Sunteți pe pagina 1din 26

Danblon, Emmanuelle, “La fonction persuasive”

Capítulo 2

Nacimiento de la retórica

El siglo V, en Grecia, representa un momento de transmutación del


pensamiento y de las instituciones, que dio lugar al nacimiento de la retórica
como disciplina conciente de su acción en la construcción de la vida social. En
ese marco de transformación del pensamiento y las instituciones, los sofistas
se revelaron como los primeros pensadores de la retórica naciente.

Los sofistas
A pesar de las diferencias entre ellos en cuanto a sus posiciones o sus centros
de interés, los sofistas tuvieron temas de reflexión en común, que de ahí en
más se constituyeron en bases esenciales del pensamiento retórico. En ese
sentido, mostraron un interés marcado por el lenguaje, en tanto objeto de
curiosidad, y también se preocuparon por la problemática de las relaciones
entre la naturaleza y la ley. Como telón de fondo de esta reflexión, se
planteaba una transformación profunda de las instituciones políticas. El
nacimiento de la democracia requería que las decisiones se tomaran como
resultado de debates argumentados y no fueran decisiones impuestas por un
puñado de privilegiados. De modo que los sofistas tenían la ambición de
educar a los ciudadanos tanto en el saber en general como en las técnicas de
la retórica, con el anhelo de brindarles herramientas eficaces para la
construcción de la democracia. Pero los sofistas adquirieron una mala
reputación que ha llegado aún hasta nuestros días. Se la deben sobre todo a
Platón, que como veremos fue quien les asestó el primer golpe. Dos de los más
célebres sofistas, Protágoras y Gorgias, desarrollaron reflexiones sobre la
naturaleza del ser y del lenguaje que no son ajenas a esa mala reputación.

Protágoras

Protágoras fue el iniciador de la Primera Sofística. Muchos interpretan que su


doctrina plantea un relativismo escéptico, que se traduciría en la idea de que
sobre todas las cosas se puede sostener un discurso y el discurso contrario.
Pero como recuerda Romeyer1, el marco del pensamiento de Protágoras es
precisamente el de la democracia naciente. Los sofistas se interesaban
principalmente en las cuestiones humanas, en la realidad social, y desde esa
perspectiva, en las decisiones políticas. Así, está claro que una decisión
tomada en una asamblea política siempre ha sido objeto de un debate previo.
De modo que la decisión misma es una convención que representa un
consenso idealizado, pero nunca total en la realidad. Se conserva el rastro de
los debates que tuvieron lugar antes de la decisión y, por consiguiente, la
conciencia relativa del hecho de que hubo argumentos válidos a favor de otro
punto de vista, diferente del que finalmente fue adoptado. El relieve que lleva
asociada necesariamente la decisión es simplemente un reflejo del hecho de
que es extremadamente infrecuente que una asamblea sea unánime. El
principio de la asamblea democrática conlleva en sí la idea de oposición. Pero
esta última no debe leerse de una manera fáctica, como una contradicción
interna que conduce a un relativismo generalizado, sino como un principio
regulador de la democracia misma. Tal vez esto se perciba aún más
nítidamente en el marco judicial, donde se oponen dos discursos
contradictorios, el de la acusación y el de la defensa, en una verdadera pugna
verbal.

Sin dudas, es a la luz de esta consideración como conviene interpretar la frase


más célebre de Protágoras:

“El hombre es la medida de todas las cosas, de las cosas que son, en tanto son,
y de las cosas que no son, en tanto no son.”

Sin embargo, la interpretación más difundida en la actualidad de este aforismo


va en el sentido del relativismo escéptico, una interpretación coherente con la
mala reputación que persigue a los sofistas desde hace siglos. Considerados
como arribistas amorales y corruptos, se los juzgaba capaces de cambiar de
bando y apoyar cualquier causa con tal de obtener algún beneficio.

Pero tal vez haya algo más. El pensamiento de fines del siglo XX se ha
caracterizado, entre otras cosas, por un movimiento de rehabilitación de la
sofística. En este contexto, se ha recordado que los sofistas eran intelectuales
de profesión, tal vez los primeros en su tipo, y en tanto tales, pedían un pago a
cambio de sus enseñanzas, simplemente porque tenían que vivir de eso. En
este marco, el carácter mercantil de la actividad de los sofistas tal vez no sea
tan condenable como se ha querido creer, en la medida en que es innegable
que todo trabajo, sea intelectual o manual, merece un salario. Pero es
conveniente señalar que esta reciente rehabilitación de la sofística muchas
veces se inscribe en una corriente de pensamiento calificada de posmoderna,
que se adapta muy bien a una interpretación relativista radical del discurso
sofístico. En esa lectura, el aforismo de Protágoras significa que la realidad en

1
Gilbert Romeyer Dherbey, Les Sophistes, París, PUF, Collection « Que sais-je ? », 1985.
su conjunto depende, para existir, de una decisión o de una intervención
humana que puede manifestarse en forma de una mirada, de un discurso o de
un pensamiento. Dicho de otro modo, no habría realidad por fuera de toda
presencia humana. Esa lectura relativista radical tiende a reducir el conjunto de
la naturaleza a convenciones. Con esa visión de las cosas, todo es
convencional: tanto los principios y las decisiones como la luz del día y el curso
de las estaciones. La reducción de los hechos a convenciones reproduce como
un espejo la reducción que operaba el discurso mágico al recubrir de
convenciones los hechos. Mientras los unos no veían convenciones en ninguna
parte, los otros no ven en ningún lado hechos naturales. Así, paradójicamente,
las dos interpretaciones del mundo, la mágica o la relativista, terminan
transmitiendo una concepción bastante parecida del lenguaje. En efecto, en las
dos concepciones, el lenguaje gobierna la creación del conjunto de la realidad,
enteramente natural para los unos, enteramente social para los otros. No
obstante, de todos modos, ya sea que la reducción se produzca de la ley a la
naturaleza o de la naturaleza a la ley, impide mantener la distinción nítida
entre los hechos y las convenciones que sin embargo parece ser uno de los
avances fundamentales que le debemos al pensamiento de los sofistas.

Por esta razón, existe una interpretación del aforismo de Protágoras que tiene
el mérito de matizar la lectura relativista, aunque por un lado condena a los
sofistas como lo hizo Platón y por otro los rehabilita para la causa de una
concepción posmoderna del lenguaje.

Esta interpretación más matizada es la que propone Eugéne Dupréel2. Según


este autor, en el aforismo de Protágoras sobre el Hombre-Medida hay que ver
una reflexión sociológica sobre el hecho de que el hombre decide la realidad
social, aun cuando la naturaleza siga siendo asunto de los dioses. La lectura de
Dupréel presenta un interés adicional, ya que toma en cuenta el texto griego
literalmente. En efecto, Protágoras designa a las “cosas” a las que se refiere
mediante un término que apunta no a la naturaleza misma, sino a las cosas
que acontecen, es decir las convenciones, las decisiones, los principios y los
valores; en síntesis, todo aquello que compone la realidad social, es decir, la
trama de aquello que se construye entre los hombres reunidos en asamblea.
Desde esta perspectiva, hay que ver en Protágoras a uno de los primeros
teóricos de la realidad social, realidad que se construye y se mejora a partir del
marco retórico cuyos primeros maestros fueron los sofistas.

