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Enrique Gil Ibarra

El gato y el elefante
(Cuentos)

Quipu editorial
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© Ilustración de portada: Ray Caesar.
©Textos: Enrique Gil Ibarra
Edición:
Quipu editorial
www.quipueditorial.com.ar
Diciembre de 2007

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El viejo

C uando entré a la habitación me


percibió, aunque creo que no hice ruido.
Levantó la mirada del libro que leía, me
observó un largo momento, y dijo:
–Llegaste, al final. Te esperé mucho
tiempo.
Su serenidad me descolocó. Me quedé
quieto, parado bajo el dintel de la puerta,
mirándolo a mi vez. Reubicando su imagen
real con mis recuerdos. Hacía muchos años
que no lo veía, que no había visto ni
siquiera una nueva foto suya. Lo
inconfundible, indisimulable, era su nariz

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prominente, agresiva. Su cuerpo –ahora–
era enteco, delgado y largo, frágil. Sus
brazos, que la impecable camisa blanca de
mangas cortas descubría, endebles. El pelo
cuidado, casi totalmente blanco, y usaba
unos anteojos enormes, sobre los que unos
ojos hundidos me analizaban
reflexivamente.
– ¿Y? –Me preguntó – ¿Qué estamos
esperando?
Me sentí intimidado. Él me estaba
apretando a mí. No había imaginado esta
situación cuando me introduje en su
semipiso de la Avenida Cabildo, en
Belgrano.
En realidad, supuse que todo iba a ser
mucho más complicado. Sin embargo, me
llevó semanas establecer una rutina
familiar, seguimientos nocturnos para
determinar, con un margen mínimo, los
escasos días en que el viejo se quedaba
solo. Después, el problema fue el cana que
custodiaba la entrada. Pero era un hombre
fácil, un sargento de gustos previsibles que

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–relajado sin duda por la custodia
prolongada en el tiempo–, a la misma hora,
todas las noches, se tomaba su cañita en el
bar de la esquina. Cinco minutos, no más,
pero sobraban si conseguía la llave de la
puerta del edificio.
Eso sí fue simple. Le pedí a José que una
tarde le arrebatara el bolso a la vecina del
tercer piso cuando iba al supermercado. La
vecina gritó, yo, comedido, perseguí al
“ladrón” que doblaba la esquina, y regresé,
triunfante, con el bolso que el chorro había
arrojado cobardemente, no sin antes hacer
una matriz en cera negra, por supuesto.
Claro que José no tenía la menor idea de
porqué estaba haciendo esto. Pero no
preguntó.
En el palier del quinto piso hay un
guardia durmiendo plácidamente por
segunda vez. La primera fue una entrada
tardía, hace un par de semanas, para ver las
cerraduras del departamento y determinar
las ganzúas correspondientes, que me
prestó –regaló– Pedro. Ambos ingresos se

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consiguieron gracias al “cafecito cargado”
gratuito que la custodia interna recibe
todas las noches, sin faltar una, desde hace
meses, obsequiado por el dueño del mismo
bar.
Es curioso cómo, después de todos estos
años, se ha aflojado la atención. Nadie
tomó en cuenta que ese hombre anciano,
de pequeña estatura, vasco y
autodenominado apolítico, tuvo una vez
un único hijo argentino al que extraña
horrores y que no olvidará jamás, aunque
detrás de la barra del bar disimule su dolor
con una sonrisa terca, orgullosa e
indiferente. Esa sonrisa que se ensanchó
un poco cuando me vio entrar, una noche
helada, hace ya cinco meses. Sólo sus ojos
se hicieron más oscuros, más profundos,
cuando le expliqué lo que esperaba de él. Y
su estrecho abrazo de despedida me
confirmó que él también, tal vez paciente e
inconscientemente durante todos estos
años, había estado seguro de que llegaría el
momento de cobrar.

