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EL SOLITARIO

(The Loner)

Lass Small

Argumento:

Clayton Masterson prefería estar solo, rara vez se


unía a la civilización. Sin embargo, no le quedó otro
remedio cuando los incendios proliferaron aquel
año. Su sentido del deber lo obligaba a combatir ese
infierno, pero el de las líneas protectoras no podía
compararse con el ardiente deseo que le inspiraba la
voluntaria Shelley Adams. Si podía acercarse a esa
fría y distante belleza, prendería una llama de amor
en el corazón de esa mujer… ¡y su resistencia se
evaporaría como el humo!
CAPITULO 1
En agosto de aquel año, cuando proliferaron los incendios, Clayton Masterson
bajó de las montañas al oeste de Yellowstone.

Antes de mudarse, Clayton sacó del desván los objetos más valiosos, la
fotografía de sus padres y la Biblia de la familia. Arrastró los que le eran
necesarios, el colchón, las colchas, la sierra eléctrica, televisión, platos, trampas,
pistolas, cacharros y cacerolas al sótano que su bisabuelo abrió en el corazón de
la roca viva; después cerró la puerta de madera y la cubrió de tierra.

No había mucha tierra suelta donde Clayton vivía, al este de las Rocallosas. El
suelo del bosque estaba tapizado de agujas de pino y hojas en descomposición,
un material muy inflamable.

El mismo había tenido que llevar tierra de los prados desde hacía mucho
tiempo, para colocar una gruesa capa sobre el techo de su cabaña que mantenía
limpia de desperdicios. Su padre le advirtió siempre: "Mantén tus armas, tus
herramientas y tu techo limpios y tus cuchillos afilados". Aquellas eran las
reglas para sobrevivir.

Su madre le inculcó: "Sé ordenado. Mantén tu casa aseada. Por dentro y por
fuera. Lo mismo que tu persona".

Y su padre le aconsejó: "Frótate con hierba, si sales a cazar. Los animales


huelen el café, el tabaco, las cebollas y el jabón".

Clayton había obedecido y su cabaña estaría a salvo, a menos que el viento


convirtiera las llamas en una tormenta de fuego. Nada podía escapar a una
catástrofe como esa.

Clayton echó una última mirada a su alrededor. Aquel sitio pertenecía a los
Masterson desde finales de 1700. Si el fuego lograba acercarse, quizá las rocas y
la tierra protegieran su guarida, excavada en la roca. Clayton sabía que podía
reconstruir la cabaña, igual que sus ancestros hicieron. Allí estaba su hogar, y
pensaba volver, cuando los incendios se extinguieran.

Empaquetó un poco de carne de venado seca y granola de una mezcla especial


que preparaba su madre. Agregó una muda de ropa, una manta y su violín
cuidadosamente envuelto. Luego tomó su rifle. Estaba listo. Le silbó a Lobo y le
puso un ancho collar amarillo alrededor del cuello. Eso identificaría al animal
como una mascota. Después, iniciaron el descenso.

En aquel lugar tan remoto, Clayton jamás hablaba con nadie, a menos que
necesitara algo del pueblo. El se autoabastecía, rara vez se aventuraba a unirse a
la “civilización”, en la que se sentía incomodo a causa de su torpeza al tratar
con las personas. Se consideraba un inadaptado.

Pero no por ello eludía sus responsabilidades. Sus padres lo educaron para
que cumpliera con sus deberes cívicos. "Todos debemos ayudar, aunque no
estemos de acuerdo con lo que pasa", le explicaron a Clayton. "Este es nuestro
país. No podemos permanecer sentados sin hacer lo que nos corresponde". Así
que los hombres de la familia habían luchado en todas las guerras en las que
participó Estados Unidos de América. A su padre le tocó la de Vietnam.

Y, por esa convicción de sus padres de que formaba parte de una sociedad,
Clayton se había entrenado para sofocar incendios forestales. Al igual que la
mayoría de los habitantes de las montañas. Clayton tenía una radio para
comunicar cualquier cosa sospechosa a la policía montada, cuyo cuartel se
encontraba a cierta distancia, hacia el este.

Clayton pasó frente a un guardia que estaba en una torre contra incendios,
cerca de su cabaña. Los dos hombres nunca habían hablado, porque Clayton no
deseaba entrometerse en la vida del otro. Pero Lobo sabía que era dueño de una
perra. Siempre salía a la puerta, quedándose al lado del guardia para mirar a
Lobo, moviendo la cola. Lobo la miraba también.

El guardia se sentía solo. Llevaba a su perra hasta lo alto de la torre, buscando


compañía.

Al cabo de un rato, Clayton llegó al pueblo de Gasp. Los habitantes


alcanzaban la suma de treinta personas y la carretera era la única calle del
pueblo. También había una gasolinera, una tienda, y una cafetería para los
viajeros que estaban de paso.

Clayton se dio cuenta en seguida de que Gasp estaba desierto. Siempre se


encontraba a alguien que lo saludaba con la mano y se sorprendió al reconocer
que echaba de menos aquel gesto. Sin el saludo experimentaba una especie de...
abandono. Para un hombre solitario, tal sensación resultaba extraña.

No entendía por qué le parecía que el mundo entero había desaparecido


abandonándolo. Se detuvo a la mitad del pueblo y miró a su alrededor. Aunque
amaba la soledad del bosque, se sentía tristemente olvidado.

Clayton estaba cerca de los treinta años. Era fuerte, de anchos hombros y
pecho amplio. Tenía el pelo negro y los ojos verdes. Llevaba barba desde que un
puma le destrozó la cara con sus garras. La barba no ocultaba todas las
cicatrices, pero las que dejaba ver, no eran desagradables. En la televisión, los
hombres de la ciudad no solían usar barba, por lo que Clayton suponía que a las
mujeres no les gustaban los hombres peludos.
Pensaba que a las mujeres les gustarían los hombres limpios. Conocía a un
tipo, a un par de montañas de distancia de su cueva, que era la persona más
sucia del mundo. Aunque lo apodaban el "Apestoso", consiguió una novia por
correo. La mujer escribió a una revista, pidiendo un compañero y el Apestoso se
presentó en la cabaña de Clayton diciendo:

-Sé que sabes escribir con elegancia.

Clayton admitió que sabía hacerlo.

-Necesito que le escribas una carta a esta mujer -le explicó el Apestoso-. ¿Me
harás ese favor? Te daré esta piel a cambio. Era una estupenda piel de lince.

-Está prohibido cazarlos.

-A este lo atropelló un coche y le partió el espinazo. Me dejaron quedármela.

Clayton escribió la carta, al aire libre, sentado en una roca, lejos del hombre
que lo asfixiaba.

Un año después, se encontró con el Apestoso y una mujer que cargaba un


fardo de leña en la espalda. El Apestoso señaló al cazador.

-Ese es. El escribió la carta.

La mujer, a la que le faltaba un par de dientes, sonrió a Clayton. La novia era


una mujer ruda y fuerte que encantaba a su esposo. Pero le pareció tan diferente
de su madre, que Clayton decidió no volver a tramitar un matrimonio por carta.

Clayton era un hombre ingenuo; cuando veía a las mujeres por televisión, su
cuerpo experimentaba sensaciones desconocidas. Pero ignoraba cómo
establecer contacto con una mujer. En el pueblo había algunas que lo miraban,
pero él pensaba que se burlaban de él, un hombre que vivía en las montañas,
solo. No sabía cómo hablarles, ni siquiera cómo empezar una conversación.

Al bajar de la montaña, él y Lobo vieron a dos gamos que luchaban para


conseguir una hembra. Lobo, que no tenía hambre, ignoró a los animales, pero
Clayton comprendía la necesidad que los impulsaba. Su propia necesidad
duraba todo el año y, durante las largas noches de invierno y los interminables
días del verano, andaba sin descanso, inquieto en su soledad.

Se preguntaba si alguna vez conocería a una mujer. Si sentiría sus manos sobre
él o si le permitiría tocarla, qué mujer podría amarlo.

En su mente, nunca había visto a una mujer. Ninguna cara se perfilaba en su


imaginación, pero sabía que debía estar en alguna parte del mundo. Y en la
soledad de sus noches empezó a creer que debía buscarla. El aumento de los
incendios forestales era una buena excusa para iniciar su búsqueda.

La gente de Gasp no acostumbraba cerrar las puertas de las casas. Si alguien


quería entrar en una, podía hacerlo, no querían tentar a nadie a que rompiera
una ventana o destrozara una cerradura. Clayton entró en una tienda silenciosa
y vacía y examinó los estantes. No necesitaba nada.

Atraído como un imán, se acercó a una barra de donde colgaban varios


vestidos de mujer. Los observó. No había nadie, podía tocarlos sin que
pareciera extraño. Lo hizo. Abrió todos los cajones detrás del mostrador hasta
encontrar la ropa interior. Las prendas de encajes y seda estaban en un solo
cajón, casi lleno. Las tocó con suavidad, sonriendo un poco y sacudiendo la
cabeza al pensar que alguien podía ponerse algo tan pequeño.

Reflexionó en lo que sentiría un hombre al comprarle algo parecido a una


mujer para... para que se lo pusiera para él.

El sonido de un camión que se acercaba lo obligó a cerrar el cajón de golpe,


salir al exterior y agitar la mano. El conductor lo miró con recelo. Clayton
preguntó:

-¿Va al lugar del incendio?

-Sí

-¿Puede llevarme?

-Atrás.

Clayton comprendió. El hombre no quería que él y su animal entraran en la


cabina. No confiaba en un desconocido. Clayton le sonrió y dijo:

-Gracias.

Palmeó en la plataforma del camión de carga y después de dudar un instante,


Lobo saltó sin esfuerzo. Clayton acomodó su bolsa de viaje en el fondo del
vehículo y luego se sentó entre los bultos.

El perro gruñó.

-Esta bien -lo tranquilizó, apretándolo contra él y golpeó la ventana, indicando


que podían partir. Se aplastó el sombrero con fuerza contra la cabeza, mientras
el camión aumentaba la velocidad.

Lobo parecía asustado. Luchaba contra Clayton, que lo apresaba, pero el


hombre le hablaba en voz baja y tranquila, hasta que la bestia metió la cabeza
bajo el brazo de su amo, sin acabar de aceptar aquel extraño modo de viajar.
Avanzaron durante largo tiempo. Clayton sólo había estado en Jackson,
además de Gasp, y observaba el largo camino extenderse ante sus ojos,
sintiéndose un viajero. Intuía que iniciaba una aventura que podía cambiar su
vida. Aquel presentimiento lo exaltaba. Acarició a Lobo y se rió en voz alta,
contento.

Llegaron a un valle donde unos voluntarios habían montado un campamento.


Clayton le agradeció el viaje al hombre y se bajó con su equipaje y su mascota.
El conductor continuó su camino. El cazador se volvió, caminó con precaución
hasta donde los voluntarios se organizaban y… la vio.

En medio de aquel movimiento, la descubrió. El mundo se detuvo para él y


cada sonido, cada sombra cobró inmensa importancia.

La vio moverse y le pareció que aquella mujer era música. Pensó que era
etérea. Deseaba acercársele y arrodillarse ante ella, como un caballero medieval,
pero los hombres no hacían esas cosas en los programas de televisión;
abordaban a las mujeres, les sonreían seguros de sí mismos y decían frases
ingeniosas.

Clayton se llenó de desesperación. No sabía cómo conquistarla. Carecía de una


lengua hábil para que se interesara en él. La contempló a distancia. Sin
esperanza. Si ignoraba a los hombres que la rodeaban, no podía imaginar cómo
atraer su atención.

Los hombres, que estaban riéndose, pronunciaron su nombre. La llamaron


Shelley. Ella no les respondió, se limitaba a preparar bocadillos y cortar fruta.
Era perfecta. Su pelo largo y rubio flotaba al viento. Sus ojos grises...

-¿Te ofreces como voluntario?

Una ruda voz varonil interrumpió los sueños de Clayton. Frunció un poco el
ceño y miró al hombre que lo interrogaba. Estaba cansado e impaciente.

-Sí -replicó Clayton.

-¿Tienes experiencia?

-Sí.

-Ve a aquel camión -le ordenó-. Allí te entregarán el equipo y la ropa. Habla
con el tipo que está detrás de la mesa. ¿Es tu perro? ¡Es un lobo!

-No hace nada -lo tranquilizó Clayton-. A menos que yo se lo pida.

-¿Quién lo cuidará mientras tú trabajas? Quizá tardes varios días en volver.

-No se preocupe -replicó Clayton-. Me seguirá o se quedará donde yo le diga.


-Debiste dejarlo en tu casa.

-No podía -se encogió de hombros Clayton.

-¿Qué experiencia tienes?

-Me entrenaron el año pasado para apagar incendios -Clayton vio que el
hombre parecía muy interesado.

-¡Magnífico! Nos serás útil.

Clayton pensaba que se pondrían en marcha inmediatamente, pero el grupo


estuvo recibiendo orientación e instrucciones durante un par de días. A cada
voluntario le entregaron ropa protectora, le indicaron cómo usarla y cómo
mantenerse a salvo. Les dieron herramientas y les enseñaron la manera de
emplearlas. Se les dijo que no se distrajeran ni se separaran y qué hacer en caso
de perderse. Cada uno era responsable de sus compañeros.

No eran muchos los novatos y todos estuvieron pendientes de cada palabra.


Había mujeres, y a algunos hombres les preocupaba cómo se comportarían en la
línea de fuego. No estaban seguros de que las mujeres pudieran enfrentarse a
un trabajo tan difícil.

A todos los voluntarios se les enseñaron varios mapas y les explicaron la


evolución de los incendios. El instructor, Spears, les dijo:

-Este es el cuarto año de la peor sequía en la historia del país. Aunque los
árboles se mantienen verdes y llenos de savia, no hay humedad. La primavera
pasada los pastos y arbustos perdieron de un veinte a un treinta por ciento de
humedad. Por lo general pierden un ocho por ciento. Con la ola de calor de la
primavera pasada y sólo la mitad de las lluvias, tenemos serios problemas. Los
arbustos pueden sobrevivir un año de sequía, pero este año es peor que el an-
terior y se espera que ocurra algún desastre.

Spears se apoyó en un pie y luego en el otro y continuó, con gravedad:

-Hemos recibido muchas críticas porque dejamos que los incendios causados
por los rayos sigan su curso. Solíamos combatirlos, pero después de casi cien
años de hacerlo, las reservas forestales se han convertido en cajas de madera
listas para arder. Ahora estamos pagando por haber interferido en el ciclo de la
naturaleza.

"Nos concentramos en apagar incendios para impedir que se destruyan casa y


pueblos. Limpiamos áreas alrededor de los lugares habitados. Y, como
cualquier bombero, ustedes tratarán de hacer lo mismo. Será un trabajo largo y
cansado. Recen para que tengamos lluvias y clima fresco.
"Gracias por ofrecerse como voluntarios. Sé que están deseando empezar, pero
necesitamos aseguramos de que comprenden lo que se espera de ustedes. Así
que, entrenaremos con los que son nuevos y pondremos al día a los que han
estado lejos de los incendios forestales.

-Creemos que nos aguardan uno o dos meses muy difíciles... el resto de agosto
y la mitad de septiembre. Descansen cuanto puedan, reman lo que les den,
duerman si encuentran la ocasión de hacerlo. Tenemos duchas portátiles para
que se laven con frecuencia. Cúrense hasta las heridas y ampollas más
insignificantes. Tenemos un equipo de primeros auxilios excelente. ¿Preguntas?

Siempre había preguntas, pero en aquella ocasión todos guardaron silencio.

Clayton vio que Shelley ayudaba a organizar la comida que llegó en un


camión. Fue hacia allá, se colocó en la fila y, al acercarse, la pudo ver con
detalle. No tenía defectos. No parecía percatarse de que la miraba. Concentrada
en servir, trabajaba con eficiencia. Ni siquiera lo miró.

Clayton recibió su plato de plástico y se sentó con estudiada indiferencia. Ella


no podía adivinar que la espiaba. Era un hombre sutil.

Lobo también la miraba.

Como Clayton no apartaba los ojos de ella, fue testigo de la sorpresa que
experimentó al fijarse en Lobo. Preguntó algo al hombre que estaba a cargo del
grupo, Tom Spears. Este replicó a los gestos de Shelley tocándose el cuello, y
Clayton supo que se refería al collar que llevaba Lobo.

Al terminar la cena, Shelley le habló al lobo. Cuando los demás dejaron sola, el
lobo se le acercó más. A Clayton lo angustiaba el hecho de que el animal
pudiera mostrar su interés, mientras él debía fingir y mirar a otro lado. Pero
Clayton vio que había otros hombres que no eran tan sutiles como él, le parecía
que todos los varones del campamento miraban a Shelley.

Clayton vio que ella le daba a Lobo un pedazo de atún. Se lo tendió,


invitándolo, pero la bestia no se acercaba y se lo tiró. El animal vio dónde caía el
bocado, pero no se movió. Al cabo de un rato la fiera se volvió hacia su amo.
Clayton le hizo una seña. El animal se levantó, olió el atún con cautela y volvió
a mirar a su amo. Clayton le hizo otra seña. El lobo recogió el atún entre sus
fauces, se acercó a Clayton y esperó a que le diera permiso para comer.

Desde aquel momento, le cedió a Shelley la mitad del control sobre el perro.

Alzó la vista para decírselo, pero la joven proseguía con sus tareas, de modo
que Clayton no pudo mostrarle quién era el amo del lobo. Pensó que tendría
otra ocasión. Se preguntaba si debía usar al can como excusa para hablar con
Shelley. En la televisión había visto que algunos hombres empleaban esa táctica.
Por lo general se referían a un perrito encantador que la mujer llevaba en
brazos. Tal vez no importara que un lobo sustituyera a un perro. No tenía la
menor idea de qué decirle.

Vio que organizaban un partido de béisbol. Clayton jamás había jugado. Los
jugadores estaban entusiasmados y gritaban a sus anchas. Jugaban hombres
contra mujeres. Los primeros se mostraron indulgentes, pero tuvieron que
sudar para ganarles.

Clayton sacó su violín de la funda y se alejó, seguido de Lobo. A Cierta


distancia, se sentó y empezó a tocar. El lobo se echó, apoyó la cabeza entre las
patas y dejó que Clayton lo deleitara con la música. Desde aquel sitio podía
proteger a su amo, oiría cualquier ruido sospechoso.

La fiera se dio cuenta de que la gente empezaba a aproximarse y se paraba a


escuchar. Clayton estaba tan absorto en la melodía que no los veía. El animal
conocía el modo de actuar de su amo y, desde el inicio de su relación, había
aprendido a cuidarlo.

Clayton tocaba con toda su alma. Como siempre. El violín perteneció a su


bisabuelo y las melodías habían pasado de una generación a otra librándose del
olvido.

Allí, en aquel bosque, Clayton tocaba como lo haría un trovador, bajo un


balcón, para enamorar a la amada. Lejos de Shelley, sin que pudiera oírlo,
Clayton le ofrecía su música.

No sabía si era lo bastante hermosa para entregársela, tal vez no creyera que
jamás había tocado para otra mujer. Ni siquiera para otra persona... desde que
sus padres... pero no quería recordar eso.

Empezó a tocar las danzas alegres que acompañaban las fiestas de las cabañas
desde hacía muchas décadas. Algunas resultaban familiares a los atentos oídos
que escuchaban, con un ritmo que atraía, que seducía.

Las cuerdas y el arco lanzaban sus notas a los árboles y el aire vibraba con una
marca indeleble, aquel hombre dejaba su marca. Y el violín continuaba
cantando, veloz, travieso, festivo.

Como siempre que tocaba, Clayton sentía revivir su espíritu. La música


siempre fue importante para él. Y, por primera vez desde hacía mucho tiempo,
tocaba las melodías burbujeantes que latían en su sangre. Tocaba para Shelley.
Shelley. Pensaba que tal vez la habían bautizado en honor del poeta. Terminó la
pieza con un adorno muy complicado. Y se detuvo. Quería componer una
canción para...
Un aplauso cerrado lo sorprendió. Parecía el rumor del viento entre las hojas
secas, pero se mezclaba con silbidos y gritos de "¡Otra!"

Clayton miró a su alrededor, asombrado. Luego se echó a reír, se levantó e


hizo una reverencia.

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban-: ¡Otra! ¡Otra!

Caminó uno o dos pasos, pensando y luego gritó:

-Tomen su pareja, no le pisen los pies, que brinque y que salte, vuélvanla del
revés.

No conocía la letra, sólo la música, pero una mujer empezó a cantar y todos
empezaron a bailar, en medio de risas, gritos y bromas.

Shelley también bailó. Todos querían bailar con ella y a Clayton costaba
trabajo mantener un ritmo ligero y rápido. Los celos lo quemaban. Lo
avergonzaba aquella degradante emoción, sólo en un pequeñísimo rincón de su
conciencia. El resto de su cuerpo ardía de celos.

Al cabo de una hora, Clayton dejó de tocar y otra vez se inclinó e su público
para recibir sus aplausos. "¡Otra!", le rogaron. Pero sonrió y negó con la cabeza.
"¡Otra!', repitieron, pero él respondió: "Mañana".

Era lo que su madre le decía cuando le suplicaba que le contara otro cuento. Se
preguntaba qué habría pensado de Shelley.

La vio inclinarse y acariciar al lobo. Después de una rápida mirada hacia


Clayton, para asegurarse de que su amo estaba bien, el animal se sentó como un
caballero y contempló a la mujer con interés. Ella le tendió la mano para que se
la oliera, lo que hizo la bestia con suma cortesía. Tenía una voz dulce y le decía
cosas tranquilizadoras y él dejaba que le rascara la cabeza, con los ojos puestos
en su amo.

Clayton deseaba ser el lobo.

Antes que pudiera acercarse a ellos, lo rodearon unos desconocidos que


suponían ser sus amigos, con derecho a agobiarlo con preguntas. Hacían
comentarios y exigían respuestas.

-¿Dónde aprendiste a tocar de esa manera? -preguntó uno.

-Me enseñó mi abuelo.

-No conocía la mayoría de las piezas -indicó otro-. ¿Las has compuesto tú?

-No, pasan de una generación a otra en mi familia. Mi gente ha vivido en estos


bosques desde hace siglos.

-Entonces no es de extrañar que te dediques a apagar incendios -opinó uno


más-. Debes creerte el dueño de esta región.

-sí.

Se burlaron de él.

-Te ayudaremos a salvarla.

No sabía cómo contestar a aquellas bromas, y sonrió. Cuando alzó la vista,


Lobo estaba solo.

-Tu violín es precioso -comentó una pelirroja, que estaba frente a él.

-Ha sido de mi familia desde hace mucho -repuso sonrojándose. Tenía una
oportunidad para practicar, pero su lengua no le obedecía. No sabía qué decir,
era como si su cerebro se hubiera paralizado. Le dedicó una sonrisa y ella le
correspondió de la misma forma. La sonrisa había sido suficiente.

Recordó cómo la perra incitaba a Lobo desde la torre del vigía y el lobo se
conformó con mirarla. Quizá los hombres no tenían que hablar, pensaba. Quizá
sólo debían mostrarse interesados.

Se unió al grupo que volvía al campamento. No los seguía, formaba parte del
mismo. Los otros hablaban con él y le resultaba agradable.

Como muchos de los voluntarios tenían hambre, les sirvieron un bocado antes
de dormirse. Spears gritó:

-Apaguen las luces dentro de media hora. Coman y... -Lávense los dientes
-terminó una voz burlona. Rieron.

-Gracias por recordarlo -dijo Spears-. Métanse en los sacos de dormir. No


hablen. Necesitarán del descanso acumulado. Buenas noches. Gracias por la
música, Masterson.

Clayton se sonrojó y sonrió ante el placer doloroso de ser señalado. Estaba


dentro del grupo, con los demás, y los hombres se apartaron para que pasara,
porque había tocado durante mucho tiempo. Le molestó que lo distinguieran de
aquella forma porque quería permanecer allí, contemplando a Shelley, mientras
los otros comían sus bizcochos y sus bebidas. Todavía no sabía cómo replicar
con rapidez y estudiaba sus reacciones. Sonrió.

Fue el primero en levantarse de la mesa. Ignoraba cómo sentarse a comer,


quieto, así que tomó el pan y la leche y se dirigió al dormitorio. Debido a Lobo,
colocó su saco un poco separado de los otros.
Se sentó y compartió su merienda con el animal, que la devoró. -Esto no es
bueno para ti -le susurró. Pero el animal se relamió y pareció sonreír.

-Si de verdad quisieras ayudarme, irías a traérmela. La bestia miró hacia


donde Shelley guardaba los bizcochos.

El lobo parecía comprender las palabras de Clayton. El cazador se mofó de sí


mismo: "¿Cómo puede un lobo saber algo de las relaciones entre hombres y
mujeres?" Entonces recordó a la perra de la torre. No sabía en qué se
diferenciaba él de un lobo.

Mientras dormía, soñó con Shelley. Enterró sus dedos en la piel de su mascota
imaginando que era el pelo sedoso de Shelley y murmuró algo entre sueños. La
joven se volvió y le lamió la nariz y Clayton se sorprendió de que en su sueño,
la lengua de Shelley fuera tan larga y rugosa.
CAPITULO 2
Se despertó con los primeros ruidos del campamento y buscó a Lobo, que
había desaparecido. Al haber cambiado tan radicalmente de vida, Clayton se
preguntó si el lobo habría vuelto al bosque. Se apoyó en un codo y buscó a
Shelley automáticamente. La encontró al instante. El can le imploraba comida,
cerca del camión que la llevaba y la chica se inclinaba sobre el pedigüeño. El
animal era inteligente. Había escogido a la más hermosa de las mujeres que
estaban en la pradera.

Shelley tomó una cuchara y una sartén y las golpeó mientras gritaba:

-¡A desayunar!

El camión tenía un generador para calentar los alimentos. Cereales, bizcochos,


tostadas, huevos revueltos y salchichas. Café y leche. Té para los que lo
prefirieran y más bizcochos.

Todos respiraron a sus anchas el fresco aire de la mañana, sintiendo que el


mundo era bueno. Comieron demasiado, con hambre acumulada después de
una noche de sueño profundo. Sonrieron y charlaron. Empezaron a conocerse.

Clayton se colocó en la fila y dejó pasar a algunos, mientras reunía el valor


necesario. Otros hablaban a la joven y, al final, logró murmurar:

-Buenos días, Shelley.

Lo recompensó con una rápida sonrisa.

Para Clayton era obvio que actuaba de forma automática, pero, de todos
modos, se quedó paralizado porque lo había mirado. Se llevó el plato al saco de
dormir y allí se sentó, ausente. El lobo se comió los huevos y las salchichas. Lo
estaba maleducando.

Luego, la bestia hizo una ronda, saludando a los demás con inteligencia.
Conseguía un poco de huevo aquí, una salchicha que pescaba en el aire allá,
hasta que volvió con Shelley, quien le dio un bollo azucarado. Se estaba
convirtiendo en un adulador.

Más tarde se echó sobre la hierba, se retorció sobre su lomo y empezó a actuar
como un degenerado. Shelley se agachó para acariciarló mientras Clayton
gemía de envidia.

El equipo se bañó, recogió los sacos de dormir y los metió en un camión. Se


pusieron los trajes especiales contra incendios. Clayton averiguó que volverían
por la tarde y le ordenó a Lobo que se quedara.
El equipo se puso a trabajar limpiando las áreas para detener el Fuego. La
tierra árida, sin árboles ni vegetación, sería vital si no llegaban las lluvias o si
cambiaba la dirección del viento. Una y otra vez les advertían:

-¿Dónde está tu compañero? ¿Cuántos son? ¿Falta alguien?

Les dieron emparedados a mediodía y se recostaron para tomarse un


descanso. Cuando Spears pensó que era suficiente, relevó a uno de los equipos
que ya estaba en la línea del fuego. Eran como las tropas de reserva de una
batalla.

Trabajaron hasta media tarde y volvieron a la pradera en autobús.

Lobo observó al equipo bajar de los autobuses. Se acercó a Clayton, quien le


rascó la cabeza mientras buscaba a Shelley con los ojos.

Todos estaban cansados. Todavía no estaban acostumbrados a aquel trabajo y


no tenían la alegría de la noche anterior. Se bañaron y se pusieron ropa limpia.
Cenaron la comida caliente que los aguardaba se fueron a sus sacos de dormir
con lentitud.