Gorgias

Gorgias fue otro de los célebres pensadores de esa realidad social entre los
sofistas. Discutió la cuestión de la realidad en su famoso Tratado sobre el no-
ser, mediante una tesis enunciada en tres tiempos:

2
Eugène Dupréel, Les Sophistes, Neuchâtel, Éditions du Griffon, 1948.
“Nada existe, y si existiera algo, no podría ser conocido, y si pudiera ser
conocido, no podría ser comunicado a los demás.3”

Aquí, como en el caso del aforismo de Protágoras, las interpretaciones


divergen, oscilando entre un relativismo rayano en el puro y simple nihilismo y
una posición más matizada que vamos a examinar con más detalle. Por cierto,
en la primera tesis hay una crítica a la ontología ingenua de Parménides y una
alusión a su poema "El ser es, el no-ser no es”. Luego, en la segunda tesis, hay
una crítica a la epistemología ingenua que se desprende bastante
naturalmente de la física de Parménides. Por último, en la tercera tesis, hay
una crítica a una concepción, también ingenua, del lenguaje. El argumento de
Gorgias consiste en subrayar que el lenguaje y el mundo no son de la misma
naturaleza. Entonces, plantea que lo que se dice siempre es discurso y no un
objeto del mundo. Además, nuestra relación con el mundo es personal y no
puede ser reducida ni generalizada mediante una fórmula comunicable a todos.
Pensándolo bien, Gorgias hubiera podido imaginar una cuarta tesis que
estipulara: “y aunque fuera comunicable, no hay adecuación entre el lenguaje
y el mundo”. Esto permitiría matizar también el planteo que se desprende de
su tercera tesis: lo real es inefable. Efectivamente, la cuestión de lo inefable
constituye un problema central para la lingüística y para la retórica. Así, en la
triple tesis de Gorgias hay una intuición sobre el lenguaje que se desprendería
de su doble crítica a la ontología y la epistemología. Y esa intuición, además,
prefigura en parte la concepción semántica moderna de la verdad. En efecto,
toma totalmente en cuenta el carácter convencional del lenguaje y por lo tanto
no exige ninguna adecuación entre la naturaleza de un enunciado y lo que este
representa. Entonces, la renuncia al ideal absoluto de un lenguaje que se
plantee como espejo del mundo no conduce necesariamente a una concepción
subjetiva de ese vínculo, concepción que condenaría definitivamente a cada
hombre a un puro y simple soliloquio.

Por lo demás, esta interpretación de la posición de Gorgias concuerda con su


reflexión sobre el lenguaje como herramienta de la retórica, a saber, que sería
una “ilusión justificada”. En otras palabras, la conciencia de la dimensión
convencional del lenguaje, en la medida en que implica una renuncia al mito de
la adecuación, permite librarse de la tensión creada por un ideal de verdad
imposible de alcanzar. De esta liberación puede nacer una verdadera reflexión
sobre la eficacia del discurso y, por ejemplo, sobre la potencia evocadora de las
figuras retóricas.

Esta dimensión de la retórica es una de las más importantes para Gorgias, cuyo
estilo se hizo famoso, a tal punto que se habla de “gorgiano” para caracterizar
a un discurso particularmente elocuente. En efecto, Gorgias pensaba que las
imágenes y las figuras de la retórica llegaban directamente al alma y
3
La formulación está tomada de Eugène Dupréel, Les Sophistes, Neuchâtel, Éditions du
Griffon, p. 63.
contribuían a provocar la persuasión indispensable para lograr adhesión. Una
de las imágenes que se hicieron famosas y llegaron a nuestros días es la de las
“tumbas vivientes”, para designar a los buitres. Para Gorgias, las imágenes y la
poesía en general permiten llegar directamente a la emoción. Así, la sentencia
de lo incognoscible y lo inefable podría encontrar una escapatoria dentro de la
retórica misma. En efecto, la incomunicabilidad según Gorgias remite
principalmente a la pretensión del lenguaje de hacer corresponder las palabras
y las cosas. Pero las imágenes poéticas no tienen tal pretensión, ya que tocan
directamente a las emociones. Gorgias se interesó en particular en aquello que
permite colocar a un auditorio en una situación de óptima receptividad: el
papel de la persuasión está en el centro de las reflexiones de Gorgias, como de
toda la sofística.

Pero además, en Gorgias, la persuasión tiene un estatus muy particular que


parece hincar directamente sus raíces en el discurso mágico. En primer lugar,
porque Gorgias tiene una concepción del auditorio que lo entiende como una
entidad pasiva sobre la cual el discurso produce un efecto comparable a los
hechizos de la magia. La persuasión se compara muchas veces, en cuanto a
sus efectos, a la medicina que, en la época de Gorgias, aún estaba muy cerca
de la magia. Así, el discurso se compara con un pharmakon, un término que
significa tanto remedio como veneno. Esta analogía subraya el hecho de que la
persuasión puede ser tanto un remedio para los dolores del alma, como un
hechizo maléfico. La visión de la persuasión en Gorgias plantea una cuestión
fundamental de la retórica: la persuasión utiliza las emociones humanas para
alcanzar sus fines y la adhesión de un auditorio no es necesariamente –incluso
está muy lejos de eso- una indicación de la validez de los argumentos y de los
razonamientos que se han presentado para su aprobación.

Esta tensión entre validez y persuasión atraviesa toda la historia de la retórica.


Como veremos, cada época y cada corriente teórica ha buscado responder a
ella a su manera.

Una de las respuestas más famosas y más categóricas es la de Platón, que


apuntaba directamente a Gorgias como modelo de todo lo que se debe
condenar en la retórica.

Platón
La retórica es uno de los temas fundamentales de la obra de Platón. En sus
diálogos, pone en escena a personajes – en muchas ocasiones se trata de su
maestro, Sócrates - que discuten con la finalidad de establecer la fuerza de un
punto de vista. En algunos de esos diálogos, los sofistas quedan
particularmente mal parados, dado que Platón buscaba denunciar sus técnicas
como basadas en la impostura y mostrarlos como si simplemente fingieran
contar con una capacidad que en realidad no poseían. Platón pone en escena a
Sócrates enfrentándose a los sofistas, que enseñan su arte de la manipulación
mediante la palabra y construye una verdadera “figura” del sofista retratado
como una mala caricatura, una parodia, del filósofo. En efecto, tanto el filósofo
como el sofista se declaran interesados por la sabiduría, pero, según Platón, los
sofistas solo ostentan apariencias de saber. Sin embargo, la acusación de
Platón tenía sus razones políticas, ya que, poco proclive a defender la
democracia, sabía bien hasta qué punto un régimen de ese tipo necesita una
práctica del arte de la oratoria por parte de los ciudadanos.

Pero hay también un problema filosófico más profundo. Cuando fue condenado
su maestro Sócrates, Platón experimentó el hecho de que un discurso, por bien
construido que esté desde el punto de vista filosófico, no vale de nada si no
gana la adhesión de los jueces. Para Platón, esta ley de la eficacia sofística
constituía un escándalo filosófico que se dedicó a combatir en una serie de
diálogos. Uno de los más célebres lleva justamente el nombre de Gorgias.
Capítulo 5

Perelman:
la Nueva Retórica

El Tratado de la Argumentación, firmado por Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-


Tyteca, fue publicado en 1958, el mismo año que el libro de Stephen Toulmin.
Por lo tanto, el contexto es en parte similar, tanto en el plano político como en
cuanto al estado general de la disciplina4.

El contexto del pensamiento de Perelman


Al igual que Toulmin, Perelman va a afirmar una voluntad muy clara de tomar
distancia del logicismo reinante, considerado ineficaz para fundar la razón
práctica. Ya en las primeras líneas de la introducción, los autores se ocupan de
señalar que su tratado marca

“[...] una ruptura con una concepción de la razón y del razonamiento que parte
de Descartes y que ha dejado su impronta en la filosofía occidental de los tres
últimos siglos.”

Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1988, p. 1.

Los autores insisten desde un comienzo en el campo que abarca la disciplina


que buscan refundar, reivindicando explícitamente la Retórica de Aristóteles:
se trata de estudiar las técnicas discursivas que permiten “provocar o
acrecentar la adhesión de las mentes a las tesis que se presenta para su
aprobación” (Ibíd. p. 5). Podemos considerar que la iniciativa de Perelman es,
junto a la de Toulmin, el primer intento verdadero en siglos de superar la aporía
propiamente retórica que impide conciliar la eficacia de la persuasión con la
razón práctica. Para esto, el pensamiento de Perelman, marcado por la práctica
jurídica, también va a inspirarse en muchas ocasiones en la teoría del derecho.

4
Para un panorama general del pensamiento de Perelman, se puede consultar Marc
Dominicy, “Perelman et l'École de Bruxelles” [en traducción al alemán], en
Kopperschmidt (J.) y Eggs (E.), ed., Die Neue Rhetorik. Studien zu Chaim Perelman,
Munich, Fink, en prensa.
Podemos afirmar que los fundamentos de su teoría de la argumentación tienen,
en gran medida, una inspiración jurídica.