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–¿Y? –me sobresaltó el viejo– ¿te
acobardaste?
–No, lo estaba mirando.
–Si tuviera veinte años menos, ya te
habría matado –me dijo.
–Si, puede ser.
–¿Por qué esperaste tanto? ¿O debería
decir esperaron?
–No, yo esperé. No sé porqué.
–Cagones. –Sonrió, despectivo–. Si no te
animás, andáte. No voy a llamar a la
policía.
–No tengo miedo –le dije–. Pero tengo
preguntas.
–¡Ah! ¿Ahora tienen preguntas? Antes lo
sabían todo.
Su actitud sobradora empezaba a
molestarme. Me lo había imaginado
cobarde, indigno, suplicando por vivir. En
un instante lúcido entendí que un hombre
de esta edad no era el de antes. Que ahora
lo que podía perder ya casi no le
importaba, y que sus propios fantasmas

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pesaban –probablemente– mucho más que
los míos.
–No me joda, viejo, antes no es ahora –
y añadí, sádico– y quiero disfrutarlo.
–Puedo entender eso – asintió– sentáte.
Mi familia no vuelve hasta dentro de dos o
tres horas. ¿Querés café? Parece que esto
va a ser largo.
Me senté en el sillón que lo enfrentaba, y
aproveché para sacarle a la pistola el
silenciador casero que, por las dudas, le
había acoplado: un caño de una pulgada y
media de ancho y diez centímetros de
largo, relleno de fibra de vidrio. Era
suficiente para silenciar la detonación de
una 22 por tres o cuatro disparos, pero
pensé que ya no me hacía falta. Nos
separaba una mesita baja, horrible pero
carísima, y sobre ella el viejo depositó
suavemente el libro que leía cuando entré.
A su derecha había otra pequeña mesa con
una cafetera y minúsculas tazas de
porcelana. Sirvió el café lenta y
cuidadosamente.

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–¿Clausevitch? –me asombré.
–¿Por qué no? ¿Siempre nos van a
subestimar? Disculpáme por el tamaño de
las tazas. Mis hijos piensan que si la tacita
es chica, tomo menos. Idiotas. Mostráme
el fierro que trajiste.
Levanté mi Star para que la viera. Era
una pistola confiable, y me acompañaba
desde las viejas épocas, sin traicionarme
nunca.
–Una 22 –dijo el viejo apreciativamente–
un arma de asesino con experiencia.
–Es suficiente si se la sabe usar.
–Sin duda –confirmó– ¿La vas a usar o
no?
–No me pinche. Quiero saber por qué.
–¿Por qué?
–Por qué lo hizo así. Por qué la
bestialidad. Está clara la muerte, pero ¿por
qué la bestialidad?
–Era la única manera de ganarles –me
explicó–. Ustedes eran todos voluntarios.
Un ejército de voluntarios es el mejor
ejército del mundo.

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¿Nosotros qué teníamos? Reclutas,
conscriptos. La moral de ustedes era la
más alta. Estaban convencidos del triunfo.
Eran imbatibles. Si no los quebrábamos,
perdíamos. Los quebramos.
–Así de simple.
–Si. Así de simple.
Lo miré de nuevo. Insensiblemente, el
viejo me estaba ganando otra vez. Detrás
de sus anteojos yo veía un brillo que no me
gustaba. Como en una partida de ajedrez,
él estaba ocupando los escaques claves.
Tomaba ventaja. Me estaba quebrando.
–¿Qué sintió?
–¿Qué?
–Que qué sintió. Qué siente.
–¡Ah! Si, la moral. Lo mismo que
ustedes. Sentí que era necesario. Hasta un
sobrino mío peleaba para ustedes y
“perdió”, como decíamos antes. Fueron
costos. Había que pagarlos, y se pagaron.
Me parece que vos esperás que me
arrepienta. Que te cuente la tragedia del
anciano que no puede dormir, atormentado

