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CARAVINAGRE

Los rayos de sol hirieron sus pupilas. Mientras para muchos la marcha
continuaba, Ramón acudía a su cita particular de las mañanas sanfermineras.

Al poco tiempo, ya en su destino, Ramón compartía su cuerpo con una


cabezota de cartón, la de Caravinagre, en cuyo interior había embutido la suya.

—Buenos días, por lo menos, ¿no? —espetó de entrada Caravinagre.

—Buenos días —contestó secamente Ramón. Y salió a la calle vestido de


su interlocutor con quien no tenía ganas de conversar.

—Por Jarauta, ¿no? —insistió Caravinagre con ganas de pelea y retintín


socarrón.

Ramón hizo un esfuerzo:

—Bueno, ya sabes, estamos en San Fermín, se chupa un poquito...

—Ya, un poquito. En siete días, más cava que la Ciudad Condal en todo un
año —dijo el cabezudo que, tras una pausa, volvió al ataque.— Y no es solo
cuestión de cantidad. Mira ésos, los que están vacilándole al zaldico. No digo
que no hayan bebido, pero intentar aparentar una cogorza que no llevan...

—¿Qué sabrás tú? ¡Cabezón! —exclamó Ramón.

—No hace falta ser una lumbrera para ver que presumen de borrachos.
Si lo hacen, es para sentirse valorados y quien se siente valorado por su
alcoholismo, aunque solo sea por siete días....

Ramón le cortó enfadado:

—Pero, tú, ¿qué coño sabes? No tienes ni idea. Ni piensas ni sientes.

Caravinagre persistió en busca de bronca:

—No, sin sentir. ¿Acaso crees que no siento cómo tus alentadas etílicas
van reblandeciendo el cartón de mi sesera?
La pertinaz insistencia de tres mocetes citando al kiliki, dieron a Ramón
la posibilidad de cortar el diálogo. Ramón y Caravinagre, en uno, salieron
despendolados tras ellos. Después de la carrera, agotados, sentaron sus
compartidas posaderas sobre el capó de un coche.

—Jodé, como para pillarlos... —dijo Ramón.

—Claro, no se puede estar en la procesión y bandeando las campanas.

—Y dale. No me des la vara, por favor —suplicó Ramón y exclamó


contemplando a una chica que se acercaba— ¡Que tíííía! ¡Fíjate y verás! ¡En el
trasportín a la remanguillé!

—¡Espera! Espera que llegue y observa. Ya verás cómo intenta pasar


toda seria como si la historia no fuese con ella.

Y así fue. La esbelta moza intentó pasar como quien va a resolver


asuntos de extrema gravedad, pero con el rabillo del ojo puesto en
Caravinagre. Al primer ademán de éste, la hembra salió de estampida. Mas,
esta vez las fuerzas no traicionaron a Ramón cuya verga se estrelló, a la
remanguillé, en el pino culete de la muchacha.

Ramón, satisfecho de su carrera, adujo contemporizador:

—Vamos, que también entiendes de féminas.

—Me vuelven loco. Me encantan cuando pasan haciéndose las longuis con
su corazoncito al galope y explotan en una sonrisa al sentirse descubiertas. Me
quitan el hipo cuando brotan allá por los diez y seis, explosión estética. Me
cautivan cuando maduran rotundas a los veinte y algunos. Me aturden al
golpearme con la energía de embarazadas. Me anonadan con ojeras de recién
despiertas o cuando me pestañean. Me encandilan con el cutis sudoroso tras
una noche sanferminera. Me chiflan...

—¡Para! ¡Para! ¡Ya vale! —exclamó Ramón. Y continuó para sí— Jodé, más
vale que no...

—¿Qué murmura mi querida glotis? —cortó interrogante un Caravinagre


eufórico que seguía mentalmente su perorata.
—No, nada. Pues eso, que para no tener... más que cabeza, y de cartón,
tienes buena vista... y buen morro.

La llegada a la Plaza del Castillo, despejada en la mañana, ofreció la


posibilidad de arranques y correrías en pos de la incitante gente menuda. En
una carrera entre los veladores del Iruña, sin darse cuenta, se vieron
rodeados de plastificadas valquirias que, bebiendo a morro una botella de
tinto, hacían botar al descompás sus exuberantes figuras. Una, cuyo suéter
evidenciando unos ojazos deformaba el apolíneo rostro de Schwarzkopf,
pretendió meter la botella en la boca del cabezudo. El cartón tiró y arrastró a
Ramón hacia Chapitela.

Ramón se enfadó:

—¿Desde cuando eres tú quien decide a dónde ir? Soy yo quien


conduzco y quien digo cuándo movernos y a dónde. Para eso son mías las
piernas.

—Pero, tú ¿quién te has pensado que eres? Has de saber, que cuando
nació tu abuelo, ya estaba yo aquí dando vergazos, y que te arrugarás, me
traerás tus nietos y yo seguiré aquí. Precisamente por eso, me tienes envidia.
Y no se hable más. Tu, quieto en mi paladar. Aquí quien dirige el cotarro soy yo,
faltaría más. O, acaso, ¿crees, de verdad, que algún chaval, algún chiquitujo o
alguna florida mamá se iba a fijar en ti si no llevases, tapando el tuyo, mi
seductor y sugestivo rostro?

—Que les tienes tirria, eso es lo que pasa. Como vas de perdedor, no les
puedes perdonar la "Golfada". Pero sábete que, gracias a un escritor
americano, nuestras fiestas tienen Fama Mundial. Pero...¿qué sabrás tú de
escritores? ¡Kabezolari!

—¿Fama Mundial? Tres cosas y olvídame. Primera, estoy de tu


chauvinismo hasta el tricornio

—¡San Fermín! ¡San Fermín! ¡San Fermín!

