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Librodot Los Anteojos Edgar Allan Poe 2
Hace años, estaba de moda ridiculizar la idea de "amor a primera vista"; pero aquellos
que piensan, así como aquellos que sienten profundamente, siempre han defendido su
existencia. De hecho, los descubrimientos modernos en el campo de lo que podría llamarse
magnetismo ético o estética magnética parecen probar que los afectos humanos más naturales,
y en consecuencia más auténticos e intensos, son los que surgen en el corazón como por
simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más radiantes y duraderos son
los impuestos por una mirada. La confesión que voy a hacer agregará uno más a los ya casi
incontables ejemplos que prueban la verdad de esa idea.
El relato me obliga a dar algunos detalles. Todavía soy un hombre joven; no he
cumplido aún los veintidós años de edad. Mi nombre actual es muy común y bastante
plebeyo: Simpson. Digo "actual" porque no hace mucho que me llamo así; he adoptado
legalmente este nombre el año pasado para poder recibir una importante herencia que me dejó
un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq.1 El legado me imponía como condición adoptar
el nombre del testador; su apellido, no el nombre de pila. Mi nombre de pila, o más
exactamente mi nombre de pila completo, es Napoleón Bonaparte.
Adopté el apellido Simpson con cierta renuencia, pues siento un orgullo muy
perdonable por mi verdadero patronímico, Froissart, y creo que podría demostrar mi
descendencia del inmortal autor de las Crónicas. Y ya que estamos en el tema de los nombres,
de paso, quisiera mencionar una singular coincidencia de sonidos entre los nombres de
algunos de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur Froissart, de París. Su esposa
-mi madre, que se casó con él a los quince años- era Mademoiselle Croissart, la hija mayor del
banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, de sólo dieciséis años al casarse con él, era la hija
mayor de Victor Voissart. Monsieur Voissart, muy curiosamente, estaba casado con una dama
de apellido similar: Mademoiselle Moissart. Ella también se casó siendo casi una niña, y su
madre, Madame Moissart, tenía catorce años cuando la llevaron al altar. Estos matrimonios
tempranos son comunes en Francia. Como sea, he aquí a los Moissart, los Voissart, los
Croissart y Froissart, en línea directa de descendencia. Pero mi nombre, como dije, pasó a ser
Simpson por disposición legal, y con tanto rechazo de mi parte que, en un momento,
realmente dudé en aceptar el legado sujeto a aquella inútil y molesta condición.
En cuanto a dotes personales, no me faltan en absoluto. Por el contrario, creo estar bien
formado, y poseo lo que nueve de cada diez personas llamarían un rostro bien parecido. Mido
cinco pies y seis pulgadas de altura. Mi cabello es negro y rizado. Mi nariz está bastante bien.
Tengo ojos grandes y grises, y aunque son débiles en un grado muy inconveniente, nadie
sospecharía algún defecto en ellos por su apariencia. Esa debilidad, sin embargo, siempre me
molestó, y he recurrido a todos los remedios, excepto los anteojos. Siendo joven y apuesto,
naturalmente me desagradan, y me he negado rotundamente a usarlos. No conozco nada que
desfigure tanto el rostro de una persona joven, ni que imprima tanto en los rasgos un aire no
de gravedad, sino de santurronería y de vejez, directamente. El monóculo, por su parte, tiene
un tinte de vanidad y afectación. Hasta ahora me las he arreglada tan bien como pude sin
ninguno de esos elementos. Pero ya basta de estos detalles meramente personales que,
después de todo, no tienen importancia. Me contentaré con agregar que mi temperamento es
sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que toda mi vida he sido un devoto admirador
de las mujeres.
Una noche, el invierno pasado, entré en un palco del Teatro P... en compañía de un
amigo, Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba un atractivo muy
especial, de modo que la sala se hallaba atestada. Sin embargo, nosotros llegamos a tiempo
para ocupar las plateas que habíamos reservado y hasta las cuales, con cierta dificultad, nos
abrimos paso.
1
Abreviatura de Esquire, literalmente "escudero", título honorífico sin un significado preciso, aplicado en
Inglaterra a los comunes asimilados al rango social de caballeros; en los Estados Unidos solía aplicarse a los
abogados.
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Durante dos horas, mi compañero, que era un fanático musical, consagró toda su
atención al escenario; yo, mientras tanto, me entretuve observando al público, compuesto en
su mayor parte por la elite misma de la ciudad. Una vez satisfecho sobre este punto, estaba
por dirigir mi vista a la prima donna, cuando mis ojos fueron detenidos y atrapados por una fi-
gura que, en uno de los palcos privados, había escapado a mi observación.
Aunque viviera mil años, jamás podría olvidar la intensa emoción con que admiré esa
figura. Era la mujer más exquisita que jamás había contemplado. Tenía en ese momento el
rostro vuelto hacia el escenario y, durante algunos minutos, no pude verlo; pero su forma era
divina; ninguna otra palabra alcanza a describir la belleza de su contorno, e incluso el término
"divina' me parece ridículamente insuficiente mientras lo escribo.
