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por
Francisco J. Paparella
Cuando se bajó del tren en Bariloche y el viento frío le pegó en la frente amplia,
Juan Carlos Mastrobuono no sabía que el resto de su vida se iba a llamar Mochila.
Tampoco tenía idea de lo que iba a ser su vida. Había dejado Caballito a la
semana de que el médico de Ferrocarril Oeste le dijese que se había roto los
ligamentos cruzados de la rodilla y que su corta carrera futbolística como delantero
izquierdo se había terminado. En esa semana había rechazado distintas ofertas de
trabajo de sus amigos –desde empaquetar yerba hasta trabajar en el puerto- y
había decidido irse al sur.
Como el tren llegaba hasta ahí nomás, hizo dedo y lo levantó un gaucho que
llevaba el diario hasta Esquel, pero vivía en El Bolsón y le ofreció que se quedase
en su casa hasta que volviera. Después de tres horas y media de viaje llegaron al
pueblo, y lo primero que vio a la entrada fue la cancha de Unión de San José, una
explanada de tierra con arcos de madera rotos, el chiste general era que le
sembraban piedras. Me acuerdo que si te barrías en esa cancha perdías un
pedazo de pierna.
Durante un tiempo Mochila se quedó con el gaucho en Mallín Ahogado, una parte
de la comarca repleta de napas de agua. Ahí aprendió a vivir en el campo y en la
montaña, y se supone que como nunca dijo su nombre a nadie, le pusieron
Mochila porque siempre iba con una a todos lados.
Lo único que sabían los gauchos es que sabía jugar al fútbol, porque cuando se
armaban los potreros, aún con la rodilla sin sanar, en alpargatas y terrenos en
subida, Mochi se ponía a jugar y deslumbraba. Entre el juego rústico que se
planteaban en la zona, era un Maradona patagónico, que ocasionalmente también
sacaba la lengua –detalle que los gauchos desconocían ya que solo podrían haber
escuchado el mundial por radio-. Y por eso mismo el Rul le vino a contar que
había un puesto de ténico en una escuelita de fútbol infantil en el pueblo, y que el
Chivas le había mandado a preguntar por él.
Mochila se presentó al primer entrenamiento, de la categoría 79, en pantalones
cortos y con la camiseta de Ferro. Un par de los siete pibes que venían a ser sus
discípulos tenían puestas camperas. La cancha era el patio del restaurante Doña
Hube. Habia una sola pelota, y no era precisamente la Jalisco del ´86, era una de
las gajos, de cuero, toda parchada. Mochila tomó la pelota, la presionó entre sus
manos y luego la puso abajo del brazo.
- Antes de jugar hay que calentar- dijo. Y les ordenó a los chicos que dieran unas
vueltas a la cancha. Desde la escalera del restaurante se quedó viendo como los
cuerpitos corrían desganadamente echando vapor por la boca, mirando de vez en
cuando con ansias la pelota.
Después de trotar los hizo lateralizar.
Y rodillas al pecho.
Salto a cabecear.
Talones a la cola.
Pique corto.
Los hizo elongar y los chicos sintieron músculos que no sabían que tenían, y una
vez terminado esto, hicieron dos arcos de un metro de largo con las camperas que
ya se habían sacado como palos, y jugaron cuatro contra cuatro, Mochi inclusive,
durante una media hora. Cuando terminaron eran las cinco y media de la tarde y
ya no había luz.
Al próximo entrenamiento se habían sumado tres chicos más. Calentaron y
después hicieron ejercicios de control de pelota. Mochila les explicó que cuando
uno quiere dar una pase, tiene que darle con la parte interna del pie a la pelota. Y
que cuando se le pega al arco se lo hace con el empeine, el pie de apoyo
separado a un paso de la redonda y uno de los brazos abiertos para tener
equilibro. Les fue enseñando de a poco: cuando tocar de primera, que cuando se
llega al fondo se hace el pase hacia atrás, que la pelota se cabecea con los ojos
abiertos y con la frente. Les enseñó a ganar la espalda, a marcar siempre tapando
la raya, que en los laterales no se levantan los pies. Los grupos se fueron
multiplicando y los equipos fueron tomando forma. Para cuando empezaron los
campeonatos de la AFRI (Asociación de Fútbol Regional Infantil), la categorías 79,
80 y 82 tenían diez, siete y nueve jugadores respectivamente, lo suficiente para
completar el equipo de ocho que pedía la liga, ya que de una categoría menor,
pueden bajar a otra, así que algunos de los chicos 82 jugaban para la 80.
Dos equipos salieron campeones y uno salió tercero. Así empezó la leyenda de
Martín Güemes.
Al siguiente campeonato los padres empezaron a pagar una cuota mínima, pero
con esa plata se compraron camisetas, y los colores que eligió Mochi fueron
blancos y verdes, como los de Ferro. También se compraron algunas pelotas, y
eso permitió mejorar la calidad de los entrenamientos.
Mochila se mudó al pueblo y empezó a vivir de algo de lo que el club le pasaba y
algo de los trabajos que en temporada hacía como refugiero del cerro Perito
Moreno, o manejando los medios de elevación del cerro, dependiendo el dueño de
turno.
Cuando ese verano fui a Bolsón, me crucé con Marina, la mamá de Germán, que
era la que lo ayudaba con las credenciales, los papeleos, todas las cosas de
estadísticas que a él no le gustaban. Me hizo pasar a su casa y tomamos unos
mates. En un momento subió y volvió con una caja de fotos.
- Fue una de las cosas pudimos sacar antes de que viniera la exmujer. ¿Vos
sabías que se había casado? –
- No - Sí sabía, una vez me había mostrado la foto de su hijo, no me acuerdo
el nombre, creo que era Emanuel.
De adentro de la caja agarré las fotos y las empecé a pasar una a una y fui
reconociendo las caras de esos que ahora me cruzaba en el boliche o en la
calle, de esos, mis compañeros, que como yo, habían crecido.
Fotos con las camisetas blancas y con las verdes.
De los campamentos, de adentro de las carpas, jugando al ping pong.
De Facu haciendo jueguitos con la cabeza.
Del Pocho con una camiseta de River una vuelta que perdió una apuesta.
De cada uno de nosotros, en un momento en el que todavía no habíamos
dejado de ser inocentes.
Le pregunté dónde estaba la tumba y esa tarde noche fui al cementerio. No la
encontré porque no tenía placa, así que dije algo en voz alta, algo así como: No se
escondan atrás del rival, algo que me pareció gracioso. Me fui iluminándome el
camino con la luz del celular.
Sigo jugando al fútbol, es una de las pocas constantes que encuentro en mi vida,
una de esas pocas cosas que no me aburren después de hacerlas varias veces.
Una es el cine, otra escribir, otra el fútbol. He jugado en varios equipos más, en
cientos de picados, mis rodillas y mis codos están todos marcados por el césped
sintético y por las canchas de tierra.
Y cada vez que entro a una cancha, cada vez que oigo sus gritos en mis gritos,
en mis órdenes, lo siento al lado mío, porque sé que me acompaña. Y sé que está
ahí afuera, al lado de la raya, fumando.