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Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII),
Sarpe, Madrid, 1985.
Reseña
1.- Resulta conveniente detenerse brevemente en las consideraciones que Baroja hace sobre el casuismo, el proba-
bilismo y el laxismo, además de la relación existente entre estos desarrollos de la teología moral. Estas corrientes se
van dibujando en el seno de la Iglesia, retomando viejas nociones y adaptándolas a los nuevos tiempos, o generando
otras nuevas, pero inextricablemente unidas a la gran discusión teológica sobre la naturaleza del libre albedrío y las
teorías de la predestinación. El desarrollo del casuismo, desde fines de la Edad Media, tiene su origen en la necesi-
dad de buscar “causas a casos”. Teólogos y confesores se encontraban frente a una diversidad de situaciones difí-
cilmente comprensibles sólo desde los principios del cristianismo primero, en un contexto en que se complejizaban
las prácticas sociales de los creyentes. Paralelamente, el probabilismo plantea que para actuar en la vida práctica
basta con un primer grado de verosimilitud de una representación frente a otra. Esto significa que es importante, para
juzgar los actos de los individuos, tener en cuenta si existe probabilidad de que una idea sea concebida como verda-
dera. Así, tal doctrina se refiere a la relación de la representación con el sujeto y no con el objeto, del cual nada se
sabe. Del casuismo y el probabilismo, en un proceso en el que ambas corrientes son difíciles de separar, surgieron
tratados para confesores que reconocían la multiplicidad de situaciones que hacen a cada acto distinto cada vez.
Tendencias rigoristas y laxistas surgieron del casuismo. Las primeras más ajustadas a los valores religiosos antiguos;
el laxismo, por el contrario, fue la expresión más desarrollada de ese espíritu, existente entre algunos teólogos, de
comprender la complejidad de las situaciones en las que el creyente se encontraba y cómo éste se representaba tal
situación. Si el laxismo buscaba compatibilizar teológicamente las prácticas sociales de la modernidad con los princi-
pios del cristianismo, era justamente porque consideraba que estos últimos debían ser complejizados para compren-
der la realidad. Sin embargo, los ataques de los sectores antilaxistas o antiprobabilistas, críticos respecto de las posi-
bilidades de justificación del pecado supuestamente abiertas por la moral asociada al laxismo, generaron una imagen
de homogeneidad de las teorías casuistas-laxistas, imagen que asociaron con los jesuitas por ser éstos quienes más
se abocaron al desarrollo del casuismo. Finalmente, el papado condenó las proposiciones probabilistas, y por tanto la
base de sustentación teórica del casuismo y el laxismo, en la segunda mitad del siglo XVII.
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los miembros de ese tribunal). La defensa de la religión, que no puede ser otra que la
católica, se constituye en razón de estado; el “príncipe” es cristiano, y en el cristianismo
reside la unidad del estado y la sociedad. Esa imperiosa “unidad de conciencia”, funda-
mento entre otros del poder estatal, hace del estado español, desde los reyes católicos,
uno políticamente intransigente, reprimiendo todo lo que considera herejía, pues es
causa de revolución, y la “libertad de conciencia”, que debilita la unidad del estado, se-
gún argumentan los defensores de esa intransigencia político-religiosa.
Sin embargo, Baroja pone al descubierto las contradicciones de esta autoridad
política y religiosa de la España de los siglos de oro. Las “quiebras” de la religiosidad no
nacen tan sólo en un clero cargado de vicios de origen terreno y profano, que suscita
tenaz crítica también fuera del mundo protestante. Esas quiebras se observan, además,
en la incredulidad a la que arriban, partiendo de un pensamiento científico o filosófico,
muchos eruditos y, sobre todo, en las prácticas nuevas a que da lugar la intensificación
de los tratos comerciales, o en las “razones” que impone la política de los estados abso-
lutistas. También la incredulidad “popular” que nace de la desesperanza de muchos de
los sectores postergados produce rupturas en la “unidad” que desde la cúspide del po-
der se postula. Es, para Baroja, el mantenimiento de tal unidad lo que obliga al incre-
mento de la actividad represiva inquisitorial, que orienta su actividad tanto a quienes
puedan profesar opiniones cercanas a la herejía protestante surgente en Europa Cen-
tral como a quienes desde cualquier ángulo cuestionen tal “unidad de conciencia”.
En este contexto el mayor tema del tiempo es el del significado del libre albedrío
y el de la predestinación, como nociones opuestas. Si tal controversia se remonta, de-
ntro del cristianismo, a la que sostuvieran San Agustín y Pelagio, las luchas y escisio-
nes en torno a la misma dividirá a protestantes de católicos, pero también, dentro del
catolicismo, a dominicos y agustinos de jesuitas, a rigoristas de laxistas. Las acusacio-
nes a Molinas, Escobar y demás probabilistas, si tienen como telón de fondo esta con-
troversia, es porque la misma encuentra raíces en la actitud que el cristianismo debe
tener frente a una realidad social de la que brotan permanentemente cosas nuevas, ca-
da vez más difíciles de encuadrar en las categorías simplificadoras del cristianismo pri-
mitivo.
Sociedad que se moderniza -y el concepto de lo moderno es utilizado por Baroja
para dar cuenta de los despertares, de las novedades- y complejiza, en el sentido de
diversificar las prácticas sociales, modificar las existentes y crear otras nuevas, todo lo
cual conduce a que desde la teología moral se admita explícita o implícitamente que se
está frente a una época de cambios. A la relación entre la teología moral y las formas
de religiosidad de los distintos sectores sociales está dedicada toda la tercera parte del
libro de Baroja (capítulos 12 a 18), y en la aguda descripción seguida de análisis que
nos presenta el autor podemos seguir los conflictos inherentes a una moral católica que
ante el hecho de la variedad, puesto de manifiesto por la expansión ultramarina, ya no
podría mantenerse condenando todo lo extraño.
Desde el predominio de una imagen de la sociedad que la ordena por estados, y
en la cual la vida social se ajusta a reglas y funciones que se puede ejecutar bien o mal,
se solidifica la idea que postula la propensión de cada estado, dada su actividad particu-
lar, a recaer en determinados pecados. Si la religiosidad campesina ofrece al catolicis-
mo el desafío permanente de cristianizar tanto a los hombres del campo como a los lu-
gares de culto, cuyas raíces paganas no son difíciles de rastrear y que también encuen-
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Roberto Pittaluga
Agosto 1994