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El pueblo apartó las muías del carruaje, para conducirlo a mano, entre
vivísimas aclamaciones. Las calles estaban sembradas de flores. Una
hora tardó en llegar la señora a la casa paterna, de donde salieron a
recibirla todas las damas de Valladolid, puestas con primor, con aquel
lujo que les es tan propio.
Nadie daba nada, pero todos pedían. Era interminable la lista de los
que solicitaban empleo como remuneración a sus servicios por la
causa, de quienes reclamaban los bienes perdidos o exhibían heridas
recibidas en campaña exigiendo pensiones; de militares que
clamaban por la paga de atrasados haberes: una catarata de
pedigüeños a quienes no podía darse satisfacción y, por ende, todo
un ejército de inconformistas y descontentos que renegaban del
Imperio.
Dona Ana María educaba a sus hijos, sonreía a sus damas y callaba.
La nobleza mexicana, salvo raras excepciones, se avino a formar su
corte. Presidía la casa de la emperatriz su camarera mayor, la
condesa de San Pedro del Alamo, y prestaban servicio en el palacio de
Moneada - donde la familia imperial siguieron residiendo - la
marquesa de Salvatierra, la de la Cadena, la de Vivanco, la de San
Miguel de Aguayo y las condesas de Regla y de la Presa de Jalpa,
entre otras de menor rango.
La tumba se alza a unos cuantos pasos del lugar donde Agustín I fue
coronado primer emperador constitucional de México