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por su conciencia. ¿Estás haciendo un
último esfuerzo por perdonarme? No es
necesario.
–No puede haber perdón. Lo que
intento es entender. Es simplista decir que
fueron monstruos o demonios. Estoy
convencido de que muchos de ustedes
creían sinceramente que defendían la
Nación, más allá de que no fuera cierto.
Pero se comportaron como animales. Y lo
disfrutaron.
–¿Animales? Yo no lo veo así –me miró
sonriente– Yo lo veo como supervivencia.
Ustedes nos hubieran matado a todos.
–Pero no así. Los hubiéramos fusilado.
–¡Joder! Morirse es morirse. Te repito:
necesitábamos quebrarlos, y lo hicimos.
Defendíamos el país. La patria.
–¿Qué patria? –salté–. La de los hijos de
puta…
–Si, esa patria –me dijo, calmado– Esa
patria es la nuestra. La que ustedes querían
no. Defendimos la patria de nuestros
padres, de nuestras tradiciones, la de los

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ganadores, la de los hijos de puta, si
querés. Ustedes hablaban de una patria
incomprensible, de los negritos, de los
pobres, de los inmigrantes, de los judíos…
¿qué patria es esa? Esa no es la Argentina.
La patria “socialista”. Esa no es la
Argentina. La Argentina es una nación de
blancos, donde todos queremos ser
europeos, cultos, ricos. Donde hasta los
más pobres sueñan con explotar a otros
para enriquecerse. Esa es nuestra patria. Lo
de ustedes fue un sueño, una ilusión. Y el
pueblo sabía que era una ilusión. Una
fantasía.
–No. No. Ganaron por el miedo.
Ganaron porque implantaron el terror, la
muerte, la desaparición.
–¿Y quién protestó? Salvo ustedes y las
Madres, ¿quién protestó? Somos culpables
de matar. No de adoctrinar. Ustedes
supusieron que la gente quería pensar
como ustedes. Y no. La gente, en lo
profundo, pensaba como nosotros. Si,
ustedes fueron un sueño, un bello cuento

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de hadas que a los argentinos les gustó
soñar, por un tiempo. Pero en este cuento
los muertos se quedaban muertos por más
que aplaudieras. Eso no les gustó.
–No. La gente tenía miedo.
–Si, también. Es bueno el miedo. El
miedo te hace pensar dos veces. Te hace
prudente.
–Usted está realmente convencido de
que lo que hizo estuvo bien.
–Por supuesto. Lo volvería a hacer, si
fuera necesario. Lo que ustedes pretendían
era una locura. ¿Vos no lo volverías a
hacer?
–Queríamos un mundo más justo.
–Eso sí. –Lo pensó, y haciendo un
visible esfuerzo dijo: Te lo reconozco, y
hubiera sido…lindo. Pero la justicia
depende del poder, no de la voluntad. Y en
ese momento ustedes no sabían lo que era
el poder. ¿Por qué les abandonaríamos los
privilegios? ¿Por qué repartirlos? ¿Por qué
dejarlos gobernar? No se lo habían ganado.

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–¿Y por qué destruir la industria? ¿Por
qué entregar la nación? Ni siquiera se
plantearon la posibilidad.
–No había posibilidad. Un mundo
bipolar. Uno elige con quién juega. Ustedes
hubieran elegido a la Unión Soviética y
nosotros elegimos a los Estados Unidos.
¿Cuál es la diferencia?
–El país. El modelo de país. Ser
independientes.
–No pensamos que fuera posible. La
independencia en un mundo como éste es
aislamiento. Siempre hay que negociar.
Nosotros le vendimos trigo a Rusia. Y
negociábamos con Estados Unidos.
–¿Negociaban? Quintuplicaron la deuda
externa. Los cagaron con las Malvinas.
–Si. Lo de Martínez de Hoz fue una
cagada. Al final, nos tomó el pelo. Y las
Malvinas… un error de evaluación política.
–Así de simple.
–Si. ¿Y lo de Cavallo, en el gobierno de
Menem, no lo fue? Y era un gobierno

