentamente, como si aceptase alguna proposición
que se hubiera hecho a sí mismo. Después, me la comunicó.
—Ebbene! Tú tienes razón y yo tengo razón, y los dos nos
equivocamos. Empecemos a partir de aquí y veamos lo que
podemos salvar.
—No, Cavaliere, veamos lo que podemos edificar.
Una pequeña sonrisa dubitativa tironeó las comisuras de su
boca.
—Eres un verdadero cabezón, Matucci. ¿Qué es lo que voy
a hacer contigo?
—Usarme, Cavaliere. Como un jersey que pica, si así se
presentan las cosas, pero usarme. Y darme algunos consejos.
Proyectemos a partir de la evidencia que tenemos a mano.
Establecemos un caso que involucre a Balbo como asesino y a
Roditi y Leporello como conspiradores. ¿Dónde y cómo
presentamos nuestro caso? ¿Y cómo incluimos al director en él?
Dices que no estamos preparados. Lo sé. Así que necesito ayuda
contra esos altos personajes, antes de que estrechen el cerco.
¿Puedes dármela?
—Es el director el que te preocupa, ¿no?
—Sí. Tiene una posición perfecta. Puede excusar todo lo que
ha hecho diciendo que estaba infiltrándose en una conspiración
que amenazaba la seguridad del Estado. Conoce tantos secretos
que todo el mundo le teme, incluso su propio ministro.
—Yo no le temo, Dante.
—Eso no nos sirve. Necesitamos la palanca con que
derribarlo.
—Tenemos la palanca, mi Dante. Lo que necesitamos es el
detonante; y tú, sin saberlo, sin darte cuenta, lo has obtenido.
—No entiendo nada.
—Sé que no lo entiendes. Y eso es lo que me irrita contigo.
Con el fervor de la cruzada, con el calor de una nueva situación,
te sales de madre. Pasas de ser lógico a ser oportunista.
Persigues un fuego fatuo y te olvidas de las hogueras que arden
en las colinas que te rodean. ¿Recuerdas lo que pasó en el
pabellón de caza? ¿En Venecia? Lo mismo está pasando ahora.
Por eso eres vulnerable a un hombre como el director. Tienes
cada uno de los talentos que él tiene, y algunos que a él le faltan,
pero no puedes o no quieres utilizarlos. Así, hasta ahora, siempre
has sido una herramienta de los designios de otros hombres...
Lamento si te he ofendido, pero tengo tal consideración por ti,
que no puedo soportar lo que te estás haciendo a ti mismo... Deja
que te explique lo que quiero decir. Cuando abandonaste la casa
de mi hermanastro la mañana después de su muerte, dejaste a
un viejo sirviente llorando su borrachera. Le pediste que te
tomase nota de las llamadas telefónicas. Lo hizo. Jamás
regresaste a recoger la lista. Yo lo hice. Fui allí a ver qué era lo
que necesitaba un viejo que había conocido a mi padre. Como
tenía miedo, me dijo que te había mentido. No estaba despierto
cuando mi hermanastro volvió a casa del «Club de Ajedrez».
Estaba borracho y roncando. Mintió porque pensó que le
echarían las culpas por no haber dispuesto las alarmas. Estaban
desconectadas cuando se despertó por la mañana... No, por
favor, no me imterrumpas. Deja que te asombre un poco más. La
noche después del funeral de mi hermanastro, hice que sacaran
su cadáver de la cripta. Se procedió a una autopsia en el depósito
de cadáveres de una clínica privada. Mi hermano tomó
barbitúricos. Probablemente tomó una dosis bastante grande,
pero no lo bastante como para matarle. Fue asesinado con una
inyección de aire en la arteria femoral. La señal de la jeringa era
claramente visible bajo el pelo del pubis. ¿Comprendes entonces
lo que sucedió, Dante? Ayudaste al director a ocultar un
supuesto suicidio. En realidad, con tu actuación, te convertiste
en cómplice de un asesinato.
—¿Por qué no me contaste esto antes?
Durante un minuto, no dijo absolutamente nada. Sus ojos
estaban cubiertos por una delgada película, como los de un
pájaro, así que no parecía estar mirándome, sino dirigir su vista
a través de mí, mucho más allá, hacia una distancia
inconmensurable. Permaneció rígido, con los dedos unidos y
apoyados sobre sus delgados labios fruncidos. Cuando habló, su
voz fue gélida y remota, como el primer viento helado del otoño.
—Para darte una lección, Matucci. No te fíes de nadie. Ni
siquiera de mí. No creas que el viejo Adán está muerto hasta que
no hayas atornillado su ataúd y luego visto el enterrador aplanar
a pisotones la tierra de su tumba.
Naturalmente, tenía razón. El viejo bastardo siempre tenía
razón. Nosotros, los latinos, somos el pueblo más ilógico del
mundo. Incluso desconfiamos de nuestras madres cuando nos
están dando teta. En las únicas cosas en que confiamos
alegremente es en las verdades tan poco probables como las
estatuas de la Madonna que se echan a llorar, las casas que
vuelan, y la infalibilidad de los Papas.

Nuestra visita al apartamento de Roditi comenzó con


buenos auspicios. Había una fiesta en el sexto piso; el vestíbulo
estaba repleto de invitados que acudían a la misma, y el portero
había perdido ya la cuenta de los que tenían que venir. Steffi y yo
subimos con los invitados hasta el quinto piso, y bajamos en un
rellano desierto. Tocamos el timbre del apartamento de Roditi
y, al no obtener respuesta, usé una ganzúa y abrí la puerta en
treinta segundos. Fue tan fácil como vender caramelos a la
puerta de una escuela.
El interior del apartamento fue una sorpresa. Había
esperado una elegancia refinada a quizás un abarrotamiento
femenino. En lugar de esto, me encontré con un apartamento
tan aséptico e impersonal como una habitación de hotel. El
mobiliario era danés moderno. Los cuadros, dispuestos en
severa simetría, eran todos de soldados con uniformes
históricos. Había un mueble bar y un tocadiscos estéreo con una
colección de canciones populares, temas de películas y musicales
yanquis. El escritorio estaba vacío, exceptuando una carpeta de
cuero repujado y un cubilete de cuero repleto de bolígrafos y
lápices muy bien afilados. El lugar era inmaculado y el
mobiliario de madera brillaba por la cera y un reciente pulido.
Comenzamos nuestra búsqueda en la cocina. Encontramos
café, pan, mantequilla, queso y un recipiente de papel con leche.
El comedor estaba provisto de mantelería, cubertería y vajilla
para seis personas. Todo era de buena calidad, pero no
distinguido. En el mueble bar había una botella de reserva de
cada licor y quizás una docena de botellas de agua mineral
diferentes. Los libros del salón eran inocuos: novelas de bolsillo,
algunas biografías. No había ni pornografía ni señal alguna de
fotografías o revistas sexy. Los cajones del escritorio estaban
abiertos. Contenían papel de notas, sobres y algunos blocs de
papel cuadriculado de dibujo. El baño no reveló nada excepto
que los productos de aseo personal que usaba el capitán eran
caros, pero no exóticos.
El dormitorio nos suministró datos más valiosos. Roditi
tenía diez trajes y cuatro uniformes, todos ellos hechos por un
sastre caro. Sus camisas eran hechas a mano y llevaban bordadas
sus iniciales. Tenía gran cantidad de zapatos, corbatas, pañuelos
de cuello y costosos accesorios. Y era un hombre muy cuidadoso
o tenía una joya de criada, porque sus cajones estaban
arreglados con precisión matemática y su cómoda estaba
dispuesta como el muestrario de una tienda.
En el cajón de la mano derecha de la cómoda, y boca abajo,
había una fotografía en un marco de plata. Era un retrato,
obviamente tomado por un profesional, de una mujer de poco
más de treinta años, que tenía un asombroso parecido con la
Donna Velata de Rafael que se halla en la «Galería Pitti» de
Florencia. Tenía los mismos ojos negros, grandes y lustrosos, la
misma nariz, un poco demasiado grande para que fuera de una
belleza perfecta, la misma boca, suave y enigmática en su reposo.
Incluso el estilo del peinado era similar: negras trenzas recogidas
sobre las orejas y sujetas tras la cabeza. La fotografía estaba
dedicada con una letra redonda y suelta: «A mi muy querido
Matteo, como recuerdo y promesa, Elena.»
Junto a la fotografía, encontré un paquete de cartas, más de
treinta, sujetas con una banda elástica. Estaban escritas por la
misma mano, firmadas con el mismo nombre. Las leí y se las fui
pasando una a una a Steffi. Eran cartas de amor, líricas, tiernas,
totalmente desinhibidas en su recuerdo de las noches y días de
una relación apasionada. Muchas veces, he ojeado cartas que no
me pertenecían, pero aquéllas me conmovieron profundamente,
y sentí una repentina vergüenza ante mi invasión de la vida
privada de aquella desconocida. Las cartas no tenían fecha. No
había dirección. Por el texto y las referencias resultaba claro que
habían sido escritas durante un período de varios años y que la
última lo había sido no hacía más de una semana. Elena estaba
casada, con un hombre mucho mayor que ella, y su matrimonio
no era feliz. Roditi, fueran cuales fuesen sus otros vicios o
virtudes, obviamente era un amante apasionado y considerado.
No había reproche alguno en ninguna de las cartas, sólo ansia,
gratitud y una vivaz poesía sensual.
Incluso el viejo Steffi estaba asombrado. Me devolvió la
última carta y me dijo sombríamente:
—¡Vaya, Matucci! Si tú y yo pudiéramos lograr una mujer
como ésa...
—No tiene sentido, Steffi. Un tipo como Roditi...
—Para ella tiene sentido, hermanito, el más bello de los
sentidos del mundo.
—¡Un finocchio como ése! Nunca.
—Quieto un momento, Matucci. Quizá te equivoques desde
el principio. Lo has visto en el «Alcibiade». Has oído y fíjate
bien, sólo lo has oído, que alguien como él va buscando tipos
duros en el «Pavone». Giorgione te ha dicho que es un loco de la
cultura física. Esto es todo lo que sabes. El resto es imaginación
y suposiciones. Fíjate en este apartamento, ¿te parece el de un
homosexual? A mí no. ¿Parece que esa dama esté siendo
engañada? Yo no lo creo. Quizás haya que volverse a hacer una
idea sobre ese tipo... Dame esa fotografía un minuto.
Sacó la parte de detrás del marco y tomó la foto. En su
dorso estaba la dirección del fotógrafo, junto con un número de
archivo: A. Donati, Bolonia, 673125. Steffi lo apuntó en su bloc
y volvió a colocar la foto en el marco.
—Mañana, si te parece, iré a Bolonia y seguiré la pista de la
foto, ¿te parece?
—Hazlo, Steffi... No obstante, espera un minuto. Hay algo
extraño.
—¿Qué?
—Estamos examinando media casa, a medio hombre. Este
lugar está incompleto, como si no hubiesen pasado aún
suficientes cosas importantes en él. Es tan neutro como una sala
de exposiciones.
—Pero, sea cual sea la forma en que se considere a Roditi,
él no es neutro.
—Exactamente.
—Entonces, ¿por qué no tomamos una de las cartas del
centro del paquete y salimos a escape de aquí? Me siento como
un criminal.
—Que es exactamente lo que eres, Steffi. Pero me traes el
nombre de la dama mañana, y te colgaré una medalla.
Salimos del apartamento dejándolo tal cual lo habíamos
encontrado y bajamos, inocentes como niños, al vestíbulo. El
portero estaba en su cubículo mirando la televisión. Podríamos
haber ido arrastrando un cuerpo ensangrentado sobre aquel
mármol de Carrara y no habría parpadeado ni una sola vez.
Sólo era algo después de las once. La noche era cálida y las
calles estaban aún repletas de paseantes y tráfico. Steffi estaba
cansado, así que lo dejé en su hotel. Yo estaba demasiado
inquieto para irme a dormir. Bruno Manzini me había dado una
dura lección. Tenía la mente confusa. Mis juicios eran
apresurados. Mis acciones eran precipitadas y peligrosas. El
director me había juzgado mucho antes y había hecho de mí un
obediente actor para sus dramas sardónicos. Incluso Lili conocía
mis debilidades y no quería comprometerse conmigo hasta que
las hubiera dominado, si es que podía hacerlo.
La idea de una velada solitaria en el apartamento me
atemorizaba, así que crucé la ciudad en dirección al «Duca di
Gallodoro», donde al menos podría compartir mi soledad y
ponerle música.
Me dieron una mesa en un rincón sombrío. Pedí una bebida
y permanecí sentado, contemplando los movimientos de los que
bailaban y el ir y venir de los bebedores alrededor de la barra. Un
par de chicas pasaron al lado, con sonrisas expectantes, pero las
aparté con un gesto. Estaba demasiado melancólico para
soportar su inevitable parloteo y su constante sed de mal
champaña. Llevaba allí quizás unos veinte minutos, cuando
entraron dos hombres y se sentaron a tres mesas de distancia, a
mi derecha. Uno era un hombre enorme y de aspecto duro, con
el rostro maltratado y brutal de un púgil; el otro era pequeño,
oscuro y gallardo, con ojos de hurón y una gran sonrisa
deslumbrante.
Al pequeño lo conocía. Todo el mundo en el Cuerpo lo
conocía, al menos por su nombre y reputación. Lo llamaban el
Cirujano porque, según decían, podía extraerle el cerebro a un
hombre vivo y diseccionarlo buscando hasta la última migaja de
información. Incluso corría un dicho acerca de él: ¡Cae en las
manos de Dios, no en las garras de el Cirujano! El sospechoso
que había saltado o había sido empujado por la ventana se
encontraba a su cuidado. Evidentemente, el tipo robusto era su
guardaespaldas... y probablemente su carnicero asistente. Me
hundí más en las sombras, para que no me viese, me saludase y
me viese obligado a devolverle el saludo.
Unos momentos más tarde, la banda dejó de tocar, y los
bailarines regresaron a sus mesas. Fue colocado un micrófono en
el centro de la pista y un maestro de ceremonias anunció la
presencia de la eminente y bien amada Patti Pavese, que iba a
cantar para nosotros. Entonces, se apagaron todas las luces y
hubo cinco segundos de oscuridad hasta que un foco lanzó su luz
al centro de la pista de baile y reveló a la cantante en un
esplendor de mallas y lentejuelas. Tenía mucho mejor aspecto
que lo que cantaba, pero el auditorio la adoraba y aplaudía
incesantemente. Cuando cantó su gran numero, Una Manciata
d’Amore, enloquecieron, y la hicieron repetir dos veces el
estribillo, cantándolo con ella.
Cuando las luces volvieron a encenderse, miré hacia el
Cirujano. Yacía derrumbado sobre la mesa, en un charco de licor
derramado. Su guardaespaldas estaba caído de costado en la
banqueta. A ambos les habían disparado en la cabeza con una
pistola de pequeño calibre. Lancé un par de billetes sobre la
mesa y me dirigí a la entrada. Estaba a media distancia de la
puerta antes de oír un alarido de mujer y la conmoción que le
siguió.

