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LA AUTONOMÍA PRIVADA
Selección de lecturas
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privada que se ejercita verdaderamente como tal es un acto de confianza, de buena fe. Un texto del profesor
Diez-Picazo explica el principio fundamental de la buena fe, en relación con los deberes de conducta y las
limitaciones al ejercicio de los derechos subjetivos.
En el ejercicio de su autonomía privada, la persona crea la norma negocial y puede
disponer de los derechos que están en su órbita de dominio o tutela. Evidentemente que esto cobra la mayor
importancia en el tráfico económico, por cuanto toda economía de intercambio supone relaciones entre las
personas, normalmente de carácter contractual, y, también, relaciones de personas y empresas con cosas, con
bienes económicos, que son aquellos objetos que desean procurarse para la satisfacción de sus necesidades. Es
así como el tráfico económico, en cualquier sistema, pero particularmente en los que aceptan en mayor o
menor medida los mecanismos de mercado, se efectúa en función de relaciones contractuales.
El paradigma de la relación contractual es aquella convención creadora de
obligaciones que se negocia, se acuerda y se cumple entre partes autónomas, razonablemente informadas, y
que de hecho tienen una cierta independencia relativa, en el sentido de que ninguna de ellas está compelida a
contratar con la otra, sino que puede escoger otras alternativas. Es este el tipo de relación negocial que
caracteriza los mercados en que hay un grado eficaz de competencia, esto es, en que ninguno de los partícipes
ve sus decisiones sustancialmente influidas por la conducta de otro.
Sin embargo muchas otras relaciones negociales hay en que lo anterior se ve alterado. Los contratos
llamados por adhesión o condiciones generales de la contratación, que tipifican los mercados monopólicos o
en que alguien ocupa posición dominante; los contratos dirigidos que aparecen con el intervencionismo estatal
en la economía; los contratos tipo, propios de las negociaciones masivas; los contratos económicos, en que la
técnica contractual se conjuga con un mayor o menor grado de programación estatal; los contratos forzosos,
en que las partes ven desaparecer su autonomía, sea ante la posibilidad de celebrar o no el negocio, sea ante la
posibilidad de darle el contenido que estimen más adecuado.
Se incluyen en estos materiales de lectura algunas selecciones de los profesores
López Santa María y Leslie Tomasello Hart que describen los contratos tipo, dirigidos, por adhesión y
forzosos, lo que permitirá al alumno apreciar, en cada caso, la naturaleza y forma de las limitaciones que esas
figuras contractuales imponen al ejercicio de la autonomía privada.
Finalmente, esta separata con selecciones de lectura, se ha actualizado con
selecciones que dan cuenta con mayor detalle de las características y antecedentes de los contratos de
adhesión, particularmente en su impacto en las relaciones entre proveedores y consumidores. Por idéntico
motivo, en la parte final, se han incluido las normas pertinentes de la Ley Nº 19.496.
En estrecha vinculación con lo anterior podemos considerar el concepto de orden
público económico, en aquella parte en que, sea por sus funciones de dirección o de protección, se aplican
técnicas limitativas de la autonomía de la persona. Para este efecto el alumno podrá trabajar con los materiales
sobre orden público económico, contenidos en otra separata, y establecer las relaciones correspondientes
entre cada una de las técnicas que ese orden utiliza y la posibilidad de que la persona ejerza, en mayor o
menor grado, la autonomía que el derecho le reconoce y en la cual la ampara.
Noción de Persona.
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corrientemente a la persona como una entidad capaz de adquirir (centro de convergencia) derechos y
obligaciones.
La "personalidad", es en consecuencia, un producto del orden jurídico, que éste
pueda ligar a cualquier sustrato de base estable.
De esta manera, el hombre es persona, no por su naturaleza, sino por la obra del
derecho. No necesariamente el hombre debe estar dotado de personalidad ni tampoco necesariamente debe ser
la única cosa o entidad que sea considerada por el derecho como persona.
La historia resulta un vivo testimonio de lo aseverado. Ella demuestra que por largo
tiempo ha habido una clase de hombre a los cuales se negaba la calidad de sujetos de derecho, los esclavos.
Pero no es necesario extremar las cosas para confirmar la afirmación precedente. Hasta hace poco tiempo, la
personalidad podía perderse por la muerte civil. El art. 95 de nuestro Código Civil -hoy derogado- decía:
"Termina también la personalidad, relativamente a los derechos de propiedad, por la
muerte civil, que es la profesión solemne, efectuada conforme a las leyes, en instituto monástico, reconocido
por la Iglesia Católica".
Pero, aún más, es perfectamente posible y en nada afecta al derecho desde un punto
de vista técnico que éste reconozca personalidad, esto es, la posibilidad de ser titular de derechos y deberes a
otras entidades distintas que el hombre. En Derecho Romano se admitía que algunos dioses, Apolo, Júpiter,
etc. (Ulpiano 22.6) podían ser instituidos herederos, y en el derecho intermedio fueron reconocidas como
válidas las disposiciones en favor de Jesucristo, de la Virgen, de los ángeles, etc.
A consecuencia de esta constante identificación del concepto de personalidad con el
hombre real de carne y hueso, como si uno y otro fueran una misma cosa, se tendió a aceptar como un hecho
indudable que el hombre era persona, no por creación del derecho, sino que por su naturaleza intrínseca; como
si desde el día en que fue creado trajo consigo internamente la noción jurídica de la personalidad, v a
consecuencia de este error se mantuvo en la atmósfera del
Pero esta creencia no resulta efectiva. La personalidad jurídica individual es tan construida o fabricada
por el derecho como lo es la personalidad del ente colectivo. Es una misma para el hombre como para las
asociaciones y en ambos casos se les concede a ellos como podría concedérseles a otros entes.
El único principio que permite la recta y adecuada visión del mundo ético, es
precisamente el carácter absoluto de la persona, la supremacía que corresponde lógicamente al sujeto sobre el
objeto.
La conciencia de la propia libertad e imputabilidad (conciencia indefectible e
imposible de borrar jamás del espíritu humano), se convierte inmediatamente para el sujeto en una suprema
norma, a saber: obra no como medio o vehículo de las fuerzas de la naturaleza, sino como ser autónomo.
La ley antes enunciada, en la cual hemos visto el más alto criterio de la ética en
general, contiene efectivamente, a la vez, el principio de la moralidad y el del Derecho. El sujeto debe tomar
de si mismo la regla universal de sus acciones, de modo tal, que como él obra, puedan obrar también los
demás.
En el mismo acto en que la ley engendra en el sujeto la necesidad o deber moral de
obrar como principio autónomo, funda también en él la facultad, o el derecho, de hacerlo valer como tal frente
a todos, le atribuye la exigencia de no ser impedido o desconocido prácticamente por otros al poner en acto
esta cualidad suya. Existe, pues, una prerrogativa perpetua e inviolable de la persona, una pretensión válida y
ejercitable universalmente por cada uno con respecto a otros; y existe también, por esta misma universalidad
de la pretensión, la correlativa obligación de cada uno de respetar aquél límite, más allá del cual sería
justificada y legítima la oposición de la otra parte.
El carácter absoluto de la persona permite establecer la máxima de que cada hombre
puede, sólo por ser tal, pretender no ser constreñido a aceptar una relación con otros, que no dependa también
de su propia determinación; puede pretender no ser tratado por otro como si sólo fuese un medio o un
elemento del mundo sensible; puede exigir que sea respetado por todos como él mismo está obligado a
respetar el imperativo; no extender tu arbitrio hasta imponerlo a otros, no querer someter a ti a quien, por su
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naturaleza, sólo está sujeto a sí mismo.
