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Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII),
Sarpe, Madrid, 1985.
Reseña

Si reseñar una obra siempre implica una interpretación y un determinado recorte,


en el caso de la voluminosa obra del antropólogo e historiador español Julio Caro Baro-
ja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII), escrita entre 1974 y
1976, tal sesgo es casi una imposición por la diversidad de aspectos sobre los que el
autor discurre en su esfuerzo por reflejar la variada realidad social y la no menos múlti-
ple religiosidad de los hombres de la España de la época. Es justamente tal énfasis en
la multiplicidad de formas de religiosidad la clave del tratamiento de lo que el mismo
autor considera el objeto principal de su libro: un estudio de la religiosidad como prácti-
ca social y no de la religión como sistema, dando así cuenta de la riqueza de matices de
tales prácticas y de su conexión con las distintas formas de actividad social.
De tal forma, la intervención de Baroja es una réplica directa a dos nociones ge-
neralmente aceptadas. En primer término, aquella que considera al catolicismo como un
todo homogéneo y aferrado a dogmas impermeables frente a la cambiante realidad de
la Europa moderna. La crítica de Baroja no se basa tan sólo en la existencia de corrien-
tes de opinión diferentes entre pensadores de la Iglesia sino fundamentalmente en los
sentidos diversos con que interpretan y practican efectivamente la religión los creyen-
tes, sean mercaderes, guerreros o campesinos. La segunda noción que el autor somete
a crítica y que se desprende de la primera, es la que relaciona, lógicamente, predominio
del catolicismo y decadencia socioeconómica. Baroja no admite tal relación que consi-
dera mecánica, ni tampoco la más elaborada que adjudica la decadencia a una moral
que basada en el laxismo 1 era incompatible con un “espíritu capitalista”.
Para retratar las percepciones que sobre lo religioso recorren el período y que los
sectores sociales resignifican de manera distintiva según su actividad, el autor utiliza
una gran cantidad de fuentes, principalmente procesos inquisitoriales y libros doctrina-

1.- Resulta conveniente detenerse brevemente en las consideraciones que Baroja hace sobre el casuismo, el proba-
bilismo y el laxismo, además de la relación existente entre estos desarrollos de la teología moral. Estas corrientes se
van dibujando en el seno de la Iglesia, retomando viejas nociones y adaptándolas a los nuevos tiempos, o generando
otras nuevas, pero inextricablemente unidas a la gran discusión teológica sobre la naturaleza del libre albedrío y las
teorías de la predestinación. El desarrollo del casuismo, desde fines de la Edad Media, tiene su origen en la necesi-
dad de buscar “causas a casos”. Teólogos y confesores se encontraban frente a una diversidad de situaciones difí-
cilmente comprensibles sólo desde los principios del cristianismo primero, en un contexto en que se complejizaban
las prácticas sociales de los creyentes. Paralelamente, el probabilismo plantea que para actuar en la vida práctica
basta con un primer grado de verosimilitud de una representación frente a otra. Esto significa que es importante, para
juzgar los actos de los individuos, tener en cuenta si existe probabilidad de que una idea sea concebida como verda-
dera. Así, tal doctrina se refiere a la relación de la representación con el sujeto y no con el objeto, del cual nada se
sabe. Del casuismo y el probabilismo, en un proceso en el que ambas corrientes son difíciles de separar, surgieron
tratados para confesores que reconocían la multiplicidad de situaciones que hacen a cada acto distinto cada vez.
Tendencias rigoristas y laxistas surgieron del casuismo. Las primeras más ajustadas a los valores religiosos antiguos;
el laxismo, por el contrario, fue la expresión más desarrollada de ese espíritu, existente entre algunos teólogos, de
comprender la complejidad de las situaciones en las que el creyente se encontraba y cómo éste se representaba tal
situación. Si el laxismo buscaba compatibilizar teológicamente las prácticas sociales de la modernidad con los princi-
pios del cristianismo, era justamente porque consideraba que estos últimos debían ser complejizados para compren-
der la realidad. Sin embargo, los ataques de los sectores antilaxistas o antiprobabilistas, críticos respecto de las posi-
bilidades de justificación del pecado supuestamente abiertas por la moral asociada al laxismo, generaron una imagen
de homogeneidad de las teorías casuistas-laxistas, imagen que asociaron con los jesuitas por ser éstos quienes más
se abocaron al desarrollo del casuismo. Finalmente, el papado condenó las proposiciones probabilistas, y por tanto la
base de sustentación teórica del casuismo y el laxismo, en la segunda mitad del siglo XVII.
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les -muy abundantes- como también sermones, complementadas fecundamente con