El asesinato de el Cirujano produjo grandes titulares en la


Prensa matutina, y las agencias de noticias extranjeras también
se cebaron en el asunto. La Policía anunció una búsqueda a
escala nacional de los asesinos y pidió informaciones al público,
especialmente acerca de cualquiera que hubiera abandonado el
«Duca di Gallodoro», antes de la llegada de la Policía.
Manzini, que me había telefoneado durante el desayuno y
me había invitado a dar una vuelta por sus fábricas de Milán,
estaba triste y descorazonado.
—...Como mejor está un tipo de ésos es muerto, pero hay
cincuenta más esperando ocupar su puesto.
Así que no se resuelve nada. Las facciones se polarizan aún
más. Los tiranos resultan mucho más atractivos para una gente.
aterrorizada y desesperanzada. Mira, Dante. ¡Mira y escucha!
Nota la tensión, la profunda corriente de inquietud y sospechas.
Verás cómo los grupos de trabajadores se reúnen, cada uno de
ellos sospechoso de los demás, todos buscando espías y agentes
provocadores. Son buena gente, Dante. Nosotros tenemos menos
problemas laborales que la mayor parte de las empresas, porque
firmamos contratos razonables y los cumplimos. A mí no me
odian por ser el padrone; creo que incluso me respetan. Pero,
como hombre, estoy tan lejano como la luna. Personifico el
poder. Me identifican con todos los excesos de poder que hay en
este país. Me telefonearon esta mañana de Roma. El Gobierno
está considerando una nueva reglamentación que dará a la
Policía unos poderes aún más amplios de registros y detención.
Están hablando de noventa y dos horas de detención preventiva
basándola en puras sospechas... ¡Detención preventiva! ¡Eso es
una locura! Nos hace retroceder cuarenta años. Tu Cirujano es
el símbolo del terror necesario para controlar las masas
inquietas. En los viejos tiempos hubiera usado una máscara y
llevado un hacha de decapitar. En parte, yo también soy culpable
de lo que pasa. Tengo guardas en las puertas y detectives dentro
de las fábricas para evitar los hurtos. Perdóname, hoy me siento
bastante deprimido. Tendremos que comer con los gerentes y
luego te mostraré algo un poco más agradable.
Fuimos a quince kilómetros fuera de la ciudad, en dirección
a Como, y salimos de la carretera hacia un aparcamiento privado
en el que veinte bungalows, todos ellos nuevos, se agrupaban
alrededor de un edificio central, que tenía el aspecto de un club,
y estaba rodeado por césped y jardines con flores. Manzini me
explicó lo que era con irónica deprecación.
—...Es un soborno a mi conciencia de pirata, Dante. Una de
las cosas con las que espero lograr un perdón de la condena
eterna. Es un hogar para niños mongoloides que no pueden ser
cuidados por sus familias. Como quizá sepas, tienden a tener un
período de vida bastante corto. Si son sometidos a una tensión
indebida, por ejemplo en una institución de estilo antiguo,
algunos de ellos se convierten en violentos y antisociales. Así que
hemos intentado reproducir aquí una situación familiar. Cada
casa contiene de seis a diez niños bajo el cuidado de un
matrimonio. El edificio central alberga clases, una clínica, una
sala de recreo y los alojamientos del personal. Pasamos todo el
tiempo experimentando, y este lugar se ha convertido en el
prototipo para otros que hay en diferentes partes de Italia. En
este país la Iglesia acostumbraba a ser la fuente de la caridad,
pero demasiadas de las viejas órdenes de monjes y monjas se
han esclerotizado y quedado pasadas de moda. En cuanto a las
instituciones estatales, más vale no hablar de ellas. He visto
orfanatos, amigo mío, en que los niños no aprenden a hablar
hasta que tienen siete u ocho años, porque nunca les ha hablado
nadie... Aquí estamos enseñando y aprendiendo al mismo
tiempo, y cada semana hay alguna pequeña revelación que hace
que todo esto valga la pena.
Para mí, la revelación más grande fue el viejo mismo. El
personal lo adoraba, tanto los hombres como las mujeres. Cada
uno de ellos tenía algo especial que mostrarle: un proyecto de
terapia, una pieza de equipo reciente, un formulario de dieta, un
juego que parecía tener una especial fascinación para los niños.
Y con éstos era como un abuelo feliz. Los acariciaba, los besaba,
se sentaba en el suelo y jugaba con sus cubos y modelos. Dibujó
cosas cómicas en una pizarra e incluso martilleó una tonada en
el piano. Se colocó a un pequeñín en los hombros y lo llevó por
todo el lugar, mientras media docena más se agarraban a sus
ropas, tratando de llamar su atención. No había nada organizado
en el coro de cánticos que lo recibió y lo despidió. Llegó y se fue
como el patriarca de una frágil familia que, sin él, hubiera
permanecido olvidada y nunca se hubiera reunido. Lo extraño
era que necesitase justificarse... y, sobre todo, ante mí.
—...Hay un hombre en Roma, un sacerdote al que conozco,
que sólo trata con monstruos. Y hablo literalmente. El hombre
aún concibe y la mujer aún da a luz monstruosidades con un ojo
y tres brazos y medio cerebro y dos corazones. Algunos de ellos
sobreviven. Sólo Dios sabe el porqué y jamás lo explica, aunque
yo creo que debiera hacerlo si quiere que creamos en la caridad,
el amor, y todas esas cosas. De cualquier forma, el caso es que
ese hombre me dijo en una ocasión que él era, quizá, la única
persona de todo el mundo que realmente podía afirmar que
existían los milagros. Bien, tienes que comprender, Dante, que
los seres de que te hablo son realmente subhumanos, más allá de
la razón, más allá de la imaginación, incluso más allá de la
compasión. Pero aquel hombre me decía que, a veces, en los
momentos más extraños, notaba, veía, oía una respuesta que
estremecía los fundamentos de su cordura. ¡Aquellos vegetales,
aquellas nadas monstruosas sabían! ¡Sabían...! ¿Durante cuánto
tiempo y cuántas cosas? Es imposible decirlo, pero por un
instante era como el relámpago sobre el Tabor. Este trabajo que
yo hago es mucho más fácil que el suyo. No me cuesta nada más
que dinero. El resto, es pura alegría. Regreso al hormiguero
cambiado, aunque sólo sea un poco. Sé que no toda la vida es
vendetta y ¡ay de los vencidos! El misterio es que aún debamos
luchar para hacer sitio incluso para un amor tan pequeño. Si no
lo hiciéramos, incinerarían a los monstruos y esterilizarían a
esos niños míos, entregándoselos a los malvados del mundo para
experimentos anatómicos. ¿Vas a ver a Leporello esta noche?
—Sí.
—¿Preocupado?
—Un poco. Se abre una puerta, tengo que atravesarla,
aunque no esté seguro de lo que hay al otro lado. Quizá no
apruebes lo que haga.
—¿Importa si lo apruebo o no?
—Sí, me importa.
—Una advertencia, Dante Alighieri. Cierra la puerta a lo
que has visto hoy. Olvídate de ello hasta que llegue un tiempo
más tranquilo. Vamos a volver a la jungla. No puedes permitirte
albergar ilusiones.
—¿Qué ilusiones, Bruno?
—Que la Salamandra siempre sobrevivirá. Eso es un mito,
una bella leyenda como la del Santo Grial y las manzanas
doradas de las Hespérides. Ya he tenido mi advertencia, Dante.
Tengo una estenosis mitral que acabará matándome... más bien
pronto que tarde. Si me voy antes de que esto esté acabado, te
quedarás solo. Y entonces, ¿qué?
—¿Es esto otra prueba, Bruno?
—No, una simple pregunta.
—Respuesta número uno: acabaré mi permiso y regresaré
al SID, como obediente servidor. Respuesta número dos:
aceptaré el trabajo que Leporello me ofrecerá en la cena de esta
noche.
—¿Respuesta número tres?
—Emigraré y viviré feliz para siempre, trabajando en las
minas de bauxita de Australia.
—¿Es eso todo?
—No. Hay otra posibilidad. Inclúyeme en tu testamento.
Déjame el grabado de imprenta con el que te hacen tus tarjetas.
Me estableceré como la Salamandra. ¿Quién sabe? Quizás
escriba una nueva leyenda antes de que barran mis cenizas.
Era un mal chiste, pero se rió de él. Yo también me reí, ante
el asombroso espectáculo de Dante Alighieri Matucci, colocado
sobre su montón de estiércol, aleteando y croando su desafío a
los principados, tronos y dominaciones y a todos los poderes
oscuros de aquel soleado mundo latino.
Pensé cuidadosamente la forma en que debía vestirme para
la cena de Leporello. El traje debía ser sobrio, pero no demasiado
sobrio, para que no tuviera el aspecto de algún oficinista sin
importancia que había ido a cenar con el director del Banco. ¿A
la moda? Sí. Las damas aprecian a un hombre que es un tanto
exótico, y el general no desearía otro ratón gris en su plana. La
camisa, de batista blanca, con gemelos de oro, para dar una idea
de dinero. El general debía saber dónde comenzaban las pujas.
Era todo pura figura... que es de lo que vivimos aquí en Italia.
Las interioridades son otra cosa. Las mujeres las comparten con
sus confesores. Nosotros los hombres se las contamos a nuestros
amigos o, con la ayuda de la gracia y el tiempo de nuestros años
postreros, a Dios, que por entonces debe de haber perdido todo
interés en asuntos tan nimios.
Mi coche estaba muy limpio, Pietro se había ocupado de
ello. No había ni una mancha en la carrocería, ni una mota de
polvo en el interior. Había un ramo de flores para mi anfitriona
y una botella de viejo coñac para mi anfitrión, para honrar así mi
primera visita a su casa. Si mi compañera de cena resultaba estar
dispuesta, había champaña en la nevera y café en la cocina, y una
dulce música inundaría el lugar al toque de un conmutador. En
total, exceptuando los estragos del tiempo y de la mediana edad,
la «figura» no era tan mala. Pietro cepilló hasta la más pequeña
mota de caspa de mis solapas, y me acompañó hasta mi salida a
la noche. Conduje cuidadosamente, porque había Policía en
todas las esquinas y camiones repletos de Carabinieri aparcados
en puntos estratégicos. El asesinato de el Cirujano no era un
asunto nimio en aquella ciudad de un millón y medio de
personas, inquieta bajo las amenazas gemelas de la violencia y
la represión fui detenido dos veces durante el camino y una
tercera en las puertas de la villa de Leporello, en donde dos
Carabinieri comprobaron mis papeles, me hicieron un gesto con
la mano para que entrase y cerraron las puertas tras de mí.
Leporello se tomaba muy en serio su trabajo y su propia persona.
Había dos agentes de civil dentro de la propiedad. Uno de ellos
abrió la puerta del coche y me acompañó hasta la entrada de la
casa, donde una criada se hizo cargo de mí y me llevó hasta un
salón.
Leporello estaba solo. Incluso vestido de civil tenía una
figura impresionante: alto, tieso y formal hasta el punto del
envaramiento. No obstante, su bienvenida fue cálida, su apretón
de manos firme y cordial. Se excusó por las damas, que estaban
charlando arriba. Inmediatamente se reunirían con nosotros. Un
criado nos ofreció bebidas, whisky o champaña. Brindamos el
uno por el otro. Leporello hizo un comentario jocoso sobre los
guardias y los agentes de seguridad. Yo le dije que creía muy
sensato y necesario tomar tales precauciones. Le pregunté acerca
de su investigación del asesinato de el Cirujano. Frunció el ceño
y se alzó de hombros.
—Ya sabe cómo están las cosas, coronel. El asesinato tuvo
lugar en un club nocturno atestado, mientras la atención de los
clientes estaba enfocada en una artista popular. La mayor parte
del lugar estaba en sombras. Los asesinos usaron pistolas de
pequeño calibre y alta velocidad, con silenciador. ¿Dónde
empezamos?
Me desbordé en simpatía por su problema. Deseé
fervientemente poder ofrecerle alguna sugerencia constructiva.
Estaba contento de hallarme de permiso y, por consiguiente,
liberado de toda responsabilidad. Sonrió débilmente y me dijo
que debíamos discutir eso durante el coñac. Entonces llegaron
las damas... y fue como si me hubiera caído el techo sobre mi
desprevenida cabeza. La mujer de la fotografía de Roditi era la
esposa del general Leporello.
Tartamudeé Dios sabe el qué como saludo, y me incliné
sobre su mano presa de pánico por mi turbación. Una cosa es
mirar al escote de una mujer cuando uno sabe, sin lugar a dudas,
que lo lleva para mostrártelo. Y otra es mirarle a los ojos cuando
has leído todos sus secretos en un paquete de cartas amorosas.
Uno nota el pequeño y vergonzante triunfo del mirón y se
pregunta si ella no podrá descubrirlo en tu rostro. Uno nota una
sensación de culpa que te hace retirarte de su contacto, y sentir
el miedo de que cualquier palabra descuidada pueda dar a
conocer la información secreta que posees.
Afortunadamente para mi, mi compañera de mesa resultó
ser una diversión adecuada. Laura Balestra era una vivaracha
biondina, con grandes ojos de alcoba, una sonrisita de niña y
talento para mantener una conversación inconsecuente pero
divertida. Le encantaban los hombres bien vestidos. Odiaba a los
soldados envarados. Tenía un tío en Colombia que regalaba
esmeraldas a amantes de seis países diferentes. Acababa de
regresar de Austria, donde casi se había enamorado de un
instructor de esquí. ¿No me encantaba el traje de Elena y no era
aquélla una vida maravillosa? Y no podía imaginarse cómo a
alguien le podía gustar vivir en Milán. Ella prefería con mucho
Florencia, pero el caso es que Mamma estaba enferma y tenía
que hacer de ama de casa para Papa, que estaba disfrutando de
su segunda juventud en una forma bastante embarazosa... Y, ay,
ay, hablaba demasiado, ¿no?
Lo hacía, pero yo estaba tan agradecido por ello que
deseaba besarla, y pensé que lo haría luego. Entonces, se volvió
hacia Leporello y me dejó para que me enfrentara como pudiera
con la dama de las cartas amorosas.
Lo diré sin más rodeos, y así quedará dicho: era una
hermosa mujer; despertó en mí al viejo Adán en el momento en
que le puse los ojos encima. El fotógrafo la había favorecido un
poco porque la había captado en un momento de reposo y
alegría. Me pregunté cómo un viejo caballo de batalla como
Leporello había logrado casarse con ella. También había cosas en
mí que le interesaban a ella. Su primera pregunta fue un reto.
—Es usted mayor de lo que esperaba, coronel.
—Trato de ocultarlo lo mejor que puedo, señora.
—No me refería a eso. A mi esposo le gusta rodearse de
oficiales muy jóvenes.
—¿Sí? Sólo conozco a un miembro de su plana, el capitán
Roditi.
—¿Lo conoce bien?
—Apenas. Sólo me he encontrado con él en tres ocasiones,
y nos hemos hablado bien poco.
—Es realmente excepcional. Ya lleva con mi esposo casi
siete años. ¿Está usted casado, coronel?
—No.
—¿No está interesado en ello?
—Tengo muchas dudas... respecto al matrimonio, claro.
—Mi esposo dice que le ha invitado a usted a unirse a su
plana.
—Sí.
—¿No le gusta la idea?
—Tengo algunas reservas. Las discutiré con el general.
—Tiene usted mucho tacto.
—Y usted es muy bella, señora. ¿Conoce La Dama Velada?
—Me temo que no. ¿Debería?
—La pintó Rafael. Está en la «Galería Pitti». Es usted su
imagen viva, incluso en el peinado.
—Gracias por el cumplido.
—Estoy seguro de que debe recibir muchos, de todos esos
apuestos oficiales jóvenes.
—Muy pocos, coronel. Soy una respetable señora casada,
con dos hijos pequeños.
—¿Chicos o chicas?
—Mellizas. Cumplirán seis años en marzo.
—¡Niños de verano! Eso es hermoso.
—Hay alguna diferencia en que sean de verano o de
invierno?
—¿No hay un proverbio que dice: «El amor de primavera es
el más brillante, pero el de verano es el más dulce»?
—Nunca lo he oído. ¿Es así en su experiencia personal,
coronel?
—Bueno, sí. Supongo que sí.
—Tendrá que contármelo algún día.
—Me encantará, pero le advierto que jamás menciono
nombres ni escribo cartas.
—Muy galante... y muy discreto.
—En mi trabajo tengo que ser discreto.
—Oh, sí. Está usted en algo de la inteligencia, ¿no?
—Sí.
—¿Le gusta su trabajo?
—No siempre. Le destruye a uno las ilusiones con
demasiada rapidez.
—¿Le queda alguna, coronel?
—Alguna... ¿Y a usted?
—Pregúntemelo en otra ocasión.
—Lo haré. Es una promesa.
En aquel momento nos anunciaron la cena, así que no hubo
oportunidad de terminar aquel juego. Pero, si había juzgado bien
a la dama, estaba jugando al viejo juego de «darle esquinazo al
marido», y, además, jugándolo a la descarada. Por su parte,
Leporello se mostró puntillosamente educado, aunque jamás
fuera llano o íntimo. Para un hombre que normalmente era
brusco o imperativo, su actitud hacia su esposa era
sorprendentemente diferente. Era como si hubiese adquirido el
hábito de evitar las discusiones y esquivar hasta el más simple de
los enfrentamientos. Tenía la curiosa impresión de que la temía
y de que ella, sabiéndolo, estaba dispuesta a empujarlo hasta el
límite de lo soportable. En la mesa, concentró principalmente su
atención en mí. Era persuasivo y lisonjero. Deseaba
fervientemente tenerme en su equipo. Los hombres con mi
entrenamiento y experiencia resultaban preciosos. Esperaba que
las mujeres pudieran persuadirme si su propia elocuencia no era
suficiente. Laura Balestra estaba a su lado, bromista e
inconsecuente. Elena Leporello seguía con su propio juego,
ensalzándome y denigrando a su esposo en una docena de
maneras sutiles. Cuando hubimos terminado la pasta, yo estaba
cansado de su comedia. Comencé a imaginar una de mi propia
creación.
—Por cierto, general, ¿sabía usted que alguien trató de
asesinarme en Venecia?
Era muy buen actor. Se atragantó con el vino y al dejar la
copa, derramó el resto sobre el mantel. Las mujeres quedaron
asombradas y excitadas. Leporello las silenció con un gesto y me
pidió una narración completa del asunto.
Me alcé de hombros.
—Bueno, acababa de cenar con mi director y el Cavaliere
Manzini. Estaba en camino hacia el «Bar de Harry» para
encontrarme con una chica. Caí en una trampa tendida por tres
hombres que trataron de matarme en un callejón. Les hice
algunos disparos. Huyeron.
—Informó de este asunto al director, ¿no?
—Sí... Me dijo que haría algunas investigaciones y se
pondría en contacto conmigo.
—Pero, ¿aún no ha sabido nada de él?
—Aún no.
—Eso me preocupa, coronel. Parece que este tipo de
violencia se está convirtiendo en una epidemia. ¿Se enteró de lo
que sucedió anoche, aquí en Milán?
—Estaba allí, general.
Ahora, no actuaba. Se quedó mirándome con la boca
abierta y ojos desorbitados.
Me expliqué con elaborada discreción.
—No encontrará mi nombre en sus informes porque salí del
local antes de que comenzase el pánico... para evitar preguntas
molestas. Estaba sentado a tres mesas de distancia.
—¿Y no vio nada?
—Sólo los cadáveres, cuando se encendieron las luces.
Obviamente, fue un trabajo profesional. No creo que llegue usted
demasiado lejos con una investigación normal. Por mi parte, yo
no me inclinaría a llevarla demasiado lejos.
—Eso que dice es muy extraño, coronel.
—No lo crea, general. Enfrentémonos con el asunto: ambos
lados salen beneficiados. La izquierda tiene su víctima. Usted se
libra de una molestia y un descrédito.
Elena Leporello comprendió rápidamente a dónde iba y
volvió mi aseveración contra nosotros dos.
—Eso suena como una propuesta maliciosa, coronel.
—En absoluto. Es una afirmación de hecho, a menos que
me quiera hacer creer que su esposo aprueba el sadismo en los
interrogatorios policiales. Sin embargo, estoy de acuerdo que no
es el tipo de cosas que uno va gritando en público.
Leporello se animó ante esto, y añadió una vigorosa
aprobación.
—Muy adecuado, Matucci, muy adecuado... Nuestra imagen
pública es muy importante en este momento.
—Y, ¿qué es lo que opina de esa imagen, coronel? —Elena
Leporello era un adversario muy persistente—. Tengo la
impresión de que en este momento está bastante empañada.
—En algunos aspectos, sí. Por otra parte, la reputación de
su esposo está creciendo.
—¿Su reputación para qué, coronel?
—Para una política firme, para una acción decisiva... Estuve
en el «Club de los Banqueros» anteanoche. Su charla sobre el
Orden y el Progreso causó una gran impresión, general. Y he
oído otros comentarios mientras me movía por ahí. Hay mucho
apoyo popular a su programa. Esas escuadras antidisturbios que
está usted entrenando...
—¿Dónde oyó hablar de eso, coronel?
—Hablan de ello en todo bar y club de la ciudad, general.
—Se supone que es un proyecto secreto.
—Le aseguro que ya no lo es.
—¿Podría decirme en qué sitios ha oído hablar de ello?
—Por supuesto. En el «Duca di Gallodoro», el «Hilton
Bar», el «Club Alcibiade»...
La mención del «Alcibiade» produjo una variedad de
reacciones. Elena quedó con el rostro en blanco. El general
demostró un repentino interés en su flan defresas.
Laura Balestra me interrogó descocadamente.
—¿El «Club Alcibiade»? ¿Qué es lo que estaba usted
haciendo allí, coronel?
—Sólo mirando.
—¿Encontró lo que buscaba?
—Si, de hecho, así fue. Encontré a un hombre al que llevaba
semanas persiguiendo.
—No creía que se pudiera hallar a un hombre en un
kilómetro a la redonda en ese lugar.
—Pues sí, yo estaba allí. El capitán Roditi también...
—¿Matteo?
Fue Elena la que hizo la pregunta, y la dirigió no a mí, sino
a Leporello, que sonrió ante ella, como si fuera la primera
verdadera victoria de la velada.
—No me lo preguntes a mí, cariño. Yo no estaba allí...
Ahora, si no les importa, el coronel y yo tomaremos el café en la
biblioteca. Nos reuniremos con ustedes cuando hayamos tenido
nuestra charla.
Apenas nos encontramos en privado, su comportamiento
cambió, de forma dramática. De nuevo era un completo soldado:
seco, incisivo, dogmático, como si estuviese dirigiendo una
conferencia a su plana mayor.
—Matucci, ha llegado la hora de que seamos francos el uno
con el otro.
—Me alegraría eso, señor.
—Su director piensa que es usted un problema. Creo que
usted y yo nos llevaríamos bien juntos. ¿Por qué duda en unirse
a mí?
—Para empezar, hay dos razones: quiero acabar mi
permiso. Quiero también ver qué tal me va en mi trabajo civil.
—Con Bruno Manzini.
—Sí.
—Es un viejo bellaco... y peligroso.
—¿Peligroso?
—Es un mal enemigo. Ha chantajeado a un cierto número
de personas, obligándolas a suicidarse. Antes de que salga de
aquí esta noche, le entregaré copias de dos dossiers. Quiero que
las estudie cuidadosamente y me las devuelva. No haré ningún
otro comentario. Llegará a sus propia conclusiones.
—Parece estar usted seguro de que coincidirán con las
suyas.
—Veremos... Si decide unirse a mí, podrá acabar su
permiso, sin perder un solo día del mismo.
—Eso está muy bien.
—Ahora, hablemos del puesto. Aún no hay nada
establecido, ni título, ni organigrama. Se le encargaría que
montase toda una sección completamente nueva, sujeta
únicamente a mí y a mis directrices personales. Tomaría como
modelo para esta sección al Servicio de Información de la
Defensa, con las variaciones que le indicase su experiencia, y tras
ponernos de acuerdo. ¿Interesado?
—Hasta ahora, mucho. ¿Cuál sería el propósito de esta
sección?
—La inteligencia política, en el más amplio de los sentidos.
Si ciertos acontecimientos tienen lugar, si ciertos proyectos
maduran, el objetivo de su trabajo se ampliaría sobremanera, y
su posición llegaría a ser de considerable poder.
—¿Puede especificar los acontecimientos y los proyectos,
general?
—Podría, pero aún no.
—¿Le puedo preguntar el porqué?
—Porque primero debo estar seguro, coronel, de hacia
dónde se dirige su lealtad.
—Creo que eso debería resultar obvio, general.
—¿Usted cree?
—Sí, señor. Ambos somos oficiales en activo del mismo
Cuerpo. Ambos prestamos el mismo juramento. Creo que esto lo
especifica todo con mucha claridad.
—Desgraciadamente, no es así. Por ejemplo, no especifica
su afiliación política.
—¿Es necesario que tenga alguna?
—Para este puesto, sí.
—Entonces, debería decirme cuál es, general.
—Necesito a un hombre muy conservador.
—Eso podría ser una contradicción. La inteligencia trata
tanto con lo real como con lo posible. Le podría dar una amplia
cita de mi director acerca de este tema.
—¿Serviría de algo si le digo que su director se ha
convertido en un hombre muy conservador?
—Eso ya lo sé, señor.
—¿Qué es lo que sabe?
—La reunión fue celebrada en la «Villa Baldassare», ¿no?
—Cómo infiernos...?
—Cené con el director y con Bruno Manzini en Venecia.
—¿Qué es lo que le dijeron?
—No puedo afirmar que me lo dijeran todo. Digamos que
me di cuenta de ciertas situaciones y acuerdos. Por ejemplo, que
hubo una discusión acerca de si yo debía ser eliminado o no.
Hubo dos votos en contra, y uno a favor de matarme... su voto,
general. Así que, comprenderá que me siento un tanto
asombrado por esta oferta suya.
Creí que esto lo haría tambalearse. No fue así. Fuera lo que
fuese como esposo, en su carácter de soldado y estratega era
inexpugnable. Me reprobó con voz suave:
—¿Por qué? Ya conoce este trabajo. Todos corremos
riesgos. Voté sí. Luego cambié de idea.
—¿Por qué?
—Jamás me he fiado de su director. Siempre lo he
considerado un aliado útil pero voluble. Así que, cuando salí de
la reunión en la «Villa Baldassare» pensé con gran cuidado.
Llegué a la conclusión de que necesitaba un rival para el director,
que al fin lo sustituyese... usted, mi querido coronel. Simple, ¿no
le parece?
—Demasiado simple.
—¿Por qué?
—Todo el mundo tiene un seguro de vida, excepto yo.
Manzini tiene riqueza e influencia. El director un nombramiento
del presidente. Usted tiene el rango de general en los
Carabinieri. ¿Y yo? Yo estoy en una rama que se dobla.
—Únase a mí y tendrá mi protección personal. No
infravalore esto, coronel.
—No lo hago. Pero estaba pensando en el Cirujano.
—¿Qué pasa con él?
—Está muerto.
—Yo no lo protegía.
—Oh, ya veo.
—Usted mismo lo dijo: ese individuo era una molestia y un
descrédito... ¿Más coñac?
—Gracias... ¿Le importaría si le hago algunas preguntas?
—Por favor.
—Ese ayudante suyo, el capitán Roditi... explíquemelo.
Había metido el dedo en la llaga. Alzó la cabeza de un tirón.
De repente, se mostró tenso y amenazador.
—Creo que es usted el que debería explicarse, coronel.
—Ebbene! Quiere que me una a usted. Estoy interesado,
pero no deseo caminar a ciegas hacia una nueva situación. Lo he
estudiado a usted, general, tal como usted me ha estudiado a mí.
He oído que ese Roditi es el favorito de la corte. Está resentido,
A causa de él, también usted está resentido. Quiero saber el
porqué.
Consideró la pregunta durante largo rato. Le dio una y otra
vuelta, como si fuera un trozo de arcilla con el que pudiera
moldear una respuesta que me complaciese. Finalmente, dijo:
—Roditi no es indispensable. Usted entra, él sale, si eso es
lo que desea.
—¿Qué estaba haciendo en el «Club Alcibiade»?
—Recluta allí.
—¿Y en el «Pavone»?
—También.
—Siento curiosidad por saber por qué están usando a esos
tipos.
—Necesitamos hombres sin lazos, que no tengan más
ambición que el dinero y la compañía de los de su propia especie.
También ellos serían eliminables, a su hora, como los
mercenarios del Congo.
—General, si estuviera usted en mi sitio, ¿aceptaría esa
respuesta?
—Si estuviera en su sitio, Matucci, no esperaría que me
deletreasen las cosas.
—Muy buena sugerencia, general. La acepto. No obstante,
debe ser paciente conmigo. Me ofrece su patronazgo, su
protección. Tengo que saber dónde se halla el poder, y también
las debilidades.
—Le escucho.
—Obviamente, su matrimonio no es feliz.
—¿Resulta tan obvio?
—Para mí, sí. Un hombre como usted, con ambiciones
como las suyas, no puede permitirse un enemigo en casa. Debe
de sentirse usted muy solitario, general.
—Así es. Confieso que estos días son muy vacíos para mí,
Matucci. Pero estoy dispuesto a soportarlos un poco más.
—Así que se apoya en Roditi.
—Quizá más de lo que debiera. Se ha convertido en algo
parecido a un hijo para mí. Pero necesito a alguien mucho más
fuerte, mucho más inteligente. A usted, mi amigo.
—Pero sigue sin estar dispuesto a fiarse de mí... Por favor,
general, no continuemos jugando. Hay un dossier acerca de
usted en el SID. El director sabe lo que hay en él. Yo no, porque
siempre se lo ha reservado para él. Por eso usted no se ha
atrevido a moverse hasta tenerlo como aliado. Aún no se fía de
él, y quiere lanzarme en su contra. Pero estoy impotente a menos
que sepa tanto como él. No puedo protegerle si no conozco qué
armas puede usar contra usted. Así que, ¿por qué no piensa en
ello? Si aún sigue deseando mi adhesión, podemos volver a
reunirnos y discutir las cuestiones finales. Tras eso, podemos
firmar los documentos de transferencia.
—Después de todo, quizá decida no unirse a mí.
—Y usted puede decidir retirarme su protección. En cuyo
caso podría acabar como el Cirujano, con una bala en la cabeza.
Si esto sucediese...
—¿Sí?
—Hay una serie de datos en Suiza que comenzarían
inmediatamente a circular por la Prensa y otros grupos
interesados.
—¿Chantaje, coronel?
—No, general. Eso sería si tratara de extorsionar dinero o
preferencias. No he hecho ninguna de estas cosas. Simplemente,
me he preparado un seguro. Pero, hablando de chantaje, ¿está
usted seguro de no ser una posible víctima?
—Se lo dije en cierta ocasión, coronel, y se lo diré de nuevo.
Mi vida es un libro abierto.
—Eso es en lo referente a su vida pública, general. La vida
secreta es aquella con la que le darán en la cabeza cuando lo
proclamen salvador del país... Mire, yo no le he pedido ese
trabajo. Usted me lo ha ofrecido. Si no le convencen mis
condiciones, olvidémoslo.
—Definámoslas más claramente.
—¿Una sinceridad completa por ambos lados?
—Muy bien. Me pondré en contacto con usted de nuevo,
dentro de unos días. Mientras tanto, puede estudiar los dossiers
Manzini... ¿Más coñac?
—No, gracias. Debería irme a casa. Ha sido un largo día.
—Espero que haya sido muy provechoso.
—Asi es, general. Creo que hemos hecho mucho camino
hacia una comprensión mutua.
—Bien... A propósito, ¿le importaría dejar a Laura en la
ciudad? De lo contrario tendré que llamar a un coche oficial. No
me gusta que vengan taxis aquí.
—No es ningún problema. Lo haré con mucho gusto.
—A mí me cae muy bien esa chica. Es un alma alegre. Algo
estúpida, quizá, pero muy rica... y aún soltera y sin compromiso.
A buen entendedor...
Alegre lo era, y también estaba bastante borracha, y
parloteaba como una cotorra; pero no era estúpida. Mientras
volvíamos a la ciudad, me hizo un comentario extraño pero muy
revelador sobre la cena.
—¡Miau, miau; miau! ¡Y que luego hablen del gato que se
metió en el palomar! Has sido muy malo esta noche, Dante, y lo
sabes. Aún tienes plumas en los bigotes. Eres el primer hombre
que conozco que haya podido enfrentarse con Elena en una de
sus noches. ¡Iiii! Esta noche estaba dispuesta a arañar de lo lindo
a Marcantonio... Y no es que pueda echarle las culpas. Él no es
ninguna alegría en la cama ni diversión en parte alguna. No
querrás trabajar para él, ¿verdad? No creo que estés muy a gusto
con ese ramillete de finocchi que tiene a su alrededor. Pero,
después de todo, no te conozco apenas, ¿verdad? Y no dijiste lo
que estabas haciendo en el «Alcibiade». ¿Y qué es lo que hacía
Matteo Roditi allí? No viste la cara de Elena cuando soltaste esa
bomba. Pensé que se le iba a romper el cierre del sujetador y se
le iban a caer esos grandes pechos suyos sobre la salsa. Sabes que
son amantes, ¿no? Mi querido amigo, todo el mundo lo sabe...
incluso el general. Si mi aritmética es buena, Roditi debe de ser
el padre de las gemelas... ¿Por qué? ¡Oh, vamos, Matucci! ¿Por
qué crees que el viejo usa a Matteo para hacer todos sus trabajos
sucios...? ¿Yo? Yo soy la amiguita de todo el mundo. Pero, antes
que nada, soy amiga de Elena. Y haré una apuesta contigo. Si no
te llama en las próximas veinticuatro horas, te regalaré yo misma
una noche en la cama...
—No hay apuesta. Ya estás invitada.
—Me molesta que me apremien.
—Nadie te apremia. Hay champaña, caviar, música suave
y...
—Y Elena me odiará para siempre.
—¿Quién se lo va a decir, bambina?
—Eso es cierto, ¿quién se lo va a decir? No obstante te
llamará de todos modos. Está loca por ti, Matucci. La conozco.
—Me dijiste que estaba loca por Roditi.
—Oh, eso es especial. Los otros... y ha habido muchos otros,
son su venganza contra su esposo. Si vas a unirte a él, ella te
llevará a su cama, aunque tenga que gritar que la violas o la
asesinas, para lograrlo.
—¡Suena como una candidata para el manicomio!
—¿No lo serías tú también si estuvieras casada con un
finocchio de mediana edad con manías de grandeza?
—Dios no lo permita.
—¡Amén! Ahora, háblame un poco de tu vida amorosa,
coronel. Me gustaría saber en qué me estoy metiendo antes de
tomar demasiado champaña.
Tal como fueron las cosas, hubo más que suficiente con tres
copas. Se quedó fría a la música de Henry Mancini. La desnudé,
la introduje en la gran cama doble, colgué su ropa, coloqué una
nota en el espejo del baño deseándole que se mejorase, y cerré la
puerta tras de mí.

Era la una de la madrugada en Milán donde, si hay que


creer a sus ciudadanos, el dinero puede comprarlo todo, sea de
día o de noche. Mis necesidades eran esencialmente simples: un
pulverizador y un notario tuerto, sordo y mudo, insomne y
avaro. Doy fe, por su interés histórico, de que, incluso con mis
contactos, me llevó una hora el encontrarlo, veinte minutos
regatear con él y un centenar de millares de liras en efectivo
lograr sacarlo de su casa.
Ahora, puedo mostrarme bromista al respecto, pero en
aquel momento estaba desesperado. Me explicaré: deseaba
lograr un testimonio leal de un testigo. Estaba dispuesto a
ejercer presión, amenazas, intimidación y violencia física, si era
necesario. Así que precisaba un notario con un montón de carta
bollata, un sello de goma y una conciencia flexible.
A las tres y cuarto, armado y acompañado por dicho
notario, me presenté en el apartamento del capitán Matteo
Roditi. El capitán estaba fuera, ausente, ocupado en los asuntos
de su amo... o de su amante, según el caso. Entré en el
apartamento, encerré al notario en la alcoba para que dormitase
un poco, me preparé una taza de café en la cocina, y luego me
dispuse a esperar. A las tres cuarenta y cinco, con los ojos
enrojecidos y casi sobrio, llegó a casa Roditi. Lo empujé contra
la pared, mientras lo registraba buscando armas escondidas.
Luego, lo senté en el sillón danés y me encaramé al escritorio,
con la pistola y el pulverizador al lado. Después de eso, pude
hablarle como un tipo llegado del pueblo.
—Capitán, no me conoce usted demasiado bien. Por
consiguiente, puede sentirse tentado a creer que esto es un
juego. No lo es. Si no me contesta con la verdad, voy a matarle.
Le rociaré la cara con ácido cianhídrico y morirá en cuatro
segundos. Si coopera, quizá le ofrezca un modo de salir del lío en
que está metido ahora. ¿Está claro?
—Sí.
—En su dormitorio hay la fotografía firmada de una mujer
y un montón de cartas amorosas con la firma Elena. ¿Quién es
Elena?
—Es la esposa del general Leporello.
—¿Cuánto tiempo llevan siendo amantes?
—Unos seis años.
—¿Es usted el padre de sus hijas?
—Eso creo.
—¿Conoce el general estas relaciones?
—Sí.
—¿Está de acuerdo?
—Sí.
—Dígame por qué.
—Le da un dominio sobre nosotros.
—Explíquese.
—Es el padre legal de las niñas. Su nombre está en el
registro de nacimientos. Podría quitarlas del cuidado y custodia
de Elena.
—¿Y cuál es su dominio sobre usted?
—He llevado a cabo para él servicios que me ponen fuera de
la ley.
—¿Qué servicios?
—Le he proporcionado amantes.
—¿Fuera o dentro del Servicio?
—De todo. Tengo otro apartamento, cerca del Duomo. El
alquiler está a mi nombre. Lo usa como lugar de cita. Pago a la
gente y me aseguro de que no haya problemas luego.
—¿Cómo logra eso?
—Con amenazas principalmente. Con acción, si es
necesario.
—¿Hace que golpeen a esas personas, y cosas similares?
—Sí.
—Necesitaré nombres, fechas y lugares. Pero ya llegaremos
a eso más tarde. ¿Conoce al mayor Zenobio, el comandante de
Camerata?
—Sí.
—¿Ha tenido hoy alguna comunicación de él?
—Tenía un mensaje para llamarlo. Aún no lo he hecho.
—¿Recibió hoy una carta de Chiasso?
—Sí.
—¿Recibió otra el general?
—Sí.
—Qué es lo que hizo con ellas?
—Se las he pasado al departamento forense para que
estudie la huella digital y las hojas mecanografiadas.
—¿Ha tenido ya alguna respuesta?
—No.
—¿Cuándo espera esa respuesta?
—Mañana o pasado mañana.
—¿Sabe de quién es esa huella?
—Tengo una idea, pero no estoy seguro.
—¿De quién?
—Podría ser de Balbo.
—¿Mató a Bandinelli y a Calvi?
—Sí.
—¿Colocó una carta-bomba en el apartamento de Lili
Anders?
—Sí.
—¿Quién dio las órdenes?
—Yo.
—¿Quién le dio las órdenes a usted?
—El general.
—¿Dónde están los papeles de Pantaleone?
—Se los entregué a Leporello.
—¿Dónde están ahora?
—No lo sé. Probablemente en su casa.
—¿Dónde está Giuseppe Balbo?
—Creo que está muerto.
—¡Cree que...!
—Se me dijo que lo llevase al «Club Alcibiade» esta noche,
y que saliésemos a las dos cuarenta y cinco.
—¿Quién se lo dijo?
—El general.
—¿A causa de la carta de Chiasso?
—Sí.
—¿Quién iba a hacer el trabajo?
—No sé. No me lo dijeron.
—¿Alguna idea?
—Leporello habló de matar dos pájaros de un tiro: el
Cirujano y Balbo.
—Muy astuto. ¿Cree que alguna vez va a desear librarse de
usted?
—Sí.
—¿Nunca se buscó un seguro?
—Sí, lo hice. Tengo montadas en otro apartamento cámaras
y magnetófonos ocultos. Hay grabaciones y fotografías.
—¿Dónde están?
—Elena tiene un juego. Yo tengo otro en una caja de
seguridad de la «Banca Centrale».
—Necesitaré la llave y una autorización de acceso.
—Muy bien.
—¿Qué es lo que siente por Elena ahora?
—¡La amo, por Dios! ¿Por qué otra razón cree que hubiera
continuado en este podrido asunto?
—Porque no quería salir de él... Cuando Leporello llevase a
cabo su golpe, usted sería un hombre muy importante.
—¿Qué va a hacer ahora?
—¡Yo no, Roditi, usted! Va a escribir una confesión. Hay un
hombrecillo en su dormitorio que legalizará el documento.
Cuando eso esté hecho, hablaremos del resto... Ahora, aquí está
la carta bollata, aquí está la pluma. Yo dictaré. Usted escribe.
Llevó media hora componer el documento y medio minuto
sellarlo y legalizarlo. Mandé al notario que se fuera a su casa a
dormir, hice que Roditi escribiera una carta a su Banco, me metí
los documentos en el bolsillo de la chaqueta y me acomodé para
tener una charla más tranquila. Roditi estaba totalmente
derrotado, pálido y tembloroso, así que lo dejé tomarse un
whisky para que reviviera mientras le contaba el trato.
—...Su declaración le representa una sentencia de por vida,
Roditi. Una llamada telefónica mía a Leporello hará que lo
asesinen antes de mañana. Así que va a desertar. Preparará una
maleta y lo llevaré a un sitio seguro en el campo, donde
permanecerá oculto hasta que haya dispuesto todas mis piezas
para el caso contra Leporello. Será interrogado. Hará más
declaraciones de las que jamás haya soñado. Pero, al menos no
estará en la cárcel, esperando que algún compañero de celda le
clave un cuchillo en la espalda. Luego, antes de que estalle el
caso, tendrá veinticuatro horas para salir del país con Elena y las
niñas... Es lo mejor que puedo ofrecerle. Tómelo o déjelo.
—No serviría. No funcionaría.
—¿Por qué no?
—Le aseguro que no. Eso es todo.
—¿Tiene una idea mejor?
—Sí. Déjeme libre hasta que haya terminado el caso. Puedo
representar una comedia. Ésa es una cosa para la que sirvo. Le
puedo suministrar información... mejor información de la que
iba a lograr de ninguna otra forma. Están empezando a pasar
cosas, Matucci, y van a suceder con gran rapidez...
—¿Qué tipo de cosas?
—Aún no puedo decírselo, pero lo haré tan pronto como lo
sepa.
—Lo lamento. No me gusta. Prepare su maleta.
—No voy a ir.
—Entonces, tendrá que decirme el motivo.
—De acuerdo. Han estado siguiéndolo toda la noche.
Mientras su coche estaba en la casa del general, montaron un
transmisor de señal de localización en él.
—Lo que significa que, probablemente, saben dónde estoy
ahora.
—Sí, sí.
—¿Y me estarán esperando abajo?
—No lo sé.
—Entonces, demos un paseo y averigüémoslo. Si no están
allí, daremos un paseíto... Primero a casa de Balbo. Luego, a casa
del general... Si tenemos que acabarlo ya, acabémoslo. ¡En pie!
—No voy a ir. Puede matarme aquí si lo desea, pero no voy
a ir.
—Así que por eso resultó todo tan fácil, ¿eh? ¡Me
acribillarán cuando salga por la puerta delantera! O habrán
preparado el coche con plástico y cuando conecte el encendido,
vuelo por los aires. Vamos, amiguito, ¿qué es lo que van a hacer?
—No lo sé. Juro que no lo sé.
—Entonces, averigüémoslo.
Busqué en mi agenda y encontré el número de la delegación
del SID de Milán. Marqué y hablé con el oficial de guardia,
citando mi número de identificación.
—... Estoy interrogando a un sospechoso. Mi coche está
aparcado fuera del edificio. Es un «Mercedes» rojo con matrícula
de Milán. Sé que le han puesto un transmisor. Quizá le hayan
colocado también un artefacto explosivo. Quizás intenten
además asesinarme cuando salga del edificio. El sospechoso es
un oficial de los Carabinieri, así que preferiría que no los
avisasen. ¿Pueden arreglárselas por sí solos? ¿Y sin hacer mucho
escándalo? No me importa el coche, pueden entregármelo
cuando esté limpio. Pero necesitaré otro vehículo a mi
disposición cuando me vaya. Cuando estén preparados, envíen
a un hombre al apartamento y avísenme. La contraseña será
Dragón... Eso es: Dragón. Que no lo olvide. Quizá le disparen
mientras entra... Gracias. Rápido, por favor. Ah, por pura
seguridad, compruebe llamando de nuevo a este numero, en
cuanto cuelgue.
Comprobó y me dijo que los chicos llegarían en treinta
minutos. Era una larga espera, y podían suceder muchas cosas
en ese tiempo. Apague las luces y fui hacia la ventana, separando
las cortinas. Ya estaba pasando. Tres coches de la Policía estaban
aparcados frente al edificio, y un tercero estaba llegando por la
calle. En aquel momento los hombres ya estaban saliendo de los
vehículos y agrupándose alrededor del oficial al mando. Ahora,
quedaba bien claro el plan. Arresto y registro y noventa y dos
horas de detención bajo cualquier acusación imaginable. Yo
pensaba dos que se podían justificar: allanamiento de morada y
ocultamiento de información acerca del asesinato de el Cirujano.
Cuando saliese, si es que alguna vez salía, las declaraciones
habrían desaparecido en el aire. Puse en pie a Roditi de un tirón,
le metí un pañuelo en la boca, le clavé la pistola en los riñones y
lo saqué del apartamento.
No había forma de bajar exceptuando los ascensores y las
escaleras de cemento. Cualquiera de los dos caminos me llevaría
a los brazos abiertos de los Carabinieri. Fuimos hacia arriba,
subimos cuatro pisos hasta que llegamos a una puerta que daba
acceso al tejado y a los depósitos de agua que había en él. La
puerta estaba cerrada. Me llevó un minuto abrir el cerrojo con la
ganzúa. Empujé a Roditi al tejado y volví a cerrar la puerta.
Luego, lo apoyé contra la puerta y le golpeé con fuerza en la
parte trasera del cráneo. Se desplomó como un saco. Lo llevé
hasta el escondrijo de los tanques de agua y le saqué la mordaza
de la boca. No quería que se ahogase todavía. Tendría aún
mucho que hablar, si podía escapar de aquella trampa tan bien
montada.
Di una cauta vuelta al tejado y comprobé que los dos
edificios adjuntos eran muy similares en altura y construcción.
Sería fácil subir por encima de las tapias y escapar a través del
tercer edificio. Pero sería casi imposible si tenía que llevar a
Roditi conmigo. Lo dejé, y algunos minutos más tarde me
encontré en un desierto bloque de oficinas. Esperé, congelado y
desconsolado, en un lavabo, preguntándome qué le habría
pasado a Roditi y por qué nadie se habría preocupado de mirar
en el terrado. Cuando los obreros comenzaron a llegar por la
mañana, salí a las calles atestadas e iluminadas por el sol, y tomé
un taxi hasta el hotel de Steffi.
A pesar de todas sus cavilaciones y sutilezas, Steffi era un
tesoro en una crisis. Mientras yo me bañaba Y afeitaba, fue a las
oficinas de la «Xerox» e hizo copias de las declaraciones en
máquinas automáticas de monedas. Después, fue a la delegación
milanesa de su Banco, cobró un cheque y depositó el documento
original para que fuera guardado en la caja fuerte y entregado
sólo contra mi firma o la suya. Después de esto fue, cual una
figura sobrenatural, a la oficina de Manzini pidiendo ver al viejo.
Le presentó mis saludos, una copia fotostática y un relato de los
acontecimientos nocturnos. La pareja regresó al hotel para
desayunar, charlando como si se hubiesen conocido de toda la
vida.
Sin embargo, el desayuno fue un sobrio yantar. Manzini
telefoneó al director de su periódico y volvió con tres historias
que aparecerían en las ediciones de la tarde. La historia principal
se refería a un tiroteo en el que un tal Giuseppe Balbo,
sospechoso de los asesinatos del «Duca di Gallodoro», había sido
muerto por agentes de la Policía, mientras resistía a su
detención. También en primera página estaba la narración de un
extraño suceso ocurrido en un elegante edificio de apartamentos.
Contestando a una llamada telefónica anónima, cuyos detalles
aún no podían ser facilitados, la Policía había visitado un
apartamento en el quinto piso ocupado por el capitán Matteo
Roditi, ayudante personal del general Leporello. El apartamento
estaba vacío y desordenado. No había ni señal del capitán que,
en el momento de entrar en Prensa, aún no había sido
encontrado. La Policía había detenido ya a un hombre que se
sabía había visitado el apartamento a primeras horas de la
madrugada. Estaban también buscando, para interrogarle, a un
tal Dante Alighieri Matucci, miembro de una organización
gubernamental, cuyo coche estaba aparcado frente al edificio, y
cuyas huellas digitales fueron halladas en el apartamento del
desaparecido. Había una descripción completa y muy exacta de
mi persona y una fotografía, obviamente suministrada por cable
de los archivos del SID.
—...Y esto, caballeros —dijo claramente Manzini—, acaba
con nuestro caso. Balbo está muerto. Roditti está muerto o en
custodia preventiva. Tu notario está bajo las lámparas, y para
cuando hayan acabado con él, firmará cualquier cosa que
deseen. La declaración de Roditi no sirve para nada, porque
obtendrán otra que demuestre que la hizo bajo amenazas. Y tú,
mi Dante, eres ahora un hombre perseguido. Si te atrapan...
Buona notte! Es el asunto Matteotti, de nuevo.
—Te olvidas de algo, Bruno. Tengo una llave y un permiso
para abrir la caja de seguridad de Roditi en la «Banca Centrale».
Si me decía la verdad, hay bastante material ahí para acabar con
Leporello de una vez por todas.
—Hay tres si en tu planteamiento, Dante. Si Roditi decía la
verdad... Si Leporello no ha obtenido ya una orden judicial para
abrir esa caja... Si tú puedes abrirla por ti mismo. Recuerda,
tendrás que presentar una identificación. Dentro de una hora tu
descripción estará en todas las calles de Milán. Lo que quiere
decir que tendrás que salir de aquí a toda prisa.
—Déjame decirte algo antes. Creo que Roditi estaba
diciendo la verdad. No creo que fuera a entregar su último
seguro a Leporello.
—¿Incluso aunque lo amenazaran con la muerte? Tú lo
amilanaste en seguida.
—Sólo porque pensó que estaba protegido. Si se vendiese a
Leporello, sabría que estaba dejando indefensas a su mujer y a
sus niñas. Creo que se aferrará a una última esperanza... que yo,
o algún otro, derribe a Leporello.
—Estoy de acuerdo —exclamó vehementemente Steffi—.
Una migaja de esperanza mantiene durante mucho tiempo a un
hombre.
—Entonces, acceso a la caja. —Manzini seguía bastante
hosco—. ¿Cómo se consigue eso?
—¿Qué es lo que necesita un banquero, no en el mismo
momento, sino en su archivo, cuando se ha ido el cliente?
—Una firma, y la nota del documento de identificación.
—Tienes mi documento de identificación. Tienes a un
calígrafo muy bueno en Carlo Metaponte, que hizo tu tarjeta de
la salamandra. Y tienes a tu amigo Ludovisi en la «Banca
Centrale», que nos prometió su ayuda si alguna vez la
necesitábamos. ¿Y bien, Bruno...?
—Eso depende de Ludovisi, ¿no?
—Así es.
—Lo sondearé. Dame tus documentos y la llave. Ahora,
Matucci, ¿qué vamos a hacer contigo?
—Tendré que esconderme. Para eso, necesitaré los
documentos falsos que están en la caja fuerte del apartamento.
—Iré a buscarlos. Mientras tanto, ¿dónde te metemos?
—¿Dónde está tu coche?
—Aparcado frente al hotel. Le he dado una propina al
portero.
—¿Podrías llevarme a Pedognana y mantenerme allá
durante un par de días?
—En la casa no. Creo que quizá tengamos una visita de los
Carabinieri. En las posesiones, desde luego, si no te importa
vivir como un campesino. ¿Y qué hay de Stefanelli?
—Me quedaré en la ciudad, Cavaliere. Este gran imbécil me
necesita mucho más de lo que admite.
—No me gusta nada, Steffi. Ahora, el juego es muy brutal.
—Entonces, ¿qué necesitas sino a alguien que comprenda
la profesión? Además, ¿a quién le importa un viejo amargado en
unas vacaciones de las que no puede disfrutar?
—Gracias, Steffi. Cuando llame, seré Rabin. Podría ser un
nombre muy afortunado para todos nosotros.
Manzini ignoró la referencia. Aún estaba peleándose con
algun problema privado. Abruptamente, preguntó:
—Supongamos que Ludovisi no acepta. Entonces, ¿qué?
—Hay una última esperanza... la esposa de Leporello.
—Cuando lea ese artículo, pensará que fuiste tú quien mató
o secuestró a Roditi.
—La información proviene de su esposo. No creo que
acepte su palabra, ni aunque sea diciéndole la hora.
—Es una apuesta muy arriesgada.
—Yo conozco una situación peor —dijo sombríamente
Steffi—. Leporello como Duce y los matones manteniendo el
orden con porras y aceite de ricino.