Lo racional y lo razonable

Con esta visión de la argumentación, Perelman va a proponer dos criterios


complementarios que trazarán los límites del campo de la argumentación: se
trata de lo probable y lo razonable.

De estos dos criterios debería surgir una nueva concepción de la racionalidad.


Consideremos primeramente el límite de lo probable. Como muchos de sus
antecesores, empezando por Aristóteles, el autor de la Nueva Retórica insiste
desde un principio en la idea de que la argumentación interviene en las
cuestiones en las que no hay certeza. Esto no impide que el criterio más usual
de la racionalidad – de una acción, una decisión o un principio - muchas veces
se confunda con su carácter evidente. Pero aquí encontramos otra herencia
más del positivismo, que lleva a una reducción de la práctica de la
argumentación. Porque el campo de la retórica abarca, precisamente, las
cuestiones que no dependen de la evidencia, es decir aquellas que conviene
justificar mediante principios razonables. Pero para mantener la disciplina en
un marco aceptable para la razón práctica, ante todo hay que procurarse los
medios para definir qué es lo razonable.

Lo razonable en Perelman puede definirse como lo que reúne el consenso más


amplio posible entre aquellos a quienes se considera como “interlocutores”
dentro de una comunidad. Vemos que esta definición no hace más que
posponer para otra etapa la delicada cuestión de la racionalidad práctica. En
efecto, ¿según qué criterios se considerará a alguien digno de ser un
interlocutor o, por el contrario, se lo considerará como alguien cuya voz no
merece ser escuchada? Observemos, de paso, que esta visión de lo razonable
recuerda la concepción de Aristóteles en la Tópica:

“No hay que examinar cualquier problema o cualquier tesis, sino solo aquellos
que puedan representar una preocupación para un interlocutor que merezca
que se le dé una respuesta razonada y no que simplemente se lo ignore o se lo
remita a sus sentidos; de hecho, quienes se preguntan si es necesario o no
honrar a los dioses y amar a sus padres, no merecen ser tenidos en cuenta, y
los que se preguntan si la nieve es blanca o no, solo merecen que se los remita
a sus sentidos.”

Top., I, 11, 105a.

Tanto en Aristóteles como en Perelman, encontramos una intuición común de


qué es un interlocutor razonable. Ahora bien, esta intuición parece
indispensable para fundar la razón práctica. Pero como suele suceder, las
dificultades aparecen en cuanto hay que ir más allá de la intuición primera e
intentar justificarla o incluso teorizarla, puesto que todo intento de reflexión
sistemática sobre la noción de “interlocutor razonable” implicará el riesgo de
aplicar una visión normativa y potencialmente autoritaria de la razón. Tal vez
haya allí una especificidad de la Nueva Retórica, al hacer intervenir numerosos
conceptos, tan indispensables para la razón práctica como problemáticos en el
plano teórico.

Sin embargo, al leer a Perelman, se admite sin dificultad que, en derecho, el


concepto de razonable es no solo operativo sino, además, indispensable para la
disciplina. En la definición tradicional de lo racional, se espera encontrar
criterios tales como la objetividad, el rigor y la exactitud. Muy por el contrario,
en derecho la noción de razonable exige cualidades tales como la flexibilidad,
el sentido de la medida y la capacidad de adaptación. La mayor parte de las
veces se considerará a una decisión jurídica como “no razonable” si tiene
tendencia a aplicar la ley de manera ciega, sugiriendo que solo su aplicación al
pie de la letra es racional y llegando a veces incluso a violar el espíritu que ha
presidido su establecimiento, haciendo caso omiso de consecuencias flagrantes
que irían en contra del sentido común:

“Mientras que, en derecho, las ideas de razón y racionalidad han estado


vinculadas por un lado a un modelo divino y por otro lado a la lógica y a la
técnica eficaz, la de lo razonable y su opuesto, lo no razonable, están ligadas a
las reacciones del medio social y su evolución. Mientras que las nociones de
“razón” y de “racionalidad” se vinculan a criterios bien conocidos en la tradición
filosófica, tales como las ideas de verdad, coherencia y eficacia, lo razonable y
lo no razonable se relacionan con un margen de apreciación admisible y con
aquello que, al exceder los límites permitidos, aparece como socialmente
inaceptable.”

Perelman, 1990, p. 520.

Veremos que el estatus de lo razonable se encuentra íntimamente vinculado a


las reflexiones más fértiles del pensamiento de Perelman. Así, lo razonable
parece obtener su propia racionalidad de criterios que implican un desafío a
toda visión estrechamente positivista de la racionalidad.

El juicio razonable que, idealmente, debería estar encarnado en el juez, ya se


encontraba en Aristóteles en la figura del hombre prudente, tal como ha sido
desarrollada en la Ética a Nicómaco.

Paradójicamente, esa concepción de la razón resulta ser al mismo tiempo muy


antigua y muy moderna. En Aristóteles se plantea como una antropología de la
razón.

Después de pasar por el Siglo de las Luces, que creyó poder capturar su
esencia definitiva, la noción vuelve a aparecer en Perelman, tan operativa
como problemática, con esta herencia nunca desmentida: la decisión razonable
pone en juego cualidades humanas de sabiduría, lucidez y responsabilidad.

Vamos a ver qué puede significar concretamente ese ideal dentro de una
reflexión sobre la argumentación.

La noción de desacuerdo

De manera muy coherente con la cuestión de lo “razonable”, el pensamiento


antipositivista y jurídico de Perelman se basa en un nuevo enfoque del
desacuerdo.

De Platón a Descartes, en un sistema de pensamiento que ve en la evidencia el


signo de infalibilidad de la verdad, la aparición del desacuerdo no puede ser
percibida sino como signo de error o hasta como una desgracia. Por el
contrario, en una visión jurídica del razonamiento, el desacuerdo se percibe no
solo como aceptable, sino mucho más aún, como parte de la estructura misma
de las instituciones en las que se despliegan los debates políticos y sociales:
tanto los tribunales de justicia como las asambleas deliberantes tienen sus
convenciones que permiten organizar el procedimiento del debate. La discusión
se alimenta del desacuerdo, que siempre está en su origen. Desde un punto de
vista opuesto al del pensamiento cartesiano, podemos afirmar que el
desacuerdo constituye una condición central de la racionalidad en
argumentación.

Se trata de un punto crucial, que muchas veces ha sido malinterpretado, aún


en la actualidad, en las teorías de la argumentación. En efecto, Perelman
insiste en el hecho de que la finalidad de la argumentación no es la búsqueda
del consenso sino la toma de decisión. Esa distinción, que en un principio
puede parecer anodina, es sin embargo crucial, ya que supone la distinción,
fundamental en retórica, entre el hecho y el derecho. La toma de decisión es
un acto político en sentido amplio, esencial para el buen funcionamiento de la
ciudad. Tanto en un tribunal de justicia como en una asamblea, al cabo de los
debates se espera arribar a una decisión. Ahora bien, la decisión deberá
tomarse aun cuando en los hechos no haya consenso total, es decir aun
cuando el conjunto del auditorio no llegue a la misma creencia o la misma
convicción al término de los debates. Por lo tanto, el momento de la decisión
representa también una convención necesaria, gracias a la cual la comunidad
puede adoptar un modo de conducta que todos reconocen, aun cuando en los
hechos sigan existiendo numerosos desacuerdos. Por supuesto, lo ideal es que
los debates permitan resolver la mayor parte de los conflictos que se plantean.
Pero de todos modos, y esto es lo importante, en la realidad social lo que
cuenta es la capacidad de una comunidad para tomar una decisión
colectivamente, incluso en caso de que en los hechos no se haya alcanzado un
consenso.

La distinción entre consenso y decisión es, por lo tanto, fundamental y la


tendencia a su reducción a veces tiene consecuencias perversas. Una de las
más importantes consiste en evitar todo riesgo de desacuerdo, al ver en ello el
signo del fracaso de la argumentación. Desde la perspectiva que lo considera
como una herramienta de la discusión, el desacuerdo deja de ser una amenaza
para la sociedad y pasa a ser solo un signo, muy racional, del hecho de que va
a haber que implementar debates, al término de los cuales las decisiones
adoptadas colectivamente cambiarán la realidad social.