obras literarias y teatrales y con otras manifestaciones artísticas. El arte ocupa un lugar
destacado para la interpretación de lo religioso en una sociedad en la que la religión
aparece como el camino de reconocimiento del mundo y de la sociedad misma, y es,
además, lo que permite que tal sociedad permanezca unida.
En función del objetivo de la obra y a partir de las fuentes mencionadas, el libro
de Baroja está dividido en cinco partes que abarcan en total veintitrés capítulos. La pri-
mera parte (capítulos 1 a 5) es un empeño por conceptuar los elementos principales
que componen el cristianismo y cómo se sitúan éstos de acuerdo a las percepciones
diversas que de ellos se tienen, sin perder de vista que se trata de una religión en un
país dado, con un ámbito geográfico y político, y también con límites temporales. Así, el
autor nos muestra que la misma idea de Dios y los caminos para su búsqueda son no
sólo variados sino también objeto de debate y controversia en el interior del catolicismo.
Frente a la “explosión mística” del siglo XVI comienzan a editarse muchos tratados de
carácter propedéutico, orientados más a establecer reglas de conducta para la vida dia-
ria que para el espíritu, y buscando contener y limitar las formas extremadas de religio-
sidad y los caminos individuales que, conduciendo al encuentro con Dios por fuera de
las instituciones eclesiásticas, eran considerados por muchos como peligrosos. Y es en
esta exploración de las reglas adecuadas que se perfila, y alcanza paulatinamente la
madurez de una corriente de opinión, la tendencia a compatibilizar la complejidad de la
vida socioeconómica y cultural, que el Renacimiento y la revolución científica han ayu-
dado a surgir y son a la vez su expresión, con los dogmas cristianos.
También sobre el demonio, los santos y los hombres las concepciones son más
heterogéneas de lo que se acostumbra suponer. Sin embargo, el predominio de una
idea represiva de la religión, donde amenazas y castigos pesan más que los premios,
hicieron del demonio un protagonista central en las representaciones religiosas; y si la
ortodoxia era escéptica respecto de las historias de apariciones y tratos directos con el
diablo, de aquelarres y vuelos nocturnos, porque predominaba en ella la concepción del
demonio como mero ilusionista, entre los sectores más humildes las líneas demarcato-
rias de lo ilusorio y lo real en la actuación diabólica tendieron a difuminarse, paralela-
mente al crecimiento del carácter amenazador que las historias de este tipo tenían
cuando se dirigían a dichos sectores sociales. Respecto de santos, Baroja resalta el
problema existente entre la proliferación de cultos locales en permanente conflicto con
una erudición que pretende limitar las posibilidades de ocurrencia de milagros y la san-
tidad de determinadas personas.
También vida y muerte, dos conceptos permanentemente presentes en el cristia-
nismo, suscitan en el siglo más de un debate teológico. Si la primera es vista como me-
ro tránsito, la vida ultraterrena no puede concebirse sino como una imagen de la terrena
despojada de las causas del mal. Pero, en conjunto, la vida celeste es de una materiali-
dad absoluta y cargada de percepciones y placeres sensuales, derivados de una con-
cepción en la cual gravita la imagen que de la vida tienen los estratos superiores.
Como continuación de la primera parte del libro, la segunda aborda el problema
de la autoridad y sus contradicciones en la sociedad cristiana. La íntima relación de la
burocracia estatal y la jerarquía eclesiástica lo llevan a definir al Estado como basado
en un principio hierocrático (de allí que la Inquisición sea más un instrumento de poder
político que religioso, patente en la mayor participación de juristas que de teólogos entre
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los miembros de ese tribunal). La defensa de la religión, que no puede ser otra que la
católica, se constituye en razón de estado; el “príncipe” es cristiano, y en el cristianismo
reside la unidad del estado y la sociedad. Esa imperiosa “unidad de conciencia”, funda-
mento entre otros del poder estatal, hace del estado español, desde los reyes católicos,
uno políticamente intransigente, reprimiendo todo lo que considera herejía, pues es
causa de revolución, y la “libertad de conciencia”, que debilita la unidad del estado, se-
gún argumentan los defensores de esa intransigencia político-religiosa.
Sin embargo, Baroja pone al descubierto las contradicciones de esta autoridad
política y religiosa de la España de los siglos de oro. Las “quiebras” de la religiosidad no
nacen tan sólo en un clero cargado de vicios de origen terreno y profano, que suscita
tenaz crítica también fuera del mundo protestante. Esas quiebras se observan, además,
en la incredulidad a la que arriban, partiendo de un pensamiento científico o filosófico,
muchos eruditos y, sobre todo, en las prácticas nuevas a que da lugar la intensificación
de los tratos comerciales, o en las “razones” que impone la política de los estados abso-
lutistas. También la incredulidad “popular” que nace de la desesperanza de muchos de
los sectores postergados produce rupturas en la “unidad” que desde la cúspide del po-
der se postula. Es, para Baroja, el mantenimiento de tal unidad lo que obliga al incre-
mento de la actividad represiva inquisitorial, que orienta su actividad tanto a quienes
puedan profesar opiniones cercanas a la herejía protestante surgente en Europa Cen-
tral como a quienes desde cualquier ángulo cuestionen tal “unidad de conciencia”.
En este contexto el mayor tema del tiempo es el del significado del libre albedrío
y el de la predestinación, como nociones opuestas. Si tal controversia se remonta, de-
ntro del cristianismo, a la que sostuvieran San Agustín y Pelagio, las luchas y escisio-
nes en torno a la misma dividirá a protestantes de católicos, pero también, dentro del
catolicismo, a dominicos y agustinos de jesuitas, a rigoristas de laxistas. Las acusacio-
nes a Molinas, Escobar y demás probabilistas, si tienen como telón de fondo esta con-
troversia, es porque la misma encuentra raíces en la actitud que el cristianismo debe
tener frente a una realidad social de la que brotan permanentemente cosas nuevas, ca-
da vez más difíciles de encuadrar en las categorías simplificadoras del cristianismo pri-
mitivo.
Sociedad que se moderniza -y el concepto de lo moderno es utilizado por Baroja
para dar cuenta de los despertares, de las novedades- y complejiza, en el sentido de
diversificar las prácticas sociales, modificar las existentes y crear otras nuevas, todo lo
cual conduce a que desde la teología moral se admita explícita o implícitamente que se
está frente a una época de cambios. A la relación entre la teología moral y las formas
de religiosidad de los distintos sectores sociales está dedicada toda la tercera parte del
libro de Baroja (capítulos 12 a 18), y en la aguda descripción seguida de análisis que
nos presenta el autor podemos seguir los conflictos inherentes a una moral católica que
ante el hecho de la variedad, puesto de manifiesto por la expansión ultramarina, ya no
podría mantenerse condenando todo lo extraño.
Desde el predominio de una imagen de la sociedad que la ordena por estados, y
en la cual la vida social se ajusta a reglas y funciones que se puede ejecutar bien o mal,
se solidifica la idea que postula la propensión de cada estado, dada su actividad particu-
lar, a recaer en determinados pecados. Si la religiosidad campesina ofrece al catolicis-
mo el desafío permanente de cristianizar tanto a los hombres del campo como a los lu-
gares de culto, cuyas raíces paganas no son difíciles de rastrear y que también encuen-
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tra fundamento en razones de tipo estructural que promueven religiosidades de marca-