Pasé cuatro días en Pedognana, tres de ellos en el desván de


la casa del encargado. Los Carabinieri acudieron en una ocasión,
y pasaron una tarde husmeando por el latifundio. Yo pasé
aquella misma tarde en un pajar y salí con un buen ataque de
fiebre del heno. Al cuarto día llegó Manzini con mis documentos
y una maleta de ropa de confección acorde con mi nueva
identidad como un tal Aldo Camera. Tan eficiente como siempre,
me había procurado un empleo retroactivo como viajante de una
de sus pequeñas compañías subsidiarias. Jamás tendría que
presentarme en ella, pero, si alguien iba a comprobar mi nombre
falso y detalles personales estaban archivados allí.
También trajo noticias descorazonadoras. Ludovisi estaba
en Nueva York en una conferencia. Iba a volar de Nueva York a
México y de allí a Buenos Aires. No se esperaba que regresase
hasta al cabo de diez días. Manzini estaba frenético. Todos sus
cuidadosos planes para introducirme en la sociedad, para
elevarme al status de un agente diplomático, ahora se hallaban
en ruinas. Había vuelto al bajo mundo del que me había sacado.
Presumiblemente, ya no era de fiar y, a causa de mí, también él
había quedado desacreditado en el Movimiento. Había sido
excluido de sus concilios íntimos. El director le había enviado
una breve y cáustica nota sugiriéndole que, hasta que
recuperarse su crédito, podía limitar sus actividades a una
contribución financiera, que siempre era necesitada por el
Movimiento.
Cenamos juntos aquella noche y traté de volver a llevarlo al
estado de ánimo en el que le gustaba contar anécdotas, pero
rehusó ser arrastrado hasta que mencioné los dos dossiers que
me había dado Leporello, pero que no había tenido oportunidad
de leer. Lo único que recordaba eran los nombres: Hans Helmut
Ziegler y Emanuele Salatri. Estuvo pensando en ellos unos
momentos, y al final alzó las manos, echando a un lado su mal
humor, como si fuera una capa.
—Bueno, ¿y por qué no? ¿Para qué sirve el pasado, si no es
para renovar nuestra esperanza en el futuro? Hans Helmut
Ziegler... eso se remonta a mucho tiempo atrás. Comenzó,
déjame ver, en mil novecientos treinta. Yo estaba entonces en
São Paulo, gastando mi primer capital importante, haciendo mis
primeras inversiones en el Nuevo Mundo. En aquellos días, mi
Dante, había más italianos que brasileños en São Paulo. La
mayoría eran emigrantes, pero algunos, como yo, eran
inversores; en plantaciones de azúcar y café, en textiles y
farmacéuticos, al principio, pequeñas compañías, pero
inmensamente provechosas. Aquéllos eran unos tiempos locos.
Yo ganaba dinero, lo gastaba y ganaba más... y las mujeres, Dio!
Te caían en las manos como papayas maduras.
»Una noche, en un casino, me hallaba junto a un joven de
más o menos mi edad. Era brasileño y estaba jugando aún más
fuerte que yo a la ruleta. Yo tenía una racha de suerte. Él perdía
y acumulaba pérdidas. Al final, hacia medianoche, lo dejaron
limpio. Parecía tan desconsolado, tan absolutamente
desesperado, que no pude soportarlo. Le puse la mano en el
brazo y le invité para compartir una apuesta conmigo... para
probar suerte, la mía, ya que no funcionaba la suya. Por un
momento, pensé que me iba a golpear. Luego, rió y dijo: «¿Por
qué no? Es sólo dinero.» Bueno, para abreviar, coloqué una ficha
grande verde en el treinta y cinco. Salió. Repartimos el dinero y
nos fuimos de la mesa, cogidos del brazo, amigos para toda la
vida. Su nombre era Paulo Pereira Pinto y es ahora uno de los
mejores banqueros de Brasil. Cuando consiguió su primer cargo
como director me envió una esmeralda de cinco quilates, cortada
en cuadrado, como recuerdo de aquella noche. Hice que
montaran la esmeralda en un broche para Raquel Rabin.
»...Ésa es la primera parte de la historia. La segunda parte
ocurrió mucho después. Hans Helmut Ziegler era el hombre de
la Gestapo que me trabajó en la prisión. Le encantaba su trabajo
y era experto en él. Un diálogo con él en la celda de
interrogatorios era como un enfrentamiento con el mismo
diablo. Aún ahora, viejo como soy, lo recuerdo con terror y
repugnancia. Después de la guerra, desapareció, tragado por el
caos. En 1965 la hija de mi viejo amigo Pinto quedó viuda con
dos hijos pequeños. Un año más tarde, se volvió a casar y Pinto
me envió una fotografía de la boda. El hombre con que se había
casado era Hans Helmut Ziegler. Me costó dos años de trabajo
y veinte mil dólares preparar un dossier sobre él. Se lo envié con
una tarjeta de la salamandra. Ni siquiera supo efectuar una
salida limpia. Se lanzó por un acantilado a ciento cincuenta
kilómetros por hora. El viejo Pinto leyó el dossier y pensó que los
israelíes lo habían matado. Le alegró librarse de Ziegler, pues no
quería que los sionistas husmeasen en sus negocios. Llamó a la
Policía, que envió el dossier a la Interpol. Al fin, me llegó a mí,
a través de las autoridades italianas... que es también la manera,
me imagino, por la que llegó el dossier a las manos de Leporello.
Quizá no lo creas, pero Pinto y yo seguimos siendo amigos...
»Eso debería ser el final de la historia, mi Dante, pero no lo
es. En los días antes del Sábado Negro, los judíos de Roma
creyeron haber llegado a un acuerdo con los alemanes para
librarse, mediante el pago de un rescate. Se inició un fondo al
que todo el mundo contribuyó con oro y joyas. Las mujeres
dieron incluso sus anillos de esponsales. No sirvió de nada. Los
alemanes se llevaron el oro y también a la gente. Sin embargo,
uno de los recaudadores era un hombre llamado Emanuele
Salatri. Fue a él a quien entregó Raquel el broche de la
esmeralda. Salatri jamás entregó lo que había recogido.
Simplemente, desapareció con su botín. En 1969 hubo en Zurich
una importante subasta de joyas. Entre las piezas mencionadas
en el catálogo estaba aquel broche. Por consiguiente, pude
averiguar su procedencia. Lo seguí a través de otros dos
propietarios hasta Emanuele Salatri, que por entonces era un
próspero tratante en gemas de Hatton Garden, en Londres. Le
envié un dossier y una tarjeta. Se saltó la tapa de los sesos. De
nuevo, averiguaron que el dossier lo había enviado yo. Una vez
más, no pudieron hacer nada al respecto porque no había
cometido ningún crimen. Le devolví el broche a Raquel. No
quiso aceptarlo. Dijo que había sangre en él, y que no daría
ninguna alegría a nadie. Se lo vendí a Bulgari, quien lo desmontó
y volvió a utilizar la piedra.
»¡...Vieja historia! ¿Me equivoco al renovarla? Lo he
pensado muchas veces, pero siempre he llegado a la misma
pregunta: ¿por qué han de poder medrar los villanos mientras
sus víctimas siguen sufriendo los efectos de sus villanías? Ésa es
la pregunta que te has de hacer tú ahora, Matucci. Una de las
ironías de la historia es que quizá Leporello podría atravesar
todo un océano de crímenes y aún resultar ser un dirigente
fuerte e incluso bueno. Pero, aunque así fuese, ¿deberíamos
soportarlo? Aunque viniese ahora vestido con sacos y con el
cabello cubierto de ceniza, ¿acaso deberíamos perdonarle y
alzarlo al poder? No logro hacerlo...
»Hay otra historia, mi Dante, y luego nos iremos a la cama.
Ven a la ventana. ¿Ves aquellas lejanas colinas y ese racimo de
luces en la cima...? Eso es Vincolata. No es ninguna gran cosa,
un pueblo con quizás unas quinientas personas que habitan
dentro de sus viejas murallas. En mis tiempos de partisano lo
utilizaba como punto de observación y a veces dormía en casa de
una viuda llamada Bassi.
»Un día tendimos una emboscada a un pequeño
destacamento alemán a un kilómetro de la ciudad, y matamos a
dos hombres. Hubo represalias inmediatas. Los alemanes
arrestaron a veinte hombres, jóvenes y viejos, tomándolos como
rehenes, y ordenaron que los fusilaran en la plaza de Vincolata.
El oficial al mando del pelotón de fusilamiento era un joven
Oberleutnant austríaco llamado Loeffler... Ya puedes imaginarte
el horror de un acontecimiento así en un sitio pequeño como
Vincolata. Veinte hombres... Es una pérdida y un trauma que
jamás pueden ser reparados. Era mi gente. Habían sufrido a
causa de órdenes que yo había dado. Así que prometí que un día
se haría justicia.
»...Loeffler sobrevivió a la guerra, regresó a Austria y entró
en el sacerdocio. Como ves, hay de todo en este mundo. A mí, la
guerra me convirtió en un instrumento de venganza, a él, lo
transformó en un apóstol. Por aquel entonces había perdido a
Loeffler y, cada vez que volvía aquí y veía la paz de ese lugar,
menos deseaba perturbarla.
»...A finales de los años sesenta estaba en Austria,
negociando un contrato de mineral de hierro. En la Prensa local
leí la noticia de que el reverendo Franziskus Loeffler, párroco de
Oberalp, había sido nombrado obispo, y sería consagrado en
Roma por el Santo Padre. No estaba seguro de que fuera el
mismo hombre, así que fui a verle. Era el mismo Franziskus
Loeffler, y no me gustó nada. Lo encontré cerril, testarudo, vano,
el tipo de religioso que nunca he podido soportar, medio tirano,
medio figura paterna. Le dije por qué había venido. Le pregunté
si no consideraba que su elevación al episcopado era una afrenta
a sus correligionarios de Vincolata.
»No pude razonar con él. Estaba tan seguro de su
conversión, que era como si llevase una autorización especial del
mismo Todopoderoso. Me sentí muy irritado y amargado.
Escribí al Vaticano, incité una campaña de Prensa contra el
nombramiento, y sugerí que Loeffler podía y debía ser traído a
Italia para ser juzgado como criminal de guerra. Loeffler declinó
su nombramiento, se retiró de su parroquia, y desapareció en la
oscuridad.
»No obstante, hay un epílogo. Hace unos dieciocho meses,
el párroco de Vincolata vino a verme y me pidió, como favor
especial, que acudiese a su misa dominical. Loeffler estaba allí.
Estaba vestido de color gris clerical, con cuello blanco y corbata
negra, y se había arrodillado en el reclinatorio delantero, a un
lado. Tras haber sido recitado el confiteor, se alzó, se enfrentó a
la congregación y anunció con sencillez: «Soy Franziskus
Loeffler. Llevé a cabo la ejecución de sus parientes y amigos
durante la guerra. Di la orden de fuego. Estoy aquí para suplicar
vuestro perdón si creéis que podéis dármelo. Si no, estoy
dispuesto a ofrecerme para cualquier retribución que queráis
obtener. No puedo volver a traer a los muertos, querría poder.
Por favor, perdonadme.» Se arrodilló de nuevo, y siguió la misa.
Después, esperé para ver lo que hacía la gente de Vincolata...
¡Nada, mi Dante! ¡Absolutamente nada! Lo ignoraron. Se
alejaron, dejándolo en lo que debió ser la soledad más cruel de
toda su vida.
»¿...Qué podía hacer? Lo invité a casa a comer. Seguía sin
caerme bien, pero era mucho más hombre que yo, ya que a mí
presentar la menor excusa me duele tanto como que me
arranquen una muela. Después, pensé que probablemente
habría sido un obispo muy bueno... Lamento que no puedas
conocerlo. Me hubiera gustado saber cuál era tu opinión... Te
veré por la mañana, mi Dante. ¡Duerme bien!
No dormí. Permanecí despierto hasta muy tarde y
desesperadamente solitario, le escribí una carta a Lili; no como
tío Pavel esta vez, sino como Dante Alighieri Matucci, fugitivo,
que mañana tendría que volver al tenebroso mundo de los que
no pueden conformarse con las normas o no quieren someterse
a la disciplina del hormiguero.

Mi amada Lili:
Esta carta es de tu títere, que ha descubierto, muy tarde y
dolorosamente, lo poco que puede controlar su propio destino.
Es muy tarde. La luna está llena en lo alto y todo el terreno
parece de plata. Todo está en un gran silencio, así que casi puedo
oír a los ratones respirando tras el recubrimiento de madera de
mi dormitorio. El fuego está casi apagado y comienzo a sentir
frío; pero no quiero irme a la cama, porque tú no estarás en ella
y no podré soñar que has vuelto. Rompí tu última carta porque
deseaba apartarte de mi mente hasta que todo este asunto
estuviera acabado. No sirvió de nada. No puedo olvidarte. No
puedo soportar el vacío que hay en mi corazón. Siento celos de
que puedas haber hallado a alguien que ocupe mi sitio en el tuyo.
Te amo, Lili. ¡Ya está! Ya lo he dicho. Te amo. Antes, he
dicho estas palabras sin sentirlas. He mentido y me han mentido
con ellas. Ésta es la primera vez que hay algo de verdad al
decirlas. ¿Te casarás conmigo, Lili? Si algún día te llamo para
que vengas a un pequeño lugar que apenas si aparezca en el
mapa, ¿vendrás a unir tus manos, tus labios y tu cuerpo con los
míos para siempre, y un día después de siempre? No contestes
hasta que estés segura, porque cuando estés segura y yo esté
libre, te seguiré hasta las últimas fronteras, para volver de nuevo
a casa.
¿A casa? Ahora no tengo casa, Lili. Soy un fugitivo. Las
cosas han ido mal para nosotros, pero aún hay esperanzas de que
todo acabe bien. Mañana abandonaré este agradable refugio
para volver al bajo mundo, donde los mendigos conspiran contra
los tiranos y los tiranos usan mendigos como espías. Busco una
herencia, dejada por un hombre que creo que está muerto. Si la
encuentro, todo será simple. Si no, me verás en Suiza antes de lo
que esperas.
Tengo miedo, pero no demasiado, porque estoy
aprendiendo lentamente a convivir con el hombre que vive en mi
piel. Aún no lo he visto cara a cara. Eso también llegará. La
Salamandra sigue bien, y estoy aprendiendo de él las artes de la
supervivencia... Te parecerá irónico, pero jamás pensé que
pudiera sobrevivir tanto sin la compañía de una mujer. Quizá la
verdad sea que mi mujer nunca está tan ausente que me halle
desprovisto por completo de ella.
Es extraño cómo recuerdo aquellas palabras: Quella che
’mparadisa la mia mente! Aquella que convierte mi mente en un
paraíso. Mi homónimo escribía algunas cosas muy buenas en su
tiempo. Es una pena que no escribiese más acerca del cuerpo.
Éste se siente muy solitario ahora.
Siempre tuyo,
D ANTE A LIGHIERI.

Aún tengo esa carta, porque me fue devuelta en


circunstancias que luego narraré.

Regresé a Milán a primera hora de la tarde y me alojé en


una modesta pensión cerca de la «Biblioteca Ambrosiana». Era
limpia, confortable y económica. El tipo adecuado de
alojamiento para un viajante cuyas únicas posesiones visibles
eran una maleta de cartón y un maletín de cuero con un cierre de
combinación, sólo para impresionar a los clientes.
Cuando hube deshecho la maleta, salí a dar un paseo hasta
el castillo de los Sforza, la gran fortaleza de ladrillo rojo
construida por Francesco, cuarto duque de Milán, y fundador de
la dinastía Sforza. Había comenzado como simple condottiere,
con un caballo, una espada y tres consejos de su padre: nunca
golpees a un criado, jamás cabalgues un caballo de boca dura y
nunca hagas el amor a la esposa de otro hombre. Se convirtió en
el brazo armado de Filippo Visconti, último de esa dinastía, fue
padre de veintidós bastardos, se casó con la hija de Filippo y,
cuando murió Visconti, entró en una ciudad hambrienta con sus
hombres de armas cargados de pan. Murió de hidropesía en
1466, pero el bastión que edificó sigue siendo el orgullo de
Milán.
En aquellos tiempos, los hombres eran unos locos; pero su
genio y sus vicios se perpetúan en los italianos de hoy en día, y
todos los que tratan con nosotros deben comprenderlo. Para el
extranjero, parecemos los personajes de una ópera, exagerados,
caricaturas de nosotros mismos. Pero lo contrario también es
cierto. La ópera es sólo una pálida sombra de nuestra historia, y
nuestra historia se repite en ciclos más cortos que la de los
demás países. Por ejemplo, Filippo Visconti era idéntico a el
Cirujano. También él defenestraba a la gente, se inventaba
complots de espías, y llenaba la ciudad con soldados mercenarios
para que lo protegiesen. Galeazzo Maria fue asesinado en la
iglesia de San Esteban por tres jóvenes que habían ido primero
a misa a decirle a san Esteban que lamentaban mucho tener que
ensuciar su iglesia. Donde Leonardo escribió su Codex Atlantico,
se alza el edificio de la «Pirelli», como monumento a los
sucesores de Leonardo.
Quizá fueran pensamientos incoherentes, de un hombre
demasiado apartado de la seguridad, en una ciudad donde cada
policía sabía su nombre. Y, sin embargo, no eran tan
incoherentes, ni fuera de propósito. El general Leporello tenía
mayores ambiciones de las que jamás hubieran soñado los
Visconti y los Sforza. Ellos se contentaban con ducados y
provincias. Él deseaba toda Italia bajo su puño. Además tenía
armas y medios de información que jamás se hubieran podido
imaginar en otra época. Y ningún emperador o Papa que hacerle
sombra.
Mientras caminaba a través de las galerías y corredores de
la fortaleza, me pregunté cuál sería la mejor manera de
acercarme a Elena Leporello. Era mi última posibilidad: la
última apuesta de la última carrera. Si perdía con ella, ya podía
dirigirme hacia los Alpes. Podía escribirle una nota, pero quizá
la interceptase su esposo o un espía en la casa. Podía acercarme
a ella en la calle, quizá se pusiese a chillar, llamando al policía
m ás cercano. Podía telefonear, quizá m e colgase
inmediatamente, era lo más probable. Me decidí a telefonear.
Soborné a uno de los guardianes para que me dejase usar el
teléfono de su oficina. Contestó una criada. Pregunté:
—¿Puedo hablar con el general, por favor?
—Lo lamento. El general no está en casa. Sugiero que llame
al cuartel general.
—Le llamo desde el cuartel general. ¿Está la Signora en
casa?
Esperé un largo momento, y, cuando oí a Elena Leporello,
hablé muy de prisa y elocuentemente:
—Por favor, señora, oiga lo que oiga, no cuelgue hasta que
haya terminado. Soy Dante Alighieri Matucci. Hay una orden
que pide mi detención. He estado ocultándome durante varios
días. He leído los periódicos. No sé si el capitán Roditi está vivo,
muerto o llevando a cabo sus tareas normales. ¿Puede decirme
esto, por favor?
—No se lo puedo decir, no en este momento.
—Los reportajes dan la impresión de que lo secuestré o lo
asesiné. Ninguna de estas cosas es cierta. Si está vivo, tengo que
encontrarlo. ¿Está usted dispuesta a hablar conmigo?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cualquier día entre las diez y las seis.
—Gracias. Ahora, escúcheme cuidadosamente. A las diez y
media de mañana por la mañana irá a la «Biblioteca
Ambrosiana». Pida ver el Virgilio de Petrarca.El bibliotecario se
lo traerá. Se quedará con usted mientras lo inspecciona. Un
amigo mío entrará en contacto con usted y la traerá hasta mí.
¿Queda esto claro?
—Sí, gracias.
—¿La vigilan?
—No lo sé.
—Si cree que está siendo vigilada, no acuda a la cita. El
mismo sistema seguirá en uso durante tres días. Si no hemos
establecido contacto para entonces, telefonearé de nuevo y
tomaremos nuevas disposiciones.
—Comprendo.
—Mi amigo le dirá un santo y seña para que lo reconozca.
Le preguntará: «¿Es usted Raquel Rabin?» Usted le contestará:
«Sí.» Entonces, haga lo que le diga. Tendrá que estar fuera de la
ciudad durante cuatro o cinco horas.
—Entendido.
—Quiero hacerle otras preguntas. Simplemente, dígame sí
o no... ¿Puedo fiarme de Laura Balestra?
—No.
—¿Puede usted fiarse de sus criados?
—No.
—¿Se fiará de mí?
—Sí... hasta que nos veamos.
—Gracias. Ahora, repetiré. La «Biblioteca Ambrosiana», a
las diez treinta, durante tres días. El Virgilio de Petrarca. ¿Es
usted Raquel Rabin?
—Sí. Gracias. Adiós.
Hasta ahora, todo iba bien; pero, ¿cómo de bien, tratándose
de una mujer con su práctica en el arte de la intriga? Puse otra
ficha en el teléfono, y marqué el número del hotel de Steffi.
—¿Steffi? Aquí Rabin. Shalom.
—También a ti, viejo amigo. ¿Cómo estás?
—Sobreviviendo. ¿Estás libre para la cena?
—A mi edad, siempre se está libre para la cena.
—¿Dónde?
—Alquila un coche. Recógeme a las seis en la entrada del
castillo de los Sforza.
—¿Y quién cena a las seis de la tarde?
—Nadie. Primero tenemos que ir a dar una vuelta. ¿Te
gustan las pelirrojas?
—Me gustan incluso con cabello verde.
—Hay alguna noticia?
—Sólo que estoy aburrido.
—Ésa es una buena noticia. Sbrigati eh! ¡Muévete! Hay un
largo camino que recorrer, y mucho tráfico.
Eran las seis treinta cuando me encontró y pasaron otros
cuarenta minutos antes de que nos hallásemos en la autostrada,
corriendo a ciento veinte kilómetros por hora en dirección a
Venecia. Mientras viajábamos por el cálido y suave aire en el
paisaje neblinoso de álamos y huertos, le hablé de mi
conversación con Elena Leporello y lo que me proponía hacer al
respecto.
—...Si Roditi decía la verdad, y siempre nos encontramos
con ese mismo «si», entonces, Elena Leporello tiene películas y
grabaciones que podrían colgar a su marido más alto que la luna.
Steffi se volvió en el asiento y me contempló con ojos
límpidos y compasivos. Sonrió y afirmó vigorosamente con la
cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, como uno de esos
estúpidos mandarines chinos. Me regañó con dolorida paciencia:
—Matucci, hermanito, queda tan claro y tan visible como la
nariz que llevo yo en la cara que jamás has estado casado. ¿Qué
es lo que conoces de esa mujer? ¡Escribe bellas cartas de amor a
un proxeneta asustado que le busca amantes a su esposo! Se
dedica a maltratar verbalmente a su marido en una cena. ¿Qué
esposa no lo hace? Deberías oír a veces a la mía, cuando me
mancho con salsa la corbata o hago algún comentario acerca de
una de las hermosas putillas que trabajan para ella. Y su
amiguita dice que se ha enamorado de ti. ¡Jua, jua, jua, jua! ¿Es
eso lo suficientemente bueno como para jugarte la vida
basándote en ello? Lo malo de vosotros los solteros es que no oís
ni una sola palabra de lo que se dice desde el hola hasta el adiós.
Ahora, escucha, hermanito. Mantén tus ojos en la carretera y oye
lo que tiene que decirte un viejo hombre casado. Esa mujer es
una malvada. Lo que es peor, lo sabe, y le encanta. Necesita a un
esposo al que pueda putear y humillar. Si es un gran nombre en
su profesión, mucho mejor. Eso es un buen relleno para el pavo.
Y necesita a un amante de la misma especie. Desde luego, le
escribe notas amorosas... ¡Mejores que las poesías de Petrarca!
Pero lo carga con dos hijos tras unos escarceos veraniegos, y el
pobre diablo lo acepta, porque es un pobre bastardo, y además
un podrido proxeneta...
—Sé todo eso, Steffi, pero...
—Nada de peros, Matucci. Mantén tus ojos en la carretera
y déjame acabar. Ahora, llegas triunfalmente a su fiestecilla,
arreglado como un pastel de bodas. Eres una novedad, eres un
hombre. Naturalmente, se muestra interesada. Eres un reto.
Tiene que probar que puede disminuirte y hacer que acabes
comiendo en su mano como los demás. Tiene algo que tú
quieres... sin importar que no sea eso lo que a ella le gustaría que
quisieses, y te va a hacer ponerte de rodillas y suplicarle que te
lo dé. Y suplicarle, y suplicarle... Y si no le suplicas, te entregara,
aunque sólo sea para demostrar quién tiene la sartén por el
mango... Así que, si no te gusta, no tienes por qué creerme; pero
ésa es la forma en que yo veo todo este asunto de Elena
Leporello.
—Aunque tuvieras razón, Steffi, eso no resuelve mis
problemas. Ella tiene algo que yo quiero. ¿Cómo lo obtengo?
—Primera pregunta: ¿dónde lo tiene?
—No lo sé.
—Segunda pregunta: ¿con quién lo comparte?
—No te comprendo.
—Una mujer como ésa, con una maravillosa historia sucia
y fotos para ilustrarla... ¿Te crees que se la guarda para sí sola?
¡Ni loca! Tiene que contárselo a alguien. ¿Qué tiene de divertido
si no?
—¿Laura Balestra?
—Posible. Probable. Quizá. ¿Qué es lo que sabes de ella?
—No mucho. Me han dicho que es rica. Sé que está soltera.
—¿Qué edad tiene?
—Oh, treinta... treinta y cinco.
—¿Qué más?
—Es divertida y le gusta flirtear, y supongo que le gusta
emborracharse para así no tener que decir sí y poder echar
siempre las culpas al hombre cuando se despierte en una cama
que no es la suya. Diría que es una chica «casi»: casi enamorada,
casi prometida, y casi imposible que se case.
—Suena como una buena candidata para la sesión de los
escándalos... Matucci, ¿siempre conduces así? Por favor, soy
dispéptico. Deja que pueda disfrutar de mi cena.
—Así que Laura sabe dónde está escondida esa cosa. Me lo
dice. ¿Y entonces qué?
—Entonces, hermanito, tienes la sartén por el mango.
Amenazas a la dama. Si no te entrega el material, le dirás a su
marido que lo tiene.
—No puede salir bien, Steffi.
—Ya te lo he dicho. ¡Uno nunca comprende a las mujeres...
hasta que se casa con una, y entonces es demasiado tarde!
—Déjame que piense en ello.
—Mientras lo haces, te hago una apuesta. Diez mil contra
mil a que la dama no aparece en la «Ambrosiana» mañana.
—¡Hecho! Ahora, ¿qué quieres cenar?
—Primero me gustaría un cóctel «Bacardi», acompañado de
una pelirroja...
Tuvo su «Bacardi» en el «Bar de Harry». Y también su
pelirroja; pero Gisela Pestalozzi fue demasiado incluso para el
ajado paladar de Steffi. Su apariencia lo dejó atontado, su
ruidosa y precoz charla lo redujo a un estado de confusión idiota,
así que esperé que en cualquier momento le diera una fuga y se
metiera bajo la mesa. No obstante, el apartamento que nos
mostró era una pequeña joya: con una entrada delantera que se
abría a un tranquilo callejón, una trasera en la que uno podía
pasar directamente a un bote y una ventana del desván desde la
que se podía salirse directamente a los tejados, mientras
aguantasen las tejas. La calefacción era más que adecuada, el
teléfono funcionaba, los muebles no tenían carcoma y la ropa
estaba limpia. En nuestra primera reunión había dicho que el
precio era doscientas mil al mes. Acordamos ciento cincuenta
mil. No hubo depósito; el nombre de la Salamandra era
suficiente para ambas partes. Pagué dos meses de alquiler en
efectivo. Me entregó una llave y algunos consejos como propina:
—Si quiere un botero, llámeme. Si desea sobornar a un
policía, compruébelo conmigo antes de entregar ningún dinero.
Si está en problemas, no aparezca por el «Bar de Harry» y use el
teléfono. Hay un servicio de cuarenta y ocho horas para los
documentos falsos. Le costara menos si me puede dar más
tiempo. Nada de fiestas ruidosas. Nada de peleas. Tendrá
descuento de nativo en mis chicas... y usted, viejo, no tenga
vergüenza. He visto a impedidos de ochenta años que echaban
por el aire sus muletas...
Nos abandonó con un tintineo de baratijas y un revoloteo
de aquel extraordinario cabello.
Steffi se derrumbó en una silla, y tartamudeó:
—¡Dios mío! Parece salida directamente del «Museo de
Cera»... Menuda casa segura. Con un monstruo comedor de
hombres como ése, estarías más a seguro en un matadero. Pero,
¿para qué quieres este lugar?
—¡No te rías, Steffi! Despues de mañana, quizá tú también
seas un fugitivo.
Mirándole, con los ojos desorbitados y sin poder decir
palabra, recordé uno de los hechos menos útiles de la historia.
Pietro Aretino murió en Venecia. Era un pornógrafo de bastante
fama, y murió de apoplejía, riéndose de un chiste obsceno.
A las diez de la mañana del día siguiente, vestido con una
gorra y mono de mecánico, y manchado de aceite de motores,
estaba trasteando en un viejo «Fiat»,a sesenta metros de la
entrada de la «Biblioteca Ambrosiana». No había nada malo en
aquel motor; pero yo estaba nervioso y estremecido, casi
esperando que Steffi ganase su apuesta y pudiese olvidarme de
todo aquello con buena conciencia. A las diez y cuarto Steffi vino
calle abajo, con todo el aspecto de un profesor anciano que podía
descifrar la cursiva del siglo XV o decidir una interpretación
difícil con una simple ojeada. Silbaba Las colinas están
florecidas lo que, si uno podía reconocer la tonada, era un signo
de que, por el momento, no había poliziotti en el horizonte. A las
diez veinticinco llegó Elena Leporello en un «Lancia» blanco.
Estaba sola, lo que también era otro buen signo. Cerró el coche,
metió las llaves en su bolso y, sin mirar hacia atrás, entró en la
biblioteca tranquila y dueña de sí misma como cualquier
matrona milanesa que ha salido a sus compras matutinas. Me
erguí, me limpié las manos con un trapo grasiento, encendí un
cigarrillo y atisbé la calle arriba y abajo. Pasaba la lente habitual.
No había ningún mirón sospechoso, ninguna convergencia de
coches u hombres que indicase la inminente detención de un
tipo peligroso. Ebbene! No había otra cosa que hacer que
esperar, y la espera podía ser muy larga, porque la inspección del
Virgilio de Petrarca es una de las ceremonias más serias de la
«Ambrosiana». El volumen es grande. El mismo bibliotecario
jefe debe autorizar el examen. Un ujier, reverente y vigilante,
debe permanecer detrás de uno mientras pasa las páginas,
iluminadas por Simone Martini de Siena. Si no puede uno leer
la inscripción, escrita por la propia mano del poeta, el ujier
traduce:

Laura, con todas sus ilustres virtudes y largamente


celebrada en mis poemas, apareció por primera vez ante mis
ojos, en mi temprana juventud, el seis de abril del año del Señor
1327, a primera hora de la mañana, en la iglesia de Ste. Claire
de Aviñón...

Siempre me ha gustado la ceremonia. En mis días como


guía turístico averigüé que una lectura de Petrarca en su edición
original causaba maravillas con las jóvenes impresionables.
Ahora, impaciente y sudando por los nervios, me maldije por lo
idiota que había sido. Lancé el cigarrillo, cerré el capó del coche
y me senté en el interior, contemplando la entrada de la
biblioteca a través del espejo retrovisor.
A las diez cincuenta y cinco salió Steffi con Elena Leporello.
Se metieron en el «Lancia» y se marcharon. Los seguí lo
bastante lejos como para ver si algún coche perseguidor se había
unido a nuestra cabalgata. En el rugiente caos del tráfico milanés
era difícil estar seguro de nada, incluso de mi propia cordura. Vi,
o creí ver, a uno o dos posibles seguidores, pero al final
desaparecieron. Cuando llegamos a la autostrada, me quedé
muy atrás, dejando que se situasen bastantes coches entre el
«Lancia» y yo; pero para cuando pasamos junto a la salida de
Verona, estaba bastante confiado en que no llevábamos ningún
perseguidor. En Padua estaba ya seguro. Los deje adelantarse
mucho hasta llegar a Mestre. Las instrucciones de Steffi eran
llegar a Venecia, comprarle a la dama un bocadillo en la plaza de
San Marcos y largarse cuando yo apareciese. Entonces, iría a la
casa segura y me esperaría. Elena Leporello podía regresar sola
a Milán. Esperaba que esta estrategia la hiciera pensar que yo
había salido de Milán y estaba oculto en algún lugar de la ciudad
de los Dogos.
Fui directamente a la casa, me vestí y adecenté y luego,
ataviado con tejanos y un jersey verde, caminé hasta la plaza de
San Marcos. Steffi me vio llegar, y se fue antes de que me
encontrase junto a la mesa.
Elena Leporello me dio una gélida bienvenida.
—Espero, coronel, que este sórdido pequeño drama tenga
algún sentido.
—Y yo espero, señora, que usted me ayudará a
encontrarselo. ¿Ha oído usted algo del capitán Roditi?
—Ni palabra.
—¿Sabe su esposo dónde está?
—No. Tiene a un grupo de investigadores trabajando noche
y día en el caso. Dice que sabe lo que sucedió en el apartamento
de Matteo. Usted le obligó a escribir un documento falso e
incriminador, luego lo asesinó o lo raptó.
—¿Y cómo sabe eso?
—Por el notario que legalizó el documento en el
apartamento de Matteo. Ha sido detenido y ha firmado una
confesión.
—¿Ha visto su esposo ese documento?
—No ha dicho tal cosa.
—Entonces, ¿cómo sabe que es falso e incriminarte?
—Obviamente, el notario se lo dijo.
—El notario no leyó el documento. Simplemente lo selló, lo
firmó y lo rubricó.
—¿Pero existe el tal documento?
—Sí.
—¿Es incriminador?
—Sí... pero no es falso. ¿Le gustaría verlo?
—Por favor.
Le entregué una copia fotostática de la confesión de Roditi
y la estudié fijamente mientras la leía. El color desapareció de su
rostro. Tembló violentamente y, por un momento, creí que iba
a desmayarse. Tendí una mano para ayudarla, pero la rechazó
con un gesto y continuó su lectura. Cuando terminó, estaba de
nuevo autocontrolada, y el repentino dominio, de sus emociones
era algo aterrador de contemplar. Dobló cuidadosamente el
documento y me lo devolvió. Entonces, se enfrentó conmigo,
despectiva y con los ojos fríos.
—Todo eso es una trama de mentiras, coronel...
Monstruosas y horribles mentiras.
—Es la letra de Roditi.
—Pero usted se lo dictó. El notario lo oyó desde la alcoba.
—Le dicté tras un interrogatorio. ¿También oyó eso?
—Oyó sus amenazas. También debió de oír todo lo demás.
—¿Está usted segura, señora, de que todo es falso?
—¡Todo!
—Entonces, ¿usted y Roditi no eran amantes?
—Claro que no.
—He leído sus cartas, señora. Vi su fotografía firmada.
Roditi la tenía en el cajón de su cómoda.
—No, coronel. No hay cartas.
—Si lo que quiere decir es que fueron retiradas por orden
de su marido, no lo fueron todas. Tengo una en mi bolsillo en
este momento. Puedo decirle que la fotografía fue tomada por
Donati, de Bolonia. Hizo una copia extra para mí... Y déjeme
decirle algo más. Roditi, su amante, era amigo de Giuseppe
Balbo, que fue asesinado por la Policía hace unas noches. Me
encontré con ellos en el «Alcibiade». No, señora. Esa declaración
no miente. Yo tampoco. Usted sí. ¿Por qué? ¿Tiene usted miedo
a su esposo? ¿O de lo que pueda hacerle a usted y a sus hijas?
—No, coronel.
—Entonces, escúcheme, por favor. Roditi dijo que usted
tiene un material, fotografías y grabaciones, que probarán en
contra de su esposo todas las acusaciones que hay en ese
documento.
—No tengo tal material, coronel.
—Pero, si sus cartas significan algo, usted amó a Roditi. Él
la amó a usted. Me lo dijo.
—El viejo amor no sirve para nada, coronel.
—También me dijo que las grabaciones y fotografías eran
su único seguro contra su esposo.
—No tengo tal material. Y no necesito ningún seguro.
—¿Por qué? ¿Porque Roditi está muerto?
—Es usted el que ha dicho eso, no yo.
—¿O porque su declaración está desacreditada y su esposo
abandona sus diversiones por el momento. ¿Qué hay de usted?
¿Qué clase de mujer es usted?
—Le diré qué clase de mujer soy, coronel. Si mi esposo es lo
bastante astuto para manejar este lío, entonces será lo bastante
astuto como para subir hasta la copa del árbol. Yo también
quiero llegar allí. Si no lo logra... ¡bueno! Siempre hay otras
oportunidades para mí.
—Ahora mismo puede solucionar este asunto, señora. Hay
un policía ahí mismo, y dos Carabinieri en la entrada de San
Marcos. Llámelos. Dígales quién soy y hágame detener.
—No, mi querido coronel. Aún no estoy segura de lo astuto
que es usted, y si es buen adversario para mi esposo. Es todo un
juego, ¿no lo ve? Y yo soy la espectadora privilegiada. Sólo tengo
que sentarme y disfrutar de una hora de cama con usted, ahora,
si está interesado, y su casa no está muy lejos... ¿No? Quizás en
otra ocasión. ¿Sabe?, soy mucho mejor que Laura... Por cierto,
¿sabe lo que le sucedió?
—Qué?
—Se estrelló con su coche contra un árbol la pasada noche.
Como ya sabe, bebe demasiado. Se lo había advertido muchas
veces; mi esposo también.
—¿Está muy malherida?
—Los doctores piensan que vivirá, pero que es posible que
acabe siendo un vegetal... ¡qué pena! Era una chica encantadora.
Adiós, coronel.
Me ofreció su mano. No pude tomarla. Ni siquiera me puse
en pie para saludar su partida. Permanecí sentado y la
contemplé atravesar la plaza, con la cabeza alta, bamboleando
las caderas, tan orgullosa como cualquier chica que hiciese su
ronda por las calles. Las palomas se alzaron en nubes mientras
pasaba, y el camarero, contando el cambio, suspiró dolorido al
ver malgastada tanta mujer. Era un veneciano, pero había
olvidado la cínica sabiduría de sus antepasados. Cuando
enviaban a un embajador al extranjero, le dejaban llevarse al
cocinero. Pero le obligaban a dejar a su esposa en casa.

Era una derrota y un desastre totales, y no parecía haber


forma de solucionarlo. Steffi lo resumió todo en un tenso
monólogo:
—¡Jaque mate! No tienes lugar al que ir, hermanito. Tu
última esperanza, y es bien débil, es la caja de seguridad del
Banco. Desearía poder ayudarte, pero no puedo. Voy a volver a
Roma. Si hay algo que necesites, llámame. Pero acepta un
pequeño consejo... Lárgate ahora y reúnete con tu chica en Suiza.
Deja que Manzini se ocupe del resto. Aquí, estás en una trampa.
Peor, en un vacío, lo cual es desmoralizador. Ya sabes el sistema.
Te han inmovilizado. Lo único que tienen que hacer es esperar.
Más pronto o más tarde cometerás un pequeño error y cerrarán
la trampa. Te aprecio, Matucci... ¡y Dios sabe el porqué, pues
sólo me has dado disgustos y úlceras! Pero no quiero verte
eliminado antes de que tengas oportunidad de sentar la cabeza...
Cuando se hubo ido, llamé a Manzini, que estaba
igualmente hosco. Me dijo que había estado estudiando la
posibilidad de una campaña de Prensa para remover las aguas
cenagosas, pero que los riesgos eran demasiado grandes: riesgo
de un juicio por difamación, riesgo de que se invocasen viejas
leyes para detener la publicación, riesgos de que tímidos amigos
del Quirinal fueran perdidos por una acción precipitada, riesgo
de fomentar el desorden público. También él sugería que me
fuese a Suiza. Sonaba cansado y sin ánimos, y me pregunté
acerca de su estado de salud. Cuando colgue el teléfono, me
encontré repentinamente presa de una violenta reacción.
Maldije y juré y recorrí todo el apartamento cerrando puertas de
golpe, en un frenesí de frustración. Era increíble que con tantas
evidencias no pudiéramos hacer nada. Era monstruoso que un
hombre pudiera manipular el brazo de la ley para convertirlo en
un instrumento criminal. Me avergonzaba de que un crápula
como Leporello pudiera convertirme en un fugitivo mientras su
mala puta de esposa se podía echar a reír y ofrecerme irse a la
cama conmigo. Y, como gota final, aquí estaba, en una casa
vacía, sin comida ni licor y repentinamente temeroso de asomar
mi nariz por la puerta. ¡Al infierno con todo aquello! No era
ningún criminal. ¿Por qué iba a comportarme como tal? ¡Al
infierno con todo aquel montón de podridos! ¡Me iba a quedar!
...El cómo iba a quedarme era otra cuestión. Necesitaba
pensar en aquello, mientras comía algo y me bebía una botella
de vino. No me preocupé en cambiarme. Fui hasta la Calle dei
Fabbri y encontré un sitio tranquilo en el que la comida olía bien
y el camarero era amistoso. La noche era excelente, así que me
senté fuera, donde pudiera contemplar a las mujeres de Venecia,
que son mejores en carne y hueso de lo que jamás las pintara
Tiziano. Pedí un risotto, un plato de pescado y una botella de
Barolo y me dispuse, como cualquier otro honesto ciudadano, a
disfrutar de mi cena. Era una buena comida y me gustó cada
bocado de ella. Estaba sorbiendo feliz y relajado mi café, cuando
dos Carabinieri me tomaron como una naranja de un cesto y me
llevaron a la Questura.
Se mostraron muy amables. Me evitaron la rutina habitual
y me llevaron directamente al comandante. El comandante miró
mis papeles y me preguntó si era la persona descrita en ellos:
Aldo Camera, viajante de comercio. Le aseguré que así era. Le
pregunté si se me acusaba de algún crimen. Me aseguro que no.
Era simplemente a causa de aquel jersey verde. ¿Había estado en
la plaza de San Marcos aquella tarde? Así era. ¡Ah! Aquello lo
explicaba todo.
No me decía exactamente nada y le supliqué que me
indicase qué tenía de especial llevar un jersey verde. Admitió que
no podía ver nada especial en ello, exceptuando que a él no le
gustaba demasiado el color verde. Sin embargo... a las tres de la
tarde una mujer, que no quiso dar su nombre, había telefoneado
a la Questura con la información de que había identificado a un
hombre que llevaba una prenda de vestir de esas características
como un tal Dante Mighieri Matucci, buscado para ser
interrogado en Milán. Había visto su fotografía en los periódicos.
Por otra parte, al comandante se le había informado del
asunto Matucci, que era una cuestión altamente política en la
que no quería verse mezclado. Sabía que un agente del Servicio
Secreto llevaba, a menudo, una identificación falsa. Así que, si de
hecho yo era el coronel Matucci, el asunto de los papeles
falsificados quedaría fácilmente explicado. Luego, sacó una foto
mía y una serie de huellas digitales de los archivos del SID.
Sonreí, sonrió, y estuvimos de acuerdo en que eran azares del
juego.
Me ofreció una taza de café. Le pregunté si podía hacer una
llamada telefónica. Sonrió de nuevo y sacó una orden que decía
que cuando Dante Alighieri Matucci fuera apresado, debería ser
mantenido incomunicado, a la espera de instrucciones del
cuartel general de Milán. Ahora, iba a telefonear a Milán. Odiaba
tener que hacer esto a un colega de mayor graduación. Esperaba
que yo comprendería que no había nada personal en ello. Me
rogó que me pusiese lo más cómodo posible, hasta que regresase.
Como un guiño le sirve a uno tanto como una afirmación
con la cabeza a un elefante ciego, utilicé el teléfono de su
escritorio, pedí línea externa y marqué una llamada interurbana
al apartamento milanés de Manzini. El viejo había salido. Su
criado tomó el mensaje. Era un desengaño, pero al menos
Manzini sabría lo que me había pasado. También había otra cosa
que me daba una ligera esperanza: el Cirujano estaba muerto, y
me evitaría sus tiernas atenciones.
El comandante permaneció largo rato fuera. Regresó con
aspecto grave y preocupado. Me dijo que ahora estaba
formalmente bajo arresto, y que debía entregarle todas mis
pertenencias personales, de las que me daría un recibo. Sus
órdenes eran mantenerme detenido durante la noche en la
Questura y enviarme, por la mañana, a Milán.
Un brigadiere me escoltó a una celda. Me encerraron bajo
llave. Quince mintuos más tarde regresó el brigadiere,
acompañado por un agente y un hombre con chaqueta blanca
que llevaba una bandejita cubierta por una toalla. Se presentó
como médico de la Policía y me dijo que me arremangara.
Afirmó que deseaba darme un sedante. Protesté vigorosamente
contra aquella invasión de mis derechos y mi persona. El médico
me sugirió que todo sería más simple si me doblegaba, pues de
lo contrario se vería obligado a ponérmela tras haberme
inmovilizado. Hice lo que me decía. Me subí la manga y la retorcí
hasta convertirla en un torniquete. Apreté el puño y presenté el
brazo para la inyección. Parpadeé al sentir el pinchazo de la
aguja y comencé a contar uno-dos- tres...
Luego, se apagaron todas las luces.

LIBRO TERCERO

Hemos cambiado todo eso.


Molière: Le Médicin malgré lui

Me desperté, o soñé que me despertaba, en una absoluta


oscuridad y silencio. Estaba, o soñaba que estaba, flotando en un
espacio indeterminado de un continuo sin tiempo. No estaba
triste; no estaba contento; no me dolía nada; simplemente,
estaba. Al principio aquello era bastante: el flotar, el soñar y el
simple ser. Luego comencé a sentirme intranquilo, al principio,
levemente, luego de forma más y más aguda. Faltaba algo. No lo
podía definir mejor. No podía definir nada. Mi mente era un
remolino de niebla. Estaba tanteando, sin manos, en la nada.
La niebla se disipó lentamente en remolinos y corrientes.
Poco a poco, y de forma intermitente, comencé a recoger las
dispersas partes de mí mismo. Mi pulgar encontró las yemas de
los otros dedos. Mi lengua halló el paladar. Mis párpados
parpadearon. En algún sitio, entre la niebla, mis pies se rozaron
el uno al otro. Al cabo, las partes se convirtieron en un todo y me
di cuenta de que mi cuerpo y yo seguíamos juntos. Fui capaz de
alzar mi mano, ambas manos, y pasarlas sobre mi rostro,
hombros, pecho, vientre y genitales. Allí estaba, desnudo y
yaciente sobre una superficie dura y plana, cálida al tacto.
Entonces, el pánico me invadió. Estaba enterrado en vida.
Estaba ciego. Estaba mudo. Estaba sordo. Cuando gritaba,
ningún sonido salía de mi garganta agrietada y constreñida.
Comencé a sudar de terror y tomé la posición fetal,
acurrucándome para escapar al horror de la nada. El pánico
subía y bajaba, incesantemente, como olas en una playa, pero
lenta, lentamente, fue disminuyendo hasta ser una superficie
algo rizada, constante, hostil, pero, por suerte, ya no
enloquecedora. La niebla de mi mente era ahora una masa de
tentáculos y telas de araña, pero al menos sabía que tenía una
mente y que, de alguna manera, debía comenzar a usarla.
Primero ordené a mi cuerpo que se distendiera; y
trabajosamente, mi cuerpo obedeció. Luego pedí a mis dedos
que exploraran el ambiente inmediato. La losa sobre la que yacía
parecía al tacto mármol o piedra lisa. Terminaba a algunos
centímetros a cada lado de mi cuerpo y, por encima y alrededor,
había un espacio vacío. Abajo, mis dedos hallaron un suelo no
pavimentado, áspero al tacto. El suelo era más frío que la losa.
No sabía hasta dónde se extendía. Pero ya me bastaba con haber
hallado un asidero a la realidad. Ahora, tenía que hacer una
investigación de mi yo íntimo, buscando agarraderos en el
tiempo y recuerdos. Esto era más difícil. Dentro de mi cráneo
había un caleidoscopio que creaba formas, las fragmentaba, las
reagrupaba y las disolvía en un fluido monocromo. Fui alzado
por una ola de pánico, dejado caer en la desesperación, giré una
y otra vez sobre mí mismo arrastrado por una corriente
profunda, y floté libre de nuevo.
Al fin se formó una imagen, quedó un recuerdo firme: una
mujer caminando a través de una nube de palomas, un hombre
con un jersey verde sentado en una mesa, contemplándola.
Podía seguir adelante, podía volver atrás. De pronto estuve
llorando en silencio en la oscuridad. Las lágrimas eran buenas.
Caían como aceite en las aguas del pánico. Cuando se hubieron
acabado, supe que aún seguía siendo un hombre. Sabía, y sabía
que sabía, lo que me había sucedido y lo que me sucedería muy
pronto.
Si uno camina por los museos del mundo encontrará una
variedad de instrumentos de tortura: potros, aplastadedos,
látigos con garfios en las puntas, damas de hierro, tenazas,
hierros de marcar, máquinas para descargas eléctricas. Pero
nunca verá los instrumentos más potentes de todos. Son la
oscuridad y el silencio. Cada uno de ellos es una ausencia, una
negación. La oscuridad es la negación de la luz. El silencio la
negación del sonido. El mal, dijo santo Tomás de Aquino, es una
ausencia de bien. Mi homónimo, Dante Alighieri, escribió un
poema acerca del infierno que se ha convertido en uno de los
clásicos mundiales. Yo puedo atestiguar ahora que no sabía de
lo que hablaba. El infierno no es nada más que una habitación
oscura y silenciosa. La condenación es ser encerrado dentro...
solo.
Por favor, déjenme explicarme. Me resulta necesario. Y si
llega el día de los tiranos, quizá también sea necesario para
ustedes el comprenderlo. ¿Conocen la palabra parámetro?
Mucha gente la usa, muy pocos comprenden su significado o su
importancia. El diccionario la define como: «Cantidad sujeta a
determinarse satisfaciendo ciertos valores condicionales.»
Admítanlo: la definición les dice poco, o nada, a ustedes. Pero
supongan que una noche se van a dormir y que cuando se
despiertan por la mañana el campanario o el abeto que siempre
se ha visto por su ventana, ya no está allí. Supónganse que
abrieran la puerta de su cocina y se encontrasen, por el
contrario, en un jardín de rosas. Las constantes de su vida
habrían desaparecido. Estarían perdidos. Ustedes dirán: no sé
dónde estoy. Si los cambios continuaban día tras día, se
convertirían en víctimas de su falta de continuidad. Acabarían
diciendo: no sé quién soy.
Pero supongan... supongan que, repentinamente, todas las
constantes han desaparecido: el campanario, la cocina, el
amanecer, el anochecer, el sol, la luna y las estrellas e incluso la
luz... Supongan que también desaparece lo que no es constante:
los coches de la calle, las palomas en el huerto de coles, el grifo
que gotea, las nubes que pasan, el viento, el sonido de la lluvia,
las voces humanas que se oyen a lo lejos... Entonces, uno se halla
condenado y más allá de toda posible redención.
Esto es lo que pasa cuando uno encierra a un hombre
dentro de una habitación oscura y silenciosa, y se olvida de él.
No tiene nada con lo que pueda medirse excepto los confines del
suelo, y la monotonía de esta medición ayuda a volverlo loco. No
tiene sentido de la altura, ni sentido del tiempo. Está aislado de
su pasado. No tiene esperanza de futuro. Su presente es
oscuridad y silencio. No puede divertirse con las cosas más
diminutas: una mosca que zumba contra un cristal, una hormiga
corriendo por el suelo, las motas de polvo en un rayo de sol. Sus
únicos puntos de referencia son los contornos de su cuerpo, los
contornos fijos de las paredes, el suelo y el lugar en que duerme,
y el pequeño mundo de la memoria dentro de su propio cráneo.
Y eso no basta, ni con mucho, para mantenerle cuerdo.
Puedo decirles lo que sucede porque me pasó. Planearon
que me pasase. Fue imaginado, y realizado como la más sutil
venganza que ningún hombre pueda llevar a cabo contra otro...
uno está solo en aquella nada oscura y silenciosa. Se dice a sí
mismo: sé quién soy.. Sé lo que estáis tratando de hacerme. No
os dejaré lograrlo. Me retiraré dentro de mi cráneo y viviré allí,
alimentándome de recuerdos, esperanzas, fe y amor, el capital de
toda una vida. Me aterraré a los hechos que conozco: esta nada
es, en realidad, un algo; fuera de aquí hay humanos, animales y
cosas sólidas y tangibles. Sé que tendrán que alimentarme o al
menos dejarme algo para beber. Esta perpetua quietud es tan
imposible como el movimiento perpetuo. Algo tiene que ceder en
algún momento. De lo contrario, ¿por qué iban a tomarse todas
estas molestias para atormentarme? Alguien vendrá, aunque
sólo sea para disfrutar viéndome. De otro modo, hubiera sido
más simple pegarme un tiro y echarme a un foso.
¡Je, je, je! Todo es ilusión. Nadie viene. El silencio y la
oscuridad permanecen inalterables. Uno descubre, en su primer
recorrido de las paredes, que han dejado tres recipientes de
plástico con agua, lo bastante como para mantenerlo a uno con
vida durante mucho, mucho tiempo. También descubre otras
cosas. El mundo del interior del cráneo se torna rápidamente
confuso. Uno busca un recuerdo y se encuentra con otro. Las
imágenes pasan y uno no puede enfocarlas. Uno se apoya en la
esperanza y se hunde en una desesperación sollozante. Trata de
rezar y se encuentra maldiciendo. Recita poemas y de pronto
está balbuceando sinsentidos. Tras tres días, aunque hace
bastante que se ha olvidado del tiempo, uno está sumido en una
alucinación constante y, aunque entrase alguien, no sabría si era
real o no. Ésa es la trampa, ¿comprenden? Entra, pero uno no lo
sabe. Lo alzan del suelo y le inyectan barbitúricos para que
continúe la alucinación. Le echan unas gotas de glucosa en la
sangre para mantenerlo a uno con vida, y le alimentan a uno con
nuevos temores que lo llevan más y más cerca del precipicio de
la locura permanente. Luego me enteré de que estuve allí
durante quince días. Cuando me sacaron, me quedé ciego
durante un tiempo, y mudo y atáxico, caminando tambaleante
como un animal, barbudo y sucio por mis propios excrementos.
Me colocaron bajo un sueño profundo con sedantes durante
cuarenta y ocho horas, y cuando desperté, estuve seguro de que
había muerto y llegado, por algún error cósmico, al Paraíso.

