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Martín Lozano
LA MODERNIDAD DECADENTE
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INTRODUCCIÓN
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de las "democracias occidentales" nunca fue lo mal que funcionaban las cosas en esos
países, sino que hubieran funcionado bien. Como paradójico y nauseabundo es que desde
sectores que siempre militaron en la reacción se alerte hoy sobre las asechanzas del
fascismo. Nada más lógico, en semejante estado de cosas, que el éxito con el que se
desenvuelven toda suerte de farsantes y demagogos, ya que están en su elemento.
Continuando en esta línea de síntesis, se hace necesaria una referencia a la
mentalidad imperante en las sociedades modernas, que en gran medida es el producto de
una gigantesca sugestión colectiva creada por los medios propagandísticos del Sistema. Al
insistente bombardeo de los medios de comunicación obedece la aceptación casi unánime
de que gozan las falacias en las que se apoya el modelo. A esa campaña de intoxicación
permanente y masiva, y a la colaboradora complicidad de sus víctimas, se debe también la
entronización del dinero y otros reclamos habituales de los escaparates televisivos. Pero si
bien los tópicos que sirven de cobertura moral al Sistema son artificios puramente teóricos
(la solidaridad, la tolerancia, los derechos humanos, la libertad de expresión, etc.), no
ocurre lo mismo con los infravalores en los que realmente se apoya, que esos sí son algo
concreto y muy real. Y es en esos infravalores efectivos por los que se conduce la mayor
parte de la población (el afán de lucro, la obsesión patológica por el placer, el egocentrismo
consumista) donde reside su inmensa fuerza. Por lo demás, el control que el Poder posee
sobre la información le permite, tergiversándola y manipulándola, crear un estado de
opinión favorable a sus intereses, tanto en los diversos temas concretos como en el
conjunto de la situación. Sin embargo, todavía no ha sacado a este poderoso instrumento
todo el partido que puede sacársele, simplemente porque no ha necesitado hacerlo.
Cuando las circunstancias lo requieran, así lo hará.
Para terminar con este somero resumen, no podremos olvidarnos de la catastrófica
agresión que el mundo moderno está perpetrando contra la Naturaleza, ni de la separación
cada día mayor entre los países del Norte opulento y los del mísero Sur. Este último
fenómeno está dando lugar, además, a una clandestina y masiva emigración de los
desheredados hacia el "paraíso occidental", emigración que en algunos casos adquiere
casi características de avalancha y que constituye una fuente inagotable de conflictos de
imprevisible desenlace. De poco pueden servir las demagógicas e insuficientes políticas
hospitalarias que propugnan a este respecto determinados sectores ideológicos, ya que la
solución a un problema de esta envergadura pasa necesariamente por una drástica
modificación de las condiciones actuales, esto es, por una distribución equitativa de los
recursos mundiales que permita a las naciones pobres salir del ruinoso estado en el que se
encuentran. Todo lo demás son remiendos coyunturales que poco o nada resuelven.
Así pues, la suma de todo lo expuesto hasta aquí no permite participar de ese
optimismo irresponsable del que suelen hacer gala los embaucadores y los necios, que
luego son precisamente quienes más se lamentan cuando los males son ya irreversibles.
Es absurdo pretender que sea estable un mundo en el que se están vulnerando las normas
más elementales del equilibrio, tal y como ocurre hoy: el planeta asolado por la agresión
tecnológica; las naciones compitiendo ferozmente por no quedar rezagadas en la carrera
de lo que ha dado en llamarse "el progreso"; los pueblos enfrentados en atávicos
tribalismo; la sociedad cada día más desvertebrada y, finalmente, los individuos sumidos
simultáneamente en una fiebre neurótica por acceder a una falsa felicidad material y en
una creciente angustia, consecuencia inequívoca de la frustración que esta dinámica
genera. Un mundo así no puede inclinarse, lógicamente, sino hacia la descomposición y el
conflicto.
En las postrimerías del siglo XVIII, el historiador inglés Edward Gibbon publicó un
magistral tratado (`Historia de la decadencia del Imperio Romano') en el que exponía las
razones que, según su análisis, propiciaron el hundimiento de Roma. A través de laS
mismas el juicio histórico de Gibbon adquiere caracteres premonitorios, y no es posible
leerlas sin advertir su vigencia actual. Tales causas fueron:
- Aumento desorbitado de los ingresos del Estado y despilfarro de los caudales
públicos.
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Y más allá de todos ellos, el recambio del Sistema para las situaciones de grave crisis,
el totalitarismo, cuya hora no parece demasiado lejana toda vez que la degradación
presente no conduce a otro final. Y no estará de más dedicar a este asunto una breve
reflexión.
