La Enciclopedia Británica define la "fuga de cerebros" como "la salida de
personas educadas o profesionales de un país, ámbito o sector económico, hacia otro, generalmente para conseguir mejores condiciones de vida o de salario". Huyen, se destierran por propia voluntad pero ¿Qué buscan estos fugitivos? Con Aristóteles responderíamos que como todos los hombres anhelan la felicidad. No es necesario indagar acerca de lo que entiende el filósofo por felicidad, baste decir que aquello que la proporciona tiene que ser un bien en sí mismo, no un medio. Es evidente, si dejamos de lado ciertas patologías, que el dinero es sólo un medio, aunque también es verdad que podríamos suponer una venalidad mundial. Sería candoroso afirmar sin embargo que la sana teoría, y sólo ella, puede traer consigo la dicha plena como aseguraba el más grande discípulo de Platón. En una época de ingenuidades pervertidas y de bostezo interminable ya no buscamos redención especulativa. Un filósofo puede ser muchas cosas pero en modo alguno considera que ha alcanzado la felicidad. La dicha de Zaratustra es terrible, a nosotros los humanos nos lastima. No está claro el “para” de la huida, aquello de mejores condiciones de vida se parece a una lista de compras para supermercado. No obstante, esta huida, las más de las veces apresurada, posee no sólo un “para” que, hemos visto, permanece inaclarado, sino también un “desde”, un “de qué”. La fuga supone un escaparse, un librarse de, ¿de algún riesgo?, ¿cuál es? Los romanos hablaban de un “ignominiam fugio” (tratar de evitar la ignominia), en que la ignominia, en uno de sus sentidos, es la privación del buen nombre. Por nuestros nombres somos bien llamados, por ellos nos conocen, nos reconocemos en ellos, somos ellos. Quien amenace quitarnos el nombre, acaba con nuestra posibilidad de ser reconocidos, de que se nos re-conozca. Aquí el “re” puede ser sustituido por “bien”. Parece que tenemos una pista: el que huye quiere evitar la falta de reconocimiento y se destierra a voluntad en busca del re-conocimiento que su terruño le niega. Jean-Jacques Rousseau, quien abominaba y desconfiaba de toda diferenciación social, afirmaba que se podía satisfacer la exigencia de reconocimiento si las personas alcanzaran el status de ciudadanos y fuesen tratadas en público como tales. Sin embargo, algo semejante ya no es soportable para nosotros, pues una situación de este tipo significaría la disolución de nuestra identidad, a menos que pensemos que la igualdad humana es nuestra identidad. Esto no significa negar, claro está, lo que ya es el pan de cada día, y que toda sociedad democrática asegura: la dignidad humana por todos compartida. No obstante, el reconocimiento para nosotros supone ya algo más. Pensemos en el ideal de ser fieles a nosotros mismos, auténticos, que está vinculado al dieciochesco parecer de que los seres humanos estamos dotados, raigalmente, de sentido moral o intuitivo de lo que es bueno y de lo que es malo. La moral, pues, tiene así una “voz interior”. Si somos fieles a esa voz actuamos con rectitud. La clave de la rectitud está en lo más profundo de nosotros. Rousseau también presenta la cuestión moral relacionada a una voz interior que hay dentro de nosotros, para él nuestra salvación moral depende de la recuperación de un auténtico contacto con nosotros mismos, o lo que llama el “sentimiento de la existencia”. Pero será Johann Gottfried Herder quien hable de una “propia medida” en nosotros. Hay un preciso modo de ser humano que es mi modo. La fidelidad que me debo a mí mismo cobra una nueva dimensión: si no me soy fiel, estoy desviándome de mi vida, me traiciono y niego, me aparto de lo que es para mí la condición humana. Es éste el contexto en que debe ser entendido, por ejemplo, el “sé el que eres” de Goethe. Éste es el poderoso y con vehemencia defendido ideal moral que ha llegado hasta nosotros, algo ya comprensible de suyo: la autenticidad. Aunque fugar es también pasar desapercibido, inadvertido, huir de la observación o el conocimiento; los cerebros que fugan lo hacen precisamente porque no encuentran en su país re-conocimiento, advertencia. Su talento se niega a vivir “en los montes y en las cuevas”, fugitivo y amedrentado, así se siente en el medio que le vio nacer, y busca la gran ciudad donde pueda tramontar la infamia, la deshonra, la desgracia. Será otra tierra, ¡cómo no!, la que reconozca su singularidad, su ser más propio y le brinde fama, honra, regalos; todos, merecidos. Pero como los finales felices ocurren casi siempre por error y antes de depender de nosotros más bien se padecen, la “fuga de cerebros” puede también referir el carácter fugaz, la fugacidad del talento. En los últimos 40 años suman un millón los profesionales de América Latina que han viajado a Estados Unidos y Europa. Todos en busca del reconocimiento que nuestras tierras les niegan, sin embargo, la mayoría de ellos para cubrir una demanda preestablecida, dentro de un modelo, que para ahorrar palabras, podemos llamar tecnológico. ¿Qué ocurre con la autenticidad en el seno de la era tecnológica? Aquella, amenazada siempre por el peligro de desaparecer, perderse, a favor de lo externo, en este caso la lógica de lo técnico, se eclipsa y, fiel a su fugaz naturaleza, huye y desaparece. Eso único que su voz podía ofrecer es acallado por el grito de un lugar del que también, quizá, quisiera fugar. ¿A qué llamamos autenticidad? ¿Qué es lo auténtico en nosotros? ¿No hay lugar para ella? ¿Será utópica? Quizá debemos escuchar lo que nos dice la sentencia latina que reza: “Tanta est animi tenuitas, ut fuguita aciem” (El alma es tan tenue que escapa a la vista).
Cassell’s Latin-English Dictionary- Diccionario de Autoridades de la Real Academia
Española- Jean-Jacques Rousseau, Meditaciones de un paseante solitario- Johann Gottfried Herder, Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad- Aristóteles, Ética Nicomáquea.
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