Había tanta luz que sólo podía soportarla por un breve


instante y luego debía cerrar los ojos y dejarla afuera. Había
flores en una mesa. Recuerdo que eran multicolores: azules,
amarillas y color ciruela. Siempre, cuando abría mis ojos, había
una hermosa enfermera en la habitación, a veces cerca de la
cama, otras en un sillón, leyendo. Por un tiempo pensé que era
Lili; pero luego, cuando pude concentrarme un poco, me dijo
que su nombre era Claudia y que había estado muy enfermo,
pero que ahora iba mejorando.
Cuando la luz comenzaba a disminuir, me iba poniendo
nervioso e inquieto, temeroso de que se fuera del todo. Pero
nunca ocurría. Siempre entraba otra enfermera y encendía las
lámparas, e incluso cuando dormía había siempre encendida una
pequeña luz. La enfermera nocturna no era tan hermosa como
Claudia, pero era muy solícita y amable. También era muy
paciente. A veces yo hablaba y hablaba hasta que no podía
proseguir. Otras, me mostraba hosco y silencioso, mirando al
pequeño círculo de luz del techo, odiándome a mí mismo,
odiándolo todo, incapaz de cambiar el tema, fijo y horrible, de
mis pensamientos. Cuando hablaba, me escuchaba. Cuando
estaba en silencio, ella hablaba, un continuo chorro de charla sin
sentido, pero tranquilizadora, que al fin me hacía caer
adormilado.
Cada día venía el doctor, me examinaba y charlaba un poco
acerca de mi enfermedad, que decía que era un trastorno
psíquico producido por el tiempo pasado confinado. Se curaría
por sí solo, me decía. Lo único que necesitaba era tiempo y
paciencia, unos pocos sedantes y la simple terapia de la
comunicación humana. Un par de días más de descanso absoluto
y me dejaría caminar por el jardín. Cuando le pregunté dónde
estaba, me contestó que en su clínica, y no añadió más.
Le dije que me preocupaban las pesadillas. Asintió
comprensivo, pero me dijo que también aquello era un proceso
curativo: la mente subconsciente trabajando en lo intolerable
para convertirlo en tolerable. Le dije que tenía dificultades para
recordar y que no podía concentrarme en una sola página de
lectura, y que el razonar los temas más fáciles era un proceso que
requería un tremendo esfuerzo. Me explicó que aquello era la
respuesta natural de un organismo al que se le ha llevado más
allá de lo que puede soportar. Simplemente, se rehusaba a
funcionar hasta que no estuviese descansado y dispuesto.
Cuando le pregunté si seguía aún bajo arresto, sonrió y me dijo
que estaba libre, pero que tenía que estar preparado si quería
disfrutar de la libertad que tenía.
Era todo agradablemente vago; pero, de modo gradual, uno
tras otro, fueron estableciéndose nuevos parámetros y comencé
a aferrar con mayor confianza las realidades que me rodeaban.
Las realidades distantes aún parecían confusas. A menudo
pensaba en Lili, Manzini y Steffi, pero no podía aferrarlos como
presentes o echarlos de menos como si estuvieran ausentes.
Vendrían a mí, o yo iría a ellos, en algún futuro próximo, que
aún no tenía necesidad de determinar por días y semanas. Todo
mi concepto del tiempo era aún bastante incierto. Ni una sola
vez pregunté la fecha o la hora del día. Las realidades enemigas:
Leporello, su esposa, el director, eran tan vagas que casi no
tenían importancia. De alguna manera, que aún no podía
comprender, les había sobrevivido. Había caminado a través de
ellos como si fueran una pared de papel y había salido por el otro
lado. Cuando miraba hacia atrás sólo veía imágenes desgarradas
que se las llevaba el viento.
Cuando me permitieron salir de la cama por primera vez,
me asombró darme cuenta de lo débil e inseguro que me sentía.
Mi sentido del equilibrio había sido dañado y creía estar
inclinándome, ya fuera a un lado, ya al otro. Si volvía la cabeza
demasiado repentinamente, me mareaba. Y el primer corto
paseo hasta la ventana me dejó débil y tembloroso. Incluso la
visión del exterior me produjo un shock. Primero la vi como si
sólo tuviera dos dimensiones. Después, inesperadamente, se
solidificó y adquirió perspectiva.
Había un mirador, con sillas de mimbre y brillantes
parasoles. Más allá del mirador había un prado, tachonado por
parterres de flores, y una pared continua de cipreses que se
alzaban oscuros contra el límpido cielo. Era bonito de ver, pero
no me decía nada. No había gente ni señales distintivas. Tras
unos pocos momentos me aburrió, y me agradó volver a la cama.
Claudia me secó la frente húmeda, esponjó las almohadas y cerró
mis ojos con las yemas de sus dedos, diciéndome que me
durmiese.
Cuando desperté, estaba encendida la luz nocturna y Bruno
Manzini se hallaba al pie de mi cama. Se acercó a mí, tomó mis
manos entre las suyas y las mantuvo asidas durante largo tiempo
en un saludo sin palabras. De pronto, y sin motivo alguno, me
eché a llorar. Manzini tomó el pañuelo del bolsillo de su pecho
y me limpió las lágrimas de las mejillas. Luego, se sentó en el
borde de la cama y me habló pausadamente hasta que recuperé
la compostura.
—¡...Vaya! Ha sido un duro camino, ¿no, mi Dante? Pero
sobreviviste a él. En otros diez días te sacaremos de aquí. Te
llevaré a casa conmigo, a Pedognana. Te gustaría eso, ¿no?
—Sí, me gustaría. Me siento débil y perdido. No sé lo que
me pasa.
—Has pasado tu temporada en el infierno, amigo mío. Se
tarda tiempo en recuperarse de eso.
—Supongo que sí. ¿Dónde está este lugar?
—Cerca de Como. Es una pequeña clínica psiquiátrica. Yo
la financio... Oh, no te preocupes, estás bastante cuerdo; pero no
lo hubieras estado en lo más mínimo, si te hubieran tenido más
tiempo allí.
—¿Cómo llegué aquí?
—Te compré. Me llevó diez días y un montón de sobornos
el averiguar dónde te tenían. Luego tuve que conseguir una
orden judicial para tu liberación. Eso fue más difícil, pero lo
logramos. Naturalmente, estás en libertad provisional. Sigue
habiendo varios cargos en tu contra.
—No puedo imaginarme por qué Leporello me dejó ir.
—Está convencido de que te había deshecho, sin posibilidad
de recuperación. Y el Movimiento hubiera perdido un gran
cheque mío. Aún puede llevarte ante un tribunal.
Afortunadamente, ahora tenemos evidencia médica del
tratamiento al que fuiste sometido, y no creo que desee que se
revele eso.
—No tienes ni idea de lo que es eso. Ni idea...
—Se acabó ya. Para siempre. Estoy muy orgulloso de ti, mi
Dante.
—Todo está hecho pedazos. No... no puedo unirlos.
—Lo uniste todo antes de que esto sucediera. Lo tenemos
todo en nuestras manos. Tus notas sobre los microfilms, las
grabaciones y las fotografías del Banco. Ahora, podemos hundir
a Leporello... y después al director.
—¿Sabes lo que le pasó a Roditi?
—Oh, sí. Esta con permiso indefinido, por enfermedad.
También a él le hicieron pasar por el tratamiento. Ahora, no
constituye peligro alguno para Leporello, y no es de utilidad para
nadie.
—Me temo que yo tampoco voy a ser de mucha utilidad.
—Escúchame, mi Dante, y escúchame con atención... Eres
un hombre afortunado, demasiado afortunado para
compadecerte a ti mismo. Ahora, no puedes rendirte. Y no lo
harás; porque si lo haces, le entregarás la victoria a Leporello y
todo lo que has sufrido será en vano. Además, me habrás costado
una tremenda cantidad de dinero... ¡Vamos, hombre! Yo he
estado donde tú te hallas ahora. He subido la montaña oscura y
bajado a la luz del sol que hay al otro lado. Tú también lo harás.
—Estoy tan cansado...
—Prueba a odiar un poco, amigo mío. Es el mejor estímulo
del mundo.
—Todo es demasiado grande y complicado. Quiero dejarlo
correr y escapar.
—Tranquilo ahora, relájate. Ya hablaremos al respecto en
otro momento. Te veré de nuevo dentro de unos pocos días.
Me alegró verle irse. Quería apiadarme de mí mismo. Me
merecía algo de piedad, y aquel terrible viejo no tenía ninguna.
Lo apartaría de mi mente. Luego, cuando estuviese bien, lo
apartaría de mi vida.
Al día siguiente me sentí más fuerte y permanecí durante
una hora sentado en la terraza, mirando las fotos de las revistas
especializadas en escándalos. El día siguiente di mi primera
vuelta por el jardín; acompañado de Claudia, averigüé que podía
caminar sin tambalearme y hablar sin confusión ni fatiga.
Durante la tarde, contemplé un espectáculo de variedades en la
televisión y me encontré riendo con el humorista y marcando el
ritmo de la música y preguntándome por qué no estaría allí la
enfermera para compartir la diversión conmigo.
Aquella noche no me dieron sedantes, por primera vez, y
vagué por una serie de sueños inconexos, de forma que, cuando
me desperté, con los ojos rojos e irritados, me di cuenta de que
había ganado mucho terreno en la ascensión por la montaña
oscura. Tras aquello caminé cada mañana por el jardín,
paseando como un monje en meditación, yendo de un extremo
del prado al otro, empapándome de sol y del color de las flores,
sabiendo que los parámetros se mantenían firmes y que de
nuevo comenzaba a ser un hombre. Ahora ya leía algo: revistas
impresas a color y novelas ligeras, que jamás terminaba porque
mi concentración aún desaparecía al cabo de una hora. Me
trajeron periódicos, pero no los abrí. Los periódicos eran el hoy.
Los periódicos eran una responsabilidad con la que aún no
estaba dispuesto a enfrentarme.
Entonces llegó Manzini a verme de nuevo. Traía una botella
de champán y un bote de caviar fresco, e hicimos un picnic en la
terraza y luego paseamos por el jardín. Aprobaba el cambio que
había habido en mí, pero yo aún desconfiaba de él. No quería
que perturbase mi tranquilidad, aún precaria. No la perturbó. La
destrozó de un solo golpe.
—Tengo una mala noticia para ti, mi Dante. Lili Anders ha
regresado a Italia. Está prisionera en la Mantellate de Roma.
—No... no puede ser verdad.
—Lo es. Tu director me llamó ayer para anunciarme la
buena nueva. Me pidió qi te la comunicase.
—Pero, ¿por qué? ¿Cómo? ¿La deportaron los suizos?
—Regresó por voluntad propia. Entró en el país por el
Brennero y fue detenida por la Policía de fronteras.
—¡Pero eso es una locura! ¡No lo comprendo!
—Parece que tú la llamaste, con un telegrama.
—¿Cómo podía hacerlo? Llevo cuatro semanas fuera de
juego.
—Así es como lo cuenta el director. Tu telegrama le decía
que podía volver libremente. Tú ibas a encontrarte con ella en
Bolzano y lo dispondrías inmediatamente todo para casarse.
Llevaba el telegrama en su bolso. Lo mostró cuando la Policía de
fronteras halló su nombre en el Libro Negro y la interrogó.
—¡Era una trampa!
—Naturalmente. Y se metió en ella.
—Tenemos que sacarla.
—¿Cómo, mi Dante? Tú recogiste las pruebas en su contra.
Tú preparaste su dossier. Tú destruiste la red y encarcelaste a su
jefe, Pájaro Carpintero. No puedes refutar tu propio testimonio,
¿no?
—Pero el director prometió dejarla ir.
—Lo hizo. Pero ella volvió. Para empezar, entrada ilegal.
—¡Madre de Dios! ¡Qué lío más sucio y maloliente! ¡Tengo
que sacarla de allí, Bruno!
—No estoy muy seguro de que eso sea prudente.
—No me importa un ardite si lo es o no. También yo puedo
declarar. Volvamos. Lo haré ahora mismo.
—Si eso es lo que quieres, así sea.
Habíamos vuelto hasta la mitad del prado, cuando una
repentina idea me detuvo en seco. Tomé su brazo, y, sin
preocuparme por su edad o estado de salud, lo giré de un tirón,
para enfrentarme a él. Le pregunté con brutalidad:
—¿Has montado esto, Bruno?
No temblaba ni un ápice. Se quedó erguido y firme como un
pino, haciéndome apartar la vista con su mirada. Sus ojos eran
fríos. Su boca, bajo aquel gran pico de águila, estaba tan cerrada
como una trampa.
—¿Me crees capaz de hacerlo?
—Bien. Entonces, ya has aprendido algo.
—¿Lo has hecho?
—Podría haberlo hecho, si lo hubiera creído útil. En
realidad, no lo hice. Creo que debiste de hacerlo tú, en algún
momento de aquellos quince días de incoherencia y
alucinaciones. Sé que contaste cosas acerca de mí porque tuve
que mentir al respecto, después. Sé que casi perdimos la caja de
seguridad, porque Leporello obtuvo una orden judicial para
abrirla el día siguiente de que hubimos extraído su contenido.
—Oh, Cristo. Lo lamento.
—No lo lamentes. Piensa en aquellos que hicieron un
traidor de ti, en contra de tus deseos.
—Mataré a esos infelices.
—Esperarán que lo intentes. Te estarán aguardando. Y, si
te cazan una segunda vez, no habrá escapatoria... No, Dante, esta
vez lo haremos a mi manera... Ahora, hablemos con el doctor. No
vas a salir de este lugar hasta que me digan que estás en buen
estado físico.
El doctor se mostraba dubitativo y un tanto incrédulo.
Estaba preparado para dejarme salir, pero sólo bajo la condición
de que comprendiese los riesgos. Aún era un convaleciente. Aún
había algún fallo en mi mente que podría agudizarse de nuevo,
bajo una tensión. Mi memoria me haría jugarretas. Mi
concentración sería limitada durante un largo tiempo. Estaría
sujeto a ataques de depresión y ansiedad. No debía abandonar
demasiado pronto la muleta de los sedantes y tranquilizantes.
Por lo demás, debía confiar en la Naturaleza y no tratar de
forzarme a mí mismo a ir demasiado de prisa.
Era fácil de decir, e imposible de hacer con la sensación de
culpabilidad por la traición hecha a Lili, que me dolía como una
muela enferma. En el momento que salimos por las puertas de
la clínica, a los soleados campos de la Lombardía, me hundí en
una profunda desesperación. Era Lili quien debería estar libre y
no yo. Era Lili quien debería estar viajando con todo el lujo, el
sol dándole en el rostro y todo el mundo sonriéndole. En lugar
de ello, estaba encerrada con ladronas, prostitutas y asesinas de
niños en unas mazmorras infernales, construidas en el Medievo,
en las orillas del Tíber.
Manzini me dejó con mis tristes pensamientos durante un
rato y luego me enfrentó con una brutal pregunta:
—¿Qué hay de serio en tu relación con esa mujer?
—La amo.
—¿Lo bastante como para casarte con ella?
—Ya se lo he pedido.
—¿Cuándo?
—Se lo escribí antes de salir la última vez de Pedognana. Te
di la carta para que la echases al correo en Chiasso.
—Pensé que se suponía que eras su tío Pavel.
—No lo era cuando le escribí esa carta.
—¿No fue ése un acto bastante tonto?
—Visto lo sucedido, sí.
—Así que no sabes si quiere casarse contigo o no.
—No... ¿por qué?
—Una idea vaga. Deja que la medite algo más... Hay algo
mucho más importante. Creo saber la fecha del golpe de Estado.
—¿Cuándo?
—El treinta y uno de octubre, a mediados de otoño. Los
turistas se han vuelto ya a casa. Los diplomáticos ya han
regresado de sus vacaciones estivales. Se han completado los
programas de entrenamiento. El transporte aún funciona con
normalidad, cosa que no ocurre a mediados del invierno. Y lo
que es más importante, se está susurrando esto entre los
iniciados... y está de acuerdo con las fechas mencionadas en tus
notas de los microfilms.
—Eso es dentro de cinco meses.
—Nunca cuentes con el tiempo, Dante. Se escapa con
demasiada rapidez. La opinión se está endureciendo en ambos
bandos. Leporello es un organizador espléndido, y tú no eres la
única persona a la que ha eliminado o inmovilizado. Los casos de
bombas de Milán aún no han sido llevados ante los tribunales.
Varios testigos importantes han desaparecido; otros han sido
intimidados sistemáticamente. No, tendremos que movernos
antes del verano.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
—Por el momento, exactamente lo que ha ordenado el
doctor: descansar y recuperarte. Sin embargo, hay una cosa que
puedes hacer sin perjuicio para tu salud.
—¿Y qué es?
—Entrar en contacto con tus amigos. Supongo que tendrás
amigos de tu propio rango y condición en el Cuerpo.
—Tengo algunos. Pero están dispersos arriba y abajo por el
país. Soy un mal corresponsal. Es dificil mantenerse en contacto.
—Ahora tendrás tiempo. Escribe unas cuantas cartas. Haz
unas cuantas visitas. Has estado enfermo. Has tenido problemas
personales. Te gustaría verlos algún día en Pedognana. Tenemos
muchas habitaciones para huéspedes. Se puede cazar y montar
a caballo... Vendrán.
—¿Qué es lo que buscas ahora, Bruno?
—Una guardia pretoriana. Diez hombres bastarían,
mientras fueran resueltos y comprendiesen lo que está en juego.
Según tú mismo has demostrado, hay bastante insatisfacción con
Leporello y su política.
—Si me estás pidiendo que organice una revuelta de las
fuerzas armadas, Bruno, olvídalo. No estoy muy claro de mente
en este momento, pero eso es una verdadera locura.
—¿Quién ha hablado de una revuelta? Por el contrario,
necesitamos hombres que estén orgullosos de las tradiciones del
Cuerpo, que sean celosos de su honor y su juramento, patriotas
del viejo estilo, a los que no les guste ver cómo les arrancan los
dientes a patadas a sus conciudadanos, y cómo la justicia es
vilipendiada por testigos perjuros.
—Cómprame un barril y una lámpara, Bruno. Así quizá
tenga más suerte.
—Estás muy amargado hoy, ¿no, mi Dante? Pero estoy de
acuerdo. Ve a hacer de Diógenes. Pero encuéntrame diez
hombres buenos, dispuestos a arriesgar su cabeza durante una
noche... Ah, por cierto, he traído tu ropa del apartamento. Has
perdido algo de peso, pero creo que aún te irá bien. No puedo
soportar esa porquería que llevas ahora.
No quiso decirme nada más, y me sentí demasiado cansado
como para seguir insistiendo. Me recosté en el asiento y dormité
intranquilo hasta que atravesamos las puertas de Pedognana.
Aquella tarde, durante los cócteles, descubrí que había otra
invitada en la villa: la Principessa Pia Faubiani, prima donna de
la moda romana, amante de Bruno Manzini. Era delgada,
oscura, de largas piernas, con poco busto y, si a uno le gustan las
modelos glaciales y muy estiradas, realmente atractiva. A
primera vista, no me gustó nada. Yo estaba muy intranquilo,
celoso de mi intimidad y con ninguna gana de dedicarle toda la
atención que obviamente esperaba. También me sentía
desconfiado, a causa de las equívocas descripciones de Manzini
de sus relaciones con ella. No obstante, aquélla era su casa y
podía abrirla a quien desease. Lo menos que yo podía hacer era
esforzarme en ser agradable.
Obtuve una amplia recompensa por mis esfuerzos. Pia
Faubiani era una mujer inteligente e ingeniosa, con la bastante
malicia como para sobrevivir en el duro mundo que explotaba,
y con afecto y buen humor más que suficientes que emplear en
sus amigos.
Me sentí alegre de no estar casado con ella: sus garras eran
demasiado afiladas para sentirse a gusto; pero como compañera
ocasional... sí, sin pensármelo dos veces.
Llevaba el broche de la salamandra de la exhibición de
Fosco, y cuando lo comenté, anunció alegremente:
—Es un regalo de despedida. Ésta es mi primera y última
temporada con Bruno.
Manzini chascó los dedos y alzó su copa en un brindis.
—Eres demasiado joven y yo demasiado viejo, mi amada. Y
odio ser el segundo en ninguna cosa. Además, de la forma en que
te estás moviendo, necesitas un Banco propio, sólo para pagar
los recibos de intereses. Esta mujer, Dante, es la mejor
diseñadora y la peor contable de su profesión. Le digo siempre
que se case con una mina de oro, o acabará en la cárcel, por
deudas.
—Estaba pensando en un convento, cariño, ahora que me
has abandonado.
—Jamás he abandonado a una mujer en toda mi vida, y tú
lo sabes. Simplemente me he retirado del campo... con honor.
—¡Con honor! ¡Escúchenlo! ¡Eres un viejo zorro, Bruno!
Buon giorno —buona notte— ciao, bambina, y ya estás más allá
de las colinas, muy lejos, lamiéndote los labios mientras te
alejas. Este hombre, Dante, ha tenido tantas amantes como yo
cumpleaños, y no creo que haya estado enamorado en toda su
vida... ¿Has estado alguna vez enamorado, Dante?
—Trátalo con cuidado, Pia. Está enamorado, y su mujer
está en la cárcel.
—Oh, lo lamento...
—Así que vas a mimarlo por mí.
Obviamente esto fue un shock tan grande para ella como
para mí. Se quedó helada con un trozo de pastel de crema
equilibrado precariamente en el extremo de su tenedor, y
mirando muy asombrada a Manzini.
—¿Voy a hacerlo? Me alegra que me lo dijeras, cariño.
—Si dejas caer ese trozo de pastel, estropearás un vestido
muy caro. Póntelo en la boca, como una buena chica... No es
extraño que Dios se aburra, Dante. Nadie le da ya ninguna
sorpresa. Bueno, ¿dónde estaba? Oh, sí: en lo que tú, mi Pia, vas
a hacer por mí. ¿Cuándo das tu próximo desfile en Bolonia?
—El próximo miércoles.
—¿Y en Milán y Turín?
—Cada uno diez días después del otro.
—Luego, estarás libre.
—Bueno, no exactamente libre, cariño. Tengo que volver a
Roma y...
—Lo sé, pero vendrás al menos un par de días, ¿no? Hazlo,
dado que es la última temporada.
—Naturalmente, pero, ¿por qué?
—Quiero que seas la anfitriona de una fiesta que daré aquí,
en Pedognana. He estado prometiéndole a Dante que lo
presentaría a la gente desde que llegó a Milán. Como ya te he
dicho, ha pasado unos días malos, así que necesita alguna
diversión.
—¡Por favor, Bruno! Una fiesta es lo último que necesito.
—Puede que sea la última de que disfrutes, si vas a juicio.
Además, hay todo un mes para que te acostumbres a la idea.
¡Disfruta! ¡Disfruta! Pronto brindarán en nuestros funerales...
Lo harás por mí, ¿no, Pia?
—Sabes que lo haré.
—Y si ves a este tipo en un rincón, como un búho de
granero, sácalo, preséntaselo a tus chicas, sedúcelo tú misma, si
lo deseas... pero no dejes que siga en su estado miserable,
¿comprendes?
—A tu servicio, Cavaliere.
—Desearía que así fuese, mi amor. Creo que lo nuestro
hubiera durado más. De todos modos, ha sido divertido, ¿no?
Ella colocó una mano sobre las de él y dijo con suavidad:
—Ha sido divertido, caro... Y lamento que...
—¡Ya basta, por favor! He tenido una buena vida, y estoy
agradecido por ella. Además, soy más duro de lo que piensan...
Y te diré algo, mi Pia. He estado enamorado, en dos ocasiones,
en toda mi vida. Eso ya es más que suficiente para cualquier
hombre.
—Sé lo de Raquel, cariño. Es algo sobre lo que ni yo misma
bromearía. Pero, ¿quién fue la otra?
—Mi esposa.
Ambos nos quedamos mirándole. Nos dedicó una extraña
y turbada sonrisita, y un alzarse de hombros, como excusándose.
—Lo lamento. Esta vez, no estaba tratando de
sorprenderlos. últimamente he estado pensando mucho en ella,
preguntándome si nos volveremos a encontrar de nuevo, y si nos
reconoceremos el uno al otro... Me casé con ella en París, en
1934. Ella tenía diecinueve años y yo treinta y cinco. Yo había
viajado por todo el mundo y pensaba que ella era la criatura más
hermosa que hubiera en él. La traje aquí a Pedognana, y se
enamoró del lugar a primera vista. Preguntad a alguno de los
viejos, y veréis que aún la recuerdan recorriendo los campos con
el encargado, o arrodillada en la capilla los domingos, rodeada
por todos los niños.
»Había nacido en el campo. Su familia tenía una gran
posesión cerca de Poitiers. Este lugar floreció bajo su mano en
aquellos dos extraños años... Tú eras demasiado joven para
recordarlo, mi Pia, pero eran muy extraños. Entonces teníamos
un imperio. Teníamos Addis Abeba y nos anexionamos Etiopía.
Ciano se convirtió en ministro de Asuntos Exteriores. Faruk
llegó a rey de Egipto, Alemania ocupó la Renania, y Charlie
Chaplin hizo Tiempos modernos... pero aquí, en Pedognana, casi
pudimos olvidar la locura que había a nuestro alrededor. Éramos
ridículamente felices. Mis negocios prosperaban. Si las cosas
iban mal en Europa, yo tenía capital plantado y creciendo al otro
lado del mar, y, lo mejor de todo, Marie Claire quedó
embarazada. Para un hombre como yo, que jamás había sabido
lo que es vida familiar, aquello era como el anuncio de la
Segunda Venida. Estaba enloquecido por la alegría. Burbujeaba
con locos planes para el futuro de mi hijo... porque, claro está,
tenía que ser un hijo.
»En el cuarto mes de su embarazo Marie Claire enfermó y
murió al cabo de una semana, de meningitis cerebroespinal. Está
enterrada en la capilla de aquí. Ya sabes que no soy un hombre
fervoroso, Dante, pero habrías visto la inscripción si hubieras
inclinado ese testarudo cuello tuyo. Marie Claire, amada esposa
de Bruno Manzini. Nacida en París el 20 de abril de 1915, muerta
en Pedognana el 17 de junio de 1936. Requiescat... ¡Bah! Hace
mucho tiempo de eso. Tomemos café en el estudio. Aquello está
más recogido.
Cuando trajeron el café lo rehusó, y anunció abruptamente
que se iba a la cama. Pia Faubiani hizo un intento de ir con él,
pero él la empujó suavemente hacia el sillón y se inclinó para
besarla en la frente. Su tono era muy tierno.
—Quédate aquí, mi amor. Estoy muy cansado esta noche.
—Pero, cariño...
—No te preocupes. Dormiré. Mañana hablaremos de la
fiesta... Buenas noches, mi Dante. Piensa en la guardia
pretoriana, ¿querrás? Es muy importante. Que tengáis sueños
dorados los dos.
Cuando se hubo ido, Pia Faubiani se quitó los zapatos de un
puntapié, se acurrucó en el sillón y lanzó un profundo suspiro de
relajación y contento.
—Dio! ¡Estoy tan feliz de que haya terminado así! Es el
hombre de todo el mundo al que menos querría hacer daño.
Jamás pensé que dejaría que ningún hombre me despidiese,
pero ése... y Dios le bendiga, es muy particular.
—Sé lo que quieres decir.
—Tú también eres bastante particular, Dante Alighieri. No
puedo acabar de leer en ti.
—No lo intentes, Pia. Ahora, soy un verdadero lío. Así que
te equivocarías de lectura.
—Bruno te quiere.
—Lo sé. Me lo ha dicho.
—¿Qué es lo que tú sientes por él?
—No lo sé. Lo admiro mucho. A veces, desearía poder ser
como él. Me enfrento muchas veces con él. Jamás acabo de
comprenderlo del todo... ¿Está muy enfermo?
—En realidad, no está enfermo. Es un viejo. Su corazón está
cansado, y se está desgastando. Podría acabarse muy pronto, y
lo sabe. Creo que le da más miedo quedarse demasiado. Su gran
pena es no haber tenido un hijo... ¿No te pareció una historia
muy triste la de su esposa?
—Mucho. Es la historia más corta que jamás le he oído
contar... ¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Yo? Lo mismo, pero con el dinero de otro. ¿Sabes?, soy
una planta bastante resistente. Dame un poco de sol, y puedo
crecer en cualquier lugar. Pero, háblame. de ti.
—¿Qué quieres que te diga? Soy un experto en inteligencia
que pensó que podría romper el sistema. En lugar de eso, el
sistema me rompió a mí.
—No me creo eso.
—Yo sí. Mira mis manos. No puedo tener quieto un vaso. ¿Y
sabes por qué? Porque tengo miedo de ir a la cama y apagar la
luz. Sé que me pasará, pero aún sigo aterrorizado.
—¿Te golpearon en la prisión?
—No, nadie me tocó. ¿Quieres otro coñac?
—Sí, por favor. Yo tampoco quiero irme a la cama.
—¿De qué tienes tú miedo?
—Si te lo dijese, no me creerías.
—Prueba a ver.
—De volverme vieja y arrugada como Coco Chanel y que
algún chico brillante escriba un musical acerca de mi.
—Te prometo, Pia mía, que jamás sucederá,
—¿Puedes jurarlo?
—Sobre los huesos de mis antepasados.
—Entonces, yo también te haré una promesa, Dante. Esta
noche dormirás bien.
Y dormí bien. Ni siquiera tuve pesadillas. Por la mañana, en
la mesa del desayuno, Bruno Manzini nos bendijo con una
sonrisa y un proverbio veneciano: «El leto xe’ una medicina», la
cama es una medicina. Como siempre, el viejo monstruo tenía
razón.