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democrático. Lo eligieron ustedes. Lo
reeligieron ustedes.
–Yo no –sonrió– porque no puedo
votar.
–De manera que ustedes fueron de
verdad los salvadores de la patria.
–Para nada. Fuimos lo que ustedes
quisieron que fuéramos. Fuimos demonios,
como dijo Alfonsín, porque la sociedad
necesitaba demonios que la hicieran
sentirse honesta y pura. Te recuerdo que la
Argentina pedía el golpe. Incluso ustedes
pedían el golpe. Lo tuvieron ¿de que se
quejan?
–De la masacre. De la barbarie.
–El dolor enseña ¿no es cierto? Lo van a
pensar dos veces antes de golpear de
nuevo la puerta de nuestros cuarteles.
Bueno, pero esto es lo que tienen. Lo que
supieron conseguir. No más. Nadie tiene
más de lo que sabe conseguir.
Me quedé callado un rato largo. El viejo
de mierda estaba convencido de verdad de
que era un héroe nacional. Había

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entregado su vida por la Patria. Una patria
sucia, desagradable. Pero era su patria. La
que le habían enseñado a amar sus padres y
sus abuelos. Y que debía mantenerse
intocada, inmutable, aunque eso significara
convertirse en un monstruo. Como Fidel,
él estaba seguro de que finalmente la
historia lo absolvería. Había cumplido con
su deber.
–No creo que mi familia demore
demasiado –me recordó el viejo, apurando
el último sorbo de café– ¿Qué pensás
hacer?
–Creo que voy a matarlo. A eso vine.
–Bueno. Pero antes, me gustaría
preguntar algo a mí.
–¿Qué?
–¿Por qué tardaron tanto? Después del
juicio, yo no me daba ni un año.
–No tardamos. Yo tardé. No me mandó
nadie.
–¡Ah! ¿Ni siquiera es orgánico? –parecía
desilusionado– ¿Ni eso les quedó? Bueno.
¿Y por qué lo hacés ahora?

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–No sé. Supongo que dije basta. Antes
pensaba que no era una cuestión personal,
y que matarlo no solucionaba ni mejoraba
nada. Ahora también tengo claro que no
soluciona, pero igual es como una deuda a
pagar, ¿vio?
–Si. Si. ¿Mandé matar a alguien tuyo? No
directamente, claro, pero… ¿perdiste
alguien? Digo, ¿hermano, esposa?
–Amigos. Muchos. Pero es por mí, no
por ellos.
El viejo me evaluó, juraría que casi
compasivamente, y balanceó lentamente la
cabeza, como si sopesara en su balanza el
debe y el haber de tantos años. Se irguió en
su sillón, se sacó los anteojos, y
depositándolos con delicadeza sobre la
mesita esgrimió una sonrisita burlona y me
ordenó con su mejor voz de antaño:
–Proceda.
Me levanté del sillón lentamente,
mirándolo a los ojos. No había averiguado
todo lo que quería saber, pero no tenía más
que decir. Recorrí el cuarto con la mirada,

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mientras pensaba. Buenos cuadros,
lámparas que ofrecían una luz delicada,
amortiguada, una alfombra que sin duda
era persa, árabe o algo así. Todo antiguo,
con la pátina lustrosa de décadas, de
usuarios prolijos, satisfechos, acomodados.
Al cabo de los años, me daba cuenta de
que lo importante para él no era quién
tenía razón, sino cómo cada uno imaginaba
su papel en el Gran Juego. A partir de allí
los hechos se desplegaban
eslabonadamente, y todos desempeñaban
su rol, con más o menos humanidad. En
lugar de apuntarle, suavemente le ofrecí la
pistola, con el caño para arriba y el giro de
rigor. Con una reacción automática,
inconsciente, el viejo la tomó y luego me
miró sorprendido. En ese segundo creo
que estuvo a punto de sonreír
torcidamente y murmurar de nuevo:
“cagón”. Pero lo pensó mejor.
–Ese es otro precio –me dijo–
–Páguelo. Usted sabe que estoy haciendo
más de lo que merece.

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Durante un interminable segundo nos
observamos. El bajó la vista hacia la
pistola, la pasó a su mano izquierda, la
balanceó como si la estuviera amoldando, y
nuevamente –me pareció que dudaba–
elevó la mirada hacia mí.
Era mi turno de sonreír irónicamente,
pero no supe hacerlo. Me limité a inclinar
levemente la cabeza, giré y salí despacio del
cuarto. Estaba a punto de cerrar la puerta
del departamento y escuché la detonación
leve, como es de esperar de una 22.
Cuando tomé el ascensor, el guardia seguía
durmiendo.