—No seas corto mental y déjame acabar. Segunda, me encantan las


americanas, pero, ¿qué quieres que te diga?, de entre ellas me quedo con las
negritas. El desarrollo del meneo en su esqueleto... Arte, descarao. Y tercera y
última, en mi opinión, el Ernestito de marras, después de "El viejo y el mar",
debería haberse metido la estilográfica por un sitito que no tengo pero me sé.
—No te entiendo. No sé a que metes aquí el Mar Cantábrico.

—¡Que no todo el mar es Cantábrico! ¡Ababol! —gritó Caravinagre y, sin


hacer caso a su cuerpo, prosiguió— De todas maneras, sin embobaros ante
rubicundas redondeces, tal vez lo que solicitáis, o soñáis solicitar, de ellas
estos siete días lo solicitaríais de Belén, Helena, Blanca o Juliana los 365 días
del año. ¡Zoquetones!

—¡Sandiez! ¿Se puede saber por qué estás hoy tan borde? ¡Cómo estás
de insoportable!

—¡Corre y calla! ¡Mostrenco!

Caravinagre entró en la plaza del Ayuntamiento llena a rebosar. Al no


poder correr, se dedicó a dar la mano a los niños, a acariciarlos, a dar
suavemente con la esponjita en las cabecitas peladas de los más pequeños que,
en su mayoría, aterrorizados se volvían hacia su mama, rompiendo a llorar
amargamente.

Los gigantes bailaron hasta marearse y los gaiteros quedaron sin


aliento. El alcalde desde el balcón consistorial repartía a rebucha simpatías
mientras se hurgaba la nariz.

—Se ha hecho cinco albondiguillas. —musitó Caravinagre

—Y a ti ¿qué coño te importa?. Como si quiere hacerse una cazuela


entera.

—No, lo único que, como se haya fijado el personal, ya tenemos


tradición. Tú estarás ya criando malvas y yo tendré que seguir aguantando aquí
per secula seculorum la confección de las albondiguillas de rigor por parte del
alcalde de turno. Así es este pueblo.

—¿Sabes qué te digo? —y sin esperar respuesta— Que eres un amargao,


que no entiendes las fiestas, parece que no eres de aquí.

Las palabras de Ramón hirieron a Caravinagre. Este no disimuló su


enfado. Permanecieron mudos. La calle Mayor fue una carrera sin tregua.
Ambos sólo pensaban en el momento, ya cercano del descanso para no verse
hasta la mañana siguiente. Pero su relación, como todas, tenía algo de
contradictoria y, a la hora de la despedida, antes del almuerzo, Ramón se
despidió:

—Aquí te dejo, ¡Caracartón!

—Muy bonito, tú a papear y luego a vender pegatinas. Yo en cambio, aquí


quieto. Luego, aguantando los eructos de ajoarriero y las bocanadas de vinazo
de tu compañero Fermín, a posar con los niños para que sus recién levantados y
reguapos papás me retraten para tranquilizar su conciencia en la permanencia
de la imagen, aunque sea desenfocada y movida —dijo el kiliki que tras vacilar
un instante continuó como si realmente le hubiesen dado cuerda.— Ah, eso, lo
de reguapos, se me olvidaba. Todo el año antiuniforme gris, marrón, azul,
verde, rojo o negro, pero estos días todos de uniforme pulcro y completo. Y
¿quién lava? ¿quién...

Ramón se alejó corriendo. No podía soportarlo más. Sudaba a gota gorda


no tanto por las carreras, como por los sermones acartonados.

Ya de noche, después de los toros, Ramón recorrió Jarauta con la peña.


A su lado Arantxa saltaba incansable. Al final de la calle:

—No puedo más, Arantxa —aseguró Ramón y preguntó:— ¿Vamos a la


Ziripot a tomar algo?

—Después de la soba de la mañana no me extraña. Pero casi prefiero


airearme e ir a las barracas de los partidos. Podemos comer un pastel en la de
Lakabe —opinó ella. Posteriormente abriendo una pícara y sugestiva sonrisa,
añadió— Luego nos evaporamos, que esta noche.... Mañana Caravinagre en
carrico de ruedas.

Al rato Ramón y Arantxa habían conseguido alcanzar el mostrador de la


citada barraca. En éstas, Arantxa, señalando hacia atrás y con toda
naturalidad, dijo a Ramón:

—Mira, está ahí Caravinagre —y siguió en voz alta, pero para sí— Me
seduce mogollón, es un rostro tan sugestivo....

Ramón no daba crédito a sus oídos al escuchar a su amiga, ni tampoco a


sus ojos al contemplar a Caravinagre que, vestido de pamplonica de arriba a
abajo, paseaba su manita, proporcionalmente pequeña, por las
concavoconvexidades de una anglohembra despampanante.
De repente, Caravinagre se volvió hacia él y le envió un saludo haciendo
mención de elevar su tricornio. A continuación le gritó:

—Pídeme un katxi doble de whisky y paga con esto —cuando acabó su


encargo, extrajo de su narizota una albóndiga de tamaño natural que lanzó a
Ramón sacudiéndole en la cara.

—¿Qué pasa? ¿qué pasa? —despertó Ramón sobresaltado.

Un compañero de la comparsa le tranquilizó:

—Nada, nada, que te has quedado dormido después de almorzar.

—Ya —asintió Ramón aún medio sonámbulo.

Su compañero prosiguió:

—Nos hemos puesto a bailar "La Era" después de almorzar y Fermín se


ha retorcido el tobillo.

—Y ¿qué?

—No, nada. Que tendrás que volver a salir con Caravinagre.

— ¡NOOOOOOOOOO!

JAVIER MINA, Julio de 1990

Publicado en “Antojos de Luna” 12-1995

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