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No existe mayor soledad e ensimismamiento que la experiencia del dolor, bien sea
moral o físico, aunque también es cierto que el dolor moral tiene muchas más
ramificaciones hacia el otro que aquel que se padece en la carne de una frágil
corporalidad.
El dolor físico nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta
de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el
lugar del otro, cuando el dolor asola la finitud del hombre, apartándolo de todo
aquello que lo rodea.
El dolor se padece a solas, sin dar explicaciones que nos puedan poner en la misma
tesitura experimental de los demás, por mucho que estos quieran acercarse, física
o espiritualmente al enfermo.
En el dolor, el hombre se halla expuesto a sus propias fuerzas y vulnerabilidad, sin
más posibilidades que luchar contra él con paliativos, analgésicos y entereza de
corazón.
Es una batalla a brazo partido con el enemigo que se persona carcomiendo la salud
natural del individuo. Si la medicina acierta, la batalla se puede ganar, aunque no
por ello la guerra completa de toda una vida.
Por un tiempo, el hombre se cree vencedor de algo, pero en realidad sólo ha sido la
experiencia de una vana victoria, en un primer envite transitorio, y que todavía no
ha dicho su última palabra.
El problema está en que todos sabemos, por naturaleza, que al final la victoria se la
llevará el más fuerte, y sin lugar a dudas en la muerte se declara el nombre del
vencido.
No podemos huir de sus garras punzantes, y cuando llega, lo hace sin avisar,
abatiendo los intereses y preocupaciones que hasta ese momento configuraban la
atención de esa persona.
El dolor tiene un límite, un umbral más allá del cual ya no se puede sufrir más. Los
grados del dolor son mesurables, y cuando se ha alcanzado su punto más álgido, de
ahí no se pasa.
Ciertamente, el dolor es muy fuerte, pero limitado a los niveles de percepción que
el cuerpo le puede ofrecer. Conocer esto, facilita la asunción de su incómoda
estancia en la humanidad de cada cual.
El dolor no se puede hacer el dueño y señor del centro de la vida del paciente.
Aunque intente monopolizarlo por entero, procurando aislarlo del mundo y de los
demás, la serenidad que provoca la soledad interior del que lo padece, puede
ayudar a colocarlo en su sitio, sin otorgarle ni un ápice de más del lugar que le
corresponde desde su trasgresión.
La nueva significación del dolor pasa por la comprensión de su limitación, por muy
dañina que esta sea.
El dolor tiene un comienzo y un fin, al igual que tiene un límite de intensidad, más
allá del cual ya no puede hacer más daño. Al dolor se le puede acoger, aprender a
convivir con él, y por último escapar de él con la ayuda de remedios caseros o
clínicos que están para eso.
Pero, por otro lado, procurar tender puentes con el mundo y los demás, impidiendo
que el ostracismo impuesto se apodere del espíritu y de la inteligencia del que
sufre, es una buena medicina para no perder el dominio de lo transitorio, aunque
aparentemente parezca que se ha convertido en la loca de la casa.