Alguien gritó: "¡Eh, Clayton!, tócanos un poco de música para relajamos".

Sin darse cuenta de que no había respondido, sacó el violín y lo afinó. Empezó
a tocar viejas canciones sureñas, de la guerra de Secesión norteamericana.

Muchos conocían la letra, a pesar de los años transcurridos. Algunos cantaban


muy bien.

La música sonaba bien en aquel lugar aislado y Clayton sentía una emoción
profunda, pues formaba parte de la melodía. Su instinto lo hizo detenerse antes
de que la música alterara sus sentimientos y todos durmieron serenos hasta la
mañana siguiente, cuando algunas mujeres se quejaron de los ronquidos de los
hombres.

Muchos se quejaron también al oír a Shelley llamarlos a desayunar, golpeando


la sartén, y se pusieron de pie a su pesar.

Lobo acompañó a Clayton hasta la mesa y acercó el hocico para olisquearla.


Clayton riñó al lobo, que le lanzó a su amo una mirada helada. Shelley se rió,
porque los había visto, llenó un plato y lo puso en el suelo para que comiera el
lobo.

Le lanzó una mirada impersonal y rápida al dueño del animal y Clayton se


sonrojó, sintiendo un placer exquisito. Desde su cama, vio que el lobo había
limpiado el plato y silbó, llamándolo. Lobo lamió el plato por última vez antes
de obedecer a su dueño.
Clayton no tenía más razón para llamar a la bestia que mostrarle a Shelley
quién era el amo del animal. Lo hizo con el único propósito de llamar la
atención. Pero ella estaba ocupada. No se dio cuenta. No oyó el silbido,
demasiado fuerte, ni vio que el lobo había devorado su comida.

Lobo se acercó a Clayton y, con una mirada, indagó la causa del silbido de su
amo. No había ninguna. Le ofreció un poco de huevo, pero el animal no parecía
interesado. Sí quiso un trozo de bizcocho con miel.

Clayton se lo ofreció, comentando:

-Te estás arruinando el estómago.

Lobo se relamió.

-Entiéndelo, haría cualquier cosa por llamar su atención. El lobo miró en la


dirección de Shelley.

-¿Así que sabes de quién te hablo? Lobo lo miró fijamente.

-¡Lo sabes! Entonces, dile que soy el mejor hombre que puede encontrar y que
quiero que me acaricie igual que a ti, ayer.

Lobo corrió hacia Shelley, lo único que Clayton pudo pensar fue: "Gracias a
Dios que no puede hablar". Pero observó con cierta inquietud lo que hacía el
lobo.

Se había acercado a Shelley, moviendo la cola. Ella se rió, con un sonido


delicioso que le derretía las entrañas a Clayton, se inclinó y acarició la cabeza
del animal.

Clayton deseaba tener una cola para agitarla. El se sabía mejor que un lobo.
Era un hombre. Un hombre para Shelley.

El lobo trotó hasta Clayton, se sentó y se quedó mirándolo.

Clayton se sobresaltó. Era como si el animal le dijera: "¿Ves? Así se hace. Es


fácil. Clayton gimió:

-Échate y quédate quieto.

Miró a Shelley.

Había limpiado la mesa del desayuno y el botiquín de primeros auxilios


ocupaba el lugar de los platos.

-¿Heridas? -era una joven muy eficiente.

Los hombres le enseñaban sus ampollitas y hasta alguno que otro raspón,
esperando obtener la compasión de la chica. Clayton los vigilaba como un
halcón. Ella era rápida, no se detenía con ninguno y no les tomaba la mano.
Charlaba con las mujeres y se mostraba fría con los hombres.

Se preguntaba si se mostraría fría con él.

El incendió cambió aquel día y los llevaron muy lejos del campamento para
ayudar a combatirlo.

Las llamas, subían por los árboles, el espectáculo era impresionante. El fuego
ascendía hacia el cielo, con hermosos colores, y se oían explosiones cuando la
resina estallaba.

Al principio, el equipo se intimidó. Los hombres más altos, quizá de uno


ochenta, luchaban contra llamas que se alzaban a treinta o treinta y cinco metros
de altura. Pero empezar a luchar significaba empezar a ganar, O a tratar de
ganar.

Era un trabajo arduo. Pasaron largas horas llenos de hollín, sudor y humo. El
tiempo transcurría muy lentamente. Los obligaron a retroceder y un equipo de
relevo ocupó su lugar.

El humo los ahogaba y tuvieron que ponerse las máscaras. Mientras


descansaban, vieron que una manada de búfalos pastaba en la llanura, casi
ajenos al desastre.

Pero los animales se alejaban de las llamas. Pocos perecían abrasados.


Evitaban el peligro y continuaban con su vida. Ellos no tenían casas que se
quemaran ni vendían madera. Los incendios no incomodaban a las bestias. Sólo
al hombre.

Cuando el descanso terminó, el equipo no volvió a la pradera. Siguió


trabajando y, casi al amanecer, fue reemplazado por otro. Los hombres se
tiraron sobre colchones del ejército y allí durmieron. Al despertar, comieron
bajo un cielo lleno de humo y volvieron en silencio a combatir el fuego.

Pasó una semana antes que Clayton volviera al campamento. Dijo que
necesitaba ver si su violín y su lobo estaban bien y Spears le dio permiso para
irse.

-Sí, comprendo -murmuró-. No quieres perder a ninguno de ellos.

Pero era Shelley la que le hacía falta.

El camión en el que viajaba disminuyó la velocidad y Clayton saltó a tierra.


Saludó con la mano y el chofer apretó el claxon como respuesta. Clayton miró el
campamento, que parecía desierto. Ladeó la cabeza, el cielo estaba azul, menos
contaminado, y respiró el aire limpio. Era como volver a casa.

Ella no estaba. No había nadie. Silbó con fuerza y esperó, pero Lobo no acudía
a su llamada. Se encontraba completamente solo.

Y aquel silencio. No se oía ni un ruido. Había olvidado lo ruidoso que era el


fuego hasta aquel momento. Se imaginó que podía bañarse, puesto que estaba
solo, y empezó a quitarse la ropa, dirigiéndose al camión de las duchas. Más
cansado, con la desilusión añadida al cansancio, se detuvo ante el botiquín de
primeros auxilios. Desnudo, empezó a tocar las cosas que ella usaba:
instrumentos, vendas, yesos para fracturas.

Apenas pesaban y se asían con facilidad. Se puso uno alrededor del brazo y se
lo aseguró. Acababa de colocarse un yeso en el otro brazo cuando un coche se
detuvo. Volvió la cabeza y escuchó. Alguien abrió la puerta y, un segundo
después, Lobo corría hasta él.

Brincaba de alegría, ladrando.

Clayton frunció el ceño. Lobo nunca hacía ruido. Estaba preocupado porque
empezaba a comportarse como un perro. Shelley también se le acercó.

Se quedó tan asombrado que se olvidó de que estaba desnudo. La miraba


embobado.

Ella también. Su cara delataba compasión al preguntar:

-¿Los dos brazos?

A él se le trabó la lengua y le dio la espalda, ruborizándose violentamente.

-¿Te han dado de baja? –indagó. ¿Te duele mucho?

Clayton se sentía agonizar de vergüenza. Negó con la cabeza, apoyando la


barbilla en el pecho. Después, trató de quitarse el yeso.

-¡No! No hagas eso. Déjame ver el expediente. No te muevas -buscó unos


papeles y los hojeó.

El se quedó paralizado.

-¿Erupción en la piel por contacto con plantas venenosas? -leyó -. Oh, ¿eso
también? -le compadecía profundamente-. Si esperas un poco, te llevarán al
hospital..., pero podrían tardar horas. Necesitas... limpiarte... bañarte ahora
mismo -su incertidumbre había desaparecido y de repente se mostró firme.
Dominaba la situación.

Una idea brilló en el cerebro de Clayton, tal vez ella lo bañaría.


-Si-musitó, sin moverse para no asustarla.

-Eso te dolerá -le advirtió, seria.

El no sabía qué hacer.

-Pero tomé un curso de primeros auxilios. Sé cómo hacerlo y tendré cuidado


de no lastimarte. Siento que no esté aquí uno de los hombres para ayudarte,
pero necesitan a todos los voluntarios en la línea de fuego. Ha habido una
explosión y dos de los hombres han sufrido fuertes quemaduras. Una erupción
cutánea no puede ser peor. Lástima que no puedas meterte bajo la ducha. Pero
es imposible con la escayola. Déjame ayudarte.

El contuvo el aliento.

-Siento lo de tus brazos-continuó Shelley.

El asintió. Lo tocaría. Iba a poner las manos sobre su piel. Pensaba que se
condenaría por dejar que creyera que se había roto los dos brazos, pero no
podía desperdiciar la oportunidad de tenerla cerca. De que lo tocara... su cuerpo
reaccionó y se sonrojó aún más.

-Todo saldrá bien. No te avergüences. Soy como una enfermera -dijo con
firmeza, con el tono de una mujer de negocios. Hasta lo alentó-: No se trata de
una operación de cerebro, lo sabes.

Preparó agua y la vertió en una palangana.

-Quizá deberías sentarte. Tápate con esa toalla. Pondré esto sobre tu regazo -la
palangana tembló-. Así. Uh. Primero te lavaré la cabeza... el pelo. ¿Te duele
mucho?

Asintió con energía, pero decidió ser honesto.

-Estoy seguro de que no me he roto los brazos -al fin su lengua obedecía.

-Eres muy valiente. No te han recetado antibióticos. Ni siquiera han puesto tu


nombre en el informe. Sólo que debes bañarte. Tampoco mencionan tus brazos.

-No están rotos.

-Espero que no -replicó. -Estoy bien.

-Eres un valiente.

Sintió que la culpabilidad lo sofocaba.

-He guardado tu violín -dijo, en medio del silencio. Estaba muy ocupada,
lavándole el pelo.
Era una sensación maravillosa. Cerró los ojos y se dedicó a disfrutar.

-Está en mi coche envuelto con una manta para protegerlo.

-Gracias.

-Me llamo Shelley Adams. Mis padres me bautizaron en honor del gran poeta
inglés. Son de esa clase de personas. Vivo cerca de aquí, acabo de comprarme
una casa con piscina. Quizá tú... si no me hubieras visto, no habrías sabido
dónde estaba tu violín. Ahora sabes dónde encontrarme.

-Gracias.

Le echó hacia atrás la cabeza para quitarle el jabón con agua limpia.

-Te lavaré el cuerpo. ¿Puedes ponerte de pie?

El se levantó, pero la toalla no cayó al suelo. La joven se frotó la nariz, volvió


la cabeza, luego se enderezó y tomó la toalla. Lo miró, pero había cerrado los
ojos de nuevo y estaba rojo como un tomate.

Le enjabonó el pecho hasta la cintura antes de dudar de nuevo. Lo rodeó y le


enjabonó la espalda. Sus manos no trataban de seducirlo, pero lo hizo. Lo
avergonzaba la reacción impúdica de su cuerpo y se mantuvo rígido, deseando
haber confesado su mentira.

-Le frotó la espalda y luego el vientre, el trasero y, a través de sus piernas, el


sexo. El casi se estrella contra el techo del camión.

-¿Te he hecho daño? -preguntó ella.

-No -contestó con voz ahogada.

Por suerte, ella estaba detrás de él, con los brazos alrededor de su cintura...
Cuando se estremeció, se detuvo y susurró:

-¿De verdad no te he hecho daño? Entiendo... he oído que los hombres... son
muy sensibles.

El no podía responder.

Continuó levantándole las piernas y los pies y luego le echó agua con cuidado.
En medio del silencio, la miraba a través de sus pestañas. Se sonrojaba,
manteniéndose muy seria. No había tenido la intención de excitarlo. Lo bañaba
para impedir que las plantas venenosas extendieran la erupción por su cuerpo.
Clayton no sabía cómo librarse de aquellos malditos yesos. Su piel le recordó
que todavía lo estaba tocando. Le ponía una loción por todo el cuerpo... todo. Se
sentó.
-¿Te sientes débil?

-No -su voz sonaba ronca.

-Necesito... -prosiguió ella sin amilanarse-, debo... Tengo que curarte con esto.

-Espera-le pidió, con ternura.

-No sé cuánto tiempo pasará antes que alguien venga.

No encontró nada que replicar.

Por fin terminó. También había terminado con él, dejándolo como un guiñapo.
Le puso un camisón de hospital, limpió el agua y...

-Soy muy descuidada. Te he dejado un poco de jabón aquí...

Tampoco pudo replicar nada a aquello. Se levantó.

-Creo que debes sentarte. ¿Cómo te has roto los brazos?

-No me los he roto -sólo entonces notó que Lobo estaba echado en el quicio de
la puerta del camión, con el hocico sobre rostro patas, contemplándolos. Tenía
una expresión muy tolerante en el rostro.

-Comprendo que pensar positivamente ayuda a curar ciertas enfermedades,


pero no creo que los huesos rotos entren en esa categoría. Por favor, siéntate.
Puede que todavía estés en estado de shock. Me pregunto dónde has pescado
esa erupción. No hay muchas Plantas venenosas en esta región.

-Quizá no sea una erupción.

-Pues más vale estar seguros -lo reconfortó,- ¿Sientes comezón?

-Un poca -mintió.

-¿Te pongo más loción?

Después de una larga pausa, negó despacio con la cabeza.

-Mejor no.

-A mí no me importaría.

Pero antes que pudiera admitir que le encantaría, les llamó la atención el ruido
de un motor. Un camión se aproximaba a la pradera. Lobo desapareció.

-Cuida a mi lobo, por favor -entonces podría localizarla, aunque lo asignaran a


otro campamento. Le explicó-: Tal vez me lleven al hospital para hacerme
radiografías.
-Lobo y yo nos llevamos muy bien. ¿Como lo llamas?

-Con un silbido -se lo demostró.

El lobo apareció en un momento, pero dos voces de hombre respondieron


también. Entraron al camión de primeros auxilios y levantaron las cejas al ver
los yesos.

-¿Qué te ha pasado?

-Nada, estoy bien -Clayton sabía que no podía engañar a nadie. Los hombres
asintieron y uno comentó:

-Un tipo de acero.

-sí -asintió el otro-. Supongo que tendremos que llevarte a hospital. Esa clase
de yeso no soluciona el problema.

-No están rotos -asentó Clayton con convicción.

-Pero -objetó su interlocutor, por algo te los han puesto, así que tendremos que
cuidarte. ¿Tienes un bocadillo, bombón? –Como no obtuvo respuesta, agregó-:
¡Eh, Shelley! ¿Tienes un bocadillo? -Oh -exclamó ella-, pensé que le hablabas al
lobo.

-Nunca he llamado a un lobo bombón. ¿Tratas de pararme los pies? Debes


saber que es inútil. Date por vencida y, por favor, tráenos algo de comer.

-Con mucho gusto.

Lo hizo y ella misma dio de comer a Clayton. El quería que los otros
desaparecieran para deleitarse con sus atenciones. Aunque todavía estaba
sonrojada, actuaba con eficiencia; los hombres observaban cada uno de sus
movimientos, en especial cuando el enfermo tomaba con la boca los bocadillos
que le ofrecía. Eran cuidados maravillosos que no podía aprovechar. Se
prometió solemnemente no hacer nunca más algo así, sino ser honesto y sincero
hasta la muerte.

-¿Te duele la cabeza? -le preguntó la joven.

Clayton miró al suelo, se agachó un poco y dejó caer los hombros.

-¿Cómo lo sabes?

-Has fruncido el ceño -le explicó con dulzura. Había actuado astutamente al
hacer aquel gesto.

-Algunas veces, una fractura provoca fiebre -continuó ella, tocandole la


frente-. Necesitas que te lleven al hospital.

-Ahora mismo -los dos hombres se pusieron de pie.

Era tarde. Ya habían ido al hospital y parecían cansados. Clayton sabia que les
estaba causando problemas sólo porque quería que Shelley lo tocara.

-De verdad, estoy bien.

-No te preocupes, muchacho. No permitiremos que nuestro violinista ponga


sus brazos en peligro. Nos, encargaremos de ti.

-Tengo los brazos bien -afirmó Clayton.

-Una actitud optimista -dijo uno.

-¿Puedes andar sin dificultad?-preguntó el otro.

-Necesito mis pantalones.

-No -intervino Shelley-. Si has estado en contacto con hierbas venenosas, debo
lavarlos con jabón amarillo, etiquetarlos y meterlos una bolsa. Te darán ropa
nueva.

-Tendrás que llevar ese camisón por un rato -sonrió uno de los hombres-.
Cuidado con las corrientes de aire.

-Por Dios -suspiró Clayton-. No permitiré que por mi culpa hagan otro viaje al
pueblo.

-Nuestras familias están allí -replicó el voluntario, abriendo los brazos-.


Pasaremos la noche con ellas y te visitaremos por la mañana. Si de verdad estás
bien, te trae traeremos al campamento. Si te dejan en el hospital, pensaremos un
plan. ¿De acuerdo?

Clayton se tranquilizó un poco. Se volvió hacia Lobo, que estaba fuera del
camión.

-Ven -le ordenó, El lobo entró como una sombra. Clayton puso un molde de
yeso sobre el hombro de Shelley y añadió -: Cuídala.

Clayton viajó hasta Jackson, viendo cómo conducían el camión. Como eran
combatientes de incendios, les dieron la bienvenida en el hospital, y todo el
personal miró los dos yesos de Clayton frunciendo el ceño. El dijo:

-Quiero ver a un médico, a solas.


Aquello les picó la curiosidad. No dejó que nadie le hiciera nada hasta ver a
un doctor. Y no cedió ni un ápice. Un enfermero trató de tomarle la
temperatura, pero Clayton se negaba con firmeza.

Al fin llegó un médico bastante apurado, y Clayton lo obligó a mostrarle su


identificación antes de pedirles a los demás que salieran de la habitación.

-Mire - le explicó el doctor a Clayton-, esta es una sala de emergencia. No


podemos sacar a la gente de aquí. Nadie nos oye. ¿Cuál es el problema?
Además de los dos brazos rotos -se corrigió, con compasión evidente.

-Jure que guardará secreto. No quiero que nadie lo sepa.

-¿Qué le pasa? –Preguntó el doctor con mirada aguda.

-Nada.

-¿Qué quiere mí? -indagó el médico, alzando las cejas.

-Que escriba en el expediente: "Huesos sin fractura". No es mentira -le indicó


Clayton.

-¿Quién le ha puesto los moldes?

-Yo mismo – admitió Clayton.

-¿Por qué lo ha hecho?

-Estaba solo. No esperaba que llegara nadie -le explicó Clayton-. Ella entró y
allí había una receta para un tipo que había estado en contacto con hierbas
venenosas. Quería que me tocara.

-No me sorprende -comentó el doctor y luego preguntó-: ¿Era Shelley?

-Sí. Se avergonzaría si supiera que se ha equivocado.

-Shelley -repitió el médico, pensativo.

-Pensó que me había roto los brazos -le explicó Clayton-. Yo quería que me
bañara. Y ella lo hizo.

-¿Qué le pareció la experiencia? -preguntó el cirujano, con cierta irritación.

-No estoy seguro -contestó Clayton con inocencia-. Me sentía mal por
engañarla de ese modo y me distraje.

Había conquistado la simpatía del médico.

-De acuerdo. Le quitaré los yesos y no lo delataré.


-Gracias.

-Trátela con cuidado. Es una mujer maravillosa.

-Mi lobo la cuida -replicó Clayton con complacencia.

-¿Lobo?

-También se llama así -asintió Clayton-. Yo le he criado –de repente, las


palabras fluían de sus labios... Clayton se dio cuenta de estaba hablando con un
desconocido igual que los demás hombres.

Podía hacerlo. Se preguntaba si le duraría esa habilidad hasta que viera a


Shelley de nuevo, si podría hablar con ella.

-Siempre he sido un solitario -le confió al médico-. No sabía como hablar a las
personas.

-Lo hace muy bien -el doctor se mostraba un poco agrio.

-Con usted es fácil.

-Habría dado cinco años de mi vida porque Shelley me bañara -siseó el


médico.

-¿Usted también? -frunció el ceño Clayton.

-Casi todo Wyoming.

-¿Está casada?

-No.

-Perfecto -Clayton se mostró satisfecho.

-Es una mujer muy independiente. Se ha comprado una casa en las montañas.

-Sí, me lo ha contado.

-¿Sin que usted se lo preguntara? -inquirió el doctor, molesto.

-Tiene mi lobo y mi violín.

-Usted es el violinista.

-Sí. Mi abuelo me enseñó. Es el violín de mi tatarabuelo.

-¿Así que los... Masterson, han estado por aquí desde hace tiempo?

-Sí.
-Pues, cuídese -le aconsejó el doctor-. Espero que siga viviendo en esta región.
Pero no piense que conquistará a Shelley sin que yo me oponga.

-Vaya, ¿usted también la desea?

-Desde hace mucho.

-Me propongo seriamente que sea mía -frunció el ceño Clayton.

-Yo también.

-Maldición -refunfuñó Clayton-. Esto será más difícil de lo que pensaba.

-Espero que para usted sea imposible.

-Yo tampoco le deseo buena suerte -entonces añadió-: Quiero saber su


nombre.

-Michael Johnson.

-No se retractará de lo de los brazos, ¿verdad? Le he dado un arma que puede


usar en mi contra.

-Juego limpio -dijo Michael con sinceridad.

-Un hombre no puede pedir nada mejor.

-Cuídela -le advirtió el médico.

-Me gustaría que me dieran un par de pantalones -dijo Clayton poniéndose de


pie.

-Se los conseguiré.

-Gracias por ayudarme a no avergonzarla.

-Lo hago por ella -le aclaró Michael.

-Lo entiendo.

-Que siga estando bien -se despidió el médico con voz agria.

-Gracias.

-Prefiero no volver a verlo.

-Lo entiendo también. Adiós.

El doctor Michael Johnson sacudió la cabeza con impaciencia y desapareció.

Una chica morena entró y le dijo:


-Le daré un baño -sus ojos brillaban al hacerle la invitación.

-Es muy amable, pero puedo bañarme solo. Sin embargo, si puede encontrar
un par de pantalones para mí, se lo agradeceré. Sonrió con picardía y le
preguntó:

-¿Cómo estaría de agradecido?

Y Clayton comprendió que el doctor Johnson jugaba sucio.


CAPITULO 3

La enfermera morena le llevó a Clayton unos pantalones verdes de algodón.


Se los puso y se quitó el camisón. Luego se calzó unas zapatillas de papel suave,
moviendo los dedos de los pies.

La enfermera retrocedió, observando el cuerpo de Clayton y preguntó:

-¿Alguna vez ha pensado estudiar medicina?

-No, señorita -se puso una camiseta y se quedó allí, con el color de sus ojos
verdes intensificado por el de la tela del pantalón.

-¿En dónde vive?

-En las montañas, al oeste de Yellowstone -respondió.

-¿En qué pueblo?

-En una cabaña.

Asintió pensativa y murmuró:

-Quizá valga la pena.

El parpadeó y la miró sin comprender.

-Me llamo Maggie Franklin y puede encontrarme aquí.

-Tengo bien los brazos.

-Igual que el resto de su cuerpo - sonrió ella.

El pensó que estaba coqueteando, era el momento de practicar. Se preguntaba


qué debía decir. También le sonrió.

Ella se rió, con un delicioso y malévolo sonido que le cosquilleó en la piel, en


lugares muy extraños. Aquello lo descontroló. Shelley era la única que se
suponía que podía causarle aquella sensación. Tal z era susceptible a las
mujeres. Tendría que cuidarse. Se inclinó un poco y replicó:

-Gracias, señorita Franklin.

-De nada, bombón.


Shelley había comentado que algunas personas llamaban bombones a los
lobos. Clayton Masterson no era un lobo. Era hombre de una sola mujer. Y
Shelley Adams era aquella mujer. No sonrió a Maggie Franklin. Permanecía frío
e indiferente.

- Se enteró de que los voluntarios contra incendios estaban asegurados por el


gobierno y que éste pagaría la cuenta. El personal del hostapital le pidió que
devolviera la ropa prestada y él prometió hacerlo. Salió de la sala de
emergencia y respiró el aire fresco, esperando un vehículo que fuera en su
dirección.

-Maggie salía de vez en cuando para charlar con él. Clayton descubrió que la
conversación le parecía bastante agradable. Le preguntaba los años en las
montañas. Y a él le resultaba fácil responder. No tenia que provocar nada,
Maggie se encargaba de todo. Le ofreció:

-¿Te gustaría darme un beso de despedida?

-Estoy comprometido.

-¡Oh! -Maggie arqueó las cejas-. ¿Y quién es la afortunada mujer a la que


perteneces?

-Ella todavía no lo sabe.

-Entonces es tonta y un hombre que vive solo en una cabaña necesita una
mujer que no sea tonta, sino una enfermera.

-Un hombre afortunado se dará cuenta de ello.

-Si esa mujer con cabeza de chorlito que te ha encadenado resulta


verdaderamente estúpida, vuelve.

-Gracias -lo dijo con sinceridad. La oferta no lo alteraba tanto como el hecho de
hablar con alguien del sexo opuesto. Maggie le había dado el don maravilloso
de la confianza. Sentía que sería capaz hablar con Shelley.

Al cabo de un rato, se subió en un camión que iba en la dirección del


campamento. Como iba vestido como un médico llamaba la atención y causaba
cierta alarma:

-¿Qué sucede, doc? ¿Por qué está parado en medio del camino?

Clayton comprendía que debía dar alguna explicación, pero no mencionó los
moldes de yeso. Insistió en que nadie debía molestarse por él y al fin llegó al
campamento desierto con el camión que llevaba los desayunos. Se habían
cruzado los mensajes y pidieron nuevas instrucciones por radio, mientras
comían sus raciones.

Sam, el encargado del campamento desierto, se acercó a los otros cuando


terminaban de desayunar.

-¿Operas hoy?

-Era todo lo que tenían de mi talla. Tuve una erupción en la piel... -no le
quedaba más remedio que proporcionar ciertos datos -y lavaron mi ropa con un
jabón especial.

-Oí que te habías roto los brazos -Sam le sonrió lentamente-. ¿Te hizo daño
Shelley?

-Ten cuidado -le advirtió Clayton.

-¿No se te rompieron?

-No.

Sam le proporcionó una muda de ropa y el cazador abandonó el uniforme de


cirujano. Luego le hizo un regalo estupendo, le dejó conducir una camioneta
alrededor del campamento.

-¿No sabes conducir? -preguntó, admirado-. Rayos, ¿cómo has podido llegar a
tu edad sin conducir?

-Tampoco sé patinar ni andar en bicicleta.

-¿No tienes equilibrio? -preguntó Sam.

-No hay calles ni aceras donde vivo.

-¡Es como encontrarse con un aborigen! -exclamó el hombre, azorado.

-No soy australiano -le indicó Clayton, quien tomaba las cosas literalmente.

No te salgas del camino -le pidió, después de darle las instrucciones básicas-.
La superficie de la pradera es muy delicada. Lleva muchos años que el suelo se
recupere. Todavía pueden verse los rastros de las carretas que cruzaron por
aquí hace cientos de años.

-Entiendo -aquella réplica era común en los programas de televisión.

-Presta atención -lo alentó Sam-. No vayas demasiado de prisa; concéntrate.


Esa es la clave para conducir bien.

Clayton obedeció y pensó que conducir una camioneta era lo mejor que le
había ocurrido en la vida... aparte de conocer a Shelley.

Más tarde, Sam le dibujó un mapa de la zona y Clayton se aventuró por


caminos desiertos. Como no tenía permiso de conducir, se mantuvo alejado de
las carreteras y, por casualidad, vio un buzón que decía: "S. Adams". Se
preguntó si sería el de Shelley y retrocedió sudando.

No sabía si sería capaz de arrancar la camioneta después de apagar el motor.


Echó el freno, apagó el motor y luego lo encendió de nuevo. Mágicamente,
funcionaba.

Sacó la llave y se bajó del vehículo con confianza, con cierto desenfado. Buscó
su sombrero, pero no sabía dónde lo había dejado y salió sin él.