El hombre y la vida social son la razón del Derecho, un prius respecto a éste, pues
sin hombres y sin vida social el Derecho no existiría. En esencia, el Derecho sabemos que no es más que una
reglamentación organizadora de la comunidad humana, prescribiendo al efecto conductas e imponiendo
sanciones, con objeto de hacer realidad la Justicia.
Todo hombre es persona. La personalidad no es algo que el ordenamiento jurídico
pueda atribuir de manera arbitraria, pues es una exigencia de su naturaleza y dignidad que el Derecho no tiene
más remedio que reconocer. Juan XXIII, en su encíclica “Pacem in terris”, dice exactamente; "En toda
humana convivencia bien organizada y fecunda hay que colocar como fundamento el principio de que todo
ser humano es persona, es decir, una naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre".
¿Qué significa reconocer al hombre como persona? Una dirección dominante en la
doctrina jurídica responde que ser persona equivale a tener aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones
o, si se quiere, de relaciones jurídicas. Equivaldría así personalidad a capacidad jurídica, llegándose a afirma
(Ferrara, Coviello, entre otros) que la personalidad es un producto del orden jurídico; el hombre, no por su
naturaleza, sino en fuerza del reconocimiento del Derecho objetivo, es persona, no por un derecho que tuviese
innato a la personalidad. Se remiten estos autores a la Historia, en la que se puede ver cómo los esclavos no se
han considerado como sujetos de derecho y que los hombres podían perder su capacidad jurídica sin dejar por
ello de existir (muerte civil), así como también que no todos los hombres han poseído la misma capacidad
pues se le atribuía según su raza, religión, sexo, patria, etc.
Es evidente que las concepciones actuales, que hunden sus profundas raíces en el
humanismo-cristiano, repudian alguno de estos asertos. El ordenamiento jurídico no atribuye la personalidad
al hombre, sino que reconoce la que por su misma naturaleza racional y libre le corresponde. Por otra parte,
reducir la condición de persona a la de sujeto de derechos y obligaciones es minimizaría, olvidando que las
normas jurídicas han de darse y desarrollarse teniendo en cuenta la dignidad del hombre como persona y sus
atributos como tal. La existencia, pues, de la persona condiciona la producción de la norma.
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L. Diez-Picazo; Sistema de Derecho Civil.
Se ha dicho que la autonomía puede ser reconocida por el orden jurídico estatal
como fuente de normas jurídicas destinadas a formar parte del mismo orden jurídico que las reconoce y como
presupuesto y fuente generadora de relaciones jurídicas ya disciplinadas, en abstracto y en general, por las
normas del orden jurídico. Hay, pues, una autonomía creadora de normas jurídicas y una autonomía creadora
de relaciones jurídicas. De estas dos funciones que pueden reconocerse a la autonomía, parece que la
autonomía privada sólo en la segunda función puede realizarse. No cabe reconocer a la autonomía privada
como fuente de normas jurídicas, si por norma jurídica entendemos el mandato con eficacia social
organizadora o con significado social primario. El poder individual carece de aptitud para crear normas de
derecho. Puede, sin embargo, manifestarse como poder de creación, modificación o extinción de las
relaciones jurídicas y como poder de reglamentación de las situaciones creadas, modificadas o extinguidas.
Así, el gobierno individual de las relaciones jurídicas en que el individuo toma parte se desarrolla en un doble
sentido; a) es un poder de constitución de relaciones jurídicas; b) es un poder de reglamentación del contenido
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de las relaciones jurídicas.
La autonomía privada se nos presenta, en primer lugar, como un poder de
constitución de relaciones jurídicas. Los actos privados pueden afectar de modo radical a la existencia de las
relaciones. En este sentido los actos de autonomía -negocios jurídicos- tienen siempre eficacia constitutiva.
Son siempre actos de creación, de modificación o de extinción de relaciones jurídicas.
Este aspecto, esta función de la autonomía privada está expresamente recogido en
nuestro Derecho positivo. Las obligaciones nacen de los contratos, y nacen de los contratos por regla general
ya que las que nacen de la ley no se presumen.
La autonomía privada tiene una segunda función; es un poder de reglamentación del contenido de
las relaciones jurídicas. Al mismo tiempo que crea las relaciones, el individuo puede determinar su contenido,
estableciendo el haz de deberes y derechos que han de formar parte de ella. El acto de autonomía privada,
además de crear, de modificar o de extinguir la relación, contiene el precepto, la regla donde se formulan los
deberes y derechos que han de ser observados por las partes en el desarrollo de la misma.
Esta eficacia preceptiva indudable de la autonomía privada ha hecho que algunos
autores la consideren como fuente del derecho objetivo, es decir, como poder con eficacia de creación de
normas jurídicas. Esta dirección tiene hondas raíces en la historia del Derecho. Ya en Roma se colocan los
"pacta" a la misma altura y en el mismo plano que las leyes o las costumbres, y se da al acto de autonomía
privada el gráfico calificativo de "lex privata". Esta dirección tiene modernamente fuerte aceptación. Y así se
afirma que entre la norma creada por el legislador, por la autoridad administrativa o por las partes de un
negocio jurídico hay una simple diferencia de grado (Kelsen, Manigk).
La observación sólo parcialmente es cierta. Es cierto que tanto el legislador al dictar
una ley como las partes al celebrar un contrato establecen una regla de conducta obligatoria, un precepto. Pero
la diferencia entre los preceptos de uno y otro tipo no sólo es de grado en una escala jerárquica. Es una
diferencia sustancial. La diferencia estriba en que los preceptos del primer tipo, leyes, costumbres, etc., tienen
una eficacia primaria de organización social que les otorga el rango de normas jurídicas, mientras que los
preceptos del segundo tipo -los preceptos privados, los negocios jurídicos- carecen de aquel significado,
limitándose a servir de reglas de conducta en las relaciones entre particulares, lo que les priva de la categoría
de normas jurídicas. Pero no puede negarse que todo acto de autonomía contiene un precepto, una regla.
La función reglamentadora de la autonomía privada se halla reconocida en nuestro
Derecho positivo. Las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes
contratantes y deben cumplirse a tenor de los mismos. No es que nuestro Código Civil equipare el contrato a
la ley (lex contractus, lex privata). El contrato y la ley son cosas distintas. Lo que hace es otorgar al contrato
"fuerza de ley", fuerza de precepto de imperativo cumplimiento para los interesados. El poder reglamentador
de la autonomía privada se halla reconocido asimismo en el Código: Los contratantes pueden establecer los
pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente siempre que no sean contrarios a las leyes, a la
moral ni al orden público. Las partes pueden, conforme al artículo citado, establecer las disposiciones que
tengan por conveniente, dentro de los límites que el propio artículo establece y que más adelante
examinaremos.
Es doble: De una parte se presenta como una realidad básica y fundamental dentro
del orden jurídico. Puede hablarse en este aspecto de un significado institucional de la autonomía privada. De
otra parte, la autonomía privada juega un destacado papel en la mecánica de la aplicación del Derecho, razón
por la cual debe hablarse de un significado técnico o sentido que dentro de la técnica jurídica posee.
Desde un punto de vista institucional la autonomía privada reviste el carácter de
principio general del Derecho, porque es una de las ideas fundamentales que inspira toda la organización de
nuestro Derecho Privado. Este carácter de principio jurídico unánimemente aceptado ha plasmado en una
pluralidad de reglas y aforismos. Nos parece necesario insistir sobre ello.