La magia de una forma encantadora en la mujer -la nigromancia de la gracia femenina-
fue siempre un poder al que había encontrado imposible resistirme; pero aquí estaba la gracia
personificada, encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiastas visiones. La figura,
que la construcción del palco me permitía ver casi entera, sobrepasaba un poco la altura
promedio, y rozaba casi, sin alcanzar de hecho, lo majestuoso. Su perfecta plenitud y tournure
eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo se veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas
con la de la Psique griega, y era más exhibida que ocultada por una elegante gorra de gaze
aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo. Su brazo derecho se apoyaba sobre
la barandilla del palco, y estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. Desde el
hombro, y hasta pasar apenas el codo, estaba cubierto por una de esas mangas abiertas y
sueltas que están de moda. Se continuaba entonces con otra, de un material tenue y ceñido,
rematada en un puño de fino encaje que caía grácilmente sobre el dorso de la mano y sólo
permitía ver los delicados dedos, en uno de los cuales resplandecía un anillo de diamantes,
cuyo extraordinario valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca se veía
realzada por el brazalete que lucía, también engarzado y adornado con una magnífica aigrette
de piedras preciosas, revelando al mismo tiempo, en términos inequívocos, la riqueza y el
gusto refinado de su portadora.
Me quedé contemplando aquella aparición regia por lo menos media hora, como si me
hubiese petrificado de repente; y durante ese tiempo sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto
se ha dicho o cantado sobre el "amor a primera vista". Mis sentimientos eran por completo
diferentes de todos los que había experimentado hasta ese momento, aun en presencia de los
modelos más renombrados de belleza femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma,
que no puedo sino considerar como magnética, parecía fijar no sólo mi visión, sino todas mis
facultades intelectuales y sensibles, en el admirable objeto que tenía ante mí. Vi, sentí y supe
que estaba profunda, perdida e irrevocablemente enamorado, aun antes de ver el rostro de la
persona amada. De hecho, tan intensa era la pasión que me consumía, que creo realmente no
se habría atemperado mucho si las facciones, no vistas todavía, resultaran ser ordinarias: tan
anómala es la naturaleza del único amor verdadero -el amor a primera vista- y tan poco
depende en realidad de las condiciones externas, que sólo en apariencia lo generan y
controlan.
Mientras estaba absorto admirando aquella imagen encantadora, un repentino disturbio
entre el público la hizo girar ligeramente la cabeza hacia mí, y pude entonces contemplar su
perfil. Su belleza excedía todas mis previsiones, y sin embargo había en ella algo que me
desilusionó, aunque no podía precisar qué era. Dije "desilusionó", pero ésa no es en absoluto
la palabra adecuada. Mis sensaciones se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Tenían ahora
menos de arrebato y más de un entusiasmo sereno, de reposo entusiasmado. Esa sensación
quizás obedeciera al aire maternal, como de Madonna, que mostraba aquel rostro... pero me
daba cuenta de que no podía deberse enteramente a ello. Había algo más, algún misterio que
no lograba develar, alguna expresión de aquel semblante que me perturbaba levemente al
tiempo que avivaba intensamente mi interés. De hecho, me hallaba en ese estado mental que
predispone a un hombre joven y susceptible de cometer cualquier acto de extravagancia. Si la
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dama hubiese estado sola, sin duda yo habría ido hasta su palco, arriesgándome a hablarle;
pero afortunadamente la acompañaban dos personas: un caballero y una mujer sumamente
hermosa y -daba la impresión- algunos años menor que ella.
Di vueltas en mi mente a mil planes que me permitieran en el futuro ser presentado a la
dama de más edad, o en todo caso que me permitieran en el presente apreciar mejor su
belleza. Me habría cambiado a un asiento más próximo al de ella, pero el teatro estaba repleto
y era imposible hacerlo; y últimamente los rígidos decretos de la Moda habían prohibido en
forma terminante el uso de gemelos en un caso como aquél, aun cuando los hubiera tenido, de
manera tal que estaba desesperado.
Finalmente, decidí recurrir a mi amigo.
-Talbot -le dije-, usted tiene unos gemelos. Préstemelos.
— ¿Gemelos
? ¡No! ¿Qué supone que estaría haciendo yo con unos gemelos? -me respondió, volviéndose
impacientemente hacia el escenario.
-Pero, Talbot -insistí, tironeándolo del hombro-, escúcheme, por favor. ¿Ve aquel
palco? ¡Aquél... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa?
- Es muy hermosa, sin duda -dijo.
-Me pregunto quién podrá ser...
-¡Vaya! ¡Por todos los cielos! ¿No sabe quién es? "El no conocerla revela su propio
anonimato". Es la famosa Madame Lalande, la belleza del momento par excellence, y el
comentario de toda la ciudad. Inmensamente rica; además, viuda y un gran partido. Acaba de
llegar de París.
-¿Usted la conoce?
-Sí, he tenido el honor.
-¿Podría presentármela?
- Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo?
-Mañana, a la una, lo veré en el B...
- Muy bien; y ahora cállese, si puede.