Averigüé que no podía escribir cartas, así que hice llamadas


telefónicas de uno a otro extremo de la nación. Hablé con
hombres que habían sido mis amigos en otro tiempo y que ya no
lo eran. Hablé con amigos a los que les encantaba chismorrear,
pero que siempre estaban demasiado ocupados para viajar en
tren a un lugar tan remoto como Pedognana. Hubo otros que
dijeron que les encantaría venir, pero que les resultaba difícil
fijar una fecha. Y unos cuantos, seis tan sólo, que expresaron
preocupación por un viejo amigo y por lo que habían oído que se
le había hecho. Estos tomarían unos días de sus vacaciones y
vendrían para comer y charlar conmigo. Me pregunte, con
creciente desilusión, por qué había tan pocos. Mientras
estábamos sentados en el estudio, examinando papeles,
fotografías y grabaciones, Manzim me dio su propia respuesta:
—El ganado huele el viento, mi Dante. Se ponen de culo al
viento, y esperan que pase. Las cañas se inclinan con el viento y
cantan la música que ésta toca. La paja vuela con la brisa y sólo
queda el buen grano. Queda agradecido, por pequeña que sea la
cosecha. Hablé hoy con Frantisek, en el Vaticano. Si quieres, irá
a visitar a Lili en Mantellate. Si quiere casarse contigo, quizá
podamos lograrte una visita, para que podáis hacerlo en la
prisión. Las reglas prevén esto, pero debes estar muy seguro de
lo que quieres. No puedes pasar toda una vida dedicada a tu
sentimiento de culpa y de piedad. Además, tienes que
enfrentarte con el hecho de que quizá no podamos sacarla. La ley
de este país es una locura surgida de la Edad Media. La gente
puede pudrirse en la prisión durante años, sin juicio. Y no hay
nada tan destructivo como una esperanza que no se cumple. Así
que piénsalo cuidadosamente antes de que eches nuevas cargas
sobre esa chica...
Sabía que debía. Pero también sabía que no podía
decidirme a toda una vida de solitaria fidelidad. No me
enorgullecía admitirlo, ¡Dios me ayude!, pero el hecho estaba
allí, brutal e ineludible. Traté de apartarlo de mi mente y
concentrarme en el trabajo que había que hacer, que era el
montaje de todo el material del que disponíamos, para ver si
daba como resultado un caso que pudiera deponer de sus
puestos a Leporello y al director.
Había dos problemas. Mis notas acerca de los microfilms de
Ponza era material de tercera mano, recuperado de mi memoria.
Además, los originales habían pertenecido a Pantaleone, y
representaban sus planes para un golpe militar, no los de
Leporello. Desde el punto de vista de la inteligencia, mi material
era valioso. Desde el punto de vista judicial, era bastante inútil;
Por consiguiente, todo lo que nos quedaba eran las fotografías y
grabaciones de las actividades sexuales de Leporello en el
apartamento de Roditi en Milán. Con éstas podíamos lograr un
escándalo; pero, al menos en Italia, el escándalo podía ser
ocultado, porque la ley prohíbe la publicación de material
obsceno. Podíamos publicar el material fuera del país, pero
entonces seríamos sospechosos de fraude y se nos podría acusar
de intentar un engaño político. No obstante, quizá nos viésemos
obligados a correr ese riesgo.
Que pudiéramos montar un caso a partir del material
obsceno era aún más problemático. Las fotografías pueden ser
falsificadas con gran facilidad. Roditi podría haber testificado
acerca de su autenticidad, pero Roditi había sucumbido al lavado
de cerebro y ya no era un testigo competente. Las grabaciones
eran unas pruebas aún más dudosas. Leporello podría haber sido
identificado por su voz, pero la defensa podría afirmar que las
grabaciones eran un montaje, y que por consiguiente constituían
una falsificación.
También había otro problema. Los delitos sexuales son una
de las aberraciones humanas más comunes, y si bien a todo el
mundo le encanta el escándalo, la simpatía pública acostumbra
a estar normalmente del lado del criminal, a menos que se vean
envueltos en el acto niños, cosa que en este caso no sucedía. Si
podíamos identificar a los amantes de Leporello como jóvenes
miembros de su propio servicio, entonces tendríamos un caso,
y bastante bueno, para llevarlo a prisión... Pero, como Manzini
señalaba, esto estaba muy lejos del asesinato y la conspiración
política, y los hombres importantes, incluyendo al director,
seguirían siendo inalcanzables. Roditi hubiera podido demostrar
que había cometido un asesinato. Balbo lo había cometido. Pero
Balbo estaba muerto, y Roditi no era utilizable por nosotros.
Al final de una hora de discusiones, decidimos concentrar
nuestro esfuerzo sobre las fotografías. Le pedí una lupa a
Manzini y me dediqué a estudiarlas detenidamente. Había más
de treinta en total, algunas claras, algunas desenfocadas, algunas
con unas poses tan contorsionadas que resultaba imposible
identificar a los participantes. Teníamos a Leporello, de eso no
cabía duda. Ahora me preocupaba saber si podría identificar a
alguno de sus amantes. El problema era que sólo teníamos
copias de contacto de treinta y cinco milímetros y cada una de
ellas tenía que ser examinada con minuciosidad. Hubiera sido
mucho más fácil en un estudio, en el que se dispusiese de todo
el equipo necesario, pero el material era tan explosivo que aún
no nos atrevíamos a ponerlo en otras manos.
Finalmente, tuve suerte. En una de las fotos había un
hombre al que estaba casi seguro de identificar: Giuseppe Balbo.
En otra había un rostro que, aunque estaba menos claro, me era
muy familiar. Busqué en vano su nombre, pero mi memoria,
estremecida y dañada por mis experiencias, no me lo
proporcionó. Llamé a Manzini y le mostré lo que había
encontrado.
Se puso muy contento.
—Si ése es Balbo; entonces tenemos todo lo que
necesitamos. Un criminal conocido, probablemente un asesino,
al que podemos identificar por sus huellas digitales y tu
testimonio, y que fue muerto por los hombres de Leporello en la
zona de mando de éste. ¡Sí, eso nos serviría! Y ese otro... bueno,
ya lo recordarás. ¡Ahora, escucha! No podemos permitir que
estas fotografías salgan de nuestras manos: Tendremos que traer
todo el equipo que necesitamos a la villa. ¿Puedes hacer ese
trabajo?
—No, sólo los fundamentos. Para esto se necesita a un
experto. Uno del que podamos fiarnos.
—Entonces, traeremos a uno del exterior. Llamaré a mi
gente de Zurich y ellos encontrarán a alguien y lo enviarán por
avión. Nos estamos acercando, mi Dante... Hemos dado dos
pasos más hacia delante. Quizá, después de todo, tu fiesta sea
una celebración de la victoria. Llamaré a Zurich
inmediatamente. Guarda esas cosas. No debemos escandalizar
a los sirvientes.
Aún faltaba una hora para la comida, así que salí a la
terraza y caminé arriba y abajo, tratando de razonar con calma
acerca de la situación de Lili. La mirase como la mirase, no había
salida para ella. La huida era imposible. Un veredicto de
inocencia era inimaginable. Sólo en mis dossiers ya había
bastante material como para condenarla veinte veces seguidas.
El director podía recomendar una deportación o un intercambio,
si veía alguna ventaja política en ello, mas para él lo más valioso
de todo era mantenerla en Italia.
Y se me ocurrió entonces una cosa que aún era más
desoladora. Lili sabía mejor que yo cuál era su propia situación.
Ahora, se había hecho realidad lo que ella más temía: la pequeña
habitación, las luces, las preguntas que llegaban de la nada. Ni
siquiera podía llegar a un trató para lograr un descanso. Le había
robado las últimas cartas de valor de su mazo. Habiendo
probado ya la libertad y la esperanza, ¿cómo podía tolerar ahora
la desesperación?
Manzini vino a unirse conmigo, frotándose las manos de
satisfacción. El equipo que necesitábamos estaba ya siendo
empaquetado en Milán. Su experto vendría en un vuelo de
Zurich al día siguiente. Al ver que estas noticias no lograron
ponerme contento, frunció el ceño y me espetó:
—¡Basta, Matucci! Me niego a seguir dándote el biberón. Tu
Lili no es ninguna niña. Si lo desea, sobrevivirá. Y, mientras
sobreviva, habrá esperanza. ¡Y no le haces ningún favor
atormentándote y rebajándote! Bueno, ¿ya tienes un nombre
para ese rostro de la fotografía?
—Aún no.
—Sigue intentándolo. Tengo que fijar la fecha de la fiesta,
para dentro de cuatro semanas. Mi secretaria está trabajando en
la lista de invitados y en las invitaciones. Será un acontecimiento
de gala. Este viejo lugar necesita que le demos algo de vida. Igual
que yo... y tú.
—Realmente, Bruno, no sé...
—¡Dante Alighieri, no ves más allá de la punta de tu nariz!
Ese es tu problema. Escucha, ¿crees que vas a poder volver al
Servicio de nuevo? Nunca... aunque te bañen con la sangre del
cordero y te den una nueva túnica bautismal. Así que tendrás
que empezar de nuevo. ¿Y dónde vas a empezar? ¿Como un
spazzino, barriendo la porquería de las calles? Naturalmente que
no. Quieres empezar en lo más alto de la escalera que te sea
posible. Para eso, necesitas amigos y recomendaciones. Ese es el
motivo de la fiesta... Y, dado que también es mi fiesta, debe ser
algo a lo que todo el mundo quiera asistir y luego todo el mundo
recuerde. «Che vale petere... e poi culo stringere...» Si tienes que
echarte un pedo, no aprietes el culo. Es malo para la salud. Te he
dejado un libro en tu dormitorio; lo encontrarás muy instructivo.
El libro era los Ricordi de Francesco Guicciardini, y lo leí
tras la cena en el estudio, porque Bruno se retiró muy pronto y
Pia Faubiani no había regresado de Bolonia. Mi padre era un
ávido lector, y yo había heredado este hábito de él; aunque
últimamente, entre la búsqueda de la información y la búsqueda
de las mujeres, lo había dejado a un lado. Ahora, como Satanás
cuando está enfermo, estaba muy dispuesto a ser contemplativo.
Y encontré la experiencia bastante placentera. También pude
comprobar que Messer Francesco Guicciardini era un
compañero muy entretenido.
Como yo, había nacido en Toscana, era florentino. A los
veintinueve años fue nombrado por la República embajador ante
el rey de España. El Papa León X, Médici entre los Médici, lo
hizo gobernador de Reggio, Módena y Parma, y el Papa
Clemente VII lo nombró teniente general de los ejércitos
papales. Estaba totalmente desprovisto de misericordia, pero
sabía gobernar y amaba a las mujeres de todas las clases, edades
y condiciones. El único hombre que supo manejarlo fue Cósimo
de Médici, que subió al poder impulsado por él y luego lo obligó
a retirarse a patadas. Pero Guicciardini era un superviviente
nato. Se retiró con gran elegancia, se dedicó a sus viñedos,
escribió libros y murió en paz, de un ataque al corazón, a los
cincuenta y ocho años.
Los Ricordi eran sus memorias secretas, una especie de
Diario de sus opiniones y experiencias, que fue lo bastante
inteligente como para jamás exponer durante su vida, y que
fueron publicadas siglos después de su fallecimiento. Manzini
había subrayado varios párrafos, anotándolos con su precisa
caligrafía.
«Ser abierto y franco es una cosa noble y generosa, pero a
menudo peligrosa. Por otra parte, es útil y a menudo
indispensable engañar y disimular, porque los hombres son
malvados por naturaleza.» (Así que sonríe, mi Dante.
¡Muéstrales que eres un hombre al que no le preocupa nada en
este mundo porque tienes todos los ases en la manga!)
«No culpo a aquellos que, enardecidos por el amor a su
patria, se enfrentan con los peligros para establecer la libertad...
aunque pienso que lo que hacen es muy arriesgado. Pocas
revoluciones tienen éxito y, aunque lo tengan, uno se encuentra
muy a menudo que no logran lo que esperaban...» (Que es el
motivo por el cual yo me echo atrás ante los desórdenes públicos
y procuro, en lugar de eso, seducir a los malvados, en secreto.)
«Casi todos los hombres están más preocupados por su
propio interés que por la gloria y el honor.» (Recuerda esto
cuando te enfrentes con el director, que es un patriota bastante
insoportable.)
«Creo que un buen ciudadano... debería mantener
relaciones amistosas con el tirano, no sólo por su propia
seguridad, sino también por el interés de todos los demás.» (Que
es el motivo por el que yo doy dinero al Movimiento y ceno con
el director, mientras planeo contigo su hundimiento. ¡Te has
preguntado eso, y lo sé!)
«No hay que tomar a la gente demasiado en serio cuando
exaltan las ventajas de la libertad... si pudieran obtener un buen
empleo en un Estado tiránico, correrían a aceptarlo.» (Yo iré aún
más lejos. Si ellos mismos pudieran llegar a ser tiranos, lo
harían, aunque para ello tuvieran que escalar una montaña de
cráneos.)
«Mis empleos bajo varios Pontífices me han obligado a
buscar su propia glorificación, para mi propio provecho.» (Me
pregunto si el director tendría esto en mente, cuando dio su voto
en favor de Leporello. Piensa en esto como un motivo para el
asesinato. El viejo Guicciardini hizo ejecutar a un montón de
gente en su tiempo.)
«El pasado ilumina el futuro; el mundo ha sido siempre
igual... las mismas cosas vuelven con distintos nombres, bajo
diferentes colores...» (Tú y yo, mi Dante, estamos tratando de
cambiar el curso de la Historia. Pero no esperemos demasiado.
El río sigue siendo el mismo.)
«Nadie conoce a sus súbditos tan poco como su dirigente.»
(En eso confiamos tú y yo. Creen haberme comprado. Saben que
te han asustado. No comprenden que aún no hemos comenzado
a devolverles los golpes.)
Estaba en este punto cuando dejé el libro y me fui arriba, a
la cama. Aún no podía apagar la luz, así que me quedé echado
largo tiempo, despierto, mirando al techo, hasta que Pia
Faubiani regresó de Bolonia.

Al día siguiente comenzaron a suceder una serie de cosas en


Pedognana. Los artesanos del latifundio llegaron en masa a la
villa y en el espacio de pocas horas convirtieron todo un desván
en un estudio fotográfico muy aceptable. El experto llegó de
Zurich, se le explicó la situación, juró guardar el secreto y
comenzó a trabajar instalando el nuevo equipo que había llegado
de Milán. A primera hora de la tarde llegó Corrado
Buoncompagni, el director del periódico de Manzini,
acompañado por un pequeño y regordete turinés al que presentó
como Milo de Salis, el conocido director cinematográfico.
Aquella noche éramos cinco en la cena: Manzini, Pia, Milo
de Salis, Buoncompagni y yo. El fotógrafo cenó solo en su
habitación, y continuo trabajando durante la noche. La comida
se convirtió en un consejo de guerra, durante el cual Manzini
expuso, por primera vez, la amplitud de sus designios. Lo había
visto con diversos estados de ánimo y representando muchos
papeles, pero jamás lo había acabado de identificar como el
director de gigantescas empresas, estratega de grandes y
arriesgadas campañas. Ahora, al fin, lo veía en este papel y me
asombraba la sutileza y audacia de su genio. Se mostraba
calmado, desapasionado, sin ningún apresuramiento, y sin
embargo captaba toda nuestra atención, como ningún orador
hubiera podido lograr.
—...No os pido ningún juramento, amigos míos. Desde este
momento, todos somos conspiradores. Todos corremos un
riesgo. Y todos comprendéis la naturaleza de ese riesgo.
Tendremos que usar a otras personas. Eso es inevitable. Les
daremos únicamente la información que necesiten para llevar a
cabo sus tareas. Por lo demás, mentiremos, ocultaremos,
confundiremos y despistaremos, para que el verdadero objetivo
sólo resulte claro para nosotros, dentro de esta habitación.
»Voy a definir lo que intentamos. Vamos a tratar de
desacreditar y apartar del poder a hombres que intentan
imponer por la fuerza, o por la amenaza de la fuerza, un
gobierno dictatorial. Creemos que esta forma de gobierno es
inaceptable para la gran mayoría de la gente. Sin embargo,
sabemos que puede ser impuesto, como ha ocurrido en el
pasado, y que con todos los mecanismos modernos de control
puede mantenerse en el poder durante mucho tiempo. Por
consiguiente, debemos hacer abortar el golpe de Estado que
sabemos ya ha sido planeado.
»Los métodos a nuestra disposición son limitados. Están
limitados por las consideraciones humanitarias y de sentido
común, y por la naturaleza del proceso democrático mismo.
Tenemos en nuestras manos una información explosiva que, si
fuera manejada de una forma no adecuada, confundiría la mente
del público y llevaría a desórdenes civiles, que a su vez,
suministrarían la mejor excusa posible para imponer el orden a
la fuerza. No podemos acudir directamente al pueblo, que se
encuentra ya dividido entre las facciones. Tenemos que acudir a
quienes se hallan en el poder, en base a sus propios intereses,
sean tales intereses ciegos o conscientes. En otras palabras,
trabajaremos dentro del contexto de la historia de este país, y no
de la de ningún otro. Aquí el pueblo habla pero no se le escucha.
Por consiguiente, no intentaremos manipular a ese monstruo de
múltiples cabezas. En lugar de ello, amenazaremos a quienes
tienen miedo del monstruo: ministros del Estado, grandes
funcionarios públicos, miembros elegidos de la Asamblea,
grandes industriales como yo, todos aquellos que tienen un claro
interés en el orden y en la seguridad pública.
»La amenaza no será abierta, sino implícita. No será
prolongada, sino repentina y sorprendente. Exigirá una acción
inmediata. La acción debe ser tal que obtenga la aprobación de
todos aquellos que se vean en peligro. Debemos estar preparados
para emprenderla.
»Los preparativos empiezan ahora. Corrado, a partir de la
edición del jueves, cambiarás la política editorial y de noticias
del periódico. Ya no seremos centristas, sino que nos iremos
deslizando muy rápidamente hacia la derecha. Sé que no te
gusta. También sé que a la plantilla aún le gustará menos. Te
toca a ti mantenerlos contentos con las mejores mentiras que
puedas contarles. No creo que lleguen a una huelga, pero,
incluso si lo hacen, eso nos ayudará. Quiero un gran artículo
sobre el trabajo del general Leporello. Digamos que algo así
como un ensalzamiento, mínimamente condicionado por unas
recomendaciones severas y críticas. En otras palabras, no
seamos ni cretinos ni indecentes. No quiero perder ni personal
ni circulación, pero quiero que se sepa que estoy dispuesto a
apoyar a la derecha, bajo ciertas condiciones. Quiero que me
llamen, y me inviten a comer. Entonces, yo los invitaré, a
cambio, a que vengan aquí.
»Milo, tu trabajo es más difícil, debido a la escasez de
tiempo y a los problemas técnicos que hay envueltos en él. Ahí
arriba tenemos una masa de documentos y notas recogida por
Matucci, de lo que lo más importante son los mapas militares y
los planes de campaña. Además, tenemos una colección de
fotografías de escenas y grabaciones sonoras. Tienes acceso al
material de los archivos cinematográficos y de los noticiarios.
Tienes tres semanas para escribir, filmar y montar una película
de diez minutos de duración, basada en todo ese material. La
película dirá que el general Leporello es un pederasta con sus
propias tropas, un asesino y un conspirador contra la seguridad
del Estado. Matucci te ayudará a montar la película. También
aparecerá como comentarista y como acusador final. Como
actor, necesita de una gran labor directiva. Espero que tengas
éxito donde yo he fracasado.
»Matucci, tú trabajarás con Milo en el film. Reclutarás y
tendrás a mi disposición dentro de esas mismas tres semanas
una guardia pretoriana de oficiales superiores que acepten
acudir contigo a una función oficial y actuar de acuerdo contigo
si se produce una cierta crisis inesperada. Bien, éste es el punto
más arriesgado del plan, porque lleva implícita la difícil cuestión
de cómo y cuándo debe revelárseles la naturaleza de la crisis. No
conozco a tus amigos. No puedo pretender decidir cómo vas a
tratar con ellos. Sólo te puedo decir una cosa: si nos fallan en el
último momento, quizá seamos derrotados, y los malvados
sobrevivan, más fuertes que nunca.
»Ahora, dejadme describiros el momento en que nuestro
plan da sus frutos o acaba en un desastre. He finalizado ahora
mismo los planes para una de las mayores aventuras de toda mi
carrera, una cadena de hoteles para turistas e instalaciones
marítimas por la costa sur de la península. Esta empresa traerá
un gran flujo de turistas y provocará la creación de industrias
subsidiarias de la turística en todo el sur subdesarrollado. Por
consiguiente, es de un interés primordial para el Gobierno.
Ahora, puedo anunciar que un consorcio de Bancos italianos y
extranjeros ha aceptado financiar la totalidad del proyecto. Me
propongo dar cuenta de esto en una reunión que se celebrará en
esta casa dentro de un poco más de tres semanas, a partir de hoy.
La reunión será privada. No será invitada la Prensa, pero
Corrado acudirá como invitado personal y portavoz hacia los
medios de comunicación. Si fracasamos aquí, deberemos, para
nuestra propia protección, publicar todo el material de que
disponemos.
»La lista de los invitados ya está preparada. Incluye a los
principales ministros y funcionarios, a toda la gente de la que ya
he hablado. El general Leporello y su esposa están en esa lista,
como también lo está el director del SID. Creo que el tono de
nuestros nuevos editoriales y artículos les animará a ambos a
acudir...
»Aún no he decidido qué es lo que sucederá esa noche.
Tendremos que esperar hasta que hayamos recibido las notas de
aceptación, para poder preparar un protocolo y un orden de
ceremonias. Consultaré con todos ustedes, de tiempo en tiempo,
antes de tomar decisiones. No obstante, dejen que les aclare bien
una cosa. Si ganamos, nadie nos dará las gracias. Si perdemos...
¡Bueno, lo mejor será que tomemos el próximo avión hacia Río!

Al día siguiente identifiqué al segundo hombre de las


fotografías de Leporello. Era el capitán Girolamo Carpi, en otro
tiempo ayudante de Pantaleone. Aquello fue una asombrosa
sorpresa. Establecía un nexo directo entre Leporello y
Pantaleone. También revelaba un lapsus abismal en mi
información acerca de Carpi, dado que no había en su dossier
militar ninguna sugerencia de que practicase desviaciones
sexuales. Yo lo había utilizado. Luego, lo había abandonado y
dispuesto su seguro exilio a una base de entrenamiento de
Cerdeña. Ahora tenía que pensar de nuevo en aquello y, si
resultaba posible, disponer su regreso a la península. Ninguna
de estas cosas iba a ser fácil. Ya no estaba en activo. Por
consiguiente, no tenía acceso a los archivos y no podía hacer
ninguna petición formal a las autoridades militares.
Fui a contarle la noticia y el problema a Bruno Manzini. Lo
meditó con ceño fruncido durante largo rato y luego anunció:
—Dante, ese hombre podría ser el testigo más importante
que tengamos. Lo necesitamos aquí, para interrogarlo, destruirlo
y, si es posible, hacerlo aparecer en la película, a tiempo para
nuestra función. ¿Cómo hacemos esto, sin mostrarle nuestros
naipes al Ejército?
—Me voy a Cerdeña con la foto en el bolsillo y lo asusto
para que hable.
—No, Dante, no puedo arriesgarme a dejarte salir de los
límites de Pedognana.
—Si pudiéramos hacer que destinasen a Carpi a Bolonia,
podríamos tener acceso a él fácilmente. Seguro que tienes
amigos importantes en el Ejército que pueden conseguir ese
traslado.
—Los tengo. El problema es hasta qué punto puedo fiarme
de ellos, en un momento como éste... Pero déjamelo a mí, Dante.
Tengo que pensar en ello con tranquilidad. ¿Qué hay de tus
pretorianos?
—Uno llega mañana, otros dos durante el fin de semana.
Los otros llegarán la semana que viene.
—¿Has decidido lo que les vas a decir?
—No puedo decidirlo hasta que haya hablado con ellos. ¿Es
muy importante su número?
—Menos que la seguridad. Diez oficiales de campo con
uniforme de gala resultarían muy impresionantes, pero
preferiría tener tres, resueltos y sabedores de lo que pasa, que
arriesgarme a que haya uno solo que vacile.
—Te lo diré cuando haya hablado con cada uno de ellos.
—Déjame preguntarte otra cosa acerca de Carpi. ¿Cómo lo
conociste, en primer lugar?
—Déjame pensar... Lo nombraron ayudante de tu hermano
hace unos dieciocho meses. Al cabo de seis meses, el director me
llamó y me sugirió que enrolásemos a Carpi como espía
doméstico. Me entregó el dossier de Carpi, que mostraba que
estaba viviendo por encima de sus posibilidades, y que tenía una
fuerte deuda con un prestamista de Roma. Fui a él con la
proposición de que, si trabajaba para el SID, pagaríamos sus
deudas y, además, le daríamos un estipendio mensual. Se
abalanzó sobre nuestra oferta...
—Pero su dossier te fue entregado por el director. ¿No lo
pediste por ti mismo al Ejército?
—No.
—Y conociendo el comportamiento de tu director con los
dossiers, ¿qué es lo que esto te sugiere?
—Que pudo ser arreglado antes de que yo lo viese.
—Exactamente. Ahora te diré algo más, mi Dante. El
director conocía bastante bien a mi hermanastro. ¿Recuerdas
que puso a la venta su colección de arte?
—Sí. Tenía correspondencia con Del Giudice.
—Y tu director pujó contra mí por algunas obras.
—Pensé que no estaba interesado en los viejos maestros.
—No lo está... excepto como un medio de cambio
negociable. Los compra como artículos no exportables. Los
vende, con un gran beneficio, a otro marchante, no tan honesto
como Del Giudice. Este marchante los hace copiar por un
experto, obtiene una licencia de exportación para la copia, y
envía el original fuera del país. Tres de las pinturas de mi padre
han seguido ese camino. Ése fue el tema de mi conversación con
Pantaleone, la noche de su muerte.
—¿Puedes probarlo?
—Sí. Pero no te engañes, Dante. Es un buen punto para un
dossier. Pero no es bastante para hundir al director, que está en
una posición estrictamente legal. Tenemos que probar un
asesinato.
—¿Con qué motivo?
—Provecho... a todos los niveles. Pantaleone muere.
Leporello lo remplaza como líder militar. Como Leporello ha
organizado el asesinato, el director pasa a ocupar el puesto de
Jefe del Estado, aunque sólo sea para mantener impoluto el
historial. ¿Es que no lo ves? Es el método clásico. Son como los
que saltaban sobre los toros agarrándose a los cuernos. El que
salta sobre la última bestia y le da la última palmada en la grupa
es el campeón. Sí, necesitamos a tu capitán Carpi. De alguna
manera, lo traeré aquí... Dime, ¿cómo te sientes?
—Mejor. Tenías razón. La cama es una buena medicina. Y
el odio aún lo es mejor. ¿Cuáles son nuestras posibilidades?
—Cosí cosí... Mitad y mitad. Todo depende del
comportamiento de los reunidos. Si se marchan, estamos
hundidos. Si se quedan, podemos triunfar. Es una ópera, mi
Dante, montada para gente que va a ver óperas. Todo el mundo
sabe de cabo a rabo el argumento. Lo que se trata es de saber qué
tal lo escenificarán y cantarán... Sé que ésta es, positivamente,
mi última interpretación. Espero poder llegar a la nota más alta,
mantenerla hasta el último acorde, y hacer la última reverencia.
Lo espero... eso es todo. Pero si ves que me pongo pálido,
apóyame contra algo hasta que caiga el telón... Dante, incluso si
logro traer a Carpi aquí, no habrá tiempo para realizar una
investigación completa. Tendrás que marcarte un farol con él.
—No me gusta eso. Esperemos y veamos si tú puedes
traerlo y si yo puedo lograr algo de él... Hay algo que me
preocupa, Bruno.
—¡Oh! ¿Qué es?
—Vas a hacer que un centenar y medio de personas muy
sofisticadas, de ambos sexos, vengan a tu casa a una fiesta de
celebración. ¿Cómo vas a lograr que permanezcan sentadas
durante diez minutos de proyección de un film muy sórdido, que
acusa a algunos de sus compañeros invitados, arroja sospechas
sobre otros y hace que todos se encuentren muy incómodos?
—Puedes creer, mi Dante, que he estado muy preocupado
por esa misma cuestión, tanto, que he hecho que mañana llegue
en avión desde Munich un tal profesor Mueller. Se trata de un
reconocido experto en psicología de masas y manipulación de
grupos. Quiero plantearle este problema en los términos más
precisos y en el ambiente en que surgirá. Preferiría haber podido
utilizar a alguien más familiarizado con el carácter latino, pero
no me atrevo a usar a ninguno de nuestros compatriotas. Es la
vieja historia, amigo mío: «Los enemigos de un hombre serán los
de su propia casa.» Es triste, ¿no?
—¡Qué extraño!
—¿El qué?
—Pantaleone usó esas mismas palabras ante Lili Anders.
—¿Referidas a qué?
—Déjame que piense... Quiero decírtelo sin equivocarme,
y mi memoria aún sigue gastándome jugarretas. Oh, sí.
Aparentemente Pantaleone tenía el hábito de hacer afirmaciones
crípticas, y luego rehusarse a explicarlas. Lili unió dos de dichas
frases: «No hay futuro simple para mí, porque mi pasado es
demasiado complicado», y las palabras que acabas de utilizar.
—¿En qué contexto fueron pronunciadas esas frases?
—Según entendí, en conexión con la Salamandra.
—¿Podrían haberse referido a Carpi, que era un espía
doméstico?
—Muy probablemente.
—Piensa en ello, Dante. Piensa en Carpi como íntimo de
Leporello, emisario del director, un hombre con libre acceso al
apartamento de Pantaleone... Piensa en él como el hombre que
mató a mi hermanastro.
—Y en mí, como en el hombre que lo empleó. ¡Muy
divertido!
—Me alegra que hayas visto el punto. Me dijiste que el
director estaba preparando un gran Libro Negro en tu contra. Si
implicamos a Carpi, tú también puedes encontrarte con
problemas.
—Bruno, enfrentémonos con los hechos. Puedes ponerme
sobre un montón de manzanas y granadas, puedes rodearme de
coros angélicos. Seguiré metido hasta el cuello en la merda. Soy
el hombre que comenzó todo esto. Soy el hombre que debe
acabarlo. Por eso voy a montar la película con Milo. Si las cosas
van mal, tienes que dejarme solo.
Alzó su cabeza canosa y me dedicó una pequeña sonrisa
enigmática.
—Dante, hijo de mi corazón, nunca subrayes lo obvio. Si
perdemos, no puedo permitirme el lujo que tú representas. Si
ganamos, ¡toca madera!, seremos los dos hombres muy
ocupados. Demasiado ocupados para gestos dramáticos...