Parece preciso puntualizar la naturaleza y el puesto que el principio de autonomía
privada tiene dentro de los principios generales del Derecho. Siempre que se había del principio de autonomía
privada se quiere ver en él un principio de orden político y, más concretamente, un principio característico del
orden político liberal. Es frecuente la afirmación de que el principio de autonomía de la voluntad es un
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principio de signo individualista y liberal, que debe ser sustituido por un principio intervencionista más
conforme con las concepciones sociales que hoy imperan. No se va a negar que el principio de autonomía
alcanzó extraordinario vigor dentro de las direcciones políticas de matriz literal, como también es cierto que,
de una parte la corrección de las exageraciones a que condujo su imperio bajo el reinado de las ideas liberales
y, de otra, la misma enemiga contra éstas, son las causas del aumento de las restricciones que la autonomía ha
sufrido en la época moderna. Lo que debe negarse es que el principio de autonomía privada sea un puro
principio político y que sea un principio liberal. El liberalismo acogió el principio y por así decirlo lo
liberalizó. El principio de autonomía privada es un principio de Derecho, porque el respeto a la persona y su
reconocimiento como ser de fines exigen la vigencia de aquel principio dentro del cual únicamente puede el
hombre realizarse plenamente. La supresión de la autonomía privada como principio general del Derecho
llevaría consigo la total anulación de la persona y su conversión en puro instrumento de la comunidad. El
principio de autonomía de la persona es además un principio tradicional del Derecho español, que ha
reconocido y defendido siempre el valor del individuo y la necesidad de protección jurídica de la realización
de sus fines.
En cuanto al significado técnico deriva del sentido institucional, diremos que por ser
un principio general del Derecho debe reconocerse la existencia de una norma que deberá ser aplicada a falta
de ley y en defecto de costumbre. Cuando nada digan, ni la costumbre, ni la ley, deberá aplicarse el principio
general de que las personas pueden crear libremente relaciones jurídicas de todas clases y establecer
libremente también el régimen de estas relaciones.
El principio general debe funcionar asimismo como criterio inspirador de toda labor
interpretativa. Quiere ello decir que todas las normas jurídicas deberán interpretarse en la forma que resulte
más conforme al principio general. Aquellas normas que representen una excepción al principio de autonomía
-normas prohibitivas- normas limitadoras deberán interpretarse de manera restrictiva, precisamente porque en
nuestro Derecho el principio de autonomía es la regla general.
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B) El orden Público como límite de la Autonomía Privada.
El concepto de "orden público es quizá uno de los más difíciles e imprecisos de los
empleados por nuestro Código Civil. Se ha querido poner en conexión el orden público con las leyes
imperativas. Y así se han identificado las ideas de "leyes que tienen por objeto el orden público y leyes
imperativas. Sin embargo, esta tesis, que permitiría sin duda deslindar fácilmente el concepto de orden
público, no perece exacta ni en nuestro Derecho positivo ni contemplado el problema desde un punto de vista
general. No es exacta en nuestro Derecho positivo, porque éste ha señalado la ley y el orden público como
limites distintos de la autonomía. Prohibe los pactos contrarios a la ley y a los pactos contrarios al orden
público. El identificar orden público y ley imperativa seria reducir aquellos dos límites a uno solo, lo cual no
parece lícito dados los términos en que se expresa nuestro Código Civil.
Tampoco desde un punto de vista conceptual es posible la identificación. Utilizando,
por ahora, una idea aproximada de orden público, resulta que puede existir una ley imperativa sin que afecte
para nada al orden público y, viceversa. puede encontrarse actos contrarios al orden público sin que exista una
norma imperativa que expresamente los prohiba o los rechace. Es una norma imperativa, por ejemplo, la que
establece la redimibilidad de los censos. El censatario podrá redimir el censo a su voluntad aunque se pacte lo
contrario. Y, sin embargo, aún siendo la norma expresamente imperativa no parece que la redimibilidad de los
censos sea una cuestión de “orden público". Al contrario, es obvio que un pacto que verse, por ejemplo, sobre
el modo de ejercer o sobre los efectos de la patria potestad seria contrario al orden público, aun no existiendo
una norma legal imperativa que expresamente lo prohiba.
No pueden, pues, confundirse orden público y ley imperativa. ¿Dónde está entonces
la característica esencial del orden público? Con bastante aproximación se ha querido fijar la idea público
asemejándola a la de interés público. Sin embargo, es la idea de orden público una idea mucho más completa
que la de interés público. Orden público se contrapone en realidad a orden privado. Hay cuestiones,
instituciones jurídicas que afectan al orden público. Otras, por el contrario, ajenas a él. ¿Cuándo una materia,
una institución, afecta al orden público? Cuando está tan íntimamente enraizada en los principios
fundamentales de la organización de la comunidad que su régimen jurídico no puede ser modificado por los
particulares. Es este enlace intimo del régimen de una institución con los principios fundamentales de la
organización política lo que define el orden público. Un ejemplo clásico dentro del Derecho privado nos los
ofrece el complejo de relaciones familiares o las cuestiones referentes a la condición y estado de las personas.
Precisamente por aquella razón quedan excluidas del ámbito de la autonomía privada. No cabe pacto sobre
ellas, aunque no existan normas imperativas. Son materias indisponibles. No funciona en ellas la autonomía
privada.
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Nos hallamos así en presencia de pactos, cláusulas o condiciones prohibidas por la ley.
2) Pero además del contenido prohibido puede haber segunda limitación -un contenido impuesto por la ley-.
Las relaciones se crean voluntariamente, pero lo que la voluntad crea es un esquema determinado
imperativamente por la ley. En estos casos de determinación coactiva del contenido de una relación. la norma
constituye la fuente directa de la reglamentación de la misma.
Según hemos dicho con anterioridad, la autonomía privada es un poder del individuo
que permite a éste el gobierno de su propia esfera jurídica, reglamentar sus propios intereses y ordenar las
relaciones jurídicas en las que es o ha de ser parte.
De este planteamiento se deduce que los cauces fundamentales de realización de la
idea y del principio de autonomía privada se pueden encontrar en las siguientes figuras e instituciones:
1) El patrimonio, en cuanto que esta idea engloba la totalidad de los poderes jurídicos otorgados al individuo
sobre bienes y relaciones jurídicas de naturaleza económica.
2) El derecho subjetivo en cuanto significa la concesión de un poder jurídico sobre bienes de todo tipo y una
garantía de libre goce de los mismos, como medio de realización de los fines e intereses del hombre.
3) El negocio jurídico, en cuanto que es el acto por virtud del cual se dicta una reglamentación autónoma para
las relaciones jurídicas.
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voluntad. En principio ninguna forma ritual se impone para la manifestación de la voluntad interna de cada
contratante, ni como prueba del acuerdo adoptado. La voluntad táctica es tan eficaz como la expresa; las
solemnidades son excepcionales.
5), En fin, los efectos de las obligaciones contractuales son los queridos por las
partes. En caso de litigio con respecto a su alcance, la misión del juez será interpretar, descubrir directamente
o por inducción, la intención de las partes, sin imponer su voluntad. El poder público ha de cuidar que se
respete la convención como si se tratara de una ley.
En resumen, "Los convenios legalmente formados tienen fuerza de ley para los que
lo han celebrado".