A ese respecto, me vi obligado a escuchar el consejo de Talbot, pues éste se mantuvo
obstinadamente sordo a toda otra pregunta o insinuación, y se ocupó exclusivamente de lo que
estaba ocurriendo en el escenario durante el resto de la velada.
Por mi parte, yo mantuve mis ojos fijos en Madame Lalande, y finalmente tuve la
buena fortuna de ver su rostro de frente. Era exquisitamente encantador: eso, claro está, ya me
lo había dicho mi corazón, aún antes de que Talbot me lo confirmara; pero ese algo
ininteligible seguía perturbándome. Concluí finalmente que lo que afectaba mis sentidos era
un cierto aire de gravedad, de tristeza o, más exactamente, de cansancio, que le quitaba a
aquel semblante algo de su juventud y frescura, pero otorgándole una ternura y majestuosidad
seráficas, y, por supuesto, para mi temperamento entusiasta y romántico, un atractivo diez
veces mayor.
Mientras deleitaba de aquella manera mis ojos, noté estremecido, por un sobresalto casi
imperceptible de la dama, que ésta había advertido de repente mi intensa mirada. Yo estaba
absolutamente fascinado, sin embargo, y no pude dejar de observarla, ni siquiera un instante.
Ella desvió el rostro, y volví a ver sólo el cincelado contorno de su cabeza. Tras unos minutos,
como urgida por la curiosidad de saber si yo la seguía mirando, giró gradualmente el rostro
una vez más, y una vez más encontró mi ardiente mirada. Bajó de inmediato sus grandes ojos
oscuros, y un profundo rubor tiñó sus mejillas. Pero cuál no sería mi asombro al ver que no
sólo no apartó la cabeza por segunda vez, sino que tomó de su regazo unos gemelos, los alzó,
los ajustó, y se puso a observarme con ellos, atenta y deliberadamente, por espacio de varios
minutos.
Si hubiese caído un rayo a mis pies no me habría sentido tan perplejo; solamente
perplejo: ni ofendido ni disgustado en absoluto, aunque una actitud tan audaz en cualquier
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otra mujer seguramente me habría molestado. En este caso, todo aquello fue hecho con tanta
serenidad, tanta nonchalance, tanta calma, con un aire tan evidente de la mejor crianza, en
suma, que no se percibía el más mínimo descaro, y mis únicas sensaciones fueron de
admiración y sorpresa.
Noté que la dama pareció satisfecha con la rápida inspección que hizo primero de mi
persona, y estaba bajando los gemelos cuando, como asaltada por un segundo impulso, volvió
a levantarlos y continuó mirándome con fijeza durante varios minutos; cinco minutos por lo
menos, estoy seguro.
Aquel comportamiento, tan llamativo en un teatro norteamericano, atrajo la atención
general y provocó entre el público un vago movimiento, un murmullo, que me llenó de
confusión por un momento, pero que no produjo ningún efecto visible en el rostro de Madame
Lalande.
Una vez satisfecha su curiosidad -si era eso- bajó los gemelos y se concentró
nuevamente en el escenario, dándome el perfil como antes. Yo continué mirándola sin tregua,
aunque tenía plena conciencia de lo impropio que era hacerlo. Entonces vi su cabeza cambiar
lenta y ligeramente de posición; y pronto me convencí de que la dama, mientras simulaba
interesarse en el escenario, estaba en realidad observándome atentamente. Huelga decir el
efecto que produjo esa conducta, de parte de una mujer tan fascinante, en mi espíritu
excitable.
Después de espiarme durante quizás un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se
dirigió al caballero que la acompañaba y supe, por las miradas de ambos, que hablaban de mí.
Luego, Madame Lalande se volvió una vez más hacia el escenario y, durante unos
minutos, pareció estar absorta en la función. Pero al cabo de ese tiempo, me vi sumido en una
extrema agitación cuando la vi tomar por segunda vez los gemelos, enfocarlos nuevamente
hacia mí y, desdeñando el renovado murmullo del público, examinarme de pies a cabeza con
la misma compostura que tanto había deleitado y confundido mi alma previamente.
Aquel comportamiento extraordinario me provocó una absoluta y febril excitación, un
auténtico delirio de amor, y sirvió más para alentarme que para desconcertarme. En la
insensata intensidad de mi devoción, me olvidé de toda otra cosa que no fuera la presencia y
la majestuosa belleza de la visión que estaba contemplando. Esperé mi oportunidad y, cuando
me pareció que el público estaba concentrado en la ópera, logré captar la atención de Madame
Lalande y, sin más, le hice una leve pero inconfundible reverencia.
Se sonrojó visiblemente, apartó la mirada, miró luego lenta y cautamente alrededor,
como para ver si mi osadía había sido advertida, y se inclinó después hacia el caballero
sentado junto a ella.
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Llegó, por fin, ese día; es decir, amaneció finalmente después de una larga y agotadora
noche de impaciencia. Y luego, hasta la una, las horas se arrastraron como caracoles, cansinas
e innumerables. Pero incluso Estambul, se dice, tendrá su fin, y así concluyó aquella larga
espera. El reloj dio la una. Mientras se apagaba su último eco entré en el B... y pregunté por
Talbot.
-Salió -dijo el criado, precisamente el de Talbot.