Esto no quita que la naturaleza del desacuerdo y su puesta en práctica no


siempre tomen las mismas formas discursivas, que a su vez no siempre llevan
a las mismas consecuencias, ni en el plano práctico, ni en el epistemológico.
Por ejemplo, encontramos un campo muy variado de géneros que surgen a
partir de diferentes tipos de desacuerdos, como la controversia y la disputa, en
las que el modo de argumentación y el objetivo que persiguen los
participantes, a veces, es muy diferente5.

La tipología de los argumentos en Perelman


Antes de pasar a los aspectos del pensamiento de Perelman que aún hoy
siguen siendo tan ineludibles como problemáticos, conviene mencionar que el
autor del Tratado propuso también una tipología de los argumentos, a la
manera de lo que suelen hacer los autores anglosajones. En el Tratado de la
Argumentación, la tipología de los argumentos se refiere ante todo al logos. En
este punto, Perelman deja de ser aristotélico, ya que abandona todo intento de
vincular su reflexión a una distinción entre diferentes géneros retóricos, cada
uno de los cuales correspondería a un marco institucional específico.

En todo caso, la tipología perelmaniana de los argumentos coincide con


criterios lógicos y epistemológicos, e incluso a veces con criterios más
propiamente retóricos, en el sentido de la retórica de las figuras. Tal como
admiten los autores mismos del Tratado, se trata de “esquemas” que también
pueden ser considerados como “lugares” en el sentido de Aristóteles (1988, p.
255).

5
Sobre estos temas, se puede consultar provechosamente el importante trabajo
desarrollado por Marcelo Dascal sobre la naturaleza de las diferentes controversias.
Véase, por ejemplo: Marcelo Dascal. Interpretation and Understanding. Amsterdam,
John Benjamins, 2003; Marcelo Dascal. 2005. “The balance of reason”, en D.
Vanderveken, ed., Logic, Thought and Action. Dordrecht, Springer, p. 27-47.
Podemos clasificar estos esquemas en dos grandes categorías, a saber los
procedimientos de enlace y de disociación:

Capítulo I Los argumentos cuasi-lógicos

Capítulo 2 Los argumentos basados en la estructura de lo real

a) Los nexos de sucesión

b) Los nexos de coexistencia

Capítulo 3 Los nexos que fundan la estructura de lo real

a) El fundamento en el caso particular

b) El razonamiento por analogía

Capítulo 4 La disociación de las nociones

Capítulo 5 La interacción de los argumentos

El estatus cognitivo de los esquemas de pensamiento: ruptura


de nexo y disociación

En términos generales, los esquemas de nexo proponen relaciones entre


elementos en principio distintos, mientras que los esquemas de disociación
sugieren, por el contrario, que conviene separar elementos que aparecían
como solidarios dentro de un sistema de pensamiento o de representación. Así,
la tipología de los argumentos propuesta por Perelman, es concebida de
manera bastante abstracta como descripción del movimiento natural del
pensamiento:

“Psicológica y lógicamente todo nexo implica una disociación, e inversamente:


la misma forma que une elementos diversos en un todo bien estructurado, los
disocia del fondo neutro del que los desprende. Las dos técnicas son
complementarias y siempre actúan al mismo tiempo; pero la argumentación
gracias a la cual se modifica el dato puede poner énfasis en el nexo o en la
disociación que está favoreciendo, sin explicitar el aspecto complementario que
resultará de la transformación buscada. Algunas veces los dos aspectos están
presentes simultáneamente en la conciencia del orador, que se preguntará
hacia cuál de los dos conviene dirigir la atención.”

Perelman y Obrechts-Tyteca, 1988, p. 256.

Este párrafo nos permite apreciar el hecho de que los autores del Tratado
conciben la actividad de argumentación como un modo de pensamiento
natural en el hombre, pero no por eso exento de complejidad. También hay una
reflexión similar en Toulmin que se tomó el trabajo de separar, en los
esquemas argumentativos, el recorrido del pensamiento y la forma en que los
resultados de ese recorrido se presentan al auditorio. En términos de Perelman,
el orador deberá decidir, al momento de presentar elementos susceptibles de
conquistar la adhesión, si estos son solidarios desde un principio o si, por el
contrario, serán objeto de una nueva relación. Sea como fuere, hay una
intuición compartida, según la cual, en argumentación, se instala una distancia
entre el razonamiento producido psicológicamente y el que se presenta luego
públicamente a un auditorio.

La distinción de los aspectos lógico, retórico y psicológico es, sin lugar a dudas,
crucial para la disciplina. Pero lleva a una reflexión que resulta muy compleja,
ya que en el discurso retórico con frecuencia se apela a puestas en escena del
mundo tal como es o tal como se lo idealiza, sin que la distinción pueda
establecerse siempre claramente. En el plano teórico, a veces es difícil
distinguir entre esos diferentes niveles.

En Perelman, el estudio de los esquemas de enlace y de disociación es un buen


ejemplo de esa complejidad. Los autores del Tratado se ocupan de diferenciar
el procedimiento de “ruptura de nexo”, por un lado, del de "disociación", por el
otro.

La ruptura de nexo

La ruptura de nexo consiste en afirmar que elementos que deberían haberse


mantenido separados, han sido indebidamente asociados. Ahora bien, se
plantea de inmediato la cuestión del estatus “cognitivo” de dichos elementos,
ya que cabe preguntarse si lo que se afirma es que están separados realmente
o si lo están en nuestras representaciones. En una primera aproximación, cabe
señalar que se encuentran esquemas de pensamiento análogos en proverbios
como los siguientes: "Hay que separar la paja del trigo”, “No hay que tirar al
bebé con el agua de la bañera”6. Además, el estatus cognitivo complejo de los
proverbios ilustra toda la complejidad de estos esquemas de pensamiento que
ayudan a estructurar la experiencia cotidiana, sin por ello ofrecer garantía
absoluta en términos de validez científica.

En todo caso, quien opera una ruptura de nexo está denunciando una
amalgama. Pero esa amalgama, ¿está en la representación que el orador se
hace de lo real o en la que le presenta al auditorio? Dicho de otro modo, ¿se
trata de un error o de un intento de manipulación? Al parecer incluso esta
distinción puede no siempre ser clara. La noción de “paralogismo” o de
6
Este tipo de relación permite poner de relieve el vínculo cognitivo que puede
establecerse entre esquemas argumentativos, topoi o marcos de pensamiento más
tradicionales, tales como los que proveen los proverbios.
argumentación falaz presenta la misma ambigüedad. Le dedicaremos un
desarrollo específico en el Capítulo 6. Pero ya podemos ir adelantando que la
denuncia del paralogismo, como error o como manipulación, presupone en
todo caso que el denunciante piensa que existe un modo de razonamiento
correcto, justo, que toda argumentación debería idealmente alcanzar.

Así, el marco propuesto por la “ruptura de nexo” presupone un modelo


idealizado del razonamiento cuya pureza sería garante de validez. De modo
que se busca corregir los errores de razonamiento, pero en el curso de esa
corrección, no se tendrá la sensación de llegar a tocar la realidad de las cosas.
Al contrario, se habrá reforzado aún más la sensación de que la realidad es
única y que el papel del lenguaje es dar cuenta de ella de la manera más fiel –
la menos falaz - posible.

En el plano lingüístico, se puede introducir una ruptura de nexo mediante


fórmulas del tipo “eso no tiene nada que ver” o “no veo la relación”, que
marcan la voluntad de desolidarizar elementos que, sin embargo, han sido
presentados como solidarios.