Las siguientes tres semanas fueron un período de creciente


pánico, contenido únicamente por el tranquilo generalato de
Manzini. El salón de baile de la villa fue invadido por un ejército
de pintores, decoradores y electricistas. Un cobertizo fue
transformado en estudio, oficina y sala de montaje para Milo y
su equipo. Manzini trabajaba a veces en casa con un equipo de
secretarias, otras veces en Milán, de donde regresaba con el
rostro grisáceo y cansado, pero siempre con alguna nueva
palabra de aliento. Su lista de invitados estaba incrementándose.
Su campaña de Prensa había sido bien recibida por la derecha.
Leporello y el director habían aceptado venir. Aquel ministro o
el otro le habían enviado una nota personal de felicitación.
Milo y yo nos peleamos durante todo el montaje del film, el
preocupado por el impacto visual de su obra, yo siempre
inquieto por la lógica legal del caso que debíamos presentar. Mis
amigos llegaron, uno tras otro, a visitarme, y los sondeé como un
confesor antes de atreverme a decirles lo más mínimo acerca del
proyecto en que estábamos embarcados. Todos ellos estaban
preocupados por la situación de la República y las divisiones que
había en sus fuerzas armadas. Ellos mismos se mostraban
divididos en cuanto a los remedios a adoptar. Al final, sólo hubo
cuatro a los que creí poder abrirme con confianza total. A éstos,
les hice la proposición siguiente:
—Seréis invitados como huéspedes a una ceremonia oficial
que habrá aquí en la villa. Será un gran acontecimiento, y
llevaréis el uniforme de gala. Os garantizo a cada uno una chica
hermosa como acompañante. Bien, aquí está la razón: el lugar va
a estar lleno de gente importante, ministros, financieros, todo
ese tipo de gente. Habrá el contingente habitual de funcionarios
de seguridad en el edificio, pero no queremos que estén en la
sala del banquete. Por eso os quiero en él, con el aspecto de
invitados felices. Nos han dicho que algo puede suceder esa
noche. No os puedo revelar el qué. No quiero que me lo
preguntéis. Deseo que os fiéis de mí y vengáis por pura
amistad... y quizá también por todas esas cosas de las que hemos
estado hablando. No se os exige ninguna otra cosa más que
vuestra asistencia. Recibiréis la misma tarjeta de invitación que
cualquier otro. Bien, ¿podéis aceptar esto o no? Si podéis,
¿aceptaréis otra condición más? Esto es un secreto de Estado y
tendréis que mantenerlo como tal.
Aceptaron, y les creí. Eran amigos de todo corazón, tanto,
que eran casi como de mi familia, que es la única cosa en lo que
uno puede fiarse en este país raro y perturbado al que
pertenezco. Cuando se lo conté a Manzini, aceptó con breves
palabras, y dejó a un lado el asunto. Aquello era cuestión mía. De
mi responsabilidad. Cuando le pregunté acerca de Carpi, frunció
el entrecejo y agito la cabeza.
—Aún nada. Mañana voy a ir a Roma a ver a un amigo mío
en el Ministerio de Defensa. Con ello corro algunos riesgos y
tendré que llevar a cabo algunas maniobras muy retorcidas. Pero
espero que lo tengamos aquí a tiempo.
Aquello era algo que le iba a decepcionar. Pasó la última
semana entre carreras y frenética actividad. El día del gran
banquete, el capitan Carpi aún no había llegado.

En el consejo de guerra final, que tuvo lugar a las tres de la


tarde, se decidió que yo no asistiese en absoluto a la función,
sino que me presentase únicamente en sus momentos finales. La
razón era simple y perfectamente válida. Mi presencia podía
resultar molesta para Leporello y el director e introducir una
peligrosa nota de intranquilidad en una reunión cuyo éxito
dependía del cuidadoso montaje de una atmósfera.
Tras la reunión, Manzini nos hizo participar a todos en una
última vuelta de inspección. En el vestíbulo los invitados serían
recibidos por cuatro de las chicas de Pia y llevados a la primera
sala de recepción para ser presentados a Manzini y Pia, y luego
circular, mientras tomaban el cóctel, alrededor de una enorme
maqueta iluminada de la obra: un mapa en relieve a gran escala
de la punta de la bota de Italia, mostrando las arterias del
turismo y la localización de los lugares de desarrollo, así como
una serie de modelos indicando cómo serían las instalaciones,
una vez completadas.
Tras los cócteles pasarían a la sala de baile, que había sido
convertida en sala de banquetes para aquella ocasión. El lugar
estaba repleto de flores y la luz estaba dispuesta para favorecer
a la más fea de las mujeres. La disposición no era demasiado
habitual para un tal acontecimiento: una serie de pequeñas
mesas rectangulares, en las que se sentarían tres personas por
lado, de modo que los invitados se enfrentasen unos con otros en
pequeñas comunidades cerradas. A un extremo de cada mesa
había un cubo de plata en el que se hallaban seis paquetes planos
rectangulares envueltos en papel dorado y atados con una cinta:
regalos de recuerdo para cada invitado. Al otro extremo de cada
mesa había un pequeño aparato de televisión del diseño más
avanzado, conectado por circuito cerrado a un control situado en
una habitación adjunta. La mesa del anfitrión, situada en el
extremo más lejano de la sala, estaba dispuesta como una
herradura, con el aparato de televisión colocado entre las puntas
de la misma.
Cada invitado recibiría un programa, iluminado por Carlo
Metaponte y, como ironía imprudente final, las tarjetas con el
nombre de cada invitado estaban colocadas sobre pequeñas
monturas de plata con la forma de una salamandra. El programa
era simple: un brindis por el presidente de la República, un
parlamento inaugural del ministro de Turismo, una réplica de
Bruno Manzini, y el paso de una pequeña cinta de televisión
acerca del nuevo proyecto, producida y dirigida por Milo de
Salis.
Había también otros refinamientos: tres pequeñas cámaras
de televisión estaban situadas en diversos puntos de la sala: dos
estarían enfocados a las mesas en que Leporello y el director se
hallarían sentados. La tercera cubría la habitación, de forma que
todo lo que sucediese pudiese ser grabado en videotape, para
posterior evidencia. Leporello y el director estarían sentados en
lados opuestos de la sala, fuera de la vista el uno del otro. Uno de
mis pretorianos estaría sentado en cada una de sus mesas, con
otro en la mesa contigua. La cantidad de dinero que Manzini
había gastado era asombrosa. Lo que había empleado en
imaginación e ingenio era increíble en un hombre de sus años.
Cuando hubo terminado la gira de inspección, me llevó a su
estudio, sirvió coñac para los dos e hizo un último brindis a la
aventura:
—...No diré buena suerte, mi Dante. Lo que nos ha llevado
hasta este punto es creer, trabajar y atrevernos. Lo que suceda
esta noche dependerá de lo bien que hayamos calculado la
interacción de pequeños grupos de gente sometidos a una
experiencia súbita y anonadadora. Según Mueller, estamos
apostando a que su curiosidad sobrepasará su repugnancia y los
hará mantenerse sentados hasta el fin. No obstante, dice que
habrá un momento de crisis en el que, o bien Leporello o el
director intentarán irse, calculando que un repentino
movimiento puede cambiar el estado de ánimo del auditorio.
Debéis prevenir esto a toda costa. Naturalmente, estaréis
armados, pero sólo como amenaza. No debe haber violencia. Lo
que pase al final, claro, está en manos de Dios... Y, aunque quizá
no lo creas, Dante, Él debe de tener interés en el acontecimiento
de esta noche... Quizá debería decir en mi brindis: Ruego que Él
te mantenga a salvo, mi Dante, y te lleve a un puerto tranquilo.
Dije amén a esto, y fue lo más cercano a una oración que
hubiera pronunciado en mucho tiempo. Bebimos, y dejamos las
copas. Luego, Manzini soltó su última sorpresa.
—Dante, amigo mío, ¿has pensado en el mañana?
—¿Mañana?
—Sí. ¿Sabes?, llegará... a menos de que los dos muramos en
nuestro sueño.
—¿Y?
—Pues si nuestra estrategia tiene éxito, tendrás al director
y a Leporello arrestados bajo un cierto número de cargos. ¿Cómo
piensas proceder a partir de ese punto?
—Según los reglamentos. Una declaración del oficial que
efectúa el arresto. Una declaración del acusado. Los documentos
son enviados al magistrado. El magistrado los examina, sumario
de la acusación, entrega de las súplicas por parte de la defensa,
y un juicio público.
—Lo cual, claro está, ocasionará un escándalo
internacional.
—Sí.
—Y tendrá profundas consecuencias políticas.
—Inevitablemente.
—Consecuencias para las que ni el Gobierno ni el país están
aún preparados.
—Cierto.
—Dime qué consecuencias te imaginas tú.
—Tendremos un golpe fascista abortado. Habremos dañado
la fe pública en las altas jerarquías burocráticas. Habremos
proporcionado una grande y nueva fuerza a la izquierda... Por
otra parte, habremos afirmado que el Estado es capaz de
purgarse y regularse a sí mismo, en beneficio del pueblo.
—¿Y el resultado final?
—Es potencialmente saludable.
—¿Potencialmente?
—Así es como lo veo yo.
—Lo que aún nos deja un riesgo... un grave riesgo.
—¿Sí?
—El primer riesgo es tuyo. Tú has pasado la película. Tú
efectuarás el arresto y presentarás los cargos. Tú tendrás que
realizar el sumario de la acusación. ¿Tienes un caso completo?
—Contra Leporello, sí. Contra el director, no. Un buen
abogado podría sacarle de apuros.
—Y entonces, a ti te llevarán al paredón.
—Obviamente.
—¿Estás dispuesto a eso?
—Espero evitarlo.
—Podrías evitarlo.
—¿Cómo?
—Ocurren accidentes... accidentes afortunados.
—Ya sé... «El prisionero fue muerto mientras intentaba
escapar.» «El prisionero sufrió un ataque cardíaco mientras se
le efectuaba un interrogatorio normal y el médico de la Policía
halló en él un defecto mitral ya antiguo.» «Al sospechoso se le
concedió libertad provisional bajo instancias de sus abogados, y
no volvió a aparecer en las sesiones del juicio...» ¡No, Bruno!
¡Esta vez no! No lo haré ni por mí, ni por ti. Ni por el ministro o
el mismo presidente.
—¿Ni por el pueblo? Es tu pueblo, mi Dante.
—El pueblo se pertenece a sí mismo. Yo soy el único que me
pertenezco a mí. Me enseñaste esta lección, Bruno. Ahora, no
puedo olvidarla.
Me dio una larga y extraña ojeada. Sonrió, y abandonó el
asunto con un alzamiento de hombros. Luego, fue a su escritorio,
abrió un cajón y sacó del mismo una pequeña caja cubierta de
terciopelo. Me la entregó y dijo tan solo:
—Es un regalo. Espero que te guste.
Abrí la caja; dentro había un sello de oro. El símbolo
grabado era una salamandra coronada.
Mis emociones aún no eran muy firmes, y me sentí
profundamente conmovido. Sin embargo, Manzini no me dejó
manifestar ninguna expresión de gratitud. Permanecía junto a
mí, como un brujo sardónico, y me narró su último ejemplo
preventivo.
—...Somos víctimas de aquellos que nos aman, mi Dante.
Sueñan nuestros destinos y nos hunden en pesadillas. Planean
fabulosos viajes y nos echan las culpas cuando el viaje termina
en un naufragio. Sin embargo, no tenemos recurso alguno, pues
también nosotros nacemos soñadores y conspiradores... Mi
padre me robó su apellido y la herencia de su historia, y creyó
que me compensaría con el fundamento de la fortuna que tengo
hoy. Tu padre soñó con sus nobles sueños de un nuevo mundo,
y su familia sufrió por él. Al final, tú, mi Dante, te pusiste el
uniforme de los hombres que lo detuvieron.
»Y, sin embargo, cada uno de nosotros aprendió la misma
lección: no hay garantías; no hay nada permanente; la vida es un
acertijo propuesto por un comediante divino, y cuya respuesta
es tan simple que jamás la vemos hasta que es demasiado tarde.
Nunca te he contado esto, pero después de la guerra, cuando
fuimos, durante mucho tiempo, una nación de mendigos que
subsistía gracias a los fondos de reconstrucción que nos
enviaban de América y hacíamos todo tipo de extraños tratos
que hoy estamos intentando deshacer, pensé en la idea de
abandonar definitivamente Europa e invertir lo que me quedaba
de fortuna y vida en el Nuevo Mundo. Aquí me encontraba
enmarañado en la historia, atrapado como un cordero en un
zarzal, desgarrado, ensangrentado y totalmente confuso. Creía
que allí podría ser otro hombre, un constructor que sólo mirase
hacia el futuro...
»Regresé aquí, a Pedognana. Una tarde bajé a la capilla y
me senté durante largo rato mirando la losa que cubría la tumba
de Marie Claire. Traté de hablar con ella. No hubo respuesta,
porque así es el acertijo divino: los que no lo comprenden son
elocuentes, los que lo han resuelto al fin permanecen en silencio.
Entonces, lloré, las últimas lágrimas que jamás he derramado.
Entró el viejo don Egidio. Ya lo conoces. Es el típico sacerdote
campesino, no demasiado instruido, insustancial y desabrido, y
además algo borrachín, pero, pese a todo, muy astuto.
»No trató de confortarme. Me conocía demasiado bien para
intentarlo. Sabía que lo hubiese rechazado, considerándolo un
hombre demasiado ignorante para poder comprender la
complejidad de mi condición. Se sentó junto a mí, y me contó el
cuento del perrito con cola de paja... ¿No lo has oído nunca? Es
muy simple. Érase una vez un perrito que nació con la cola muy
corta. Se sentía avergonzado por este defecto, así que se hizo una
larga y bella cola de paja dorada. Entonces, estuvo muy orgulloso
de sí mismo. Agitaba su cola con el doble de vigor que cualquier
otro perro del pueblo. Paseaba muy orgulloso, dándose aires, y
era cortejado por todas las perras. Pero entonces, un día,
mientras estaba junto al fuego, en la granja de su amo, su cola se
prendió... Como es natural, no pudo librarse de ella. Corrió de un
lado a otro, ladrando, hasta que su dueño lo tiró al estanque para
apagar las llamas.
»Después, tuvo otro problema. Su verdadera cola seguía
siendo pequeñita y ahora tenía el culo tan chamuscado que todos
los otros perros se reían de él. ¿Y qué es lo que hizo? Había sido
muy feliz con su cola de paja, así que se hizo otra, pero desde
entonces tuvo gran cuidado de permanecer lejos del fuego...
Naturalmente, podría haber tomado otra decisión. Podría haber
tirado su falsa cola y soportado sus heridas, y dormido
confortablemente durante todo el invierno, tan cerca del fuego
como hubiera querido.
»...Uno pensaría que la moraleja es bastante obvia. Pero no
para don Egidio. Su conclusión era bastante distinta: el hombre
no es un perrito; abarca todos los elementos y es abarcado por
todos ellos, y puede sobrevivirlos a todos; puede decidir cuál será
su trato con la vida; la única cosa con la que no puede regatear
es con el precio final: muerte y soledad... Esta noche estarás solo,
mi Dante. Y estarás solo luego, porque no es bueno para nadie
que le vean acompañado del verdugo público. El anillo que te he
dado es un símbolo, no un talismán. La única cosa mágica que
tiene es el afecto que acompaña a su entrega. Recuerda esto
cuando te deje, como haré, como debo hacer...

Tenía una larga espera ante mí. Los invitados no llegarían


hasta las ocho y treinta. No se sentarían a cenar hasta las nueve
y treinta, que sería cuando yo bajaría a la sala de control y
seguiría los acontecimientos por el circuito cerrado, con Milo y
su equipo. En el momento en que Manzini terminase su
discurso, se apagarían las luces y se encenderían las pantallas de
televisión. Yo entraría inmediatamente en la sala de baile, me
apostaría en su interior, y cerraría la puerta. Si alguien trataba
de salir, lo detendría hasta el final de la proyección, a menos que
fuera una mujer. Aún faltaban veinte minutos para las seis. Fui
a mi habitación, puse el despertador para las ocho, leí unas
pocas páginas de Guicciardini y caí en un profundo sueño.
Me desperté descansado y extrañamente tranquilo. Me
afeité cuidadosamente, me bañé y me puse mi nuevo uniforme.
Cuando me miré en el espejo, vi a un hombre al que apenas si
reconocía: un oficial en servicio de un Cuerpo cuyo juramento
aún tenía un tono de realeza, cuya tradición de servicio, por
mucho que hubiera sido mancillada por algunos individuos, aún
representaba un blasón de honor. Los símbolos de rango me los
había ganado yo mismo. Yo, el hijo de un exiliado político, podía
afirmar haber prestado algunos servicios al país por el que él, a
su manera, se había sacrificado. A pesar de los sórdidos
recovecos de mi profesión, aún podía sentir cierto orgullo y una
pequeña y tímida amistad por el hombre que había dentro de mi
piel. ¡Pero ya basta! Ya era hora de irse.
Mientras bajaba por la escalinata hacia el vacío vestíbulo,
el mayordomo abrió la puerta y dejó entrar al capitán Carpi. Por
un momento no me reconoció, y cuando lo hizo, permaneció
imperturbable. Me dijo que había sido enviado desde Cerdeña
con despachos urgentes que debían ser entregados
personalmente, en mano, al general Leporello. Su avión había
sido entretenido en Cagliari, y se había visto obligado a alquilar
un coche para que lo trajese a Pedognana. Le dije que el general
estaba cenando, pero que lo llevaría ante él tan pronto como
hubiese terminado el acto. Me preguntó qué era lo que estaba
haciendo. Estaba totalmente a oscuras sobre todo el asunto. Lo
único que sabía es que su oficial superior lo había llamado, le
había dicho que tenía que actuar como correo en una misión
especial, y lo había enviado, asombrado, a aquel viaje. Me
pregunté qué tortuoso trabajo de equipo habría sido necesario
para lograr aquello. Lo llevé a la sala de control, le di una copa
de champán y un canapé, y me llevé a Milo aparte para advertirle
que no hiciera ningún comentario indiscreto. Luego, nos
sentamos para contemplar el espectáculo, mientras yo trataba
frenéticamente de imaginar cómo podía utilizar a aquel
imprevisto recién llegado. Cuando Manzini se alzó para anunciar
el brindis presidencial, ya había tomado mi decisión.
El ministro de Turismo hizo un discurso elegante e
ingenioso, quizás un poco largo, pero ello se debía a que tenía
gente importante a la que impresionar: su colega el ministro del
Interior, entre otros. Hizo notar la variedad y magnitud de las
empresas de Manzini. Alabó lo atrevido de su visión que, según
dijo, hacía que mucha gente parpadease, mientras otros
cerraban los ojos para esperar el trueno. Cumplimentó a los
banqueros por su planeamiento a largo plazo y su confianza en
la economía del país y su estabilidad política. Agradeció la
señorial bienvenida dada por el Cavaliere a todos sus invitados.
Dijo que la veía como el símbolo de la bienvenida que daba Italia
a los millones de turistas que la visitaban cada año. Deseó un
buen futuro al proyecto, aseguró a todos los participantes la
benevolencia del Gobierno, añadió uno o dos floreos
metafóricos, y se sentó entre corteses aplausos.
Entonces, Bruno Manzini se puso en pie y comenzó su
propio discurso:
—Agradezco al ministro sus amables palabras. También le
doy las gracias por su confianza en nuestra empresa, que es en
sí un acto de fe en el futuro de este amado país nuestro. Este acto
de fe es muy sincero, porque mis colegas y yo hemos empleado
grandes sumas de dinero en el desarrollo italiano en un
momento en que, a pesar del optimismo de mi buen amigo, el
país se halla dividido en muchos aspectos importantes. Puedo
decirlo aquí, en esta reunión, porque no hay Prensa que pueda
reproducir mis palabras y todos ustedes son hombres y mujeres
inteligentes a los que les preocupa, como a mí, el futuro de esta
nación y de sus hijos. Las decisiones de las que hablo son muy
profundas. Algunas son históricas, otras son políticas, y otras
son sociales. Somos un pueblo bajo una misma bandera, pero
también somos muchos pueblos con muchas historias distintas.
Tenemos demasiados partidos y muy poco consenso para lograr
con facilidad un gobierno para el pueblo y por el pueblo.
Demasiada riqueza se concentra en muy pocas manos, las mías
entre ellas. Sin embargo, el intento de eliminar estas diferencias,
como algunos tratan de hacer, por medios violentos y siniestros,
es una locura peligrosa; tan peligrosa, que podría negar de un
solo golpe todo lo que hemos logrado desde la guerra, todo lo
que esperamos edificar en los años venideros...
Entonces, le aplaudieron. Era un parlamento que todos
podían aceptar, porque no tenían que examinarlo demasiado
detenidamente. Conocían las divisiones, y también la violencia;
y todos ellos tenían siniestros chivos expiatorios simbólicos que
se llevaban sus pecados al desierto del olvido. Manzini los hizo
callar, lentamente, con una sonrisa y un gesto. Cambió su estado
de ánimo. Ahora, se mostraba feliz y bromista.
—...Hay una cosa en la que no sé si habrán pensado, amigos
míos: durante toda nuestra historia, los banquetes han sido
ocasiones importantes. Y eso es extraño, porque no somos unos
grandes comilones como los alemanes, ni grandes bebedores
como los franceses. Nos gusta la comida, nos gusta el vino y nos
gusta la compañía de las mujeres hermosas, de las que tantas
hay aquí esta noche. Pero el hecho es que hacemos historia a la
hora de comer. Hubo el banquete de Trimalción. Todos lo
recordarán: muy burdo, muy repugnante, aun cuando nos haya
llegado dignificado por el arte del gran Petronio. Luego, hubo el
banquete fatal de los Tolomeos y los Salimbenos, que bien
recordarán aquellos que, entre ustedes, tengan el privilegio de
ser toscanos. Éstos terminaron en asesinato. Pero les aseguro a
todos ustedes, amigos míos, que no habrá ningún asesinato aquí,
esta noche. Después estuvieron los cenacoli de la beata Catalina
de Siena, cuyas almas eran elevadas por las discusiones
espirituales y sus cuerpos mortificados por una dieta muy
restringida. Exceptuando a su reverencia monseñor Frantisek,
que se halla hoy aquí con nosotros como representante no oficial
del Santo Padre, me temo que no hayamos alcanzado este grado
de perfección espiritual. Sin embargo, me atrevo a pensar que la
de hoy es una ocasión histórica.
»...En los cubos de plata situados en cada mesa,
encontrarán un cierto número de paquetes. Si los caballeros
quieren pasarlos alrededor de las mesas, por favor... No, no los
abran aún. No tendrían sentido para ustedes hasta que no hayan
visto la película; que no es, debo advertírselo, la que les promete
el programa... Ésta es un documento privilegiado. La Prensa no
conoce su existencia. El público jamás la verá; sólo ustedes,
amigos y compatriotas. Será para ustedes una extraña
experiencia. Algunos de ustedes, especialmente las damas,
pueden sentirse descompuestos y turbados. Les ruego que sean
pacientes y tolerantes, hasta que el film se justifique a sí
mismo... Ahora, si giran un poco sus sillas, todos tendrán una
visión confortable de las pantallas de televisión que hay en cada
una de las mesas.
Aquélla era la palabra clave. En el movimiento que siguió,
dos de mis pretorianos se pusieron en pie y se apoyaron con aire
casual contra la pared... un solo paso los llevaría hasta Leporello
y Baldassare. Alguno de los otros hombres hizo lo mismo, así que
todo aquello tuvo el aire de un movimiento no premeditado,
para ponerse cómodos. Manzini prosiguió:
—Si alguno de ustedes duda en compartir con nosotros esta
experiencia, le ruego que salga ahora... ¿Están todos decididos?
¡Bien! En un momento se encenderán las pantallas de los
televisores y esta habitación será sumida en las tinieblas. Creo
que todos estarán de acuerdo conmigo en que los secretos deben
ser dichos en la oscuridad y disfrutados a la luz.
Aquélla era mi señal. Apresuré a Carpi para que saliera de
la sala de control, y llegamos al comedor justo cuando se
apagaban las luces y se encendían las pantallas de televisión.
Cerré la puerta, me metí la llave en el bolsillo del pecho y miré
hacia la pantalla más cercana.
Milo de Salis había decidido utilizar un método fílmico que
era tan simple como un silabario infantil y tan devastador como
una sentencia de muerte. Consistía en una serie de afirmaciones
directas y escuetas, en imagen y comentario. La imagen estaba
demasiado lejana para que me animase, pero me sabía el
comentario de memoria.
—...Ésta es una fotografía del general Massimo Pantalone,
que murió este año en Roma, en la noche de Carnaval.
»Éste es un certificado de defunción que indica que murió
por causas naturales... De hecho, falleció a causa de una
inyección de aire en su arteria femoral. Fue asesinado...
Hubo un jadeo de sorpresa, crujidos de movimientos, un
aleteo de susurros, y luego silencio al iniciarse de nuevo los
comentarios.
—Ésta es una fotografía del informe de la autopsia realizada
posteriormente, firmada por tres médicos de gran reputación.
»Ésta es una fotografía de un edificio de oficinas en la Via
Sicilia, donde estaban guardados los papeles del general, tras su
muerte. Los papeles fueron robados y dos hombres asesinados:
el Avvocato Bandinelli y el agente Calvi del Servicio de
Información de la Defensa...
»Ésta es la tarjeta de identidad del hombre que los asesinó:
Giuseppe Balbo, un criminal que utilizaba diversos alias.
»Entre los papeles del general se hallaban estos mapas:
Turín... Milán... Roma... Nápoles... Tarento... Son mapas
militares que han sido posteriormente alterados en ciertos
detalles, pero no sustancialmente. Muestran cómo, el 31 de
octubre de este año, una junta militar planeaba derribar al
Gobierno legítimo de Italia para establecer una dictadura.
»La flecha móvil ilustra cómo hubiera sido llevado a cabo
este plan.
»Los mapas y planes que acaban ustedes de ver se hallan en
posesión de este hombre, el general Leporello, que está invitado
aquí esta noche.
De nuevo se oyó una serie de ruidos, cuando todas las
cabezas se volvieron para identificar a Leporello. No lo pudieron
ver a la débil luz, así que, de nuevo, el comentrario atrajo toda su
atención.
—Ésta es una fotografía reciente del ayudante del general
Leporello, el capitán Matteo Roditi. En la actualidad, se halla
bajo cuidado psiquiátrico, porque fue torturado hasta
enloquecerlo, para impedir que pudiera testimoniar ante un
tribunal.
»Ésta es otra fotografía de Giuseppe Balbo, asesino, que fue
muerto mientras se resistía al arresto por parte de los hombres
del general Leporello.
»Éste es el «Club Alcibiade», un punto de reunión de
homosexuales, en donde el capitán Roditi se encontraba a
menudo con Giuseppe Balbo, quien, por extraño que parezca,
estaba alistado en los Carabinieri, bajo el mando directo del
general Leporello.
»Esta mujer, que aquí ven comprando con sus hijas en
Milán, es la esposa del general Leporello.
»Ésta es una carta de amor, una entre treinta, que escribió
al capitán Roditi, el ayudante de su esposo y verdadero padre de
sus hijas. Su relación amorosa era condonada por el general, por
una buena razón.
Aquél era el punto crítico que había predicho Mueller.
Leporello no podía defenserse a sí mismo, pero podía y debía
defender a su esposa. Instantáneamente, se puso en pie, con su
alta silueta monstruosa en la semioscuridad. Gritó:
—Esto es un ultraje contra una mujer inocente. Exijo...
No exigió nada. Mi pretoriano estaba a su lado, clavándole
una pistola en las costillas.
La voz de Manzini sonó como un toque de trompeta, desde
el estrado.
—¡Siéntese, general! Damas y caballeros, les suplico que se
controlen. No estamos aquí para insultar a una mujer, sino para
impedir un inminente derramamiento de sangre.
Hubo un jadeo de horror que podía notarse físicamente. No
se tranquilizaron en seguida. Miraron y esperaron hasta que
Leporello se sentó en su silla; luego, perdidos y sin líder, se
sometieron en silencio a las ultimas revelaciones brutales.
—Las siguientes fotografías van a escandalizarles, pero les
ruego que las contemplen cuidadosamente. Ésta muestra al
general Leporello llevando a cabo un acto sexual con Giuseppe
Balbo. asesino.
ȃsta lo muestra en otro acto con el hombre identificado
como ayudante personal, y probable asesino, del fallecido
general Pantaleone. Su nombre es capitán Girolamo Carpi.
»Este hombre, el general Leporello, fue elegido, señoras y
señores, para dirigir el golpe de Estado. Sin embargo, nunca
hubiera asumido él mismo el poder. Había otro hombre detrás
de él...
»...este hombre: el príncipe Filippo Baldassare, director del
Servicio de Información de la Defensa. Este hombre planeó la
muerte de Pantaleone, contrató a Carpi para asesinarlo y luego
dispuso las cosas para que Leporello lo remplazase.
De nuevo, el auditorio se volvió en la oscuridad, para
identificar a Baldassare. Yo era uno de los pocos que podía verlo.
Permanecía tranquilo e inconmovible, bebiendo coñac de una
copa de cristal tallado.
—¿Que quién soy yo? Soy el coronel Dante Alighieri
Matucci, del mismo Servicio. Recogí esta información. También
yo fui puesto en prisión y sometido a tortura psicológica, para
impedir que la revelase. Asumo plena responsabilidad del
contenido y presentaciónde esta película. Declaro que es verídica
y ofreceré documentos en su apoyo a las autoridades
competentes.
Se apagaron las pantallas. Se encendieron las luces y un
centenar y medio de personas se quedaron sentadas, atontadas
y demasiado avergonzadas para mirarse las unas a las otras. Me
adelanté en la silenciosa sala, con Carpi a mi lado, como un
sonámbulo. Tuve un momento de ciego pánico. Luego, recuperé
la palabra:
—Los oficiales presentes pondrán bajo arresto al general y
al príncipe Baldassare.
Y entonces recé. Dije en mi interior: «Amado Cristo, por
favor, haz que se muevan. ¡Por favor!» Se movieron. Colocaron
sus manos en los hombros de los dos implicados. El acto era
definitivo y completo. Ahora, tenía que hablar de nuevo. Me oí
a mí mismo decir:
—Cavaliere, señoras y caballeros, tengo aquí conmigo, bajo
arresto, al capitán Girolamo Carpi, quien testificará en el lugar
adecuado, su parte en este asunto.
Entonces, desde su propia mesa, Bruno Manzini se hizo
cargo de la situación.
—¡Compatriotas! Han sido ustedes insultados esta noche.
Han sido avergonzados y escandalizados. Pueden elegir no
perdonarme jamás el dolor que les he causado. No me excusaré.
Sólo les diré que es un precio pequeño a pagar por impedir el
derramamiento de sangre, las miserias de un alzamiento civil, y
la opresión de una nueva tiranía... Ahora, les ruego que nos
retiremos al salón, donde serán servidos el café y los licores.
Se alzaron lentamente y se movieron con los rostros en
blanco, como autómatas, llevando cada uno el regalo de la cena,
un dossier de los condenados con una nota cortés de la
Salamandra. También Elena Leporello se fue, y pasó junto a mí
sin reconocerme. Finalmente, no quedamos más que los
pretorianos, los acusados, Manzini, el ministro del Interior y yo
mismo.
Manzini y el ministro bajaron del estrado y caminaron
lentamente a lo largo de la habitación, hasta llegar a mí. Se
detuvieron. Me miraron, fríos e inexpresivos. El ministro dijo:
—Gracias, coronel. Hará lo que se deba hacer con estos
caballeros. Esperaré ahí afuera. Me informará antes de irse.
Bruno Manzini no dijo nada. Hizo exactamente lo que me
había prometido. Se fue.