-¡Salió! -respondí, retrocediendo unos pasos-. Permítame decirle, mi buen amigo, que
eso es absolutamente imposible e inconcebible. Mr. Talbot no salió. ¿Qué es lo que quiere
decir?
-Nada, señor..., sólo que Mr. Talbot no está. Eso es todo. Partió para S...
inmediatamente después del desayuno, y dejó dicho que no volvería hasta dentro de una
semana.
Me quedé petrificado de horror y rabia. Intenté replicar, pero mi lengua se negó a su
deber. Finalmente, di vuelta sobre mis talones, lívido de ira y enviando por dentro a toda la
tribu de los Talbot a las regiones más remotas del Erebo. Era evidente que mi considerado
amigo, il fanatico, había olvidado por completo la cita que tenía conmigo; la había olvidado
tan pronto como fue hecha. Jamás fue un hombre de mucha palabra. Aquello no tenía
remedio, de modo que, ocultando mi enfado lo mejor posible, remonté la calle malhumorado,
haciendo fútiles averiguaciones sobre Madame Lalande con cada conocido que me
encontraba. Por los informes, descubrí que todos la conocían; muchos tan sólo de vista. Pero
llevaba apenas dos semanas en la ciudad, y por lo tanto eran pocos los que la conocían
personalmente. Esos pocos, siendo en realidad casi extraños para ella, no podían, o no
querían, tomarse la libertad de presentarme mediante la formalidad de una visita matinal.
Mientras, lleno de desesperación, conversaba con un trío de amigos acerca del tema que
absorbía por completo mi corazón, sucedió que el tema mismo pasó por allí.
-¡Por mi vida, ahí está! -exclamó uno.
-¡Sorprendentemente hermosa! -agregó el segundo.
-¡Un ángel en la Tierra! -dijo el tercero.
Miré, y en un coche abierto que se acercaba lentamente por la calle hacia nosotros, iba
sentada la encantadora visión de la ópera, acompañada por la dama más joven que la noche
anterior ocupaba un asiento en su palco.
-Su acompañante también está muy bien -dijo el que había hablado primero.
-Es asombroso -dijo el segundo-. Todavía tiene un aire de lo más lozano; pero es que el
arte hace maravillas. ¡Palabra, luce mejor que en París, hace cinco años! Una bella mujer
todavía, ¿no le parece, Froissart?... Simpson, quiero decir.
-¡Todavía! -dije yo, ¿y por qué no habría de serlo? Pero, comparada con su amiga, es
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como una vela ante la estrella vespertina, como una luciérnaga frente a Antares.
-¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, Simpson, usted tiene un don sorprendente para hacer
descubrimientos..., por lo originales, quiero decir!
Y entonces nos separamos, mientras uno del trío empezó a canturrear un alegre
vaudeville, del que sólo capté los versos
Durante esta pequeña escena, sin embargo, una cosa había servido grandemente para
consolarme, si bien alimentó la pasión que me consumía. Cuando el coche de Madame
Lalande pasó junto a nuestro grupo, noté que ella me reconoció; y lo que es más, me bendijo
con la más seráfica de las sonrisas imaginables, sin ninguna señal equívoca de aquel reco-
nocimiento.
En cuanto a la presentación, me vi obligado a abandonar toda esperanza hasta que
Talbot considerase apropiado regresar del campo. Mientras tanto, frecuenté con perseverancia
todos los sitios respetables de entretenimiento y, por fin, en el mismo teatro donde la había
visto por primera vez, tuve la suprema dicha de encontrarla y de intercambiar miradas con ella
una vez más. Pero esto sólo sucedió al cabo de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había
preguntado por Talbot, y diariamente me había estremecido de rabia el eterno "No ha vuelto
todavía" de su criado.
La noche en cuestión, por lo tanto, me hallaba en un estado próximo a la locura.
Madame Lalande, me habían dicho, era parisina; había llegado hacía poco de Francia. ¿No
podía regresar a París repentinamente, antes de que Talbot volviese? ¿Y no la perdería
entonces para siempre? Era una idea terrible de soportar. Dado que estaba en juego mi
felicidad futura, resolví actuar de modo viril. Al terminar la función, por lo tanto, seguí a la
dama hasta su residencia, anoté la dirección y, a la mañana siguiente, le envié una larga y
elaborada carta en la que volcaba todo mi corazón.
"Monsieur Simpson me pardonar por no ecribir la ermosa lengua de su pais tan bien
como debría. Es solamente muy poco que he llegado, y no tuve opportunité para l'étudier.
"Echa mi disculpa po la manière, diré ahora que, ¡hélas, Monsieur Simpson! no a
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divinado sino la verdad. ¿Debo decir de más? ¡Hélas! ¿No me apuro a hablar en demasiado?
Eugénie Lalande"
Besé un millón de veces esa nota de noble inspiración, e incurrí seguramente en otras
mil extravagancias que ahora escapan a mi memoria. Pero Talbot no volvía. i Ay! Si hubiera
podido hacerse siquiera una vaga idea del sufrimiento que me causaba su ausencia, ¿su alma
compasiva no habría vuelto de inmediato para aliviarme? Pero Talbot, sin embargo, no volvía.