De un tiempo a esta parte la propagando oficial viene insistiendo en la amenaza
fascista, hecho que procediendo de quien procede no constituye sino un elemento más de
confusión. Porque la implantación de un régimen despótico en modo alguno ha de pasar
forzosamente por un asalto a la "fortaleza democrática" por parte de esas fuerzas políticas
a las que se identifica con el fascismo. Y porque el totalitarismo no es algo externo o ajeno
al sistema vigente, como la campaña intoxicativa pretende hacer creer, sino que constituye
su más íntima naturaleza. La apariencia democrática que adopta en circunstancias
favorables es sólo una fachada, una fórmula de suma utilidad cuando no es necesario
recurrir a otras más expeditivas. Pero bastará con que corran peligro los intereses que
protege para que muestre su verdadero rostro, cosa, por otra parte, que ya ha hecho en
numerosas ocasiones.
Que el totalitarismo es una posibilidad real, y hasta cercana, es algo que no puede
caberle duda a nadie medianamente lúcido. ¿A qué otro sitio, si no, conducen el
estercolero pseudo-democrático y el envilecimiento social? En realidad, sólo falta el
ingrediente, ya clásico, de un desmoronamiento económico. Lo que ya no resulta tan claro
es la forma que adoptará. Y a este respecto, pese a la alarma informativa y a su relativo
resurgimiento, lo razonable, por lógico, es descartar la opción del fascismo convencional,
demasiado desacreditado por las catastróficas consecuencias que su puesta en práctica
acarreó en un pasado aún reciente. Más probable, por ello, es que el despotismo se
implante en un futuro recurriendo a fórmulas nuevas y más sutiles, y que la amenaza
fascista, de la que tanto se habla, se convierta en el pretexto idóneo para adoptar en
situaciones críticas, y en nombre de la democracia, una serie de medidas que acaben
desembocando en una dictadura total. Más aún, el espantajo de la amenaza
antidemocrática será utilizado por el Sistema para descalificar, con fundamento o sin él,
todo aquello que pretenda oponerse a su orden corrupto. De hecho, esa táctica la utiliza
ya, y con resultados óptimos, pues el mecanismo psicológico, pese a su simpleza, es de
una eficacia temible. Pero en último extremo, que el totalitarismo se instaure abiertamente
o de forma subrepticia no parece que sea el aspecto esencial de la cuestión. En primer
lugar, porque, prescindiendo de ciertas formalidades, los actuales regímenes democráticos
son en realidad sistemas oligárquicos en los que el poder y la capacidad decisoria sólo
pertenecen a una reducida minoría. No puede sucumbir la democracia, por tanto, allí donde
no la hay. Y en segundo término, porque lo verdaderamente prioritario en las sociedades
económicamente avanzadas es un conjunto de logros materiales, muy por encima de
cualquier consideración de orden político o moral. Siendo, pues, obvio que una mayoría ha
renunciado a valores esenciales y ha aceptado la dinámica de la putrefacción establecida
por el Sistema a cambio de un alto nivel de bienestar material, ¿qué razones hay para
pensar que, llegado el momento, y por el mismo motivo, no va a renunciar también a la
ficción democrática actual?. Téngase en cuenta que el dominio más absoluto es el que ya
no precisa de la fuerza física y se sustenta en la alienación.
Vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ese es el mensaje que difunden
insistentemente los incontables apologistas de un modelo de vida que ha antepuesto sus
mezquinas conquistas materiales a todo lo demás. La adhesión al modelo en cuestión es
casi unánime, pues ante sus tangibles beneficios son muchos los que piensan que poca
importancia puede tener ese "todo lo demás". Lo malo es que hasta la realidad más
prosaica está sujeta a ciertas leyes, y una de ellas demuestra que allí donde se instala la
bajeza moral acaban imperando la destrucción física y la miseria material.
El infernal esquema jerárquico del mundo actual es más que evidente, aunque una
mayoría prefiera ignorarlo. En la cúspide, decidiendo el curso de los hechos, la mentira y el
poder del dinero. En un segundo escalón, y al servicio de aquellos, los rectores políticos,
una camarilla de mediocres sin conciencia. Y a ras de suelo, a modo de comparsa, los
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inferior, se impondrá la otra vía, la del horror y el sufrimiento. Pese a que el siglo que
finalizó ha sido pródigo en hechos lo suficientemente catastróficos como para recapacitar,
todo indica que los hombres no han aprendido la lección. Tal vez necesiten experiencias
más dolorosas y fracasos más estrepitosos para comprender que los fundamentos sobre
los que se asienta la modernidad son falsos; y si así es, no hay duda de que los tendrán.
Pero, a la postre, la forma en la que han de desarrollarse los acontecimientos depende de
lo que los humanos deseen. No es la fatalidad, sino su voluntad, lo que habrá de
determinarlo. Básicamente se trata de recuperar el verdadero punto de referencia, y con
ello, la capacidad de superar las bajezas y equivocaciones cometidas antes de que se
impongan sus consecuencias.
En cualquier caso, y sea cual fuere el camino que haya de seguirse, es lo cierto que
sólo puede haber un final: la supremacía de la Verdad sobre la mentira, del Espíritu sobre
la materia, de lo Superior sobre lo inferior. Porque lo contrario, además de absurdo, es
imposible.
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