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La Olla del Duende

R esulta que en mi casa hay, colgando


de unas cadenitas (tres) en la pared, una
olla pequeña, de cobre y bronce batido
(golpeado) en la que vive (supuestamente)
un duende. Esta ollita adorna –es un decir–
las paredes de las casas en las que ha
vivido mi familia desde hace mucho
tiempo. Me la traspasó mi padre, y a él su
padre, y a él (según se cuenta) el suyo,
cuando vino de España en un barco.
Quiero aclarar que la olla tiene tapa,
también de bronce, y está sellada con tres
cuajarones de lacre –creo que es lacre–

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rojo. En uno de los cuajarones se distingue
una especie de sello impreso, donde parece
haber un dibujo con rayas que se
entrecruzan, como paralelos y meridianos,
y abajo de estas una forma –bastante
informe, por cierto– que no he podido
relacionar con nada. Por supuesto que no
tengo la menor idea si todo esto fue una
invención de mi viejo, pero lo real es que,
cuando le pregunté sobre el asunto, me
contó lo que sigue:
Que la olla en cuestión le fue trasladada
por su padre (mi abuelo, al que no conocí),
con la “absurda” (sic) teoría de que en ella
vive el Duende de la familia. Que él
recordaba haber visto esa olla desde que
tenía memoria, en la vieja casona de La
Plata, colgada en un rincón del comedor, y
que siempre se dijo que pasaría a su
hermano mayor (único otro varón de todos
los hermanos) cuando se casara, o cuando
el abuelo muriera. Pero el asunto es que mi
tío se murió en un accidente antes que el
abuelo, y entonces cuando mi papá se casó

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le tocó la olla. Que su padre le juró que la
había recibido del suyo (mi bisabuelo) y
que efectivamente contenía el duende
familiar. Les cuento que mi viejo era
(falleció) abogado, y bastante escéptico.
No obstante, el abuelo afirmaba que
siendo el bisabuelo un chico, de unos diez
años, vivía todavía en España, y desafiando
la prohibición de siquiera tocar la olla (en
casa siempre se le pasó un plumero,
suavemente y muy de tanto en tanto) la
descolgó de las cadenas para mirarla mejor
y se le cayó, rompiéndose uno de los
sellos. Parece ser que el duende se salió,
“muy enojado” y se escondió hasta que
regresó su padre (a esta altura creo que
estoy hablando del tatarabuelo, hasta yo
me confundo) quien se puso a convencer al
duende de que no se fuera (parece que
antes le dió a su hijo la paliza de su vida).
Según la historia, convencer al duende le
llevó más de tres meses, y dicen que fue
uno de los peores momentos de la familia,
que pasaron las cosas más espantosas,

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inclusive la muerte sorpresiva de una
hermana menor del bisabuelo, la pérdida
de una cosecha, etcétera. La información
agrega que el ¿tatarabuelo? tuvo que viajar
a no sé qué pueblo perdido en el medio de
Galicia (luego de convencer al duende,
supongo) para que un señor –del que la
historia no registra nada– repusiera el sello
roto que, por suerte, no era el que tenía
(tiene) el símbolo grabado.
A partir de allí, si vamos a creerle a mi
padre, la olla no volvió a abrirse nunca.
Por supuesto, cuando me trasmitió todo
esto, lo hizo con muchas sonrisas, ironías y
burlas, dando a entender que jamás un tipo
inteligente como él podría creer semejantes
estupideces. Por supuesto, yo me reí con
él, y no volvimos a hablar del tema. Sin
embargo, por lo que me consta, él nunca
abrió la olla, y cuando me la pasó (ya que
me casé antes que mi hermano mayor),
también con sonrisas e ironías me dijo:
“Arregláte. Ahora el problema es tuyo”. Mi
hermano mayor no ha tenido hijos (a decir