Le escribí. Me respondió. Lo retenían asuntos urgentes, pero pronto regresaría. Me rogaba que
no me impacientase, que moderara mis arrebatos, que leyera libros tranquilizadores, que no
bebiera nada más fuerte que vino del Rin, y que recurriera a los consuelos de la filosofía. i
Grandísimo tonto! Si no podía venir en persona, ¿por qué, en nombre de todo lo razonable, no
me enviaba una carta de presentación? Volví a escribirle, rogándole que así lo hiciera. La
carta me fue devuelta por ese criado, con el siguiente endoso a lápiz. El truhán se había
encontrado con su amo en el campo:
"Salió de S... ayer, no dijo a dónde, ni cuándo vuelve. Como reconocí su letra, y sé que
usted siempre tiene algún apuro, me pareció lo mejor devolverle la carta.
Lo saluda atentamente,
Stubbs"
Ni falta hace decir que envié al amo y al valet a las deidades infernales; pero de nada
servía la ira, y no había en la queja consuelo alguno.
No obstante, aún me quedaba el recurso de mi audacia natural. Siempre me había sido
muy útil, y resolví emplearla una vez más para mis fines. Por otra parte, después de la
correspondencia que habíamos intercambiado, ¿qué acto de informalidad podía cometer,
dentro de ciertos límites, que Madame Lalande pudiera encontrar indecoroso? Desde lo de la
carta, había adoptado el hábito de vigilar su casa, y así descubrí que la dama, al caer la tarde,
solía dar un paseo por la plaza de enfrente, acompañada solamente por un negro de librea.
Allí, entre las arboledas exuberantes, en la penumbra gris de un ocaso estival, aguardé mi
oportunidad y la abordé.
Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba, lo hice con el aire confiado de un
viejo conocido. Con una presencia de ánimo auténticamente parisina, ella captó la situación
en el acto y me tendió la más encantadora de las manos para saludarme. El valet se alejó de
inmediato unos pasos. Y entonces, con los corazones rebosantes, hablamos extensamente y
sin reservas de nuestro amor.
Como Madame Lalande hablaba inglés con menos fluidez de la que tenía para
escribirlo, debimos mantener nuestra conversación en francés. En esa dulce lengua, tan propia
para la pasión, di libertad al impetuoso entusiasmo de mi naturaleza y, con toda la elocuencia
de que era capaz, le pedí su consentimiento para que nos casásemos de inmediato.
Sonrió ante mi impaciencia. Aludió a la vieja historia del decoro, ese espantajo que
acobarda a tanta gente ante la dicha, hasta que la oportunidad de la dicha se desvanece para
siempre. Señaló que, imprudentemente, yo había hecho saber entre mis amigos que deseaba
conocerla, lo cual significaba que no habíamos sido presentados, lo cual significaba, a su vez,
que no era posible disimular la fecha en que nos habíamos presentado. Casarnos de inmediato
sería impropio, sería indecoroso, sería, outré. Dijo todo esto con un encantador aire de naïveté
que me hechizaba al mismo tiempo que me dolía y me convencía. Llegó incluso a acusarme,
entre risas, de precipitación, de imprudencia. Me pidió recordar que, en realidad, yo no sabía
siquiera quién era ella, cuáles eran sus expectativas, sus vinculaciones, su posición social. Me
rogó, pero con un suspiro, que reconsiderase mi propuesta, y llamó a mi amor una infatuación,
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un capricho, una ilusión o fantasía del momento, una construcción inestable y sin base, más
de la imaginación que del corazón. Dijo estas cosas mientras las sombras del bello atardecer
se hacían más y más oscuras alrededor; pero luego, con una suave presión de su mano de
hada, echó por tierra en un delicioso instante todos los argumentos que había esgrimido.
Repliqué lo mejor que pude, como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé extensa y
obstinadamente de mi devoción, de mi pasión, de su profunda belleza y de mi entusiasta
admiración. Para finalizar, hice hincapié, con convincente energía, en los peligros que rodean
el camino del amor -ese camino que jamás fue llano- y reparé en el evidente riesgo de alargar
innecesariamente su recorrido.
Este último argumento pareció suavizar el rigor de su postura. Se ablandó, pero seguía
habiendo un obstáculo, dijo, que sin duda yo no había considerado en su debida forma. Era un
tema delicado de tratar, sobre todo para una mujer; sentía que al mencionarlo sacrificaba sus
sentimientos, pero, por mí, todo sacrificio tenía sentido. Aludió al tema de la edad. ¿Me daba
cuenta yo, me daba plenamente cuenta de la diferencia que había entre nosotros? El mundo
consideraba admisible, e incluso conveniente, que el marido sobrepasara en algunos años -
hasta quince, o veinte- la edad de su esposa. Pero ella siempre había creído que la edad de la
mujer no debía exceder jamás la del esposo. Las diferencias tan marcadas daban lugar -i ay,
con demasiada frecuencia!- a una vida de desdichas. Ella sabía que yo no pasaba de los
veintidós años, y yo, por el contrario, quizá no tenía conciencia de que los años de mi Eugénie
excedían considerablemente esa cifra.