Fue un extraño momento. Tres prisioneros y cinco


carceleros, silenciosos entre los restos de un festín de ricos.
Éramos como actores, helados en un escenario vacío, esperando
que el director de escena nos moviese. Entonces, comprendí que
yo era ese director y que, sin mí, la obra ni continuaría ni
concluiría. Debía moverme. Debía hablar. Debía decidir. Oí las
palabras como si surgieran de la boca de otra persona.
—Príncipe Baldassare, general Leporello, hagan el favor de
permanecer sentados. Ustedes, caballeros — dije a mis colegas
— háganme el favor de conducir al capitán Carpi a la sala de
monitores y esperar allí, hasta que los llame.
Dos pretorianos tomaron de los brazos al capitán Carpi y lo
llevaron, silencioso y sin resistencia, fuera de la habitación. Los
que hacían guardia junto al director y Leporello dejaron sus
puestos y salieron. Si había comprendido bien sus expresiones,
les alegraba el poder irse. Cuando la puerta se cerró tras ellos
quedé, al fin, solo con mis enemigos. No sentí triunfo alguno,
sólo una extraña sensación de desilusión y de pérdida y una vaga
humillación, como si mi mejor chiste no hubiera hecho gracia.
Ambos hombres permanecían muy rígidos en sus mesas, con las
manos planas sobre ellas, y los rostros apartados de mí. Estaban
tan lejos el uno del otro que a menos de que me mantuviese lejos
como el director de pista de un circo o un tirano de teatro, no
podía dirigirme a ellos al mismo tiempo, ni siquiera abarcarlos
con una sola mirada. Tenía que enfrentarme con ellos, uno tras
otro, rostro humano contra rostro humano. Fui primero hacia
Leporello. Llevé una silla frente a él y me encontré mirando al
rostro de la muerte. Le dije:
—General, es privilegio suyo el ser mantenido bajo arresto
en un cuartel, en la custodia de oficiales del Servicio, y también
puede elegir ser juzgado por las leyes militares. Si usted no
acepta este privilegio, quedará inmediatamente sujeto a un
proceso civil. ¿Qué es lo que elige?
No me contestó. Permaneció sentado como un hombre de
piedra, frío e inmóvil.
Lo intenté de nuevo:
—General, hay formalidades. Quiero hacerlas lo más fácil
y simplemente que sea posible. Si quiere usted hablar con su
esposa, haré que la traigan. Después, como ya sabe, no será tan
fácil. Si no se encuentra bien, puedo llamar a un doctor. Por su
propio bien, general, le aconsejo que me conteste.
Ni siquiera me había oído. Sus labios estaban cerrados. Sus
ojos tan en blanco como si fueran guijarros. Tendí una mano y
la coloqué sobre su muñeca. Notaba su pulso, pero nada más.
Los músculos estaban tan rígidos como si fueran de hierro; no
hubo un estremecimiento de reconocimiento o de aversión.
Entonces, oí la voz del director, fría e irónica como siempre:
—Una clásica fuga, Matucci. Huida total al interior de sí
mismo. No le sacará nada esta noche... o tal vez nunca. Si yo
fuera usted, llamaría a un doctor y tendría a su esposa presente
mientras diagnosticaba, para cubrirse a sí mismo.
Me volví para mirarle, frío y sonriente, bebiendo una copa
de coñac y fumando un cigarro. Alzó su copa en un brindis:
—Felicitaciones, Matucci... ¡Juicio por televisión! Me
pregunto por qué jamás pensé en ello. Es un proceso nada
democrático, pero muy efectivo.
Sirvió una copa de vino y la empujó en mi dirección, sobre
la mesa.
—¡Siéntese! Tranquilícese. Soy un testigo cooperativo.
Puede permitirse mostrarse agradable conmigo. Me imagino que
debe de haber pasado una velada bastante tensa. Sin embargo,
debe de estar muy satisfecho. Lo tiene todo ahora, excepto a un
tipo cantando Sic transit y haciendo arder lino bajo su nariz.
¿Cuál es el siguiente movimiento?
—Conoce el código tan bien como yo, señor.
—Y conozco la profesión mejor, Matucci. Presentó muy
bien su caso contra Leporello... aunque dudo que jamás tenga
que enfrentarse a un juicio. Ese hombre fue siempre un
psicópata, en huida continua de la realidad. Esta noche lo ha
empujado más allá del límite, y dudo que jamás regrese. Y
aunque lo haga, un buen abogado presentará el atenuante de la
locura, y el Estado, en su propio interés, estará de acuerdo. Y
contra mí, ¿qué es lo que tiene? A Carpi, un hombre de paja, que
puede ser aterrorizado, sobornado o eliminado antes de que
logre una sola línea decente de testimonio de él. De todos
modos, es su caso, y usted debe llevarlo a término, gane o pierda.
A menos, claro está...
—¿Qué?
—A menos que esté usted abierto a una pequeña lección de
alta política. Como ya le dije, siempre supo muy poco de esta
disciplina. Es eso lo que no le ha permitido progresar en su
carrera.
—Si está proponiéndome un trato, la respuesta es no.
—¡Mi querido Matucci! ¿Por qué siempre me infravalora?
¿Cree que sería tan tonto como para proponerle un trato a un
hombre que al mismo tiempo es honrado y se halla en su
momento de triunfo? Por el contrario, le invito a una madura
consideración de la realidad... La alta política no tiene nada que
ver con la moral, ni tampoco con la justicia, sea relativa o
absoluta. Es el arte y la profesión de controlar grandes masas de
gente, de mantenerlas en precario equilibrio entre sí y con sus
vecinos. Todos los medios son buenos para los estadistas, y éstos
deben estar preparados para usarlos en todas sus variantes,
desde el hacha del verdugo hasta la fiesta del circo. El estadista
jamás debe sobrevalorar su triunfo o perder valor por una
adversidad pasajera. De vez en cuando, necesita una víctima,
aunque sólo sea para evitar un holocausto. Para él, la clemencia
no es una virtud, sino una estrategia... Sólo el fin es constante,
y este fin es mantener controlado al monstruo de múltiples
cabezas, calmarlo cuando gruña, reprimirlo cuando se muestre
demasiado juguetón, asombrarse ante sus visiones, pero darle
un sedante antes de que se conviertan en pesadillas... Usted,
Matucci, sigue siendo un servidor del Estado... aún no es un
estadista. Esta noche tiene la oportunidad de convertirse en uno.
Se interrumpió, echóse un trago de su copa, chupó el
cigarro y me sonrió entre las volutas de aromático humo. No dije
nada, y al cabo de un rato comenzó una nueva consideración.
—En este momento, Matucci, está usted en una posición de
considerable fuerza. Ha impedido un golpe militar. Ha
desacreditado a los autores del mismo. Tiene dos víctimas
importantes que echar a los leones, a Leporello y a mí. En
Manzini tiene un amigo poderoso. En el ministro, un importante
mecenas, que sólo espera que le dé el consejo correcto... Piense
en el ministro, Matucci. Es un político, una caña pensante, que
es empujada por cada hálito de la vociferación popular, por cada
susurro que se produce en los corredores de la Asamblea. ¿Que
es lo que quiere? ¿Qué es lo que desearía usted si se hallase en su
lugar? ¿Un triunfo discreto y bien manejado, o una bandeja
repleta de cabezas ensangrentadas...? Una cabeza es útil. Uno
puede clavarla en una pica y exponerla, como advertencia al
populacho. Más de una es una carnicería... ¿Qué cabeza
seleccionaría usted para la pica? Desde mi punto de vista, que
admito puede estar sometido a prejuicios, la menos inteligente.
Ya la tiene, ahí... La mía vale mucho más para usted y para el
ministro, si la deja sobre mis hombros. Estoy desacreditado, así
que no puedo hacer ningún daño a menos que me lleven a
juicio... Si hacen eso, mi querido Matucci, le prometo una serie
de escándalos que serán vociferados desde Moscú al Golden
Gate. Por otro lado, si se me ofreciese clemencia, sabría
mostrarme agradecido. Desaparecería de la escena, y dejaría un
rico legado de información a mi sucesor... ¿Me explico con
claridad?
Entonces, me sentí avergonzado por él. Por un momento,
había sido elocuente, ahora apenas era plausible. Se lo dije
secamente:
—Yo también debo dejar una cosa bien clara. No tengo
autoridad alguna para ofrecer clemencia.
—Mi querido amigo, eso ya lo sé. Iré aún más lejos. Sería
inútil y peligroso para usted el tratar conmigo. Debería
únicamente tratar con el ministro.
—¿Qué es lo que me pide, entonces?
—Quiero hablar con el ministro en privado, ahora.
—Quizá no quiera hablar con usted.
—Querrá. Y después pedirá hablar con usted.
—¿Y?
—Lo único que le pido es que le dé una honesta respuesta
profesional a cualquier pregunta que le haga.
—¿Puede usted estar seguro de que haré tal cosa?
—No. Espero que lo haga. No tiene razón alguna para
apreciarme. No le culparía si apurase hasta el máximo la ventaja
de que ahora dispone. De hecho, me sorprendería mucho que no
lo hiciese. De cualquier modo, ya le he dado la lección; ahora,
haga lo que quiera. ¿Le transmitirá mi petición al ministro?
—Écheme una mano con Leporello; lo llevaremos a un
dormitorio. Llamaré a un doctor, y entonces veré al ministro.

La entrevista entre el príncipe Baldassare y el ministro duró


más de tres horas. No estaba presente. Estaba encerrado con el
profesor Malpensa, de la Unidad Psiquiátrica del Ejército, de
Bolonia, que había sido sacado de la cama y traído en helicóptero
a Pedognana. Con él estaba el doctor Lambrusco, invitado de la
reunión, y médico de cabecera de Manzini.
Les había pedido que examinasen por separado a Leporello,
luego conjuntamente, y que me entregasen un diagnóstico
común. Lo expresaron por escrito: «...un estado catatónico o
seudocatatónico, expresión de un profundo impulso de fuga
inducido por la culpabilidad y el shock. Recomendamos
conjuntamente que el paciente sea internado para ser sometido
a observación clínica. En nuestra opinión, en la actualidad el
paciente es incapaz de llevar a cabo una comunicación racional,
y el someterle a interrogatorio o confinamiento seria inútil y
peligroso. La prognosis es dudosa.»
Acepté el documento, entregué al general en manos del
profesor Malpensa, que se lo llevó volando a Bolonia, y luego fui
a buscar a Manzini. Sus invitados se habían ido hacía rato, y
estaba sentado, solo, en el estudio. Estaba algo desmejorado,
pero aún alerta y dicharachero. Me recibió con una sonrisa y un
amargo y seco carraspeo:
—Bueno, Matucci, lo hicimos!
—Sí... ahora todo está muy tranquilo.
—Qué era lo que esperabas? ¿Guirnaldas y una marcha
triunfal?
—Bienaventurado el que no espera nada, porque seguro que
es eso lo que recibirá... Me gustaría un buen coñac.
—Sírvete tú mismo —hizo un gesto en dirección al bar—.
Nuestro amigo Baldassare está intentando llegar a un acuerdo
con el ministro.
—Lo sé.
—¿Te sorprendería saber que he recomendado que lo haga?
—¿En qué términos, Bruno?
—He afirmado que, sin la cooperación y connivencia del
director, jamás hubiéramos podido llevar a cabo el drama de esta
noche.
—Eso no es cierto.
—Lo sé. Tú también. El ministro también. Pero resulta ser
una ficción muy adecuada en este momento. ¿Alguna objeción?
—Ninguna.
—¿Lo apruebas?
—No lo apruebo. Creo que es conveniente.
—Vas aprendiendo, mi Dante.
—Por las malas. ¿Qué parte del asunto de esta noche llegará
a la Prensa?
—Por informe directo, nada. Por filtraciones y comentarios,
bastante. Es desafortunado, pero inevitable.
—¿Podrías ponerte en contacto con el director de tu
periódico?
—Naturalmente. ¿Por qué?
—Me gustaría que estuviese dispuesto a mandar un
reportaje a los servicios de noticias. Nos hemos perdido las
ediciones matutinas, pero llegaremos a las vespertinas, y los
corresponsales internacionales lo tendrán en el teletipo cuando
se abran las oficinas por la mañana.
—¿Qué es lo que tienes en mente?
—No puedo decírtelo hasta que haya hablado con el
ministro.
Me lanzó una rápida mirada calculadora y luego hizo un
gesto de satisfacción:
—Bene! Al final puedo estar de acuerdo, Dante Alighieri.
Me he preguntado, durante mucho tiempo...
—¿Qué es lo que te has preguntado?
—Qué parte en ti era hombre, y cuánto el resultado de las
circunstancias. ¡Perdóname! ¿Cómo sabe uno si una nuez está
buena, hasta que no parte la cáscara? Eres un hombre lleno de
contradicciones, mi Dante. Eres un héroe y un cobarde. Eres
inteligente y estúpido. Eres tan blando como el barro y tan duro
como el hierro. Un amigo puede comprarte con una sonrisa, una
bolsa de oro no te corrompe. Cómo terminarás es algo que sólo
Dios sabe; pero me alegra darme cuenta de que no he
malgastado mi tiempo en ti... Excúsame, llamaré al director de
mi periódico.
Hacía unos tres minutos que se había ido, cuando se abrió
la puerta del estudio y apareció el ministro. Al ver que estaba
solo, empezó a hablar bruscamente.
—Tengo algunas preguntas que hacerle.
—A su servicio, señor.
—Necesito respuestas directas, sí o no.
—Lo comprendo, señor.
—Las acusaciones que ha hecho públicas esta noche, son
ciertas?
—Sí.
—¿Puede mantenerlas ante un tribunal?
—Puedo mantener las que van en contra del general
Leporello. Las formuladas contra el príncipe Baldassare serán
más difíciles de probar.
—¿Podría garantizar una condena en su caso?
—Garantizar, no.
—¿Pero estaría usted dispuesto a proceder?
—Como oficial de la Seguridad Pública, sí.
—Ha condicionado esa afirmación. ¿Por qué?
Le entregué el informe médico sobre Leporello, y esperé en
silencio mientras lo leía. Lo dobló y me lo devolvió.
—Repito la pregunta, coronel. ¿Por qué ha condicionado
usted su última afirmación?
—Porque se me ha comisionado para actuar y dar consejos
como oficial de la Seguridad Pública. No se me ha pedido que dé
opiniones de naturaleza política.
—Comprendo su punto de vista. Ahora, le pido que me
ofrezca, sin prejuicios, una opinión política. Gracias a sus
esfuerzos, hemos evitado una crisis nacional. ¿Cómo deberíamos
actuar para evitar un escándalo nacional?
—Tenemos arrestados a dos hombres muy importantes,
señor. Uno es claramente incompetente a causa de su estado
psicopático. El caso contra el otro está incompleto; y aunque
pudiéramos completarlo, nos arriesgaríamos a que hiciera
revelaciones muy molestas y perjudiciales para la seguridad
pública. También correríamos el riesgo de que se produjesen
profundas y divisorias enemistades en la República, y entre la
República y sus aliados. Yo aconsejaría, con deferencia y respeto,
que se permitiese al príncipe Baldassare retirarse de la vida
pública y salir, en el plazo máximo de doce horas, de los confines
de la República.
—¿Podría hacerse eso sin provocar una queja pública?
—Habría comentarios hostiles, muchos. Y también algunos
aprietos políticos. Desde mi punto de vista, eso sería un mal
menor que un juicio célebre y escandaloso.
—¿Cuáles son sus sentimientos personales con respecto al
príncipe Baldassare?
—Admiro mucho su talento. He aprendido mucho de él. No
apruebo su política y sus ambiciones personales. Y tengo razones
muy privadas para verlo derrumbarse.
—¿Cuáles son esas razones?
—Ha metido en prisión a una mujer, que en otro tiempo fue
agente extranjera, de la que estoy enamorado. Ha perjudicado
mi carrera. Ha conspirado para someterme a una tortura
psicológica de la cual sólo me he recuperado muy recientemente.
—¿Pero aún recomendaría su libertad?
—Como conveniencia política, sí.
—¿Dispondría y supervisaría esa actuación?
—¿Que es lo que quiere decir, señor, si acepto una
responsabilidad personal sobre el asunto?
—Sí.
—Y, como consecuencia, absuelvo al ministro y al Gobierno
y me coloco en una situación delicada, ¿no?
—Lo expresa usted de una forma muy exacta, coronel.
—Naturalmente, lo podríamos hacer de otra manera, señor.
—¿Cómo?
—Me da usted una orden ministerial. Yo la ejecuto. Muy
simple.
—Demasiado simple, coronel, y usted lo sabe. Un político
no puede permitirse ser patriota. En el momento en que es
elegido, abandona ese lujo. Sé que es una decisión difícil.
¿Quiere algún tiempo para pensarlo?
—No hay tiempo, señor.
—Entonces, ¿una condición? ¿Un regalo para endulzar el
riesgo?
—No, señor. No estoy en venta... ya no. Lo haré. Lo pondré
al otro lado de la frontera esta noche. El Cavaliere Manzini me
ayudará a enfrentarme con la Prensa.
—Muchas gracias, coronel.
—¿Hay alguna cosa más?
—Otro asunto. Me gustaría que se presentase ante mí, tan
pronto como le sea posible, en Roma. Tenemos que comenzar a
limpiar la casa.
—Permítame recordarle, señor, que sigo en libertad
provisional, bajo las acusaciones efectuadas por el general
Leporello.
—Esas acusaciones serán retiradas. A partir de este
momento, vuelve usted a estar en servicio activo.
—¿Dependiendo de...?
—De mí, coronel. Cuando regrese a Roma, creo que podré
confirmarle su nombramiento como director.
Quería que aquello fuera como un espaldarazo... maná en
el hambriento desierto de la carrera de un burócrata. En lugar de
ello, me supo como las frutas del mar Muerto, polvo y cenizas en
la lengua. Durante un momento, me había sentido un buen
patriota; ahora, con el premio, me había vuelto a convertir en
una puta. Sin embargo, aquéllas eran las reglas del juego. No
tenía más elección que jugar o tirar las cartas sobre la mesa. Me
incliné, sonreí y dije:
—Gracias, señor. Me hace usted un gran honor.
—Gracias a usted, coronel. Buenas noches.

Era extraño estar sentado en la mesa del director. Para ser


un hombre tan elegante, tenía una oficina muy deslucida. No
había adornos, ni cuadros, ni fotografías, ni siquiera un hacha
del lictor. Los únicos símbolos de poder eran los archivadores
grises, el teléfono con codificador y el interfono, que podía hacer
venir a veinte personas a la carrera, a atenderme. El viejo Steffi,
que estaba sentado al otro lado del escritorio, inclinó hacia mí su
cabeza de loro y carraspeó:
—¡Je, je, je! ¡Así que ya has llegado, Matucci! ¿Cómo se
siente uno? ¿Se ajusta tu culo al asiento de los poderosos? ¿Y
ahora qué, hermanito? ¿Cuál es la política? ¿Izquierda, derecha
o centro?
—En el centro del camino, Steffi. Tolleranza. Creo que
todos necesitamos respirar un poco.
—Lo mismo que antes, ¿eh? Hasta que alguien tire una
bomba en Turín o la Policía dispare sobre los manifestantes en
Catanzaro y a los muchachos de arriba les entre el pánico y
aúllen pidiendo acción. ¡Me pregunto lo tolerante que serás
entonces...! Bueno, speriamo bene...
—Vamos, Steffi, dame algo de tiempo.
—Yo puedo darte tiempo. Todo el tiempo que desees. Pero,
¿y ellos...? ¿Y tú?
—¡Por favor, viejo amigo...!
—Bueno, estoy aún sin trabajo, y me han retorcido la nariz
hasta sacármela de sitio. Lo lamento. ¿Qué es lo que quieres que
haga?
—He llamado al comandante de Mantellate. Te espera. Le
entregarás la carta del ministro y la mía. Te confiarán a Lili. La
llevas a su apartamento. Estaré allí cuando llegues.
Me miró como si fuera algún animal curioso que hubiera
aparecido al levantar una piedra. Había desprecio en sus ojos, y
una especie de pena asombrada.
—¡Dios mío! ¿Qué tipo de hombre eres, Matucci? Es tu
mujer, ¿por qué no vas a buscarla tú mismo? ¿Qué es lo que
tienes en esas venas, agua helada?
Entonces, me irrité, me irrité amarga y desesperadamente.
Solté sobre él toda la furia acumulada durante los últimos meses.
—Te diré qué clase de hombre soy, Steffi. Sangro como
cualquiera. Me duele como a cualquier otro. Estoy harto y
cansado y mal entendido por cada estúpido que piensa que posee
todos los secretos del Universo. Estoy harto de todos los
bastardos tranquilos como tú que piensan que pueden añadirme
a una columna, y pagarme como una puta tras una hora de
cama. Estoy harto de amigos que hablan como padres confesores
y esperan que luego camine ya para siempre con un saco y
cenizas. ¿Quieres saber por qué no voy a ir a la prisión? Te lo
diré. Porque la primera vez que Lili me vea será en compañía del
comandante, un notario y un carcelero con una pistola en el
cinto. Tendré el mismo aspecto que ellos, y no quiero que me vea
así; porque no es ése el tipo de hombre que soy. Al menos, no
para ella. Quiero abrazarla, besarla, reconfortarla y no podré
hacerlo mientras cada prostituta y ladrona de la galería hace un
chiste sucio acerca de ello, y cada pequeño funcionario sonríe,
tapándose la cara con la mano... No la someteré a eso. Te pedí
que fueras porque pensé que eras mi amigo. En lugar de ello, te
quedas ahí sentado, me insultas, y haces estúpidos chistes de
ghetto, como si Dios te hubiera dado el derecho a ser la
conciencia del mundo. ¡Ahora, lárgate de aquí! Encontraré a
alguien que lo haga.
No se movió. Permaneció allí sentado, con la cabeza baja y
moviendo los labios como si no pudiera construir frases
coherentes. Finalmente, me miró, y en su mirada había
compasión y un nuevo tipo de respeto.
—Soy un viejo estúpido con cerebro de pájaro y boca de
rana —dijo en voz baja—. Lo lamento. Me alegrará mucho hacer
eso por ti.
—Gracias.
—¿No estarás asustado?
—Sí, Steffi, estoy asustado.
—Piano, piano, ¿eh...? ¡Tómatelo con mucha calma!
Aun para un director las formalidades son largas en Roma.
Los funcionarios pasan, pero la gran máquina de papel sigue
funcionando, masticando centenares, millares y millones de
resmas de carta bollata, firmadas y contrafirmadas y
estampadas y selladas, y metidas en bocas de buzones y dejadas
caer en depósitos subterráneos, hasta que un día, soleado o
nuboso, algún pobre diablo va a la cárcel y permanece allí
mientras excavan, o dicen que lo hacen, en búsqueda de la línea
de evidencia que puede probar que es inocente.
Llené el apartamento con cestas de flores. Tenía champaña
enfriándose en un cubo, canapés en una bandeja de plata y todo
un refrigerador repleto de comida. Terna los documentos de la
alcaldía para hacer públicas las amonestaciones en la Colina
Capitolina. Incluso tenía un anillo de compromiso de diamantes,
especialmente diseñado por Bulgari. Tuve que esperar una hora
y media antes de que Lili llegase a casa.
El sonido del timbre fue como las campanas de los camellos
en el desierto. Cuando abrí la puerta, estaba sola, y muy quieta.
La alcé en mis brazos y me asombró el notar lo ligera que era
ahora. La besé, la apreté contra mí y me pregunté dónde se
habría ido toda la pasión. La senté en el sillón y la serví como a
una princesa. Y entonces, la miré... Estaba tan pálida que casi
era transparente. Se había quedado en piel y huesos. Le colgaban
las ropas como las prendas de un espantapájaros. Tenía la boca
atormentada y sus manos aleteaban nerviosas. Sus ojos, aquellos
ojos elocuentes, estaban vidriosos y tan opacos como piedras.
Comió y bebió, sin hambre, de una manera mecánica, y cuando
le puse las manos en su frente y sus mejillas, lo aceptó, pero no
respondió. Me arrodillé Junto a ella y le supliqué:
—Dime, Lili, ¿qué paso? ¿Qué es lo que te hicieron?
—No mucho. A veces, me interrogaban. La mayor parte del
tiempo, me dejaban tranquila.
—Lili, sabes que yo no te envié ese telegrama... Me miró sin
comprender.
—¿Qué telegrama?
—Me dijeron que habías vuelto a causa de un telegrama
supuestamente mío.
—No hubo telegrama.
—Entonces, ¿por qué regresaste?
—Recibí tu carta. La leía cada noche, antes de ir a
acostarme. Una noche, no la encontré. Pensé que la habría
traspapelado. Al día siguiente, había salido a pasear. Mi amigo
de Lugano se detuvo y me ofreció un paseo en su coche. Subí.
Alguien me puso un algodón sobre la cara. Lo siguiente que
recuerdo es que estábamos en Italia, cerca de Bolzano. Entonces,
otros dos hombres se hicieron cargo de mí, y me trajeron hasta
Roma. Eso es todo. Excepto que me dijeron que tú también
estabas en prisión.
—Oh, cariño, cariño... Lo lamento tanto.
—No importa.
—Escucha, amor mío. Esto es lo que va a pasar. Voy a venir
a vivir aquí contigo. Voy a cuidarte y hacer que te pongas bien,
y vamos a casarnos. Mañana aparecerán las amonestaciones en
la Colina Capitolina. ¡Después de eso, ya no habrá ningún
problema! Serás mi esposa. Estarás bajo la protección personal
del director del SID, por siempre jamás, amén... ¿Qué te parece
eso?
—Me parece la cosa más hermosa del mundo, Dante
Alighieri. Pero no la quiero.
Mientras la miraba, sin comprender, vi la primera oleada
de vida en sus mejillas, la primera emoción que aparecía en sus
ojos. Adelantó las manos, que ahora no eran suaves, sino
delgadas y arrugadas como la seda cruda y las puso sobre mi
rostro. Luego, me dijo, con mucha amabilidad:
—Dante, sé que me amas. Tu carta fue el cumplido más
conmovedor que jamás haya leído en toda mi vida; pero voy a
devolvértela. No puedo soportar seguir guardándola. Y no quiero
destruirla.
—Pero si dijiste que la carta había desaparecido.
—Me la devolvieron en la prisión. No sé por qué, pero lo
hicieron. Hacen cosas extrañas, crueles o amables, y nunca sabes
lo que harán luego. También te amo, Dante. Supongo que
siempre te amaré..., pero no para casarme, no para vivir siempre
contigo.
—Lili, por favor...
—No, escúchame a mí, Dante! ¡Tienes que saber...! Ya no
los comprendo a ustedes los italianos. Son cálidos y amables;
luego, de pronto, se vuelven retorcidos, fríos y tan crueles que
me hacen helar la sangre. Se sonríen los unos a los otros por la
mañana, y conspiran los unos contra los otros por la noche. No
tienen ninguna lealtad, Dante... Sólo a la familia y al día de hoy.
Fuera de la familia, pasado hoy, todo es duda y cálculo. ¡Oh,
Dante Alighieri, odio hacerte daño, pero tengo que decirlo! Son
la gente que siempre sobrevive, sin importar lo que les pase. Eso
es una cosa maravillosa, esperanzadora. Pero también es muy
terrible, pues se pisotearán los unos a los otros para conseguir la
última gota de agua del mundo... ¡Incluso tú, mi Dante, incluso
tu Bruno! No puedo soportarlo más. Quiero vivir segura, con un
librito que me diga lo que tengo que hacer. Quiero poder confiar
en que, si cumplo con las reglas, las reglas me mantendrán
segura... Más segura que el matrimonio, Dante Alighieri, más
segura que las promesas, más segura que el amor. En Suiza,
podré lograrlo. No aquí... ya no puedo seguir corriendo ese
riesgo.
¿Qué iba a decirle? Todo ello era cierto. El anillo de mi dedo
lo simbolizaba: la bestia fabulosa que sobrevivía al fuego más
ardiente. Y, sin embargo, no era cierto. No como ella lo decía. El
libro de reglas no era la respuesta. No para nosotros, el pueblo
del sol. La luz era demasiado brillante. Mostraba la escritura
cruzada del palimpsesto. ¿Cómo podía creer en la permanencia
quien iba a su oficina sobre los huesos de los emperadores
muertos? No podíamos fiarnos del mañana; sólo podíamos
trabajar con el presente. Permanecí arrodillado allí largo tiempo,
con el rostro hundido en sus manos, cuyos poros aún exudaban
el acre hedor de la prisión. La compadecía. La amaba. No podía
hallar palabras para reconfortarla a ella, o a mí. Luego, la oí
decir:
—Por favor, Dante, ayúdame a hacer las maletas, y mira si
puedes conseguirme un billete de avión para Zurich. Me gustaría
irme en cuanto sea posible.
Fue entonces cuando descubrí lo importante que era ser el
director. Pude ordenar un billete de primera clase en un avión
que iba más que lleno. Pude aparcar el coche en una zona
prohibida de Fiumicino. Me ofrecieron bebidas gratis en la sala
de espera para visitantes distinguidos. Pude acompañar a Lili
todo el camino hasta el avión, colocarla en su asiento y
recomendarla a los buenos cuidados del jefe de camareros. Y
todo esto surgió de un pequeño trozo de cartulina metido dentro
de una cartera de cuero negro, estampada con las armas de la
República.
No esperé al despegue. Regresé a Roma y telefoneé a Pia
Faubiani. No estaba en casa; había ido a Venecia a inaugurar su
desfile de allí. Llamé a una agencia y les encargué que me
buscasen un apartamento más grande, en un distrito de más
categoría. Ahora que iba a tratar con hombres importantes y
asuntos grandes, necesitaba una figura mejor. Cené en mi viejo
lugar del Trastevere, pero repentinamente, me pareció
abarrotado y provinciano. Incluso el músico parecía haber
perdido su ángel. Fui a casa pronto y traté de leer algo de mi
homónimo antes de irme a la cama. Estaba demasiado
somnoliento para concentrarme en su fabulosa creación... y,
además, no me creía ni una sola palabra de lo que decía... No,
eso no es cierto. Había tres líneas que tenía que creer:

...Nessun maggior dolore...

Y ella me dijo: «No hay mayor dolor que el recordar con


aflicción los tiempos felices; y también tu maestro lo sabe.»

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