Se acercó a la casa mirando a su alrededor. El ciclo estaba oscuro por el humo


del incendio, el aire era fresco y el sol se ocultaba. La construcción se levantaba
sobre un claro. La piscina parecía fuera de lugar, rígida e ilógica en medio de un
bosque, la casa daba mejor impresión, con un techo de dos aguas, para evitar
que se acumulara la nieve en invierno. Pero resultaba demasiado grande y
descubierta para un hombre cuya familia había vivido escondida entre las
montañas durante unos trescientos años.

Shelley salió de la casa.

-¿Clayton?

La contempló. Sabía su nombre y era de carne y hueso. Siempre creyó que se


evaporaría si la miraba con insistencia. No parecía recordar que lo había
tocado... de forma íntima, que lo bañó. Tal vez no significaba nada para ella;
aunque tenía las mejillas rosadas y sus ojos brillaban, no se sonrojó, ni apartó la
vista.

Estaba preciosa con su falda larga y su blusa de colores pálidos.

Su pelo rubio ondeaba con la brisa. Hubiera deseado acaríciaselo. Entonces, el


lobo salió por la puerta para sentarse y lo miró.

-¿No tienes nada en los brazos? preguntó Shelley.

Negó con la cabeza, absorbiendo con los ojos la belleza de su diosa.

-¿Me necesitas?

Parecía darse cuenta de ello. El entreabrió los labios.


-¿Ya volvieron al campamento?- esperó, luego comprendió que no le
contestaría. Clayton volvió a mover la cabeza.

-Pasaba por aquí -comentó como hacían en la televisión. Como si hubiera


conducido toda su vida, sintió que el orgullo lo invadía.

-Esa es la camioneta de Sam.

Clayton asintió.

-¿Quieres pasar a tomar un vaso de limonada?

-Gracias-alzó la mano para quitarse el sombrero y notó que no lo llevaba


puesto. Entró en la casa y miró a su alrededor. Luego sonrió.

Era un hogar.

El lobo se le acercó y se apoyó contra su pierna y él le acarició, sin reflexionar,


el pelo. Si hacía algo parecería menos nervioso. Buscaba algo que decir y
encontró un comentario amable:

-Bonita casa.

-A mí me encanta -replicó ella, con la cara resplandeciente de satisfacción. Vio


que la cuidaba con esmero. Tenía muebles antiguos, una mecedora igual a la de
él, aunque la suya necesitaba que la puliera. Su sofá estaba bien forrado y
limpio. Al suyo se le salía un muelle. Se dio cuenta de que había sido
descuidado de que se avergonzaría si ella visitaba su cabaña antes que la
arreglara.

-¿No te sientas? -lo invitó.

Pero él la siguió hasta la cocina. El y Lobo. Notó que el animal se sentía como
en su propia casa.

-¿Qué hace Lobo dentro de la casa? -parecía sorprendido-. Ha entrado antes


que yo.

Desde luego, le había pedido que la protegiera, pero quedarse allí dentro, con
ella, le parecía demasiado. Debía rondar la casa. Clayton se inclinó y murmuró:

-¿Te estás convirtiendo en un perrito faldero? -lo dijo para que Shelley lo oyera
y la risa de la joven le llenó el alma.

Hizo limonada y le ofreció un vaso y un poco de menta. El tomó la hoja y la


olió. Su madre la usaba para aliviarlos estómagos revueltos y la tos.

-Ponla en el vaso -le sugirió Shelley-. No sabía si te gustaba o no.


-Mi madre la usaba como medicina. Shelley asintió, sin sorprenderse.

-Tu violín está a salvo.

-Perfecto. Gracias. Pero creo que estás echando a perder a mi lobo -ella sólo
sonrió, divertida. El preguntó-: ¿Se lo consientes a... todos?

-Depende.

-¿De qué? -había visto que un hombre alentaba a una mujer en la televisión
con aquella pregunta. Esperó y ella se sonrojó. Clayton no lo entendió.

-Depende del hombre -luego alzó la vista y la fijó en su invitado.

Clayton pensó que amaba al doctor.

-Lo conocí ayer.

-¿A quién?

Clayton se encogió de hombros porque no quería contestar de forma directa.


Si no se refería al médico, no tenía sentido llamar su atención.

-¿A quién conociste ayer?

-A un montón de gente en el hospital -prosiguió-: Tuve que ponerme los


"verdes" de los cirujanos. Así llaman a esa ropa. Cuando trataba de subirme a
un camión para volver, las personas creían que era médico -logró soltar todo el
discurso.

Asintió, comprensiva.

-Con todos esos incendios en esta parte del oeste, nadie sabe lo que sucede.
Esto es un caos.

-¿Tienes un sótano para guardar las cosas?

-No.

Frunció el ceño. No estaba preparada para una catástrofe. Podía perder todo.
Debía de ser una chica de la ciudad.

-¿Eres una chica de ciudad?

-¿Cómo lo sabes? -sonrió un poco.

-Los que viven aquí se preparan para las catástrofes, ¿No tienes sótano para
resguardarte de los ciclones?

-No hay sótano de ninguna clase -respondió-. La casa está construida sobre
roca.

-Debieron cavar un sótano. Como hicieron con la piscina. ¿Para qué sirve una
piscina? Ahora estás desprotegida. Si hay un incendio, lo perderás todo.

-Tengo la piscina -hizo un gesto-. Puedo mojar la casa y mantenerla húmeda.

-Quizá funcione -aquel no era el momento apropiado para regañarla. No


podía hacer nada ese año-. ¿Hay alguna cueva por los alrededores?

-Al sur.

-Me gustaría verla -Clayton dominaba la situación-. ¿Podemos explorarla?

-Claro. Si tienes prisa, dejamos la limonada aquí.

Miró su vaso, casi vacío. Si la terminaba tal vez no tendría ocasión de volver a
entrar y pedir que se lo llenara de nuevo.

-De acuerdo -se levantó.

Ella tomó una chaqueta y se la puso. El se dio cuenta, tarde, de que debió
ayudarla a ponérsela.

El lobo los seguía mientras avanzaban por una vereda descendente, no


demasiado inclinada, pero resbaladiza. En algunas partes corrían arroyuelos.

El abría camino y Shelley lo seguía. Le fascinaba que lo siguiera. Le parecía


que sólo había dos personas en el mundo. Dos personas y un lobo. Un animal
salvaje domesticado resultaba apropiado en tales circunstancias.

No les fue fácil dar con la cueva. No se veía, y, de repente, Clayton se encontró
frente a ella. Echaba de menos un rifle.

No había señales de que alguien hubiera estado allí en varios años, pero
ignoraba si aquella era la única entrada. Le dijo a Shelley que se quedara fuera,
mientras él entraba. El lobo avanzó, olisqueando, Clayton pisaba con cuidado,
mirando hacia arriba y hacia abajo, lo mismo que a los lados. En las paredes
había huellas de fuego. Parecía haber servido de guarida.

Ya no se veía la luz cuando Shelley lo llamó.

-¿Clayton?

No recordaba haberle respondido, sólo que volvió a su lado. La asustó.


Entraba para buscarlo y gritó al verlo. Le tocó el pecho, paralizándolo.

-Creía que te hablas caído.


-Tengo cuidado al andar. Debemos volver con una linterna. Esto puede ser
interesante. Podrías guardar aquí tus cosas para ponerlas a salvo de un
incendio. ¿Hay algo que te dolerla perder?

Ella volvió la cabeza, mirando el suelo de la cueva. Parecía muy vulnerable,


muy civilizada, en aquel lugar salvaje. Su corazón se derretía por la chica.
Dudaba tener un pedazo de corazón que todavía le perteneciera. No entendía
cómo podía habérselo entregado y sin embargo sentir que se le derretía.

-Tengo una silla que aprecio mucho -replicó.

-La traeré aquí.

-¿No té costará mucho? -parecía preocupada.

-No. Lo haré por ti.

-Era de una mujer maravillosa que vivía en un asilo de ancianos. Yo la visitaba


y me la regaló.

-La traeré aquí.

-Cuando termine la estación de los incendios, ¿vendrás para llevarla de nuevo


a la casa?

-Desde luego -le prometió.

Le sonrió en la penumbra, y él deseó besarla. Iba a intentarlo. Se inclinó,


despacio, y ella no se apartó. Le rozó los labios con los suyos, con suma
suavidad. Shelley lo besó.

Se sintió recorrido por electricidad. Su respiración se alteró. Le pareció ser una


piedra que rodaba por un abismo.

Lobo volvió trotando de sus exploraciones, aburrido, interrumpiéndolos. Se


dirigió a la entrada de la cueva y allí se sentó, con paciencia.

-¿Qué habrá visto? -se preguntó la joven.

-En otra ocasión lo averiguaremos -propuso.

-Debo volver al campamento -se mostraba reticente a dejarlo-. El equipo


regresará esta noche.

-Enséñame la silla.

-¿La bajarás ahora?

-Sí.
Le sonrió con una sonrisa que le pareció un regalo. Clayton sintió que sus
músculos se endurecían y sus huesos se convertían en acero. Podía hacer
cualquier cosa.

-Soy capaz de todo -se vanaglorió.

La silla pesaba una tonelada y costaba un gran esfuerzo cargarla, pero la bajó a
la cueva. Le comentó a Dios que sería bueno que hubiera un desprendimiento
que cubriera la boca de la caverna para no tener que arrastrar tal armatoste
hasta la casa, como prometió.

-Ya sé que esto no es necesario, pero, si algo pasa, lloraría la pérdida de esta
silla. La señorita Lavender era una dama. Lo mismo que su silla.

-¿La silla es una dama? -lo dudaba. A él le parecía un tanque de guerra.

-Sí -contestó Shelley, dulcemente.

Tomó aliento y se frotó el pecho. Quería besarla otra vez.

-¿Quieres que Lobo te acompañe, o que se vaya conmigo?

A Clayton le encantó que se lo preguntara.

-Que se vaya contigo -sabía que si quería que el lobo lo siguiera, tendría que
tomar a la bestia del collar, hasta casi ahorcarla. Al igual que su dueño, el lobo
le había entregado a Shelley su corazón, y ella no se daba cuenta de que dos
machos la adoraban. Parecía pensar que todavía era libre.

Lo acompañó hasta la camioneta de Sam, junto con el lobo, que no mostraba el


menor interés en seguir a su amo. A Clayton le sudaban las manos cuando se
subió a la camioneta e insertó la llave. Arrancó. "Y recuerda que debes soltar el
freno". Avanzaba bien, rugiendo como un vehículo público.

No la besó por segunda vez. Recordaba un anuncio en el que Ron Reagan


afirmaba que un hombre debía usar un condón, y Clayton nunca había usado
uno. Necesitaba comprar algunos... pero no en las tiendas de los alrededores.
Allí todos lo conocían. Querrían saber qué mujer andaba con él y murmurarían.
Tendría que volver a Jackson con dinero, para proteger a Shelley antes de
proseguir con sus planes de conquista.

Se preguntaba si sabía que la estaba cortejando.

En la televisión, las mujeres siempre parecían saberlo. Cuando un hombre las


besaba, lo abrazaban y se pegaban contra su cuerpo. "¿Alguna vez Shelley hará
eso conmigo?", se preguntaba. "¿Abrirá la boca y me besará con pasión?"
Aquello significaría que sus lenguas se tocarían, y deseaba intentarlo.
No tomó la curva que debía y tuvo que aprender a conducir marcha atrás,
pues necesitó retroceder un trecho bastante largo. Pondría atención. Después de
todo, era la camioneta de Sam.

Clayton tuvo cuidado de no cometer más errores. Allí estaban el campamento,


Sam, y otro camión.

Clayton se detuvo con suavidad, presumiendo de su pericia. Apagó el motor,


puso el freno y salió de la cabina como un veterano.

-¿A dónde diablos has ido? -quiso saber Sam-. ¿Queda gasolina?

-Sí. Medio tanque.

-Me alegra oírlo.

-Me encanta -Clayton le tendió la mano-. Gracias.

-He echado a pender a un hombre integrado con la naturaleza -comentó Sam,


estrechándosela.

-Me has introducido en el siglo veinte.

-El próximo paso será enseñarte a operar un computador y meterte en el siglo


veintiuno -sonrió Sam.

Clayton se rió. Se sentía amigo de Sam. Era una sensación agradable. Tenía un
amigo y amaba a una mujer. La vida era buena. Y, sin embargo, se preguntaba
por qué sus padres eligieron vivir aislados. Los dos sabían conducir. Alguna
vez habían vivido en la ciudad. Su madre provenía del este. Si estuvieran vivos,
tal vez lo alentarían a integrarse a la civilización.

El equipo llegó por la tarde. Estaban cansados y sucios, pero se alegraron de


ver a Clayton. Saludaron al hombre solitario.

-¿Cómo estás?

-¿Qué tal los brazos? -y Clayton saboreó aquellas palabras.

Todos se bañaron y cambiaron de ropa, poniendo las prendas, sucias y


malolientes en un camión. Se sentaron a comer, sin pensar moverse del
campamento por una noche.

Clayton vio que Shelley y Lobo llegaban, pero, aunque la mantenía vigilada,
no parecía percatarse de su presencia. Comprobó que se había cambiado la
falda por un pantalón y que se comportaba con los hombres con eficiencia y
amabilidad. Sonrió a Clayton y aquella sonrisa lo inundó de alegría. Lobo se
acercó a Clayton después de la cena y permitió que su antiguo amo lo
acariciara.

Le pidieron que tocara. Shelley le dio el violín y él le preguntó a su público:

-¿Qué toco?

-Algo apacible... alegre... nostálgico -había casi tantas sugerencias como


personas.

Clayton les dio un concierto. Empezó por melodías festivas y terminó con
otras lentas. . .

El y Shelley eran los únicos que no estaban agotados, así que ayudó a limpiar
las mesas. Al terminar, llevó a la joven a pasear por el bosque, bajo un ciclo
estrellado, acompañados del lobo.

Ella le tomó la mano.

No pudo respirar con tranquilidad durante cierto tiempo. Luego, cuando su


mano grande calentó la de ella, delicada, le rodeó los hombros con el brazo.
Como no podían andar juntos por el sendero, se detuvo.

-Eres lo más bonito que he visto -su voz sonaba tan ronca que apenas la
reconocía.

Ella sonrió. Ladeó la cabeza para sonreírle y aquello fue todo lo que necesitó.
La besó y le pareció algo glorioso.

El contacto del cuerpo de la joven contra el suyo fue mejor que cualquier
sueño. Era suave y dulce y no se apartó. No se apretó contra él, pero él lo hizo y
aquello fue igual de extraordinario.

Alzó los ojos y lo miró, seria. Sus párpados parecían pesarle y sus labios
suaves... ansiosos. No se movió para evitar el abrazo, y la besó de nuevo.

Shelley no abrió los labios para que sus lenguas se tocaran. El no estaba muy
seguro de cómo lograr esa clase de beso. Abrió su boca un poquito y el beso se
tomó húmedo. Le tocó con la lengua un resquicio entre sus labios y ella los
abrió apenas. Le suplicó con la lengua y ella abrió la boca un poco más, hasta
que él la acarició con la suya.

Sintió que subía al cielo, como los cohetes del cuatro de julio en la televisión.
Sabía lo que se sentía al encenderse una mecha. Estaba encendido y temía
explotar. La apretó con fuerza y gimió.

Levantó una mano y jugó con su pelo. Aquel movimiento lo puso en contacto
con todo el cuerpo femenino, oprimiéndose contra él y una necesidad terrible lo
invadió. Sin embargo, no podía protegerla. Aunque lograra que cediera, no
podía hacerlo.

Pero no frenó aquel tormento. Suspiró roncamente, lleno de deseo, sin soltarla,
y recibió todos los besos que ella le daba. Temblaba, con el corazón acelerado,
pero no dejó de acariciarla, ni la apartó de su cuerpo. Un dulce martirio.

Bajó las manos por los costados hasta tocar sus senos, hinchados por la presión
contra su pecho, y apretó las palmas de sus manos contra las suaves colinas.

A ella no pareció importarle.

Deslizó las manos por la curva de su espalda, oprimiendo con los dedos duros
su trasero. Y ella no se opuso. Se quedó quieta, aceptando sus besos afiebrados,
permitiéndole bastantes libertades.

Mientras la besaba, la apartó unos centímetros para acariciarle un seno y


apretarlo. Ella negó con la cabeza suavemente para indicarle que no lo hiciera.

Pero no acabó el beso ni se alejó. Así que él tampoco lo hizo. Y se siguió


tomando las libertades que ella le permitía. Se sentía agonizar por desearla
tanto.

-Hora de irse a la cama -la voz de Sam sonó en la oscuridad.

La primera reacción de Clayton fue abrazarla con fervor. Luego alzó la cabeza
y buscó a Sam. Estaba demasiado lejos para distinguir lo íntimo que era el
abrazo. Sólo vio que había besado a Shelley. Shelley salvó a Clayton, que seguía
pensando en los besos profundos. Dijo:

-Ahora vamos.

Sam se fue.

Clayton miró al plácido lobo que no había dado la voz de alarma y lo regañó.

-Has comido demasiados bollos azucarados. Shelley acarició con los dedos el
pelo de Clayton.

-¿Por qué le dices eso?

-Se ha vuelto civilizado, en lugar de protector y vigilante.

-Conmigo ha sido muy bueno -lo defendió ella.

Clayton pensó que también podría ser muy bueno con ella.

Volvieron despacio al campamento. Despacio, porque Clayton no podía andar


bien. Allí se separaron con una mirada y Clayton se dirigió a su lecho solitario.
Se puso las manos detrás de la cabeza y contempló el cielo sombrío. Sabía que
su vida tomaba un rumbo milagroso y que pronto sería perfecta.

Pasó mucho tiempo antes que pudiera dormirse.


CAPITULO 4

El primero de los dos días de descanso, el equipo lo dedicó a dormir. Algunos


fueron a visitar a sus familias, pero la mayoría se contentó con dormir y
descansar.

Como él no tenía motivos para estar cansado, ayudó a Shelley con los
primeros auxilios y la comida. De ese modo veía a la chica y a su ex compañero,
Lobo. El perro se mostraba tolerante y un tanto indulgente con un... antiguo
conocido.

Shelley temblaba al amanecer.

-¿Qué te pasa? -indagó Clayton, frunciendo el ceño.

-Hace frío esta mañana.

-No -negó, escondiendo su mirada bajo las pestañas-. Es sólo que no llevas
ropa interior.

-¡Claro que llevo!

En el cajón de Gasp había visto los encajes que llevaban las mujeres.

-Pero no ropa intima de verdad.

Ella le lanzó una mirada orgullosa, pero no respondió.

-Yo te enseñaré a lo que me refiero por ropa íntima y tú me enseñarás la tuya.

-¡Clayton! -protestó.

-Sólo trato de ayudarte -sonrió. Hablar con una mujer se volvía cada vez más
fácil. Quizá fue demasiado atrevido, pero ella no estaba enojada. Examinó su
cuerpo. El frío le erguía los pezones. Su propio cuerpo, ardiente, reaccionó ante
el espectáculo y deseó un lugar privado para entibiarle aquellas zonas tan
íntimas.

-Debes comportarte -le advirtió ella con prudencia.

El abrió los ojos y afirmó su inocencia:

-Soy puro-replicó y aquello la hizo reír, mareándolo.

-¿En dónde aprendiste a tocar el violín tan bien?

-De mi abuelo. Era un viejo estupendo, que sabía un montón de cuentos


antiguos, con un oído especial para las melodías. Me enseñó todo lo que sé
acerca de la música. En cambio no sé nada de las mujeres. Un día se lo
mencioné al abuelo. Le dije: "Cuéntame algo de las chicas". Eso fue antes de que
supiera que a las mujeres no debe llamárseles chicas. Era un ignorante. Mi
abuelo respondió: "Aquí lo único que vas a tocar es el violín. No hay mujeres
por los alrededores, así que; tranquilízate". Desde entonces, toco el violín. No sé
nada de mujeres.

Ella soltó una carcajada y él sonrió. No le creía ni una palabra.

Trabajaron juntos sin que él la tocara. No le puso la mano en el hombro o en la


cintura, ni le tomó la suya. Sólo la miraba. Observaba cómo volvía la cabeza, se
lamía los labios o fijaba la vista en la distancia.

La consideraba perfecta. Un hombre no podía necesitar o esperar encontrar


una mujer más perfecta. Era lo que él quería y se encargaría de que ella también
lo quisiera a él. Así de simple. Le sonrió.

-¿Por qué sonríes?

-Estaba pensando en besarte.

-¡Clayton! -fingió escandalizarse. Sus mejillas se sonrojaron, pero él sabía que


le gustaba que bromeara con ella.

-Tienes un pelo precioso.

-Me da vergüenza -pero se llevó la mano a un rizo y lo colocó. El sonrió. Le


parecía muy sencillo atraer a una mujer. Muy pronto la conquistaría; entonces
lo conocería, sabría qué sentía con él y lo amaría. No iba a necesitar inventar
trucos. Sería él mismo y ella caería en la trampa.

-Tu cuerpo es precioso -dijo.

Aquello la asombró. No supo qué replicar.

-¿He sido demasiado atrevido? -preguntó.

-Sí

-Pero lo pienso.

Shelley se mordió el labio inferior, tratando de no sonreír. Así no se sentía


insultada de verdad.

-Me gustaría llevarte al bosque. Me gustaría llevarte a mi cabaña. Pero


tendremos que esperar un poco para hacerlo. Está en la línea de fuego, si el
incendio continúa en esa dirección, quizá la pierda.
-Sería terrible -se preocupó-. ¿Es la construcción original?

-No, se quemó un par de veces. Mis padres volvieron después Vietnam y la


reconstruyeron. Es un sitio agradable.

-Espero que no se queme -le tocó el brazo.

-La levantaría de nuevo.

-¿Ni siquiera llega allí la carretera? -dejó de mirarlo.

-No, ni hay necesidad.

-¿Qué sucedería en una emergencia? -preguntó la joven-. ¿Si tienen que


llevarte al hospital?

-Limpiamos un trozo para que aterrice un helicóptero -le explicó Clayton-. Es


muy útil.

-¿Qué haces para vivir?

-Cazo -movió una mano, indicando el paisaje.

-Uh... ¿no tienes piscina?

-La mía es un poco fría -se bañaba en un arroyo-. No queda lejos. Y en el


bosque puedes andar desnudo. Me encantaría verte.

-Ya estás otra vez -lo regañó, orgullosa.

-Soy un hombre sincero.

-Y un fresco.

-Fresco porque crecí en los montes -le lanzó una mirada satisfecho y ella se rió.
La tenía en la palma de su mano... casi. Pronto sería suya, pensaba.

Spears se encargó de que se sirvieran comidas calientes y de que el camión


cisterna llenara el tanque de las duchas.

-El agua viene de ríos muy lejanos -le explicó Spears a Clayton-. Hay algunas
lagunas cerca, pero guardan un equilibrio tan delicado con el medio ambiente,
que el servicio forestal no permite sacar agua, ni siquiera para apagar los
incendios. El agua de las duchas podría alterar la ecología de la pradera. Por eso
la recogemos y la usamos para apagar el fuego.

-No sabía que mantener el medio natural fuera tan complicado -comentó
Clayton.

-Deberíamos dejar a la naturaleza en paz, eso en primer término -aceptó


Spears-. Muchos turistas visitan los bosques para admirar los árboles. Para ellos
eso es la "naturaleza". La verdadera tragedia es que, en el hemisferio sur,
incendian los bosques a propósito. Imagínate lo que ese fuego causa en la
atmósfera.

Clayton había visto un programa de la televisión sobre el Amazonas.

-El efecto invernadero.

-Exacto. Si cada habitante del planeta sembrara un árbol, quizá lograríamos


compensar la pérdida de los bosques tropicales. Hemos hecho un excelente
trabajo destruyendo al mundo. Pero, al menos, empezamos a damos cuenta de
nuestros errores.

-Mis padres sólo me tuvieron a mí para evitar la superpoblación. Demasiadas


personas. Eso es lo triste.

-Debemos hacer lo que podamos por educarlas.

-¿Crees que los egoístas cooperarán?

-Allí está el problema -replicó Spears, meditabundo.

-Eh, Clayton, ¿por qué no vas al pueblo y te sacas el permiso para conducir?
-sugirió Sam, acercándose.
-Claro, sé conducir -se rió Clayton.

-No, yo lo haré. Te explicaré lo que debes poner en el examen. Sabes escribir,


¿no?

-Le conseguí esposa a un hombre con una carta.

-Vaya, vaya -se rió Sam.

-Es una joya -sonrió al pensar en la mujer del Apestoso, musculosa y sin
dientes.

-¿Qué tal si me escribes una carta a mí, para que se la mande a una mujer? -se
interesó Sam.

-No. Mejor aprende a hablarle -le aconsejó-. Y luego le mandarás una o dos
cartas cursis para terminar de conquistarla -Clayton había sacado la idea de un
anuncio.

-Me ayudarás a escoger las tarjetas en el pueblo y te invitaré una cerveza.


-Si me dejas conducir a la vuelta, trato hecho. No bebo cerveza.

-De acuerdo -se estrecharon las manos.

-¿Dejaste que te caducara el permiso? -indagó Spears.

-No. Nunca había conducido. Sam me está enseñando -sonrió -y puso una
mano sobre el hombro de su amigo. Buscó a Shelley con los ojos y vio que, el
doctor Michael Johnson estaba en el campamento. El corazón de Clayton se
aceleró ante aquella súbita señal de peligro.

-Anda -propuso Sam-, vamonos.

-Buena suerte en el examen -le deseó Spears.

-Gracias -replicó Clayton y Spears se alejó-.

-¿Qué hace ese payaso aquí? -la madre de Clayton llamaba payasos a las
personas que no le simpatizaban.

-¿Quién?

-Michael Johnson.

-¿El doctor? -se sorprendió Sam-. ¿Lo conoces?

-Lo conocí en el hospital.

-Visita a los equipos que descansan -le informó Sam-. No Cobra por las
consultas. Es un buen tipo.

-Sí -accedió Clayton, disgustado.

-Vaya. ¿Has visto qué morena? Nunca había venido.

-Se llama Maggie -comentó Clayton, con desenvoltura.

Sam contuvo el aliento y movió la cabeza.

-Para ser un hombre que no sabía conducir hasta ayer, te mueves por muchos
sitios.

-¿Qué hace Johnson hablando con Shelley?

-Ella da los primeros auxilios -le recordó Sam, con infinita paciencia.

-Pero no hablan de medicina.

-Te estás volviendo posesivo -sonrió Sam-. Te vi anoche. Te apuntaste un buen


tanto. Ella nunca le había permitido eso a ningún hombre.
-¿No?

-¿No te has fijado cómo nos trata? -se quejó Sam-. Todos lo intentamos, pero
sin éxito. ¿Cómo lo has conseguido?

Clayton guardó silencio, viendo al guapo doctor coquetear con la mujer que él
había elegido...

-Anda, Clay. Vamonos para poder volver a la hora de la cena. Aligera el paso.

-Necesito pedirle que cuide mi violín.

-Demonios, nadie es tan estúpido como para maltratarlo.

Pero Clayton sacó el violín de su bolsa de viaje y se dirigió hacia Shelley.


Actuó como un ejecutivo de la televisión que estaba al cargo de todo, para que
nadie osara oponérsele.

-Shelley -le dijo-, ¿te importaría cuidar mi violín? Debo ir al pueblo.

Ella le regaló una sonrisa deslumbrante, que él apenas captó, distraído por el
hombre que la acompañaba.

-Hola, eh, Masterson, así se llama, ¿verdad? ¿Cómo siguen los brazos?

-Muy bien -replicó con la misma cortesía que se le otorga a un ser


insignificante-. Volveré pronto -le indicó a Shelley y se alejó, como si abriera
una puerta de vidrio para asistir a una conferencia de importancia mundial.
Casi tropieza con Lobo, que estaba sentado al lado de Shelley, con el hocico
entreabierto para mostrar los colmillos. Clayton se sonrió. Lobo protegía su
propiedad, o tal vez su propio territorio. No importaba. Lobo le había permitido
besar a Shelley, pero le enseñaba los colmillos a Johnson. Buen lobo.

Con el corazón acelerado, se reunió con Sam. Entraron en la camioneta y,


durante todo el trayecto, Clayton oyó una letanía sobre cómo conducir
prudentemente.

Clayton aprendió las reglas. Cometió dos errores en el examen, que pasó con
facilidad. Exhalaba felicidad. Pensó que aumentaría la contaminación y aquello
le bajó los humos. Había adquirido una habilidad que algún día podía necesitar.
Sólo eso.

