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Opinión
Después de la guerra fría, han surgido otros patrones de conflicto, con frecuencia
dominados por una dimensión etno-religiosa virulenta. No debemos, pasar por alto, los
distintos atentados en EE.UU., Londres, España y en otros países. Además, el avance de
la revolución islámica iraní, ha tomado por sorpresa a los artífices de las políticas y
analistas nacionales, que comienzan a cuestionar la naturaleza secular de la modernidad
imperante. Estas preguntas, sobre actual situación política mundial, han generado una
sensación de inestabilidad, que empaña la imagen del orden internacional moderno,
causando que aquellos antes cohesionados, pasen a estar simplemente, adheridos a la
idea de globalidad.
Ante ésta situación, en todos estos contextos, el potencial que tiene la religión como
“factor acelerador” de conflicto, nos resulta muy común, si observamos el desequilibrio
reinante en Oriente Medio. No somos ajenos, a que la problemática de la religión y la
política internacional es un problema latente, al que los mediadores deberán atender y
en ocasiones, incluir dentro de sus esfuerzos, en la interminable búsqueda por alcanzar
la paz (estabilidad).
Existen innumerables ejemplos, que van desde el conflicto de Camboya hasta Sudáfrica,
Ruanda, Irlanda de Norte, Mozambique e incluso Bosnia, donde “la paz” puede
interpretarse como una tregua frágil, y por tanto, tutelada por fuerzas represoras
internacionales que marcan los límites, que la religión, ni las estructuras políticas
establecidas, pueden garantizar a través de sus modelos de explicación de la realidad.
En primer lugar, desde la perspectiva práctica, nos encontramos con la paradoja de que
la religión parece ser la causa del conflicto, así como, su solución. Los efectos de la
religión en ambos sentidos, tanto exhortando a la sociedad a la paz como justificando la
violencia en defensa de lo “sagrado”, refleja la gran complejidad de la situación. Tal
ambivalencia, no es accidental sino intrínseca a la experiencia sagrada. Ya decía, una
cita coránica que “al cuervo hay que matarlo en el mismo huevo”.
Todo esto representa una enorme dificultad al intentar aplicar ciertas teorías científico-
políticas con la finalidad comprender, explicar y resolver los conflictos. No obstante,
hay quienes consideran que la religión no es, sino otra forma de racionalizar factores
distintos, como el interés material y los recursos energéticos, algo que hemos asumido
como las verdaderas causas, de algunos conflictos todavía abiertos.
Esta postura, nos puede conducir a un mal diagnóstico de la situación porque negarnos a
profundizar en éste aspecto, podría alejarnos de los verdaderos intereses detrás de
ciertas acciones de los estados dominados por líderes religiosos. En esta línea, debemos
considerar a la religión como elemento de análisis, ya que la misma, es fundamental en
la constitución de Comunidades cuyos agentes y estructuras han sido moldeados por ese
“yo”, que surge bajo estas poderosas influencias.
Tal vez, el fracaso del secularismo como alternativa simbólica a la religión es uno de los
grandes desafíos que enfrenta nuestra sociedad global, en su lento camino hacia
modernidad, ya que su perspectiva universal y transhistórica del mundo, ha sido incapaz
de sustituir a la religiosa, aún cuando algunas estructuras estatales han sido dotadas de
cierto carácter sagrado.