Esta concepción de la voluntad soberana, creadora de derechos y de obligaciones
tiene sus raíces más remotas en el Derecho canónico que lucho por arraigar profundamente en la conciencia
humana el respeto a la palabra empeñada, fuera cual fuera la forma material de expresión de la voluntad. La
escuela del Derecho Natural y los filósofos del siglo XVII fortificaron la función creadora de la voluntad y la
omnipotencia del contrato, consagrados más tarde por la legislación revolucionaria. Ya en vigor el Código
Civil, durante el siglo XIX, los partidarios del individualismo liberal han exaltado esa concepción.
La teoría de la autonomía de la voluntad no se reduce a la exaltación de la voluntad
soberana como creadora de relaciones jurídicas. Explica, además, que esa voluntad no debe limitarse más que
por los motivos imperiosos de orden público y que tales restricciones deben reducirse a su mínima expresión;
que los intereses privados. libremente discutidos, concuerdan con el bienestar público y que del contrato no
puede surgir injusticia alguna dado que las obligaciones se asumen libremente.
Trata, en fin, de explicar toda clase de obligaciones así como toda disposición legal
mediante la interpretación de la voluntad soberana de los sujetos de derecho, creando así ficciones de
contratos. De acuerdo con ello el régimen matrimonial legal es un contrato de matrimonio tácitamente
celebrado, la sucesión es el testamento presunto del difunto.
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Defensa de la libertad contractual. Cuando se lleva a sus consecuencias más
extremas, la doctrina que niega la autonomía de la voluntad se convierte en una reglamentación tiránica y en
la destrucción de la prosperidad que produce el libre comercio. Es inconciliable con los modos imperantes de
circulación y de distribución de la riqueza y solamente pudiera ser aplicada en un orden social distinto, cuyo
valor moral y económico no se ha demostrado.
El principio de la libertad de la contratación es una pieza indispensable de un
régimen que acepta la propiedad privada y la libertad del trabajo. El deber del legislador ha de reducirse a
prevenir sus excesos, protegiendo a los contratantes frente a las sorpresas y las injusticias del contrato,
prohibiéndoles, especialmente, modificar con sus acuerdos privados las relaciones que interesan al orden
público. El contrato pierde importancia en nuestros días en cuanto a estos dos puntos de vista.
Pero, hay que tener cuidado de que tal reglamentación no se haga excesiva, entorpeciendo de ese modo
el comercio jurídico, al destruir la seguridad. Por otra parte, no parece posible que la ley abstracta y
permanente pueda garantizar la conciliación de los intereses privados con la perfección que ofrece el contrato,
flexible y temporal. Por estas dos razones el legislador habrá de estudiar cuidadosamente las restricciones que
hayan de imponerse a la libertad de contratación; su utilidad crece en las épocas de crisis económicas.
Hablar de la decadencia de la soberanía del contrato en la época moderna es olvidar
que el desarrollo del comercio proporcionó al contrato un campo que jamás había tenido y que el número de
los contratos se ha multiplicado hasta lo infinito. Se olvida también que las restricciones de índole moral a la
libertad contractual desaparecen poco a poco, según va desapareciendo la común aceptación de ciertas reglas
morales, adquiriendo de este modo nuevas fuerzas la voluntad del individuo.
Movimiento legislativo posterior al Código Civil. Desde la segunda mitad del siglo
XIX el legislador ha menudeado sus intervenciones en las materias más diversas y especialmente en los
contratos que interesan la vida y el trabajo humano y aquellos en que las dos partes contratantes no parecen
disponer de igualdad de fuerza para la defensa de sus intereses. El procedimiento normal de la intervención
legislativa consiste en la prohibición de ciertas estipulaciones, que se declaran nulas como contrarias al orden
público; más raros son los casos en que el legislador interviene imponiendo la observación de una regla fija en
el contrato.
En definitiva, la regla general, que conserva una considerable importancia, sigue
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siendo la libertad que tienen los particulares para crear obligaciones mediante los contratos. Pero, queda sujeta
a restricciones cuyo número e importancia van en aumento por una doble influencia: la dependencia material,
cada día más estrecha, del individuo respecto al medio en que vive y el sentimiento más definido de que
ninguna sociedad puede mostrarse indiferente a los fines que se proponen los contratantes, debiendo velar por
el mantenimiento de cierto grado de justicia, distributiva o conmutativa.
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Derecho porque revela una de las más íntimas convicciones del modo de ser y de existir de nuestra
comunidad, porque deriva directamente de la ley natural, porque se halla vigorosamente anclada en los
postulados de nuestra moral cristiana y porque ha tenido entre nosotros una tradicional vigencia.
Ahora bien, de este hecho de que la norma jurídica que impone un comportamiento
conforme a la buena fe, sea un principio general del Derecho nosotros podemos sacar algunas consecuencias
importantes.
a) Todo el ordenamiento jurídico debe ser interpretado en armonía con el principio
general. Toda interpretación de una norma, que conduzca a un resultado jurídico contrario a la buena fe, debe
ser rechazada o, por lo menos, considerada como excepcional, por ser “contra tenorem rationis" de la
organización general. La misma regla debe ser aplicada a los negocios jurídicos realizados por los
particulares. Todo negocio debe ser objetivamente interpretado en armonía con este principio. Los pactos, las
cláusulas y las condiciones contenidas en un contrato o, en general, en un negocio jurídico, deben ser
entendidos de buena fe, es decir, entendidos de manera que conduzcan a un resultado empírico que sea
conforme con la buena fe.
b) Como principio general del Derecho la norma que ordena que el comportamiento
sea de buena fe, tiene el carácter de una norma supletoria y los Tribunales deben, a falta de otra norma
especial, aplicar este principio para resolver el litigio planteado. Si existe un deber de comportarse de buena
fe, toda conducta contraria a la buena fe es, por regla general, antijurídica y, por tanto, repudiable y
merecedora de una sanción. También sobre esta idea cardinal -sanción de toda conducta contraria a la buena
fe- deben los Tribunales inspirar sus decisiones.
c) Las consecuencias o las derivaciones inmediatas del principio general de buena fe,
construidas doctrinal o jurisprudencialmente, en torno a particulares situaciones de intereses, de carácter
típico, tienen el mismo valor y el mismo alcance que el principio general de que dimanan y en que
inmediatamente se fundan. En la jurisprudencia alemana se consideran, por ejemplo, derivaciones del
principio general de buena fe, la teoría del abuso del derecho, la rescisión o revisión de los contratos por
desaparición de la base del negocio, entre otras muchas.
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La autonomía y sus parámetros.
Esta tesis, anticontractual, fue sostenida por Saleilles, para quien los contratos de
adhesión "no tienen de contrato sino de contrato sino el nombre". Eminentes publicistas, como Duguit y
Hauriou, se han pronunciado por ella.
Se parte del análisis del consentimiento en los contratos. El consentimiento supone
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un debate entre las partes, una discusión a veces áspera. al término de la cual surge el acuerdo. La voluntad
común de los contratantes no puede concebirse sin un cambio previo de opiniones que implica, de suyo, la
igualdad de situación de aquellos que participan en él. Sin embargo, en los contratos de adhesión nada de esto
existe: no hay ni discusión ni igualdad entre las partes. Los efectos del acto son fijados por la exclusiva
voluntad del oferente. El consentimiento del aceptante, si no inexistente, limitase sólo a los elementos
esenciales del contrato.
Ahora bien, si la exclusiva voluntad del oferente es la ley del acto jurídico, ¿qué hay
en éste de contractual? "El pretendido contrato por adhesión es en verdad un acto unilateral; sólo que produce
efectos en favor o en detrimento de aquellos que adherirán a él. Esta adhesión, por lo demás, está bien lejos de
cambiar su naturaleza, transformándolo en acto bilateral".