Veamos un ejemplo concreto:

“Cuando una sociedad es hostil, todo tipo de pretexto sirve para justificar la
represión. Dejemos de lado esta hipocresía. El tecno se ha transformado hoy en
un fenómeno de la sociedad cuya amplitud no puede dejar a nadie indiferente.
Amalgamar ese movimiento con la droga es inadmisible y es parte de esa
voluntad represiva. El tráfico y el consumo de estupefacientes son temas
suficientemente preocupantes para merecer un debate serio. Estoy en contra de
la droga y a favor de la prevención y la información sobre los riesgos del
consumo de productos peligrosos. Pero no es prohibiendo y cerrando los ojos
como vamos a resolver este problema.”

Jack Lang, Libération, 30/10/1997.

En este fragmento, el que argumenta rompe explícitamente el nexo que se


establece tradicionalmente entre la música tecno y la droga, acusando a esa
asociación de ser una amalgama. La discusión se refiere a la concepción que se
tiene de la realidad. ¿Se trata de un error o de una asociación voluntariamente
falaz? De cualquier manera, la ruptura de nexo se opera como la denuncia de
una representación errónea de la realidad, cuya alternativa “justa”, “correcta”,
es presentada como única7.

La disociación de nociones

7
Sobre la acusación de amalgama, ver el Capítulo 6.
Con la técnica de disociación de nociones sucede algo muy diferente. Cuando
tiene lugar este procedimiento argumentativo al que ahora dedicaremos
nuestra atención, se afirma, en cambio, que es conveniente disociar elementos
que anteriormente se encontraban perfectamente reunidos, lo que no se niega.
Por lo tanto, se trata de un movimiento mucho más profundo que el de la
ruptura de nexo. En efecto, el orador que propone una disociación va a intentar
hacer admitir al auditorio que hay que cambiar la visión de lo real, que sin
embargo era común hasta ese momento. Esto es lo que dicen los autores del
Tratado:

“La disociación de nociones, tal como nosotros la entendemos, consiste en un


reajuste más profundo, siempre sustentado en el deseo de señalar una
incompatibilidad surgida de la confrontación de una tesis con otras, que puede
referirse a una cuestión de normas, de hechos o de verdades. Hay soluciones
prácticas que permiten resolver la dificultad en el plano exclusivo de la acción,
evitar que la incompatibilidad aparezca, diluirla en el tiempo, sacrificar uno de
los valores que entran en conflicto o incluso los dos. La disociación de nociones
corresponde, en el plano práctico, a un compromiso; pero en el plano teórico
conduce a una solución que valdrá también en el futuro, porque al reestructurar
nuestra concepción de lo real, impide que vuelva a aparecer la misma
incompatibilidad.”

Perelman y Olbrechts-Tyteca 1988, p. 552-553.

Este párrafo articula claramente la exigencia de razón práctica con las


consecuencias que puede tener sobre la visión de lo real. Esta articulación, que
se encuentra en el núcleo de la retórica, plantea sin embargo, numerosos
problemas, tanto en lo que hace a las teorías como a la visión común que
pueden tener los actores sociales sobre la argumentación. Vamos a ver que los
desarrollos relativos a la disociación de nociones no escapan a esta
problemática.

La disociación de nociones como herramienta de la crítica

Fundamentalmente, la técnica de disociación consiste en aplicar un


procedimiento crítico al núcleo mismo de las nociones que constituyen el
cimiento de las comunidades, que son construidas y utilizadas por ellas y con
frecuencia consideradas como absolutas e inamovibles. En este sentido, el
procedimiento resulta, sin duda, delicado. Por una parte, es un procedimiento
necesario para mantener los principios abiertos a la crítica y a la adaptación a
las nuevas situaciones, movimiento sin el cual toda comunidad terminaría
siendo tarde o temprano guardiana de un poder absoluto y autoritario. Pero por
otra parte, la necesidad que esas mismas comunidades experimentan de creer
que se basan en principios suficientemente confiables como para tener una
cierta perdurabilidad, las hace reacias a tal exigencia de apertura. Al momento
de emprender la crítica, la sociedad no siempre se encuentra en condiciones de
concebir sus propios principios como convenciones, y entonces prefiere
considerarlos como hechos, evidencias. Por lo tanto, con frecuencia sucede que
el orador que emprende un proceso de disociación tiene que empezar por
hacer un esfuerzo de relativización de algunos principios que hasta ese
momento eran considerados como íntegros y por lo tanto indisociables. En
otras palabras, el esfuerzo de crítica que rige todo proceso de disociación debe
presuponer, simultáneamente, que la realidad social es compleja, convencional
y no definitiva. No basta con afirmar que los adversarios se equivocan porque
no tienen acceso a la realidad tal como es. Se le pide a la comunidad que
considere las consecuencias prácticas de la manera en que se aplicarán los
principios y valores a los que adhiere.

Veamos un ejemplo, que ilustra los debates contemporáneos sobre la laicidad:

“Yo no estoy en contra [del hecho de legislar] pero hay que tener presente que
esta ley no solucionará ninguno de los verdaderos problemas que enfrentan los
docentes. Ellos han salido de su papel de pedagogos para transformarse en
militantes de una laicidad mal entendida. Al mismo tiempo, si se legisla, no se
podrá evitar tocar la noción de laicidad. La concepción francesa de la laicidad es
clara. Es la reunión de la mayoría en torno a valores comunes fundamentales. Al
mismo tiempo, esta laicidad respeta la libertad de cada cual y no prohíbe llevar
un signo de pertenencia religiosa en el espacio público, que engloba tanto a la
escuela como a las administraciones o la calle. Es conveniente tener conciencia
de que el voto de una ley, tal como se plantea en este momento, significaría el
paso de una laicidad de esclarecimiento y de pacificación, a una laicidad rígida y
conflictiva.”

En este párrafo, un usuario de Internet participa en el debate sobre la


oportunidad de una nueva ley sobre la portación de insignias religiosas. Se
puede ver claramente que aplica una disociación de la noción de laicidad, que
sin embargo es fundacional en una sociedad democrática como la nuestra.
Entonces, tocar uno de los pilares del lazo social, no deja de conllevar riesgos.
Pero la cuestión se plantea, como dice Perelman, en los casos en que la
aplicación ciega y absoluta de un principio lleva a incompatibilidades o a
incoherencias respecto a otros principios. En la puesta en marcha del
procedimiento de disociación, volvemos a encontrar los criterios que habíamos
mencionado a propósito de lo razonable. Toda la complejidad de lo real debe
ser asumida en el transcurso de la crítica y toda la frágil razón de la prudencia
juega su papel en el centro del debate.

Puede verse en el ejemplo citado que, como resultado de la disociación, uno de


los aspectos de la noción resulta descalificado – en este caso se trata de la
laicidad “rígida y conflictiva” – en beneficio de otro aspecto que, por su parte,
resulta valorizado – en este caso, una laicidad “de esclarecimiento y de
pacificación”.
Sin embargo, no se trata de afirmar que una única representación de lo real es
la aceptable y toda alternativa implica una amalgama. Se trata de buscar lo
razonable proponiendo restringir el alcance de un principio cuya aplicación
ciega tendría consecuencias nefastas para la sociedad.

¿La apariencia y la realidad o el espíritu y la letra?

Paradójicamente, Perelman y Olbrechts-Tyteca afirman más adelante en el


Tratado que el par filosófico que se encuentra en la base de toda disociación de
nociones es el de la apariencia y la realidad. En efecto –dicen- cuando un
orador emprende la crítica del alcance de una noción o un principio, se ocupará
de calificar de “aparente”, “engañoso”, al aspecto que rechaza, mientras que
calificará al aspecto que defiende de "real". Dicho de otro modo, el orador que
argumenta para disociar una noción utilizará el vocabulario de la ruptura de
nexo, presentando las cosas como la denuncia de una amalgama. En este
punto del desarrollo, tenemos derecho a preguntarnos si los autores asumen
totalmente la diferencia de naturaleza entre ruptura de nexo y disociación,
como parecían hacerlo en un comienzo. Si la realidad es única e inamovible y
las apariencias son siempre engañosas, la crítica no reclama ni prudencia ni
moderación, sino, al contrario, la exactitud que exige la descripción de lo real.