Los dos fueron a la tienda y miraron las tarjetas. Al fin Sam encontró dos que
le gustaron y obligó a Clayton a comprarlas.

Luego se dirigieron a la oficina de correos, compraron sellos y Clayton esperó,


pacientemente, la indecisión de Sam pensando en cómo firmar las tarjetas. No
permitió que se rindiera y, al fin, Sam las echó al buzón.
Clayton se divertía con Sam. Le parecía divertido que su amigo actuara como
un hombre con las mujeres que no le importaban y se volviera paranoico con
aquella que le quitaba el sueño. Le parecía una tontería.

Clayton no pudo encontrar una excusa para dejar solo a Sam y comprar algún
tipo de protección para Shelley. Lo inquietaba perder la oportunidad, pero no
podía permitir que ningún indicio revelara que estaba relacionado con aquella
mujer. Las sospechas podían destruir a Shelley.

Clayton condujo hasta la pradera. Mientras lo hacía, se le ocurrió que él no era


un chofer de descapotables, como los de los anuncios, sino un conductor de un
medio de transporte.

Sam se bebió una cerveza. Pero ni siquiera él tiró la lata por la ventana.
Clayton se lo comentó.

-Estás aprendiendo -se encogió de hombros Sam-. En mi pueblo empezaron a


reciclar. Yo junté un saco de latas y lo vendí. Con el dinero me compré una caja
de cervezas -se echó a reír.

Cuando llegaron al campamento, Michael Johnson todavía no se iba y se


quedaría a cenar. No había tanto trabajo para un médico. Después de untar
algún ungüento, no quedaba nada que hacer. Clayton estaba seguro de que
Michael Johnson quería a Shelley... también. Pero sabía que una mujer sólo
puede amar a un hombre a un tiempo. Clayton Masterson era el hombre para
Shelley Adams. Sólo é1.

Entonces, un imprudente Otis, le dijo a Clayton con sonsonete estúpido:

-Parece que tu chica se interesa por otro, Clayton.

De dos zancadas, Clayton lo atrajo, lo arrastró cinco metros y lo aplastó contra


un árbol. Aquello llamó la atención de todos. Alzó al pelirrojo por encima de su
cabeza y miró a su alrededor, buscando un lugar donde lanzarlo. Se oyeron
exclamaciones de protesta. Sam gritó:

-¡No, Clayton!

Entonces se oyó la voz de Shelley:

-¡Clayton, bájalo!

Todavía manteniéndolo en alto, Clayton se volvió despacio hacia su amada.


Ella lo miraba, indignada. Hablaba en serio.

En medio de un tenso silencio, alardeando de un control excelente de sus


músculos, Clayton bajó al hombre, hasta que sus pies tocaron el suelo. No dejó
de mirar a Shelley, para que se diera cuenta de que lo hacía porque ella se lo
ordenaba. Desvió la vista y le arregló la chaqueta a su adversario. Luego le
limpió el polvo de los hombros. Y la miró de nuevo.

Ella se volvió, alejándose como una reina y él se inclinó ante su figura. Pero, al
enderezarse, preguntó con suavidad:

-¿Alguien más?

Nadie hizo un comentario. Ni uno solo.

Tocó el violín después de la cena. Tocó mejor que nunca porque el doctor
todavía estaba allí. Tocaba pan alardear... como con el pelirrojo. Quería que
Shelley se diera cuenta de quién era el hombre que le convenía. No sólo era
fuerte, también poseía una sensibilidad especial para la música. En la televisión,
había visto que eso les gustaba a las mujeres. En realidad, debería llevársela al
bosque para demostrarle que la podía cuidar y satisfacer bajo otras
circunstancias, pero quizá no aceptara irse con él. Por lo menos no en aquel
momento.

Había sorprendido de tal manera al equipo con su reacción ante Otis, que
nadie se atrevía a moverse. Entonces, una de las mujeres sacó a bailar a Sam y
otros los imitaron. El doctor le pidió a Shelley que bailaran. Clayton debió
imaginarse que podía suceder. Se fijó en la pareja; odiaba que el cuerpo de la
joven estuviera tan cerca de aquel hombre.

Pero no podía hacer nada. Nadie tocaba el violín, no podía dejar el


instrumento y bailar con ella en silencio. Entonces, Sam fue a la camioneta y
volvió con un tocadiscos portátil. Se acercó a su amigo y le preguntó en voz
baja:

-¿Quieres descansar? Pide un cambio de pareja.

Cuando Clayton terminó la pieza que estaba tocando, Sam puso un disco y
encendió el aparato. Las notas salvajes y pastosas de un rock inundaron la
atmósfera natural. Todos se pusieron de pie y bailaron sueltos. El tramo de
carretera que servía de pista de baile se convirtió en un remolino de brazos
agitados y cuerpos que giraban. Las parejas reían.

Clayton se asombró de que Shelley se contorsionara de forma tan erótica con


la música. Se adelantó y dijo:

-Cambio de pareja.

Michael y Shelley lo miraron extrañados, puesto que en realidad nadie bailaba


con nadie. El doctor soltó una carcajada, los celos de Clayton eran demasiados
obvios. Y también le lanzó un reto con la mirada. Clayton pensó que Michael
debía de ser un experto en karate, cinturón negro. Ningún hombre retaba a otro
después de la demostración que había dado con Otis... a menos que estuviera
seguro de ganar.

Entonces, Shelley tomó del brazo a Clayton, se volvió hacia él y se convirtió en


su pareja, mientras la enfermera, Maggie, se hacía cargo del doctor.

Clayton se dio cuenta de inmediato de que Shelley no había hecho aquello


para bailar con él, sino para tranquilizarlo. Evitaba causarle un mal rato al
médico, o acaso salvarlo a él de la humillación. No le sonreía. Se contentaba con
girar y moverse con tanto abandono como las otras mujeres que se
contorsionaban sin ningún recato. Clayton pensó que en las otras mujeres no
quedaba mal, pero Shelley le parecía demasiado sensual para actuar de aquel
modo. Le pareció indecente.

-Compórtate -le pidió él.

-Me estoy comportando -replicó, mirándolo azorada-. Eres tú quien actúa


como un salvaje, pegando a las personas e interrumpiendo un baile.

-No quería asustar a Otis. Es como tirar de un tractor.

-¿Tirar de un tractor? -repitió incrédula.

-Los tractores no se pueden doblar, así que resulta más interesante con los
hombres -explicó su conducta con mucha amabilidad.

-¿De qué hablas?

-Los músculos cansados se ponen duros. Los hombres quieren estirarlos y


entrenarlos.

-¿Por eso has empujado a Otis? -preguntó Shelley.

-En parte -poco después le dijo-: Te estás riendo -no la miró, como si lo supiera
por intuición.

-¡Cielo santo!

-Vi que no te habías dado cuenta de...

-¡Eres primitivo!

-¡Claro que no! -protestó-. Ni siquiera tengo treinta años.

-Te portas como si acabaras de bajar de las montañas.

-Acabo de bajar -le sorprendió que no lo recordara-. Bajé para ayudar a apagar
los incendios.
-Te podría estrangular -su baile se tomó más emotivo que rítmico. Tenía los
puños apretados y sus ojos echaban chispas.

El pensó que estaba estupenda.

-De acuerdo. Alejémonos para que lo intentes. Me encantaría que me


ahogaras. Necesito sentir que me perteneces.

-¿Qué? -jadeó Shelley-. ¡No te pertenezco!

Movió la cabeza con impaciencia pero con tolerancia. Todavía no lo


comprendía. La amaba y la obedecía. No sabía qué más quería. Necesitaba
comprar algunos condones. Se lo advirtió:

-Mañana iré al pueblo y solucionaremos este problema de una vez por todas.

-¿Qué problema? -quiso saber Shelley, suspicaz.

-Nosotros.

-¿Qué tiene eso que ver con que vayas al pueblo?

-Necesito comprar algo para ti -la tranquilizó.

-¿Un... regalo? -frunció el ceño-. ¿Como qué?

-Ya verás -le sonrió, beatífico. -No deberías gastar dinero en mí.
-Compartiremos lo que compre -le aseguró.

-No quiero que me regales nada.

-Esto te gustará -la vio reírse. Ella valía la pena.

Al terminar la canción. Maggie Franklin lo tomó del brazo y anunció:

-Es mi turno.

Oyó que Shelley contenía un indignado suspiro y lo sintió como el bálsamo


sobre una quemadura.

-Gracias, pero estoy comprometido -replicó Clayton.

-¿Con ella? -preguntó Maggie, incrédula.

-Sí.

Maggie miró a Shelley.

-Me parece insípida. Te aburrirá a morir en menos de un año. No tiene sentido


del humor.
-No la conoces como yo -le explicó Clayton a Maggie con dulzura-. Ya
encontrarás a alguien. Te lo prometo -le dio una palmadita en el hombro como
si fuera su tío.

-Me quedaré cerca de ti -Maggie se volvió para fulminar a Shelley con los ojos
antes de retirarse.

Clayton desvió la vista y descubrió que el doctor presenciaba la escena,


divertido. En otras circunstancias, pensó Clayton, quizá hubieran sido amigos.

Tomó a Shelley por el codo y tuvo que apretárselo, pues trató de zafarse. Se
apartó de los otros y la hubiera llevado al bosque. Estaba bastante oscuro y él
era tan valiente que hubiera podido resistir sus hechiceros encantos, pero ella se
resistía.

Le advirtió en un tono práctico.

-Acompáñame. No quiero besarte delante de toda esta gente, pero lo haré si no


te portas bien.

-Mi conducta es la correcta -escupió sus palabras-, pero tú te comportas como


un lunático.

-Enséñame buenos modales -hablaba razonable y amablemente-. Anda,


bésame y luego puedes empezar con las lecciones.

-Si no me sueltas, te araño.

-Me encantan las mujeres enérgicas -sonrió.

-¡Estás loco de remate!

-No -la tranquilizó-. Tú eres la que se niega a admitir que eres mía -la
instruyó-: Las mujeres modernas piensan que les gusta ser independientes. No
es cierto. Lo he visto en la televisión y, aunque parece que eso quieren, siempre
tientan a un hombre para que se haga cargo de ellas. Yo estoy dispuesto a
hacerme cargo de ti.

Te domaré hasta dejarte como la seda. Igual que si montara una yegua
indómita y...

-Te lo advierto por última vez.

-¿Todavía no estás lista? -la soltó—. De acuerdo.

Shelley tomó aliento varias veces, iba a hablar, pero cerró la boca y lo dejó
plantado.
Sam se acercó y observó con agudeza.

-Se ha ido.

-Se ha puesto un poco nerviosa -comentó Clayton, frunciendo el ceño.

-No puedes cortejar a una mujer como si entrenaras un caballo, Clay -replicó
Sam, un tanto impaciente.

Otis también se acercó.

-Clay, ¿está enfadada por mi culpa?

-No. Posiblemente tiene los SPM -Clayton suspiró con el peso de aquel
conocimiento.

-¿Una enfermedad grave? -Otis parecía hundido.

-¿No ves nunca televisión? -se exasperó Clayton.

-¿Se va a morir?

-No -afirmó Clayton con certeza-. Tiene la regla.

-Lo estás confundiendo -intervino Sam.

-Entonces, explícaselo -sugirió Clayton-. Síntomas PreMenstruales.

-Le daré un libro.

-Eso no va a ayudarlo -negó Clayton con la cabeza.

-Yo también sé leer -protestó Otis.

-Otis, déjanos en paz -le advirtió Sam, con una mirada furiosa,

-Lo que necesito es... -empezó Clayton.

Pero un enorme camión llegó a la pradera y se detuvo con un chirrido de


frenos. Un hombre se bajó del vehículo gritando:

-¿Spears? ¡Eh, Spears!

-¡Aquí! ¡Aquí estoy!

-Tienes un paracaidista, un tal Masterson. ¿Está sano?

-Sano, pero no cuerdo.

-Lo necesitamos. ¿En dónde está?


Clayton oyó que Shelley murmuraba un suave "no".

Clayton sabía que los hombres debían ir a la guerra y las mujeres quedarse en
sus casas y esperarlos. Aquel era el tema de todas las películas antiguas de
guerra. El magnífico altruismo lo habían echado a perder las mujeres que no
aceptaban quedarse en casa y esperar.

Como las que combatían el fuego. Pero él era un saltador. Levantó el brazo en
silencio.

-Aquí -dijo. La palabra adquirió un significado dramático muy satisfactorio. Se


sintió como un héroe al principio de una aventura.

-¿Masterson? -el desconocido dudaba de su identidad.

-Sí-se enderezó.

-Nos falta un hombre. ¿Puedes sustituirlo?

-No hay problema -repuso Clayton con frialdad, empleando la famosa cita de
la televisión.

-Te lo agradecemos.

Con paso firme, Clayton fue al encuentro del extraño. No se saludaron.

-¿Listo? -preguntó el hombre.

-Sí.

-Necesito darte instrucciones y ropa. ¿Tomaste el cursó de actualización?

-Sí -contestó Clayton. Prefería ser breve.

-Excelente. Creo que el fuego no está lejos de tu cabaña.

-¿Se trata del guardia? -preguntó Clayton.

-Todavía no lo hemos evacuado.

-Conozco muy bien esa zona.

-Contamos con eso -el hombre miró a Spears-. Quizá Masterson no vuelva a
esta unidad.

-Nos encargaremos de sus cosas -Spears aclaró-: De su violín y de su Lobo.

-Gracias -Clayton se volvió hacia el desconocido-. Estoy listo.

-Nada de tonterías -sonrió-. Un hombre como los que me gustan. Sígueme.


Clayton miró a Shelley. Se mordía un nudillo, con los ojos muy abiertos.
Aquello le gustó. Caminó con paso firme e hizo una salida estupenda.

Se metió al camión, que rugió al arrancar. Vio que la palanca de velocidades


era más grande que la de la camioneta de Sam. Entonces algo le hizo daño, se
preguntaba si alguna vez volvería ver a Shelley.
CAPITULO 5

Se unió al grupo de paracaidistas y, como conocía el territorio, resolvió sus


preguntas. Al día siguiente, con el amanecer, la bruma de humo que vieron se
había convertido en una columna. Los saltadores se pusieron su ropa especial y
se metieron en un DC-3 que despegó de inmediato.

A Clayton no le gustaba dar el salto del avión al vacío. No le importaba volar o


aterrizar, pero dudaba antes de saltar. Aquel espacio entre al avión y el suelo
solía causarle cierta inquietud.

Clayton fue el primero en saltar. No por vanagloriarse, sino porque sabía


dónde debía caer. Aterrizó y, junto con los cuatro compañeros, recogió su
equipo de salto. Empezaron a trabajar sin descanso, con palas y picos, abriendo
una línea horizontal para detener el fuego. Al cabo de dieciséis horas, lo habían
logrado.

Estaban sucios, agotados y apestaban. Retrocedieron y observaron su obra,


turnándose para vigilar la brecha. Al amanecer, se dirigieron a la zona
despejada para esperar al helicóptero.

-¿Vives por aquí? -le preguntó uno.

-Por aquel lado.

-Es un sitio precioso.

Clayton se volvió para contemplar el paisaje y se olvidó de responder. Vio lo


que siempre había visto... la aparente belleza virgen de su mundo.

El helicóptero llegó y se llevó a los hombres a Loft para que comieran, se


bañaran y durmieran. Después de diez días y tres saltos más, el hombre al que
Clayton reemplazaba volvió.

-¿Podemos volver a llamarte si nos faltan voluntarios?

-Sí -lo estaban dando de baja.

-Mañana puedes volver con tu grupo -le sonrió el jefe-. Así sabremos dónde
encontrarte. Un camión irá hacia allá al amanecer.

-Prefiero partir ahora mismo.

-Deberías dormir aquí. Están muertos de cansancio.

-No hay problema -era estupenda la réplica de la televisión. Clayton se cambió


de ropa y no se molestó en bañarse. Quería volver con Shelley.

Le llevó toda la noche y parte del día siguiente. Durmió en los camiones que lo
llevaban y anduvo algunos tramos del trayecto, preguntándose si el
campamento estaría desierto de nuevo. Pero el equipo descansaba.

Le dieron la bienvenida y le pidieron que relatara sus aventuras. Pero no


necesitaba compartir sus experiencias y se concretó a decir:

-Es un trabajo duro, como el que hacen ustedes. Sólo que nosotros llegamos
allí volando.

No fue suficiente. Clayton volvió a sentirse como un extraño, que no formaba


parte del grupo.

Agotado, se sentó en el saco de dormir, para mirar cómo Shelley trabajaba en


el camión de primeros auxilios.

Había pocas ampollas que curar. Las manos estaban acostumbradas al


esfuerzo constante y los cuerpos se habían adaptado a los movimientos que el
trabajo requería. Los miembros del equipo se movían con mayor soltura y
energía.

Comían cantidades prodigiosas de alimentos. Hablaban, preguntaban,


compartían. Lobo se acercó a Clayton y se rió de él. Clayton lo abrazó con
ternura, recordando que lo había encontrado siendo un cachorro y le salvó la
vida.

El lobo se mostró amable pero volvió con Shelley.

Al fin, ella se le acercó.

-Hola, Clayton -parecía que no quería hablar con él. Miró a su alrededor,
incómoda.

-Hola.

-¿Estás bien?

-Sí -pensó que se comportaba fríamente con él. No miraba a Clayton, sino
hacia la pradera. Clayton atrajo su atención. Quería recordarle que era un
guerrero que volvía al hogar después de la victoria. No había dormido en una
noche para regresar con ella, pero no se lo dijo.

Pensó que fingía que no le agradaba su regreso. Estudiaba sus dedos y miró al
cielo, impaciente. No lo miró a los ojos.

-¿Volverás a formar parte del equipo? -preguntó.


-Sí -no pareció contenta de oírlo. Se mordió el labio, inquieta, como si no se
diera cuenta de que él la estaba observando. No entendía qué la hacía
comportarse de aquella manera.

-Pues... ¿cómo siguen tus brazos?

-Bien -quería apretarla contra él mientras la besaba y lo volvía loco. Dudaba de


su reacción, pero recordó la noche del bosque en la que no sólo le había
permitido besarla, sino acariciarla. Y no pudo pensar en algo más que decir.

Dudaba. Miró a su alrededor para comprobar si Michael Johnson los espiaba


desde algún punto. Quizás Shelley quería volver con el médico.

-Pues... -parecía perdida-. Tengo tu violín.

-Sí.

-Supongo que estás demasiado cansado para tocar esta noche.

Estaba exhausto y no podía pretender que conservara energía suficiente para


cualquier actividad. Necesitaba encontrar su equilibrio antes de desplomarse en
el suelo de cansancio.

-Tocaré una canción.

-Lo traeré -sonrió un poco y se fue. Nada más. Se valió de la excusa de buscar
el violín para dejar de hablarle.

Clayton gimió de desesperación. Se había ido al igual que un héroe y volvía


como un vagabundo a quien todos despreciaban.

Buscó a Sam. No había señales de su amigo.

Desilusionado, Clayton se sentía más solo en un pradera llena de personas que


en los años que había vivido en las montañas. Por lo menos, entonces soñaba
con encontrar a una mujer que lo amara. En el campamento, presentía que
aquel sueño se había destruido para siempre. Sin Shelley, no existía otra mujer
para él.

Atravesó la pradera con el violín, al frente de un grupo, caminando despacio,


concentrándose en sí misma.

Clayton le quitó el violín. Ella le sonrió, arrugando la nariz:

-Hueles mal.

Ofendía con su olor. Debió bañarse antes, pero deseaba verla. Bajó los ojos,
avergonzado.
-¿Alguno de los saltadores se hizo daño? -preguntó, preocupada.

Negó con la cabeza. Sólo él estaba herido... por ella. Escuchó el murmullo de
las cuerdas y luego tocó su mejor pieza. No tenía más nombre que el que su
abuela le dio: "Amor no correspondido".

Clayton era ya un adulto cuando pudo comprender el significado del título y


se sintió afín al autor de la música que desgarraba el alma. Adivinaba que el
compositor había sufrido. Una vez, mientras tocaba esa canción, los ojos de su
madre se llenaron de lágrimas. Clayton comentó entonces:

-El sentía este dolor.

Su madre lo había mirado, con las pestañas húmedas,

-¿Cómo sabes que era un hombre?

Emocionado por la pasión que creaba la música, respondió sin dudar:

-Sólo un hombre podría sufrir tanto por una mujer -y aquella réplica reveló su
juvenil ignorancia.

-Ah -suspiró su madre-, ¡qué daría por ser tan ingenua de nuevo!

Sólo aquella noche Clayton captaba las palabras de su madre. Pero no era una
mujer la que atraía la melodía a la pradera. Era un hombre doliente. El.

Clayton hizo que el violín llorara. La canción conmovió los corazones de los
oyentes, como si Clayton despertara a la naturaleza quemándola con fuego.

Miró a Shelley para ver si entendía el dolor que le causaba y vio que tenía los
ojos llenos de lágrimas, como los de su madre. Shelley también podía sentir
emoción.

La última nota triste calló y reinó el silencio.

Clayton dejó el violín y se puso de pie para dirigirse a las duchas. Sus propios
ojos estaban llenos de lágrimas. Shelley suspiró.

-Oh, Clayton, esa canción me ha parecido muy triste.

-Sí.

Entonces alguien gritó:

-No nos dejes así. Toca algo que nos dé esperanza.

-La canción reflejaba dolor, no desesperación -se sorprendió Clayton.


-¿Acaso hay diferencia? -indagó otro.

No entendía por qué habían de llorar ellos. Pero mientras lo pensaba, supo
que no quería las lágrimas de Shelley. Ella lo tomó del brazo, inmovilizándolo.

-Toca algo alegre o lloraremos todos -le pidió.

-Está bien medió, el dolor de aquella mujer era el suyo.

Tocó una canción para cortejar a una muchacha, cuyas notas saltaban con
rapidez vertiginosa. Shelley se limpió los ojos y rió con los otros. Clayton seguía
triste.

Se inclinó ante el aplauso, se enderezó, agotado, y caminó hacia las duchas,


llevando una muda de ropa.

Se quedó bajo el agua caliente más de lo necesario. Al volverse para abrir la


cortina, se quedó inmóvil. Allí estaba Shelley, con una toalla extendida para no
ver su cuerpo desnudo. Se puso de puntillas y le besó la boca con rapidez.

-Bienvenido -susurró. Se dio la vuelta y se fue.

Se quedó atónito. Alelado. Azorado. Se vistió como en un sueño.

Entró en el baño sabiendo que estaba allí, desnudo. Lo hizo a la vista de todos
y lo besó voluntariamente.

No sabía que hacer.

Salió despacio del camión, tratando de decidir cómo actuar, pero ella había
desaparecido. Tampoco su jeep estaba allí.

Bastante confuso, Clayton se arrastró hasta su saco de dormir, pensando que


las mujeres eran un gran misterio.

Soñó.

Todos sus sueños se relacionaban con Shelley y eran terriblemente eróticos.


Ardió durante la noche, sin encontrar alivio. Durmió mal y se levantó mareado.
Las mujeres eran para él como una patada en el trasero.

Por la mañana, Shelley apareció con los ojos brillantes y sonrisa descansada.
Servía el desayuno como si no tuviera ningún problema en el mundo. Sonreía
feliz y el tenía ganas de torcerle el cuello. Sentía que el cuerpo le quemaba... a
causa de ella. Quería ir al pueblo a comprarlos condones.

-Hola, Clayton -lo saludó Spears-. Han llamado de Loft. Me han pedido que te
deje descansar un par de días porque trabajaste muy duramente. ¿Por qué no
vas al pueblo?

-Lo haré. Gracias.

-Shelley, necesito provisiones. ¿Puedes pedir que me traigan esta lista en cinco
días? Y necesito que llenes el tanque de agua. ¿Te encargarás de eso?

-Desde luego -se volvió hacia Clayton-. ¿Te gustaría acompañarme al pueblo?
-no lo miró porque estaba muy ocupada.

-Yo... sí. Pero luego iré a mi cabaña para asegurarme de que sigue en pie.

-Un guardia forestal me ha dicho que no le ha pasado nada -intervino Spears.

-Gracias por la información -Clayton se sentía incómodo. Si aceptaba que


Shelley lo llevara al pueblo, no podría volver a la pradera cuando quisiera.

-Oh, Clayton -agregó Spears-, aquí tienes tu cheque por las últimas dos
semanas. Siempre nos atrasamos un poco con la paga. Lo siento.

Tenía dinero. No le faltaba, pero de esa manera podría comprar algunas


"tonterías", como siempre llamaba su padre a lo que su madre escogía.

Se preguntó qué tonterías le gustarían a Shelley. Se preguntaba si lo dejaría


conducir. Si lo hacía, tal vez se atrevería a detener el coche, tomarla en sus
brazos, estrecharla contra su pecho hambriento... y besarla. Pensó que sería
mejor no arriesgarse hasta haber comprado los condones. La deseaba con
locura. Lo trastornaba.

-¿Estás listo?

Shelley lo miraba, como si esperara algo. Entreabrió los labios...

-Sé que sabes conducir. ¿Quieres llevar el jeep?

Lo hacía sentirse inseguro. Tragó saliva y contestó con un ronco "Sí"

Spears había desaparecido. Aparentemente, se fue mientras Clayton se


sumergía en sus imaginaciones eróticas. Se avergonzó, se veía como un gorila.
Torpe, Salvaje. Sin refinamientos. Juró que trataría a Shelley como merecía ser
tratada una dama... hasta llegar al pueblo. Sin embargo, mientras atravesaban la
pradera, ella le pidió:

-¿Podríamos parar unos minutos en mi casa? Necesito cambiar me.

Casi se dio en la rodilla con el tablero. Se quejó:

-¡Ay!
-Gracias. ¿Recuerdas cómo llegar?

-No muy bien -ni siquiera sabía si recordaba su propio nombre.

Se llamaba... su padre lo apodaba... "Cabezón", pudo recordar. Obedeció sus


instrucciones de forma automática hasta que llegaron a la casa. No volvería a
olvidar el camino porque ella había sido muy precisa al mostrarle las señales
que lo guiaban. Aquello podía significar que asumía que él la buscaría.

-Espérame. Vuelvo en un momento -hizo una pausa y después añadió-: Mejor


entra. Dejaremos aquí a Lobo.

-Perfecto.

La siguió despacio, tieso como un palo. Tenía miedo. Tal vez al sacrificio de su
inocencia. Decidió no temer a nada, que saldría bien librado del apuro. Estaba
seguro de que intentaba seducirlo. Se frotó el pecho para calmarse y poder
respirar. Le haría el amor y él no estaba preparado. Pero, llegaría hasta donde
ella quisiera.

Comentó de modo amigable:

-Aquí el cielo es más limpio.

-Sí -abrió la puerta y lo condujo al interior. Clayton sintió que entraba en la


guarida de la leona.

-¿Me echaste de menos cuando te fuiste? -indagó-. No me llamaste, ni nada.


¿Conociste a otras mujeres? ¿Te deslumbraron?

-Conocí a algunas. No estaban mal. Te eché de menos - comentó con torpeza.


Esperó sin respirar.

-No tardo ni un minuto.

Desapareció. Se quedó muy desilusionado. Pensó que... pensó que...

Le llegó una voz sofocada desde el dormitorio.

-Vaya. ¿Clayton? Estoy atrapada. ¿Podrías venir a ayudarme?

-¿Estás vestida? -sonrió, puso el sombrero sobre la mesa y se dirigió a su


inmolación con gran interés, jadeos y el cuerpo excitado.

Abrió la puerta y miró a la chica.

Se inclinaba mostrando su espalda desnuda en una hermosa curva, sus pechos


colgaban, balanceándose, la blusa se le había atascado en la cabeza.
-Vamos... -no tenía una lengua sagaz, ignoraba qué debía decir un hombre en
tales circunstancias, tal vez confesarle que no necesitaba seducirlo con trucos...
que cedería.

-Se me ha enredado el pelo -musitó con tono desesperado.

Entonces vio que las manos de Shelley estaban atrapadas en la blusa y que
trataba de soltar un mechón de pelo.

-Calma -la tranquilizó-. Quédate quieta. Déjame a mí -con gran calma le bajó la
blusa por el cuerpo hasta que apareció su rostro sonrojado, con los ojos llenos
de lágrimas-. Así. En un minuto estarás bien -le aseguró.

-Ese estúpido botón.