En los contratos por adhesión no se ve, por un lado, más que particulares, en
general poco competentes en los negocios y provistos ordinariamente de un potencial económico muy
débil y, por el otro lado, empresas poderosas o el Estado mismo, quienes aprovechando su posición
predominante, imponen a los primeros sus condiciones.
La finalidad perseguida por esta teoría consiste en atribuir al juez un poder de
apreciación más amplio que aquel del que goza a propósito de los contratos libremente discutidos. Así,
tratándose de estos últimos, el juez no puede no respetarlos, pues el Código Civil, al consagrar el principio de
su fuerza obligatoria, le prohibe toda otra actitud. En cambio, en lo que atañe a los actos por adhesión, el juez
podría rehusar la aplicación de cláusulas abusivas dictadas por el autor del "reglamento" y que fuesen, por
ejemplo, francamente contrarias a la equidad, cual ocurriría con las cláusulas de irresponsabilidad insertas en
un contrato de transporte o con las cláusulas que establecieren, en un reglamento interno de trabajo, multas
desmedidas para sancionar las faltas del trabajador. De este modo, el contrato por adhesión no sería
estrictamente obligatorio para el juez.
La mayor parte de la doctrina no ha admitido que los actos por adhesión tengan una
naturaleza jurídica diversa de la de los contratos libremente discutidos. Como la voluntad del aceptante es
indispensable para la conclusión del acto jurídico, resulta que sus efectos no son determinados exclusivamente
por el oferente. La adhesión, en verdad, es un modo especial de aceptación, pero, que reposa aún así, sobre la
voluntad del agente, sobre la voluntad del aceptante. Si la voluntad de ambas partes es necesaria para la
formación del contrato, es falsa la tesis que ve en la adhesión un acto unilateral. Ripert, quizás el más
encarnizado adversario de la doctrina anticontractual, decía. "Poco importa que la voluntad esté sujeta si ella
es consciente y libre. Sin duda los concesionarios privilegiados transportadores, aseguradores, patrones, todos
aquellos que gozan de un monopolio de derecho o de hecho, fijan anticipadamente y de modo rígido su
inmutable voluntad. Pero, jurídicamente, los usuarios, viajeros, cargadores, asegurados, obreros, dan un
consentimiento que tiene un valor igual. Para la formación del contrato, la ley exige dos consentimientos; ella
no mide en el dinamómetro la fuerza de las voluntades". Cuando la teoría del acto unilateral reduce a la nada
el rol de la voluntad del aceptante, cometería, pues, un error, apartándose de la realidad de las cosas.
Empero, nadie podrá negar que efectivamente las voluntades de las partes no
participan en las mismas condiciones al concluir el contrato de adhesión. Si tales voluntades tienen un peso
diferente, no se divisa la razón para sostener que jurídicamente su valor es igual. De manera que es preciso
buscar en otra parte los motivos del fracaso de la doctrina de Saleilles. Al parecer, éstos consistirían en la
excesiva extensión de la idea de contrato de adhesión.
Si hubiese acuerdo en comprobar la existencia de un contrato de adhesión toda vez
que la oferta fuese general, dirigida a la colectividad y no a un individuo determinado, entonces no sólo los
contratos de adhesión corrientes, sino que también otros contratos, bastantes numerosos, deberían ser
excluidos del régimen de derecho común. Así, las compras en los grandes almacenes comerciales y en general
en todo los establecimientos de comercio. Así, igualmente, los contratos que se forman intuitus rei, pues son
propuestos, sin considerar la persona del destinatario de la oferta, a todos aquellos que podrían estar de
acuerdo en aceptar las condiciones del policitante. Es evidente, en suma, que si una modificación del derecho
positivo puede convenir respecto a los contratos por adhesión, no podría aplicarse indiscriminadamente, sin
embargo, a todo tipo de convenciones. Haría falta deslindar cuestiones de importancia; esto no se ha
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conseguido.
Por parte, si se repara en la desigualdad económica que ciertamente caracteriza a los
contratos por adhesión, se advierte que esta noción, desgraciadamente, carece de fundamento bastante.
Además, tal desigualdad se encuentra, con mayor o menor amplitud, en todos los contratos. Salle de la
Marnierre parece tener alguna razón cuando afirma: "La definición de una institución jurídica necesita el
concurso de elementos extremadamente precisos y estables; ahora bien, la única particularidad del contrato de
adhesión que puede justificar una definición, es la preponderancia de uno de los contratantes sobre el otro;
pero, si tal definición puede bastar en el terreno económico, resulta por completo insuficiente en el terreno
jurídico, en razón de su imprecisión cuantitativa y en razón de que es antes que nada un accidente económico.
Suponiendo, a pesar de lo dicho, que la teoría de la adhesión, acto unilateral, fuere
aceptada, ¿se ganaría al menos una protección más eficaz para el contratante más débil? Ello es inseguro, ya
que esta teoría, desde el momento que consagra, de buena o mala gana, un desequilibrio, favorece en cierta
medida al oferente. Cierto, dicha teoría exige que al juez se le reconozca un poder más amplio de apreciación;
pero, por una parte -según quienes consideran la adhesión como un acto contractual, según la opinión
dominante-, no es posible otorgar al juez la facultad de estatuir ex aecquo et bono, habilitándolo sin más, para
decidir que ciertas cláusulas son inaplicables, pues así se introduciría una enojosa inseguridad en las
relaciones jurídicas y, por otra parte, si sólo se trata de hacer jugar restrictivamente las directivas de la
equidad en la aplicación de los contratos por adhesión, entonces no es necesario, para lograrlo, abandonar el
terreno contractual, ya que el artículo 1135 del Código de Napoleón permite, ciertamente, tomar en
consideración la equidad en todos los contratos.
Hasta aquí las principales ideas sobre la naturaleza jurídica de los contratos por
adhesión. Sí bien en las discusiones de la doctrina ha tenido éxito la teoría contractual, eso no significa que se
halla llegado a identificar completamente tales contratos con los contratos ordinarios. Pronto examinaremos
ciertas reglas de interpretación que sólo se aplican a los contratos por adhesión.
Contratos de adhesión.
La ley (se refiere a la Ley Nº 19.496) en esta materia ha dado un paso importantísimo porque por
primera vez en nuestra legislación se ha reglamentado este tipo de contrato, el que si bien ha estadio
reconocido como una forma de manifestación de voluntad destinada a producir efectos jurídicos, ha suscitado
controversia acerca de su naturaleza jurídica.
En efecto, el jurista francés Raymon Saleilles dio inicio a un extenso debate en torno a esta figura,
fracasando en su intento de dejarla fuera del campo contractual, pero su denuncia contribuyó a la toma de
conciencia de que la parte con mayor poder negociador abusa de la parte carente de ese poderío.
Hoy vemos como es legislador ha advertido que en la contratación moderna ocurre con frecuencia
que el proveedor ofrece sus servicios o productos en forma masiva, con condiciones iguales y preestablecidas,
fijadas de antemano por este, dirigidas a todos los potenciales consumidores, con los cuales sería imposible
negociar en forma particular cada una de las cláusulas del contrato. De esta manera, los contratos se celebran
masivamente, aceptándose las condiciones preimpuestas por la parte fuerte de la relación, no quedándole al
consumidor más alternativa que asentir a los términos ya fijados, si quiere tener acceso al producto o servicio.
Lo anterior ha llevado a algunas prácticas abusivas, como lo son por ejemplo: la liberación de
responsabilidad del proveedor, el empleo de la letra chica o ilegible, el uso de nomenclatura técnica, la
fijación de plazos extremadamente cortos para responder, el empleo de vocablos en idioma extranjero, etc.