Para intentar resolver esta paradoja, hay que tratar de comprender lo que
representa para los autores del Tratado el par de la apariencia y la realidad,
que según afirman tiene “una importancia filosófica primordial” (1988, p. 556).
Tradicionalmente, un sistema filosófico que pretende la verdad debe suponer
que lo real es coherente y unívoco, aun cuando las apariencias puedan
presentarse como múltiples y engañosas. Sin embargo, hemos visto que el
fundamento mismo del pensamiento retórico presuponía la distinción entre los
hechos y las convenciones, es decir, entre la realidad a secas y la realidad
social. Por otra parte, la gran mayoría de los debates que se ocupan de la razón
práctica se refieren, en primer lugar y ante todo, a la realidad social: a las
instituciones, los principios, las reglas y las decisiones que son producto del
espíritu humano.

Al poner en relieve el par filosófico de apariencia y realidad, se opera un paso


de la esfera de lo jurídico a la de lo filosófico, con no pocas consecuencias para
la teoría de la argumentación. En Perelman, la voluntad unilateral de fundar la
razón práctica, se transforma, sin que él pueda advertirlo, en un ideal de razón
filosófica que naturalmente va a buscar los criterios de su racionalidad en el
reflejo de lo real.

Sin embargo, las convenciones no se juzgan en términos de apariencia o de


realidad. Por otra parte, podemos constatar en el ejemplo anterior que lo que
está en juego no es definir la apariencia o la realidad de lo que es la laicidad,
sino distinguir entre, por una parte, una aplicación ciega y literal de un
principio y, por otra parte, una aplicación “esclarecida”, que respete su espíritu
y que mida sus consecuencias para la razón práctica.

El trabajo de crítica y su presentación retórica

En el trabajo sobre las normas hay que deslindar la delicada transformación de


nuestra visión de lo real, de la presentación retórica del producto de ese
trabajo. La disociación de nociones aparece, así, como una técnica cuyo
alcance no es ontológico sino epistemológico y político. Las normas se ven
estremecidas por el delicado trabajo de la crítica, siempre potencialmente
peligroso para la concordia política. Por esta razón, una vez establecido el
nuevo acuerdo, no es inusual que se presente el resultado como si fuera
evidente y como si no hubiera costado ningún esfuerzo.

Con las calificaciones platónicas de apariencia y realidad, se finge implantar el


orden de los hechos dentro del de las normas. Se trata de una presentación
retórica, pero que ahora está separada del trabajo argumentativo. Nadie se
engaña al respecto, y se sabe que las bases institucionales se han visto
estremecidas. Entonces, el par filosófico de apariencia y realidad corresponde
más a la presentación retórica del producto de la crítica que al trabajo
propiamente argumentativo de disociación. En la medida en que las nociones
expresan normas y convenciones, se distinguirá preferentemente entre el
espíritu y la letra. Al hacerlo, estableceremos una disociación entre, por una
parte, una concepción rígida, que aplica ciegamente la letra de una norma o de
un principio, y, por otra, una aplicación más flexible, más inteligente, que se
preocupa de restablecer el espíritu del principio sometido a discusión.

Se entiende entonces mejor por qué, en el plano de las producciones


lingüísticas, con frecuencia resulta difícil a priori diferenciar la ruptura de nexo -
como acusación de amalgama- y la disociación de nociones –como proceso
profundo de crítica – dado que, en todos los casos, el orador presenta las cosas
“como si” fueran evidentes. En el primer caso, las presenta como evidentes
porque intenta convencer al auditorio de que su visión de lo real es la única
aceptable. En el segundo caso, busca hacer que evolucionen los principios de
la razón práctica. La disociación de nociones nos permite aprehender la
complejidad de lo que está en juego en retórica: el trabajo sobre las normas
siempre debe estar acompañado de una presentación persuasiva de ese
trabajo, a riesgo de no conseguir la adhesión de los auditorios. Porque en una
concepción laica y moderna de la retórica, es sabido que hay que ganar a los
auditorios mediante el juego de la persuasión.
El estatus de los auditorios

Es por esa razón que Perelman se interesó muy particularmente en el estatus


de los auditorios en retórica. Como heredero de Aristóteles, es muy conciente
de que todo discurso retórico debe medir su fuerza persuasiva con el rasero de
la adhesión que haya podido conquistar en el auditorio. Repite hasta el
cansancio que la evidencia cartesiana no contiene en sí nada de persuasivo. No
obstante, resulta claro que vuelve a entrar nuevamente en juego la cuestión
que está en el núcleo de la retórica: “¿Cómo conciliar ética y persuasión,
evitando al mismo tiempo la censura y la manipulación?” Para decirlo en
términos históricos, ¿cómo se puede superar la estéril alternativa entre la
eficacia salvaje de los sofistas y la ética mortífera de Platón?

Hemos visto que la cuestión ya había sido ampliamente abordada por


Aristóteles. Pero aquí se vuelve a plantear de una manera inédita, ya que se
expresa dentro de un orden de civilización apremiante bajo una nueva forma,
la de la era de los Derechos Humanos.

Veamos cómo se enuncia la cuestión en el Tratado:

“Toda argumentación que apunte solo a un auditorio particular presenta un


inconveniente; es que el orador, precisamente en la medida en que se adapta a
las miradas de su auditorio, corre el riesgo de basarse en tesis que resulten
ajenas o incluso directamente opuestas a lo que admiten otras personas,
distintas de aquellas a quienes dirige su discurso en ese momento. Este peligro
se torna visible cuando se trata de un auditorio heterogéneo, que el orador debe
descomponer a los fines de su argumentación. En efecto, ese auditorio, como
por ejemplo una asamblea parlamentaria, deberá reagruparse en un todo para
tomar una decisión, y no hay nada más fácil para el adversario que volver en
contra de un predecesor imprudente todos los argumentos que este utilizó al
dirigirse a diversas partes del auditorio, ya sea oponiéndolos unos a otros para
demostrar su incompatibilidad, o bien presentándolos a aquellos a quienes no
estaban destinados. De allí la debilidad relativa de los argumentos que solo son
admitidos por auditorios particulares, y el valor acordado a las opiniones que
gozan de una aprobación unánime, especialmente por parte de personas o
grupos que acuerdan en muy pocas cosas.”

Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1988, p. 40-41.

Esta tensión que se establece entre la relatividad de los juicios y la tiranía de


una razón impuesta como universal es una prueba de la actualidad de la vieja
cuestión retórica en una versión modernizada por la Era de los Derechos
Humanos.

Perelman intentó responder estableciendo una distinción entre los auditorios


particulares y el auditorio universal, distinción que de ahí en más se hizo
célebre.
Los auditorios particulares

Los auditorios particulares son los auditorios reales que componen la asamblea
que el orador debe persuadir. En cierto sentido, materializan toda la compleja
ambivalencia del estatus de la retórica en democracia. Los auditorios
particulares son al mismo tiempo la barrera de contención y le talón de Aquiles
del debate democrático.

Por un lado, en cierta medida, imponen al orador los criterios de aquello que
podrá conseguir su adhesión. En política, por ejemplo, no se utilizan los mismos
argumentos, las mismas imágenes ni las mismas referencias para dirigirse a un
grupo de partidarios decididos de una causa, o a indecisos, o a adversarios
directos. La adhesión de los auditorios particulares requerirá pasar por dedicar
una atención particular a la psicología individual y colectiva. Como veremos,
una vez más, Perelman es conciente de esto. Pero por otra parte, si todo
discurso no es más que una adaptación cínica y caso por caso a la psicología
de auditorios particulares, encerrados en sus prejuicios, eso implica que hay
que abandonar todo ideal de racionalidad, como lo sugería la peor de las
desviaciones de los sofistas.

El auditorio universal

El auditorio universal8 se plantea como un intento de respuesta al problema de


la adhesión, confrontado a la exigencia moderna de universalidad.

En efecto, lo que constituía un problema de racionalidad práctica en


Aristóteles, en Perelman viene acompañado de un problema de derecho: la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre no podría conformarse con
un relativismo moral que aceptara la pluralidad de los puntos de vista. Al
mismo tiempo, un intento de generalización de puntos de vista particulares
¿puede ser otra cosa que una construcción artificial, motivada por una
pretensión de universalidad que no sería sino, según la expresión de Barbara
Cassin, "el avatar kantiano del auditorio de los dioses”? (1990, p. 33).