-Lo aplastaré -le prometió.

Ella reprimió una risita que lo enloqueció. No aceptó sus sugerencias de cortar
el botón o el pelo, sino que lo quitó con cuidado hasta que quedó libre.

-Gracias. Me alegro de que estuvieras aquí.

-A mí también -le frotó la cabeza con suavidad-. ¿Estás bien ahora?

-Casi.

El la besó en la cabeza.

Pero ella se movió, pasándole los brazos alrededor de los hombros y


ofreciéndole sus labios suaves.

La besó con la boca hambrienta y dura. La abrazó como no lo hacía desde la


vez del bosque. Ansiaba sentir el cuerpo de Shelley. La apretó con tanta fuerza
que ella jadeó y gimió.

-Lo siento, pero te eché muchísimo de menos.

-¡No me sueltes!

-¡Uf! -se le cortó la respiración a Clayton como si lo hubiera golpeado en el


estómago. Le quitó la camiseta para apretarse contra su cuerpo.

La abrazó para luego acariciarla con las manos duras, frotando su piel
maravillosa. Su boca la absorbía como si fuera el último trago de un refresco
delicioso. Entonces, su lengüecilla se asomó y le tocó la boca, y él la abrió,
azorado por aquella sorpresa. Ella hizo un sonido sensual mientras él jugaba
con su lengua.

Clayton se contorsionaba y gemía; Shelley hacía ruiditos ansiosos, se retorcía y


se pegaba a él; no protestó cuando sus manos se volvieron osadas y
aventureras.

Le abrió el botón de la blusa. Cuando no objetó, se la quitó y la miró


maravillado. No era un sueño. Le permitía permanecer allí, contemplándola a
su gusto. Se ahogaba y aspiró profundo.

-Has provocado un incendio. ¿A quién más has besado?

-Sólo a ti -replicó indignada.

-Me has hecho arder -le advirtió-. Y no tengo nada con que protegerte.
Apártate hasta que vayamos al pueblo.

-Fui al pueblo ayer.

-¿Fuiste al pueblo? -parpadeó-. ¿Eso es lo que has dicho?

-Quería que me visitaras.

La miró con la cara seria e indagó con cautela:

-¿Para qué querías que te visitara?

-Para que me... besaras.

-Eso no me cuesta trabajo -le dio unos cuantos besos más. Cuando se
separaron para respirar, se sentían más desorientados, jadeantes y excitados
que antes. Pero Clayton logró hacer la pregunta que le interesaba.

-¿Y para qué otra cosa?

Con los ojos entornados, murmuró:

-Para que me hicieras el amor.


CAPITULO 6

Clayton se quedó helado. Contempló a Shelley casi en estado de shock.

-¿Quieres... hacer el amor conmigo? Aquello la desconcertó.

-¿Tú... no quieres?

-Oh, sí -apenas murmuró las palabras.

-¿Quieres?

-Síííí -lo afirmó con tanta seguridad que le costó trabajo pronunciar la palabra.

Despacio, ella se relajó y, más despacio, sonrió. Luego bajó los párpados y
confesó satisfecha:

-Eso pensaba.

-¿Qué te hizo pensarlo? -preguntó asombrado.

-Cuando estuvimos en el bosque parecías interesado.

-¿Sólo entonces? -frunció el ceño-. ¿No he estado interesado desde entonces?


¿Ni ahora?

-Esto ayudó un poco. Como no me llamaste ni nada mientras estuviste con los
saltadores, pensé que me hablas olvidado.

-¿Creías que podía tener tan mala memoria? -preguntó alelado.

-Hay hombres así declaró ella.

Era un experto en televisión y replicó:

-Y también muchas mujeres.

-Supongo que sí.

-Pero, ¿tú no eres así?

Se sonrojó y clavó los ojos en el suelo.

-No -musitó.

Se sintió invencible. Necesitaba tranquilizarla.

-Yo no soy de los que olvidan. Y tengo cuidado.


-¿Cuidado?

-Sé de condones -fue ella la que parpadeó-. Pero no he podido ir a comprarlos


al pueblo. Si me prestas tu coche, iré ahora mismo. Te llenaré el depósito de
gasolina -agregó, porque Sam le había dicho que si alguna vez pedía prestado
un coche debía devolverlo con el depósito lleno.

Empezó a sonreír, pero seguía sonrojándose.

-No tienes que hacerlo.

-Sam dijo que sí,

-Sam... ¿Qué? -indagó, parpadeando de nuevo.

-Que llenara el depósito.

Asintió dos veces y le explicó:

-Fui al pueblo mientras estabas con los saltadores. Compré un condón.

Lo dejó estupefacto. Era una mujer atrevida.

-Pero, Shelley...

-Pues, no estaba segura de que tú tuvieras y yo quería... sabía que nosotros...


pensé que quizá...

Dudaba. El sonrió desde su altura a aquella mujer frágil e insegura.

-Me encanta que los compraras. ¿En dónde están?

-¿Están?

-¿Cuántos compraste?

-Uno.

-Oh.

-¿Querías más de... de uno? -parpadeaba otra vez.

-Quizá. Déjame verlo.

-Está en el armario.

Entonces comprendió que se refería a un paquete, lo bastante grande para


tener que meterlo en el armario. Se sintió un poco marcado al pensar en la
voracidad femenina.
Sin la blusa, se subió sobre una silla. Sus dulces senos se balanceaban con sus
movimientos y él se distrajo, encantado. Abrió la puerta del armario y metió la
mano en una caja para sombreros. Sacó algo y seco tendió a Clayton con
timidez.

Un condón.

-¿En una caja de sombreros?

-Algunas veces mamá me visita sin avisar -se encogió de hombros, con su
tentadora semidesnudez. Lo hacía sentirse tierno porque no era una mujer
dura. Tenía miedo de disgustar a su madre.

Se dio la vuelta, pero ella no se bajó de la silla. Se volvió para mirarla, sólo con
los pantalones puestos. Era una imagen que hubiera enloquecido a cualquier
hombre. Apretaba las rodillas y estaba pálida.

-¿Tienes miedo de las alturas? -fue lo único que se le ocurrió decir-. Anda,
tómate de mi mano.

Se la tendió y vio cómo ponía los pies en el suelo. La mano de Shelley estaba
fría. La contempló. Seguía pálida.

-¿Qué te pasa?

-Con toda esta conversación y... -hizo un gesto vago- ...y con todo, pues... no
he perdido el interés pero... no creo que sea el momento para hacer esto,
después de todo.

-Yo tampoco creo que me lo hubiera podido poner... Yo... no, no creo que
pudiera.

-¿No quieres?

-Oh, sí -le aseguró con sinceridad-. Pero, como dices, tal vez este no sea el
momento -leyó las instrucciones, que no entraban en detalles. Se lamió los
labios. Le agradeció a Ron Reagan, hijo, el anuncio de la televisión sobre el
SIDA en el que enseñaba a personas como Clayton Masterson cómo ponerse el
condón con un plátano. Clayton tenía un condón, pero carecía de experiencia
para usarlo.

La vida era muy complicada. Clayton observó a Shelley. Estaba quieta, con los
brazos cubriéndose los senos tímidamente. Su timidez lo reconfortó. Valían la
pena todos los problemas. Y, hacerle el amor... sería un milagro.

-Me alegra que vivas en el bosque, lejos del pueblo -le comentó Clayton a su
amor.
-Vine buscando paz y silencio, pero me rodean otros ruidos diferentes de los
del pueblo. Algunos me asustan.

-¿Cuáles?

-El viento, los árboles, coyotes... toda clase de criaturas. ¡Y la gente! A veces
aparece por aquí gente en planeadores... Llega y te sorprende. En ningún sitio
estás a salvo. Tú... ¿te consideras antisocial?

-No -vio que se llevaba las manos a la espalda para que pudiera verla. Se
sentía muy sociable-. Es sólo que no sé hacer amigos. No tengo práctica.

-Lo haces muy bien -lo contradijo.

-Pero no me siento parte de la... humanidad. Como si fuera un tipo raro...

-Eres uno de los hombres con más talento y buenos que he conocido -le
aseguró, seria-. Cuando pensamos que te hablas roto los brazos, te mostraste
muy positivo. Eso requiere mucho valor. Estoy orgullosa de ti.

-Pues... -él se sonrojó. Tendría que decirle lo que había sucedido, pero temía su
reacción ante la farsa-. Valió la pena -pudo hablar-. Me bañaste -Clayton se
quedó cortado. Tenía miedo de que lo echara de la casa.

-Fuiste perverso aunque... me gustó hacerlo.

Acababa de bañarse aquella mañana, pero Clayton se olió el brazo y afirmó:

-Debería volver a bañarme -su sonrisa estaba llena de lascivia. Ella se puso una
mano sobre la boca y se rió, con los ojos bailándole, divertidos.

-¿De veras? ¿Me dejarías enjabonare?

-Sólo si tú me dejas enjabonarte.

-¡Oh... no-o-o! ¡Jamás! -y se rió, traviesa.

-Si te dejo hacerlo, es justo que tú me dejes hacerlo -la agarró.

-Pero es diferente -retrocedió, coqueta. -Estoy seguro de que sí. Ensayémoslo.

-¡Me escandalizas! -protestó.

-Me ayudarías a comprender la naturaleza humana -la joven se desternilló de


la risa y él siguió observando su encantadora feminidad. Maravillosa. Era
maravillosa-. ¿Quieres terminar de desnudarme?

De acuerdo con lo que había visto en televisión, las mujeres pensaban que
desnudar a un hombre era estupendo. Se le acercó y Clayton supo de inmediato
que no le quedaría ni un gramo de energía para bañarla.

-Mejor te baño primero -le propuso, con respiración inestable.

-Bésame -le pidió Shelley, alzando la boca hacia él.

Encontró algo que sabía hacer, mientras ella apretaba sus senos desnudos
contra su pecho velludo. La sentía con su cuerpo, con sus manos y su boca. La
besó con dulzura, pero no duró mucho. En menos de un suspiro sus besos se
volvieron hambrientos. Tensos y urgentes.

Y sus manos la frotaron, apretaron e investigaron. Se avergonzaba de su


conducta, pero no lo suficiente como para detenerse. A ella no parecía
preocuparle que la tratara de forma atrevida. No lo abofeteó ni se quejó. Sólo se
reía y se restregaba contra él.

No se maravillaba de que los héroes de la televisión sudaran, se concentraran


y dejaran de hablar. Lo mismo hacía él. Sudaba, se concentraba y no decía ni
media palabra. Supo casi de inmediato que tendría que ponerse un condón. No
sería capaz de dejar que lo bañara de nuevo. Y jamás terminaría de bañarla...

Así que le quitó el resto de la ropa y se arrancó la suya sin pedirle ayuda. La
mantenía apretada contra su cuerpo, gimiendo de deseo. Ella lo estrechaba con
fuerza, haciendo ruiditos que lo volvían loco. Tomó el paquete.

Si Clayton recordaba correctamente, el maestro había arrancado el plátano del


racimo. Se miró. Continuaría con el segundo paso.

Cuando terminó, las manos le temblaban. Sudaba de pasión y se avergonzaba


de su cuerpo. Casi le dio la espalda a Shelley, dudando.

Ella, fascinada, se movió para verlo.

-Déjame ayudarte -le propuso. Y lo acarició.

Sorprendido, tembló con la sensación y se puso rígido. Estaba muy preparado


y se volvió hacia ella.

-Oh, Shelley...

Le sonrió y lo condujo a la cama. Fue fácil. Natural y asombroso. Aunque no


sincronizaron todos sus movimientos, cada uno apoyó al otro y llegaron al
clímax casi al mismo tiempo, lo cual resultó muy satisfactorio, a pesar de la
desorganización.

Con el corazón agitado y jadeando, la alzó para mirarla y ambos se rieron,


felices. Fue una experiencia volcánica.
Clayton se desplomó sobre la cama y suspiró. Lo había logrado. Ella era
extraordinaria. No lo maravillaba que hubiera tantas escenas de amor en la
televisión. El amor le parecía milagroso.

Se durmió. Supuso que ella también, pero, al despertarse, vio que lo estaba
mirando con la sonrisa de un gato recién alimentado. El se rió.

-¿Por qué sonríes de esa manera?

-Creo que debemos ir al pueblo.

-¿Por qué? ¿Para qué?

-No puede volver a usarse -se encogió de hombros.

Era una chica que no se andaba por las ramas.

-Ven y convénceme.

Les llevó mucho tiempo vestirse porque se reían y bromeaban. Descubrió que
tenía un talento natural para las bromas y se sorprendió. Nunca antes había
bromeado con una mujer.

La risa era parte del amor. Tomó a Shelley en sus brazos, mientras seguía
riéndose y bromeando y la mantuvo cerca. Ella debió reconocer la diferencia de
actitud porque guardó silencio. Permanecieron en la misma posición por algún
tiempo. Luego Clayton la besó con suavidad y ella apoyó la cabeza en su pecho,
sin moverse.

Se organizaron. El condujo el coche. Fueron al pueblo y compraron reservas.


Esa noche usaron bastantes. Se mostraba tan avaricioso que al fin dudaba, pero
ella lo alentó. Lo tocó hasta encontrar los lugares que lo excitaban y le hizo
cosquillas en rincones que lo enloquecían. Lo lamió, acarició y chupó,
explorándolo.

Aquello despertó su propio sentido aventurero. El también la exploró con


manos y boca, olisqueándola. La cubrió de besos, alisó su piel acalorada y le
peinó el cabello alborotado. Sus senos le llenaban las manos y él los amasaba
con lujuriosa sensualidad. La movió, ensayó varias formas de penetrar su
ansioso cuerpo y la amó. Aprendía con rapidez.

Al amanecer, Shelley se recostó sobre su estómago y jugó con su barba.

-Me encanta que me beses para sentir tu barba cerca de mi boca. Me hace
desearte.

-Nunca volveré a afeitarme -prometió Clayton.


-¿Llevas barba porque quieres parecer un pirata?

-No. Tapa mis cicatrices.

-¿Qué cicatrices? -frunció el ceño.

-Un puma y yo tuvimos una discusión.

-¿Quién ganó?

-El. Pertenece a una especie en peligro de extinción y yo no. Me costó trabajo


escapar de sus garras. Estaba enojado.

-¿Furioso?-indagó, alarmada.

-No. Irritado.

Ella movió la cabeza y rió, acariciándolo con suavidad.

-Creo que naciste para ser mi amante -le dijo con voz ronca.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque has sido maravillosa conmigo. Me permitiste amarte con mucha


dulzura. Me fascina tenerte entre mis brazos desnuda y deseosa. No comprendo
cómo he podido vivir sin ti.

-¿Por qué no me llamaste cuando estuviste con los paracaidistas? -preguntó


haciendo un puchero.

-No tenía teléfono. Ni siquiera pensé en usar uno. Sólo había una radio para
las emergencias.

-¿Estar tan lejos de mí no era una emergencia?

-Me dolía tu ausencia -gimió, abrazándola.

-¿Por qué no me lo dijiste?

La apartó, mirándola a los ojos.

-Cuando volví, tú ni siquiera me mirabas.

-No te me acercaste -se indignó-. Te sentaste en tu saco de dormir. Yo te


busqué y tú ni me sonreíste.

-No había dormido en un par de días -le arregló el pelo para tocarla-. Sólo me
importaba llegar a ti y tú mirabas a todas partes menos a mí.

-Trataba de que me prestaras atención.


-Te prestaba atención, pero me costó mucho trabajo que me saludaras.

-No sabía que querías que lo hiciera -se quejó ella.

-Te quería a ti.

Shelley se recostó sobre la espalda, dobló una pierna y puso las manos bajo la
cabeza.

-Tendrás que decir "por favor" y seducirme.

Se colocó sobre ella y su cuerpo le separó las rodillas. Apoyó los codos sobre la
cama, para sostener su peso y le besó la oreja con los labios ardientes,
poniéndole la carne de gallina. Luego descendió con su boca hasta sus senos
para acariciar la piel sensible con su lengua ardiente y afiebrada, hasta que ella
gimió con las sensaciones que despertaba.

Y volvió a hacerle el amor. Esa vez sus cuerpos se acoplaron mejor y sus
movimientos se volvieron voluptuosos. No hubo bromas ni risitas. El acariciaba
su carne de mujer, sensibilizando su pecho, endureciendo los pezones, mientras
la observaba con los ojos fijos, afiebrados. Ella se retorció cuando su rostro
barbado prestó atención a su vientre y empezó a hacer ruiditos.

Metió uno de sus fuertes dedos en su pelusa rubia, acariciándola antes de


explorarla para comprobar su deseo. Estaba muy sensible por sus atenciones
nocturnas y se retrajo, y él la besó, compasivo. Murmuró palabras de amor
hasta volverla loca.

Ella insistió y él se resistió. Ella le rogó y él dijo:

-He sido demasiado exigente -Shelley se había olvidado de que Clayton era el
que debía rogarle con un "por favor" e inducirla al amor.

Después de seducirla, Clayton se introdujo en ella y se quedó quieto para que


lo sintiera. Esperó. La había saboreado lo suficiente para poder permanecer
inmóvil, dentro de su amada.

Pero ella también aprendía nuevas técnicas, y apretó los músculos para
estrujarlo. El gimió y le cubrió la boca con un beso profundo.

Shelley se movió, sinuosa, bajo su cuerpo y el hombre la montó con


movimientos que le provocaban un intenso placer. Siguió el giro de un
remolino, lo imitó del lado contrario y fue ella la que gimió de deseo.

Copió sus movimientos frenéticos, como en un duelo, y los dos ganaron.

Cuando al fin se levantaron para bañarse juntos, él no pudo dejar de tocarla.


Sus caricias no eran eróticas. La sentía. Tenía los labios hinchados por sus besos
y los ojos soñadores. Le sonreía. Era una mujer sensual. Clayton se sentía muy
afortunado por haberla encontrado, por haberla reconocido, a primera vista,
decidiendo que era lo que quería.

Shelley llamó para pedir las provisiones y que fueran a llenar el depósito de
agua.

Comieron. Lobo, que había terminado la mayor parte de un conejo, estaba


echado cerca de la piscina, contemplando el paisaje. Le lanzó a Clayton una
mirada tolerante. Parecía saber que él y Shelley eran amantes. Quizá podía oler
el perfume de ella en la piel de su amo.

-No te vistas. Déjame contemplarte -le rogó Clayton-. Nunca he visto moverse
a una mujer y tú eres hermosísima. Déjame verte.

Pero Shelley no podía estar desnuda todo el día. La hacía sentirse avergonzada
e inquieta; así que se puso una blusa de algodón y una falda larga, sin ropa
interior.

Clayton la tocó a través de la tela y aquella sensación lo cautivó. Ella se lo


permitió con los ojos divertidos y perezosos clavados en él. Le alzó la falda y la
penetró, no para hacer el amor, sino para sentir a la mujer.

Se inclinó, le alcanzó un seno y se lo chupó a través de la tela delgadísima para


excitarse. Lo conmovía distinguir el pálido pezón pegado a la mancha húmeda
que había dejado su boca.

Ella se movía estirándose, sabiendo que él la observaba. Sus movimientos


mostraban que estaba feliz y satisfecha y él creía haber encontrado el paraíso.

El día entero fue una orgía. Se hartaron. Ni una vez se negaron al deseo o lo
reprimieron. Hacían el amor cada vez que se les antojaba, para aplacar sus
ansias. No siempre querían llegar al clímax. Se acoplaban para aumentar su
fiebre amorosa, bromeando y aumentando las tentaciones. En su paraíso
privado, sus manos se buscaban.

-Me encanta la forma en que tu seno se endurece, como un caramelo -le dijo,
lamiéndole el pezón y apretándoselo un poco-. Tienes el trasero más bonito que
he visto -agregó y sus manos la moldearon, mientras la besaba. Le explicó-: Soy
un experto, porque he estudiado los traseros que aparecen en la televisión.

-Ah -lo regañó con los ojos.

-Tienes cintura de avispa —continuó con su disertación-. ¿Ves?

Casi puedo rodearla con mis manos. Pero no puedo hacerlo aquí arriba
-extendió las manos por encima de sus senos-. Ni aquí abajo -le acarició las
caderas.

Ella le dijo que lo prefería con barba. Le encantaba, pero necesitaba que se
afeitara para ver si le gustaba su cara, con lo que se afeitó y ella se le sentó en las
piernas para estudiarlo.

-Pareces un pirata-sentenció, besándole las cicatrices.

-¿Deshonesto?

-Aventurero.

-Me gusta la idea de los asaltos para robar y violar.

-Es como si me hubiera embarcado en una aventura, sin salir de mi casa. No


me imaginaba lo excitante que sería estar con un hombre. Sólo sabía que
deseaba...

-¿No habías estado...? ¿Yo soy el...! ¿Tú nunca...!

-No -negó con la cabeza, despacio.

-Te ha gustado de verdad. No te quedaste helada, ni paralizada, ni lloraste,


como en la televisión. Creía que lo habías hecho con... -no terminó. No iba a
nombrar al médico.

-¿Con quién? -curiosa, lo alentó a que confesara.

-Con otras personas, en alguna ocasión.

-No. Nunca me interesó otro hombre.

-¿Yo desperté tu interés? -preguntó-. ¿Eso fue todo?

-Al principio. Pero te eché muchísimo de menos cuando te fuiste del


campamento.

-¿Por qué no me lo dijiste?

-Te dejé hacer lo que quisiste cuando me llevaste al bosque -replicó.

-No me dejaste hacer esto -dijo demostrándoselo.

-Eso me hubiera parecido demasiado íntimo.

-Pero me dejaste hacer esto -la puso de pie y le enseñó lo demás.

-No te dejé -protestó-. Nunca te lo hubiera permitido.

-¿Y... te gustó... que lo hiciera?


-Recordarlo fue lo único que me ayudó a sobrevivir durante dos semanas.

La miró posesivo y la besó con dulzura. Luego la apartó un poco, tomó aliento
para tranquilizarse y dijo:

-Debemos enfrentamos al hecho de que tu casa puede incendiarse. El fuego


podría venir del sur, estos árboles están más secos que el desierto. Dime lo que
quieres que baje a la cueva.

-¿A la cueva? -todavía se estaba recobrando del cambio de conversación.

Asintió y terminó.

-Sí, mientras pueda caminar -continuó-: Debemos guardar lo suficiente para


que tengas algo, a pesar de un incendio. La mitad de tu ropa de cama, las
alfombras, los platos. ¿Qué piensas de los cuadros?

Contempló las frágiles obras de arte.

-Sí, me gustaría conservar algunos.

Los empaquetaron y empezaron a transportarlos a la cueva. Lobo los


acompañaba, trotando. La chica refunfuñó un poco:

-Esto me parece una tontería.

-Puede que lo sea -admitió-. Pero, ¿para qué correr riesgos? Atravesamos la
peor sequía de que se tiene memoria.

-Exageras.

-Eso espero. Pero hice lo mismo en mi cabaña, Shelley.

-Está bien, está bien. Me rindo.

La obligó a descansar. Llevaron una linterna a la caverna y la exploraron.


Notaron que la habían usado como refugio y albergue, habla señales de fogatas
en el suelo y trozos de barro cocido. Sé preguntaban a qué época pertenecían.
Más tarde, él le pidió que le hiciera un pastel mientras llevaba más cosas a la
cueva. Como Shelley no tenía carretilla, tuvo que cargarlo todo sobre sus
espaldas.

Ella no estaba muy convencida, pero Clayton se sentía mejor con las
pertenencias de la chica a salvo.

-He conseguido estas cosas con mucho trabajo -le indicó Shelley-. Las
considero mis tesoros.

-A nosotros dejaron de importamos las cosas hace mucho tiempo.


-¿Así que no intentas quedarte con ellas? -le lanzó una sonrisa acompañada
de una mirada penetrante.

-Estoy estudiando los riesgos que implicaría.

Se rió, encantada, y luego comprendió que Clayton hablaba en rió.


CAPITULO 7

Shelley volvió a sentarse en el regazo de Clayton, para escucharlo. El cazador


nunca había hablado tanto en sus casi treinta años de vida. Lo escuchaba con
tanta atención, hacía tantas preguntas, que le contó cada uno de sus
pensamientos, los que jamás compartió con nadie antes.

-A veces bajaba a Gasp. Había una gasolinera, una tienda y un café. Es un


bonito lugar. Me gustaba ver a los conductores y a los turistas. A uno de los
conductores en particular. Entraba al café, pedía cinco cervezas y las ponía en
fila. Todos se reían, parecía que les caía bien. Se las bebía una detrás de la otra y
le pellizcaba el trasero a la camarera. Ella se iba con él en su camión y no
volvían en varias horas. Ahora sé lo que hacían.

-¿Qué? -lo alentó con suavidad.

-Lo mismo que nosotros -la miró, con ternura-. Hacían el amor. Ella volvía
contenta, caminaba con lentitud y sonreía. El se iba en el camión de carga.

-¿Y? -lo impulsó.

-Lo intenté. Yo...

-¿Con la camarera? -preguntó, indignada.

-No. No. Déjame explicarte. Un día entré en el café, hace un par de años, pedí
cinco cervezas y las puse en fila. Me tomé una, igual que el conductor, y me
sentí un poco raro. "No sé lo que pasó después. Apenas acababa de beberme la
segunda cuando me caí de espaldas; desperté mucho después, fuera del café,
con un horrible dolor de cabeza. Nunca me dejaron pedir otra cerveza. Como
jamás había probado una, no sabía cómo beberla. Pero te puedo dar un consejo:
no te tomes dos cervezas con el estómago vacío -compartía una sabiduría
ganada a pulso.

-De acuerdo.

-También intenté hacer amigos. Le pellizqué el trasero a la camarera y me


abofeteó con tanta fuerza, que oí campanas durante dos días.

-Se necesita de ciertos preliminares antes de pellizcar los traseros femeninos


-comentó Shelley, comprensiva.

-Me di cuenta cuando las campanas dejaron de sonar -le confió Clayton con
gravedad-. Luego me dediqué a hablar con los hombres acerca de los
programas que veía en la televisión. Mi madre tenía opiniones muy firmes
acerca de todo. Papá no estaba de acuerdo, pero se mostraba cortés al oponerse.
Mamá nunca aceptó casarse. Era una hippie y decía que un trozo de papel no
une a una pareja. Papá tuvo que adoptarme para darme su apellido. A Shelley
no la inquietó la información, pero preguntó:

-¿Dónde están tus padres?

-Ellos... murieron.

-No podían ser muy mayores. ¿Qué les pasó?

-No... no sé si puedo hablar de eso.

-Dime -le pidió, con dulzura.

-Los... los mataron.

-Dios mío. ¿Cómo? ¿En un robo?

-No. Tres hombres estaban cazando. Se encontraron con mi madre. Era una
mujer muy buena y uno de ellos fingió que estaba herido. Así que cayó en la
trampa y se acercó para ayudarlo. Los tres la atraparon.

"Estaban en nuestra propiedad. Papá oyó que se reían y fue a ver qué sucedía.
Cuando aquellos malditos lo vieron, dispararon. Clayton guardó silencio,
respiraba con dificultad. Al fin, dijo en voz baja:

-Los busqué. Un guardia también los perseguía, pero los muy cerdos no
dejaron pistas falsas. La policía atrapó a los tres. Mamá los marcó con sus uñas.
Juraron que nunca habían visto a aquella mujer muerta, ni sabían nada del
hombre que recibió unas balas "por accidente". Dijeron que los rasguños se los
habían hecho con los arbustos, mientras seguían a un venado. Y, aunque,
admitieron que habían estado en el bosque ese día, dijeron que no estuvieron en
nuestro terreno.

"Eran ricos, y tenían influencias. No pudo demostrarse nada la investigación


continúa. Tengo algunas de las balas. Son iguales a las de sus rifles. Pero dicen
que les robaron las armas. Esa es la clase de "cazadores" que hay en nuestros
días -su voz adquirió un tono cínico.

-¿Este es el riesgo que sopesas?

-Sí -mantenía una expresión rígida-. No puedes mezclarte conmigo hasta que
este asunto se arregle.

-¿No crees que ya nos hemos mezclado bastante?

-Me refiero a... comprometemos -la miró fijamente.


-¿Te das cuenta de que no pensabas en no comprometemos hasta después de
haber estado juntos?

-Debo cuidarte -replicó Clayton.

-A mi cuerpo -lo corrigió.

-Sí.