Todas estas estipulaciones reciben el nombre de “cláusulas abusivas”, las que han sido definidas
por diversos autores, entre otros por María Victoria Bambach Salvatore, que las conceptualiza como:
“estipulaciones contractuales que entrañan un desequilibrio de las partes de la convención”.
Esta forma masiva de contratación y la consiguiente imposición de determinadas cláusulas ha
llevado a la revisión de este tipo de convención, lo que se ha materializado en la ley de protección al
consumidor en una reglamentación que, si bien adolece aún de carencias y fallas, implica un importante
avance en la defensa del consumidor.
16
Leslie Tomasello H.: La Contratación.
El contrato tipo.
17
contratos administrativos que él celebra. etc.
El contrato de adhesión.
Como dicen los Mazeaud. "el requisito de fondo esencial para la formación del
contrato es la voluntad de los contratantes. Cuando la voluntad falta a está viciada, la ley permite demandar la
nulidad del contrato: así pues, la voluntad de los contratantes está protegida. Pero, entre la voluntad
perfectamente esclarecida y libre de las partes y el consentimiento viciado, existe toda una gama de
situaciones en las que una de las partes ha podido, en razón de su poderío económico, por ejemplo, o de su
conocimiento "de los negocios", dictar la ley al otro contratante, peor armado. Se es conducido así a
distinguir entre el contrato de mutuo acuerdo y el contrato de adhesión”.
Albaladejo señala que "la adhesión pura y simple del aceptante a la oferta se da
siempre, y en toda clase de contratos. Luego, lo que diferencia de los demás contratos a estos llamados de
adhesión, no es que en ellos haya adhesión pura y simple a la oferta, y en los otros no, sino que en unos hay
una oferta última (un texto del contrato, que admite el aceptante) formada a base de negociaciones, y en otros
hay una oferta primera y última formada sólo con la intervención del oferente, es decir, un texto del futuro
contrato, redactado sin tratos previos y sin intervención del aceptante. Así planteadas las cosas, resulta que el
llamado contrato de adhesión no presenta, como contrato, especialidad ninguna respecto a los demás, pues. en
todo caso. lo más que tiene de peculiar es la formación de la oferta".
Bercaitz indica que "la generalización de determinada clase de contratos y la ruptura
de la igualdad de las partes como consecuencia de la diferencia de potencialidad económica producida por la
acumulación de grandes riquezas en manos de una sola persona o de una empresa, trajo como consecuencia la
elaboración de un tipo especial de contrato cuyas cláusulas redactaba exclusivamente uno de los contratantes
y aceptaba in totum el otro, sin que fuera posible ninguna discusión o deliberación", Son los denominados
contratos de adhesión y que algunos han llamado automáticos. El mismo autor, luego de aludir a su naturaleza
jurídica, concluye que son contratos porque "quien se adhiere a las condiciones que le son propuestas -se ha
dicho- está en libertad de no aceptarlas; podría rechazarlas en bloque y, en consecuencia, cuando las acepta,
da bien su consentimiento.
"Si el libre debate perteneciera a la esencia del contrato; si este último no existiera
cuando no pueden imprimir en él su sello característico e inevitable la ley de la oferta y de la demanda, habría
que proclamar entonces que el contrato ha desaparecido ya en la vida de relación entre los hombres, o, por lo
menos, que su ámbito ha quedado reducido como instrumento de cambio a proporciones muy pequeñas.
Los contratos de adhesión son tan contratos como todos los demás. Su única
particularidad consiste en la forma de su concertación. Los contratos de adhesión constituyen, pues,
verdaderos contratos, iguales que todos los demás del derecho privado, cuya aparición en el mundo jurídico
sirvió para demostrar la falta de universalidad y de perennidad de uno de los caracteres más fundamentales del
contrato de derecho privado elaborado por la doctrina del siglo XIX y sancionado por el Código Civil. La
caída del principio de la autonomía de la voluntad que ello significa, del libre intercambio de consentimientos
y de la igualdad de hecho de las partes, presupuesto inexcusable de la pacífica y amable deliberación previa,
abrieron una brecha importantísima en el reinado absoluto del contrato de derecho privado, y abonaron la
tierra para el florecimiento inmediato de otro contrato, donde tales caracteres aparecen totalmente, o no
existen más. Nos referimos al contrato administrativo”.
Habitualmente el contrato de adhesión más que definirlo, se describe en
contraposición a los de libre discusión diciendo que en éstos, "que los franceses llaman gré a gré, las partes,
de común acuerdo establecen libremente las estipulaciones del convenio: hay ofertas y contraofertas,
conversaciones y, finalmente, el contrato es una forma de transacción de los intereses de las partes. En
cambio, el contrato de adhesión se caracteriza porque la oferta la hace una de las partes conteniendo todas las
estipulaciones del mismo, sobre las cuales no acepta discusión ni regateo alguno: la contraparte o acepta el
contrato tal como se le ofrece o se abstiene de contratar; no existe otra alternativa para ella: lo toma o lo deja,
según el decir popular". Messineo expresa que es contrato de adhesión aquél en el cual cláusulas son
dispuestas por uno solo de los futuros contratantes, de manera que el otro no puede modificarlas ni puede
hacer otra cosa que aceptarlas o rechazarlas.
En términos generales, digamos que la desmesurada exaltación del principio de la
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autonomía de la voluntad y de su corolario la libertad contractual, unida a la ruptura del equilibrio e igualdad
que tal libertad supone, acarreó como consecuencia ineludible la intervención del Estado a fin de tutelar al
más débil frente al más poderoso en aquellas relaciones contractuales normalmente de adhesión, precedidas o
no de contratación-tipo y cuando se trataba de los aspectos más vitales, como el trabajo, la alimentación, la
habitación, etc. Asimismo, el Estado intervino a través del dirigismo contractual a fin de regular y. muchas
veces, poner coto a la libertad de los particulares, actividades económicas de interés colectivo, en que
aparecería comprometida la fe pública, que eran de interés estratégico o geopolítico o fuente de la formación
de grupos económicos poderosos que después se valdrían de la contratación de adhesión.
Lo anterior porque el principio de la libertad contractual heredado del Código
Napoleónico de 1804 y que incluso ha recibido reconocimiento de rango constitucional, se asienta en el
principio de la libertad del consentimiento, libertad que muchas veces no existe o que se reduce a aceptar las
condiciones del más fuerte o no contratar. Establecido que la libertad del consentimiento no siempre existe, el
edificio del contrato napoleónico del siglo XIX tenía que sufrir profundos resquebrajamientos, y los sufrió. En
primer término, el Estado intervino para proteger al más débil en el contrato. Más adelante, también lo hizo a
fin de evitar la creación de derechos y obligaciones individuales que estimó incompatibles con los interés
superiores de la colectividad, no siempre concordantes con los de las partes Posteriormente, la actividad del
Estado dio origen a un tercer tipo de intervención tendiente a convertir a determinados contratos en una
operación dirigida por el poder público y que dio lugar a lo que Josserand denominó el dirigismo contractual,
una de las expresiones de la economía dirigida en que el Estado deja de tener una función puramente política
para pasar a intervenir y aun dirigir la economía, lo que conlleva el correspondiente dirigismo contractual.