La cuestión de lo razonable aparece nuevamente de lleno a través de la del


auditorio universal. Perelman parece guardar la esperanza aristotélica de que
el hombre tiene una inclinación natural hacia la razón. En Aristóteles, la idea de
que un argumento reciba la aprobación de un gran número de personas
constituye un fuerte indicio a favor de su validez. Para el autor de la Tópica, en
8
Para una reflexión específica sobre el auditorio universal en Perelman, me permito
remitir a Emmanuelle Danblon, 2004, “Le langage de la preuve et l'auditoire universel
chez Perelman”, en Meyer. M., ed., 2004, 21-37.
efecto, aquello que es admitido por el mayor número de personas o por las
personas más esclarecidas no debe ser puesto en discusión. Por lo tanto hay
una intuición sobre la razón del mayor número o sobre la razón del más sabio,
que no se identifica – o no forzosamente – con la razón del más fuerte. Esto no
quita que esa intuición de la razón, si no es fundada, pueda en todo momento
expresarse en los marcos de una evidencia auto-justificada. Cuando los autores
del Tratado hablan de “debilidad relativa de los argumentos que solo son
admitidos por auditorios particulares”, están adhiriendo naturalmente a la
posición de Aristóteles, que aspira a fundar la razón práctica en el orden de las
cosas. La “fuerza” de un argumento remite al doble criterio de la validez lógica
y de la persuasión.

El difícil estatus del auditorio universal ilustra toda la complejidad del


pensamiento moderno, que renuncia a las evidencias positivistas, pero no por
eso acepta renunciar a la razón.

El auditorio universal como principio regulador

Sin embargo, el auditorio universal es ante todo un principio regulador sin el


cual la razón práctica se hundiría tarde o temprano en el oscurantismo que
amenaza permanentemente a la (pos) modernidad, la del “Todo vale”.
Perelman funda la idea reguladora de un auditorio universal en la conciencia
política de la inmediata posguerra. ¿Qué sucede cuando hay acontecimientos
que golpean de una forma aparentemente universal la conciencia de todos los
hombres, cuando no existe ninguna ley para condenarlos?:

“Pero esta concepción del positivismo jurídico se derrumba ante los abusos del
hitlerismo, como toda teoría científica inconciliable con los hechos. Porque la
reacción universal ante los crímenes nazis obligó a los jefes de estado aliados a
instruir los juicios de Nuremberg, y a interpretar el adagio nullum crimen sine
lege en un sentido no positivista, ya que la ley violada en ese caso no dependía
de un sistema de derecho positivo, sino de la conciencia de todos los hombres
civilizados. La convicción de que era imposible dejar sin castigo esos crímenes
horribles que escapaban a un sistema de derecho positivo, prevaleció sobre la
concepción positivista del fundamento del derecho.”

Perelman, 1990, p. 471-472.

A la luz de estas reflexiones, podemos admitir que el auditorio universal de


Perelman no podría reducirse a un “avatar kantiano del auditorio de los
dioses”, según la expresión de Barbara Cassin (1990), al menos por su
intención. Él busca dar una garantía a un sentimiento de justicia que se querría
universal y que parece situarse en los confines de la idea de derecho.
En este sentido, la reflexión de Perelman recuerda las leyes “no escritas” de las
que habla la Antígona de Sófocles, cuando se refiere a una justicia que va más
allá del marco de las leyes dictadas en la Ciudad:

“Creonte - ¿Entonces te atreviste a pasar por encima de mi ley?

Antígona - ¡Sí, porque no era Zeus quien la había proclamado! Ni la Justicia,


sentada a la vera de los dioses infernales; no, esas son leyes que ellos jamás
fijaron a los hombres; y yo no creía que tus prohibiciones fueran tan poderosas
como para permitir a un mortal pasar por encima de otras leyes, ¡las leyes no
escritas, inquebrantables, de los dioses! Esas leyes no datan de hoy ni de ayer,
y nadie sabe en qué día aparecieron.”

Sófocles, Antígona, v. 446 svv.

Esto no quita que, si bien cada uno puede estar de acuerdo sobre el principio y
la necesidad de una regulación de ese tipo, desde el momento en que se la
implementa en concreto, plantea la cuestión de la naturaleza de esa conciencia
humana. ¿Quién tiene derecho a criticar las leyes? ¿En nombre de qué
privilegio se atribuye Antígona el derecho de juzgar a Creonte, que
evidentemente tiene primacía sobre ella en edad y en categoría? El
sentimiento universal de la justicia está en la base de toda sociedad humana,
aunque cada una lo traduzca en sus marcos lingüísticos y jurídicos, con
consecuencias prácticas que a veces resultan opuestas unas a otras. Por lo
tanto, el sentimiento de justicia es el lugar paradójico que puede reunir a los
hombres en una universalidad de emociones, dando al mismo tiempo lugar a
leyes particulares que pueden terminar conduciendo a la peor de las injusticias
en su aplicación. En parte es así, sin dudas, como se puede entender el adagio
dura lex sed lex. De todos modos, cada cual puede tener la intuición de lo que
alega Antígona. Ese sentimiento de justicia que anida antes del derecho
escrito, tal vez corresponda sencillamente a lo que se denomina ética. Dentro
de esta perspectiva, la noción de auditorio universal sería una abstracción de la
figura de Antígona, materializada en toda conciencia humana que exija para la
humanidad el derecho perpetuo de poner a prueba la justicia que ilumina a las
leyes. El auditorio universal sería la mirada del “hombre prudente” que invita a
la sociedad a criticar sus leyes, sus principios y sus convenciones. Sería como
la garantía de vigilancia de una conciencia siempre en vilo que reivindica el
derecho a cuestionar - y si es necesario, fortificar - los principios humanos.

El auditorio universal: entre lo psicológico y lo jurídico

A la luz de esta puesta en perspectiva del auditorio universal, se toma


conciencia de que se trata de un concepto mucho más complejo de lo que
parece a primera vista. En tanto proceso de regulación, parece coincidir con la
intuición universal de que el sentimiento de justicia existe como algo previo a
los rígidos marcos de la ley escrita. Sin embargo, todo intento de encarnación
de esa conciencia humana choca directamente con dos modelos
contrapuestos.

El primer modelo es el de Antígona. Si lo pensamos detenidamente, lo que le


da el derecho a criticar las leyes de la ciudad, son precisamente sus cualidades
de autenticidad, independencia y autonomía frente a las reglas. Antígona sería
una especie de encarnación avant la lettre del ethos panfletario. Representa a
quien no tiene nada que perder y la evidencia de su postura surge del hecho
mismo de que habla por fuera de los marcos de la ciudad. Pero este modelo,
como vimos en el análisis del panfleto, es extremadamente frágil en el juego
de la crítica, ya que es atopos: está fuera de la ciudad. Queda fuera del marco
de la prudencia aristotélica. Fuera de la ley, corre el riesgo permanente de
transformarse en un chivo emisario cuyo sacrificio restablecerá la concordia y
no hará más que reforzar las leyes ciegas y oficiales.

El segundo modelo, segunda encarnación posible del auditorio universal, es el


del juez, es decir el experto, el que conoce las leyes y funda su derecho a la
crítica en su calidad de experto. Y es allí, evidentemente, donde el auditorio
universal establece un elitismo desencarnado que lo único que tiene de
universal es la etiqueta. Muy por el contrario, representa, como en Platón, la
esencia misma de lo que no puede ser universal: el despotismo.

Así, cuando buscamos encarnar la conciencia universal, herramienta de


regulación de nuestros principios, se impone una alternativa cuyas opciones
resultan insatisfactorias: la primera por ser demasiado subversiva, la segunda
porque decididamente no puede representar lo universal. Solo queda el
proceso de regulación, indispensable para una crítica, que no encuentra
modelo aceptable en el cual pueda encarnarse.