-¿Y al resto de mi persona? -estaba seria-. ¿A mis sentimientos? Tú me


importas. Quiero estar contigo.

-¿Qué harías si eso les hubiera pasado a tus padres? -le preguntó.

Shelley imaginó a sus tímidos y amables padres asesinados sin compasión.


Miró a Clayton pero no contestó.

-Tengo que atraparlos.

-La ley dice que no debe uno tomarse la justicia por su mano. Pero los jueces
se dejan influir por los tecnicismos. Mis padres fueron asesinados hace cuatro
años. Murieron y los asesinos siguen libres. Tienen abogados que los defienden.
Mis padres no pudieron contratar a nadie que protegiera sus vidas.

-No sé la solución -suspiró Shelley, compasiva—. Encerrar a los criminales


mientras pasa el tiempo no me parece lógico. Necesitamos un lugar donde dejar
a las personas que infringen la ley para que no sean un peligro para los demás.
El problema existe en todo el país. La gente ya no se siente a salvo en ninguna
parte. Mis padres viven en Bethesda y están preocupados porque ahora no
tengo trabajo.

-¿De qué comes? -preguntó, preocupado.

-De mis intereses.

Asintió, comprendiendo a lo que se refería.

-¿Tienes hermanos o hermanas? -quiso saber Shelley.

-No. Mi madre estaba a favor de la planificación familiar.

-La mía también.

-Pues me agrada que su única contribución pertenezca al sexo femenino.

-Lo mismo digo -ella le sonrió y le acarició la mejilla con un dedo. De pronto,
pregunto curiosa-: ¿Tú de qué vives?

-Teníamos tierras... ahora me pertenecen a mí solo. Vendo la madera de ciertos


árboles, seleccionados con esmero, para fabricar muebles. Pago los impuestos y
me queda un poco de dinero –la miró para saber si la preocupaba que no
pudiera mantenerla.

-¿Qué pasada si hubiera un incendio?

-Plantaría nuevos árboles y todavía me quedaría la tierra.

-¿De una montaña?

-De varias., Y algunos valles. También cazo y pesco. Hay un arroyo con
truchas enormes. ¿Te gusta la trucha?

-No mucho.

-¿Con limón y cebollas? -la tentó-. ¿Hecha al horno, con mantequilla?

-¿Tienes una vaca?

-Ordeño búfalos —bromeó.

-¿De veras? -le hizo creer que la había engañado.

-No -sonrió.

-¿Quieres seguir viviendo en las montañas? ¿No te gustaría vivir en un lugar


habitado?

-No sé -después indagó con cautela-. ¿Te gustaría... es decir... te interesaría ver
mi cabaña?

-Sí. Soy muy curiosa.

-¿Cuánto puedes andar en un día?

-Nunca lo he medido -se encogió de hombros-. Depende del terreno.

-Llevaremos una tienda de campaña y avanzaremos por trechos.

-¿A qué distancia queda Gasp? -inquirió.

-A un día de distancia -replicó, después de calcularlo.

-¿A tu madre le molestaba vivir aislada?

-Ayudó a mi padre a reconstruir la casa después de que la destruyera el


último incendio.

-Debió ser una gran mujer -exclamó Shelley con respeto.


-Sí.

-Debes echarla muchísimo de menos.

Se quedó quieto por un minuto y luego la apartó y se levantó.

-Clayton...

-Estoy bien, pero no puedo pensar en mis padres de forma tan directa.

-Lo siento.

-Piensa en otro tema de conversación -le pidió.

-¿Dónde encontraste a Lobo?

-Mataron a su madre —comentó, agradecido-. La encontré con las tetas llenas


de leche. Así supe que tenía cachorros. Los busqué. Lobo era el único
superviviente. Me llevó cierto tiempo lograr que se adaptara a su nueva vida.

-Es un animal magnífico -repuso ella y luego preguntó-: ¿Le gusta ser tu
compañero?

-Es joven -le explicó Clayton-. Pronto tomará una decisión.

-¿Y se irá?

-Sí -la respuesta fue breve.

-Te sentirás solo.

-Ya me ha pasado otras veces. Encontraré un nuevo compañero.

-¿A mí? -bromeó la joven.

-Primero resolveré ese problema. Después te perseguiré.

-Oh -coqueteó un poco-. ¿Cómo vas a atraparme?

-Te convertiré en una maníaca sexual -sonrió satisfecho-. Después te enseñaré


a pescar truchas y a curtir pieles.

-¡Ug!

-Te alimentaré con bocadillos y veremos la televisión -la tentó, sonriéndole a


su amor-. Te lo consentiré todo.

Ella se estiró y también le sonrió.

-Así que -prosiguió Clayton-, ¿quieres que te mime?


-Quiero probarlo por un rato.

-Tengo una piel que me dio un hombre a cambio de que le escribiera una
carta. Estaría magnífica sobre tus hombros desnudos.

Ella se rió, en un tono tan íntimo, que lo estremeció deliciosamente. Preguntó


cambiando de tema:

-¿No bailas canciones románticas?

-¿Por qué no?

-La vez que bailamos en la carretera fue la primera que lo intente.

-Pero sabes música.

-Lo que toco es para un grupo -le explicó—, para que las personas se pongan a
cantar...

-Menos una. La que casi nos hace llorar.

-Yo lloraba por ti.

-¿Por mí? ¡Pero si estaba a tu lado! Y, además, me aventuré, con una osadía
increíble, a entrar a la ducha donde estabas desnudo como el día en que naciste.

-¿Porqué -me besaste? -le preguntó, tierno.

-Te echaba de menos.

-¿Por qué no te quedaste por allí? Estaba dispuesto a hacer toda clase de
perversiones con tu cuerpo indefenso.

-¡Oh! -sonrió-. ¿Como cuáles?

La acomodó sobre su regazo y le mostró otra manera de hacerlo. Ella,


avergonzada, se rió, echando la cabeza hacia atrás, mientras él la movía para
complacerse. Luego apoyó la cara en sus senos y la acarició por todas partes.

-Para un hombre que no se codea con personas civilizadas, tienes bastante


imaginación con los cuerpos femeninos.

-Tú me inspiras.

Aquella la hizo reírse de nuevo. A él le pareció un sonido delicioso. Le


encantaba oír sus suspiros, sus exclamaciones y, sobre todo, su risa. Se lo
confesó:

-Te hago todas estas cosas perversas porque me fascina tu risa. Comieron la
mitad del pastel.

-No había comido un pastel igual en... mucho tiempo.

-¿Te gustan las tortitas? -preguntó-. Me salen mucho mejor. ¿Qué sabor
prefieres?

-De limón.

-Me sorprendes, hubiera apostado que las preferías de chocolate.

-Limón.

-Está bien, está bien. Obseso.

-Exacto. Te lo he demostrado en las últimas treinta y seis horas.

Se movió despacio, poniendo los platos en la pila mientras ella preparaba las
tortitas de limón. Una vez saciado su apetito sexual, el cansancio de haber
luchado contra el fuego invadió el cuerpo de Clayton. Se movió cada vez más
despacio, hasta que se detuvo y se quedó dormido de pie.

-Ven -lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio-, necesitas meterte en la


cama -lo regañó Shelley.

-Tengo miedo -replicó con un brillo en los ojos cansados-. Hay alguien en la
cama que me atrae cada vez que me doy la vuelta y me roba mi esencia vital.

-¡Ja!

-Es verdad -protestó, serio-. Alguien se sube sobre mí y actúa lasciva con mi
pobre cuerpo.

-¡Qué escándalo!

-No pareces sincera -la amonestó-. ¿No serás tú ese alguien?

-Claro que no.

Parecía completamente inocente. El se echó a reír, como hacía mucho que no lo


hacía.

-Debes quitarte la ropa... -la instruyó Shelley.

-¡He oído eso antes! -exclamó, fingiendo temor-. Eres tú. Lo sabía.

-¡Calma! Sólo trato de que te sientas cómodo.

Le desabrochó la camisa.
-Sí, otra trampa. He aprendido mucho acerca de las mujeres voraces. -

-¿Trampa? -repitió, ocupada con las prendas de vestir-. Usas palabras


extrañas.

-Que describen al dedillo lo que quiero decir.

-¿Dónde las encuentras? -le quitó las botas y los calcetines.

-En los libros, en el diccionario.

-Ponte de pie -le pidió.

-Si piensas quitarme los pantalones, me niego a obedecerte -bostezó-. Estoy


muerto.

-Entonces, hazlo tú solo -replicó ella, enderezándose-. Yo esperaré una mejor


ocasión. Anda, quítatelos. ¿Prometes no espiarme?

Shelley soltó una carcajada traviesa. Clayton se le acercó y le acarició la


mejilla, suspirando:

-¿Quién me iba a decir que iba a encontrar a una mujer tan sensual? Es como si
hubiera abierto una caja de frágil belleza y encontrado un tesoro tan
maravilloso que no quisiera perderlo de vista -se bajó la cremallera de los
pantalones.

-Oh, Clayton.

-Hasta tu risa es especial -le dijo-. Eres deliciosa y posees tantas cualidades,
que tengo miedo de no estar a tu altura. Pero, no estás jugando conmigo,
¿verdad? Siento que me moriría sin ti.

-Me quedo contigo -lo tranquilizó-. Duérmete, sin miedo.

Lo tapó con una colcha, a él, a su guerrero, y salió de la habitación en silencio.

Cuando se despertó era de noche. Se sentía muy cómodo. Oyó que ella
suspiraba y, sorprendido, se volvió con rapidez. Shelley estaba junto a él, en la
cama, no había sido un sueño; entonces recordó y sonrió.

Teniendo cuidado de no despertarla, se estiró para buscar un condón y


consiguió ponérselo en medio de la oscuridad. Le gustó ser tan hábil. Se recostó
y se movió con cautela para abrazarla. Estaba desnuda. Su sonrisa se amplió. Le
extrañaba que aquellas firmes curvas fueran tan suaves en sus grandes y duras
manos. Los pezones le parecían seda, con una delicadeza que fue volviéndose
turgente y lujuriosa por sus mensajes y frotamientos.
Ella suspiró de nuevo y se relajó, ronroneando. Acarició el cuerpo de Clayton,
por encima de las caderas. El le metió una mano por debajo del muslo y le alzó
la rodilla, antes de tocarla con suavidad.

-¿Cómo sabías que quería esto? -susurró Shelley.

-Porque lo quería yo -respondió-. ¿Cómo puede tu cuerpo permanecer tan


fresco, bajo mis manos, cuando aquí estás quemando?

-No lo sé -movió la cabeza en la oscuridad-. En cambio, tú estás caliente


portadas partes. Tus manos, tu boca, arden cuando me tocas. Me marcas con
fuego, como un hierro.

-No, como un cohete a punto de ascender.

-¡Cielo santo! -exclamó alarmada-. ¿Tan peligroso eres?

-Así. Estás a punto de ser empalada.

-Oh.

Giró sobre ella y, cuando la tenía debajo, murmuró:

-Ahora -y se deslizó dentro de su cuerpo con recién adquirida suavidad.

-Lo haces muy bien.

-Necesito más práctica -la contradijo-. He dudado, lo hubieras notado si no te


estuvieras durmiendo y prestaras más atención.

-Te he prestado atención -repuso-. Sabía lo que pretendías cuando te has


puesto el preservativo.

-Podías haberme ayudado -le encantó la rapidez de su propia réplica. Se


estaba volviendo ingenioso.

-Pensaba que debías hacerlo solo, sin que te ayudara todo el tiempo.

-¿Ayudarme? -repitió, confuso.

-¿No te has dado cuenta de cómo te sostengo?

-¿De dónde? -preguntó, con voz ronca.

Tuvo que retorcerse y estirarse para poder demostrarle la buena ayuda que
podía ser.

El hizo un ruido estrangulado y musitó:

-Oooh -conteniendo el aliento.


-¿Ves? -se vanaglorió-. Te he ayudado así todas las veces.

No sé por qué, me da pena que te hayas independizado de mí.

-Quería sorprenderte.

-Me gustan las sorpresas -le aseguró apretándolo una y otra vez.
CAPITULO 8

El idilio de los amantes duró otros dos días. Se comieron las tortitas de limón
de Clayton, lo mismo que unas de chocolate, las favoritas de Shelley. Hablaban
con más facilidad, más seriamente. Poco a poco, iban descubriendo lo que
pensaban acerca de la vida y sus problemas.

-¿Por qué decidiste marcharte de casa? -preguntó Clayton-. Yo nunca lo hice.

-No estaba adaptada a mi medio ambiente, como tú -le explicó Shelley-. Me


ahogaba en la ciudad. A mis padres les gusta la vida plácida y rutinaria. Van a
los museos o juegan con sus amigos. Van a misa todas las semanas. Nada altera
su vida, ni hacen nada siguiendo un impulso.

-Debes haberlos confundido con tu actitud-sugirió.

-Puede. Opinan lo mismo acerca de casi todo. Pensaban que la música de los
sesenta era demasiado ruidosa, que la sociedad no se comportaba como era
debido y que aquella época propiciaba la violencia. Rara vez discuten. No me
explico cómo tus padres, siendo tan distintos, no se peleaban.

-Pues... -por primera los juzgaba con total libertad-. Se amaban. Creo que su
relación se basaba en un gran amor y una gran tolerancia. Siendo él tan
conservador y ella tan liberal, se atraían. Yo me parezco a mi madre.

Aquel comentario hizo que Shelley se mordiera el labio para sofocar una
exclamación y tuvo que desviar la vista.

-Me gusta vivir en el bosque -concluyó él.

-También a tu padre -replicó.

-Cierto -concedió Clayton-. Pero era muy distinto de mi madre. Creía en las
leyes y jamás las ponía en duda. Admiraba a los políticos, cuya conducta hacía
que mi madre se tirara de los pelos. Sostenían debates muy interesantes acerca
de los pros y contras de cualquier asunto frente a su único hijo.

-¿Y tú qué opinas de la liberación de la mujer?

-Que un hombre debe hacerse cargo de una mujer liberada.

-¿Y qué pasa si la mujer no tiene pareja?


-Que se busque una.

-O que viva en una comuna -propuso Shelley-. ¿Te gustaría que yo lo hiciera?

-No.

-Ah, ya veo que eres muy liberal.

-En algunos puntos soy bastante liberal -le recordó.

-Me da miedo preguntar cuáles son. El le dio una amplia explicación.

-Creo que el trabajo honrado debe recibir una paga decente. Que el gobierno
no debe educar a los hijos de las personas. Que hombres y mujeres son
responsables de sí mismos.

-¿Y eso lo consideras... liberal?

-No creo que el gobierno deba interferir en las vidas privadas. Los políticos
existen para hacer lo que nosotros queremos. Los elegimos como nuestros
representantes, no como nuestros vigilantes.

Deben mantenerse alejados de nuestros asuntos.

-Muy liberal -se burlaba de él.

-Pues, quizá tenga algunas inclinaciones conservadoras. También llevo genes


de mi padre.

-Me hubiera encantado conocer a tu madre.

Clayton no habló durante larga rato. Cuando lo hizo, le temblaba la voz:

-Era algo muy especial. Pero también mi padre. La única vez que lo vi perder
el control fue cuando ella murió. Atacó a esos hombres sin armas. Yo estaba
demasiado lejos para ayudarlo y... -la voz de Clayton se quebró.

Shelley lo rodeó con sus brazos y él se desahogó, por primera vez en toda su
vida. Lo hizo tan mal, que Shelley se preguntó si había llorado alguna vez.

Cuando la emoción pasó, Clayton, el liberal, se sintió avergonzado de su


conducta y guardó silencio. Ella tuvo el valor de preguntar:

-¿Te da vergüenza haber llorado?

El no podía creer que lo hubiera expresado en voz alta y la indignación le


impidió verla.

-Serías de piedra si algo tan horrible no te hiciera daño -continuó la joven-. Si


lo aceptaras insensiblemente, yo no sería capaz de amarte.

Miró a Shelley y entendió el significado de sus palabras.

-¿Me amas?

-Creo que sí -suspiró, rindiéndose.

-No me tomes en serio hasta que sea libre. Ya sabes lo que tengo que hacer.

-Puedes tratar de atraparlos -cedió ella-, pero debes prometerme que los
entregarás a la policía. Te doy un año.

-¿Tú dictas las reglas del juego?

-Sí -alzó la barbilla y esperó un poco. Pero sus ojos brillaron pícaros y sonrió-:
Pero, podrás lograrlo, ¿no? El se rió con sinceridad.

-Eres un hombre muy especial -lo admiró ella-. ¿Me puedes tocar la canción
del cortejo?

-¿Me estás cortejando?

Shelley suspiró fingiendo asco.

-Si no te has dado cuenta, apostaría a que tus padres se sonrojarían por la
estupidez de su hijo.

Clayton se los imaginó moviendo la cabeza, él mismo movió un poco la cabeza


y luego sonrió a su amada.

Sacó el violín y le tocó la canción que quería y Shelley se rió, feliz.

Cerca de la piscina, Lobo se removió de aburrimiento.

El fuego empezó a invadir los sitios habitados. Los bomberos voluntarios


fueron llamados para trabajar durante más horas. Los días de descanso de
Clayton habían terminado; volvió a las líneas de protección, dejando a Shelley a
cargo de Lobo.

Dejarla fue para él como abandonar el paraíso. Creía morir a medida que
avanzaba, alejándose de ella. Era su vida. Aquel pensamiento lo perturbaba. No
sabía si de verdad la amaba o sólo quería volver a su cama.

Reflexionó en todas las mujeres que veía en Shelley. Su rostro, con todos sus
temperamentos y humores apareció en su mente, como si fuera un proyector.
Era una mujer especial. Y se dio cuenta de que sus sentimientos encerraban
mucho más que sexo. Mucho más. Era amor, como aquel que había unido a sus
padres.

Clayton era un veterano de los voluntarios contra incendios y ocupaba el


segundo puesto por debajo de Juan Gómez: Organizaron un grupo de
voluntarios recién salidos de los cursos de orientación. Los mandaron a un
pueblo de varias casas, cuyos habitantes se negaban a abandonarlas. Trataron
de convencerlos. Discutieron.

Cuando sus mascotas desaparecieron, la gente se puso histérica.

-No puedo irme hasta que encuentre a Earl.

Eran buenas personas, pero no se justificaba poner en peligro sus vidas por un
perro.

Una mujer preguntó exasperada:

-¿Cómo podré alojarme en un hotel con una gata embarazada?

Los guardias tenían que actuar con mucha paciencia. Algunos perdieron la
calma, pero no lo demostraron. Sin embargo, los voluntarios no fueron tan
diplomáticos.

-Escuche. Yo también tengo que preocuparme de mi propia casa. Así que no


perdamos tiempo y desaloje.

Aquello no los conmovía. Preguntaban preocupados: ¿Dónde está su casa?

-¡Muévanse! -respondieron-. ¡Andando! Nos ponen en peligro. ¡Fuera!

El viento aumentó y complicó la evacuación de propiedades y personas.


Oyeron un sinnúmero de veces:

-No hay nada que hacer. Salven las casas, si pueden, pero nosotros hemos
perdido la fe. Sólo la carretera detendrá el fuego.

Fijaban su esperanza en un camino, un precipicio, un arroyo y otra barrera


natural. Algunas veces el fuego se detenía; otras avanzaba.

La unidad entre los voluntarios era increíble. Una causa común forjaba en una
sala las más diversas personalidades. Hombres arrogantes aceptaban obedecer
a jefes insignificantes a los que ni siquiera hubieran saludado en otras
circunstancias. Y todos trabajaban sin descanso.

Una leve lluvia despertó sus esperanzas, pero no fue suficiente. Enfrió el aire y
detuvo el incendio... durante un tiempo. Pero necesitaban más lluvia. Y nieve.
Algunos años, por aquella época, nevaba...

A mediados de septiembre, Clayton y Shelley se vieron para tomarse de la


mano un momento y besarse. Les causó una enorme tranquilidad verse por
unos momentos y saber que el otro existía.

Clayton ayudaba a su equipo. El problema de las ampollas que sufrían los


novatos aumentó. El fuego saltaba, lo mismo que las astillas ardiendo. Una
mujer estuvo a punto de caer aplastada por un árbol, pero un compañero la
salvó en el último instante. Luego la regañó:

-¡Me has salvado la vida! -exclamó, azorada.

-¡Imbécil!

-¡Casi muero aplastada!

-¿No oíste los crujidos de la madera? -gruñó.

-Pensaba que el fuego se acercaba -protestó.

-¡Dios, qué idiota eres!

-Gracias por salvarme.

-No lo hagas otra vez -le rogó-. Me daría un ataque. Y se abrazaron.

Florecían la amistad y la camaradería en el equipo. Se formaron parejas de


amantes. Clayton y Shelley no eran los únicos. Una noche, equipo pasó varias
horas buscando a una pareja, tratando de recordar dónde los habían visto por
última vez. Los encontraron en un claro del bosque, compartiendo un saco de
dormir, con una sonrisa en los labios.

Les echaron un balde de agua para despertarlos.

-¿Cómo íbamos a adivinar que habían escapado juntos? -refunfuñaron.

-Podían haberle dicho a alguien lo que pensaban hacer para que nos
preocupáramos.

-Son un montón de mamás gallina -bufó el hombre.

-Nos han asustado.

-Gracias. Apreciamos su preocupación. Lo sentimos mucho.


-Me han salido canas verdes con todo esto -Clayton se rascó la barba.

-Es hollín -lo tranquilizó un amigo-. Báñate.

Clayton llamó al cielo:

-¡Shelley!

Todos sabían que Clayton y Shelley formaban una pareja, también Michael y
Maggie Franklin. Clayton le dijo a Michael:

-Me alegra que Maggie te haya alejado de Shelley.

-¿Cómo logras hipnotizar a dos mujeres al mismo tiempo?

-Se supone que Shelley está enamorada de mí -replicó Clay -. Maggie no. Te
hace sufrir porque primero te atrajo Shelley y no ella. Préstale atención,
compárala con Shelley y la conquistarás.

-¿De verdad crees que lo puedo hacer? -sonrió Michael, divertido.

-Si amas a Maggie, sí -sentenció Clayton-. Creo que si no hubiera visto a


Shelley, me habría enamorado de Maggie. Es una verdadera joya.

Michael contempló a Clayton y dijo:

-Tú también. Poco pulida, pero Shelley se encargará de sacarte brillo.

-Supongo que ya te habrás dado cuenta de que Shelley no era para ti -repuso
Clayton estudiando al médico-. Eres demasiado conservador. Me necesitaba a
mí.

-A un salvaje -se burló Michael.

-A un hombre libre -lo corrigió-. Maggie es la mujer ideal para ti; ella puede
comprender tu mente rechoncha.

-¿Re-chon-cha? -repitió el doctor con incredulidad.

-No puedes evitarlo, te han educado así - Clayton consoló al hombre que
podía volverse uno de sus amigos-. Préstale atención a Maggie.

-Sólo tiene ojos para ti -refunfuñó Michael.

Con su recién adquirida experiencia de las mujeres, Clayton aseguró al


neófito:

-Trata de que le prestes atención -y le advirtió-: Llévatela a tu casa y métela en


la cama. Convéncela -aquella última palabra sonaba agradablemente y Clayton
sonrió.

-¿Así convenciste a Shelley? -preguntó Michael.

-Cuidado -gruñó Clayton convirtiendo su voz en una amenaza. Uno de los


guardias se acercó para comentar:

-¿Sabes que hemos estado vigilando al trío que quieres atrapar?

-¿Lo han estado haciendo? -Clayton no lo sabía.

-Viajan en una camioneta negra.

-¿Ayudando? -indagó Clayton con cautela.

-Cazando animales salvajes. El otro día alguien vio que arrastraban un bisonte.

-¿Y nadie los detuvo?

El policía suspiró e hizo un gesto de disgusto.

-Los incendios lo impidieron.

-Quizá vuelvan -comentó Clayton con la boca tensa.

-Nos encargaremos de ellos. Sólo te lo he comentado porque pareces creer que


estás solo con tu problema. Conocimos a tus padres durante mucho tiempo; y a
ti. Los atraparemos. Espera y verás.

-Si fuera posible, me gustada que no intervinieran

-Tú eres el que no debe intervenir -le advirtió el guardia.

-Mira...

-Vaya, no tendría que haberte dicho nada.

-No -dijo Clayton-, aprecio tu confianza.

-No te metas en esto.

Clayton vio al policía alejarse. Ignoraba que había conocido a sus padres, y le
gustó que alguien más creyera que los tres hombres eran los asesinos.

Shelley fue a ver a Clayton y se quedaron frente a frente, asidos de la mano.


Lobo, que acompañaba a la chica, se apoyó contra la pierna de Clayton, como si
se sintiera muy solo. Clayton besó la mano de su amada, y con la suya acarició
la cabeza del animal.

Clayton estaba muy sucio y cansado. Ella se lo dijo en voz baja:


-Parece que necesitas un buen baño.

-¿Sí? -sonrió-. Aquí sólo hay duchas.

-Yo sé dónde hay una bañera que nadie usa... y debo volver a revisar mi casa
-lo seducía con la mirada.

-Pues, yo podría ir contigo y disparar.

-¡Qué amable eres!

-Me gusta hacer favores a las damas, como un caballero.

-Más bien como un maníaco sexual.

-¿Mis disparos han dado en el blanco? ¿Has... -buscó la palabra precisa-,


evolucionado?

Se rió de una manera tan provocativa, que él la deseó intensamente. Le dijo:

-¿Sabes que soy responsable de la seguridad de estas personas? Debemos


llevarlas a otra parte. El aire está cargado de humo y el fuego puede desviarse
en esta dirección.

-¿Cuándo se moverá tu grupo?

-En seguida.

-¿A dónde?

Se lo indicó en un mapa. El nuevo campamento se encontraba al sur de su


casa.

-Alguien me llevará, no te preocupes -le pidió-. ¿Tienes un despertador? Yo


todavía no me he acostumbrado a él y no sé cómo ponerlo.

-Yo lo haré. ¿Cuándo tienes que volver?

-¿Nos servirás la comida aquí?

-Me han dado unos días de descanso -le explicó.

-Entonces, encontraré la manera de verte -le prometió-. No te preocupes lo


más mínimo.

Se besaron con delicadeza, apenas rozándose los labios, pero se sonreían con
los ojos y sólo a duras penas se soltaron de la mano. Casi era de noche cuando
Clayton terminó su trabajo. Se despidió de Juan Gómez y le pidió prestado su
camión a uno de los hombres.
-Cuídalo -le rogó al prestárselo.

-Nunca he tenido un accidente -lo tranquilizó Clayton, sin mentir-. Ni siquiera


he raspado la pintura de un camión -había aprendido a conducir hacía un mes.

Así fue como se encontró camino a casa de Shelley para pasar la noche con
ella. Deseaba no estar tan cansado. Sonrió. En realidad, no estaba tan cansado.

Ella salió de la casa para recibirlo. Sólo llevaba una blusa de algodón y su
falda. Su silueta se dibujaba contra la puerta, él pudo ver que no llevaba nada
más.

No estaba ni la mitad de lo cansado que creía, pero se bajó del camión


lentamente. Cuando se unieron, él le ofreció un beso, pero le advirtió:

-No abras la puerta sin saber quién es.

-Sabía que eras tú.

-No -estaba serio-, no conoces este camión.

-Ha estado estacionado en la carretera desde que te uniste al nuevo grupo. Lo


he visto varias veces al día. Menosprecias mis habilidades.

-El dueño del camión no lo conducía.

-Tienes razón -asintió.

Le puso la mano en el trasero y la acercó a él.

-Hay otras cosas que quiero enseñarte.

-Vaya...

-Pero necesito bañarme para que no vomites con mi olor cuando me quite la
ropa.

-Ummm -dijo ella, creo que te puedo ayudar.

El alzó las cejas para mostrarle que estaba dispuesto a admitir cualquier
sugerencia, no le importaba la que fuera.

-Me gustaría que dejaras tu ropa aquí afuera. No quiero parecerte demasiado
remilgada, pero no me gustaría que metieras esas cosas dentro de mi casa.
Tendría que fumigarla.

-Una mujer delicada -empezó a quitarse las capas de ropa-. ¿Hay alguna forma
de limpiarlas?
-He comentado el problema con mi lavadora -declaró-. Y se ha ofrecido,
valiente, como voluntaria.

-Perfecto.