do naturalismo, no menos problemática se presenta la moral del guerrero, de compor-
tamientos de compleja compatibilización con los principios cristianos. Aun cuando es
fuerte la noción de la vida como milicia, que todo católico es un soldado de Cristo y que
durante el período se observa una militarización dentro del catolicismo -cuyo ejemplo es
para Baroja el tipo de organización de la Compañía de Jesús-, las imágenes que se
desprenden de las fuentes van desde el santo guerrero merecedor de honras supremas
al soldado inmoral que abusa de su poder y se adjudica un desprecio absoluto.
Es entre los comerciantes donde se da el panorama más diverso y de mayores
contrastes. Porque si la riqueza en sí produce algunas críticas, las formas de obtenerlas
y los destinos de la misma, bastante lejos de los postulados originarios del cristianismo
primero, son objeto de las mayores cavilaciones entre los teólogos. Cómo no ser usure-
ro sin abandonar la actividad parece ser la pregunta que domina los espíritus de estos
hombres, y de quienes tienen por profesión salvar sus almas. Gran cantidad de libros
doctrinales abordan la cuestión del crédito, del comercio marítimo, algunos desde una
posición condenatoria enraizada en el pasado feudal; otros, en cambio, tratando de
adaptar los principios básicos de la moral cristiana a la vida del momento, observando
los casos y las situaciones en que se producen.
En la cuarta parte, Baroja atiende específicamente a los llamados “alumbrados” y
a los grupos étnico-religiosos bautizados masiva y compulsivamente, como judíos y mo-
riscos. La política de persecución de los llamados alumbrados, remite a sus peligrosas
influencias sobre las muchedumbres por fuera de los marcos eclesiásticos más que a
los desafíos espirituales o doctrinales que pudieran plantear quienes estuvieran aleja-
dos de la ortodoxia. Respecto de los bautismos masivos, por detrás de la polémica so-
bre su veracidad o falsedad, la asociación estrecha entre lo religioso y lo biológico
(ideas de la leche mamada, del fermento) llevó al establecimiento de estatutos de lim-
pieza de sangre y a realzar la herencia gótica, a través de una estructura jurídico-
teológica que busca fijar como castas a los grupos subordinados combinando concep-
tos religiosos y penales. La separación nítida de los grupos sociales parece ser un obje-
tivo, pero paralelamente se da un proceso de integración, sobre todo de los judíos con-
vertidos, a través de la falsificación de los certificados de pureza de sangre (de este
proceso proviene la imagen de marranismo que en el exterior se tiene de España).
Diversidad, variedad, novedad, modernidad. Tales son las fuerzas que obligan a
la reflexión teológica en estos siglos. En la última parte de su libro, Baroja trata de sinte-
tizar una imagen que va construyendo trabajosa y pacientemente a través de todo el
libro: si la realidad social se complejiza no escapa a tal fenómeno el pensamiento reli-
gioso, y la teología moral de los siglos XVI y XVII se ve conmovida por las opiniones de
quienes postulan la necesidad de atender a los diferentes “casos” de conciencia, en un
mundo en el que los creyentes eran personas con vicios y virtudes al mismo tiempo. El
probabilismo se constituye así, en España, en una corriente con predicamento, sobre
todo entre los jesuitas, desde la idea primaria de que es necesario que la moralidad
cristiana conjugue de manera novedosa los dogmas y la realidad de la práctica de los
creyentes. Un rigorismo renovado será su contendiente y resultará finalmente vencedor,
pero esto no obsta para que Baroja postule que la Iglesia católica en la España del siglo
XVI se “moderniza”, que la “reforma” en España siguió caminos distintos a la protestan-
te, partiendo de una actitud que el autor implícitamente considera más abierta y toleran-
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te. Caminos sinuosos y contradictorios, generalmente vistos desde la opinión simplifica-