En todo aquello había una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me deleitó, que
me hechizó, que selló para siempre mis cadenas. Apenas pude contener el profundo arrebato
que me dominaba.
- ¡Mi dulcísima Eugénie! -exclamé-. ¿Qué está diciendo? Tiene usted unos años más
que yo. Y qué? Las costumbres del mundo sólo son tonterías convencionales. Para aquellos
que se aman como nosotros, ¿en qué se diferencia un año de una hora? Yo tengo veintidós
años, dice usted; concedido: en realidad, bien puede considerarme de veintitrés. En cuanto a
usted, mi amada Eugénie, podrá tener no más..., no más de..., de..., de...
Me detuve un instante, esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme
su verdadera edad. Pero la mujer francesa casi nunca es directa, y siempre tiene algún recurso
práctico a manera de respuesta ante una pregunta embarazosa. En este caso, Eugénie, que
desde hacía unos instantes parecía estar buscando algo que llevaba en el pecho, dejó caer
sobre el césped un retrato en miniatura que recogí de inmediato para devolverle.
- Consérvelo -me dijo con una de sus sonrisas del todo encantadoras-. Consérvelo en mi
honor, en honor de aquella a quien representa demasiado halagadoramente. Además, en el
reverso de ese retrato quizás encuentre la información que parece buscar. Ahora está
oscureciendo, pero podrá examinarlo a gusto por la mañana. Entretanto, esta noche será mi
acompañante. Mis amigos van a celebrar en casa una pequeña levée musical. Puedo
prometerle que escuchará buen canto. Nosotros los franceses no somos en absoluto tan
puntillosos como ustedes los norteamericanos, y no tendré ninguna dificultad en presentarlo
como un viejo conocido mío.
Diciendo esto, se tomó de mi brazo y fuimos hacia su casa. Era una hermosa mansión, y
descuento que estaba amoblada con buen gusto. No obstante, no puedo pronunciarme
categóricamente sobre este último punto, pues ya había anochecido cuando llegamos y,
durante el verano, en las mansiones norteamericanas más finas rara vez se encienden las luces
a esa hora, la más deliciosa del día. Más tarde fue encendida una lámpara de techo en el salón
principal, y pude ver que éste estaba arreglado con inusual delicadeza y hasta esplendor; pero
las otras dos salas contiguas, donde estaban reunidos la mayoría de los invitados,
permanecieron toda la velada en una agradable penumbra. Ésa es una costumbre bien
pensada, que al menos permite a la gente elegir entre la luz y la sombra, y que nuestros
amigos al otro lado del mar deberían adoptar sin pérdida de tiempo.
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Aquella noche fue sin duda la más deliciosa de mi vida. Madame Lalande no había
exagerado la capacidad musical de sus amigos: en ningún círculo privado, fuera de los de
Viena, escuché jamás un canto como el que escuché allí. Los instrumentistas eran muchos y
de un talento superior. Las voces, principalmente femeninas, eran todas de jerarquía. Hacia el
final, ante el pedido de los invitados, Madame Lalande se levantó sin reparos ni afectación de
la chaise longue en la que estaba sentada a mi lado y, acompañada por uno o dos caballeros y
su amiga de la ópera, se dirigió hacia el piano situado en el salón principal. Hubiera querido
escoltarla yo, pero sentí que, dadas las circunstancias de mi presentación, convenía que me
quedase discretamente en mi lugar. Por lo tanto, no tuve el placer de verla cantar, pero sí el de
escucharla.
La impresión que produjo en los presentes podría calificarse de eléctrica, pero su efecto
en mí fue todavía mayor. No sé cómo describirlo. Se debió en parte, sin duda, al sentimiento
de amor que me dominaba, pero sobre todo a la exquisita y convincente sensibilidad de la
cantante. Escapa al arte infundir a un aria o un recitativo una expresión más apasionada que la
suya. Su versión de la romanza de Otello, el tono con que dijo las palabras "Sul mio sasso" en
Los Capuletos, aún resuenan en mi memoria. Su registro bajo era absolutamente milagroso.
Su voz abarcaba tres octavas completas, desde el re de la contralto hasta el re de la soprano, y,
aunque tenía potencia suficiente para llenar el San Carlos, ejecutaba con la más minuciosa
precisión todas las dificultades de la composición vocal: escalas ascendentes y descendentes,
cadencias y fiorituras. En el final de La Sonámbula, logró un efecto del todo notable donde
dice:
Ah, non guingue uman pensiero
Al contento ond `io son piena.
Allí, imitando a la Malibrán, modificó la frase original de Bellini para permitir que su
voz cayera en el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos
octavas de intervalo.
Tras esos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande se levantó del piano y volvió a
ocupar su asiento a mi lado, momento en que le expresé, con el más profundo entusiasmo, el
placer que me había causado su interpretación. No le dije nada de mi sorpresa, aunque estaba
inocultablemente sorprendido: había notado una cierta debilidad, o más bien una trémula
vacilación en su voz cuando conversaba, y no esperaba que demostrase al cantar ningún
talento fuera de lo común.