Finalmente, el Estado llega incluso a imponer la obligación de concluir el contrato, dándose la figura de los
contratos forzosos ortodoxos, que dejan a las partes en libertad para elegir a la contraparte y determinar el
contenido del acto y de los contratos forzosos heterodoxos, en que toda libertad, de conclusión y de
configuración interna, desaparece, dado que el contrato, con partes y contenido, viene impuesto por el
legislador, administrador o sentenciador. Precisamente por ello es que les ha negado su carácter contractual
arguyendo que la fuente de la obligación es, más bien, la ley o el acto administrativo o judicial.
En esta oportunidad debemos ocuparnos de los contratos dirigidos que aparecen
vinculados a las categorías anteriores desde el momento que constituyan, al margen de una economía dirigida,
una forma que permite paliar los excesos a que puede conducir la contratación de adhesión, precedida o no
por contrato-tipo.
Alessandri, luego de señalar las limitaciones a que siempre ha estado expuesta la
libertad contractual y como los contratos de adhesión constituyen un mentís a tal libertad, se pregunta acaso
ha llegado la hora de suprimirla, contestándose que ella es indispensable para el desarrollo del comercio y
para el progreso económico y material de los pueblos, porque no sacrifica el interés privado que es el gran
acicate de la producción sin perjuicio de que es el complemento obligado de un régimen político y económico
que reconozca la propiedad privada y la libertad de trabajo. Con todo, atendidos sus inconvenientes y el que
puede ser fuente de abusos e injusticias, argumenta que el legislador tiene el derecho, y. más aun, la
obligación, de intervenir en la vida contractual para proteger a aquél de los contratantes que se halle en una
situación de manifiesta inferioridad respecto del otro y para impedir, por lo mismo, que el contrato sea fuente
de injusticias o sirva de instrumento de explotación de una de las partes por la otra. Es precisamente en este
sentido que se orienta la tendencia de las legislaciones contemporáneas. Para emplear una expresión feliz del
Decano Josserand, y que tomado carta de ciudadanía en el Derecho, vivimos bajo el régimen del "contrato
dirigido", es decir, del contrato reglamentado y fiscalizado por los Poderes Públicos en su formación,
ejecución y duración.
Repitiendo la definición que anuncia Alessandri, digamos que el contrato dirigido es
el reglamentado y fiscalizado por los poderes públicos en su formación, ejecución y duración o aquél en que
el poder público establece la fijación predeterminada y oficial de algunas de sus principales condiciones,
como, por ejemplo, el precio de tasa.
Castán Tobeñas dice que son aquellas en que los contratantes sólo pueden establecer
sus pactos y condiciones dentro de ciertos límites fijados por el poder público, en vista de la función social del
respectivo contrato.
19
Jorge López Santa María: El Contrato Forzoso o Impuesto..
20
Eva Holz: Mercado y Derecho.
21
Ahora bien, en cuanto a los factores que determinan la aparición de las condiciones
generales, son múltiples y variados, pero todos concluyen en la necesidad de la empresa de racionalizar su
actividad y optimizar la organización de su estructura para una mayor productividad.
Como primer factor del surgimiento de las condiciones generales se debe considerar
la necesidad de racionalizar la contratación frente a la sociedad de masas que surge contemporáneamente. La
productividad en masa de las grandes empresas determina o condiciona el desarrollo económico y social, se
produce un ensanchamiento del universo de consumidores que impide un tráfico individualizado, dando lugar
a lo que se ha denominado “tráfico de masa”. Nos enfrentamos a una sociedad en que existe una
despersonalización del individuo, las relaciones contractuales se desenvuelven a través de los contratos
estandarizados. Este esquema de contratación rompe los cimientos del “paradigma del contrato” que
desarrolló la doctrina tradicional del siglo XIX.
Otro factor lo constituye la creciente y acelerada tecnología que va creando una
sociedad mayoritariamente tecnificada en la que se hace prácticamente imposible el desarrollo del modelo
contractual clásico, donde las partes autonómamente configuran el contenido contractual en forma lenta y
bilateral por medio de la formulación de la oferta y la aceptación, en un proceso de regateos de ofertas y
contraofertas, denominadas comúnmente negociaciones preliminares. Producto de los cambios ocurridos en la
producción y el comercio de bienes y servicios y el aumento inconmensurado de las relaciones jurídicas
`privadas, surge la necesidad de una forma de contratar más expedita que abarate los costos y establezca
premeditadamente la solución a los posibles conflictos que se pudieren suscitar entre los contratantes. Así se
da respuesta al vertiginoso tráfico económico que se produce por la participación que tiene la comunidad en la
adquisición de bienes de consumo. La contratación se desarrolla en nuestros tiempos de una forma
insospechada para los legisladores decimonónicos, existiendo situaciones en que uno de los contratantes
desconoce absolutamente que celebró un acto jurídico y en otras se presenta la situación en que se contrata
por medio de una máquina sin visualización de otro contratante.
En este punto la doctrina está conteste en que existe un desajuste entre las técnicas de
contratación moderna y el derecho positivo de raigambre decimonónico. Las condiciones generales vienen
precisamente a sustituir el derecho dispositivo por otro más acorde con las necesidades del mercado. Las
condiciones generales posibilitan la pervivencia del contrato en la sociedad contemporánea.
El fundamento de la contratación clásica reflejado en el individualismo, la voluntad y
el consentimiento, en la actualidad es más aparente que real y la igualdad entre los contratantes prácticamente
ha desaparecido. Las relaciones jurídicas se desarrollan en un plano de jerarquías dado por la importancia o
poder económico de los contratantes en el mercado.
Se ha producido un decaimiento de la autonomía de la voluntad en dos aspectos. El
primero se refiere a la existencia de libertad de contratar, que significa a los sujetos la posibilidad de decidir
autónomamente si contratan o no, cuestión que ha resultado relativizada por la imperiosa necesidad de
contratar ciertos servicios indispensables para subsistir o en otros casos existe la contratación forzada que se
impone heterónomamente. En relación al segundo aspecto, se trata de la libertad contractual de los sujetos de
derecho que adhieren a un contenido predispuesto heterónomamente por el contratante fuerte, lo que tiene su
paradigma en la institución que motiva estas líneas, a saber, las condiciones generales de los contratos.
El menoscabo de la libertad contractual ha significado en gran parte la aparición de
las condiciones generales de los contratos. La igualdad y libertad en los contratos hoy aparece absolutamente
desfasada, al igual que el modelo de contratación que representa, hoy más bien pensamos el contrato con la
idea de falta de libertad.
En el derecho comparado se han debatido las posibilidades y formas jurídicas de
someter a control las condiciones generales y la represión de las cláusulas abusivas, pero no se desconoce, lo
que sería absurdo, la necesidad de utilización de las mismas en el tráfico comercial. Contemporáneamente no
es posible concebir el mercado de los contratos sin la presencia de condiciones generales, las cuales significan
un considerable ahorro de los costos de transacción y, por ende, la posibilidad de una circulación expedita de
los bienes, logrando una maximización de la riqueza.
22
reglas generales en materia de formación del consentimiento, capacidad, objeto, causa, interpretación y
sanciones de ineficiencia.
La ley reconoce su naturaleza contractual, pero restringe el ámbito de aplicación de
sus normas al contrato por adhesión celebrado entre un proveedor y un consumidor, con un fin comercial y de
satisfacción de una necesidad individual, respectivamente; excluyendo esencialmente las relaciones entre
empresarios.
ii. Sin perjuicio de lo anterior, en atención a la naturaleza y modalidad de formación
del consentimiento de este contrato, esto es, a la facultad del redactor de ofrecer e imponer sus términos y a la
posición del adherente de aceptarlos pura y simplemente, se justifica su tratamiento particular en cuanto a los
requisitos de publicidad de sus cláusulas, el control de su contenido, su interpretación y el alcance de la
nulidad, que no desnaturalizan sino confirman su carácter eminentemente contractual.