da de sus principales detractores (dominicos, Pascal y los jansenistas) y vencedores,
partícipes de una batalla que no se restringió a los aspectos teológicos sino que apare-
cía combinada con asuntos bien terrenales: disputas de poder entre órdenes y escue-
las, de poder regio y eclesiástico, de estados contra estados.
El probabilismo deriva hacia el laxismo principalmente entre la generación de
fines del XVI y principios del XVII, aunque se hace difícil, para Baroja, conceptuar a teó-
logos que eran laxistas y rigoristas a la par, dependiendo del asunto. Sin embargo el
punto relevante es que desde la embestida de la tendencia antilaxista, en la segunda
mitad del siglo XVII, se construyó la imagen de un laxismo homogéneo basado argu-
mentalmente en el probabilismo y encarnado por la Compañía de Jesús, cuya condena
final llegó del mismo papado. Lo que preocupa del probabilismo laxista es el margen
que deja al hombre respecto a juicios de toda clase de asuntos, y justamente de lo que
se lo acusa es de tratar de dar cuenta, moralmente, de las novedades de la práctica
social, o sea, se ataca su “modernismo”. Si el protestantismo es un intento de ordenar
la vida moral de sociedades sacudidas por los brotes de modernidad reduciendo lo
complejo a lo simple de los postulados iniciales de los padres de la Iglesia y remitiendo
a ellos todo principio de autoridad, dentro del catolicismo, en su versión probabilista, el
camino, con idas y vueltas, fue el de seguir la complejidad de la vida social y moral re-
elaborando los dogmas y principios cristianos.
De esta última apreciación se desprende una explícita crítica a la tesis de Weber
sobre la relación entre un determinada actitud moral encarnada en algunas sectas puri-
tanas de raíces calvinistas y el desarrollo del espíritu propio de la empresa capitalista.
Para Baroja no sólo es incorrecta la opinión que postula la presencia de un espíritu
“fáustico” entre los hombres del protestantismo y su ausencia donde predominó el cato-
licismo, y desprender de tal noción que las causas de la decadencia política y económi-
ca española (o portuguesa o italiana) se encuentran en el predominio de una moral
laxa. Si hubo hombres de negocios triunfantes en España, con una ética que el autor
prefiere definir como “weberiana” antes que capitalista, esos hombres no provenían de
las filas de un rigorismo teóricamente más cercano al protestantismo sino del probabi-
lismo laxista.
Finalmente es necesario señalar que la obra de Baroja incursiona sobre un sin-
número de aspectos de la religiosidad imposibles de enumerar en esta breve reseña. La
figura del pobre, el teatro y la religiosidad, las similitudes que encuentran los teólogos
entre la ritualidad de los indígenas americanos, la literatura apocalíptica y las visiones
del anticristo, son algunos de los temas tratados y relacionados con la temática princi-
pal. Quien estudie cuestiones vinculadas a la religiosidad hallará en la obra de Baroja
sugerentes aportes.

Roberto Pittaluga
Agosto 1994

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