Ahora, nuestra conversación fue larga, intensa, ininterrumpida y sin reservas. Me hizo
contarle buena parte de mi vida, y escuchó con suma atención cada palabra de mi relato. Nada
le oculté a su afecto y su confianza; no me sentía con derecho de hacerlo. Alentado por su
candor sobre la delicada cuestión de su edad, no sólo detallé con toda franqueza mis muchos
defectos menores, sino que confesé esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al
exigir un grado tanto mayor de coraje, es prueba de amor tanto más grande. Le conté de mis
locuras de estudiante, de mis extravagancias, de mis juergas, de mis deudas y mis galanteos.
Hasta llegué a contarle de una tos consuntiva que me había preocupado durante un tiempo, de
un reumatismo crónico, de una tendencia hereditaria a la gota y, por último, de la
desagradable e inconveniente debilidad de mis ojos, que hasta ese momento había ocultado
cuidadosamente.
-Sin duda cometió una imprudencia al confesar ese último punto -dijo Madame
Lalande- pues, de no haberlo hecho, estoy segura de que nadie lo habría acusado de ese
crimen. De paso -siguió diciendo, y, pese a la penumbra de la sala, me pareció distinguir un
rubor en sus mejillas-, ¿se acuerda usted, mon cher ami, de este pequeño auxiliar visual que
llevo colgado del cuello?
Al decir eso, hizo girar entre sus dedos el par de gemelos que tanto me abrumaran de
confusión en la ópera.
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la ceremonia, me encontraba en un carruaje cerrado con Madame Lalande -es decir, con la
señora Simpson- alejándome a gran velocidad de la ciudad, hacia el nordeste.
Talbot nos había aconsejado que, dado que estaríamos despiertos toda la noche,
hiciéramos nuestra primera parada en C..., un pueblo situado a unas veinte millas de la ciudad,
donde podríamos tomar un desayuno temprano y descansar un poco antes de continuar viaje.
A las cuatro en punto, por lo tanto, el coche se detuvo en la puerta de la posada principal.
Ayudé a bajar a mi adorada esposa y ordené que nos trajeran un desayuno. Nos hicieron pasar
a un pequeño salón donde nos sentamos.
Ya prácticamente había amanecido. Y, mientras contemplaba extasiado al ángel que
estaba junto a mí, me asaltó de repente la idea de que, en realidad, aquella era la primera vez,
desde que conociera la celebrada hermosura de Madame Lalande, que podía contemplar esa
belleza a la luz del día.
- Y ahora, mon ami -dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis reflexiones-,
dado que estamos indisolublemente unidos, pues he cedido a sus ruegos apasionados y he
cumplido mi parte de nuestro acuerdo, presumo que no habrá olvidado que también usted
tiene un pequeño favor que cumplir, una pequeña promesa que es su intención mantener...
¡Ah, veamos, déjeme recordar! Sí, recuerdo perfectamente las palabras exactas de la promesa
que le hizo anoche a su Eugénie. Usted dijo: "¡Convenido, aceptado con el mayor de los
júbilos! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré esos amados gemelos,
como gemelos, sobre mi corazón; pero con las primeras luces de la mañana que me pro-
porcione el placer de llamarla mi esposa, me los pondré sobre la... sobre la nariz... y de allí en
más los usaré para siempre de la forma en que usted lo desea, menos romántica y menos a la
moda, pero sin duda más útil." Esas fueron las palabras exactas, mi amado esposo, ¿no es así?
- Así es -le respondí-. Tiene usted una memoria excelente; y le aseguro, mi bella
Eugénie, que no está en mi ánimo evadir el cumplimiento de la trivial promesa que implican.
¡Vea! ¡Mire! Me quedan bastante bien, ¿no es cierto?
Y entonces, tras ajustar los gemelos como anteojos, me los puse cuidadosamente donde
debían ir, mientras Madame Simpson, arreglándose el tocado y cruzándose de brazos, se
sentaba erguida en la silla, en una postura un tanto rígida y afectada, e incluso un tanto
indecorosa.
- ¡Por todos los cielos! -exclamé, en el instante mismo en que el puente de los anteojos
se acomodó en mi nariz-. ¡Dios mío! ¡Por todos los cielos! ¿Qué puede pasarles a estos lentes?
Me los quité rápidamente, los limpié con un pañuelo de seda y volví a ajustarlos.
Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo que me provocó sorpresa, en la
segunda esa sorpresa se convirtió en perplejidad; y esa perplejidad era profunda..., era
extrema... En verdad, podría decir que era espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué
significaba aquello? ¿Podía dar crédito a mis ojos?... ¿Podía?... Ésa era la cuestión. ¿Eso
era... eso era... eso era rouge? Y ésas eran... ésas eran... ésas eran arrugas, en el rostro de
Eugénie Lalande? Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas, grandes y pequeños! ¿Qué...
qué... qué había pasado con sus dientes? Arrojé con violencia los anteojos al suelo y,
levantándome de un salto, me paré delante de Mrs. Simpson con las manos a la cintura,
echando espuma por la boca, pero absolutamente incapaz de pronunciar una palabra, por el
espanto y la rabia.