La ley efectúa un tratamiento ambiguo e insuficiente de estas materias, lo que hace
indispensable recurrir a las reglas de derecho privado para su aplicación.
iii. Las reglas formales y de control de contenido del contrato por adhesión
constituyen normas de orden público de protección de los intereses del adherente, establecidas en atención a
la naturaleza y posición de las partes de este contrato.
La ley contempla normas de orden público de protección que prevén requisitos
formales y una enumeración no exhaustiva de cláusulas prohibidas en el contrato de adhesión.
iv. Las reglas formales, que para el derecho clásico se justifican en la protección del
consentimiento de las partes, sólo otorgan al adherente la posibilidad de conocer los términos del contrato,
porque su actuación en el mercado es usualmente irreflexiva y no puede esperarse razonablemente que
comprenda siempre las condiciones generales que se le ofrecen.
La Ley contempló algunas reglas formales en el artículo 17 con el propósito explícito
de proteger el consentimiento. El desconocimiento de su verdadera finalidad y su pobre tratamiento impidió la
inclusión de otros requisitos formales que han resultado eficaces en el derecho comparado.
v. En el contrato por adhesión, de la misma forma que en el contrato libremente
discutido, subyace una noción de reciprocidad de las prestaciones. Como el redactor está facultado para
extender sus términos, en la distribución de derechos y obligaciones deberá respetar un equilibrio que no
deberá ser confundido por una equivalencia aritmética, sino consiste en la conservación de una reciprocidad
razonable que no puede ser alterada desproporcionada e injustificadamente.
Siendo un patrón normativo de conducta, sólo es posible elaborar criterios que
permitan discernir aquellas alteraciones irrazonables que deberán ser reprimidas. En la legislación y doctrina
comparada han resultado útiles criterios como el abuso de la posición de poder del empresario y la
defraudación de las expectativas del adherente.
Los conceptos de abuso de derecho, a través de la noción moderna de buenas
costumbres, y de buena fe presentan la ventaja de estar expresamente previstos en la legislación civil,
otorgándose a los jueces una facultad genérica de para definir límites al contenido del contrato por adhesión.
Por ello, las regulaciones comparadas más eficaces han recogido la experiencia jurisprudencial mediante
normas que entregan criterios a ésta para definir la ilicitud.
La Ley contempla una enumeración no exhaustiva de cláusulas prohibidas en el
contrato por adhesión, transcrita defectuosamente en el derecho comparado, pero carece de una definición
general y de criterios que permitan a la jurisprudencia efectuar un control más allá de esa enumeración,
debiendo recurrirse a los conceptos tradicionales del derecho privado. Además, la validación irrestricta de la
cláusula arbitral hace cuestionable la aplicabilidad tanto de estos controles como de los requisitos formales.
vi. Al contrato por adhesión resultan inequívocamente aplicables las reglas de
interpretación contractual del Código Civil, que atienden preferentemente a la búsqueda de la voluntad
común. No obstante, en atención, por una parte, a que esa voluntad común en este contrato es rudimentaria y
reducida a las cláusulas de la esencia y, por otra, a las expectativas del adherente, los elementos objetivos de
interpretación vinculados a la naturaleza del contrato resultan particularmente relevantes.
La naturaleza de este contrato también ha justificado la elaboración de reglas
particulares de interpretación, como aquella que impone al redactor las consecuencias perjudiciales de las
cláusulas ambiguas y aquella que da preferencia a la cláusula particular sobre las condiciones generales, que
son auxiliares a las anteriores y que en ningún caso permiten estructurar un sistema autónomo de
23
hermenéutica de este contrato.
La Ley sólo reconoce la regla de preferencia de la condición particular sobre la
general, pero ni siquiera alude a la regla de interpretación contra el redactor prevista en el Código Civil. Por
otra parte, la ausencia de criterios en la Ley para controlar materialmente el contrato por adhesión genera
incentivos a la jurisprudencia para efectuar un control encubierto del contenido del contrato con la excusa de
la búsqueda de su sentido.
vii. La vulneración de las reglas formales y la inserción de cláusulas abusivas es
reprimida con nulidad absoluta de la estipulación, subsistiendo el contrato con el resto de las cláusulas no
viciadas, sanción que sólo puede ser demandada por el adherente, pues son sus intereses los protegidos por
estas normas.
La Ley no contempla explícitamente esta sanción para las cláusulas que infrinjan las
reglas formales o los controles materiales. Como la nulidad es la única sanción prevista por el derecho
privado para el incumplimiento de requisitos de validez, es inequívocamente aplicable a este contrato. Por
último, la titularidad de la acción, así como el alcance de la nulidad, pueden inferirse de la naturaleza de las
normas de orden público de protección de la Ley y de las reglas generales de derecho privado.
Artículo 1: Para los efectos de esta ley se entenderá por: 6. Contrato de adhesión: aquél cuyas
cláusulas han sido propuestas unilateralmente por el proveedor sin que el consumidor, para celebrarlo, pueda
alterar su contenido.
Artículo 16: No producirán efecto alguno en los contratos de adhesión las cláusulas o estipulaciones
que:
a) Otorguen a una de las partes la facultad de dejar sin efecto o modificar a su solo arbitrio el
contrato o de suspender unilateralmente su ejecución, salvo cuando ella se conceda al comprador en las
modalidades de venta por correo, a domicilio, por muestrario, usando medios audiovisuales u otras análogas,
y sin perjuicio de las excepciones que las leyes contemplen;
c) Pongan de cargo del consumidor los efectos de deficiencias, omisiones o errores administrativos,
cuando ellos no le sean imputables;
f) Incluyan espacios en blanco, que no hayan sido llenados o inutilizados antes de que se suscriba el
contrato.
Si en estos contratos se designa árbitro, el consumidor podrá recusarlo sin necesidad de expresar
causa y solicitar que se nombre otro por el juez letrado competente. Si se hubiese designado más de un
árbitro, para actuar uno en subsidio de otro, podrá ejercer este derecho respecto de todos o parcialmente
respecto de algunos. Todo ello, de conformidad a las reglas del Código Orgánico de Tribunales.
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Artículo 17: Los contratos de adhesión relativos a las actividades regidas por la presente ley,
deberán estar escritos de modo legible y en idioma castellano, salvo aquellas palabras de otro idioma que el
uso haya incorporado al léxico. Las cláusulas que no cumplan con dichos requisitos no producirán efecto
alguno respecto del consumidor.
No obstante lo previsto en el inciso primero, tendrán validez los contratos redactados en idioma
distinto del castellano cuando el consumidor lo acepte expresamente mediante su firma en documento escrito
en idioma castellano anexo al contrato, y quede en su poder un ejemplar del contrato en castellano, al que se
estará, en caso de dudas, para todos los efectos legales.
Tan pronto el consumidor firme el contrato, el proveedor deberá entregarle un ejemplar íntegro
suscrito por todas las partes. Si no fuese posible hacerlo en el acto por carecer de alguna firma, entregará de
inmediato una copia al consumidor con la constancia de ser fiel al original suscrito por éste. La copia así
entregada se tendrá por el texto fidedigno de lo pactado, para todos los efectos legales.
Exposición de motivos.
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entre los derechos y obligaciones de las partes, incluso aunque se trate de contratos entre profesionales o
empresarios. Pero habrá de tener en cuenta en cada caso las características específicas de la contratación
entre empresas.
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