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verdad, sus sucesivas “esposas” ni siquiera
han logrado hacerle firmar nunca ningún
papel) ni piensa tenerlos, por lo que la olla
cayó directamente sobre mi cabeza.
Y aquí viene el tema: como algunos de
ustedes saben, tengo desde hace cinco años
un hijo varón, y hace unos días tomé
conciencia de que a más tardar dentro de
uno o dos años comenzará a preguntar de
que juega la famosa ollita. ¿Y qué le digo?
Si le cuento la historia como viene, voy a
sentir que estoy inculcándole tradiciones
mágicas y fantasías increíbles que,
realmente, en esta época.... Pero si le digo
que la historia es falsa, va a querer sin
dudas abrir la olla para ver qué hay
adentro. ¿Y si no hay nada? ¿Querrá decir
que durante nosécuántos años todos los
Pater Familiae hablaron huevadas y
trasmitieron estupideces a sus hijos? ¿Y
por qué lo hicieron? Pero...¿ y si hay
“algo”? ¿Y si pese a toda la lógica, la
racionalidad, y etcéteras varios, rompo algo
que no debiera romper? ¿Cómo le traspaso

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a mi hijo la pelota? Mi viejo se sacó de
encima la cosa burlándose. (Pero no abrió
la olla). Y me la pasó burlándose (Pero no
me dijo que la abriera yo).
¿Tienen algún buen consejo para darme?
¿Qué harían en mi lugar?

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El gato y el elefante

Llevaba yo mi gato y mi elefante por la


calle Esmeralda, allá donde se cruza con
Santa Fe a las 7 de la tarde. (Se cruza
durante las 24 horas, por supuesto, pero
eran las 7) y se nos ocurrió –no a mí, al
gato– entrar al bazar Lo Que Quieras, que
queda ahí nomás, doblando la esquina, que
se puede doblar fácil desde la glasnost,
porque como en el primer piso estuvo
siempre la embajada soviética, antes estaba
un tanto dura.
Con el gato en mi hombro derecho, que
es donde le gusta estar desde que dejé de
llamarlo gato y le puse Chess, inspirado en
su media sonrisa permanente, y el elefante

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que no tiene nombre que le cuadre,
ingresamos orondos al susodicho negocio,
atendido por señorita atildada y reidora
estilo Barrio Norte, con vocabulario ad
hoc del tipo ¿viste?, ¿te cabe? y ¡no te
puedo creer!
Que fue precisamente lo primero que
dijo al vernos, lo que motivó al gato
(Chess) que, como no es tonto, y la
señorita tenía una buena delantera, de
inmediato abandonó mi hombro y se
arrojó a sus brazos, mientras el elefante se
observaba cuidadosamente en unos espejos
florentinos (falsos) de pie contra la pared
izquierda. La niña repitió “¡no te puedo
creer!” dos o tres veces más, y luego
mirando soñadoramente el vacío a su
frente logró agregar: “yo tuve uno igual”.
–Estos gatos son muy comunes –
informé displicente, sin mosquearme por la
mirada despreciativa de Chess, que me
relojeó sin desprender sus uñas de los
pechos de la señorita, que no parecía
incómoda.

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–Me refiero al elefante, el gato es único
–corrigió la niña sin dirigir la vista hacia mi
persona–.
–¡No me diga! ¿También era marrón?
–Todos los elefantes centroafricanos son
marrones –contestó– ¿El suyo sabe leer?
–Nunca le pregunté…
Mientras dialogábamos, Chess decidió
soltar su presa y obtener algo de atención
deslizándose raudo entre unos jarrones
picudos de cristal de murano (falsos) que
descansaban sobre una mesita laqueada
(horrible) de tres patas.
–Chess, no rompas nada...–rogué,
pensando en los escasos saldos de mi
castigada tarjeta de crédito–.
–No se preocupe, los elefantes son muy
cuidadosos. ¿Nunca oyó el cuento del
elefante en un bazar? –se asombró la
señorita–.
–Le hablaba al gato –aclaré– y el dicho
del elefante en un bazar significa que el
elefante entra y rompe todo. Creo.

