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Fuga de talentos o la ilusión de la autenticidad

Carlos Castro Morales

La Enciclopedia Británica define la "fuga de cerebros" como "la salida de


personas educadas o profesionales de un país, ámbito o sector económico, hacia
otro, generalmente para conseguir mejores condiciones de vida o de salario".
Huyen, se destierran por propia voluntad pero ¿Qué buscan estos fugitivos? Con
Aristóteles responderíamos que como todos los hombres anhelan la felicidad. No
es necesario indagar acerca de lo que entiende el filósofo por felicidad, baste decir
que aquello que la proporciona tiene que ser un bien en sí mismo, no un medio. Es
evidente, si dejamos de lado ciertas patologías, que el dinero es sólo un medio,
aunque también es verdad que podríamos suponer una venalidad mundial. Sería
candoroso afirmar sin embargo que la sana teoría, y sólo ella, puede traer consigo
la dicha plena como aseguraba el más grande discípulo de Platón. En una época
de ingenuidades pervertidas y de bostezo interminable ya no buscamos redención
especulativa. Un filósofo puede ser muchas cosas pero en modo alguno considera
que ha alcanzado la felicidad. La dicha de Zaratustra es terrible, a nosotros los
humanos nos lastima.
No está claro el “para” de la huida, aquello de mejores condiciones de vida
se parece a una lista de compras para supermercado.
No obstante, esta huida, las más de las veces apresurada, posee no sólo
un “para” que, hemos visto, permanece inaclarado, sino también un “desde”, un
“de qué”. La fuga supone un escaparse, un librarse de, ¿de algún riesgo?, ¿cuál
es? Los romanos hablaban de un “ignominiam fugio” (tratar de evitar la ignominia),
en que la ignominia, en uno de sus sentidos, es la privación del buen nombre. Por
nuestros nombres somos bien llamados, por ellos nos conocen, nos reconocemos
en ellos, somos ellos. Quien amenace quitarnos el nombre, acaba con nuestra
posibilidad de ser reconocidos, de que se nos re-conozca. Aquí el “re” puede ser
sustituido por “bien”.
Parece que tenemos una pista: el que huye quiere evitar la falta de
reconocimiento y se destierra a voluntad en busca del re-conocimiento que su
terruño le niega.
Jean-Jacques Rousseau, quien abominaba y desconfiaba de toda
diferenciación social, afirmaba que se podía satisfacer la exigencia de
reconocimiento si las personas alcanzaran el status de ciudadanos y fuesen
tratadas en público como tales. Sin embargo, algo semejante ya no es soportable
para nosotros, pues una situación de este tipo significaría la disolución de nuestra
identidad, a menos que pensemos que la igualdad humana es nuestra identidad.
Esto no significa negar, claro está, lo que ya es el pan de cada día, y que toda
sociedad democrática asegura: la dignidad humana por todos compartida. No
obstante, el reconocimiento para nosotros supone ya algo más. Pensemos en el
ideal de ser fieles a nosotros mismos, auténticos, que está vinculado al
dieciochesco parecer de que los seres humanos estamos dotados, raigalmente, de
sentido moral o intuitivo de lo que es bueno y de lo que es malo. La moral, pues,
tiene así una “voz interior”. Si somos fieles a esa voz actuamos con rectitud. La
clave de la rectitud está en lo más profundo de nosotros. Rousseau también
presenta la cuestión moral relacionada a una voz interior que hay dentro de
nosotros, para él nuestra salvación moral depende de la recuperación de un
auténtico contacto con nosotros mismos, o lo que llama el “sentimiento de la
existencia”. Pero será Johann Gottfried Herder quien hable de una “propia medida”
en nosotros. Hay un preciso modo de ser humano que es mi modo. La fidelidad
que me debo a mí mismo cobra una nueva dimensión: si no me soy fiel, estoy
desviándome de mi vida, me traiciono y niego, me aparto de lo que es para mí la
condición humana. Es éste el contexto en que debe ser entendido, por ejemplo, el
“sé el que eres” de Goethe. Éste es el poderoso y con vehemencia defendido ideal
moral que ha llegado hasta nosotros, algo ya comprensible de suyo: la
autenticidad.
Aunque fugar es también pasar desapercibido, inadvertido, huir de la
observación o el conocimiento; los cerebros que fugan lo hacen precisamente
porque no encuentran en su país re-conocimiento, advertencia. Su talento se
niega a vivir “en los montes y en las cuevas”, fugitivo y amedrentado, así se siente
en el medio que le vio nacer, y busca la gran ciudad donde pueda tramontar la
infamia, la deshonra, la desgracia. Será otra tierra, ¡cómo no!, la que reconozca su
singularidad, su ser más propio y le brinde fama, honra, regalos; todos, merecidos.
Pero como los finales felices ocurren casi siempre por error y antes de
depender de nosotros más bien se padecen, la “fuga de cerebros” puede también
referir el carácter fugaz, la fugacidad del talento. En los últimos 40 años suman un
millón los profesionales de América Latina que han viajado a Estados Unidos y
Europa. Todos en busca del reconocimiento que nuestras tierras les niegan, sin
embargo, la mayoría de ellos para cubrir una demanda preestablecida, dentro de
un modelo, que para ahorrar palabras, podemos llamar tecnológico. ¿Qué ocurre
con la autenticidad en el seno de la era tecnológica? Aquella, amenazada siempre
por el peligro de desaparecer, perderse, a favor de lo externo, en este caso la
lógica de lo técnico, se eclipsa y, fiel a su fugaz naturaleza, huye y desaparece.
Eso único que su voz podía ofrecer es acallado por el grito de un lugar del que
también, quizá, quisiera fugar.
¿A qué llamamos autenticidad? ¿Qué es lo auténtico en nosotros? ¿No hay lugar
para ella? ¿Será utópica?
Quizá debemos escuchar lo que nos dice la sentencia latina que reza: “Tanta est
animi tenuitas, ut fuguita aciem” (El alma es tan tenue que escapa a la vista).

Cassell’s Latin-English Dictionary- Diccionario de Autoridades de la Real Academia


Española- Jean-Jacques Rousseau, Meditaciones de un paseante solitario- Johann
Gottfried Herder, Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad- Aristóteles, Ética
Nicomáquea.

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