-Me tranquiliza que no dependas de mí, una roca para restregar y una cuerda
para tender la ropa, para lavar esa chaqueta. Los otros no se ensucian tanto
como tú.

-Son unos novatos en esto -la calmó con la mano-. Por eso debo vigilarlos.

-Yo creo que atraes la suciedad.

-Exageras.

-Tienes un cuerpo muy hermoso -le lanzó una mirada de apreciación.

-¿Sí? Es muy diferente al tuyo. Si voy a comportarme como un exhibicionista,


debes quitarte tu propia ropa para que me sienta cómodo, mientras estoy
desnudo.

-Supongo que sería amable de mi parte -repuso, comprendiendo su manera de


pensar.

El retrocedió para tener una mejor perspectiva y se dio cuenta de que tenía la
piscina a su espalda, llena de agua fría. Sonrió.

A ella no le llevó mucho tiempo quitarse la falda y la blusa y él le dijo:

-Tú eres mucho más hermosa a los ojos. Mírate. Dulce y bella. Me gustaría
besarte. Y lo haré dentro de un momento.

Se tiró a la piscina salpicando, echando agua por todas partes. Salió a la


superficie y resopló, como un caballo. Luego se quedó flotando en el agua, para
ver lo que hacía Shelley.

Se tiró de cabeza, sin mover prácticamente el agua, y emergió cerca de él para


jugar.

Le parecía increíble haberse sentido tan cansado y que el agua fría lo hubiera
revivido. La alcanzaba todas las veces, y la joven tuvo que otorgar favores cada
vez más íntimos. La sacó de la piscina sin esfuerzo y la llevó a la casa. Allí se
secó, mientras la observaba.

La secó después a ella de forma muy diferente. Le frotó el pelo con una toalla
limpia y después con el secador.

Le prestó entonces una atención cortés a su cuerpo. Le pasó el secador por las
piernas, le levantó el brazo para descubrir que no había nada y la besó allí.
Halló un mechón entre sus piernas, casi seco, pero lo alborotó, hasta que no
quedó ni una gotita de agua.

-Estoy a punto de volverme loca-dijo la joven.

-¿Por qué? -alzó la vista desde donde estaba arrodillado, con expresión
inocente.

-Creo que estás aguantando todo lo que puedes -parecía muy segura de su
afirmación.

-Saboreo esta aventura.

-Te mostraré otro aspecto de la misma que podría parecerte interesante...

-¿Sí? ¿Cuál? -se levantó y la miró-. ¿Me contento con observar o puedo
participar en el juego? ¿Cómo se llama?

-Ummm... conexiones.

El se rió.

Durante la noche jugaron varias veces. El se entretuvo y le gustaron las


innovaciones. Mucho. La amaba. La abrazó y ronroneó.

-Los lobos no ronronean-lo regañó.

-Teníamos gatos. No se quedaban mucho tiempo, pero me gustaba oírlos


ronronear.

-A mí me gusta oírte ronronear -le rodeó la cabeza con las manos y le besó la
boca con ternura.

-Eres mi amor -le dijo él.

-¿Cómo te encontré? -le preguntó ella, conmovida.

-Tu espíritu llamó al mío. Sabía que era el momento de buscarte y lo hice.

-¿Eso crees? -preguntó, suavemente.

-Sí.

-¿Y dejarás de perseguir a esos asesinos?


-Creo que eso se va a acabar pronto.

-¿Qué quieres decir? -preguntó, poniéndose tensa.

-Los han visto.

Se sentó en la cama, en el cuarto oscuro y añadió:

-Te ordeno que no te mezcles en un asunto tan peligroso.

-Yo... no puedo obedecerte.

-O dejas que la policía montada arregle esto o terminamos, ¿entiendes? Hablo


en serio.

-Shelley. Eran mis padres.

-Lo entiendo, pero...

-Hablaremos de esto después. Ahora debo irme. Bésame con dulzura.

Prométemelo, Clayton. Quiero tu promesa solemne de que no intervendrás.

-No puedo dártela.

-Entonces, no vuelvas.

Se quedó sentado, en silencio, durante largo tiempo. Luego le dijo:

-Volveré. Me amas tanto como yo a ti. Este problema está fuera de nuestras
vidas. El amor es algo que compartimos. Lo otro no tiene nada que ver con
nosotros.

-Sí tiene que ver.

Se inclinó y la besó en la mejilla. Luego le alzó una mano fría y le besó en la


palma.

-Volveré -repitió saliendo de la cama. Ella empezó a llorar.

Se volvió y acercó el cuerpo frío de la joven al calor que emanaba del suyo.

-No lo entiendes. Debo hacer esto. Cuando lo haga, volveré a buscarte.

-No estaré aquí.

-Sí, estarás…porque me amas.

La dejó, se puso la ropa limpia, y se detuvo a la puerta del cuarto oscuro.

-Cuídate -se despidió-. Volveré.


Entonces, ella saltó de la cama y se echó en sus brazos, rompiendo a llorar. El
la abrazó, acariciándole el pelo y murmurando palabras de consuelo. Pero se
fue sin prometerle lo que ella deseaba oír.

El viento soplaba. Al oírlo, cantando entre los árboles, todos gimieron. El,
viento arrastraría chispas con el humo, incendiando nuevos árboles.

-Calma -les pidió Juan a los novatos-. Muévanse con tranquilidad. Sepárense.
Tienen tiempo. Si se ponen nerviosos, quizá cometan un error. Piensen en lo
que harán. Organícense. Su vida puede depender de ello. Cuando lleguen a la
línea, trabajen a un ritmo normal. La lentitud y la constancia le ganan la carrera
al fuego también. Y lo saben. Ahora escúchenme.

Mientras se dirigían a la zona del incendio, Juan habló de nuevo al equipo.


Logró calmarlos. Los obligaba a apreciar la magnitud del problema y los
alentaba a que cada uno cumpliera con su trabajo.

-No son los únicos responsables. Forman parte de una gran ofensiva. Todo lo
que tienen que hacer es salvar las casas y edificios que tienen posibilidades de
salvarse. La tierra se regenerará.

Al equipo de Clayton se le asignó una zona cerca de un camino aislado. A la


derecha de una bifurcación estaba el bosque, y allí se concentraron para
proteger el camino. Luego abrieron una brecha del lado izquierdo, para
protegerse si era necesario.

La radio de Juan se había estropeado y le pidió a Clayton que volviera a la


base para comunicarse al cuartel general.

Clayton se dirigió al camión de comunicaciones, estacionado detrás del


autobús escolar que había transportado al equipo. Iba a llamar, cuando vio que
un coche de la policía se aproximaba. Disminuyó la velocidad y se detuvo al
lado de Clayton

-¿Por qué han cercado el camino del lado derecho?

-Para levantar una barrera contra el fuego. Quizá la salte, por la fuerza del
viento.

-Eso simplifica mucho las cosas -sonrió el guardia-. ¿Has visto a...? Oh, ¿eres
tú, Masterson?

—Sí -admitió Clayton-. ¿Qué pasa?


-Oh, nada. Sólo que estamos buscando a... una camioneta negra. ¿La has visto?

-Así que han vuelto -suspiró Clayton, como si hablara consigo mismo.

-¿Te has enterado?

-Sí -Clayton se puso nervioso-. Escucha, debo quedarme aquí, con estos
jóvenes. Necesitan la radio. La de Juan se ha roto. ¿Puedes hacer que Spears
mande a alguien para sustituirme? Quiero formar parte de... la cacería.

-Ya veo. Abre bien los ojos. Y, Masterson, si los localizas, llámanos. No los
sigas solo. ¿Me entiendes?

-Sí, desde luego. Entiendo.

-Entonces, obedece. Sabes muy bien que los hemos estado persiguiendo
durante mucho tiempo, aun antes de que se encontraran con tus padres. Los
conocemos. No dudarían en partirte el cráneo y tirarte al fuego. Ya lo sabes.
Sabes de lo que son capaces. Déjanoslos a nosotros. ¿Entiendes?

-Entiendo -replicó Clayton con sonsonete.

-No es esa la respuesta que deseo oír.

-Los... llamaré si los veo.

-Júramelo, Clayton. Si no, tendré que quedarme contigo y habrá un hombre


menos para localizarlos. Júramelo.

-Juro que llamaré si los veo.

-Y no te despegues de la radio -insistió el guardia.

-Buena suerte.

-No me has contestado. ¿No te despegarás de la radio?

-Estoy ayudando a Juan Gómez con los novatos -le explicó Clayton-. Por lo
tanto, estoy obligado a quedarme, como comprenderás. Por favor. Escúchame.
Ponte en contacto con Spears y consígueme un sustituto para que pueda
ayudarlos. Debes imaginar lo que esto significa para mí. Tú viste a mi madre y
lo que quedó de mi padre o te contaron lo que ocurrió. Tienes que entender que
debo estar con ustedes.

-Dios, desde luego. Pero nosotros te protegeremos. Déjanos encargamos de


este asunto.

-Si tratan de escapar... -musitó Clayton, angustiado.


-Confía en nosotros. Podemos meterlos en la cárcel por el asunto del bisonte,
solamente. El tipo que los vio mandó unas fotos, proporcionándonos una
prueba en su contra. Ahora los tenemos acorralados.

Por tu propio bien, no te metas en esto.


CAPITULO 9

-¿Como conoces esta zona del país? -le preguntó el guardia a Clayton.

-Tengo un mapa-lo sacó de un bolsillo y lo extendió. -Estamos aquí-el guardia


señaló el camino-. Como yo lo veo, si han tomado el camino de la derecha, esos
"cazadores" pueden desaparecer. La bifurcación de la izquierda conduce a la
carretera principal. Por allí no pueden escapar. Así que, si vienen hacia acá y el
fuego les bloquea el lado derecho, caerán en nuestras manos y les daremos una
cálida bienvenida -estudió a Clayton durante un largo minuto. Luego, añadió
con firmeza-: Si los ves, déjalos que sigan hasta la carretera.

Clayton evitó contestar de forma directa.

-No hay muchas opciones. Bien podrían escoger este camino.

-¿Prefieres que me quede contigo?

-No, vete. Yo te los mandaré.

-Dime que permanecerás neutral. Me pondré en contacto con Spears y te


mandará un compañero -como Clayton permanecía callado, el guardia
continuó-: No confío en ti, ni en que nos esperarás. Y no puedes, hacer esto solo.
Volveré en unos minutos.

-No te olvides de que la radio de Juan se ha estropeado -añadió Clayton--.


Consígueme un sustituto cuanto antes.

-Tranquilo.

Clayton retrocedió, vio cómo el guardia tomaba la desviación de la izquierda y


desaparecía.

Uno del equipo, Jim, corrió hacia Clayton para decirle:

-Juan cree que el fuego va a saltar. El viento aumenta. Me ha dicho que llames
e informes que piensa que el camino no detendrá el incendio.

-De acuerdo —Clayton subió al camión y se puso en comunicación con el


cuartel general-. Dicen que están mojando las casas. Si el fuego salta, deberán
evacuar a las personas. Vamos.

-Parece que no ganamos mucho terreno -comentó Jim, desilusionado.


-No pienses eso -le pidió Clayton con firmeza-. Hemos hecho todo lo que
hemos podido. Nadie puede exigimos más. Así que ganamos. Hemos perdido
algunas casas, pero hemos salvado la mayoría, hasta este momento.

-¡Qué raro! -exclamó Jim, señalando la desviación-. Mira. El incendio está muy
cerca y no hay señales de humo. El sol está claro y brillante.

-El viento mantiene el humo cerca del suelo, pero eso no significa que las
chispas no vuelen.

-¡Clay! -otro miembro del equipo, Otis, se acercó corriendo por el camino-. ¡Ha
saltado! Juan nos ha cambiado a la segunda brecha.

-Ahora voy -gritó Clayton.

-El viento se mueve en todas direcciones -se quejó Otis.

-Comunícalo -le ordenó Clayton con rapidez-. Yo voy a... ¿Qué demonios es
eso?

Una camioneta traqueteaba por el camino, con el motor rugiendo por encima
del estruendo del fuego. Clay corrió hasta el vehículo, agitando una bandera
naranja para que el chofer tomara el camino de la izquierda. La camioneta
disminuyó un poco la velocidad.

Luego, como si se tratara de una película en cámara lenta, Clayton vio que los
tres asesinos estaban en la camioneta. En la plataforma del vehículo había por lo
menos cinco magníficos antílopes.

Clay se quedó helado.

Después se dio cuenta de que los hombres lo estudiaban y vio, por su


expresión, que lo habían reconocido.

El intercambio de información fue como un lazo entre Clayton y los tres


hombres de la camioneta. Los unió, manteniéndolos inmóviles durante
interminables segundos.

Estaban donde Clayton Masterson podía alcanzarlos. Sus expresiones


mostraron por un momento un miedo feroz. Abrían la boca asombrados. El
vehículo rechinó los neumáticos al avanzar.

Si lo único que deseara Clayton fuera vengarse, hubiera bastado con indicarles
que tomaran a la derecha, y el fuego los habría devorado. A la velocidad con
que conducían los asesinos, tratando de escapar de los guardias, se metieron en
el infierno antes de darse cuenta de lo que sucedía, y se quemarían vivos.

Pero Clayton no podía hacerlo.


Justo cuando Clayton les señaló que tomaran el camino de la izquierda, sus
caras se distorsionaron. A través del vidrio de las ventanas, le escupieron su
odio en silencio. El conductor dirigió la camioneta hacia Clayton y trató de
golpearlo, pero él saltó a la cuneta.

Y tomaron el desvío de la derecha.

-¡No! -gritó Clayton. Salió de la cuneta y corrió detrás de la camioneta,


agitando la bandera naranja de peligro-. ¡Deténganse!

Pero la camioneta negra corría más aprisa. Pasó a través de una barricada con
banderines naranjas aumentando la velocidad.

-¿Qué les pasa? -se asombró Otis-. Lo han hecho a propósito. ¡Dios del cielo!
¡Se van a asar!

Clayton corrió hacia el camión detenido detrás del autobús escolar. Les gritó a
los otros dos:

-¡Apúrense! Los quiero vivos.

El trío se metió al camión. Otis inició la comunicación con el cuartel general


tan pronto como Clayton encendió el motor y el vehículo saltó hacia delante.

-Una camioneta negra ha intentado atropellar a Clay, saltó la barrera y tomó el


camino de la derecha -dijo Otis-. Los va a rodear el fuego antes que se den
cuenta de lo que pasa. Vamos a seguirlos.

-¿Clayton les ha disparado? -preguntó el guardia con serenidad.

-¿Qué? -gritó azorado Otis-. ¿Qué tontería me estás preguntando? Estoy


hablando en serio. Tres tipos en una camioneta han cazado unos cinco
antílopes, por lo menos. Clayton les ha dicho que vayan por la izquierda, pero
no lo han hecho. ¡Escúchenme! El fuego ha saltado el camino y estos tipos se
asarán. ¿Me están escuchando?

-Ahora vamos -respondió la voz, con calma. Otis dejó el micrófono y comentó
exasperado:

-¿Has oído eso? "¿Clayton ha disparado?" ¡Qué momento ha escogido para


hacer bromas!

-No era una broma.

Otis dejó de hablar y se volvió para mirar a su compañero.

-¿A qué te refieres?


-Esos hombres mataron a mis padres hace más de cuatro años y quiero
atraparlos.

-Pero les has dicho que vayan por la izquierda -asentó Otis.

-Así es. Si siguen vivos, los quiero atrapar.

Los tres guardaron silencio. No habían llegado a la primera curva cuando


oyeron una explosión y vieron una columna de fuego.

-Pues -repuso Otis-, creo que ya no podremos ayudarte. Clayton detuvo el


camión. Estaba mirando por la ventana cuando lo golpeó una ola de calor.
Apartó la vista de las llamas y contempló a Otis.

-¿Querías ayudarme? -al solitario lo sorprendió la lealtad no solicitada de


Otis-. Estás loco. No te puedes involucrar en algo como esto sólo porque yo te lo
he contado.

-Están muertos -replicó Otis, encogiéndose de hombros. Apretó un botón, se


identificó y dio la información por radio.

-¿Algún superviviente?

-Investigaremos, pero lo dudo. Clayton y Otis salieron del camión.

-Lleva el camión donde estaba -le ordenó Clayton a Jim-. La explosión va a


complicar el incendio. Debemos ayudar a Juan.

Jim retrocedió, conduciendo con pericia excepcional, mientras ellos corrían


por el camino hasta encontrar al equipo. Trabajaban a espaldas del fuego y Juan
les señaló dónde debían colocarse.

Con sus herramientas, cavaron y cortaron para controlar el fuego en un


esfuerzo frenético. Pasaron largas horas antes que pudieran detenerse para
observar. El viento disminuía y el fuego también.

Los miembros del equipo todavía estaban alelados por la explosión que
presenciaron. Casi de inmediato empezaron a balbucear y a bombardear a
Clayton, Otis y Jim, que no estaban con ellos cuando ocurrió. Necesitaban
hablar.

-Las balas...

-Como cohetes...

-Nos echamos a tierra...

-Algún idiota...
-¿Han visto...?

-¿Algún superviviente? -interrumpió Clayton.

-Dos de ellos salieron antes que...

-Pero no llegaron muy lejos y...

-Había antílopes en la parte de atrás y saltaron en el aire, como si estuvieran


vivos...

-Nadie pudo salvarse -agregó otro.

-¿Estás seguro? -insistió Clayton, tenso.

-Imagínatelo. Se desató una tormenta de fuego; nadie hubiera podido


resistirla. Se habrán achicharrado.

-¿Por qué entraron por ese camino? Se suponía que lo habías cerrado -indagó
Juan, serio.

-Yo lo había cerrado. Rompieron la barrera.

-¿Quiénes eran? -preguntó otro-. ¿Alguien los conocía?

-Asesinaron a mis padres hace más de cuatro años.

-¿Qué? -hubo un coro de exclamaciones.

-¿De qué trata todo esto? -dijo Juan, con cautela.

-Es una larga historia.

-¿Les diste la dirección equivocada? -inquirió Juan. Otis lo interrumpió,


bastante perturbado.

-Jim y yo estábamos allí. Clay trató de que tomaran el camino de la izquierda.


¡De verdad! Yo lo he visto. Ellos se dirigieron hacia la derecha, aplastando los
sacos naranjas, pero antes trataron de atropellar a Clay.

-Habrá una investigación -se preocupó Juan.

-Ellos se lo han buscado -opinó Jim, moviendo la cabeza-. Yo estaba allí, con
Otis. Clay hizo lo que pudo para que tomaran la bifurcación de la derecha. Esa
es la verdad.

-Quería atraparlos -dijo Clayton con calma. En medio del silencio, alguien
preguntó:

-¿Qué dices?
-Mataron a mis padres.

-¡Dios bendito! -suspiró Juan.

-En nombre de Dios, ¿por qué he intentado salvarlos indicándoles el buen


camino? ¿Y por qué he intentado evitar que murieran? -aquello lo torturaba.

-Creo que tú mismo te has dado la respuesta -sugirió Jim.

-¿Cómo? -quiso saber Clayton.

-Has dicho "en nombre de Dios" y El posiblemente ha salvado tu vida y la


nuestra. Otis y yo hubiéramos saltado a la camioneta. Quizá estaríamos
muertos en lugar de ellos. "La venganza me pertenece, dijo el Señor". ¿Crees
que es cierto?

-Quería ayudar a atraparlos -insistió Clayton, atónito.

-Me parece que había oído nombrar a esos asesinos comentó Juan-. Dispararon
a tu padre, ¿verdad?

-Sí.

-Pues se llevaron el castigo que merecían. El infierno no puede ser peor.

-Sabes, ha sido interesante esta experiencia. Siempre me había preguntado si


ayudaría a otro hombre arriesgando mi vida. Me gusta descubrir que lo habría
hecho, pero me gusta más, lo admito, que no haya habido necesidad -concluyó
Jim.

-Sí -Clayton le puso una mano sobre el hombro-. Yo jamás hubiera permitido
que te bajaras del camión. Sin embargo, les agradezco su apoyo.

-Eres un buen hombre -Otis miró a Juan cuando hizo aquel comentario.

-Lo sé. Lo que me preocupa es lo que le espera. Podrían molestarlo


muchísimo. Tuvo suerte de no estar solo. Ustedes testificarán a su favor.

-Se los agradeceré -intervino Clay.

-Mataron a sus padres, hizo lo correcto y ahora lo acosarán. Vivimos en un


mundo extraño -opinó Jim.

-Te ayudaremos -lo reconfortó Otis.

Clayton sintió que tenía dos hermanos. Jim y Otis se le pegaban a los talones.
Clayton era un solitario. Mientras crecía, había deseado tener hermanos, pero si
su, deseo se le hubiera concedido, habría escogido a Otis y a Jim.
Caminaban con él, lo acompañaban a todas partes y lo hacían sentirse
oprimido. Lo cuidaban, y Clayton no sabía cómo zafarse de un cariño que lo
sofocaba.

La policía llegó de inmediato al lugar del accidente y lo estudió a distancia.


Vieron la barrera rota. Observaron lo que quedaba le la camioneta negra, que
ardía como un montón de hierros retorcidos. Nadie podía haber escapado con
vida. El depósito de gasolina explotó. La tormenta de fuego había consumido
casi todo. Dejaron a un guardia y se propusieron regresar cuando el fuego se
extinguiera.

Al amanecer, el equipo de relevo ocupó el lugar de los novatos y los llevaron a


un sitio donde pudieran descansar. Los guardias interrogaron a los testigos,
pero trataron de hacerlo con discreción. Sin embargo, el equipo sentía que
formaba parte del incidente y se mostraba curioso. Otis, el testigo ocular, hizo
su declaración.

-Clay agitó la bandera para que tomaran la desviación. Les gritó "¡No!" cuando
se lanzaron contra la barricada, y ustedes habrán visto cómo la destrozaron.
Clay corrió tras ellos gritando: "¡Deténganse!".

-Yo también -agregó Jim, serio.

El jefe de los policías le dijo a Clayton:

-¿Sabes que habrá una audiencia? No podemos permitir que nadie te acuse de
engañar a los asesinos para vengarte.

-Si lo hacen, admitirían que esos malditos mataron a sus padres -objetó Otis.

Por curiosidad, el policía preguntó:

-¿Por qué les indicaste que tomaran la bifurcación de la izquierda, Clay? ¿Los
reconociste?

-Sí. Y ellos supieron quién era yo. Intentaron atropellarme con la camioneta.

-Sí -afirmaron a un tiempo Otis y Jim.

-Quizá pensaron que les señalabas el camino equivocado -intervino otro


policía.

-No -interpuso otro—, conocían esta zona. Sabían que el otro camino los
habría llevado a nuestras manos. Debían intentar escapar y se arriesgaron. Mala
suerte.

-Pero... yo no quería que murieran -aquel pensamiento torturaba a Clayton,


quien todavía no podía creer que hubiera tratado de salvarlos.
-Eres un Masterson -opinó el jefe de policía-. Por lo tanto, un buen hombre.
Los hombres honestos hacen lo posible por proteger y preservar la vida de los
demás.

-¿Proteger y preservar? Eran basura -protestó Clayton.

-Ya no -replicó Otis, contento-. Entre las cenizas, no puedes saber dónde
termina una cosa y empieza otra.

-Nutrirán a las flores la primavera próxima -observó Jim como un filósofo.

-Flores ponzoñosas -sugirió un guardia que conocía a los tres personajes.

Los demás estuvieron de acuerdo.

Se fue la policía. Los miembros del equipo estaban cansados, pero la dramática
experiencia los mantuvo despiertos, charlando por un rato.

Clayton echaba de menos su violín y la paz que la música llevaba a su alma,


pero no estaba seguro de dónde localizar a Shelley, que todavía guardaba el
instrumento.

Después de la cena, se durmió y tuvo pesadillas. Debió de gritar porque oyó


que Otis le decía que todo iba bien. No entendía bien sus palabras, aunque
luchaba por comprenderlas. Empezó a borrarse y él la llamó, en un intento
inútil por retenerla.

Shelley también apareció en su mente. Parecía solemne. Le explicaba lo que


había pasado y ella volvía la cabeza para mirarlo. La vio tan hermosa, que dejó
de hablar para admirarla. Y poco a poco cayó en un profundo sueño, sin
imágenes.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, Otis y Jim lo vigilaban. Clayton


frunció el ceño.

-¿Estás bien, Clay? -preguntó Otis, con suavidad.

-Sí -replicó, molesto-. ¿Por qué?

-Has pasado la noche inquieto -contestó Jim-. Parecía que luchabas contra una
legión de demonios.

-Esa guapa enfermera, Maggie, vino a curar ampollas -continuó Otis-. Se sentó
a tu lado, te puso una mano sobre la frente y al fin te calmaste.

-¿Maggie? -repitió Clayton, consternado.

-La llamaste Shelley -se burló Otis.


-No le importó -lo tranquilizó Jim-. Dejó su mano sobre tu frente y te cuidó.

-Es la chica del doctor Johnson -dijo Clayton con énfasis.

-Sí. El también vino. Dijo que estabas "tenso"-añadió Otis. Clayton sintió asco.
Sentía que le faltaba espacio para respirar. El...

-Te hemos traído algo de comer -Otis le presentó un plato lleno de los
manjares del desayuno-. Maggie dijo que tenías una dieta deficiente. ¿Tú que
crees, Jim? ¿Lo he hecho bien?

-Perfecto.

La exasperación de Clayton alcanzó su límite.

-Estoy bien -murmuró con los dientes apretados.

-He traído café. Eso te ayudará -opinó Jim con amabilidad. -Yo oí que Maggie
decía que debíamos descafeinarte -se opuso Otis.

-No ha tomado café en toda la noche. No podemos cortarle la cafeína de golpe


-opinó Jim.

-No puedo creerlo -para él era una magnífica expresión que usaban en la
televisión.

-Come -le ordenó Otis.

Como no podía pensar en nada que no ofendiera a aquellos dos amables


compañeros, obedeció.

Sam también se acercó para verlo.

-¿Cómo sigue? -su tono era el mismo con el que uno se refiere a un perro
rabioso. Suave y cauteloso.

Clayton se preguntaba qué demonios había hecho durante la noche para que
todos lo cuidaran como a un bebé. Le lanzó a Sam una mirada y contestó:

-Bien -pero recordó que Sam le enseñó a conducir, y que Otis y Jim lo
apoyaban. Entonces, pensó con paciencia en lo afortunado que era al tener tan
buenos amigos.

Nadie le había mencionado que los amigos podían convenirse en algo


incómodo. Debía aprender a ser tolerante. Quizá ya no le gustaría volver a estar
solo. Comprendía que necesitaba a Shelley, pero tal vez también le agradaría la
compañía de otras personas. Su posición le parecía muy extraña para un
solitario.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó Clayton a Sam-. ¿Por qué no te has quedado
con Spears?

-Tenía que traer algunas cosas. Hoy mismo vuelvo... He oído lo del incidente...
Estoy orgulloso de ti, Clay -se inclinó y le palmeó el hombro. Luego se enderezó
y añadió-: Nos veremos más tarde.

Mientras Clayton comía, algunas personas amables lo saludaban con palabras


como: "Pues, al fin te has despertado". "Me alegra que esas ratas recibieran su
merecido' y "Debiste decírnoslo. Hubiéramos buscado a esos tipos".

Clayton agradecía sus buenos deseos, pero también se daba cuenta de que sus
hermanos adoptivos habían hecho que el campamento guardara silencio
mientras él dormía.

Si los consideraba sus hermanos, pensaba que era lógico que lo apreciaran y
protegieran. A Sam lo divertía la situación más que a Clayton. Clayton pensó
que tal vez imitaría su tolerancia divertida. Su padre le enseñó que todos
pueden aprender algo de los demás. Clayton se preguntó qué podía aprender
de Otis.

Les dejaron empezar a trabajar tarde aquel día. El fuego avanzaba en


direcciones imprevistas, causando confusión. Todos observaban las columnas
de humo que se elevaban en el claro azul del cielo. No había señales de lluvia.

El tiempo transcurría mientras trabajaban, se les cansaban los músculos y


dormían como troncos, en una sucesión interminable de días, sin divisiones
precisas. Sólo las comidas servían para señalar el tiempo. A veces pasaban
veinticuatro horas de esfuerzo continuado, sin descansar.

Se servían buenas comidas, calientes la mayoría del tiempo. El equipo pidió


que les compraran helados... y Sam fue a buscarlos al pueblo. Llevó de Jackson
una caja entera.