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–Ah! pero no es así. ¡Tenga cuidado con
ese gato!
Aburrido de ser ignorado, y
manteniendo su semisonrisa a duras penas,
Chess se dedicaba a afilar sus garras en el
respaldo de un chaise-longue lila, (trucho)
mientras la señorita se dirigía suavemente a
mi elefante y le preguntaba:
–¿Qué te gustaría leer?
Mi elefante la observó de abajo arriba
con los ojos desorbitados (siempre los
tiene así) y la trompa lánguida. Desde los
espejos florentinos, efectuó dos pasos de
danza y sorteando a la señorita se acercó a
mí como pidiendo auxilio. Respaldándose
en un armario veneciano (falso) a mis
espaldas y colocando la trompa temblorosa
alrededor de mi cuello, mi elefante susurró:
–¿Qué le pasa a esta loca? Los elefantes
no leemos. Además acá no hay un solo
libro, esto es un bazar.
–No te preocupes –lo tranquilicé– debe
ser el calor...

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–¡Qué calor ni que cuatro octavos! ¡Su
elefante es un maleducado! –se indignó la
señorita–.
–Es ocho cuartos. No es mi elefante.
–Vino con usted. Acá no hay ni un
cuarto, mucho menos ocho.
–Yo vine con él. El dicho es ocho
cuartos.
–Es lo mismo. El no ha dicho nada de
cuartos. Dijo que estoy loca.
–Para usted. Para él no. Le comento que
el dicho dice ocho cuartos.
–¿Qué dijo que quién ha dicho? Yo lo
escuché clarito.
A esas alturas, Chees casi conseguía
extender su semisonrisa a la comisura
derecha, y estaba a punto de desaparecer.
El elefante barritaba espantado, y con su
trasero agitaba el armario, que gemía a
segundos de desarticularse. Yo escondía la
cara de las uñas violetas de la señorita, que
agitaba dos amenazadores dedos bajo mis
ventanas nasales, y una potencial clienta
que entraba al bazar en ese instante huyó

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despavorida abandonando su cartera junto
a la puerta.
Chees se puso –casi– serio de inmediato,
y recordando sin duda nuestras vicisitudes
financieras ensayó un salto mortal hacia la
cartera, mientras mentalmente yo lo
alentaba esperanzado. Casi llega a tiempo.
Fue, –sin embargo– más veloz la señorita,
que aferró la cartera con la garra derecha
mientras con la otra enviaba a Chess en un
vuelo al lomo del elefante, donde, como
corresponde, cayó parado.
Mientras la ogresa respiraba agitada pero
triunfalmente, y mi ánimo decaía en forma
proporcional, la recuperación de nuestras
fuerzas vino inesperadamente de parte de
la ex-clienta, que bruscamente abrió la
puerta preguntando: ¿no me olvidé mi
cartera?
Como era de esperar, la puerta impactó
en la espalda de la avariciosa bruja, y la
fuerza del golpe debilitó su garra
obligándola a soltar el preciado bien, que
surcó el aire (algo viciado ya) del bazar

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directamente a la boca del elefante, que la
atajó como Amadeo Carrizo en sus
mejores días.
–¡No! ¡Acá no! –dijimos todos a coro, si
bien a la bruja (por el golpe) y al elefante
(por la cartera) no les salió muy clarito.
Luego de observarnos desconfiada, la
clienta se fue a regañadientes.
–Déme la cartera –dijo la bruja-ex-
señorita.
–No la tengo –dije yo.
–Yo tampoco –(semi) sonrió Chess.
–Claro que no. La tiene él –afirmó la
tigresa codiciosa señalando al elefante con
su dedo índice.
–Mfghedrgt –dijo el elefante,
ciertamente obstaculizado por la masa de
cuero.
–Es mía –mintió la espantosa
mujerzuela.
–No es cierto –atajé yo, virtuoso– es de
esa pobre señora que se retiró asustada por
su indigno accionar. Inmediatamente nos
iremos de este infecto sucucho y