En definitiva, la única manera de salvar la noción de auditorio universal


consiste en concebirla en dos tiempos. En primer lugar, el momento de la
crítica y la emoción que suscita porque conmueve los marcos de la ciudad.
Luego, el momento de la justificación, que buscará reintegrar los resultados de
la crítica en los marcos de la ciudad. A través de este proceso en dos tiempos,
volvemos a encontrar la encarnación de nuestros dos modelos: Antígona
critica, con el riesgo de la exclusión; y el juez integra la crítica, para restablecer
la concordia.

Pero vemos que estas figuras son alegorías de un proceso que, en los hechos,
puede ser realizado por toda persona que emprenda el cuestionamiento de un
principio o una ley. La crítica pasa forzosamente por una etapa psicológica,
emotiva, llevada por un sentimiento de autenticidad que tiene la fuerza de la
evidencia. Luego pasa por una fase de justificación, en la que el esfuerzo de la
formulación debe necesariamente “civilizar” el descubrimiento para que se
integre a los principios admitidos por la comunidad. Nuestra psicología es tal
que necesitamos modelos, encarnaciones, para proyectarnos a la acción. Pero
esos modelos son soportes psicológicos de la razón práctica, no son la realidad.

No obstante, como hemos dicho, la retórica debe persuadir. Por eso utiliza los
modelos “como si” fueran encarnaciones reales. Así, muchas veces, frente a
una construcción retórica, los auditorios reaccionan como si tuvieran que
realizar una elección imposible entre una libertad que muere de libertad y una
ley que amordaza a fuerza de proteger: el chivo emisario o el tirano.

Siempre nos vemos tentados por nuestra necesidad de certezas a tomar


nuestras representaciones al pie de la letra. Esta es sin dudas una de las
razones que impidió a Perelman distinguir claramente en la noción de auditorio
universal, la parte de lo psicológico de la de lo jurídico. Sin embargo, esa
distinción resulta indispensable para la razón práctica, así como para su
herramienta: la retórica.

La adhesión en Perelman
Finalmente, la técnica argumentativa de disociación de nociones y su corolario
filosófico-jurídico que constituye el auditorio universal no pueden pensarse por
fuera de una teoría de la adhesión que haga intervenir a la psicología del
descubrimiento, la de la crítica y, en definitiva, a la de la persuasión. Aquí
también, Perelman era muy conciente de este punto. Tenía la convicción de
que una teoría de la argumentación no podía pasar por alto una teoría de la
adhesión. En consecuencia, tenía que darse los medios para comprender el
fenómeno de la persuasión desde un punto de vista psicológico e incluso desde
un punto de vista psicopatológico.

Por esa razón, el autor del Tratado propone relacionar situaciones de


persuasión cuyo interés es evidente para nosotros, aunque esto hubiera podido
constituir un verdadero motivo de escándalo en una concepción cartesiana de
la razón:

“La argumentación respecto a las interpretaciones de la experiencia entrará en


juego, y los procedimientos utilizados para convencer al adversario
evidentemente formarán parte de nuestro campo de estudio. Esto comprenderá,
por ejemplo, el caso del comerciante que busca defender la blancura de un
brillante en el que el comprador ve reflejos amarillentos, el del psiquiatra que se
opone a las alucinaciones de su paciente, el del filósofo que expone sus razones
para rechazar la objetividad de la apariencia.”

Perelman, 1989, p. 65.


Esta propuesta abre la vía a una reflexión novedosa, más moderna, sobre el
estatus psicológico y antropológico de la razón.

Este nuevo programa retórico se basa, como vimos, en una voluntad explícita
de ir más allá de la distinción clásica entre convicción y persuasión. Se supone
que la primera se dirige a la razón, mientras que la segunda apuntaría a las
emociones. Pero Perelman insiste en el hecho de que esa oposición no puede
satisfacer a un pensamiento que se niegue a encerrarse en un racionalismo
estrecho. Entonces, si la retórica se ocupa de la adhesión, esto implica que el
orador debe asignar un valor al papel que juega el auditorio en la formación de
los argumentos.

Pero, paradójicamente, es precisamente sobre esta base que Perelman va a


referirse nuevamente a la antigua dicotomía entre persuadir y convencer,
donde se supone que la primera noción se dirige a las emociones – y por lo
tanto a lo irracional -, y la segunda a la razón.

Aquí observamos nuevamente la dificultad extrema que encuentra Perelman


para salir de un marco de pensamiento profundamente anclado en hábitos de
razonamiento de su tiempo, a pesar de que él lucha explícitamente contra ello.

La noción de seudo-argumento en Perelman

Vamos a finalizar este panorama general de algunos elementos centrales del


pensamiento de Perelman con unas reflexiones acerca del “seudo-argumento”.
Es un punto que resulta ejemplar de su preocupación constante por refundar la
razón práctica y al mismo tiempo su real dificultad para lograrlo. Para
Perelman, la etiqueta de seudo-argumento abarca aquellos casos en los que un
auditor podría juzgar a un argumento persuasivo para un auditorio dado, pero
no encontrarlo convincente en el sentido de que no lo admitiría como válido
desde su propia óptica. En ciertos casos, se utilizará un seudo-argumento,
intentando persuadir al auditorio al que está dirigido. En términos generales, se
tratará sobre todo, en contextos particulares, de utilizar un argumento que
encaje en el sistema de pensamiento de un auditorio al que no pertenece el
orador:

“Muchas veces, lo que algunos autores califican de “seudo-argumento” son


argumentos que producen efecto y no deberían producirlo según la convicción
del que los estudia, porque este último no forma parte del auditorio al que están
destinados.”

Perelman, Rhétoriques, p. 80.

La expresión “no deberían producirlo según la convicción del que los estudia”
deja ver la parte de normatividad que se esconde detrás de esta concepción de
la convicción. Sin embargo, Perelman no pretende en ningún momento que
pueda haber una diferencia de estatus entre los dos tipos de auditorio.
Además, sostiene que la utilización del seudo-argumento no es una
manipulación, y justifica esta afirmación por la dimensión colectiva y
compartida de la empresa: el auditorio exige a su manera un tipo de
argumento por fuera del cual su adhesión sería imposible. Así, al proporcionar
las condiciones de su adhesión, el auditorio contribuiría al “valor” de la
proposición. Pero Perelman advierte que ese valor retórico no puede ser sino el
de la eficacia, junto al de la “verdad” en ciencia o el de “validez” en lógica.
Pero la eficacia puesta en el lugar de todo criterio epistemológico, abre la
puerta a todas las desviaciones sofísticas posibles, así como también a las
consecuencias políticas que se puedan experimentar.

Actualidad del pensamiento de Perelman


A semejanza de la vacilación que advertimos en Perelman, el pensamiento
moderno oscila por lo general entre dos respuestas a esta espinosa cuestión.
La primera es la de un autoritarismo cientificista, que cree ver en el
reduccionismo una garantía definitiva de la razón. Esta posición pretende
salvar la validez, cayendo en el riesgo de la opresión, ya que sacrifica la ética
en el altar de la epistemología. La segunda responde en términos de relatividad
de los saberes y cree ver en esta posición una garantía para salvaguardar a la
ética. De este modo, cae en el riesgo del oscurantismo.

En definitiva, encontramos en Perelman una voluntad de superar el positivismo


reinante, fundando la razón práctica mediante una reflexión de fondo sobre la
retórica en la era de los Derechos Humanos. Es evidente que esta opción ha
abierto las puertas a numerosos campos de reflexión propios del pensamiento
moderno, tan fértiles como problemáticos, en algunos casos.

A la luz de estas reflexiones, queda sin embargo por comprender cómo se


aplica una racionalidad, por cierto laicizada, pero que no por ello ha renunciado
a una ancestral necesidad de lo sagrado. Si lo pensamos bien, esa necesidad
de lo sagrado se plantea de una manera aún más aguda en el marco
desencantado de la sociedad contemporánea. La visión de la retórica y su uso
siempre han estado vinculados a la concepción que tiene una sociedad de la
razón. Esa visión y los usos que se desprenden de ella resultan hoy más
complejos que nunca. Dedicaremos la última parte del libro a analizar esta
cuestión. Pero antes, es conveniente abordar una de las grandes preguntas que
subyacen a toda reflexión sobre la argumentación: la del estatus de la norma.

S-ar putea să vă placă și