Ya he dicho que Madame Eugénie Lalande -es decir, Simpson-hablaba inglés apenas un
poco mejor de lo que lo escribía, motivo por el cual, con toda sensatez, procuraba no
emplearlo nunca en las ocasiones ordinarias. Pero la ira puede llevar a una dama a cualquier
extremo, y en el presente caso llevó a Mrs. Simpson al extraordinario extremo de pretender
mantener una conversación en una lengua que prácticamente desconocía.
-Bian, Monsieur -dijo, después de observarme unos instantes, aparentemente con gran
asombro-. ¡Bian, Monsieur! ¿Qués que hay? ¿Qué pasa? ¿Tiene usted el bal de San Vito? Si
no es su gusto, ¿por qué compra antés de ver?
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Era inmensamente rica, y al enviudar por segunda vez -sin hijos-se acordó de mi
existencia en América. Dispuesta a hacerme su heredero, viajó a los Estados Unidos en
compañía de una bellísima y lejana parienta de su segundo marido, una tal Madame Stephanie
Lalande.
En la ópera, la insistencia de mi mirada distrajo la atención de mi tatarabuela, quien, al
observarme a su vez con los gemelos, creyó ver en mí un cierto parecido de familia. Excitada
su curiosidad, y sabiendo que el heredero que buscaba residía, de hecho, en la ciudad, indagó
a sus acompañantes acerca de mi persona. El caballero que estaba con ella me conocía, y le
dijo quién era. La información obtenida la indujo a repetir su escrutinio; y ese escrutinio fue el
que me envalentonó para actuar de la absurda manera que ya he detallado. No obstante, me
devolvió el saludo, pensando que, por alguna singular coincidencia, yo había descubierto su
identidad. Cuando, engañado por la debilidad de mi vista y las artes del tocador sobre la edad
y los encantos de la dama desconocida, le pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era
ella, éste supuso que me refería a la belleza más joven, naturalmente, y me dijo entonces, sin
faltar a la verdad, que era "la célebre viuda, Madame Lalande".
A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, un viejo
conocido suyo de París, y la conversación, claro está, recayó sobre mi persona. Se enteró
entonces de mis deficiencias visuales, que eran famosas, aunque yo ignoraba por completo su
fama; y mi buena parienta descubrió así, para su gran pesar, que se había engañado al supo-
nerme al tanto de su identidad, y que yo, sencillamente, había estado haciendo el ridículo al
galantear en un teatro, en forma pública, con una anciana desconocida.
Para castigarme por esa imprudencia, se puso de acuerdo con Talbot, quien abandonaría
la ciudad a propósito, evitando así tener que presentarme. A ojos de los demás, mis
averiguaciones callejeras sobre "la hermosa viuda, Madame Lalande" debían referirse a la
dama más joven, por supuesto; y así, la conversación con los tres amigos que encontré a poco
de dejar el hotel de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que su alusión a Ninon de l'Enclos.
Nunca tuve oportunidad de ver a Madame Lalande de día, y en la soirée musical, mi tonta
renuencia a usar anteojos me impidió descubrir su edad. Cuando los invitados pidieron que
cantase "Madame Lalande", hablaban de la dama más joven, y fue ésta quien se levantó para
responder al pedido; pero mi tatarabuela, prosiguiendo con el engaño, se levantó al mismo
tiempo y la acompañó hasta el piano, en la sala principal. De haber querido escoltarla,
pensaba insinuarme la conveniencia de permanecer donde estaba, pero mi propia prudencia lo
hizo innecesario. Las canciones que tanto admiré, y que tanto confirmaron mi impresión de la
juventud de mi amada, fueron interpretadas por Madame Stephanie Lalande. Los anteojos me
fueron obsequiados como para añadir un reproche a la burla, un aguijón en el epigrama del
engaño. Y obsequiarlos le dio oportunidad para aquel sermón sobre la afectación con el que
fui tan particularmente esclarecido. Es casi superfluo agregar que la anciana había cambiado
las lentes del instrumento por otras que se adaptaban mejor a mi edad. De hecho, me
resultaban perfectas.
El clérigo, que sólo había fingido unirnos en ese nudo fatal, era un compinche de
juergas de Talbot, y no tenía nada de sacerdote. Pero era un cochero excelente, y después de
cambiar la sotana por un levitón, condujo el carruaje que transportó a la "feliz pareja" fuera de
la ciudad. A su lado, Talbot hacía las veces de acompañante. Así, los dos miserables "pre-
senciaron la matanza", y por una ventana semiabierta del salón de la posada, se divirtieron
observando el dénouement del drama. Creo que deberé desafiarlos a ambos.
Con todo, no soy el esposo de mi tatarabuela, y ése es un pensamiento que me produce
un alivio infinito; pero sí soy el esposo de Madame Lalande -de Madame Stephanie Lalande-,
con quien mi buena y anciana parienta, además de declararme su heredero universal cuando
muera... si es que alguna vez lo hace, se tomó el trabajo de arreglarme una boda. En
conclusión: terminé para siempre con los billets doux, y jamás me verán con ANTEOJOS.
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