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buscaremos a la dama para reintegrarle su
posesión, que usted pretende usurparle
deshonestamente.
Chess movió su cola entusiasta, mientras
el elefante asentía con su cabeza, sin
reparar en que la mía se encontraba
inmediatamente debajo.
Desde el piso, y mientras sacudía mi
testuz para aclarar un poco mis ideas,
insistí:
–No le permitiremos que concrete sus
fines delictuosos, malhadada mujeruca.
(Cuando me golpean me pongo solemne.
Vaya uno a saber porqué.)
–De acá no se van –decidida, la vil se
interpuso entre el elefante y la puerta.
El elefante, con la boca firmemente
apretada sobre la cartera, y con la correa
enredada en su colmillo derecho, me miró
implorante.
Pensé que el valiente paquidermo me
solicitaba autorización para pisotear sin
más a la insolente, pero la voz resignada de
Chess me retrotrajo a la realidad ingrata:

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–Negociemos, Inodoro.
La sabiduría de Chess es proverbial en
casa, aunque esta vez la haya tomado
prestada de un cánido bidimensional, de
manera que propuse:
–Dividimos por cuatro.
–¡Ni loca! –Rechazó la cicatera
Gorgona– ¡no me va a comparar con dos
animales!
–Jamás se me ocurriría –concedí
pensativo.
–No ofenda ¿quiere? –ronroneó Chess
flexionando su pata para extraer sus uñas.
–Mfghedrgt –dijo el elefante, todavía
obstaculizado por la masa de cuero.
–¡Por acá no pasan! –fanfarroneó la
hetaira.
–Eso no es problema –sonreí– para la
derecha, elefante…
Trompeteando alegre, el elefante –con
Chess todavía montado en su lomo– enfiló
en derechura hacia la vidriera derecha del
prostibulario comercio.

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–¡Se abusan porque soy mujer! –sollozó
la histérica derrumbándose suavemente
hasta quedar arrodillada en el suelo, con
abundante exhibición de muslos.
–No se haga la inocente –balbuceé–
usted quería quedarse con todo...
–No, yo quería compartir, aunque mi
madre enferma necesita remedios con
urgencia...
Las lágrimas inundaban un cenicero de
plata (falsa) primorosamente ubicado sobre
un pequeño lienzo bordado al crochet en
una mesa ratona con incrustaciones. Chess
se bajó del lomo del elefante y se acercó
despacioso hacia la señorita, que lo abrazó
para llorar más cómodamente sobre su
pequeño hombro. El elefante me miró
acusador mientras me empujaba con su
trompa y entreabría su boca, invitándome a
tomar la cartera.
Obviamente, ante la baja moral
imperante en mis tropas, tomé la cartera y
se la cedí –a regañadientes– a la nínfula,
que al incorporarse sonriente me regaló

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(por lo menos) con una visión íntima de
sus partes ídem.
–¡No sé como agradecérselo! –sugirió
mientras se acercaba invitadora.
–Bueno, hay varias maneras....–comencé
ilusionado.
Pero el elefante ya me conducía hacia la
puerta, con su trompa firmemente
enroscada alrededor de mi brazo. La niña
tomó a Chess en sus brazos y lo restregó
contra su pecho, dándole un sonoro beso
en el hocico, acción que provocó en Chess
la segunda sonrisa plena de su vida, por lo
que inmediatamente desapareció.
Salimos con el elefante, que reía feliz
por la buena acción realizada. Para no
desilusionarlo, no le dije que por el rabillo
del ojo pude ver a la niña-arpía exhibiendo
una mueca irónica a través del cristal,
mientras aseguraba la puerta con candado.
Comenzamos a caminar por Santa Fe
hacia abajo, disfrutando el relativo fresco
de la noche recién caída, y el elefante me
preguntó:

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–Hendrix: ¿por qué yo no tengo
nombre?
–Sos demasiado pesado y auto suficiente
como para que yo te ponga uno. Ya surgirá
solo, no te preocupes.
Pensó un rato, y de nuevo:
–¿Nunca volveremos a ver a Chess?
–Claro que si, –lo tranquilicé,
palmeándole la trompa– sólo esperá a que
le de hambre y se le borre esa sonrisa
idiota de la cara.

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Enrique Gil Ibarra
elhendrix@yahoo.com
Quipu editorial
www.quipueditorial.com.ar
Diciembre de 2007

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