Un día mencionaron a un lobo perdido y Clayton prestó atención. Muchos


animales habían sido sacados de sus refugios naturales, pero alguien dijo:

-Tiene un collar amarillo. Mira a las personas que se cruzan en su camino,


como si buscara a alguien.

-¿Un collar amarillo... un lobo? -preguntó alguien.

Nadie de aquel equipo había visto nunca a Lobo. Clayton interrumpió la


conversación con brusquedad:

-¿Dónde está ese lobo?


-Por los alrededores.

-¿Era negro? -Clayton intentaba averiguar la identidad del animal.

-No, con motas, como algunas fotos.

-¿Cuando se han enterado? -insistió.

-Hoy. ¿Por qué?

-Quizá ese animal sea mío. ¿Juan? Tengo que irme. Puede que le haya pasado
algo a Shelley y haya mandado a mi lobo a buscarme. Otis lo había oído todo.

-¿Lobo? ¿Qué pasa?

-La gente menciona a un lobo con un collar amarillo. Mi lobo se quedó con
Shelley. Tengo que irme.

-¿En dónde está esa chica, Shelley? -preguntó Juan con cautela-. Indícamelo en
el mapa.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Clayton. Se acercó a Juan y


señaló un punto del mapa.

-Lo siento -dijo Juan-. Esa zona se incendió. Si estaba allí, ya la hubieran traído
aquí.

-Formaba parte del equipo de esa zona -le explicó Clayton-. Proporcionaba
primeros auxilios y servía las comidas.

-La hubieran traído aquí -repitió Juan-. Quizá te gustaría llevarte mi camión.
Ve y averigua lo que sucedió.

-Necesito acompañarlo -Otis le lanzó a Juan una mirada significativa.

-Yo también -añadió Jim.

-No pueden ir los dos -protestó Juan-. Necesito cada hombre que esté
disponible. Elijan.

-Soy capaz de conducir hasta el otro campamento –afirmó Clayton con voz un
tanto estridente-. No necesito a nadie.

Jim le decía a Otis:

-Ve tú. Yo me quedaré a cuidar el fuerte.

-Sólo préstenme un camión -pidió Clayton, frustrado.

-Pensamos que quizá necesites a uno de nosotros, Clay –asentó Otis-. Así que
yo voy contigo. Confórmate.

-Oh, demonios.

-Así es la vida -sonrió Otis.

Otis trataba de conversar para distraer a Clayton, quien parecía tenso y


nervioso por localizar a Shelley.

-No te preocupes. Quizá Lobo se perdió y te está buscando. Eso es todo. Ella
está bien.

-Sí -medio gruñó Clayton.

-No te pongas nervioso.

-Llévame con ella.

-Eso es lo que estoy haciendo -se quejó Otis.

-Ve más rápido.

-No -Otis se negó-. Quiero que lleguemos enteros.

-Lo sé.

Spears los recibió cuando llegaron y comentó:

-Han debido de evacuarla. Intenté llamarla por teléfono pero las líneas no
funcionaban. Desde antes se le advirtió...

-¿Alguien la vio después de la evacuación? -preguntó Clayton con dureza.

Por lo visto nadie sabía nada de Shelley. Sam estaba allí y le dijo a Otis:

-Vuelve con tu equipo. Yo me encargo de Clay.

-Pero...

-Estoy libre -insistió Sam-. Te lo mandaré de regreso en cuanto pueda.

Otis le dio un apretón de manos a Clayton.

-Buena suerte. Le echaré un ojo a Lobo.

-Sí. Gracias -Clayton no estaba acostumbrado a que lo ayudaran y casi siempre


olvidaba expresar su gratitud. Pero se daba cuenta de que las personas lo
ayudaban con generosidad.
Conducían hacia la casa de Shelley pero los guardias los detuvieron.

-Lo sentimos. No pueden seguir.

-¿Conocen a Shelley Adams? ¿Pudo salir?

-Espero que sí.

-Por Dios, hombre... -intervino Sam, asqueado por aquella indiferencia.

-¿Tienen un mapa? -preguntó el guardia forestal. Sam sacó uno y lo extendió.

-Vayan a este sitio -apuntó el guardia-. Allí tienen una lista de las personas
evacuadas. No es muy precisa, pero quizá averigüen lo que necesitan.

En silencio, siguieron conduciendo. Pero nadie sabía nada de Shelley.

-Sam, necesito ir a Loft. Necesito ir a ver. ¿Entiendes?

-Vamos -concedió Sam.

En Loft se alegraron de saludar a Clayton pero titubearon ante su propuesta


de saltar en aquel territorio en particular. Sam se hizo cargo de la situación.

-Mmm... ¿Podría hablar con su jefe? Es un viejo amigo mío.

-¿A quién anuncio? -indagó el-hombre, suspicaz.

-Sam Williams. Estuvimos juntos en Vietnam.

-Seguro -sonrió-el tipo-. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez?

-Trabajaba en el mercado negro -mintió Sam.

-No parece vietnamita.

-Todos nosotros, los orientales, somos un misterio -sonrió como un irlandés.

El programador se rió y entró en la habitación contigua, cerrando la puerta.

Uno de los saltadores inquirió, con leve sonrisa:

-¿Cuándo estuviste en Vietnam?

-Nunca. Pero todos los hombres de la edad del comandante, que todavía
trabajan para el gobierno, estuvieron allí. Ya verás.

Al cabo de un rato, el programador salió y dijo:

-Mi jefe tiene muchas ganas de... volver a hablar contigo para... recordarte.
Clayton se quedó con el hombre que programaba los vuelos, a quien dijo con
gravedad:

-Ha estado trabajando como voluntaria. Ha dado horas y horas de su tiempo;


bien merece un vuelo de un DC-3. Por favor, déjenme ir a buscarla. Si está allí
atrapada, quiero saltar.

El programador movió la cabeza dudando; la puerta se abrió y el comandante


salió con Sam. De pronto ordenó;

-Me gustaría enterarme de lo que está sucediendo. Estos hombres necesitan un


avión. ¿Puede proporcionárselos de inmediato?
CAPITULO 10

-¿Sabes cómo llevar la ropa protectora? -preguntó el tipo que le tendió las
prendas.

-Sí-replicó Clayton, con expresión muy seria.

-Puedes atravesar un muro de fuego con esto, pero el "muro" no debe ser muy
ancho. Tu visión está limitada por el casco. Debes tener cuidado de en dónde
pones los pies. Si te tropiezas con un tronco o una raíz y se rasga la tela, te
quemarás, y podrías morir al instante. ¿Comprendes?

-Sí -Clayton no metía prisa al instructor. Escuchaba con atención.

Sam se limitó a observar.

-Ya conoces las tiendas. Llevarás dos. Si caminas a través del fuego, la de fuera
podría estropearse. No duran para siempre, puedes tirarlas. ¿Comprendes?

-Sí -respondió Clayton.

-Yo mismo he revisado este paracaídas. Úsalo. Puedes confiar en mí.

-Gracias -musitó Clayton.

-Buena suerte.

Se dieron un apretón de manos. Clayton se puso el paracaídas y revisó el


equipo que le entregaban... Escogió lo que necesitaba y dijo:

-Vámonos.

Sam y el comandante lo acompañaron. Guardaron silencio. Caminaron hasta


el avión que los esperaba y despegaron.

Volaron por la zona de incendio y encontraron el sitio donde vivía Shelley. El


fuego cercaba el edificio. Los árboles se quemaban como postes verticales, con
llamas brillantes y limpias. Miraron hacia abajo y vieron que la casa se mantenía
en pie, con la piscina a medio llenar.

-Podría estar en la piscina -comentó el piloto.

-Sí-asintió Clayton-. Quiero saltar.


-No podrás aterrizar en la piscina o en la casa. El paracaídas puede desviarse.
Tendrás que saltar... allí.

-Pídale al piloto que pase un par de veces para que lo estudie -le rogó Clayton.

Sam y el comandante miraron y ninguno dio un consejo o dijo una sola


palabra.

-¿Tienes una radio? -preguntó el entrenador.

-Sí.

-Si no puedes pasar, dirígete hacia el sur. Allí estarás más protegido.

-Sí -estuvo de acuerdo Clayton.

-El fuego avanza hacia afuera. Si la localizas, tendrán más espacio a medida
que avance el fuego. ¿Ves? Ya sabes cómo actuar cuando toques suelo. Ponte el
casco y aprieta esa tienda contra tu pecho. ¿Listo?

-Sí -repitió Clayton.

-¿Qué te parece? Tú conoces el terreno.

-Pídele al piloto que me recoja en el sur. Trataré de caminar en esa dirección.


Por ahí el fuego es menos peligroso.

-De acuerdo -el entrenador hablaba por el micrófono mientras el avión daba
una segunda vuelta.

-Ahora -gritó.

Sin una palabra, Clayton saltó del avión.

Nunca le pasó por la mente estar haciendo algo increíble. Su único


pensamiento era llegar a Shelley. Como se había concentrado tanto en hacer lo
que debía, cayó en el sitio que eligió. Pensó que era un milagro. Se quitó el
paracaídas, se ajustó el casco y dijo por el micrófono:

-Estoy en camino.

Avanzó por los sitios en los que había menos fuego. No se desorientó. No
perdía de vista las marcas especiales del paisaje y tenía cuidado de dónde poner
los pies.

Cuando vislumbró la casa entre las llamas, lo sorprendió que estuviera tan
cerca. Cruzó la cortina de fuego.

Apoyaba los pies con fuerza, sabiendo que una caída podía costarle la vida. Se
movía con extraordinaria cautela, contando los segundos que le quedaban. Y lo
logró. Llegó hasta la piscina.

Se alejó cuanto pudo del fuego y al fin la vio.

Anunció por la radio: "Está viva". Se sumergía en el agua, bajo el trampolín.


Tenía el pelo mojado y los ojos muy abiertos, asustados. La piscina estaba
medio llena de agua.

Se quitó el casco, las pesadas botas y los protectores, pero llevó el paquete de
ropa con él. Caminó hasta los escalones secos de la piscina, avanzando hacia
Shelley. Ella lo identificó al momento. Clayton vio que abría la boca, pero tosió
y se sumergió de nuevo.

Luego lo miró y él vio que estaba llorando. Se le acercó y la abrazó. Extendió


una tienda sobre la joven, cubriéndole la cabeza. Preparó la otra, por si el fuego
tocaba la casa.

Estaba con otras criaturas que se habían refugiado en el agua. Una culebra.
Clayton se inquietó, pero vio que Shelley había puesto tablas y cojines de
plástico para sus posibles huéspedes. La acompañaban un conejo, un zorrillo, la
culebra, dos ratas de agua y un gato salvaje.

Ninguno se movió cuando Clayton entró en la piscina. El gato protestó


bastante, pero ni uno de los animales lo retó.

Todos sobrevivieron. La casa quedó chamuscada, pero Shelley le había echado


tanta agua de la piscina, que resistió el calor. Estaba tan seca como el desierto,
con las superficies descoloridas, pero no se quemó. Si hubiera ardido,
probablemente habrían muerto.

Un viento fresco les sorprendió y respiraron con ansiedad. Clayton vio que la
culebra empezaba a ponerse nerviosa.

-Mordió a una de las ratas -susurró Shelley con voz ronquísima.

-No es venenosa -le informó él-. Pero las mordeduras son dolorosas -se quitó
la ropa con mucho cuidado, muy despacio, para que los animales no se
alarmaran, en especial el zorrillo. Le dio a Shelley un caramelo de menta para
que lo chupara.

No dejaba de mirarlo, abrazándolo por la cintura. Y él la apretaba contra su


cuerpo, porque tocaba el fondo de la piscina con los pies. El trampolín la
protegió de las chispas, ayudándola a sobrevivir. Eso y estar en el agua, que se
había calentado a una profundidad de medio metro.

-Oh, Clayton -suspiró al fin.


Y él la besó.

Shelley empezó a temblar de miedo y él la apretó con fuerza, sudando dentro


de su ropa protectora y del agua caliente. Intentaba quitarse más prendas, pero
ella no lo soltaba y aquello se lo impedía.

Le dio más caramelos para que los chupara. Bebió agua de una cantimplora e
hizo un gesto. Tenía la garganta irritada por el humo que había inhalado y la
voz ronca al murmurar: "Oh, Clayton", muchas veces. Al fin él logró quitarse la
ropa y abrazarla sin aquel impedimento, preocupado por la posibilidad de que
el humo le hubiera irritado el sistema respiratorio hasta tal punto que el frío le
provocara una pulmonía.

-¿Por qué no te fuiste? -le preguntó.

-Quería hacerlo, pero se me quemó el coche. Tu violín está en la cueva. Lo


llevé allí.

-¿Por qué no te quedaste en la cueva? -indagó, serio.

-Pensaba que podía salvar la casa.

-Nada vale lo que una vida -replicó, con voz dura.

-¿Cómo supiste que estaba en peligro?

-Vieron a Lobo y adiviné que nunca te dejaría a menos que fuera necesario
encontrarme.

-Oh, Clayton.

-Aquí estoy. Tú estás bien y estamos juntos. Ten, tómate esto -era un frasco
con zumo de frutas.

-Parecías un caballero andante, saliendo del fuego. Ese casco... estabas


soberbio.

-Estaba preocupado por ti.

-También yo. Te amo, Clayton.

-Sí.

-Dime algo. Lo necesito.

-Tienes que saber que te quiero -replicó con cierta impaciencia-. Te amo,
Shelley. Mi vida no sería nada sin ti. Te amo con todo mi corazón. ¿Por qué
demonios no te marchaste de aquí?
-No es el momento de enfadarte conmigo -le advirtió.

-Me gustaría retorcerte el pescuezo.

-Clayton, no me regañes.

-Me has dado un susto de muerte -apretó los dientes-. Tengo todo el derecho
de mandarte al infierno si quiero. Cometiste un error estúpido que casi nos
mata a los dos y estoy furioso contigo.

Lo observó y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

-Supongo que tienes razón. Lo siento. Pero ya ves que hice lo correcto. No me
hubiera pasado nada. No tenías que haber arriesgado tu vida viniendo aquí.

-Pero, te amo -casi gruñó-. Te voy a llevar a mi cabaña, clavaré la puerta y te


dejaré embarazada para que sólo puedas casarte conmigo y vivir a mi lado para
siempre.

-¿Me estás proponiendo matrimonio?

-¿Eso parece?

-Apuesto a que podrías hacerlo mejor.

-Si me arrodillo, me ahogo.

-Oh, Clayton -repitió.

-Me causas un montón de problemas.

Hacía menos calor. Ella pasó sus brazos por el cuello de su amado y lo besó
con toda su alma.

El le devolvió el beso, la abrazó y musitó:

-Eres una verdadera molestia.

Y ella se rió... con una risa ahogada que le provocó tos.

Pasó cierto tiempo antes que la dejara debajo del trampolín y saliera de la
piscina. El gato salvaje había desaparecido, las ratas parecían dudar, el conejo y
el zorrillo seguían en su sitio. La culebra se había ahogado.

Clayton examinó la manguera y se preguntó si funcionaría. La abrió y regó el


contorno de la piscina, luego mojó la casa. Desde la piscina, Shelley veía cómo
las gotas se evaporaban.

Como la bomba era de acero, había sobrevivido. Clayton decidió volver a


llenar la piscina, aunque le llevaría su tiempo.

Entonces, Shelley decidió salir. Caminaba con cautela y temblaba sin control.
Clayton estaba acostumbrado a la proximidad del fuego, pero Shelley no, y
estaba sufriendo un shock.

El abrió la puerta de la casa. Algunos cristales se habían roto por el calor y las
habitaciones estaban llenas de aire sofocante. Pero Shelley dejó de temblar, se
desnudó y se puso ropa seca y calcetines de lana.

Excepto por el exterior, los cristales rotos y el olor a humo, no había daños que
lamentar. Clayton sacó una sábana y la tendió en el patio. Era la señal para que
el piloto supiera que estaban a salvo. Agitó una mano y el avión desapareció.

Continuó mojando la casa y el suelo que rodeaba el edificio. Fuera de aquel


perímetro, el humo que impregnaba el aire hacía difícil la respiración.

Shelley lo llamó y comieron juntos.

-En cuanto podamos -le propuso Clayton-, bajaremos a la cueva. Creo que allí
estaremos mejor.

-De acuerdo.

Justo antes del anochecer, descendieron por una vereda del sur. Nada impedía
el paso, porque los árboles se habían mantenido en pie, con las ramas quemadas
y desnudas. Sin embargo, algunas zonas del bosque habían escapado al fuego
casi intactas.

El viento había limpiado el aire y, en la cueva, la situación era mejor.


Extendieron las alfombras que habían guardado e hicieron una cama. Se
quitaron la ropa y se acostaron juntos.

Ella se acurrucó contra su cuerpo, pero él permanecía callado. Le confesó con


sinceridad:

-Me alegra que hayas venido por mí; no sé qué habría hecho sin ti.

-Te habrías salvado -le aseguró-. Hiciste todo bien, excepto quedarte allí. Vine
porque necesitaba comprobar que no te había pasado nada.

-No sabía qué hacer. Ya no habría vuelto a mojar la casa. Y no hubiera venido
a la cueva.

-Tenías problemas al respirar -le recordó-. Te habrías acordado de que en la


cueva no olía a humo. Habrías bajado sin mi ayuda.

-Me alegra que estés aquí -le sonrió con dulzura.


-A mí también.

-Te amo, Clayton.

-¿De verdad?

-¿Es que lo dudas?

-Me dijiste que no volviera a menos que te prometiera que no iba a perseguir a
esos hombres -se puso un poco tenso-. Murieron -ella contuvo una exclamación
y él admitió lentamente-: Yo no los maté.

Se quedó azorada y silenciosa antes de preguntar:

-¿Cómo fue?

Le contó lo sucedido y cómo no podía entender que hubiera tratado de


salvarlos.

-Eso ya terminó -le dijo-. Se acabó. Y estoy orgullosa de ti. Aunque no lo


aceptes, Clayton, hiciste lo debido. Tienes la conciencia tranquila.

-No me sentiré en paz hasta que entienda por qué quise ayudarlos.

-Se acabó -lo tranquilizó-. No pienses más en ello. Estás libre de toda
responsabilidad.

-No.

Lo abrazó, pero él no volvió a hablar, ni a moverse, y tampoco respondió a sus


caricias. Al fin, Shelley se durmió. Al despertarse, ante sus ojos se extendía un
mundo blanco. Había nevado durante la noche. Diez centímetros de nieve
sofocaron las llamas. Los incendios del verano habían terminado.

Se quedaron en la cueva durante dos días, mientras el sol derretía la nieve.


Clayton tomó su violín, examinándolo con sus manos, pero no lo tocó. Estaba
callado y distante, porque no podía entender su reacción ante lo que sucedió.
Tampoco entendía la razón de la extraña indiferencia que lo invadía.

Shelley lo observaba. No confiaba en ella, sus besos parecían saludos ausentes


y no le hacía el amor. Entonces le sugirió:

-Vayamos a tu cabaña, a ver si todavía sigue en pie.

-Sí -aceptó él.

Limpiaron la cueva, escogieron la ropa que necesitarían para el trayecto y


cerraron la casa.
No habían andado ni tres kilómetros, cuando un camión se detuvo. El chofer
exclamó:

-¡Clay! ¡Esto sí que es suerte! Estuvimos hablando de ustedes en el


campamento. Sam estará encantado de saber que no les ha pasado nada.

-¿Están todos bien? -quiso saber Clayton.

-Sí. Creo que Otis y Jim te han dejado unas cartas en Loft.

-Las recogeré. Gracias.

El conductor se desvió de su camino para dejarlos en Gasp.

-Un pueblo bonito -comentó-. ¿Vives aquí?

-No. Más lejos.

-Oh. Pues... buena suerte.

-Gracias.

Fueron al café. Shelley no le quitaba los ojos de encima a la camarera. Se


inclinó sobre la mesa y musitó:

-¿Es esa?

-¿Cuál? -indagó Clayton, mirando a su alrededor.

-Ya sabes. La que sale con el conductor del camión.

-Sí -Clayton no le dio importancia al asunto.

-¿De verdad? -insistió Shelley, asombrada.

-Sí.

-Oh.

En el almacén compraron tela ahulada y cuerdas, por si necesitaban


improvisar una tienda de campaña.

Su humor extraño continuaba y Shelley también guardó silencio. Cuando se


metieron en el saco de dormir, le preguntó:

-¿Todavía te preocupa tu reacción por el accidente que mató a esos hombres


perversos? Deberías comprender que te comportaste como una persona buena y
generosa.

-No les señalé que tomaran la bifurcación de la derecha -le recordó.


-A eso me refiero. A pesar de ti mismo, hiciste lo correcto por instinto. Estoy
muy orgullosa de ti.

-No lo estés. Me molesta que la ley no me haya vengado.

-No, no lo creo. Creo que te aferrabas a la cacería de esos criminales para no


tener que pensar en la muerte de tus padres. Concentrándote en encontrar a los
asesinos, sentías que tus padres todavía estaban contigo. Ahora tienes que
librarte de esos recuerdos que te angustian, para no sufrir.

Guardó silencio por largo tiempo y ella casi se dio por vencida. Entonces,
comentó en voz muy baja:

-Quizá tengas razón -pero no se volvió hacia ella, sino que se quedó quieto,
hasta dormirse.

A la mañana siguiente, hicieron una fogata para prepararse el desayuno.

-Has sido muy paciente conmigo, Shelley -le dijo-. Aprecio lo que haces por
mí.

-Me gustaría que me dejaras entrar en tu alma. Siento que me alejas de ti.

La besó con dulzura, pero no la abrazó. Continuaron su camino. Por la tarde,


pasaron frene a la estación forestal y el guardia que cuidaba la torre saludó a
Clayton.

-Me alegra que hayas vuelto. A veces, la soledad pesa.

-Gracias por cuidar mis cosas, durante mi ausencia -repuso Clayton.

-De nada. Visítame de vez en cuando.

-Lo haremos.

Mientras caminaban, Clayton le comentó a Shelley.

-Nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero nunca nos visitamos.

-Debe de ser un sitio muy solitario.

-Sí. Sube a su perra hasta lo alto de la torre -y Clayton pensó que se volvería
amigo del guardia. Se volvió, el guardia lo seguía mirando. Levantó una mano
en señal de despedida y el guardia le sonrió agitando su mano para
corresponder.

Al final del segundo día de marcha, llegaron a una pradera. Clayton se detuvo
y le dijo a Shelley.
-Aquí empieza nuestra propiedad. Esa es la montaña Masterson.

Ella contempló las montañas, amplias y majestuosas.

-Impresionante.

-Hermoso.

-Eso también -estuvo de acuerdo la joven.

-¿Puedes llegar hasta la cabaña esta noche?

-Puedo hacer cualquier cosa. ¿Recuerdas que me lo dijiste?

-Sí -pero no logró evocar el incidente.

Casi era de noche cuando llegaron a la cabaña. Sabían que no le había pasado
nada, pues el guardia se lo habría dicho, pero no esperaban encontrar a Lobo
esperándolos en la puerta.

Clayton tuvo que reírse.

-¡Así que has vuelto a casa! Ven aquí, muchacho.

El animal se acercó a su amo con el hocico pegado al suelo. Clayton se


arrodilló y abrazó al lobo, acariciándolo, hundiendo las manos en el pelo de su
cuello, quitándole el collar y hablándole emocionado:

-No necesitas disculparte. ¿Ves? Recibí tu recado. Ella está aquí. No te


avergüences. Lo conseguiste. Oí que me buscabas. Fui, pero ella no me
necesitaba. Sin embargo, aprecio lo que hiciste.

El lobo se sentó, como si comprendiera cada una de sus palabras. Parecía


admirarlo.

Entonces Shelley le tendió la mano, pero el lobo apenas la saludó con cortesía.
Le dijo a Clayton:

-Vuelve a ser tuyo.

-Sí, como en los romances de la televisión. La pareja siempre acaba en el sitio


que le pertenece. Espérame. Encenderé la luz.

Abrió la puerta y comprobó que nadie había estado allí. Frunció el ceño ante
un muelle que salía del sofá, encendió la luz y dejó que Shelley pasara.

-En la televisión, el esposo siempre toma en brazos a la novia para que pase
bajo el quicio de la puerta. Lo quiero hacer.
-¿Esposo?

-Sí -replicó, levantándola en brazos. El lobo se quedó afuera-. Mira, sabe que
no debe entrar.

-Pero esta noche hará frío.

-No eches a perder a mi mascota -la regañó Clayton.

-Mañana le prepararé unos bollos con azúcar.

-¿Me darás uno?

-Ya veré -replicó, con presunción.

-Voy a bajar las cosas del desván. No es tan amplia tomo el tuyo, pero allí las
cosas están a salvo.

Clayton bajó lo que había guardado, el colchón lo último. Lobo lo observaba


desde la puerta y, como si hubiera recibido una señal, empezó a aullar. Parecía
cantar dándole la bienvenida al hombre.

Entonces, entrelazándose con los aullidos de Lobo se oyeron otros, distantes...


tal vez respondiéndole.

Lobo sonrió a Clayton y corrió hacia el bosque.

-¿Qué te parece? -exclamó Clayton-. Tiene novia. Sólo ha venido a despedirse.

Ella guardó silencio mientras limpiaba y ordenaba los objetos de la cabaña.


Clayton la imitó.

Contempló el hogar que su padre había construido y su madre decorado y,


más lejos, la tierra de sus antepasados que alimentó a los Masterson durante
trescientos años. Y comprendió que formaba parte de una larga sucesión de
personas; que no era un solitario, sino el eslabón de una cadena. Miró a Shelley
y supo que ella también era el resultado de una línea que se perdía en el tiempo.
Ambos confluían. No, nunca fue un solitario, únicamente estaba solo.

-¿Compartirás mi colchón? -preguntó Shelley.

-¿Tu colchón? -se le derretía el corazón al verla a su lado-. Es mío y tendrás


que convencerme de que te deje dormir conmigo.

-¿Cómo lo hago?

-Ya se te ocurrirá algo -le sonrió, recordando una frase de la televisión.

-¿Pasarás aquí el invierno? -preguntó la joven, mientras cenaban chocolate y


galletas.

-¿Tú no?

-No he traído mucha ropa -le confió.

-Compraremos todo lo que necesitemos en Gasp. Incluyendo ropa íntima y


una licencia de matrimonio.

-¿Sí?

-¿Recuerdas que dije que clavaría la puerta?

-¿Oh? -alzó las cejas.

-Para hacerte el amor durante todo el invierno.

-Ya veo.

-Todavía no, pero lo harás, Shelley. Tenías razón. He pensado en mis padres y
al fin he comprendido que se han ido para siempre. Por otro lado, siempre
serán parte de mí. Y esa parte la compartiré contigo. Me dieron amor, orgullo y
un sentido de responsabilidad que puedo entregarte.

-Oh, Clayton.

-Ven.

La besó, la arrulló, y empezó a acariciarla. Le quitó la ropa que con tanto


egoísmo la cubría, la llevó a la cama y le dijo que era muy hermosa.

Luego le confesó cómo le gustaba tocarla y se lo demostró. Ella se quedó


alelada y después accedió.

Mientras la besaba, murmuraba toda clase de cosas y ella jadeó, se rió y lo


ayudó. Estaba escandalizado de lo que sus manos hacían, afirmando que se
comportaba como un insensato. Ella soltó una carcajada.

El cuerpo de Shelley ardía, excitado, y la joven se movió con languidez,


insinuante. El estaba dispuesto para el amor y temblaba de ansiedad.

Lo tocó, haciéndole cosquillas y le alisó la piel, amasándole los músculos,


frotándolo contra ella. Luego él le tomó las manos y las movió con osadía por
todo su cuerpo y ella se puso seria, bajando los párpados y respirando con
dificultad.

Su propia respiración era rápida y ardiente. Lo invadió la pasión y se agitó


como una hoja en el verano.
Cuando la poseyó, Shelley apretó los dientes, rodillas y músculos y después
estiró el cuerpo para tocar a su amante con un baile sinuoso. El la sentía bajo sus
piernas, amándolo y supo que era todo lo que necesitaba. Todo lo que deseaba.
A ella. A la mujer perfecta que había reconocido desde la primera vez que la
vio... porque siempre presintió que era suya.

Fin

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